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El primer ladrón: el control
Probablemente la mayoría de los lectores conocerán la historia del Buda. Se cree que Siddhartha Gautama fue un príncipe que nació en India entre los años 580 y 460 a. C.6 Su padre quiso protegerle y prepararle para la vida de rey, pues tuvo la premonición de que si su hijo veía alguna vez el sufrimiento se convertiría en un santón. Por lo tanto, organizó la vida del joven príncipe prohibiéndole que conociera a gurús religiosos y rodeándole de jóvenes para que no pudiera ver los estragos de la vejez, el sufrimiento y la muerte.
A los 29 años, Siddhartha decidió abandonar el palacio para conocer a sus súbditos. Al poco tiempo de salir del recinto, vio a un anciano, luego a un enfermo, después un cadáver en descomposición y, por último, a un asceta (alguien que renuncia a los placeres de la vida terrenal para vivir alejado de la sociedad con un estilo de vida sencillo, por razones espirituales). El príncipe, que nunca había visto el sufrimiento o la muerte, se dio cuenta de que envejecemos, enfermamos, y que al final morimos. Esto le causó una profunda depresión, y le condujo a vivir como un asceta renunciando a todos los placeres terrenales durante años. Sin embargo, después de casi seis años de vida ascética, ese camino tampoco pudo aliviar su búsqueda interior.
Un día, a los 35 años, después de haber estado al borde de la muerte, se sentó bajo un árbol de Bodhi e hizo la célebre promesa de que no se levantaría de allí hasta que descubriera el camino para aliviar el sufrimiento al que estamos sujetos todos los seres humanos. Se dice que estuvo sentado bajo aquel árbol sagrado 49 días y que sólo entonces alcanzó la iluminación y descubrió lo que se conoce como las cuatro nobles verdades.
Aunque no recibe este nombre, el ladrón que estamos a punto de explorar es el que indujo al Buda a realizar su viaje. El primer ladrón de la felicidad es el control. Este ladrón quiere hacernos creer que podemos controlar la vida, en lugar de aceptarla tal como es. La gran verdad que descubrió el Buda fue que lo que provoca infelicidad es el deseo de que la vida sea diferente de lo que es.
En la vida, por naturaleza, hay muchas cosas que no podemos controlar. Como seres humanos, sufriremos, enfermaremos y, al final, moriremos. Estas son las tres verdades de la vida que deprimieron al joven príncipe. Al final descubrió que no son estas duras verdades sobre la vida las que nos roban la felicidad y nos hacen sufrir, sino nuestra resistencia a admitirlas. Nuestro afán por controlar es lo que nos impide disfrutar de nuestra paz interior.
Este ladrón hace que nos equiparemos a los monos del sudeste asiático, que tiempo atrás eran cazados por los nativos con un método simple pero cruel. Colocaban golosinas alrededor de un árbol y vaciaban un coco, perforando la cáscara por los dos extremos. Por uno de ellos, hacían un agujero lo bastante grande como para que cupiera la mano del mono, y dentro colocaban un dulce. Por el otro, el agujero era más pequeño para poder pasar una cadena fina y un tornillo, a fin de poder encadenarlo al árbol. Cuando llegaban los monos se comían todos los dulces que habían puesto alrededor del árbol, pero entre ellos siempre había alguno que inevitablemente cogía el coco, metía la mano y agarraba la golosina. Sin embargo, el agujero no era lo bastante grande como para que le pasara la mano con el puño cerrado.
El mono intentaba desesperadamente salir corriendo con el coco, pero por más que lo intentara, no se podía llevar ni el coco ni la golosina. Lo único que tenía que hacer para liberarse era abrir el puño y soltar el dulce. No obstante, la mayoría de los monos forcejeaban hasta caer exhaustos. Entonces, cuando estaban en ese estado, eran capturados por los nativos. La perdición del mono era su propio apego y su incapacidad para librarse de la trampa en la que había caído.
