A partir del momento en que quedamos clavados en la montaña, y más aún, desde cuando en la pequeña radio que conservábamos oímos la noticia de que se había suspendido la búsqueda, no tuvimos otro sueño que el de volver a nuestros afectos; familia, amigos, lugares queridos.
Ese pensamiento, al que acompañaban las imágenes de mi madre, novia y hermanos, fue lo que mantuvo mi espíritu en permanente lucha por vivir.
Pero no estuve solo, Dios estaba conmigo, y también mis amigos que me ayudaron a lograrlo, ya fuera desde la vida, por la que luchaban al igual que yo, o desde el misterioso vínculo que nos une con los muertos.
El proyecto para cumplir ese sueño tenía una meta, un objetivo común: que todos saliéramos de allí con vida. En esa actitud, en esa determinación, estaba presente una fuerza superior, a la que yo llamo Dios (sea como sea que se conciba), que se expresaba a través del hombre y vivía en él y por él. Porque vi muchachos muy jovencitos transformarse en hombres y realizar actos de amor, no solo desde el sentimiento, sino con el modo de comportarse.
Pero todo había comenzado mucho antes, quiero decir con esto que mi vida anterior y todo lo que había aprendido en ella fueron fundamentales para que yo pudiera enfrentar el enorme reto que significó verme de golpe en medio de situaciones tan duras.
No sé cuándo nos habíamos mudado con mi familia a Punta Gorda, al número 5623 de la calle República de México. Vivimos años felices junto al mar, frente a la Playa Verde de Montevideo. Hacíamos picaditos de fútbol con arcos de un metro de ancho, y venían a jugar chicos de todo el barrio. Cuando el marinero intervenía para suspender el partido para que no molestáramos a los bañistas, si era un necio, casi siempre terminaba en el agua, o si no, se retiraba chiflando bajito al otro extremo de la playa, en donde está aún hoy el Club Náutico.
En el barrio vivían muchos de mis parientes, tíos y primos Algorta Vázquez, y también varios vecinos célebres, como Leonel Viera, quien diseñó obras arquitectónicas que son hitos en el Uruguay, y Eladio Dieste, un ingeniero conocido en el mundo por sus creaciones.
Fue por esa casa de la calle República de México que mi novia Soledad me pasó a buscar el 12 de octubre de 1972 para llevarme al aeropuerto de Carrasco. Venían en el Fusca Gastón Costemalle Jardi y Pancho Delgado, a los que había recogido en Pocitos.
Ellos estudiaban Derecho y yo Agronomía, pero Gastón era mi amigo desde la jardinera en el Windsor School. Años después, él se había cambiado al Stella Maris de los Christian Brothers, mientras que yo había seguido en el Colegio Inglés. Pancho, por su parte, había cursado primaria y secundaria en el Colegio Seminario de los jesuitas. Creo que yo era el único que había completado todos los ciclos de enseñanza en un colegio inglés y laico, donde no se practicaba el rugby, sino el fútbol.
Nunca había jugado al rugby, ya que no entendía por qué se juega con una pelota ovalada que pica para cualquier lado y hay que correr para adelante aunque la pelota se pasa para atrás. Además se dan «como en la guerra» y cuando la patean para afuera, ¡aplauden!
Me sigue apasionando el fútbol, y en mi país soy fanático «bolsilludo», como se llama a los hinchas del Club Nacional de Fútbol, decano del Uruguay, club que formó, entre tantos cracks, a Luis Suárez.
Pero sí es verdad que la mayoría de los que viajaban en el avión eran jugadores de rugby y exalumnos del colegio Stella Maris, entre ellos, Tintín Vizintin, Roberto Canessa y Nando Parrado, los tres que salieron en la expedición final, cuando ya después de dos meses de desesperada supervivencia solo quedaba caminar hacia lo desconocido, en búsqueda de una ayuda que podía estar a kilómetros de distancia del inhóspito medio en el que habíamos caído.
