III
CANDOMBE, MAR Y VIENTO
Si Santa María fuera una ciudad real, yo no
tendría otra salida que crear una ciudad
melancólica con mar y viento a la que
llamaría “Montevideo”.
Juan Carlos Onetti (3)
Si el arte y la ciudad se potencian mutuamente, el haber nacido en Montevideo, más precisamente en el Barrio Sur, es un hecho decisivo en la vida de Jaime. Lejos de cualquier perspectiva pintoresquista o folclórica, pensar su música desde ese lugar supone desentrañar claves esenciales de un universo estético que confirma la proyección de la ciudad como la máquina simbólica más poderosa del mundo moderno. (4)
La Rambla, Julio Herrera, Canelones y Ciudadela, ese ca-cho de barrio era nuestro, cuenta Jaime. De allí la marca definitiva del candombe pero también el viento, ese ruido de la naturaleza que lo acunó desde siempre, o el pregón de Maturro, el diariero del barrio, o las sirenas de los barcos entrando al puerto en una noche de tormenta. Y la presencia poderosa del mar, un mar que no es río ni río-mar porque Jaime asegura con una contundencia que no admite réplica: Es el mar. No tengas dudas de que es el mar. Reveladora invención que habla del Montevideo inmigrante que se saltea el Plata y vive mirando al Atlántico.
Al mismo tiempo, volver a transitar por aquella geografía anclada en los códigos sociales y culturales de los años 50 también es una forma de recuperar tramos esenciales de una utopía integradora fuertemente asociada al “país de clases medias” y a su marca en las representaciones urbanas de entonces. Obra maestra de nuestra arquitectura y pieza clave de la “ciudad batllista” diseñada a principios de siglo (*), la Rambla Sur condensa las aspiraciones inclusivas de un proyecto urbanístico que quiso combinar naturaleza, trabajo y placer. La concreción del emprendimiento inaugurado por tramos a lo largo de la década de 1930, terminó conformando un paisaje doméstico y democrático que se incorporó definitivamente al imaginario de los montevideanos y que Jaime vivió intensamente en las calles de su barrio. (5)
La república de la vereda
Yo vivía en la calle, dice al evocar al chiquilín que fue hasta los diez u once años. Mis amigos eran hijos de comerciantes, de prostitutas, de contrabandistas, del relojero. Todo el mundo sabía lo que hacían los padres de cada uno y no contaba. Había una suerte de inocencia que planeaba por encima de nosotros y que nos unificaba en el ámbito nivelador de la vereda. Incluso, había niños de familias más acomodadas y salían a jugar con los demás. Lo cual no quiere decir que todos entraran a la casa de todos. No, la cosa era en la vereda.
Aunque a los más chicos les costaba ganarse el visto bueno de los grandes para poder jugar a la pelota, en casi todo lo demás la vereda entreveraba edades y a la integración social se sumaba la interacción generacional en el marco de un mundo muy curioso donde también era frecuente el contacto de los niños con los viejos.
Cuando don Ramón Rodríguez o don Sommaruga lo invitaban a pescar, muchas veces Jaime aceptaba el convite y pasaba la tarde con ellos en la escollera Sarandí o en el puertito del Buceo. O iba a charlar con la vecina del apartamento 1, Irene Usher, una aristocrática señora paraguaya venida a menos de más de 70 años. Ella le hablaba de fútbol porque era hincha de Peñarol y le mostraba ejemplares de libros de poesía que guardaba desde su juventud con dedicatorias de Amado Nervo y de Rubén Darío, y él le llevaba discos que escuchaban juntos, siendo Irene la primera señora septuagenaria a la que Jaime logró contagiarle su pasión por los Beatles.
La heterogeneidad étnica y cultural le añadía colorido a ese sector del Barrio Sur que Jaime define como una encrucijada rara en la que además de los negros y criollos abundaban los judíos recién llegados de Hungría, Polonia, Alemania, Rumania… los judíos pobres de Durazno y Convención, marcados muchos de ellos por el drama de la guerra. La familia del Dr. Rubin, su dentista, polacos sobrevivientes de Auschwitz, o la señora húngara del primer piso, que también había conocido el infierno de los campos de concentración. A la señora le daban ataques de llanto por la noche, recuerda Jaime, y yo desde mi cama la escuchaba llorar.