La felicidad es saber lo que podemos controlar y aceptar lo que no podemos controlar. En general, podríamos decir que la felicidad proviene de la comprensión de que podemos controlar nuestras acciones y nuestras reacciones a las cosas externas, pero no podemos controlar el resultado de nuestras acciones. Concentrarnos en ellas nos hace felices, hacerlo en los resultados nos hace infelices.
Al lector ocasional puede parecerle que las enseñanzas del Buda y de Jesús respecto a la iluminación o la salvación (los dos términos se utilizan en ambas tradiciones) son muy distintas. De hecho, cuanto más examinemos sus enseñanzas, con más claridad veremos cómo cada uno de ellos enfatiza la necesidad de aceptar plenamente las cosas tal como son en cada momento. Ésta es la razón por la que el budista Thich Nhat Hanh ha escrito mucho sobre las similitudes entre ambos maestros.
Cuando Jesús animó a sus discípulos a fijarse en las flores del campo como un ejemplo a imitar por su ausencia de búsqueda, estaba destacando un aspecto espiritual muy importante. Cuando dijo: «¿Quién de vosotros con vuestra preocupación añadirá una sola hora más a su vida?»,7 estaba enseñando lo mismo. No es la falta de control lo que nos hace sufrir, sino el deseo de controlar, pues nos aleja de la felicidad y de la paz permanentes.
Uno de los grandes momentos en mi vida fue cuando comprendí la diferencia entre atención y apego. La atención es la energía y las cosas que elijo, mientras que el apego es un deseo interno de controlar lo que es inherentemente incontrolable. Otra forma de verlo es como intención sin tensión. Tener metas en la vida o incluso desear algo que queremos que pase en una determinada situación, no afecta en lo que respecta a nuestra felicidad. El problema se produce cuando nos apegamos a controlar el resultado y el ladrón empieza a robarnos. El robo de nuestra felicidad rara vez se debe a nuestras intenciones, sino a la tensión que sentimos cuando nos apegamos a los resultados de las cosas.
¿Cómo podemos reconocer la diferencia entre atención y apego? La atención es cuando actuamos en el presente con la esperanza de lograr ciertas metas, mientras que el apego es vincular nuestra felicidad a un resultado en particular.
Yo juego bastante al tenis y este punto se puede ilustrar fácilmente con un ejemplo relacionado con este deporte. La felicidad en la cancha de tenis reside en la experiencia corporal de jugar, en la dicha de sentir que el cuerpo, la raqueta y la pelota son uno. En mis momentos más sublimes jugando al tenis, sólo me concentro en estar totalmente presente en el juego, en estar atento a cómo golpeo la pelota y a cómo muevo los pies. En el momento en que me concentro sobre todo en ganar, el tenis se convierte en una fuente de infelicidad. Está claro que quiero conseguir puntos e incluso ganar el partido, pero ése es un resultado que no puedo controlar. Lo que puedo controlar es mi intención de estar lo más atento posible al juego en cada momento.
La vida se parece mucho a un partido de tenis. Cuando estamos presentes en cada momento, expresando nuestra intención a través de nuestra atención y sin apegarnos a que el resultado sea lo que nos aporte la felicidad, es cuando somos más felices.
A menudo descubrimos que el resultado —la meta a la que nos habíamos apegado— es menos gratificante que el esfuerzo (la intención). Janice, mi pareja, estuvo intentando formar parte del equipo nacional de béisbol de Canadá ¡durante 18 años! En el transcurso de casi dos décadas, trabajó, jugó y entrenó mucho, y cada año intentaba lograr un puesto en el equipo. Ninguno de esos años lo consiguió, hasta que después de todo ese tiempo, por fin logró entrar. Lo más normal es que pienses que el resultado habría sido la culminación de toda esa lucha. Pues bien, al final resultó ser justo al revés. Entrar a formar parte del equipo fue decepcionante en comparación con lo que supuso concentrarse en el momento presente año tras año, intentando superarse como jugadora, tanto en el campo de juego como en el partido mental interior. Aparte de eso, no podía controlar el resultado, y cuanto más se concentraba en el proceso, más feliz era.