En el colegio, que primero se llamaba Windsor School y luego pasó a llamarse Ivy Thomas Memorial School, fui de los alumnos que inauguró su liceo. Tenía algunos compañeros varones, pero la inmensa mayoría eran mujeres. Por diferentes motivos, cuando terminé cuarto año de liceo quedé como el único varón, lo que explica que mis amigos de entonces fueran casi todos exalumnos del Stella Maris y del Old Christians.
El Colegio Inglés era laico, pero tenía como estandarte principal los grandes valores humanistas que el poeta Rudyard Kipling plasmó en su poema «If», cuyos últimos versos dicen:
Si puedes hablar con las multitudes y conservar tu virtud,
O caminar con reyes y no distanciarte del resto,
Si ni amigos ni enemigos pueden herirte,
Si todos los hombres cuentan contigo, pero ninguno demasiado;
Si puedes llenar el inexorable minuto
Con sesenta segundos que valieron la pena recorrer...
Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
Y lo que es más: serás un hombre, ¡hijo mío!1
Pienso que los valores tan bien expresados por Kipling en su poema comulgan perfectamente con la religión de los hermanos irlandeses del Stella Maris y de los jesuitas del Seminario, por lo que entiendo que tanto yo como mis amigos tuvimos una educación muy parecida. Yo, además, era y soy católico. «¿Cuál es la mejor religión?», le preguntaron al Dalai Lama: «La que te hace mejor persona» fue su respuesta, con la que estoy totalmente de acuerdo.
Esta comunión de ideales y valores fue un elemento importante para que pudiéramos manejar la situación tremenda e inesperada que nos tocó vivir en la cordillera. Además, estoy convencido de que la historia de los Andes y los valores que de ella se desprenden no son exclusivos de una religión, una raza, una clase social o un deporte. Es patrimonio de todos los hombres.
Ese 12 de octubre de 1972, en el Fusca de Soledad, cruzamos el Puente Carrasco rumbo al aeropuerto y, como era mi costumbre, saludé al departamento de Canelones, al que ingresábamos, y me despedí de Montevideo hasta el domingo siguiente. Serían solo cuatro días.
El saludo se debía a una vieja costumbre que me había enseñado mi padre: saludar y dar gracias hasta a los departamentos que forman mi país.
Felices llegamos al aeropuerto y felices subimos al avión de la Fuerza Aérea Uruguaya. ¡Nunca en mi vida volví a volar con pasajeros tan alegres como aquellos! No todos nos conocíamos, pero ese día era como si nos uniera un fuerte vínculo anterior. La alegría era el común denominador en ese avión, alegría que no cesó a pesar del contratiempo de tener que pasar la noche en Mendoza, Argentina, por el mal tiempo que volvía muy peligroso el cruce de la cordillera de los Andes.
Recuerdo cómo Gastón se divertía saltando sobre las camas de la posada donde pernoctamos, hasta que cayó al suelo cuando una de ellas cedió y se partió a la mitad.
Al día siguiente nos fuimos calladitos a tomar el bus para el aeropuerto El Plumerillo. Era la mañana del viernes 13 de octubre de 1972, día en que vi por última vez a mi querido amigo Gastón Costemalle.
Mi padre era el tercer hijo de los cuatro nacidos del matrimonio de don Nicolás Inciarte Caminos y doña Manuela Imenarrieta Mujica. Por ahí es que soy pariente lejano del que fuera presidente de Uruguay, Pepe Mujica.
Don Nicolás fue el primer Inciarte en llegar al Uruguay y lo hizo en el siglo XIX, junto a su madre viuda. Desarrolló actividades como peón, ayudante en tareas ganaderas y en almacén de campaña. Era muy inteligente y trabajador incansable. Se casó más tarde con doña Manuela y tuvieron cuatro hijos, que fueron: Alfredo (abogado), Adolfo (ingeniero civil), Ricardo, mi padre, (ingeniero agrónomo) y Sofía.
