David

Era un error. No debería haber vuelto.

David Winter estaba sentado a solas en el rincón del pub, tratando de no parecer tan fuera de lugar como sin duda se sentía. Regresar a su viejo barrio era una cosa. Quedar allí… Eso había sido un disparate, pero no se le había ocurrido otro sitio al que ir. El antiguo Lyons Corner House ahora era un banco, y los otros bares del vecindario habían desaparecido o estaban tan aburguesados que ya no eran pubs.

Flexionó las manos doloridas y echó otro vistazo a su reloj pestañeando con fuerza. Unos días se sentía mejor que otros. Y algunos tenía la sensación de que la nube negra iba a tragárselo entero en su mullida suavidad, de modo que estaba listo para irse flotando con ella. Estaba tan cansado… Listo para tumbarse y partir. Y sin embargo, no podía, todavía no.

Hacía setenta años, cuando él era niño, el Spanish Prisoners era el pub más escandaloso de toda la zona, y eso era mucho decir. Decían que el Destripador había tomado algún trago allí, en sus tiempos. Que una camarera había muerto asesinada y estaba enterrada debajo de la barra. Allí, los tópicos no eran cosa de risa: eran todos ciertos. En el Spanish Prisioners podían encontrarse toda clase de Bill Sikes, y también Nancys1, mujeres como su propia madre. No había nada que David no supiera al respecto: acerca de rincones oscuros, mujeres aterrorizadas y un miedo que te calaba hasta los huesos tan profundamente que no sabías si alguna vez podrías sacudírtelo de encima, si conseguirías librarte de su sombra.

El Spanish Prisoners había apestado a tabaco, a orines y a sudor, a humedad, a cloaca y a cerveza negra. Había allí hombres que todavía se acordaban de cuando las ovejas cruzaban por Islington High Street para ir al mercado de Smithfield, que recordaban la muerte de la anciana reina, que había perdido hijos en la guerra de los boers. Davy Doolan pasaba la gorra cada vez que su madre tocaba el piano con la esperanza de ayudar a su marido a regresar a casa. Siempre que decidiera regresar, claro. Por fuera el pub era una gran caja de estilo georgiano construida con amarillento ladrillo londinense y provista de grandes ventanales, por lo que era un misterio que el interior estuviera tan oscuro como una madriguera. Había que ser muy temerario o estar muerto de sed para entrar allí.

Ahora, en 2012, estaba irreconocible: se había convertido en un reluciente templo consagrado al culto al café y a la cerveza artesanal, y David habría deseado que no le dolieran tanto las manos para poder sacar un cuaderno y ponerse a dibujar allí mismo. La madera brillaba, el cristal relucía. La carta de cervezas era tan larga como su brazo. No había sabido ni por dónde empezar, y al final se había decantado por un zumo de naranja. El barman tenía barba, gafas de pasta de estilo carey y, cuando pasó por su lado al concluir su turno, David notó, con su ojo de caricaturista para el detalle, que llevaba pantalones cortos, calcetines, mocasines y una bolsa de loneta estampada. Antes de marcharse, sin embargo, le había llevado un vaso minúsculo de zumo de naranjas valencianas exprimidas a mano y había anunciado con educación:

—Cuatro libras, por favor.

¿Cuatro libras por un zumo de naranja? Pensó en cómo se reiría Martha si lo viera, prácticamente por primera vez, escandalizándose por el precio de algo. Pero Martha no estaba allí, y él no podía contárselo. Tenía que mantener la farsa de su visita a Londres. Y lo aborrecía: detestaba mentirle a su mujer.

Aunque no era del todo una farsa: era cierto que se iba a celebrar una exposición de sus primeros trabajos en el East End. Cuando lo habían llamado había dado su aprobación, ¿no? Con cierta desgana, eso sí: se le estaba agotando el tiempo. Dos semanas después de que lo llamaran de la galería para proponerle la idea, sacó por fin los dibujos escondidos durante décadas en carpetas duras, con el lomo de tela, en el armario de su estudio. Esperó a que Martha no estuviera en casa. Apretó los dientes y al principio todo fue bien. Luego, de pronto, volver a mirarlos fue demasiado: su peso era abrumador. Apoyó la cabeza en la mesa y lloró como un niño. Y no pudo parar de llorar, tuvo que decirle a Martha que se iba a la cama, que le dolía la cabeza otra vez. Entonces lo supo: comprendió que tenía que llamarla, que debía suplicarle que volvieran a verse.