Dos de las cosas más evidentes que intentamos controlar son el pasado y el futuro. No podemos controlar lo que ya ha ocurrido, por supuesto, ni tampoco podemos controlar lo que no ha ocurrido. El lamento y la preocupación (primos hermanos del control) son los gemelos que nos roban la felicidad del momento presente. Cada vez que somos conscientes de que nos estamos lamentando o preocupando, estamos dejando que este ladrón nos robe nuestro estado natural de estar presentes.
Una de las cosas que hacen los ladrones es robarnos algo que nos pertenece por naturaleza, y en su lugar nos dejan una falsa verdad que nos hace sufrir. Este ladrón lleva el disfraz de la intencionalidad, que es buena, pero luego nos roba nuestra felicidad haciendo que nos concentremos en los resultados que conseguimos en nuestra vida. Vivir en el presente, aceptando cualquier acontecimiento que suceda en este momento (abrir el puño), es la puerta hacia la felicidad. Pero el ladrón quiere hacernos creer que si nos esforzamos más podremos controlar los resultados que obtengamos en nuestra vida.
Un principio que hay que tener en cuenta es que casi todo el sufrimiento interior se debe a nuestra resistencia a lo que nos está sucediendo en un momento dado. No son los acontecimientos de nuestra vida los que nos hacen desgraciados, sino el deseo de controlarlos, en lugar de aceptar lo que nos brinda el presente. No confundas esta aceptación con pasividad. Recuerda: intención sin tensión, concentración sin apego. Desear sin intentar conseguir algo no es lo que genera infelicidad, sino el deseo de controlar el resultado.
Imaginemos, por ejemplo, a una persona que ha crecido convencida de que algún día ganaría una medalla de oro en las Olimpiadas. No hay nada de malo en querer ganar una medalla de oro, pero si condiciono mi felicidad a la consecución de esa medalla, la pasión que siento por el deporte desaparecerá. Cada una de mis experiencias será únicamente un paso que me acercará o alejará de esa meta. En tibetano la palabra que utilizan para «apego» es do chag, que literalmente significa «deseo pegajoso». El deseo es bueno; el apego pegajoso al resultado no lo es. Esa persona no puede controlar conseguir una medalla de oro, pero puede estar totalmente presente en todos los pasos hacia esa meta. Esto también significa no oponer resistencia a cualquier elemento natural en el que te encuentres; pregúntate sólo cómo prosperar en ese elemento.
La naturaleza es una gran maestra en la práctica de este tipo de no resistencia. Durante mis andanzas por los Andes peruanos, en mi autoimpuesto año sabático, pensé en esto al ver un arbolito que había crecido literalmente encima de una roca en un río. Probablemente, el árbol habría preferido echar sus raíces en un bonito claro del bosque, donde la vida sería más fácil, pero ése era el sitio que había encontrado. Había crecido en ese inhóspito lugar, aprovechando los elementos que tenía a su alrededor en vez de resistirse a ellos.
Aunque la atención en el momento presente —vivir siempre en el momento presente— se asocia principalmente con el budismo, el valor de concentrarse en el ahora podemos encontrarlo en casi todas las tradiciones espirituales y filosóficas. Muchas personas creen erróneamente que el secreto de la felicidad es mantener esta atención en el momento presente, pero el verdadero secreto es dejar de controlar. Nos decimos a nosotros mismos «vive el presente» como si el mero hecho de hacerlo bastara para ser felices. Lo que no entendemos es que no es vivir en el presente lo que nos hace felices. Lo que nos aporta paz interior es la aceptación de lo que está pasando en ese presente. Pensar en el futuro o en el pasado no es inútil en sí mismo; es el deseo de controlar lo que cambia el paisaje.
Voy a ilustrarlo con un ejemplo. Dedicar una hora a soñar despierto sobre el futuro, por ejemplo, pensando en un viaje que pronto voy a hacer o en el día de mi boda, puede ser una actividad muy placentera. Del mismo modo, pasarse una hora recordando una experiencia placentera o incluso dolorosa de mi pasado, también puede ser placentero, y quizás hasta útil si me ayuda a entender lo que elijo en el presente.