Mi padre estudiaba Medicina y, ya avanzado en la carrera, se tuvo que cambiar a Agronomía por indicación médica, debido a que contrajo tuberculosis y necesitaba estar en un ambiente de aire puro. Tenía adónde ir, ya que mi abuelo Nicolás a su muerte, el 22 de diciembre de 1928, había dejado una hijuela de campos, además de otras propiedades. ¡Toda una fortuna lograda en corto tiempo! Pero la enorme extensión de tierras que había sido de mi abuelo, por mala administración de alguno de sus herederos, se redujo drásticamente y quedaron apenas 700 hectáreas en las que se instaló un tambo, donde mi padre inició su actividad en la lechería, rama en la que llegó a ser pionero y referente en el ámbito nacional.
Se había iniciado como empleado, al trabajar como inspector de tambos, y después fue ampliando sus cometidos, ya que en el año 1936 el grupo de productores inicialmente llamado Cole pasó a ser Conaprole, cooperativa de la que mi padre fue gerente técnico industrial hasta el día de su muerte, el 27 de diciembre de 1966.
La placa que sus compañeros de Conaprole pusieron en su tumba es fiel reflejo de lo que fue su persona: «Amigo ejemplar, leal colaborador, técnico de excepción y propulsor de la industria lechera del Uruguay». La planta principal de Conaprole, situada al norte de la ciudad de Florida, lleva en su homenaje el nombre Ricardo R. Inciarte.
Yo tenía apenas dieciocho años cuando mi padre murió. A partir de entonces, en mi vida quedó un vacío imposible de llenar. Por su ausencia, por la falta que me hace su alegría y su consejo, porque era mi padre y mi amigo, porque no tengo ya con quién compartir mis más duros o más felices momentos.
Recuerdo que casi todos los fines de semana viajaba con él al campo. Me encantaba acompañarlo a un sitio que a los dos nos gustaba por igual.
El viaje demoraba horas, ya que primero solía detenerse en la bodega Vidiella, allá por Peñarol, en las afueras de Montevideo, a levantar un casillero de vino tinto y charlar con su colega, don Vidiella.
Después de pasar por La Paz, Las Piedras y Progreso, llegábamos a Canelones, donde había una planta de Conaprole en la que se hacía el queso gruyere en hormas de setenta kilos. Mi padre subía a la caja de la camioneta Dodge media horma de queso, que después degustaríamos acompañado del tinto.
Las horas iban pasando y, llegados al cruce, nos desviábamos hacia la ciudad de Santa Lucía, donde almorzábamos en el restaurante del Hotel Biltmore. Todo sin apuro, en una suave marcha de la Dodge, a la que no dejaba que superase los 60 kilómetros por hora.
Más tarde cruzábamos el viejo puente de hierro en el Paso Pache del río Santa Lucía. Saludábamos al departamento de Florida y nos despedíamos de Canelones. Luego pasábamos frente a la plantita de Conaprole de Florida, que era un galpón de chapa donde se recibía la producción lechera de los alrededores, y a veces también nos deteníamos allí. Ahí mismo está hoy el edificio de la planta de leche en polvo número 7, en cuyo frente reluce el nombre de mi padre.
En ese punto terminaba el deteriorado pavimento de bitumen y comenzaba el tramo de ruta 5 de balastro. Pasábamos por La Cruz, Pintado y Sarandí Grande, y después de Puntas de Maciel, por fin llegábamos al kilómetro 162, en donde estaba la entrada de nuestro establecimiento. Hoy la entrada se encuentra en el kilómetro 156 y medio, ya que el nuevo trazado de la ruta 5 es más directo que el anterior.
Una vez en nuestra casa del campo, venía sí el momento de degustar el vino tinto y el delicioso gruyere, seguidos de una cena, luego de la cual nos íbamos a la cama.