Último vestigio del Bajo, todavía en los años 50 el Barrio Sur también era la reminiscencia viva de un mundo de burdeles, prostitutas y proxenetas que en el entorno de 1930 cruzó la calle Ciudadela y se propagó por los aledaños de Durazno y Convención. La vida como siempre dura, dice la letra de la canción y hoy, en una suerte de itinerario que da cuenta de una profusa cartografía prostibularia, el relato de Jaime se detiene en el quilombo ubicado en la calle Andes entre Maldonado y Miní, en el de Convención entre Canelones y Maldonado, en el burdel que quedaba al lado de su casa con luz roja, puerta entornada y mujeres adentro, en los conventillos de la calle Maldonado, donde varias “chicas” atendían en sus domicilios…
La pensión de los chilenos
Estaba ubicada en la calle Maldonado casi Andes y cuenta Jaime que allí vivían la mayoría de los punguistas chilenos de Montevideo. ¿Por qué chilenos? le pregunto y me contesta: No tengo la menor idea. Lo que te sé decir es que eran pungas y eran chilenos. Cuando pasábamos por la puerta, mi madre me decía: ¿Ves? Es acá. Y habían armado una escuela de punguistas. Tenían un maniquí con campanitas para practicar, y si sacaban mal la guita, las campanitas sonaban.
Lo más curioso es que hace unos años Jaime se enteró de que allí aparentemente había vivido Molina. Vuelvo a preguntar: ¿Molina? ¿El de Brindis por Pierrot? y me responde: El mismo. ¿Te das cuenta? Según me contaron en el bar El Hacha, Molina, la gran voz del carnaval uruguayo, era chileno y punguista.
La Verbena, por su parte, era una “casa de huéspedes” (lo que hoy sería un “telo”) que quedaba frente a la suya y no tenía garaje, por lo que las prostitutas taconeaban día y noche en la cuadra, en medio de un enjambre de chiquilines que jugaban a la escondida entre sus polleras. Es más, cada uno era hincha de una de ellas, cuenta Jaime, y mientras jugábamos, hacíamos apuestas a ver cuál entraba más veces. Lo mismo con el burdel que estaba casi pegado a mi casa. Veíamos a los hombres que venían por la calle y apostábamos a ver si entraban o no. Nos dábamos cuenta por la cara y casi nunca le errábamos. Curiosa convivencia vivida con naturalidad porque, cuando tenía meses y Catalina lo sacaba a tomar sol a la vereda, las muchachas que trabajaban en la Verbena se acercaban a saludar, lo tomaban en sus brazos y conversaban con su madre como cualquier vecina. La aceptación era mutua y el código del respeto hacia la señora con el nene era inviolable.
Hoy, cuando camino por esos lugares a los que siempre les tuve y les tengo tanto amor, me invade un sentimiento de desolación que me tiñe el espíritu, dice Jaime, al evaluar el presente y contrastarlo con su nítida memoria del pasado. Y agrega: No me refiero al paisaje natural que sigue estando ahí: la rambla, incluso los hábitos de la gente que va a pescar, a caminar y tomar mate; las palmeras, las olas marrones y blancas. A lo que me refiero es al dinamismo y a la diversidad del paisaje humano, a la interacción entre vecinos que era constante, a esa “república de la vereda” que dejó de existir. Podría decirse que hay una estructura que permaneció pero se quedó sin alma.
Viejo barrio que se fue
El tópico del barrio natal que ya no es lo que era configura un referente clásico en el relato mítico de una “edad de oro” situada en un tiempo primordial que anula la historia y concibe el presente como degradación y caída. (6) Probablemente también haya algo de eso en la mirada con que Jaime reconstruye su pasado.