El problema llega cuando se presenta el control. Cuando pensamos en el día de nuestra boda, se nos pasa por la cabeza que puede llover, o qué pasará si al tío Bill se le ocurre beber demasiado y monta un escándalo, o si quizá no estaré tan guapa como mi hermana, y así un pensamiento tras otro. El ladrón sabe que no podemos controlar esas cosas, pero sigue diciéndonos que si nos preocupamos lo suficiente (si mantenemos el puño lo bastante cerrado), conseguiremos encontrar la paz. Por eso también podemos hacerlo a la inversa: cuando imaginamos situaciones en el futuro que nos preocupan, podemos ser conscientes del ladrón y dejarlo a un lado. El futuro no se puede controlar, sólo experimentar. La felicidad no depende del resultado.
Tampoco es inútil en sí mismo reflexionar sobre el pasado. Por ejemplo, puede que me ponga a pensar en una relación que no funcionó, y en los errores que me gustaría corregir. Lamentar algo no es lo que nos causa dolor en sí, sino intentar controlar el pasado que, por supuesto, no puedo controlar. El pasado es lo que es. Podemos aprender del mismo y que nos sirva para aplicar nuevas intenciones a nuestras decisiones del presente. Siempre y cuando acepte conscientemente las cosas tal como son en un momento dado, incluido el pasado, estaré manteniendo al ladrón en su sitio. Muchas personas sufren durante horas, deseando revivir las decisiones que tomaron en el pasado, cuando lo único que han de hacer es aceptarlas.
No confundas no ejercer el control con adoptar una actitud pasiva respecto a influir en el curso de tu vida. Recuerda que no es la intención lo que nos hace infelices, sino el apego.
Verte forzado a vivir una situación que te ata firmemente al presente y rendirse a ese falso sentido de control que puede proporcionarte un alivio temporal, pero jamás la verdadera paz, puede ser una experiencia muy poderosa. El ladrón nos roba nuestra habilidad innata para vivir en el presente y para aceptar lo que sucede en cada momento (atención sin tensión), y en su lugar nos deja la falsa creencia de que si nos esforzamos lo suficiente por controlar todo lo que nos rodea encontraremos la paz.
Una de las experiencias que me enseñó a mantener a raya a este ladrón la tuve cuando hacía el Camino de Santiago por el norte de España, durante el verano de 2015. El Camino de Santiago es una ruta de peregrinación de 750 kilómetros, que los cristianos han recorrido durante más de mil años, y que termina en la catedral de Santiago de Compostela, en Galicia, España, donde se cree que están enterrados los huesos del apóstol Santiago. Aunque antes era una experiencia espiritual exclusivamente para cristianos, el Camino, como se lo suele llamar muchas veces, ahora lo recorren personas de todas las religiones, edades y creencias por motivos muy diversos.
Yo tenía varias razones para recorrer el Camino, entre ellas aprender a estar más en el presente en cada momento. Caminaba un promedio de 32 kilómetros diarios. Solía empezar el día andando dos horas, al amanecer o justo un poco antes, para llegar a tomar un frugal desayuno en el primer sitio que me pareciera correcto cada mañana. Cuando empezaba el día nunca sabía hasta dónde iba a llegar, dónde dormiría, a quién conocería o cómo reaccionaría mi cuerpo.
Al principio de cada jornada, intentaba planificar cada día, controlar con quién hablaba, saber dónde y qué iba a comer, dónde iba a dormir, etcétera. Sin embargo, no tardé mucho en darme cuenta de que el Camino iba a enseñarme sus propias lecciones. Todas las cosas que tanto quería controlar se escapaban a mi control a medida que iba recorriendo kilómetros y pasaban los días.
