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No soy fan de los arreglos florales. No tengo nada en particular contra las flores, pero cuando las arrancan de la tierra y hacen un buqué con ellas me deprimen. Incluso me resultan un poquitín horripilantes. No hay nada que proclame Por favor, admirad mi hermosura mientras sufro y muero lentamente como un arreglo floral. Ahora que lo pienso, seguramente fue un mal presagio que Benjamin Milton estuviera junto a un ramo de flores cuando le conocí. Al fin y al cabo, por entonces llevaba seis meses ciega, y ni una sola vez me había encontrado con un arreglo floral durante ese período.

La mayoría de las personas que pueden ver dan por sentado que quienes estamos completamente ciegos lo vemos todo negro. Pero en realidad están equivocados. Los que hemos perdido la vista no lo vemos todo negro. No vemos nada en absoluto. En dos palabras, vemos tan poco como una uña de la mano: nada de nada. Ni negro. Ni gris. Nada. De modo que no tenía la menor idea del aspecto de aquel ramo cuando me senté en la sala de espera del señor Sturgis. Lo único que sabía era: uno, que aquello estaba en el mostrador de recepción, contra el que me había dado al entrar; y dos, que olía de forma sospechosamente parecida a unas ancianitas acicaladas a base de bien, por lo que deduje que era un ramo de gardenias.

Como de costumbre, en la sala de espera estuve sentada codo con codo junto a diversos criminales y delincuentes juveniles. Estuve calentando la silla una media hora larga o así hasta que la recepcionista —Cari o Staci, u otro nombre parecido, terminado en una i latina del tipo alegre— finalmente me llamó. El hecho era que no sabía cómo se veía el señor Sturgis, el funcionario supervisor de mi libertad condicional. Me lo imaginaba alto de manera descomunal, con el pelo greñudo y recogido en una cola de caballo, calzado con un gastado par de zuecos masculinos, con un desvaído tatuaje del símbolo de la paz. Pero según mi abuelo, era un hombre bajo, rechoncho y calvo, con la fea costumbre de llevar los pantalones unos tres centímetros demasiado cortos en los tobillos. Es lo que tiene estar ciega: ves a la gente tal y como es en realidad.

Entré en su despacho, y Sturgis me saludó:

—Buenos días, señorita Margaret.

—Si no le importa, prefiero que me llame Maggie, ¿se acuerda? —dije, mientras iba andando a trompicones hacia la silla de siempre.

Me senté, plegué el bastón y lo metí en el bolso. Mi nombre completo, Margaret, más bien es propio de alguien que tuviera trescientos años de edad. O que un día estuviera destinada a ocupar el trono real británico.

—Y bien, Margaret —prosiguió. Con los pies, empecé a seguir el ritmo de una canción del grupo Loose Cannons que no me había quitado de la cabeza en todo el día. Oí que Sturgis barajaba unos papeles—. La señorita Olive me cuenta que ya terminó de efectuar el trabajo comunitario al que en su momento fue condenada. En sus propias palabras, me dice que… —se aclaró la garganta— «Margaret es una muchacha despierta y ocurrente, especialista en fingir que está muy ocupada cuando en realidad no está haciendo absolutamente nada».

Se produjo un largo silencio. Supuse que estaba esperando que hiciera algún comentario, pero no dije ni pío. Lo que hice fue cepillarme los pantalones cortos, como si tuviera algo de pelusa en la prenda, lo que resultaba ridículo, pues incluso si de verdad tuviera pelusa en los pantalones, no hubiera podido verla.

Al cabo de unos segundos volvió a hablar:

—¿Cómo va el colegio? —dijo.

—Fantásticamente bien —respondí.

El día anterior había sido el último día del primer año de secundaria. De manera que, sí, el colegio ese día iba fantásticamente bien. Había dormido hasta el mediodía y me había pegado un atracón de galletitas de las que venden las Girl Scouts, seguido por una ducha de tres horas. Después, y de mala gana, me dirigí a su despacho.

—¿Puede contarme qué notas le han puesto? —preguntó el señor Sturgis, mientras arañaba el papel con su bolígrafo.

