Capítulo 1
Abusos en la infancia: una cuestión pública
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La verdad no solo transcurre en la realidad, sino también en nuestras cabezas… |
VISIBILIZACIÓN DEL ABUSO Y CONTEXTO POLÍTICO-SOCIAL
El abuso sexual entendido como una de las formas de la violencia, quizás la más terrible, por los efectos que provoca, se nos presenta en nuestros días como un síntoma social. Un síntoma que vela y devela al mismo tiempo, enunciado de un malestar que nace de lo social y se hace presente en el mismo escenario que lo produce. La violencia, tal como lo señalamos en numerosas oportunidades, constituye, junto con la drogadicción, la anorexia y la bulimia, una de las nuevas formas del malestar propia de nuestra época. Si bien siempre hubo abusos contra los niños, hoy parecen haberse puesto en palabras.
La visibilización del problema de los abusos en la infancia tiene una historia relativamente breve para los profesionales que trabajamos con niños. Hasta no hace mucho tiempo, los relatos de los más pequeños acerca de los abusos sufridos se interpretaban comúnmente como fruto de su fantasía y, sobre todo cuando se trataba de incesto, se los vinculaba más bien a elaboraciones producidas por la dificultad del niño para distinguir entre la realidad y sus propios deseos sexuales. La consecuencia de esta mirada fue que la mayor parte de los abusos sexuales en la infancia pasaron inadvertidos o fueron negados (Glaser y Frosh, 1997).
En los últimos treinta años, esta escena ha comenzado a cambiar y la comunidad se ha vuelto más sensible al problema de los abusos, inclinándose cada vez más a creer la palabra del niño, a la vez que intenta actuar en consecuencia. La concientización, o al menos la visibilización y la sensibilización respecto del fenómeno han crecido a partir de la tarea realizada por los movimientos de mujeres de los años sesenta, y se han fortalecido por la extensa cobertura que en los últimos años han realizado, aunque no siempre con el abordaje correcto, los medios masivos de comunicación, que alientan, en general, a las víctimas a hacerse escuchar en diferentes espacios (jurídicos, policiales, psicológicos, mediáticos).
Este viraje fue, tal vez, la consecuencia de fuertes debates ideológicos y científicos en torno a la sexualidad, la victimización y el poder, que lograron llamar la atención sobre la frecuencia con que mujeres y niños sufrían abusos sexuales y desenmascarar la hegemonía del poder masculino en la mayor parte de los escenarios sociales.
Si bien en la actualidad no contamos con estadísticas oficiales, los investigadores señalan que los abusos sexuales constituyen alrededor del 10% de los maltratos en la infancia (Losada, 2011). Aproximadamente un 60% de las veces el niño o adolescente es quien cuenta lo sucedido. El retraso ocurrido hasta la develación del hecho depende, en muchas ocasiones, de que el agresor sea conocido o tenga relación de parentesco con el niño o niña que sufre el abuso. Teniendo en cuenta el vínculo con el agresor, se registra que en casi un 70% de los casos se trata de abuso sexual intrafamiliar cuando las víctimas están en edad preescolar; en cambio, en los escolares por encima de los 6 años, el abusador no pertenece al círculo familiar. Sin embargo, algunas publicaciones que no discriminan la edad del niño abusado expresan que en la mayoría de los casos (entre el 90% y el 95%) se trata de abusos sexuales intrafamiliares.
Otro dato interesante es que más del 40% de los sujetos que fueron abusados sufren consecuencias no solo a corto, sino también a largo plazo, las cuales tienen como principal causa la incredulidad de los adultos sobre lo que cuentan los niños respecto a cómo sucedieron los hechos (Sauan, 2009), lo que genera distintas formas de defensa más o menos patológicas.
Este viraje producido en los últimos años en el ámbito público tuvo su correlato en el terreno profesional, y surgió, tal vez, como consecuencia de los fuertes debates ideológicos y científicos en torno a la victimización, la sexualidad y el poder. Debates, por su parte, generados y desarrollados en un comienzo por los movimientos feministas, que lograron llamar la atención sobre la frecuencia con que mujeres y niños se vuelven víctimas de la fuerza masculina. Desocultar el abuso sexual a niños y adolescentes ha sido uno de los efectos de este movimiento político-social, que abordó la cuestión de los derechos de la mujer y de los niños (Volnovich, 2006) y logró desenmascarar la hegemonía del poder masculino en la mayor parte de los escenarios sociales.