Algunos días mi cuerpo tenía ganas de caminar sin descanso, mientras que otros, debido a algún pequeño tirón muscular, una llaga en el pie, el calor diurno o a un encuentro con algún que otro peregrino (así es como se llama a las personas que hacen el Camino) marcaban mi ritmo. Normalmente, mi idea era pasar la noche en un pueblo u hostal en particular, pero cuando llegaba estaban llenos. Mi mente se ponía a recordar entonces los deliciosos zumos de naranjas valencianas recién exprimidas y las tortillas de patata caseras que había estado consumiendo alegremente durante varios días en los bares, para luego tener que afrontar la realidad de que los próximos cinco días mi búsqueda de algo que había sido omnipresente iba a ser en vano. No tardé en ver el paralelismo entre el Camino y nuestro paso por la vida. Cuanto mejor me tomaba lo que me pasaba durante el recorrido, en lugar de aferrarme a un plan perfecto, más satisfacción y paz obtenía.
Aun así intenté controlar a las personas que me estaban enseñando las mejores lecciones del Camino. En los primeros días de mi viaje, conocí a dos peregrinos alemanes que me cayeron muy bien. Caminar junto a ellos fue muy agradable y enseguida entablamos amistad. Las primeras noches dormimos en los mismos albergues, normalmente en habitaciones con muchas camas. Hasta que una mañana, al levantarnos, uno de ellos dijo: «Me voy a quedar más rato desayunando». Por otra parte, su compañera empezó a caminar más rápido que yo, y pronto la perdí de vista. Me había acostumbrado a ellos después de caminar juntos durante varios días, y de pronto habían desaparecido los dos y me quedé solo.
Y seguí tratando de controlar mi experiencia del Camino con todas mis fuerzas. A medida que iba avanzando, me iba reencontrando con algunas de las personas que había conocido antes. Con algunas de ellas compartí una hora extraordinaria de conexión espiritual profunda, y no volví a verlas más. El ladrón seguía queriendo controlar a todos aquellos con los que hablaba, así como el tiempo que permanecíamos conectados, para evitar la pérdida de las personas por las que me había preocupado o incluso a las que había invocado para que se me aparecieran justo cuando las necesitaba.
No fueron mis intenciones las que me hicieron sufrir, sino mi apego al control. La intención no es mala en sí misma; me di cuenta de que el problema no era mi deseo de volver a ver a ciertas personas. El quid de la cuestión era que no podía controlar los deseos de los demás o las distintas circunstancias que podían hacer que mi camino se separara del suyo. A medida que pasaban los días y los kilómetros, más cuenta me daba de que vivía en el presente y de que me estaba abriendo a cualquier posibilidad. Cuando aparecía el ladrón, era consciente de él y le conducía amablemente hacia la puerta.
Piensa en todo aquello en lo que quieres ser constante en tu vida. Piensa en tus expectativas sobre tu vida profesional, en las metas que quieres conseguir, en las personas que hay en tu vida e incluso en los acontecimientos de un día en concreto. Tener intenciones está bien, pero aferrarte a ellas como el mono, cuando no puedes controlar la vida, sólo te aportará infelicidad. Cuanto más absorba esta metáfora nuestra mente consciente, con más claridad veremos cómo nos aferramos al control, cómo estamos golpeando el coco de la vida contra el árbol intentando sacar la golosina que hay dentro. Pero la libertad no está en el interior del coco, sino en abrir el puño en el momento presente, en aceptar lo que está sucediendo ahora.
El ladrón también se presenta en nuestras relaciones cotidianas. Por ejemplo, pasamos mucho tiempo intentando controlar a los demás y esto nos provoca un sufrimiento interno interminable. Cuando estás enfadado conmigo y me disculpo, estoy deseando controlar tu reacción. El deseo de que me perdones me está robando la felicidad, cuando en lo que debería concentrarme es en lo que yo puedo controlar, es decir, en mi sincera disculpa. Ésta es una diferencia sutil pero importante. Concentrarme en mi disculpa es algo que puedo controlar; sin embargo, tu reacción está fuera de mi alcance.
