CAPÍTULO 2

Milongueras

Detrás del puerto se asoma el día

ya van los pobres a trabajar

y a casa vuelven los calaveras y milongueras

a descansar.

(«Talán Talán», tango de Enrique Delfino y Alberto Vacarezza)

En la década del treinta, cuando se conocieron mis padres, se producían grandes cambios en el país y en el espectáculo. Había comenzado la Década Infame, con el derrocamiento del presidente Hipólito Irigoyen y el advenimiento al poder del general José Félix Uriburu. Fue el 6 de setiembre de 1930, el primer golpe militar triunfante contra un gobierno democrático de nuestra historia.

La Década Infame fue una restauración conservadora que duró hasta el 4 de junio de 1943, con otra revuelta militar que derrocó al presidente Ramón Castillo.

Las voces de las clases populares, acalladas durante esa década, tuvieron dos momentos de de­sahogo en sendos entierros. El primero, con la muerte del líder radical dos veces presidente Hipólito Irigoyen, el 3 de julio de 1933. Una multitud nunca vista antes llevó su féretro hasta la Recoleta. Mi padre, que realizó el recorrido completo, nunca olvidó el acontecimiento.

El segundo velatorio donde la gente pudo expresarse fue el de Carlos Gardel, máximo intérprete popular que tuvo el país. Murió a los cuarenta y cuatro años en un accidente de aviación en Medellín, Colombia, el 24 de junio de 1935. Creador del tango canción a partir del estreno de «Mi noche triste» en 1917, pionero en la creación de video clips a comienzos de los treinta, protagonista de famosas películas realizadas en París y Nueva York, su temprana de­saparición en pleno éxito lo convirtió el mayor mito nacional masculino (el femenino sería, después, Eva Perón).

Varios meses tardaron en traer el cadáver a Buenos Aires. Este movimiento fue utilizado políticamente por el presidente Agustín P. Justo, que necesitaba un acercamiento al pueblo, y por el editor Natalio Botana, del diario Crítica. El sitio web El Historiador presenta un texto de Felipe Pigna titulado «La repatriación de los restos de Gardel, una jugada política de Justo» (1).

El lujoso ataúd con el cadáver del argentino más famoso de su tiempo partió de Medellín el 17 de diciembre de 1935. El cuerpo fue llevado a Panamá y de allí a Nueva York a donde arribó el 6 de enero de 1936 y fue velado durante una semana en una funeraria del barrio latino a la que concurrieron cientos de admiradores locales de Carlitos. De allí partió Defino con el cuerpo el 17 de enero de 1936 haciendo escala en Río de Janeiro y Montevideo donde también se le rindieron sentidos homenajes.

Finalmente, el ataúd que traía al hombre que a partir de entonces comenzaría a cantar mejor cada día, llegó a Buenos Aires el 5 de febrero de 1936. Tanto el velatorio, que tuvo lugar en el Luna Park, como el entierro fueron, fueron junto a los de Yrigoyen, Evita y Perón, de los más multitudinarios de la historia argentina.

Muchos años después, durante una madrugada, entre grabación y grabación de la segunda temporada de Show Match. Bailando por un sueño, donde ambos éramos jurados, Carmen Barbieri me mostró un cajoncito quemado en el que su abuelo apoyaba sus pies al tocar el bandoneón.

La reliquia había sido rescatada del incendio del avión en el aeropuerto de Medellín, donde sucumbieron, entre otros, el poeta Alfredo Lepera y Guillermo Barbieri (músico, autor, bandoneonista, y abuelo paterno de Carmen, padre del famoso cómico Alfredo Barbieri).

El cajoncito había sido devuelto a su abuela. Carmen me contó que sus tías abuelas cantaban y fueron el coro femenino que acompañó a Carlos Gardel en la grabación del tango «Silencio»:

Meciendo una cuna

arrorró mi niño

una madre canta

arrorró mi sol.

Carmen agregó que su abuela no quería a Gardel: «¡Ese maricón que se lleva siempre a mi marido en gira por el exterior y nunca lo deja volver a casa!», clamaba.

Un dato curioso con respecto al cantante es que poco antes de morir se hizo amigo de un adolescente de apenas trece años y que sería el mayor músico renovador del tango, y el que lo llevaría a las salas filarmónicas de todo el mundo: Astor Pantaleón Piazzolla (nacido en Mar del Plata el 11 de marzo de 1921). Cuando en 1934 Gardel filmaba en Nueva York, recibió la visita del pequeño Astor con una artesanía de madera que su padre, peluquero, le enviaba al cantor porque lo admiraba.

El chico le comentó que estudiaba bandoneón y por su simpatía se convirtió en el cicerone y traductor del cantante en la ciudad, especialmente de los restaurantes de Little Italy y en suculentas ravioladas que amasaba su madre. Gardel hizo incursionar al jovencito en un breve papel en la película El día que me quieras, donde hizo de canillita. En la fiesta de fin del rodaje, Astor acompañó al ídolo con su bandoneón a cantar «Arrabal amargo», primer tango de su carrera.

Antes de partir en la gira por América que terminó trágicamente en Medellín, Gardel invitó al músico precoz a viajar en la comitiva, pero su padre se negó alegando que tenía apenas catorce años. Sin saberlo, no solo salvó a su hijo de la muerte sino también al mundo de privarse de un músico genial.

Hoy, las estatuas de ambos adornan la esquina de Carlos Gardel y Anchorena, frente al shopping Abasto de Buenos Aires, para deleite de turistas que buscan recuerdos en sus selfies o fotos.