A partir de sus planteos, que se hicieron sentir sobre todo desde 1960 pero que comenzaron a surgir algunas décadas antes, se inició la lucha y aparecieron algunas conquistas en la igualdad de derechos de las mujeres, lo que generó verdaderos cambios sociales, políticos y subjetivos (Cohen Imach, 2013). La ruptura de la ecuación de la mujer-madre, que sirvió como piedra basal de la redefinición de las cuestiones de género (De Beauvoir, 1980), logró conquistas más allá del terreno de los derechos de la mujer e impactó en los niños en cuanto sujetos de derecho.
Como resultado de esta nueva mirada y estos nuevos posicionamientos, nos dice Volnovich en su libro Abusos sexuales en la infancia, las denuncias de abuso sexual en niños y adolescentes, en los últimos años del siglo XX y en los inicios del XXI, explotan cual volcán en erupción (Volnovich, 2006). Sin embargo, y tal como señalaban Vázquez Mezquita (1995) y Glaser y Frosh (1997) hace más de veinte años, el creciente número de casos que llegaban a los consultorios no fue acompañado de un conocimiento teórico y clínico adecuado por parte de los profesionales, que se vieron desbordados por esta problemática (Glaser y Frosh, 1997; Vázquez Mezquita, 1995). Aún hoy, el abuso sexual infantil constituye un universo que genera numerosos interrogantes, no del todo investigado desde la perspectiva de la psicología. Recién a partir de la década del setenta se empieza a abordar el tema de una manera más sistemática dentro de este marco disciplinar, con desarrollos principalmente de autores norteamericanos y europeos. En nuestro país solo se registran referencias esporádicas de aquellos momentos iniciales.
Diversas razones siguen haciendo que en la actualidad el abuso sexual constituya una materia de difícil abordaje científico, no solo para la psicología sino para diferentes disciplinas. Desde la perspectiva del derecho y el trabajo social, aún generan ciertas dificultades la protección del niño, la adopción u otras intervenciones para su cuidado, las posibilidades de rehabilitación familiar y la coordinación y cooperación por parte de los profesionales de la seguridad. Desde la perspectiva de la investigación, se estudian técnicas y métodos para ayudar a los niños a brindar información precisa y confiable. Desde la perspectiva de la evaluación psicológica, existe la necesidad de contar con instrumentos que registren indicadores confiables de abuso. Y, desde la clínica, con dispositivos terapéuticos a nivel individual, familiar y grupal que permitan elaborar la situación vivida y evitar así los efectos a corto y largo plazo que imprime el abuso (Glaser y Frosh, 1997).
Otro obstáculo dentro de esta área, y tal vez el más serio, son las distintas definiciones, y por ende los distintos posicionamientos frente al concepto de abuso sexual: mientras algunos teóricos lo describen como un problema que surge por interacciones familiares disfuncionales, otros lo ven como la expresión de la violencia general producida por el patriarcado en la sociedad. Estas perspectivas resultan, a primera vista, inconciliables, tanto para quien actúa desde el derecho como para quienes lo hacemos desde la perspectiva de la rectificación subjetiva.
Nuestra época ha producido también algunos cambios. Tanto las concepciones teóricas sobre el tema como las técnicas de intervención y la clínica que de ellas se desprende se han ido desarrollando en virtud del pasaje de una sociedad eminentemente patriarcal, dependiente y asistencialista a otra donde reinan el mercado, el consumo y la tecnología. La utopía de una sociedad construida sobre la igualdad de derechos y de oportunidades fue desplazada por la fantasía de la igualdad frente al consumo, en la que la ilusión de inclusión está lejos de materializarse. Esta sociedad, definida por muchos como posmoderna y globalizada, ha dejado sin embargo a nuestros infantes encerrados en una trampa: por un lado, se lucha por los derechos de los niños pero, por otro, se los arroja a un mundo competitivo, convirtiéndolos en meros consumidores, cuando no objetos de ese consumo.
LA INFANCIA COMO CONSTRUCCIÓN SOCIAL
Desde diversos discursos y marcos disciplinares, y tal como ya fue señalado en un texto anterior (Cohen Imach, 2010), numerosos autores se han dedicado al estudio del tema del niño como sujeto social. Si bien hoy en día el término niñez resulta muy específico, la manera actual de concebir al niño no existió desde siempre (Giberti, 1997). Historiadores y antropólogos, pero también estudiosos del discurso, de los mitos y la filosofía dan cuenta del lugar que ocuparon los niños en las diferentes culturas y los distintos momentos históricos.