Sin embargo, retomando la proyección de la ciudad como metáfora social, la visión de Jaime tiene fundamentos concretos. Las nuevas lógicas urbanas por las cuales la calle es percibida como tierra de nadie, como un espacio inhóspito y peligroso, apuntan a realidades que van más allá de cualquier visión nostálgica o decadentista. Junto con el barrio, también desapareció ese espacio público nivelador e inclusivo, y lo que queda son los dilemas de una ciudad fracturada que ya no es viable como artefacto social compartido. (7)
Todavía en los años 80 sobrevivían los últimos rastros de aquel mundo y, cuando Jaime volvió al barrio junto a Jorge Denevi y Eduardo Ruiz (**) para filmar el clip de Durazno y Convención, hubo que tomarse un tiempo pero finalmente la canción desfiló puntualmente por la esquina. Una década después, como un indicio más de la fragmentación social y cultural de los 90, todo aquello se había apagado. Hoy la ciudad está enrejada, los vecinos no se conocen y los niños se miran de lejos. Por eso, cuando Jaime escucha los gritos, las risas y las corridas de los chiquilines que vienen a jugar al convento de las Vicentinas que queda junto a su casa en Reconquista y Zabala, dice que lo siente como una caricia.
Alegrías de la calle Convención (***)
Al igual que la de tantos chiquilines uruguayos, la niñez de Jaime está indisolublemente ligada al rodar de una pelota. La suya era de goma marrón, marca FUNSA, lo que no es poco decir en épocas en que una pelota de cuero sólo se concebía en sueños y las más comunes eran las de plástico, que difícilmente duraban más de una semana. Esta sobrevivió por años al tráfico incesante que circulaba por la Rambla a la altura del “campito”, es decir, del espacio verde que por entonces, sin el enorme edificio que hoy lo ocupa, presidía el paisaje imponente en el que desemboca la bajada de Convención al llegar a Durazno.
Fundación mítica de Montevideo
Como tantos devotos de Borges, en algún momento Jaime recorrió minuciosamente la manzana pareja que persiste en mi barrio: Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga, que el escritor señaló como el lugar de la fundación mítica de Buenos Aires. El resultado visible de aquella expedición fue más bien decepcionante: se encontró con una manzana como cualquier otra. Igual me emocionó, dice, porque si bien no tenía nada de atractivo, sabía que en algún momento había sido especial. Si Borges lo decía, por algo debía ser.
Desde una perspectiva obviamente distinta, me pregunto si los argentinos que hoy acuden a Durazno y Convención y luego de buscar y buscar se sacan la foto con cara de “acá no pasa nada”, llegarán a percibir la proyección simbólica de un espacio que ha devenido mítico aunque el boliche haya cerrado y los bagayeros ya no estén.
Hasta los once años, Jaime jugó al fútbol allí durante todas las tardes de su vida y en alguna oportunidad ha declarado que, cuando canta Durazno y Convención, intenta recordar el olor de aquel pasto que, todavía hoy, sigue evocando como sinónimo de un sentimiento entrañable.
Además de jugar compulsivamente al fútbol, desde muy chico Jaime iba al Estadio y asimiló toda la mitología futbolera que pueda imaginarse. Su padre lo llevaba a ver a Nacional pero, vaya a saber por qué, a él le gustaba Defensor. Para explicar lo inexplicable, habla del color violeta y del símbolo que identifica a “los tuertos”, el faro que veía cada tarde en la Rambla. Dice que siempre le encantaron los faros, las torres de fuego que son la salvación de los marinos, según los holandeses.
Como no puede haber felicidad completa, Jaime detestaba ir a la escuela. Los buenos recuerdos que guarda de ella son muy pocos y se circunscriben casi exclusivamente a la hora del recreo y a las clases de canto, breves paréntesis que matizaban en algo el enorme aburrimiento que, más allá de sus buenas calificaciones, le producía todo lo demás.