Quizá quiera controlar hasta qué punto mi pareja se siente amada. Tal vez mi forma de expresar el amor sea a través del tacto, pero ella lo experimenta a través de los actos de servicio y de amabilidad. Mi deseo de controlar la experiencia de amor de la otra persona me provocará mucho sufrimiento, mientras que aceptar cómo vive ella el amor me dará paz. A mi entender, el origen de una gran parte del sufrimiento que experimentamos en las relaciones íntimas se debe al deseo de controlar, a querer que nuestras parejas actúen y sean como nosotros deseamos que sean.
Voy a compartir un ejemplo personal. Mi exesposa y yo estuvimos juntos 15 años. Aunque tuvimos muchos malos momentos, también hubo algunos en los que fuimos increíblemente felices, experiencias formidables con nuestra familia, así como el gran trabajo que hicimos juntos. Tras nuestra separación, vi que mi ex sentía la necesidad de menospreciar nuestra relación y de considerar que el tiempo que estuvimos juntos fue un «error» y quizás hasta una pérdida de esos maravillosos años. Rara vez hablaba de los buenos momentos, y solía concentrarse en los aspectos en los que nos habíamos decepcionado mutuamente. Yo considero que fueron años de aprendizaje intensivo para ambos y muy necesarios para nuestro viaje. Juntos hicimos un gran trabajo en el mundo y probablemente descubrimos aspectos importantes de nosotros mismos, a la vez que servimos de inspiración a los demás.
Varios años después de habernos separado, sentí el intenso deseo de pretender que ella viera esos años como yo; quería conseguir que me confirmara que para ella también habían valido la pena. Solía aparecerse en mis sueños, en los que siempre, de un modo u otro, yo intentaba resolver esta diferencia. Pero un buen día un amigo me dijo: «Tú lo que quieres es controlar su visión de los años que estuvisteis juntos y que te confirme que lo ve igual que tú, pero eso no lo vas a conseguir. Tú sólo puedes controlar cómo ves tú esos años de convivencia».
En ese momento fue como si me hubieran quitado un velo de los ojos. El ladrón de mi felicidad era mi deseo de controlar aquello que no podía controlar. No era su visión de nuestra vida en común lo que me quitaba la paz, sino mi intención, poco realista, de controlar su experiencia. A partir de ese instante, siempre que sentía el deseo de que ella lo viera del mismo modo que yo, me concentraba en lo que yo podía controlar plenamente, que era en ver esos años como algo muy valioso e importante, aunque también hubieran sido conflictivos. Me deshice de mi deseo pegajoso de conseguir un resultado sobre el cual no tenía ningún control. Curiosamente, hasta el día de hoy no he vuelto a soñar con ella en el contexto de un conflicto por resolver.
La fuerza opuesta al control es la rendición: la aceptación completa de cualquier circunstancia que se esté produciendo en el presente. Aquí tienes un sencillo ejemplo. Todo el día estás deseando jugar al golf, pero la previsión meteorológica no es especialmente buena. Existe un 50 por ciento de probabilidades de que llueva. Miras el cielo con nerviosismo y estás pendiente de las previsiones del tiempo. Sabes que no puedes controlarlo, pero insistes. Te aferras a tu idea de que necesitas jugar para ser feliz. Cuando se acerca la hora de jugar, el cielo se despeja, pero de pronto se encapota y cae un aguacero. El ladrón te ha arruinado el día. En lugar de rendirte a lo que es —puede que llueva o puede que no, no tengo control sobre ninguno de los dos resultados— opones resistencia a lo que es. Rendirse significa literalmente dejar de luchar contra el flujo natural de las cosas.
No se trata de no actuar, sino de actuar desde ese espacio que yo denomino energía de la rendición. No pasa nada por reflexionar sobre cuál será mi plan B si no puedo jugar por la lluvia o cómo voy a posponer el juego hasta la semana que viene. Lo que no voy a hacer es dejar que el control se interponga en el sencillo acto de rendirme ante la evidencia de lo que esta sucediendo.