Infancia constituye un término con múltiples significados y usos. Derivado del latín in-fans, “sin palabra”, define, a veces, una etapa dentro del curso vital que apunta a los dos primeros años de vida. También se lo utiliza como sinónimo de niñez. Infancia y niñez apuntan a aquel espacio de la vida que se caracteriza por la dependencia, primero absoluta y luego relativa, del auxilio del otro para sobrevivir.
Según la tesis de Phillipe Ariès (1960), autor francés pionero de la historiografía de la infancia a partir del estudio de pinturas, lápidas, muebles, vestimentas e historiales escolares, la infancia tal como se la concibe en la actualidad es, en gran medida, algo creado en los últimos trescientos años. Antes, apenas podía distinguirse un adulto de un niño. El sentimiento de la infancia, (1) que surgió en el siglo XVIII, constituye el emergente de una profunda transformación de las creencias y de las estructuras mentales (Ariès y Duby, 1992). Enmarcado en una corriente de interpretación del mundo medieval, este autor sostiene que en el contexto comunitario propio del medioevo, los niños no eran percibidos como una categoría distinta y específica, y pasaban de un período breve de dependencia a otro en el que eran socializados en el mundo adulto (Cortés, 2001). Existían los niños, pero no la infancia.
El surgimiento del sentimiento de la infancia está ligado, según las hipótesis de Ariès (1960) y Shorter (1977), a las prácticas sociales capitalistas y los modelos hegemónicos de la burguesía y las elites europeas, y se hace extensivo a las clases populares un siglo después. Este sentimiento también está vinculado con la aparición de la familia moderna en las ciudades a partir del siglo XV, sostenida en una concepción particular del mundo, del tiempo y de las cuestiones cotidianas. Se despierta en esta época una nueva sensibilidad colectiva hacia los niños, quienes, al mismo tiempo, reciben un mayor control a través de las instituciones creadas para ellos. La escuela y los internados pasan a ser los ámbitos propios de la infancia.
Esta tesis tuvo una gran repercusión, pero también recibió numerosas críticas. Sin embargo, si bien algunos autores plantean explicaciones diferentes a la hipótesis del historiador francés, en general sostienen que los niños no fueron pensados del mismo modo en todas las sociedades. Niños y niñas, nos dice Minnicelli (2008), están expuestos a las variantes históricas de significación de los imaginarios de su época. DeMause ([1974] 1991), Badinter ([1980] 1991), Pollock (1990) y Cunningham (1995) han explorado este tema. En nuestro país se destacan los aportes de Eva Giberti (1997) y de Sandra Carli (2001), entre otros.
La mayor parte de ellos relativizan la tesis de Ariès y sugieren que siempre ha habido un concepto de infancia debido y ligado a la dependencia biológica y social del niño con respecto al mundo adulto (Pollock, 1990). A los niños siempre se los vio jugar y pasar por diferentes etapas en su desarrollo, expresa Linda Pollock, socióloga claramente interesada en la infancia maltratada. La cuestión que se plantea, entonces, no es tanto si fue una creación o no del siglo XVIII, sino los lazos que establecían los adultos con los niños en cada momento histórico. Pollock presenta una historia de la infancia en la que repasa la forma en que los niños han sido criados, a partir de los estilos de disciplinamiento, las vestimentas, los alimentos, la educación, los modos de ser curados y, sobre todo, los sentimientos de sus padres por ellos, y concluye que las formas de atender y cuidar a los niños se han mantenido casi inalterables a lo largo de cinco siglos.
Hugh Cunningham (1995), abocado al tema de la pobreza y el trabajo infantil, se permitirá plantear que la definición de niñez estará impregnada, entonces, por la posibilidad del sujeto de jugar, aprender, divertirse. Privado de esto, no es un verdadero niño. Los abusos, el hambre, el miedo y la miseria no hacen sino hipotecar su infancia.
Del mismo modo, Lawrence Stone (1977) formula que entre los siglos XVI y XVIII hubo notables transformaciones en las actitudes de los adultos hacia los niños, si bien reconoce que el mundo de los pobres permaneció indiferente a sus hijos al menos hasta finales del siglo XVIII.