Por ser nieto de André Roos, figura especialmente estimada en la Embajada, pudo haber usufructuado de una beca completa en el Liceo Francés, como quería Memé. Sin embargo, fue a la escuela pública República de Chile, de Maldonado y Florida, como quería Catalina, quien despachó el tema con su frontalidad característica y le dijo: Mirá, nene, en un colegio de pitucos te vas a sentir mal porque ellos son ricos y vos sos pobre. Vos vas a ir a la escuela Chile que es a la que van todos tus amigos, los chiquilines de la cuadra, la gente que vos conocés y que es como vos. Decisión que Jaime aceptó encantado porque de esa manera, por lo menos a la hora del recreo, el patio de la escuela se convertía en un apéndice de la vereda, con figuritas, trompadas y bolitas.
Los martes y jueves la escuela le deparaba otro momento de placer: la clase de canto. Aunque era un privilegio reservado a los alumnos de 4º, 5º y 6º, desde 3er. año Jaime integró “la voz A”, lo que lo llenaba de orgullo. Aquello de cantar en coro en el patio de la escuela tenía para mí un encanto muy especial, recuerda, sobre todo en las fiestas de fin de año en que nuestras familias venían a vernos.
El primer hit
El repertorio escolar incluía canciones muy bien logradas, especialmente una que se convirtió en un éxito infalible. Nuestro hit era La Golondrina, dice Jaime, una canción mexicana que Caetano Veloso grabó en su álbum Fina Estampa. Como la cantaban realmente bien, los padres y las madres lagrimeaban y aplaudían a rabiar.
A partir de diciembre, ya sin escuela ni deberes, se podía disfrutar de la vereda mañana, tarde y noche, de acuerdo con las pautas de un ritual que renacía puntualmente cada año. Antes de Navidad era el momento de los cohetes y del Judas. Unos días después, aparecían los primeros pomos y se empezaba a levantar el tablado, con tanques y tablones.
En el barrio había varios: el de Río Branco casi Maldonado, el Power –que quedaba en Paraguay y la Rambla–, y un poco más lejos, hacia el lado de Palermo, el Mar de Fondo. Jaime iba al de la calle Río Branco pero sólo a ver a las murgas, que era lo único que le gustaba. Se los oía de lejos y todo el mundo anunciaba: ¡Llegaron! ¡Llegaron! Y en medio del revuelo y del gentío que venía corriendo de sus casas, él se sentaba en el bordecito del tablado y quedaba como hipnotizado. No me importaban nada las letras, recuerda. Lo que me atraía era la melodía, cómo sonaban, cómo se vestían, cómo se movían. Eso era completamente mágico para mí.
Asimismo, como parte de ese “ritual de la temporada”, en cuanto terminaban las clases, Jaime y un par de compinches salían a la calle con la murga de la cuadra. Yo tocaba el bombo, dice, y tenía un par de platillos que se los prestaba a un amigo. Y el redoblante era el Ratón, uno que vivía en un conventillo de la calle Durazno y tenía un redoblante de lata amarillo con una calcomanía del Ratón Mickey. Quemábamos corcho en el cordón de la vereda y nos pintábamos la cara. Lo único que hacíamos era marcha camión todo el tiempo y pedíamos “un vintencito pa’ la murga”. Y dos por tres yo me calentaba porque el de los platillos le erraba.
Por otra parte, no hacía falta que fuera carnaval para que se tocara música en la calle. Como dice la letra de Durazno y Convención, el barrio era candombe, murga y batucada en cualquier época del año. Raulito, el hijo del dueño de la pensión Roma de la calle Maldonado, tenía una batería brasileña completa y cada vez que se juntaba con amigos, salían a tocar y a pedir plata. Y aunque la geografía de los morenos se extiende sobre todo más allá de Julio Herrera y Obes, Jaime se crió en medio de las olas de candombe que venían del lado de Cuareim. Vuelta a vuelta, los tambores pasaban para arriba y para abajo, dice, y el eco de la llamada estaba siempre resonando en el barrio.
* * * *
Puede decirse que en aquellos años la vida de Jaime se repartía entre dos mundos: el de la calle, plagado de amigos, y el de su casa, asociado a las peripecias y estrategias propias de su condición de hijo único. Él dice que nunca le importó el hecho de no tener hermanos y que nunca le hizo falta compañía, lo que resulta llamativo, sobre todo si se tiene en cuenta que, desde los cinco años, sus padres lo acostumbraron a quedarse solo de noche, cuando ellos salían a pasear.