A la mañana temprano salíamos a recorrer el campo a caballo y no volvíamos hasta el mediodía, cuando comenzaba nuevamente el ritual del copetín previo al almuerzo. En el establecimiento ya estaba funcionando un tambo, y no recuerdo cuántas eran las vacas que se ordeñaban a mano y a la luz de varios faroles a mantilla.
El tambo más cercano de los alrededores se encontraba a bastante distancia hacia el lado de Florida. En los pueblos también había algún tambo que otro, pero solo para el abasto de su propia población.
Ya en ese entonces en Conaprole mi padre hacía control lechero, pesando una vez por mes y para cada vaca la leche producida en cada ordeñe. Eso permitía saber el total producido por animal a lo largo del año, y así identificar a los mejores. Esa era la forma en que se procuraba la mejora genética en aquellos tiempos, cuando las vacas, en vez de usar caravanas con números, eran conocidas por su nombre. También, la leche destinada a las ciudades y a la capital recibía pasteurización y control de calidad, cosa que no ocurría en los pueblos, en donde además, a la leche solía agregársele agua de dudosa procedencia. Muchas veces fui testigo de cómo, con una lata ya vieja y oxidada, de las que se usan para envasar duraznos en almíbar, se agregaba agua recogida en la cuneta del camino a los tarros de leche de treinta litros, que después eran recogidos para su distribución por un carro tirado por caballo.
Fue en estos viajes que aprendí tanto de mi padre, de su vida, de sus diálogos inteligentes, profundos y a la vez divertidos, de sus consejos que me acompañan hasta hoy. Y todo lo llevo muy dentro de mí, aunque ya hayan pasado tantos años.
«Aquí no había nada», me decía él mostrando instalaciones y cientos de vacunos de raza Holando. Lo decía muy orgulloso de sí mismo, ¡y vaya que razones tenía! Me hacía feliz acompañarlo y escucharlo con mucha atención. Tenía el don de la docencia, que ejercía en la cátedra de Lechería en la Facultad de Agronomía.
Mi vida había sido fácil hasta el día en que, estando yo en una fiesta de cumpleaños muy cerca de mi casa, apareció mi hermana menor, que entonces tenía doce años, para avisarme que a nuestro padre le había dado un infarto al corazón. Salimos enseguida para casa con ella y mi primo Beto, y también nos acompañaron Gastón Costemalle, mi novia Soledad y algunos otros amigos.
Allí me esperaba una terrible escena que jamás olvidaré y que creo que es la más impresionante y dolorosa de mi vida: mi padre tendido en la cama y sobre él mi tío Roberto, esforzándose en apretarle el pecho para que mi abuelo le hiciera respiración artificial. Me acerqué a él instintivamente como si quisiera ayudar, la vista fija en ese pecho que subía y bajaba como si de verdad estuviera respirando. En un momento me volví hacia mi madre, que no dejaba de mirar a papá con el rostro empapado en lágrimas. El pecho subía y bajaba, hasta que mi abuelo materno dijo «basta, ya está», y cayó rendido llorando sobre ese cuerpo que quedó inmovilizado por la muerte.
Miré a mi madre, que lloraba sin consuelo la pérdida de su marido, a quien amaba. Verla llorar su pérdida en ese momento superaba aun el enorme dolor que me provocaba la mía propia. Me acerqué a ella y nos unimos en un abrazo, transidos de un sufrimiento que no puedo describir.
Desde ese momento decidí ocupar de alguna manera el lugar que dejaba mi padre. No en aquellos roles de padre y de marido que le eran propios, pero sí en todo lo que estuviera al alcance de mi circunstancia y que pudiera asumir como jefe y protector de la familia.