Por su lado, Lloyd DeMause ([1974] 1991), pensador estadounidense conocido por su trabajo en el campo de la psicohistoria y en la corriente psicogénica de la historia, entiende que los cambios sociales en general, y de la infancia en particular, no se dan solamente por cuestiones económicas ni tecnológicas, sino que se deben, principalmente, a cambios psicogénicos de la personalidad resultantes de las interacciones entre padres e hijos en las diferentes generaciones. Si bien comparte con Ariès la idea de un cambio drástico en la consideración de la infancia, sostiene que el sentimiento hacia los niños habría avanzado desde la negación y la violencia hasta otras formas más óptimas para la infancia. DeMause ([1974] 1991) plantea que la infancia ha atravesado desde la Antigüedad seis etapas, a las que denomina infanticidio, abandono, ambivalencia, intrusión, socialización y ayuda. En esta última, que comienza a mediados del siglo XX, los padres no se focalizan ya en mandatos correctivos ni en la formación de hábitos, sino que predominan en ellos la empatía hacia los más pequeños y el esfuerzo en brindar una crianza que apunte a aportar lo que el niño necesita para su pleno desarrollo.
La infancia y la creación de las escuelas
La infancia, tal como se registra a través de numerosas investigaciones, es una construcción histórica de la modernidad, un lugar no establecido naturalmente sino cargado de sentidos por distintos discursos, como el político, el sociológico y, sobre todo, el pedagógico. Es este último el que diseña y otorga a la infancia un espacio determinado, si bien al modo del encierro en términos de Foucault, donde ser y permanecer hasta la edad adulta. La escuela, o la institución escolar, implica y demanda a la vez una cantidad de niños que serán distribuidos, según su edad y sus niveles de conocimiento, en un espacio diseñado para modelarlos y convertirlos en sujetos dóciles. Se trata de un dispositivo que, sin dudas, comienza a perder legitimidad en la actualidad.
Las reformas protestante y católica de la modernidad imprimieron una notable transformación en la infancia, a través del discurso de la educación popular, particularmente de las escuelas religiosas. Linda Pollock, a partir de su estudio de fuentes puritanas, concluye que, desde la Reforma del siglo XVI, la familia se fue involucrando paulatinamente en la educación de los niños por medio de la enseñanza de la lectura, mientras que los padres tenían el deber de ayudar a sus hijos a leer al alcanzar los 5 o 6 años de edad. Desde este enfoque, Gutiérrez Gutiérrez y Pernil Alarcón (2013) nos muestran de qué modo el pensamiento católico como el puritano de esta época, aparentemente tan distintos entre sí, incidieron en la creación de las primeras instituciones educativas. A San José de Calasanz (1556-1648), de la Orden de los Clérigos Menores Regulares de la Madre de Dios, se le atribuye la creación la primera escuela popular gratuita para instrucción de los jóvenes y educación de la infancia, con el lema Piedad y letras. De ahí su notoriedad como fundador de la escuela gratuita moderna, de la educación primaria y de la escuela media elemental en Europa.
Esta nueva atención a la infancia se tradujo en un progresivo interés por el desarrollo psicológico del pequeño y por su formación moral y religiosa, lo que motivó a diseñar estrategias especiales para ellos desde los primeros años. Hasta el siglo XVII los niños fueron vistos por los moralistas como sujetos inocentes pero débiles, que requerían formación y ser corregidos en sus comportamientos. Eran considerados frágiles criaturas divinas que demandaban ayuda y perfeccionamiento.
En el siglo XVIII se añade, además, el interés por la salud física. Lo que importa ya no es el futuro del niño, sino su presente y existencia actual, en la medida en que ocupa un lugar central en la familia. Rousseau (1712-1778), entre otros pensadores del siglo XVIII, comienza a definir al niño no ya como un “hombre en miniatura” ni un “adulto pequeño”, sino, principalmente, como alguien que tiene sus propias formas de pensar y de sentir, y llega a señalar en su Emilio o de la educación, publicado en 1762, que el alma infantil es residencia de ingenuidad e inconsciencia.
Estos nuevos aires, que establecían prácticas sociales también novedosas, se articularon principalmente con el lugar que fue adquiriendo la educación en esos tiempos. La época demandaba un niño preparado para el mundo adulto a través de la educación escolar, por lo que la escuela se instituyó como uno de los espacios esenciales para los niños y como el lugar de separación entre el adulto y niño. Así, la aparición de las estructuras educativas, en especial los colegios religiosos, fue rápidamente aceptada por los padres, quienes suponían que la escuela “sometería los instintos primarios al gobierno de la razón”. En aquella época, llevar a un niño a la escuela era, por lo tanto, “sustraerlo de la naturaleza”, tal como afirman Ariès y Duby (1992: 325).