Catalina y René iban al cine tres veces por semana y se juntaban con amigos a tomar un café en el Armonía, que era su lugar favorito (****), y Jaime se quedaba solo en casa, con la prohibición estricta de abrir la puerta a nadie. En los primeros tiempos tenía miedo de que hubiera seres extraños adentro del ropero, pero poco a poco los temores desaparecieron y, puesto que ya sabía leer y en su casa no había televisor, sus dos grandes compañías fueron la radio y los libros.
En un principio, el arsenal de lecturas de Jaime resulta bastante previsible: revistas de chistes, todas; libros de la colección Robin Hood, muchos, y sobre todo Corazón de Edmundo de Amicis, que lo hizo llorar cada vez que volvió a leerlo. Pero a medida que fue creciendo el espectro se fue ampliando y, a los nueve o diez años, ya había leído Alicia en el país de las maravillas, las novelas de Alejandro Dumas y varios novelones del siglo XIX. También había descubierto a Ray Bradbury –sus Crónicas Marcianas y sobre todo El hombre Ilustrado– y ya lo apasionaban las novelas policiales del Séptimo Círculo –la colección que dirigían Borges y Bioy Casares– que Catalina tenía siempre arriba de la mesa de luz.
Ante mi asombro por la precocidad con que a partir de los nueve años leyó una y otra vez La vida es sueño de Calderón de la Barca, me explica que, además de disfrutar su lectura, aquel era el único libro que había en su casa. Mi madre leía todo el tiempo, dice, pero los libros rotaban permanentemente porque iba a las Librerías Ruben y los canjeaba. Como al ejemplar de Calderón le faltaba la tapa, no se lo aceptaban y quedó siempre en casa. Te aclaro que yo, como preferir, prefería a La Pequeña Lulú o a Lorenzo y Pepita, pero si liquidaba el stock y no tenía otra cosa a mano, releía a Calderón.
Noche de tablado
Cuando tenía seis años y hacía uno que se quedaba solo, hubo una noche de verano en que Jaime no se conformó con un programa tan erudito. Por el patio del apartamento, escuchó una batería de murga y no se aguantó: agarró un banquito, dejó la puerta de casa sin el pasador y se fue al tablado.
Cómodamente instalado vio actuar a La Nueva Ola y a La Gran Muñeca pero se hicieron las 11 de la noche, se asustó y resolvió volver. La puerta cancel estaba trancada, él no tenía llave y empezó a imaginar lo que podía ocurrir si sus padres llegaban y lo encontraban ahí.
Por supuesto que hubo un vecino salvador que le abrió la puerta y él llegó a meterse en su casa a tiempo. Sin embargo, la travesura había sido demasiado arriesgada como para poder ocultarla y la penitencia fue memorable.
La otra gran compañía de aquellas noches fue la radio. Jaime recorría el dial de punta a punta y se encontraba con programas humorísticos como La pensión 64 o El Comisario de Cerro Mocho de Roberto Barry, con las primicias de Adelantando el carnaval y por encima de todo, con la música, que desde siempre configuró su más honda y querida pasión.
Amor a primera vista
Desde que tengo memoria, la música ocupó un primer plano dentro de mis pasiones. Mi madre cantaba muy bien, recuerda, y vivía con la radio prendida, escuchando tango, folclore, música afrocubana, música mexicana. Y ya en los 60 se hizo fanática de Los Olimareños y de Zitarrosa. Mi viejo, en cambio, estaba en otra. A él le gustaba el jazz, especialmente el de los años 40 y 50, aunque también el de los 20 y los 30. Pero para definirlo, digamos Duke Ellington. Eso era el colmo para mi viejo.
