1. Atenea y los sueños
Era la cuarta vez que soñaba con él ese mes. En tres días, mayo se convertiría en junio; teniendo en cuenta que era martes, si antes del sábado Álvaro aparecía de nuevo en sus sueños, habría batido su propio récord de apariciones oníricas. Atenea había estimado que soñaba una media de tres veces al mes con él, a veces cuatro, a veces dos... pero cinco serían demasiadas. No quería pensar en lo que podía significar, tal vez no significara nada, nada de nada. Dejó correr el agua fría mientras se lavaba la cara con las manos, pensó en el medioambiente y se dispuso a cerrar el grifo, pero su mente volvió a recrearse en el sueño y no fue hasta algunos segundos más tarde que su mala conciencia la obligó a cerrarlo.
Cuando los sueños eran tan reales, la obnubilación que provocaban se prolongaba en ocasiones hasta después del desayuno. Atenea necesitó dos tostadas con mermelada y un café cortado de cápsula para eliminar la sensación de protagonista de comedia romántica que la embargaba desde el despertar.
—Atenea, te he dicho que me voy ya, tengo prisa, he quedado con un cliente a las nueve.
Atenea miró a su marido con ojos de mochuelo intentando dilucidar qué demonios le habría dicho.
—¡Atenea! ¿Dónde andas? Que me voy, que es tarde.
—¿Qué? Oh, sí, vete, vete. —Meg Ryan abandonó su cuerpo y volvió a ser simplemente Atenea.
Se acercó para besar a su marido en los labios. Jamás lo dejaba irse sin un beso, era muy consciente, tal vez demasiado, de los caprichosos infortunios de la vida, cualquier momento podía ser el último. Ella por si acaso, siempre besaba a su marido. Lo llevaba haciendo diecinueve años y nueve meses.
Mario, su marido, cerró la puerta tras de sí con el ímpetu de los que llegan tarde. Atenea se sintió liberada y en cierto modo culpable; sin Mario allí, ella podría abandonarse a sus pensamientos de mujer adúltera en sueños sin remordimientos; si había que fustigarse, ya lo haría después. A decir verdad, el sueño no había sido ni lo más mínimamente erótico, si lo pensaba no había habido ni siquiera un beso, ni uno pequeñito, el mayor contacto entre Álvaro y ella había sido el roce de sus codos, pero menudo roce de codos... Recreó de nuevo los momentos fugaces del sueño que su mente consciente lograba recordar: Álvaro, con el aspecto que tenía a los treinta años, acercándose decidido a ella y diciéndole algo al oído, algo irrelevante, algo olvidable. Gente alrededor, su amiga Tania bailando, Álvaro y ella apoyados en la barra de un bar, bebiendo ron, rozando los codos, mirándose con el ansia de los adolescentes. Alguien que se acercaba y se llevaba a Álvaro, quién antes de desaparecer por completo entre la multitud, se giraba y preguntaba: «¿Vienes?». Fin del sueño. Atenea ya nunca sabría si había ido o no. Si la pregunta la hubiera hecho en el mundo real, Atenea ya sabía la respuesta: «No, no voy», por eso le intrigaba tanto saber qué habría contestado su subconsciente.
Atenea era el nombre de la diosa griega de la sabiduría, también de la guerra, y además murió virgen. Nunca comprendió porqué sus padres eligieron ese nombre, sobre todo teniendo en cuenta que sus dos hermanas mayores se llamaban Carmen y Amparo; suponía que, al ser la tercera, sus padres consideraron que era el momento de darle emoción a la vida, salirse un poco de lo ordinario, o tal vez buscaban una pelea con el funcionario del registro civil o un rifirrafe con el cura, algo que les diera vidilla. Sea como fuere, si tal rifirrafe existió alguna vez, al menos el cura había salido victorioso pues, aunque Atenea nunca lo supo, en su acta bautismal figuraba con el nombre de María Atenea. Una vez le preguntó a su madre el porqué de su nombre, su madre la miró igual que si le hubiera preguntado por la hora de la cena y contestó: «¿Y por qué no?». Abrumada quizá por aquella respuesta imprecisa que abría una nueva interrogante, decidió darse por satisfecha y no volver a preguntar en unos cuantos años.