La infancia moderna y el amor maternal
Según Shorter (1977), los cambios en las actitudes del adulto hacia los niños permitieron este nuevo territorio de la infancia moderna. El lugar que ocupa el niño ya no es indiferente, sino un espacio central y de privilegio, sobre todo para la madre, lo que hace surgir, hacia fines del siglo XVIII, el concepto de amor maternal. Según este autor, y otros numerosos que se inclinan por esta idea, el amor maternal no es un hecho natural, sino una construcción cultural, definida y organizada por normas que se desprenden de un grupo social determinado y de una época específica de su historia. Se trata más bien de un fenómeno atravesado por discursos y prácticas sociales que conforman un imaginario complejo y poderoso que es, a la vez, fuente y efecto del género (Badinter, [1980] 1991; Knibiehler, 2001).
En contraposición con la consideración popular y hasta científica y biologista de que la naturaleza femenina radica en una biología que asegura el instinto materno, Badinter nos lleva a pensar que el amor maternal es una construcción, diferenciando así la maternidad biológica de la espiritual. Es que la maternidad espiritual y la carnal, durante la época de la Ilustración, intentan aproximarse, fusionarse, y se comienza a formular un modelo terrenal de la buena madre, siempre sumisa frente al padre, abnegada pero valorada por la crianza de los hijos. La salud del cuerpo tiende a ser tan importante como la salud espiritual, lo que da lugar a la construcción de la representación del amor maternal como un elemento indispensable para el recién nacido; amor que llega a instituirse como un valor de la civilización y hasta un código de buena conducta.
De este modo, el amor maternal no será innato; se construirá en los distintos momentos de la historia subjetiva y se reforzará en contacto con el hijo y a partir de los cuidados que se le brindan. La maternidad y el amor que la acompaña, nos dirá Badinter ([1980] 1991), no están inscriptos en la naturaleza femenina. Se inscriben o no, según las marcas y los avatares subjetivos. No todas las mujeres están hechas para ser madres, y menos aún buenas madres, nos dirá esta revolucionaria autora. La relación afectiva tiñe ahora la arcaica función nutricia y la función educativa y modifica el lazo con el niño y su infancia.
El discurso de la infancia en los tiempos de los derechos de los niños
Ya desde la Antigüedad, las familias se organizaron alrededor del poder paterno, cuya autoridad era indiscutida. En las civilizaciones griega, romana y hebrea, tal como lo atestigua el Antiguo Testamento, los niños debían obedecer a sus padres, de acuerdo con el cuarto mandamiento, cuyo incumplimiento generaba diversas medidas correctivas.
En el caso de Eli, un adolescente de 17 años de origen judío, a quien su padre había abandonado meses antes de cumplir los 13 años de edad, momento de su Bar-Mitzvá, el joven llega al consultorio muy angustiado. Reconoce entre escondidos sollozos su necesidad casi imperiosa de hablar con él y perdonarle su ausencia, ya que últimamente la culpa por la bronca que le generaba su no presencia lo atormentaba. Es que el “Honrarás a tu padre y a tu madre, a fin de que tengas larga vida”, como muchos de los mandatos atávicos que se asientan en la asimetría de poder, funciona aún en nuestros días como una regla. Estos mandatos, según Lejarraga (2005), ocultan, de manera más o menos explícita, sutiles amenazas de las cuales es difícil librarse.
Del mismo modo, las culturas clásicas dan testimonio de la idea del niño como adulto en miniatura y la importancia asignada a que esta criatura entrara bajo el ordenamiento de la ley (Rozenbaum de Schvartzman, 2008).
Así, durante muchos siglos, el niño fue considerado una posesión y un objeto del padre, sometido a la voluntad de los adultos. Recién a finales del siglo XIX y comienzos del XX comienza a pensarse que los niños tienen derechos, en esos momentos iniciales, ligados sobre todo a la cuestión del trabajo. Desde este pensamiento se empieza a bregar para que todos los niños, más allá de su condición social, puedan tener derecho a una infancia protegida.
Es así que llegamos al siglo XX, denominado por algunos autores el siglo de los niños, con una representación de infancia diferente. Pasará de ser objeto pasivo de cuidados a ser sujeto de derechos. En 1924 se formula la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, que será aceptada en 1959 en la Asamblea General de la ONU. El discurso de los derechos de los niños se instala entonces de manera gradual y genera una nueva revolución en las formas de pensar la infancia, si bien los lazos con ellos no varían en gran medida. Nuevas realidades y nuevas representaciones de la infancia acompañarán a los niños durante el siglo XX, vinculadas con la salud, la educación, la explotación física, económica y laboral. Aunque es en 1989, treinta años después, con la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CIDN), cuando las medidas de protección a la infancia alcanzan su punto culminante.
