Introducción

Hemos perdido la razón y nuestra pérdida no es casual. El mundo occidental contemporáneo no ha cesado de acrecentar su desdén hacia el poder de la razón. A fuerza de restarle importancia, con frecuencia la hemos dejado de lado. Cuando intentamos utilizarla, no sabemos muy bien cómo hacerlo. Recelamos de sus pretensiones y nos resistimos a creer que pueda conducirnos a algo que merezca el nombre de «verdad».

Los rechazos de la razón antaño extravagantes son hoy moneda corriente. Afirmaciones en el pasado radicales como «Quienes se apoyan en la lógica, en la filosofía y en la explicación racional acaban matando de inanición lo mejor de la mente» (atribuida a W. B. Yeats) figuran hoy en muchas recopilaciones de citas inspiradoras. Nuestra imagen del ser humano típico se asemeja hoy al doctor Nathan de The Atrocity Exhibition (La exhibición de atrocidades), de J. G. Ballard, cuya «razón racionaliza para él la realidad como lo hace para el resto de nosotros, en el sentido freudiano de ofrecer una explicación más aceptable o conveniente».1

En el imaginario popular, la razón ha cesado de ser una facultad universalmente admirada y se retrata como la enemiga del misterio y la ambigüedad, un frío instrumento de lógica disecadora. Se considera opuesta a la emoción, negadora del papel de la sensibilidad y del sentimiento en la vida cotidiana. La racionalidad se descarta como un instrumento de opresión hegemónica, una construcción patriarcal, una imposición occidental o un errado trato de favor a un hemisferio del cerebro en detrimento del otro. Ya no se venera casi universalmente la Ilustración, sino que a menudo se la condena como el nacimiento de la era del capitalismo industrial deshumanizador, el inicio del camino que condujo a Auschwitz. La cultura popular ha absorbido versiones bastardas de muchas de estas ideas, y hoy suele creerse que estamos guiados por los genes, las corporaciones manipuladoras y los sesgos psicológicos inconscientes en mayor medida de lo que jamás podría guiarnos la razón.

No siempre fue así. Durante milenios, la racionalidad se exhibió como la mayor conquista de la humanidad. Siguiendo a Aristóteles, manteníamos que la capacidad de razonar es lo que nos distingue de los demás animales. La razón no era la fría y feroz enemiga de las virtudes de sangre caliente como el amor, la fe o la apreciación estética. San Agustín, por ejemplo, decía: «ni siquiera podríamos creer si no tuviéramos un alma racional».2

Siempre hemos reconocido que los impulsos irracionales pueden controlarnos, pero creíamos que, con esfuerzo y diligencia, nuestro mejor yo racional podía gobernar nuestra alma. Por ejemplo, Platón decía que «no es nada infrecuente encontrar una persona cuyos deseos le obligan a oponerse a su razón, y verla maldecirse y desahogar su pasión con la fuente de su coacción interior». Pero, insistía, «estoy seguro de que no habrás visto jamás, ni en ti mismo ni en ningún otro, que la pasión se alíe con los deseos en contra de la mente racional, cuando la mente racional prohíbe la resistencia».3 Aristóteles también aceptaba que hay «algún elemento en el alma además de la razón, que se le opone y va en su contra». Pero creía asimismo que este elemento, «al menos en el alma de la persona serena, obedece a la razón, y en la persona moderada y valiente presumiblemente está todavía más dispuesta a escuchar, pues en su caso se halla en absoluta armonía con la razón».4

Es cierto que en el pasado hemos confiado en exceso en nuestra capacidad de pensar racionalmente, y que es necesario y deseable un mayor reconocimiento de los límites de la razón. Pero no en vano «perder la razón» significa volverse loco. Es preciso poner la razón en su lugar y, si ese lugar no está cerca del centro de la vida humana, entonces nuestra mente flota sin timón y a la deriva en las aguas del capricho, la emoción y las influencias ajenas.