—Preferiría no hacerlo.

—¿Qué nota media ha sacado? —insistió, soltando una risita.

Un par de meses antes, él y yo habíamos llegado a un acuerdo tácito: yo iba a mostrarme sarcástica a más no poder, y él fingiría que la cosa le divertía. Por lo demás, había descubierto que, a la hora de manejarme con Sturgis, lo mejor era reducir la palabrería al mínimo. Si le daba conversación, el hombre al momento aprovechaba para aburrirme hasta la inconsciencia hablándome de mi deber para con la sociedad, de la necesidad de corregir mi karma y cosas por el estilo.

Me encogí de hombros.

—Un dos o por ahí.1

Hubiera sacado un 2,4 (o por ahí), de no haber sido por el profe de lengua y literatura, que me detestaba desde que provoqué un incidente en su clase hacía ya unos cuantos meses. Tengo que decir en mi defensa que no me gustaba nada que me hubieran trasladado al Colegio Merchant para Invidentes. En parte porque lo que yo quería era seguir en el Instituto South Hampton, y en parte porque el Colegio Merchant era un verdadero latazo. En el Merchant todos me mimaban como si fuera medio tonta, me daban palmaditas en la espalda y me decían que mi vida iba a ser una maravilla. Pero mi vida no era una maravilla. ¿Que cómo era mi vida? Me pasaba el día tropezando contra los bordillos de unas aceras de cuya existencia no tenía noticia y confundiendo los billetes de diez dólares con los de veinte. Estaba empezando a comprender que nunca más iba a meter un gol con el equipo de fútbol.

Para resumir, el Merchant era un fastidio. Y era posible que lo peor de todo del colegio fuera el profesor de lengua y literatura, el señor Huff. El aliento le olía como el interior de un ombligo, y hablaba arrastrando-muchísimo-cada-palabra-como-si-todos-fuéramos-tontos-de-remate. Doce años antes, a Huff le diagnosticaron un cáncer de testículo. De forma que, en clase, todos los días nos pegaba el rollo sobre su condición de superviviente de un cáncer y que sabía lo que era vivir con la adversidad y superar enormes obstáculos. A lo que yo respondía con unos suspiros monstruosos mientras ponía los ojos en blanco, con la esperanza de que entendiera qué era lo que estaba diciéndole.

Hasta que un día, mientras yo seguía poniendo los ojos en blanco y resoplando como una locomotora, Huff me sorprendió al preguntarme:

—¿Maggie? ¿Quieres hacer algún comentario?

Y bien, nadie me puede culpar de lo que pasó a continuación. Sencillamente me limité a responder a su pregunta con sinceridad. El hecho es que hubiera podido decirle algo peor. Estaba pensando en cosas mucho peores.

—Mire, no termino de ver la relación entre su entrepierna y nuestros ojos —le informé, abriendo mucho los brazos para abarcar a todos los demás desventurados cegatos que todos los días tenían que aguantar la brasa de costumbre y oler su aliento apestoso.

Como es natural, mi respuesta me llevó derechita al despacho del director, a quien procedí a explicar lo que pensaba del señor Huff y su entrepierna. Lo siguiente que sucedió es que las tardes las pasé castigada y a solas, y que Huff ahora siempre me hablaba en tono mosqueado y no cesaba de ponerme unas notas de pena.

El señor Sturgis me hizo volver al presente.

—¿Cómo está su madre? —preguntó.

Levanté la cabeza de golpe.

—¿Cómo…? ¿Es que ella le ha llamado?

—No tengo noticias suyas. ¿Es que en su casa hay problemas?

—Nada de eso.

Me dedicó un suspiro típico del funcionario asignado a supervisar tu libertad condicional: un suspiro que denotaba algo de sospecha, algo de diversión y algo de irritación a la vez. Y a continuación dijo:

—Nos vemos el mes que viene. Y una cosa, Margaret. Es usted una buena chica. Haga el favor de no meterse en líos.


1. En el sistema educativo estadounidense la nota media se calcula entre 0,0 y 4,0. (N. del T.)