Lo cierto era que nunca se sintió como una diosa, tal vez entre los dieciséis y los veinticinco, cuando no necesitaba hacer régimen para mantener el tipo y el mundo se presentaba como un lugar a conquistar. Tampoco se creía excesivamente sabia, era culta y lista, pero para ella, cuyo hemisferio derecho predominaba sobre el izquierdo,1 una persona sabia era aquella que se había acabado El Quijote y además podía desarrollar integrales con fluidez, ella solo había hecho lo primero y con un poco de trampa.
Respecto a la guerra, Atenea se consideraba una persona pacífica; no le gustaba guerrear ni discutir, le consumía una energía que necesitaba para otras cosas más relevantes, como comprar el pan, hacer yoga o bailar a escondidas delante del espejo de su armario.
Virgen tampoco era, no había más que echar un vistazo a su suelo pélvico o a su hija Paula. La virginidad era, por fortuna, una cualidad en desuso que ella abandonó a los dieciocho años, poco después de conocer a Mario. Tendida en aquella cama de noventa centímetros, agotada, no tanto por el acto sexual como por los nervios previos, sonrojada y con el rímel corrido, se había sentido feliz de haber abandonado su condición de virgen en los brazos de aquel hombre, niño, joven... no había sabido bien cómo calificar a ese ser al que quería absorber a trocitos, para degustarlo lentamente, un ser humano que alguien había puesto en su camino para volverla loca de atar. Mario... el solo pensamiento de su nombre la hacía estremecer. Nunca una primera vez estuvo llena de más amor.
El amor, eso era algo que se le daba bien a Atenea, igual que se le daba bien organizar fiestas o jugar al Pinacle. Su relación con Mario había estado exenta de grandes crisis, se querían y respetaban. Habían solventado juntos las pequeñas y grandes miserias del día a día, habían salido airosos de los pequeños contratiempos, habían discutido y se habían detestado durante largas horas, pero bastaba una sonrisa cómplice de uno, para que el otro bajara la guardia y se dejara querer. Antes de Mario, Atenea se había dejado conquistar por varios pretendientes de los que solo tres merecerían ser mencionados en unas memorias: Michel, su novio de párvulos; Enrique, su primer beso, y Álvaro, el dichoso Álvaro.
Sin duda, habían tenido que pasar algunos años hasta que Atenea comprendiera y experimentara que no hay amor romántico que pueda nunca compararse al amor incondicional que se les tiene a los hijos. Paula llegó una madrugada en vísperas de la feria, después de veintiséis horas de parto, una maniobra de Kristeller y dos fórceps como dos demonios. Atenea adoraba a su hija y su hija a ella, aunque Paula evitara cualquier muestra pública de ese afecto. La faceta de madre era una de las más gratificantes de su la vida.
Atenea había estudiado filología hispánica sin saber muy bien por qué, ella siempre culpaba a Jane Austen y a sus adictivas novelas de casto amor inglés de aquella decisión. A las dos horas del primer día de clase ya sabía que jamás acabaría esa carrera; aun así, aguantó tres años más. Su primer trabajo había sido en un videoclub, de él había odiado el horario y adorado recomendar películas a los clientes. Después llegarían diversos trabajos en tiendas de ropa, inmobiliarias y bufetes de abogados. Desde hacía seis años, era la bibliotecaria del pueblo. Su empleo más gratificante después del videoclub y con un horario muchísimo mejor. Su trabajo en la biblioteca le permitía hacer dos cosas muy placenteras: descubrir pequeñas joyas literarias y, de vez en cuando, mandar a callar a algún cretino.