Este libro es un intento de ayudarnos a recuperar la razón. Para ello, hemos de comprender qué es la razón en realidad. Se trata de una cuestión curiosamente soslayada. Mucho se ha escrito sobre formas particulares de razón, tales como la lógica deductiva y la inferencia inductiva, pero mucho menos sobre lo que implica la razón, en el sentido más general de la palabra. Esta laguna se refleja en el hecho de que tenemos dos palabras —razón y racionalidad— que carecen de definiciones filosóficas precisas y aceptadas, y se consideran sinónimas en la práctica. (Yo las emplearé de manera intercambiable.)

La rehabilitación de la razón es urgente, pues solo mediante el uso apropiado de la misma podemos encontrar una salida de los atolladeros en los que han quedado atrapadas muchas de las grandes cuestiones de nuestro tiempo. Sin un claro sentido de lo que significa que un punto de vista sea más razonable que otro, parece que la posición que uno adopta se basa únicamente, en última instancia, en la opinión o la preferencia personal. En los debates, la gente no toma partido en función de las evidencias o los argumentos, sino del lado en que más cómoda se siente. ¿Qué es lo mejor para la economía? Lo que quiere o lo que no quiere Wall Street, según a qué facción pertenezcamos. ¿Somos responsables los seres humanos del calentamiento global? Escuchemos lo que dicen las grandes empresas o los progresistas y apostemos en consecuencia. Si la ciencia parece cuestionar nuestra fe, convenzámonos de que la ciencia no tiene nada que ver con la religión o busquemos consuelo en la respetable minoría de científicos que son religiosos. En todos estos debates, las personas ofrecen razones para defender sus posiciones, pero, digan lo que digan, los disidentes podrán pensar que «era de esperar que dijesen eso» y podrán ignorarlas.

Más preocupante resulta el hecho de que la falta de fe en el poder de la razón torna aparentemente imposibles las relaciones internacionales. Cuando renunciamos a la razón, la única herramienta que nos queda es la coerción. Por ejemplo, «La brutalidad de los terroristas en Siria e Irak nos obliga a adentrarnos en el corazón de las tinieblas», dijo un destacado político estadounidense: «El único lenguaje que entienden estos asesinos es el lenguaje de la fuerza». El político en cuestión no era un célebre halcón, sino el presidente Barack Obama, criticado con frecuencia por su falta de contundencia al ejercer el poder estadounidense en el mundo. Obama apostaba por el papel de la diplomacia en Oriente Medio e incluso en Afganistán, pero eso no le daba mucha popularidad. Como la razón se ha convertido en una moneda devaluada, no sorprende que cada vez sean menos los que le confieren algún valor a la hora de enfrentarse a potencias extranjeras amenazadoras.

Obama hizo sus comentarios en un discurso ante la 69.ª asamblea de líderes mundiales en la sede de la ONU en 2014. Resulta revelador el hecho de que los titulares se centraran en la sugerencia del conflicto maniqueo fuera del alcance de la razón. «En su discurso en la ONU, Obama promete combatir la “red de la muerte” de ISIS», proclamaba el New York Times. «Obama se dirige a la amenaza del Estado Islámico en su discurso de Naciones Unidas», rezaba el Wall Street Journal. Y, sin embargo, la mayor parte de su discurso se refería, en realidad, a la necesidad de que las potencias mundiales trabajaran juntas de manera pacífica. «La ideología del EIIL, de Al Qaeda o de Boko Haram se marchitará y morirá si se expone, se confronta y se refuta sistemáticamente a la luz del día», decía.5 Este mensaje sobre el potencial de la razón para derrotar al terrorismo se ha perdido, en parte al menos porque cada vez éramos menos los que lo creíamos.

Puede que Platón, Aristóteles y sus herederos confiaran en exceso en el poder de la razón. No obstante, estaban en lo cierto al pensar que nuestra capacidad para resolver nuestras diferencias y llegar a conclusiones en el espacio compartido de la razón pública es una de nuestras más preciosas facultades humanas. Para restaurar la estima que se merece, hemos de comprender que la aceptación de la racionalidad no requiere el refugio en una visión del mundo cientificista, estéril y sin corazón, sino que implica simplemente la aplicación del pensamiento crítico allí donde se necesite el pensamiento.