Como tantos papás y mamás de entonces, Catalina y René le compraron aquellos discos chiquitos de plástico con las “canciones infantiles” que supuestamente escuchan los niños. Sin embargo, para Jaime la música nunca fue un juego sino algo serio, y nunca quiso saber de nada con Eran tres alpinos y sus equivalentes. Lo que le gustaba era seguir a los tambores de la mano de su padre cuando pasaban por la cuadra, o escuchar una y otra vez el long play que había en su casa con los valses de Strauss. O a los dos o tres años, ir a la Rambla y oír a la banda de la Armada que una vez por semana desfilaba desde la Ciudad Vieja hasta la calle Paraguay. Paradito en la vereda, Jaime gritaba ¡marinero!, ¡marinero!, y como lloraba a gritos para que su madre lo llevara caminando detrás de ellos hasta Juan Lindolfo Cuestas, Catalina estaba convencida de que iba a ser militar.
Cuando tenía cuatro años, sus padres le enseñaron a manejar el tocadiscos y le regalaron su primer álbum de música a secas. Se llamaba The Benny Goodman Story e incluía una versión de Sing, sing, sing, un tema que Woody Allen ha utilizado en la banda sonora de varias de sus películas. Lo ubicás, ¿verdad?, me pregunta, y luego de escandalizarse un poco porque no estoy segura y respondo con evasivas, me explica que se trata de un clásico del jazz de los años 30 que se convirtió de inmediato en su tema predilecto. Si a mí a los cinco años me preguntaban cuál era la mejor canción del mundo, no vacilaba en responder Sing, sing, sing. Me apasionaba el candombe y la murga que era el sonido de mi barrio, pero mi música favorita era el jazz.
Beatles y beatlemanía
Poco después, con nueve años, Jaime vivió el acontecimiento musical más trascendente de su vida: el descubrimiento de los Beatles. Las dos primeras canciones suyas que escuchó fueron Love Me Do y A Hard Day’s Night. En ambos casos se le puso la piel de gallina y a partir de entonces se convirtió en un beatlemaníaco radical.
Llegué a tener más de mil fotos de los Beatles, dice. Tenía mi propio ranking de temas que pasaban por la radio y llevaba estadísticas sobre la cantidad de veces que escuchaba cada canción. Y cuando iba a jugar al fútbol al campito, estaba pendiente del reloj de la Compañía del Gas, porque de seis a seis y media interrumpía para escuchar Beatlemanía en radio Sarandí y después reenganchaba.
Y con la misma intensidad con que amaba a los Beatles, odiaba al Club del Clan. Me parecía horrible y, como era un niño, no podía ignorarlo, me enojaba. Era una causa por la que luchar: destruir al Club del Clan.
En síntesis, Jaime declara: no recuerdo –y lo digo con soberbia– alguien más beatlemaníaco que yo mientras los Beatles existieron como grupo, es decir hasta las Pascuas de 1970, que fue cuando anunciaron su disolución. Y ese fue uno de los peores días de mi vida. (8)
La influencia de Georges, hermano de René, también fue decisiva en esta etapa formativa en la que ofició como una suerte de guía espiritual para su sobrino, que admiraba a aquel tío idealista, aventurero, vanguardista en su concepción del arte, y que además, para colmo, fue quien le regaló su primer single de los Beatles.
Georges era cantante y cuando los Lecuona Cuban Boys estuvieron en Montevideo a mediados de los 40, se lo llevaron de gira por Latinoamérica. Luego se fue a Europa y a comienzos de los años 50 formó un grupo de música tropical en París, la orquesta Carabalis, cuyo pianista y director musical era Lalo Schifrin. De regreso al país, en la década del 60 promovió junto a otros músicos uruguayos las primeras fusiones de candombe y jazz que se grabaron en Montevideo, y fue directivo de la Peña de Jazz donde Jaime, con ocho o nueve años, escuchó tocar a los hermanos Fattoruso, Hugo y Osvaldo, antes de que fueran Los Shakers.
Como puede suponerse, llegó un momento en que sólo escuchar música ya no fue suficiente y Jaime comenzó a ingeniárselas para ejecutarla. Subía a casa de una vecina que tenía piano e intentaba sacar melodías de oído. Se fabricó una batería con una lata de galletitas Anselmi y las agujas de tejer de Catalina, y quedó encantado cuando un amigo de su padre le regaló una cítara búlgara. Pasaba horas tocándola y produciendo un sonido agudo y exasperante que no tardó en sacar de quicio a Catalina, motivando una drástica decisión de su parte: Te vamos a comprar una guitarra porque no soporto más esa lata.