En Argentina, el cambio de paradigma que introduce la Ley de Protección Integral de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes (Ley Nacional 26061) se ve plasmado en las funciones directrices, promotoras y restitutivas de derechos, que buscan, a modo de discurso político, fortalecer el reconocimiento de niños, niñas y adolescentes como sujetos activos de derechos. Se inaugura así, al menos en los papeles, una nueva etapa en la historia de la infancia de nuestro país, que pone fin a casi cien años de patronato, y los niños, niñas y adolescentes dejan de ser representados como objetos bajo la tutela del Estado para pasar a ser reconocidos como sujetos de pleno derecho. Más allá de la letra, la infancia de hoy lejos está de este ideal simbólico jurídico.
Si bien hubo avances en la materia, al mismo tiempo, sobre todo en los años de este nuevo siglo XXI, los discursos sobre los derechos de los niños están perdiendo su empuje inicial, en función de lo que se registra en varios campos. Los altos niveles de pobreza, exclusión social, hambre y mortalidad como producto del capitalismo mundializado, cuyas víctimas son esencialmente los niños, dan cuenta de este resquebrajamiento del discurso de los derechos de los niños. Este resquebrajamiento se refleja en notas periodísticas y escenas escalofriantes acerca de niños y adolescentes, pero también en una incipiente, aunque creciente, organización de contramovimientos [backlash] que apuntan a la naturalización, tanto a nivel político como social y subjetivo, del consumo de niños para el goce del adulto (Volnovich, 2006).
ALGUNAS NOTAS SOBRE LA INFANCIA EN ARGENTINA. MARCAS DE LA SOCIEDAD ACTUAL
Eva Giberti, psicoanalista argentina de relevancia internacional, rastrea el concepto de infancia en nuestro país, y señala que “pensar la niñez desde la perspectiva de un continente con matrices culturales andinas, precolombinas y coloniales sugiere buscar una lógica inclusiva que haga lugar a las diferencias entre diversos continentes” (Giberti, 1997: 31).
El peronismo de los años cincuenta fue el movimiento que ubicó la infancia como objetivo de Estado, y la frase “Los únicos privilegiados son los niños” tradujo la política hegemónica en esos años, que fue esencialmente dirigida a los chicos de los sectores empobrecidos.
Sin embargo, desde la mitad de la década del setenta hasta no hace muchos años, se registra una clausura del discurso del bienestar, que sitúa a esos niños pobres en la posición de “carenciados”, “usurpadores”, “consumidores de paco”, cuando no “delincuentes juveniles”. El debate actual sobre bajar o no la edad de imputabilidad de los jóvenes da cuenta de los nuevos significantes con que se representa, tanto en lo político como en la sociedad civil, a la niñez.
En los escenarios actuales, caracterizados, entre otras cosas, por la globalización, la caída de los grandes discursos y el fracaso de la función paterna, los paradigmas que definen la niñez vuelven a transformarse e influyen principalmente en aquellas representaciones sociales vinculadas con la obediencia de los más pequeños y la práctica de la autoridad por parte de los mayores, en los ideales a cumplir y en el tipo de lazo que establecen con el otro. A partir de la fragilidad de las normas y de la autoridad, tanto a nivel micro- como macrosocial, los niños desarrollan nuevos comportamientos, al compás de una “legalidad transgresiva”, (2) que se enlazan con estilos de convivencia con los adultos, entre niños y niñas y con el entorno también inéditos (Giberti, 1997). La infancia en la actualidad ha incorporado el riesgo, la adrenalina, sin la cual pareciera no poder sentir placer. Placer unido a la pulsión, al goce que genera aquello que pone en peligro la vida, tanto la ajena como la propia.
Pero es sobre todo la lógica de la tecnología, del consumo y del mercado la que oficia de guía y marca el ritmo vertiginoso de los niños de hoy, como así también de los adultos. Los avances tecnológicos desarrollaron un nuevo ámbito imaginario y de imaginación, en el cual las pelotas y las cuerdas para saltar de los años modernos son reemplazadas o conviven con otros objetos más novedosos, alojados solo en las pantallas. “Pikachu atrapa con sus pokebolas”, dibujaba, por su dificultad para hablar, Bautista hace unos días. Mundos ilusorios propuestos por esta nueva cultura de la imagen, en cuyo interior podremos evolucionar sin salir de nuestra habitación (Sahovaler de Litvinoff, 2009).