Como a cualquier ser humano, había dos formas de interpretarla:
Atenea, vista desde fuera: bibliotecaria de cuarenta y dos años, de cierto atractivo físico; algunos dirían que guapa, otros que resultona y otros encontrarían su nariz demasiado alejada de los cánones de belleza modernos como para resultar bonita, felizmente casada con un ingeniero industrial y madre de una adolescente. Simpática la mayor parte del tiempo, «borde que te cagas» en ocasiones cada vez más numerosas y de timidez selectiva.
Atenea, vista desde dentro: ser humano de sexo femenino, con todo lo que ello conllevaba.
8 de junio de 1982.
Atenea soñó que estaba en el circo, rodeada de domadores, payasos y animales salvajes. Un payaso vestido con un traje de rombos blancos y negros la invitó a subir al gran escenario central, allí la invitó a bailar y tras el baile la obsequió con unas tijeras de color naranja. Esa misma mañana, ya despierta y en el colegio, su seño de segundo curso de primaria anunció que el tema que estudiarían a lo largo de toda la semana sería «El circo» y la primera actividad que realizarían consistiría en colorear y recortar la silueta de un arlequín. En el reparto de tijeras, Atenea ya sabía qué color le tocaría.
2 de abril de 1991.
Atenea soñó que una potente luz se adentraba en su habitación, percibió un olor a gasolina. Huyó despavorida hasta llegar a un parque de atracciones. En la entrada de este, un vigilante le indicaba el cartel de cerrado que colgaba en la puerta, no tuvo más opción que dar media vuelta y despertarse. Dos días más tarde, el autobús en el que se dirigía, con el resto de sus compañeros de clase, al parque de atracciones Tívoli sufrió un aparatoso incendio que por suerte no causó heridos, pero obligó a posponer indefinidamente la excursión al parque.
27 de diciembre de 1993.
Atenea soñó que un príncipe con camiseta blanca, vaqueros y tirantes la recogía a la salida del instituto en un caballo blanco, juntos cabalgaban hasta un banco de la plaza donde él le ofreció una flor y la besó apasionadamente. Ese día vio a Mario por primera vez. Llevaba vaqueros, camiseta blanca, tirantes, y conducía una Vespino blanca.
14 de noviembre de 2005.
Atenea soñó que se ahogaba en un mar teñido de rojo, tras momentos angustiosos consiguió salir a flote, ya en la orilla advirtió que llevaba una cometa en la mano, al querer cogerla esta se escapó y se alejó volando sobre el mar granate, Atenea lloró por la cometa perdida. Ese día Atenea sufrió un aborto. Estaba de seis semanas.
Si bien no fueron esos los únicos sueños premonitorios que Atenea había experimentado, sí fueron los más significativos, los que mejor recordaba. A veces, Atenea soñaba con personas que no había visto en años y no tardaba en encontrárselos por la calle algunos días después del sueño. También había soñado con los hijos futuros de algunos amigos y les había vaticinado el sexo con mayor antelación que el ginecólogo. Era la brujilla de la pandilla y así lo aceptaba, no se vanagloriaba de ello ni tampoco le molestaba, simplemente a veces soñaba cosas que luego sucedían. No era una regla exacta, nunca sabía qué sueños eran premonitorios y cuáles no. No sabía si tenía un don o si su subconsciente mezclaba la información recibida con mayor acierto que su consciencia. Ni lo sabía, ni quería pensar demasiado en ello. «A ver si sueñas con los números de la primitiva» era una de las frases que había escuchado decir a Mario con mayor frecuencia en todos los años de convivencia. Un día había soñado con seis números y esa misma mañana había corrido a la Administración de loterías más cercana a por un boleto con dicha combinación numérica. No quiso decirle nada a Mario, se ponía muy nervioso e ilusionado con ese tipo de cosas, esperaba comentárselo después del sorteo, cuando fueran millonarios y pudieran al fin comprar la casa frente a la playa que siempre se paraban a mirar. Uno a uno, escuchó los números que salían del bombo a través de internet. Resultó que no había sido un sueño premonitorio. Rompió el boleto y guardó silencio. Nunca le comentó nada a su marido. Temía no volver a oír su manida frase. La casa de la playa tendría que esperar.