La razón como concepto adopta una variedad de formas más débiles y más fuertes. En su versión más débil es una mera exhortación al uso del intelecto para analizar los diversos asuntos. En su versión más fuerte especifica los métodos precisos mediante los que debería ejercerse dicho pensamiento. Estas concepciones fuertes de la razón pueden incluir la exigencia de un método deductivo, científico o dialéctico. La razón, en sentido débil, posee la virtud de que la mayoría de la gente se siente dispuesta a respaldar su valor, pero el precio de este acuerdo es una definición tan vaga de la «razón» que no nos proporciona ninguna información real sobre lo que significa en la práctica su uso. Las concepciones más fuertes superan esta dificultad, pero a costa del consenso. No existe acuerdo acerca de la concepción fuerte de la razón que deberíamos emplear.

Por consiguiente, lo que necesitamos es una concepción de la razón que sea lo suficientemente débil para que exista un razonamiento mutuamente comprensible entre los individuos y las culturas en un espacio discursivo compartido, sin que sea tan débil que permita que cualquier cosa pase por razonamiento, desde la argumentación paso a paso hasta el golpe en la mesa y la insistencia en que nuestra posición es correcta. El proyecto de este libro consiste en desarrollar una noción de razón que sea al mismo tiempo lo bastante débil y lo bastante sustancial para posibilitar esta clase de diálogo público, que permita un amplio repertorio de opiniones sobre lo que resulta de hecho razonable, pero que no sea tan permisiva como para dar cabida a cualquier opinión sincera. Es, pues, un intento de congregar al mayor número posible de personas en una única «comunidad de la razón», con el fin de proteger y fortalecer el ámbito de la razón pública.

Esta concepción débil no ve la argumentación racional como un método rígido, mecánico y formal, sino simplemente como el proceso de dar y evaluar razones objetivas para las creencias. Estas razones son las que cualquier pensador competente puede evaluar y comprender, las que triunfan o fracasan con independencia de nuestros valores personales, y las que son convincentes pero susceptibles de revisión si cambian las evidencias.

Esta forma de racionalidad nos lleva a los límites de la razón, donde puede ser difícil mantener el equilibrio. En primer lugar, desde una perspectiva psicológica es fácil caer y acabar defendiendo simplemente prejuicios, cegados por los sesgos internos inconscientes, y por las distorsiones de la información y la argumentación externamente creadas. En segundo lugar, apartada de su sólido núcleo de lógica rigurosa, la razón puede ser un terreno más pantanoso que lo que creyeron en el pasado los optimistas racionalistas. Aquellos de nosotros que deseemos defender la razón debemos señalar sin piedad sus limitaciones y debilidades. La razón es poderosa, pero, para usar cualquier poder con su pleno potencial, necesitamos entender sus debilidades mejor incluso que nuestros enemigos. Al hacerlo puede generarse una sensación de turbación, al percatarnos de que los límites de la razón sobre los que caminamos no son tan firmes como creíamos. Pero no tenemos elección. Si recurrimos a las ilusiones, confiando en la fe o en el instinto, dejamos que nuestros pies se despeguen del suelo y alzamos el vuelo de la fantasía intelectual. Por otra parte, si tratamos de desacreditar la razón, picamos el hielo bajo nuestros pies y luchamos por mantenernos a flote en las gélidas aguas de la irracionalidad.

Solo nuestros amigos más íntimos conocen nuestros defectos más profundos, y, del mismo modo, los mayores escépticos acerca de la razón deberían ser aquellos que intentan defenderla. Si no desenmascaramos nosotros los grandiosos mitos de la razón, entonces sus enemigos lo harán de una manera harto más destructiva. Mi alegato en pro de la racionalidad requiere, por consiguiente, que recorramos cuatro mitos clave de la racionalidad, todos los cuales pueden remontarse a Platón. Estos mitos son: que la razón es puramente objetiva y no requiere juicio subjetivo alguno; que puede y debería adoptar el papel de nuestro guía principal, el auriga del alma; que puede proporcionarnos los motivos fundamentales para la acción; y que podemos construir la sociedad sobre principios perfectamente racionales.