Mónica Giannini
Yo tenía doce años, cuenta Jaime. Era pleno invierno y, como a las diez de la noche, suena el timbre en mi casa. Había un tipo en la cancel con un paquete. Yo fui y me dijo: ONDA, y me entregó la guitarra… Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida.
Era una guitarra criolla, una Giannini brasileña que René le compró en Artigas, y la bautizó Mónica, como una compañera de liceo de la que estaba enamorado aunque nunca se animó a decírselo. Todavía la conserva. Es con la que sigue escribiendo hoy cuando se encierra a componer en La Floresta.
En 1966, un mes después de conocer a Mónica, Jaime empezó a estudiar guitarra clásica con Alfredo Valanzano en el Instituto María Angélica Piola. Me apasionaba, dice, estaba todo el día estudiando y en dos años llegué hasta el quinto curso. Sin embargo, sus padres le daban la espalda a esa realidad. Es más, ellos que adoraban la música y sentían devoción y respeto por una cantidad de artistas, tenían terror de que su hijo se convirtiera en músico. Identificaban esa vida con la imagen de mi tío, dice Jaime, la bohemia, el morirse de hambre. Y razonaban con la mentalidad típica de clase media que quiere ascender: obviamente, es mejor que el nene sea médico y no músico.
* * * *
Todavía en esas épocas era común que los padres se autoasignaran el derecho de diseñar el futuro de sus hijos. También por eso, pese a la plenitud con que Jaime vivió los años de su infancia, sus tempranas alergias y tartamudeos eran un claro síntoma de conflictos y desencuentros latentes que estallarían de lleno poco tiempo después.
*- El énfasis persistente con que José Batlle y Ordóñez impulsó la construcción de la Rambla Sur le valió el apodo de “el ramblómano” por parte de la oposición, que criticaba y se burlaba de las pretensiones “faraónicas” del proyecto.
**- Jorge Denevi dirigió el clip y Eduardo Ruiz fue su camarógrafo.
***- Por razones estrictamente personales que no vienen al caso, el título es un guiño a la memoria entrañable de otro chiquilín que jugó en las veredas montevideanas de su barrio hace casi un siglo.
****- Tradicional café montevideano ubicado en la rinconada sur de la plaza Independencia, junto a otro, el Palace, no menos frecuentado en el ambiente nocturno de los años 50.
3- En GILIO, M. E., y DOMÍNGUEZ, C. M, Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1993, p. 296.
4- La vasta profusión de autores que centran la mirada en la articulación entre imaginarios urbanos y crítica cultural incluye nombres y ensayos tan decisivos como los de Marsahall Berman, Carl Schorzke, Peter Fritssche, Adrián Gorelik y tantos otros. En este caso, tomo la expresión de Beatriz Sarlo que ha abordado el tema con singular riqueza en todos o casi todos sus libros, particularmente en Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920-1930, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1988.
5- Cfr. SILVESTRI, Graciela, “¿Por qué los porteños soñamos con Montevideo?”, revista Todavía, volumen 9, Buenos Aires, 2004. Sobre el mismo tema, consideraciones igualmente sugerentes en CAETANO, G., PÉREZ MONDINO, C., y TOMEO, D., “Baroffio, arquitectura y primer batllismo: las bases físicas de un modelo de ciudadanía”, en VVAA, Eugenio P. Baroffio. Gestión urbana y arquitectónica 1906-1956, CEDODAL/FARQ, Montevideo, 2010.
6- Cfr. SALABERT, Pere, De la creatividad y el kitsch. Meditaciones posmodernas, Ediciones de Uno, Montevideo, 1991.
7- Cfr. GORELIK, Adrián, Miradas sobre Buenos Aires. Historia cultural y crítica urbana, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires, 2013.
8- En RIVERO, E., y NÚÑEZ, J., “Jaime Roos: en el liceo me decían Lady Madonna”, entrevista publicada en Los Beatles en Uruguay, Ediciones de la Plaza, Montevideo, 1998.