Un rayo de sol la cegaba, Atenea se refugió de él poniendo la palma de la mano sobre sus ojos. Apreciaba la arena cálida bajo la toalla donde su cuerpo descansaba ataviado únicamente con un escueto bikini de estampado tropical. Sintió sed. Alguien le acercó un vaso de cóctel, un mojito, tal vez una caipiriña, no sabía qué era, solo que olía de maravilla y que nada en el mundo podía apetecerle más. Se incorporó para coger el vaso. Vio entonces al hombre que se lo ofrecía, el hombre que se anteponía a sus deseos, mierda, otra vez Álvaro.
Atenea despertó, con brusquedad, tenía el cuello y el escote empapados en sudor. ¿Qué día era? ¿Solo jueves? «¡Joder!». La quinta vez en un mes que soñaba con el condenado de Álvaro. Era una señal, estaba segura, pero ¿una señal de qué? Calma, calma, se decía, lo más probable era que una parte de sí misma anhelara los cálidos días de los veranos de antaño, antes de iniciarse en la vida que formaría con Mario. La rutina se había instaurado en su vida desde hacía siglos y tal vez, pese a la agradable y placentera tranquilidad que ello le suponía, una porción de sus células estuviera empezando a reclamar un poco de acción.
Atenea inició la maquinaria de la rutina diaria tan pronto como pudo, Ese día no tenía tiempo de jugar a ser Meg Ryan, tenía cita para una extracción de sangre antes del trabajo. Chequeo anual de hormonas tiroideas, nada nuevo ni preocupante, tan solo un deber molesto por la necesidad de ayuno y la prisa a la hora de arreglarse. El análisis del sueño debería posponerse para otro momento.
La mañana transcurrió tranquila sin incidentes destacables. El sanitario que realizó la extracción de sangre fue amable, no hubo discusiones previas con las horas de las citas y en la biblioteca nadie habló a más decibelios de los permitidos. Sin nadie a quien regañar, Atenea se dedicó con eficiencia a catalogar los nuevos libros adquiridos por la biblioteca. A la hora del cierre, Atenea echó un vistazo a su móvil silenciado: sesenta y dos mensajes de cuatro chats y dos llamadas perdidas. Cuarenta y seis pertenecían a «Locos del yoga», un cambio en el horario de las clases del mes de junio había motivado la avalancha de mensajes, el resto eran dos chistes malísimos con sus correspondientes emoticonos riendo en «Amigos forever», una propuesta de quedada para tomar café el viernes en «Cuarentonas con arte» y un mensaje de su hija que decía: «Mamá, este finde voy. Prepara canelones. Llevo sorpresa», Atenea pensó que mientras no fuera un bombo cualquier sorpresa sería bien recibida. Comprobó las dos llamadas perdidas, ambas pertenecían a la misma persona. «¡Por todos los santos del cielo! ¿Por qué me ha llamado Álvaro?». Atenea sintió el sofoco en su cuerpo. Comenzó a sacar y meter las llaves de la biblioteca en el bolso de manera compulsiva e irracional. Lo sabía, algo así iba a pasar. Era típico de ella. Ella nunca soñaba en vano. Cinco veces era una señal. Pero ¿qué podía querer Álvaro? Hacía casi diez años que no se veían. Estaba demasiado nerviosa para volver a llamarlo, no podía marcar y meter el pasado de nuevo en su vida así sin más, sin ceremonias previas ni maquillaje. Esperaría, sí, esperaría a tranquilizarse, o a meditarlo, o a tomarse un whiskey, o a que él llamara de nuevo. Sí, esa era la mejor opción, mucho mejor que el whiskey sin duda, que además no le gustaba una mierda; esperaría su llamada, la tercera, la vencida.
1 Nota de la autora: En las personas en las que predomina la utilización del hemisferio cerebral derecho, suelen primar las emociones y las habilidades artísticas, mientras que aquellas en las que domina el hemisferio izquierdo suelen ser más hábiles en el habla, la lógica y las matemáticas.