El mundo cultural y social en el que se mueven los niños está impregnado por una fuerte estimulación visual y auditiva que, muchas veces, dificulta las construcciones simbólicas, o produce una nueva forma se simbolización (Vasen, 2000; Levin, 2006). Gráficos de Pokemon o de los Angry Birds pueblan el escenario del consultorio junto a los juegos donde niños simulan ser uno de los personajes del Counter-Strike. Las escenas excesivamente crueles o erotizadas que reciben pasivamente desde las pantallas exceden, a veces, la posibilidad de ser elaboradas psíquicamente, de tal manera que en algunos chicos puede surgir una sensación de vértigo. Sin embargo, es la ausencia del otro lo que abandona al niño al exceso de la pantalla, en la medida en que el adulto reproduce la lógica del mercado ofreciendo al hijo a la herencia del goce autoerótico que el padre mismo toma del objeto.
Nuestros infantes de hoy ya no dependen tanto de las pautas que años antes brindaban la escuela, la Iglesia, los clubes, sino que se someten, además, y tal vez en mayor medida, a las indicaciones emitidas por la televisión, los videojuegos o la Internet, donde el placer se anuda a sangre, violencia, seres monstruosos, en muchos casos. Órdenes que desautorizan el universo simbólico de lo posible, o lo desproveen de ese universo, y evidencian una clara preponderancia del mundo de la imagen sobre el lenguaje escrito y conceptual. “Me gusta el animé”, me decía Valentina, una niña de 12 años que había sido abusada en su primera infancia por una ex pareja de la madre y padre de su hermano menor. Estos consumos saturan e impactan en el sujeto niño como un intento de definir su endeble ser, al extremo de apropiarse de un nombre (de alguna serie televisiva o juego de video) que le otorga un rol ante su grupo. De este modo, la mercantilización y el consumo que llegan a nuestros niños van delineando nuevas identidades, las más de las veces masificadas, mientras producen el debilitamiento de los espacios públicos.
Y, si bien la globalización y la tecnología se entrometieron en nuestras vidas bajo el lema de la igualdad y del acercamiento de las distancias, los chicos viven hoy el resultado de la uniformización de la cultura infantil, a la vez que la creciente desigualdad social produce una mayor diferencia entre las formas de vida infantil. La vida de los niños de la calle y la de los niños en countries constituyen un ejemplo de estos procesos que determinan subjetividades distintas, cuando no opuestas.
En este sentido, Narodowski (1999) plantea que las nuevas estructuras posmodernas provocan la “fuga” de la infancia, generando nuevas identidades infantiles, quizás todavía no del todo precisadas: la infancia hiperrealizada y la infancia desrealizada (Narodowski 1999; 2004). La infancia hiperrealizada es la infancia enchufada, aquella que vive al ritmo vertiginoso de la cultura de las nuevas tecnologías y los nuevos medios masivos de comunicación. Esta infancia comprende y maneja mejor las tecnologías, dado que crece y se realiza en ellas. Se trata de niños y niñas que no requieren de los adultos para acceder a la información.
En el polo opuesto se encuentra la infancia desrealizada, excluida, fragmentada, que construye sus propios códigos alrededor del aquí y del ahora, alrededor de las calles que los albergan y de los “trabajos” que los mantienen vivos. No despiertan en los mayores un sentimiento de ternura y cuidado. Es una infancia desenchufada, pero desenchufada de la escuela y de la familia, que no logran retener a los niños y, cuando lo logran, no saben muy bien qué hacer con ellos.
Mientras en la modernidad surgió el sentimiento que hoy conocemos hacia la infancia, en la actualidad se van definiendo nuevos estilos de ser niño, nuevos espacios de socialización y nuevos modos de vincularse con el otro. Gran parte de la infancia pasa entre los chicos de la calle y los chicos de los countries, entre los niños hiperrealizados y los desrealizados, entre los niños consumidores y los excluidos, entre los niños escolarizados y los que ya no van a la escuela. Es decir, entre el vacío y el exceso, la fragmentación y la simultaneidad, la vertiginosidad y el riesgo, se van construyendo las identidades infantiles, de acuerdo a los particulares modos de apropiación subjetiva. No hay una infancia, sino una multiplicidad de formas de ser niño.