Pensé que me ocuparía de mi madre, quien no por ello dejaría de llorar a su marido. De mis hermanos, que igualmente llorarían a su padre. «Me voy a ocupar de ellos», pensé. Y eso no me permitió llorarlo mucho. Observaba a mi madre, a mis hermanas, a mi hermano y comprendí que el hombre debe hacer lo que corresponde en determinadas circunstancias. Y hasta hoy me he hecho cargo de todo lo que pude.
Me encargué de enterrarlo. Creo que fue mi tío Algorta quien me ayudó con los trámites. Él durante mucho tiempo también tuvo una actitud paterna para conmigo e hicimos las cosas que debíamos hacer.
Recuerdo que en el cementerio, un director de Conaprole hizo un discurso destacando la gran obra cumplida por mi padre.
Hasta hoy suelo ir al cementerio a visitarlo en su última morada. Especialmente en aquellos momentos en que quiero alguna referencia y necesito su apoyo, tanto en las alegrías como en las dificultades. Converso con él, me da mucha paz y siempre regreso con una respuesta. Es increíble, pero es así. El viejo me sigue ayudando como siempre lo ha hecho durante su vida. Desde el año 2008, mi madre también está con él.
Soledad escribió, a los veintinueve años de edad, este relato con sus propios recuerdos de cuando nos llevó al aeropuerto.
Me había ennoviado con Coche a los diecisiete años. Antes de ennoviarnos habíamos sido grandes amigos. Siempre me contaba muchas cosas y nos reíamos mucho juntos. Yo me sentía muy bien con él; era muy cariñoso, muy divertido, muy alegre, y tenía algo inmensamente cálido en su mirada.
Un día algo cambió; nuestras mundanas y sencillas conversaciones se hicieron hondas y difíciles, nuestras actitudes perdieron naturalidad y nuestras miradas cambiaron su rumbo, y se encontraron por primera vez. Nos habíamos enamorado, casi sin darnos cuenta.
Desde entonces fui inmensamente feliz, todo lo feliz que se puede ser a los diecisiete años, en todo ese mundo mágico de romanticismo e ilusión. Vivíamos planeando y soñando el futuro, olvidándonos de que la mayor parte de las veces es incierto, y que las situaciones no siempre se presentan tal cual las hemos imaginado. Tuve, sí, como todo el mundo, algunas frustraciones y desengaños, que de alguna manera dejaron su huella, pero que casi nunca se refirieron a él, y además esas pequeñas complicaciones que surgían siempre se solucionaban. Entonces me sentía segura y capaz de enfrentar lo que se me presentara y adecuarlo a mis conveniencias. Caminaba por el mundo con paso firme y, en general, no le temía a nada. No me daba cuenta de que mi actitud era desafiante y de que la vida se iba a encargar de darme a su debido tiempo mi cuota de sufrimiento. Pero esto, aunque lo veía, lo sentía ajeno y lejano.
El miércoles 11 de octubre de 1972 volví de trabajar como todos los días. Tenía veintidós años y era secretaria en el estudio jurídico de mi padre. Coche había tenido que irse al campo, para dejar todo encaminado antes de su viaje a Chile. Había sido invitado a ese viaje por Gastón Costemalle, su gran amigo, para llenar el vuelo chárter y pasar ese fin de semana juntos.
Desde la muerte de su padre en 1966, Coche trabajaba en el campo de su familia; un establecimiento lechero con algo de agricultura y algunos lanares. Le quedaban pocas materias para recibirse de ingeniero agrónomo. Ese día, después de dejar todo arreglado, plantó un árbol, un algarrobo, en el que iba a ser el jardín de nuestra futura casa. La vieja casa de sus padres y abuelos había sido derribada años atrás, y nosotros planeábamos vivir en un chalet que se había edificado en su lugar, al que le haríamos pequeñas reformas. Todo esto ya estaba encaminado porque faltaban unos pocos meses para casarnos.