—¿Davy?

Se sobresaltó al notar que le tocaban el brazo. Levantó la vista, atónito.

—No te levantes.

—Claro que sí. —Luchó por levantarse, tenía la respiración acelerada, cada bocanada le suponía un esfuerzo—. Claro que me levanto. Cassie, querida mía.

Le puso la mano en el hombro.

Se miraron cara a cara después de cuarenta y cuatro años.

Era de la misma altura que él, alta para ser mujer. A Davy siempre le había encantado eso de ella. Y sus ojos eran frescos, grises y cristalinos, como si pudieran ver a través de ti y se rieran de lo que veían. Tenía el pelo de color rubio ceniza, liso y recogido con esmero en lo alto de la cabeza. No llevaba alianza. Estaba muy… elegante.

—Sigues siendo alta —comentó—. Alta y preciosa. Te reconocería en cualquier parte.

Ella se toqueteó el cinturón del abrigo sin quitarle la vista de encima.

—No puedo decir lo mismo de ti, Davy. Estás… En fin. No te habría reconocido.

Él esbozó una sonrisa.

—Permíteme traerte una copa.

—No, Davy. Ya voy yo. Tú quédate sentado.

Regresó con un ron con coca-cola.

—¡Cinco libras con ochenta! ¡Cinco libras con ochenta, Davy! ¡Menudo robo!

Su sonrisa remolona consiguió relajarlo. Señaló su vaso.

—Cuatro libras me han cobrado por esto.

—El mundo se ha vuelto loco.

—Ni que lo digas, Cassie.

Se hizo un silencio incómodo. Ella bebió un sorbo de su copa. David carraspeó.

—Entonces… ¿te van bien las cosas?

—Sí, estoy bien, gracias.

—¿Dónde vives?

—En un piso cerca de Essex Road. Volví, ya ves.

—Me alegro —dijo, incómodo.

—No es lo mismo. Todo el mundo se ha marchado. Ahora no hay más que banqueros y abogados por aquí. O gente más joven. Ya no conozco a nadie. —Bajo el espeso flequillo, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Hay un trecho muy largo entre Muriel Street y el sitio donde vives ahora, ¿eh?

Él asintió. Aquel no era su sitio. Había confiado en poder dar un paseo después, pero el miedo seguía asaltándolo en aquellas calles como lo había asaltado siempre. De pronto deseaba estar en casa, sentado en su soleado estudio, oyendo canturrear a Martha en la cocina, a Daisy y a Florence jugando en el jardín… Pestañeó. Daisy se había ido, ¿no? Y Florence… Cat seguía allí, ¿verdad? No, Cat también se había ido. Se habían marchado todas.

—¿Tienes más hijos? Lo siento. No sé…, no sé nada de ti. —Soltó una risa avergonzada.

—Ya sabes que no quería que estuviéramos en contacto —contestó ella—. Mira, cada uno tiene su vida. No. No tengo hijos, Davy. Terry y yo no tuvimos ninguno. —Volvía a clavarle la mirada llorosa—. Ya sabes a qué me refiero.

Él puso una mano sobre la suya.

—Sí, Cassie.

—Lo que no entiendo es por qué querías verme —dijo—. Después de tanto tiempo.

David se removió en su asiento.

—Me estoy muriendo —espetó.

Le sonrió tratando de ignorar ese dolor omnipresente. Ella abrió como platos sus ojos grises.

—Davy… ¿Es eso cierto? ¿Cáncer?

Le encantaba cómo pronunciaba las vocales. Cáaancer. Ese acento londinense. Él se había desprendido de su acento premeditadamente, ansioso por que se diluyera.

—No. El corazón. —Cerró el puño y volvió a abrirlo, como le había enseñado el doctor—. El músculo se está muriendo. No quiere seguir trabajando. Algún día… estiraré la pata. Y ya está.

Entonces ella se puso a llorar, unos circulitos negros manchaban las mesas de madera recién enceradas.