Este ladrón es también muy astuto, pues nos afecta de formas muy sutiles. Una amiga mía mantiene una relación con un hombre que la traicionó. Estuvieron a punto de separarse. No hace mucho me dijo que antes esperaba que algún día le propusiera matrimonio y que le hubiera gustado lucir orgullosa un anillo. Ahora dice que ya no anhela ese anillo porque: «¿Y si un día decide dejarme otra vez, y tengo que sentir el ridículo de que me abandone siendo su esposa en vez de su novia?»
A menudo, nuestro afán de controlar significa que queremos evitar que nos hagan daño en el futuro, controlar emociones y acontecimientos que puede que no lleguen a suceder. En este caso, mi amiga y su compañero han hecho grandes progresos como pareja desde aquel engaño. Van por el buen camino para construir una relación más sólida, como nunca lo habían hecho antes. Sin embargo, ella quería controlar la posibilidad de pasar vergüenza y sentirse herida a lo largo de ese camino. Al permitir que el ladrón la engañara pensando que podía controlar que no le hicieran daño en el futuro, estaba dificultando la posibilidad de conseguir realmente lo que deseaba, que era un compromiso estable. Puede que vuelvan a hacerle daño y que su compañero vuelva a ponerla en una situación incómoda, pero si deja que sea el ladrón el que tome el mando al intentar evitar que le hagan daño, también se estará privando de la verdadera felicidad.
Este ladrón pretende aislarnos en algún rincón seguro y ponernos un casco para protegernos de cualquier eventualidad. Pero como descubrió el Buda cuando abandonó su palacio, no podemos controlar la posibilidad de sufrir, pero sí podemos elegir domesticar nuestro instinto de controlar, que en resumidas cuentas es lo que nos conducirá a la satisfacción interior. Cuando expulsemos al ladrón, podremos aceptar la vida tal como viene y sentarnos como hizo él, en calma y preparados para lo que sea.
Espero que a estas alturas ya te hayas dado cuenta de cómo el ladrón llamado control nos roba la felicidad. Pero ¿cómo podemos expulsarlo de casa? El primer paso es reconocer que ésta es tu casa. Muchas tradiciones espirituales comparan la mente con un templo o con un palacio. Es una metáfora muy útil porque un templo es un lugar sagrado, lo que significa que se ha de cuidar con el máximo esmero. Tu casa interior es el templo de tu felicidad. Puesto que tu felicidad reside en el templo de tu mente, tienes derecho a decidir quién entra o sale de él.
Hay una historia esclarecedora, quizás apócrifa, de una persona que conoció al Buda poco después de su experiencia bajo el árbol de Bodhi. Un desconocido que andaba por el camino se asombró al ver el sereno resplandor que emanaba de él.
—¿Eres un dios? —le preguntó.
—No, no lo soy —respondió el Buda—. Estoy despierto —añadió simplemente.
El Buda emanaba la paz propia de alguien que ha despertado.
Estar despierto es como el estado de mindfulness, es ser verdaderamente consciente de lo que está sucediendo. El mindfulness es, definido de manera sencilla, «la práctica de mantener un estado desprejuiciado de conciencia ensalzada o completa de los propios pensamientos, emociones o experiencias en el momento presente».8 Mindfulness significa encontrarse en un estado en el cual eres claramente consciente de lo que está sucediendo en tu mente, que es el templo de tu felicidad.
Los dos elementos clave del mindfulness son ser conscientes del momento presente y no juzgar. Cuando somos plenamente conscientes del momento presente, somos conscientes de lo que está sucediendo en nuestra mente y sentimos curiosidad en vez de juzgar. Cuando entendemos estos dos conceptos, estamos preparados para dominar a los ladrones. Aunque queramos expulsarlos de casa, debemos reconocer que los ladrones forman parte de nuestra naturaleza interna, que no son forasteros que vienen de visita. A los humanos nos gusta controlar las cosas, y a veces eso nos sirve de ayuda, pero cuando dejamos que sea nuestro deseo de controlar el que mande en casa, encontramos la desdicha en lugar de la felicidad.