El jardín prácticamente no existía; era un pedazo de campo abierto, separado del resto por un alambrado donde pastaban algunos animales. Dos álamos plateados crecían frente a donde iba a ser nuestro dormitorio, pero aún eran muy pequeños. Soñábamos entonces con un lindo parque, con muchos árboles que invadieran nuestras vidas con sus distintas tonalidades de verde y sus mil destellos de sombra y luz.
A las siete de la tarde Coche volvió a Montevideo, vino a verme. Al otro día volaba a Chile.
El jueves 12 de octubre me levanté muy temprano. Como yo vivía en el barrio de Pocitos, iba a levantar primero a Pancho Delgado, luego a Gastón Costemalle y, por último, a Coche, que vivía en Punta Gorda, camino al aeropuerto. Había quedado en llevarlos en el auto de mis padres y así poder despedirlos. Era un día franco de sol, solo se vislumbraban unas nubes al oeste.
Llegamos con tiempo al aeropuerto. Estaba lleno de muchachos y familiares que iban a despedirlos. El motivo del viaje era un partido amistoso de rugby. Pero varios muchachos más se habían sumado al número de pasajeros sin formar parte del equipo. Coche era uno de ellos. Este equipo estaba integrado por exalumnos del colegio Stella Maris (Old Christians), y los que los acompañaban eran todos amigos o conocidos de los jugadores. Así, casi todos los que fuimos allí a despedirlos nos conocíamos. La alegría era general.
A las nueve y cinco, los altoparlantes empezaron a llamar a los pasajeros: «Tamu anuncia su vuelo 571 con destino a Santiago de Chile». Se me apretó un poco el corazón. Siempre me han emocionado las despedidas, aunque sean con rápido retorno. Se me hace muy difícil separarme de alguien que quiero, y que de una forma u otra está presente en mi vida. Difícil el perderlo de vista, el no poder participar más que de lejos y con el pensamiento en su hacer cotidiano; difícil acostumbrarme a dejar de depender, a que él en su ausencia deje de depender de mí y a que se altere el ritmo que marca su presencia en mis horas. Sobre todo difícil cuando este alguien se ha convertido en eje fundamental de mi persona.
La costumbre de la proximidad de los seres que queremos es tan fuerte, tan arraigada, que su ausencia siempre produce un vacío. Vacío que llenamos, o intentamos llenar, con mil actividades importantes o superfluas, para que pase desapercibido este espacio libre y no nos invada la melancolía. Aunque a veces nos guste extasiarnos en ella.
Los altoparlantes volvieron a llamar. La hora había llegado. Ya todos empezaron a despedirse. Nos abrazamos… nos miramos sonrientes, nos volvimos a abrazar. Puse un chocolate en su bolsillo, no se dio cuenta.
Caminamos unos segundos abrazados, diciéndonos rápidamente y a media voz todo lo que no íbamos a decirnos en los próximos días. Ya frente a nosotros, la sala de embarque. Un último beso… un último abrazo. Su pensamiento ya en sus papeles, en su pasaje, el mío en mi soledad. Ya de más lejos, una guiñada, y en mí una lagrima, una lágrima ahogada.
Subí corriendo las escaleras que llevaban a la terraza. La pista resplandecía bajo los rayos del sol. El avión estaba allí, no era grande, era blanco, con la panza gris y la punta delantera negra. A diferencia de otros aviones, tenía las alas colocadas arriba. Me paré contra la barandilla, al lado de Daniel Juan (presidente del Old Christians). «¿Qué avión es?». «Un Fairchild», me contestó.
Yo observaba las letras del avión. Lo hacía inconscientemente, mientras no aparecían los muchachos en la pista. En grandes letras negras «Fuerza Aérea Uruguaya» y un número «571». Algo me obligó a retenerlo.
Los muchachos invadieron la pista. Todos saludaban hacia arriba, en donde estábamos. Coche entre ellos, sonriéndome. Yo también sonriéndole; la escalerilla del avión angosta, el último escalón, el umbral… su mirada en la mía por última vez; su sonrisa y su adiós también por última vez. Ya todo nos separa, y cuánto más nos iba a separar.