—Ay, Davy…

No se lo había dicho a Martha. Solo lo sabía su hijo Bill. Cuando Cassie lo abrazó y le hizo apoyar la cabeza sobre su hombro tembloroso, mientras la mujer lloraba con suavidad y en silencio, se le ocurrió pensar que ella era su único vínculo con el lugar del que procedía. Durante años había intentado alejarse, impulsarse hacia esa vida dorada que se había prometido a sí mismo y le había prometido a Martha porque, según creía él, se lo merecían. Y sin embargo, ahora buscaba de nuevo todo aquello obsesivamente. Pensó en la reunión que había mantenido esa mañana con su galerista de Dover Street.

—Hay un par que no sé si deberíamos exponer. Por si hieren la sensibilidad del público y todo eso. ¿Conviene que incluyamos este?

Jeremy, el director de la galería, había deslizado hacia él la ilustración a acuarela, tinta y plumilla.

David la había mirado y, como hacía siempre que veía uno de sus dibujos, había apretado los brazos contra las costillas: un pequeño truco para ayudarse a recordar qué era, por qué lo había hecho, de qué manera y cómo eran las cosas entonces. De hecho, se acordaba bien de la escena: un bloque de pisos bombardeado en Limehouse. Había llegado allí a pie, por la mañana, después de una mala noche. Los cohetes V2 habían llegado a Londres cuando la guerra estaba casi acabada y eran peores que las bombas de la Blitzkrieg. Solo los oías volar si no estabas en su trayectoria. Si iban derechos hacia ti, no te enterabas hasta que era ya demasiado tarde.

David dormía poco desde que aquella bomba cayó en su calle. Soñaba con liberar a su madre de aquel desastre, y también a su hermana, y con huir con ellas a algún lugar seguro. No a un refugio antiaéreo, sino a algún sitio lejano, fuera de la ciudad, donde hubiera árboles y sin muertos, y donde su padre no pudiera abalanzarse sobre él, enorme y renegrido, apestando a cerveza y a ese olor que desprenden los hombres.

Esa mañana se había levantado temprano. Caminó y caminó, como le gustaba hacer. Podía caminar durante horas. A fin de cuentas, a nadie le importaba adónde fuera. Tiró por el canal hasta Limehouse, dejó atrás los talleres bombardeados, los barcos abandonados, el fango. Vio una chica durmiendo en un banco con el carmín corrido y una falda de tweed verdosa enroscada alrededor de las piernas. Se preguntó si sería una de esas chicas, y se habría parado a dibujarla si un policía que pasaba en bicicleta no le hubiera dado un empujón para que siguiera circulando. Continuó andando y andando, porque John, un chico de su calle, le había dicho que allí había muy mal ambiente.

Los bocetos que hizo aquel día en Victoria Court se convirtieron en la ilustración que había visto esa mañana, casi setenta años después, en la blanca y silenciosa galería de Mayfair. Pero después de tantos años, todavía se acordaba de lo que había sentido entonces. Mujeres sollozando con el pelo escapando de las bufandas. Hombres aturdidos buscando entre los cascotes. Por lo demás, todo estaba muy tranquilo. Quedaba un muro en pie, pegado a la calle, y agachado allí se había puesto a dibujar el rincón de una habitación, la parodia de una naturaleza muerta.

Jirones de papel pintado amarillo con un estampado de cintas ondeando a la brisa de la mañana. Un trozo de taza, un paquete de arroz, un plato de hojalata, pintura azul descascarillada. Y el brazo de un niño, seguramente un bebé, con la manga de la camisa de algodón deshilachada allí donde la explosión lo había arrancado del cuerpo. Con los deditos rosas cerrados.

—Claro que hay que incluirla —había dicho.

Jeremy había vacilado.

—David, a mí me parece maravillosa. Pero es muy siniestra.

—La guerra es muy siniestra —había respondido, y el dolor casi lo había hundido—. O lo hacemos bien o no lo hacemos. Si lo que queréis son granujillas jugando entre los escombros, olvídalo.

Había agachado la cabeza, recordando, recordando, y los otros se habían quedado callados.

Ahora, mientras abrazaba a Cassie, se dio cuenta de que ya no la conocía y de que tenía que hacer lo que le había llevado hasta allí. Se reclinó en la silla y le dio unas palmaditas en la mano.

—No llores, cariño. Deja que te explique por qué quería que nos viéramos.

Ella se sonó la nariz.