Tras estos cuatro mitos yace un falso principio apoyado de alguna forma por casi todos los defensores de la razón. John Stuart Mill lo expresó con suma nitidez cuando escribió: «Nadie puede ser un gran pensador si no reconoce que su primer deber como pensador es seguir su intelecto hasta cualesquiera conclusiones a las que pudiera conducir».6 Esta idea se remonta a Platón, que hace decir a Sócrates en La República: «Debemos dejar que decidan nuestro destino los vientos de la discusión»,7 y en el Eutifrón: «El amante de la investigación ha de seguir a su amada adondequiera que lo lleve».8

La metáfora de seguir a la razón es poderosa y encierra una importante verdad: que siempre deberíamos intentar ver las cosas tal como son, no como queremos que sean. Pero malinterpreta esencialmente el auténtico funcionamiento de la razón. No la seguimos, pero tampoco nos sigue simplemente ella a nosotros. Antes bien, llevamos la razón con nosotros para que nos ayude a hallar el camino, sin que seamos ni sus esclavos ni sus amos.

Llegados a este punto, merece la pena decir algo acerca del desarrollo de estas ideas. Tras doctorarme en filosofía, hice carrera al margen del mundo académico editando una revista de filosofía y escribiendo libros y artículos. Al mismo tiempo he mantenido un pie en el mundo académico, escribiendo manuales, artículos de revistas y capítulos de libros, y encargando y editando trabajos académicos. Una de las grandes ventajas de esto ha sido la oportunidad de entrevistar, a lo largo de los años, a muchos de los principales filósofos mundiales. Varias de esas conversaciones se citan directamente en este libro.

Esta idiosincrásica carrera me ha convertido en una suerte de generalista, tanto por necesidad como por elección. Me gustaría pensar que ello me ha conferido una perspectiva inusual, que creo que me ayuda a ver el bosque entero, desgraciadamente habitado sobre todo por especialistas, absortos únicamente en ciertos árboles, o incluso hojas. Asimismo, me ha impulsado a concentrar mis escritos filosóficos en lo que, a mi juicio, posee un interés duradero. Esto significa que no estoy tan ansioso como otros por añadir al menos una referencia bibliográfica para cada idea planteada, como si cada nota a pie de página incrementara la legitimidad de la argumentación. Me alienta a este respecto el ejemplo de una filósofa maravillosa, Philippa Foot, que declaraba modestamente: «La verdad es que soy profundamente ignorante respecto de muchas cuestiones filosóficas. Tengo una memoria terrible, y mi trabajo no se parece mucho al de las personas inteligentes que tienen una excelente memoria y una espléndida erudición».9

Confío en que mi escritura contraste con el estilo académico al uso, que «busca la precisión mediante el absoluto control mental, que dicta continuas y rígidas instrucciones interpretativas», como dice Bernard Williams. He tratado de evitar esto y de satisfacer en cambio su «esperanza de que las objeciones y los posibles malentendidos puedan considerarse e influir, sin duda, en el texto, y de que luego, excepto los más relevantes, puedan eliminarse, como el andamiaje que configura un edificio pero que, una vez concluida la construcción, no requiere que trepemos por él para entrar».10 Espero que mi formación académica, combinada con mi amplia perspectiva, me haya permitido apreciar facetas y virtudes de la razón que resultan menos evidentes desde otros puntos de vista.

Si se ha hecho bajar a la razón de su pedestal es solo porque había llegado demasiado alto. Paradójicamente, una versión más modesta de la racionalidad se revelará más poderosa y valiosa que la versión mitológica casi omnipotente que la precedía. Como dice Michael P. Lynch, la razón «se caracteriza por su fragilidad y se nutre de nuestros sentimientos y pasiones, cuya pálida llama prometeica ha de alimentarse para evitar que se consuma hasta extinguirse».11


1. Ballard (2014: 89).

2. Carta 120.3. Agustín (2004: 131).

3. Platón (1994: 150-151).

4. Aristóteles (2000: 21-22).

5. Comentarios del presidente Obama en el Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, La Casa Blanca, Oficina del Secretario de Prensa, 24 de septiembre de 2014, <www.whitehouse.gov/the-press-office/2014/09/24/remarks-president-obama-address-united-nations-general-assembly>.

6. Mill (1962: 160).

7. Platón (1994: 90).

8. Platón (2000: 17).

9. Baggini y Stangroom (2007: 113).

10. Williams (2015: 330).

11. Lynch (2012: 9).