Hoy llevo esta imagen fija en mi memoria; nunca he podido olvidarla. Entre los flashes de mi vida, este va a ocupar siempre un lugar preponderante. Por mucho tiempo esa última sonrisa iba a ser mi pilar. Por mucho tiempo ese adiós iba a ser su último regalo…
El ruido de los motores interrumpió nuestra despedida; el pájaro blanco comenzó a elevarse, todopoderoso y desafiante en la inmensidad azul. La inteligencia humana venciendo a la naturaleza una vez más.
Volví por la rambla sin apuro. El sol de octubre empezaba ya a calentar. Y entonces, en el horizonte, volví a ver las nubes negras al oeste. Un pequeño presentimiento que quise desechar.
Ese primer día de su ausencia, traté como siempre de seguir el ritmo normal de mis ocupaciones, pero mi concentración fue varias veces interrumpida por el ir y venir de mis pensamientos.
Él se había ido, pero quedaba en mí. Yo estaba aquí, pero me había ido en él. ¡En qué medida importante viven los demás en nosotros, y nosotros en los demás! ¡En qué medida importante nuestros pensamientos y acciones son motivados por los demás! Basta que queramos que así sea.
Mis pensamientos seguían su curso, y así se detenían a cada hora, tratando de ubicarlo en tiempo y espacio. Viajaba mil recorridos, imaginaba mil situaciones; recordaba momentos vividos e inventaba otros nuevos. ¡Qué vasto y amplio es el mundo de la mente, qué ilimitado! Allí todo es posible sin mayor esfuerzo.
Como escribiera Anatole France: «Es preciso en la vida reservar a la casualidad la parte que le toca. La casualidad, en definitiva, es Dios». El 13 de octubre de 1972 marcó a fuego mi vida para siempre. Cuando me levanté y salí esa mañana, no podía ni imaginar los acontecimientos que se iban a desencadenar en pocas horas.
Una llamada telefónica de mi amiga Rosina intentó transmitirme con voz ahogada la noticia. Esa llamada oscureció de golpe y a quemarropa esa existencia feliz y despreocupada que llevaba hasta entonces. Tampoco podía imaginarme cuánto más doloroso y angustiante iba a ser lo que íbamos a enfrentar.
«El avión está perdido». «No ha llegado a destino». ¿Cómo asimilar esas palabras? ¿Cómo entenderlas? ¿Cómo mantenerse en pie cuando el dolor es tan grande que ahoga, sofoca, desgarra? Cuando esa angustia te lleva el aire que respirás, cuando el miedo paraliza todo lo vital que hay en ti. Ese día supe lo que era sentir por primera vez ese dolor, esa angustia, ese miedo.
Ninguno de ellos se puede explicar con palabras. Solo viviéndolos uno los conoce y ese conocimiento, repito, ahoga, sofoca y desgarra. Aquellos jóvenes felices, la algarabía en el aeropuerto, la última sonrisa en la escalerilla del avión se detienen… son ya un recuerdo.
Antes de que mi padre muriera, la mía era una vida muy diferente a como lo fue después. En ese entones mi padre y mi madre se hacían cargo de mí y de mis hermanos. Mi ocupación básica era la de estudiar y también solía acompañar a mi padre al campo. A veces mi abuelo le prestaba la casa de Punta del Este e íbamos unos días. Pasábamos a buscar a unos sobrinos argentinos bastante mayores que yo, los ubicábamos en la caja de la camioneta Dodge y nos íbamos a comer a Mariskonea, un restaurante tradicional de la península.
También, con sus amigos veteranos, a mi padre le gustaba ir a tomar algo a un lugar que se llamaba My drink, en donde empezaba la Playa Brava, y me pedía que lo acompañara.