Ese mismo año en que murió Gardel, 1935, fue importante en el espectáculo no solo porque se estrenaron dos películas con las grandes divas de Hollywood del momento, Ana Karenina, con Greta Garbo, y El diablo es mujer, con Marlene Dietrich, sino porque también se estrenaron el policial 39 escalones, de Alfred Hitchcock, la humorística Una noche en la ópera con los Hermanos Marx y la de piratas El capitán Blood, con Errol Flynn y Olivia de Havilland, única diva de aquella época que llegó a ser centenaria.

En Argentina, 1935 se destacó además porque el incipiente cine sonoro que había empezado con Tango, con múltiples estrellas de la radio, se iba asentando en el gusto popular y consagraba a la mayor estrella surgida de nuestra pantalla, Libertad Lamarque, con El alma del bandoneón, de Mario Soffici. Y también por el estreno en la calle Corrientes de Rascacielos, exitosa comedia musical de Francisco Canaro.

Finalmente, aquel 1935 entra a la historia con la llegada a Buenos Aires de una jovencita pobre, de quince años de edad, tímida, de pelo negro y piel lustrosa, ansiosa de poder actuar, desde la localidad de Junín. Esa chica movilizaría todo un país una década después, y se llamaba Eva Duarte.

La década del treinta estuvo signada también por suicidios de notables personalidades. El político Lisandro de la Torre, el escritor Horacio Quiroga, la poetisa Alfonsina Storni y, apenas comenzada la década del cuarenta, el actor cómico Florencio Parravicini.

Y mientras en el mundo del tango comenzaba el romance prohibido del poeta Homero Manzi con la «cantora» Nelly Omar —ambos estaban casados y él le escribía tangos como «Ninguna», «Solamente ella» y quizás hasta el famoso «Malena»—, otra historia de amor tenía a maltraer a las cantantes y cabareteras del dancing y las milongas: el amor imposible de Ada Falcón y Francisco Canaro.

Ada Falcón era la cantante más bella, excéntrica y famosa del ambiente. Vivía en un petit-hotel en Palermo Chico y era tan gastadora que acostumbraba a quemar perfume francés para aromatizar su casa. Usaba modelos exclusivos y joyas carísimas, aunque su carácter tímido hacía que cantara escondida en la radio (donde había auditorios, como los teatros de hoy), tras cortinas de terciopelo. El famoso compositor y director de orquesta Francisco Canaro se enamoró de ella y le compuso el vals «Yo no sé qué me han hecho tus ojos» (los ojos de la Falcón eran míticos, como después lo fueron los de Amelia Bence).

Tania, la gran cantante viuda de Enrique Santos Discépolo, me contó al respecto:

Sabíamos que Ada sufría mucho porque estaba enamorada de Canaro, pero este no dejaba nunca a su esposa, a quien llamábamos «la francesa». Con Ada y otras amigas de aquella época, Alicia Vignoli, esposa en ese entonces de Luis César Amadori, dueños los dos del teatro Maipo, y Aída Olivier, bailarina casada con Pepe Arias (y después con Arturo García Buhr), íbamos a la salida de los cabarets en la madrugada, a la puerta del cementerio de la Chacarita en pleno invierno y noche cerrada, a encender velas y hacer «trabajos» y brujerías para que Canaro se separara de su esposa y se quedara con Ada. Era un ritual repetido… Pero no lo logramos: Canaro nunca dejó a «la francesa» y Ada fue encerrándose en un misticismo cada vez mayor, hasta que abandonó todo, dinero, casa, joyas, y se fue con su madre a vivir en una casita en Córdoba. Se dedicó por completo a la religión y no quería que los hombres viesen sus ojos pecadores, por lo que dejaban las viandas en la puerta de su casa. Dicen que con su madre dormía en el suelo de piedra… Pero nosotras, las chicas de la noche, nunca supimos más de ella.

Más allá de estos amoríos non sanctos, los argentinos y especialmente las argentinas empezaron a cambiar muchos de sus hábitos de antaño. Desde comienzos del siglo XX, ellas se miraban en los personajes de clase alta, en las mujeres de la oligarquía que posaban en revistas como Caras y Caretas y El Hogar.

Pero las primeras generaciones hijas de la inmigración cambiaron la mirada y las diversiones pasaron a ser el tango, el fútbol y el turf (así lo marca la película Los tres berretines, una de las primeras sonoras, con Luis Sandrini). Las mujeres de clase media y baja que sólo podían ser amas de casa o, en casos excepcionales, maestras, comenzaron a admirar a las emergentes de su misma extracción social que, gracias al disco y a la radio, habían devenido en famosas. Azucena Maizani, apodada «La Ñata Gaucha» (únicamente aceptaba cantar en teatro vestida de hombre), la mencionadas Ada Falcón, Tania y Nelly Omar, Rosita Quiroga, Mercedes Simone, Tita Merello con sus tangos reos, Sabina Olmos, Amanda Ledesma, Aída Luz, Dora Davis.

El tango, que había empezado en los prostíbulos como danza, y era bailado entre hombres, tuvo que triunfar en París con Francisco Canaro y Carlos Gardel para que lo aceptaran las clases medias y altas. Y llega a su esplendor en 1931, cuando en el teatro Colón se hizo un concurso para elegir con voto popular a las mejores cancionistas, con un premio de quinientos pesos. La ganadora resultó Libertad Lamarque, quien, junto a Hugo Del Carril y tras la muerte de Carlos Gardel, hicieron famosa a nuestra música ciudadana a través del cine en toda América.

1. Tomado de su libro Los mitos de la historia argentina 3. De la ley Sáenz Peña a los albores del peronismo, Planeta, 2006, págs. 241-242.