Así, si bien la aparición de la burguesía y luego la Revolución Industrial produjeron modificaciones a partir de pensadores como Rousseau y de la Filosofía del Siglo de las Luces, a través de la invención de la infancia y la atribución de diferentes espacios específicos para cada uno de los miembros de la familia nuclear (el espacio público para el padre, el doméstico para la madre y las escuelas para los niños), es recién en el siglo XX que se plantea una profunda transformación del lugar del niño en la cultura occidental.
El niño deja de ser objeto y se lo empieza a pensar como sujeto, un cambio con el cual el psicoanálisis ha tenido mucho que ver, al poner en escena la sexualidad infantil y considerar nodular el complejo de Edipo y la consiguiente neurosis infantil. Freud nos trae una infancia no exenta de conflictos y quiebra la ilusión del niño angelical y puro. El niño no es un ángel ni un demonio, sino un infantil sujeto perverso polimorfo.
A pesar de las diferencias de cada época, desde la paideia griega hasta nuestros días, la fue definiendo a su medida y le dio un trato acorde al discurso producido en torno a ella; la infancia freudiana implica sobre todo dependencia.
El hombre en el inicio –nos dice Freud en Inhibición, síntoma y angustia– se encuentra en un estado de desamparo y dependencia absoluta respecto de los demás; si llega a perder el amor de la persona de quien depende, al poco tiempo pierde su protección contra toda clase de peligros; y el principal peligro al que se expone es que esta persona todopoderosa le demuestre su superioridad en forma de castigo (Freud, [1926] 1983: 123).
En este sentido, la infancia no es producto solo de la modernidad, sino también de la Antigüedad y la Edad Media, y nuestros tiempos no representan una excepción. Infancia que nos remite a dependencia, entonces; y dependencia que supone sujeción, atadura, amarre a las significaciones que los adultos de cada época le otorgan. Las diferencias o discontinuidades en los distintos momentos históricos se irán dando según los modos de sujeción propios de cada época, modos que pueden ser predominantemente míticos, religiosos, científicos o legislativos. En la actualidad, esos diferentes modos coexisten, aunque con cierta primacía, en muchos casos, de la impronta legislativa, por lo que los niños quedan amarrados a las prácticas sociales de los adultos y son atravesados por lo jurídico. Sin embargo, y dado que entendemos también que la infancia constituye un significante, esta se define desde la posición de cada hablante (Minnicelli, 2008) y produce subjetividades diferentes.
Françoise Dolto (1908-1988), otorgando un lugar primordial a las hipótesis de Ariès, indagó en los imaginarios e ideales sostenidos por los adultos respecto de la infancia en la sociedad del siglo XX y puso de relieve cómo los efectos de la posición del niño en el fantasma parental, docente, legislativo y social sustentan y justifican ciertas intervenciones de los profesionales que trabajamos con los más pequeños.
Una de las cuestiones que sí se ha modificado en la actualidad es la función filiatoria, que aparece en nuestros días como fallida, junto al desfallecimiento de la función paterna. De ahí que, en numerosas ocasiones, la ley simbólica de lo jurídico es lo que aparece en su lugar. Hijos de una lengua sin volumen, los niños de hoy nos hablan en un tono neutro, al modo de la televisión. La pantalla funciona como un Otro que es voz y mirada sin cuerpo.
Se trata más bien de las dificultades en la inscripción filiatoria en el linaje familiar, social, cultural. Y este desvanecimiento del orden simbólico de la ley paterna afecta, sin dudas, los lazos intergeneracionales. Será ahora por decisiones de los jueces, representantes de la letra jurídica, que se vehiculizará el marco simbólico donde opera una ley y se implica la “fuerza de ley”. Allí donde no hubo un padre (o una madre), ni quien ejerza esa función, por diversos motivos, el juez, con la legalidad simbólica que él encarna, intentará restablecer este lazo.
1. El concepto de sentimiento de la infancia fue acuñado por Phillipe Ariès (Ariès, 1960; Ariès y Duby, 1992). En la actualidad, se lo critica por no haber sido definido claramente por este autor. Para la controversia, véase Giberti (1997).
2. Según Eva Giberti, la “legalidad transgresiva” es propia de las situaciones paradojales o ambivalentes. Caracteriza las lógicas no convencionales como aquellas que se formulan a partir de paradojas y contradicciones y permiten el análisis de situaciones en las cuales las contradicciones incluyen la transgresión como uno de sus componentes. La transgresión es un gesto que concierne al límite, dirá Foucault (1963). Para pensarla es preciso desligarla de sus equívocos parentescos con la ética y librarla de lo que la asocie a lo escandaloso o subversivo. La transgresión, afirma Foucault, no busca conmover la solidez de los fundamentos.