—Está bien. Pero que sea algo bueno. Serás cabrón, hacerme llorar después de tantos años… Fuiste tú quien me dejó tirada, Davy.

—No empieces con eso. ¿Acaso no te ayudé?

—Me salvaste la vida —reconoció—. Y después se la salvaste también a mi pequeña. Lo sé, siempre lo he sabido. Davy… —Soltó un gran suspiro—. Querría que todo hubiera sido distinto, ¿tú no?

—No sé —respondió él—. Puede que sí. Puede que no. Nunca habría ido a Winterfold si no hubiera pasado lo que pasó. No habría conocido a Martha. Ni habría tenido a los niños.

—Dime cómo se llaman, entonces. Todos.

—Bill es el mayor.

—¿Dónde está?

—Bueno, Bill nunca se fue muy lejos. Vive en el pueblo, es médico de familia. Un pilar de la comunidad, podría decirse. Está casado con una chica muy maja, Karen, mucho más joven que él. En segundas nupcias; él tiene una hija mayor, Lucy. Luego está Daisy. Está… Bueno, ya no la vemos mucho. Está en la India. Trabaja en proyectos de cooperación. Está muy volcada en su trabajo. Recauda dinero para unas escuelas de Kerala.

—Caray. ¿Cada cuánto tiempo viene?

—Es una pena, pero la verdad es que no viene nunca.

—¿Nunca?

—Hace años que no viene. También tiene una hija. Cat. Vive en París. La criamos nosotros, después de que Daisy se marchara.

Cassie parecía fascinada.

—¿Abandonó a su propia hija?

—Sí, pero Daisy es difícil de explicar. Estaba… No es fácil comprenderla. Estamos muy orgullosos de ella.

Era una mentira tan fácil, una vez te acostumbrabas a ella. Pensaba mucho en Daisy últimamente. Se preguntaba qué habían hecho mal, si era culpa de él, si sería un problema genético.

—Y la otra, Davy. ¿Cómo se llama?

—Florence. Florence es la pequeña. Pero también es muy alta.

Lo miró a los ojos.

—Igual que su padre.

—Igual que su padre, y estamos muy unidos. Es… —Titubeó—. Muy culta. Es profesora, Cassie. De historia del arte. Vive en Florencia.

—¿Vive en Florencia y se llama Florence?

David sonrió.

—Sí, así es. Ella…

Un camarero aburrido se acercó a preguntarles si querían comer algo y rompió el hechizo. David miró su reloj y dijo que no, y Cassie metió el monedero en el bolso y chasqueó la lengua.

—Bueno, ¿qué querías decirme?

David respiró hondo haciendo caso omiso del dolor que se agitaba en su pecho.

—Quiero que vengas a Winterfold. Que los conozcas a todos. Antes de que yo muera.

Ella se rió. Su enorme carcajada, con un deje de histeria, cogió a David por sorpresa y siguió riéndose hasta que varios clientes se giraron para ver de qué se reían los dos ancianos del rincón.

Cuando paró de reír, tragó saliva y apuró el resto de su ron con coca-cola.

—No —dijo—. Rotundamente, no. Tú tienes una vida muy agradable y yo tengo la mía. Ese fue el trato que hicimos. Ojalá las cosas fueran distintas, pero no lo son. Olvídate del pasado, Davy.

—Pero tenemos que aclarar las cosas. Quiero hacerlo antes de… No sé cuánto tiempo me queda. Pueden ser meses, o un año, pero…

Ella lo cogió de la muñeca, le brillaban los ojos.

—Davy, siempre me decías que era más lista que tú. ¿No es verdad? Pues escúchame. Deja en paz el pasado. Olvida que me has visto. ¿De acuerdo?

—Pero ¿es que la familia no significa nada para ti? ¿Nada en absoluto?

David intentó agarrarla, pero ella apartó la mano y se levantó.

—Sí, querido. Significa dolor, tristeza y sufrimiento, y tú ya tienes bastante que ver con todo eso. Aprovecha el tiempo que te queda y disfrútalo —dijo sin mirarlo, mientras se arreglaba el enorme y llamativo pañuelo. Le tembló la voz, pero concluyó con firmeza—: Déjalo estar, Davy. Dios te bendiga, cariño mío.


1. Personajes de la novela Oliver Twist, de Charles Dickens. (N. de la T.)