Los amigos pedían sus cócteles o whiskies, y yo, cuando iba a pedir una Coca, les oía decir «un Alexander para él», bebida que tenía crema de leche y era más suave. Entonces, así como tomaba vino allá en el tambo de la bodega Vidiella, tomaba un Alexander en My drink. Esos eran los detalles amables de mi vida, en el tiempo en que se ocupaban de mí. Después de que él murió, yo me hice cargo. Creo que durante muchos años logré hacerlo, aunque con tropezones y dificultades.
Seis años después de que mi padre muriera, en los que me había encargado de todo mientras estudiaba y trabajaba en el campo, pude aprovechar que no tenía clase en la facultad debido a un paro para irme de fin de semana largo a Chile, y así tener la oportunidad de ver cómo era el gobierno de Salvador Allende, en un país en el que un dólar rendía muchísimos pesos. Sabíamos que había carencias de todo tipo, y por eso llevábamos cigarrillos, que después del accidente nos vinieron muy bien en la montaña.
Ya había ido a Chile el año anterior con mi primo Beto, en una pick up Citroën 2CV, y habíamos pasado muy bien. El país estaba en plena campaña electoral de unas elecciones en las que el doctor Salvador Allende resultó ganador.
Pero cuando caímos en la montaña, otra vez mi vida volvió a cambiar. Así como cuando murió mi padre perdí la vida anterior en la que se ocupaban de mí, cuando caí en los Andes perdí la vida anterior en la que yo me ocupaba de mi familia. Y pensé que a partir de allí debía ocuparme de esta nueva familia, la de la sociedad de la nieve que se estaba formando.
Juro que en lo posible me ocupé, a pesar del cansancio, del esfuerzo estéril de mis pulmones y de las piernas que pesaban como plomo.
Me ocupaba de lo que podía: estaba atento a consolar a alguien que lloraba, o que era presa de un repentino desequilibrio. Trataba de ayudar como fuera si me daba cuenta de que alguno había caído en la depresión.
Por más que nuestra condición fuera desesperante, siempre era posible un pequeño gesto solidario, y yo procuraba tenerlo. La tarea empezaba por mí mismo, al tratar de controlar la angustia que estaba siempre pronta para invadirnos, lo cual no era para nada fácil. Porque allá arriba todo era conflicto. No me refiero a problemas entre nosotros, que, si bien los hubo, fueron muy pocos y esporádicos, sino el conflicto permanente con la naturaleza, el conflicto por vivir, el conflicto de no querer morir, de no dejarte seducir por la muerte, y es esa misma fuerza conflictiva la que te lleva a seguir viviendo. Y ni un segundo de paz.
¿Qué sería de mi familia sin mí? Cierta curiosidad por saberlo me invadió en esos segundos de loca carrera cuesta abajo en la montaña, instantes después de que el ala del Fairchild chocara contra uno de los picos.
Ese choque significó un quiebre profundo, tanto en el avión, que literalmente se partió en dos, como en mi vida, en la que se inició una etapa de maduración y de profundo descubrimiento de la naturaleza humana. Entones, así como a partir de los dieciocho años había tomado la responsabilidad de ocuparme de mi familia, después del accidente, y de acuerdo con mis posibilidades, traté de hacerme cargo de mis compañeros que habían quedado, al igual que yo, en el total desamparo, en el medio más inhóspito que se pueda imaginar. Lo hice como pude, y de acuerdo con las distintas circunstancias que se fueron sucediendo en esos setenta y dos días, que si bien fueron de gran dolor, e incertidumbre, también lo fueron de gran aprendizaje.
1. If you can talk with crowds and keep your virtue,/ ‘Or walk with Kings - nor lose the common touch,/ if neither foes nor loving friends can hurt you,/ If all men count with you, but none too much; -If you can fill the unforgiving minute/ With sixty seconds’ worth of distance run…/ Yours is the Earth and everything that’s in it,/ And which is more: you’ll be a Man, my son!