No siempre podemos controlar nuestros pensamientos, pero el mindfulness nos permite ser conscientes de ellos, no juzgarlos y elegir otro camino. Y podemos decidir qué patrones mentales van a alojarse permanentemente en nuestro templo interior. Por eso debemos reconocer que los pensamientos que dejamos que nos gobiernen los elegimos nosotros. Pero muchas personas actúan como si no pudieran controlar su propia mente, y pretenden controlar el futuro preocupándose sin cesar.
El último aspecto y el más crítico del estado de mindfulness es el arte de apartar algo con delicadeza una vez que somos conscientes de ello. Este paso es esencial para cambiar cualquier conducta que ya no nos es útil.
Voy a explicar esto contándote mis primeras experiencias mientras aprendía a meditar. Mi primera profesora de meditación fue Deborah Klein, mi esposa y coautora de mi primer libro, Despertar el alma de la empresa: cómo crear un entorno laboral adecuado para liberar el potencial de las personas en el trabajo. Deborah practicaba yoga desde hacía muchos años. Aunque la idea principal de la meditación es apaciguar la mente y entrenarla para vivir en el presente, la meta suprema es que llegues a ser el maestro de este templo interior. Muchas personas utilizan el término de la mente del mono, que en el budismo se usa para referirse a algo que es «inestable, inquieto, caprichoso, extravagante, descabellado, inconstante, indeciso, incontrolable».9 La finalidad de la meditación es enseñar a la mente a que sea todo lo contrario: consciente, despierta y constante.
Cuando empecé a meditar me costaba aquietar la mente, siempre había alguna preocupación, tarea o pensamiento que enturbiaba mi paz.
—¿Qué debo hacer cuando aparecen pensamientos que me distraen? —le preguntaba a Deborah.
—Cuando aparezca en tu mente un pensamiento que te distraiga, simplemente quiero que seas consciente del mismo y que imagines que lo barres suavemente con tus manos dejándolo a un lado, como si le estuvieras diciendo «Ahora, no» —me respondía.
Es decir, observa el pensamiento y apártalo a un lado, sin criticar ni oponer resistencia, sino con una conciencia serena. Ésta es una parte sutil, pero muy importante, del trabajo con los ladrones y de entrenar a nuestra mente para que sea feliz. Lo último que hemos de hacer es recriminarnos la presencia del ladrón. Aquello a lo que nos resistimos persiste.
He de reconocer que necesité muchas horas de aprendizaje hasta que conseguí enseñar a mi mente dispersa a concentrarse. Al principio tenía que estar imaginándome constantemente mis manos barriendo los pensamientos a un lado. Pero pronto me di cuenta de una poderosa verdad que cambió para siempre mi forma de ver las cosas en mi mundo interior. Me di cuenta de que estoy despierto y alerta; que tengo el control sobre mi mente. El templo tiene un dirigente que soy yo. Pronto el hábito de limpiar mi mente se impuso al hábito de permitir que cualquier pensamiento que llegara a ella se alojara allí.
Apliquemos ahora esta idea de la plena conciencia a los ladrones. Durante el día, cuando aparece un ladrón, sigo estos tres sencillos pasos: darme cuenta, detenerlo y sustituirlo. Primero reconocemos la presencia del ladrón, luego lo detenemos apartándolo delicadamente a un lado y, por último, elegimos otro pensamiento diferente para que ocupe su lugar. De acuerdo con la metáfora del ladrón, primero hemos de atraparlo (darnos cuenta), luego arrestarlo (detenerlo) y luego expulsarlo o al menos reformarlo (sustituirlo).
Para ilustrar de lo que estoy hablando me valgo de un ejemplo que he dado antes. He puesto toda mi ilusión en jugar al golf esta tarde, porque estoy convencido de que el golf hoy me hará feliz. Consulto obsesivamente, por la mañana y después de comer, la previsión del tiempo que es bastante incierta. La satisfacción se ha ensombrecido por mi deseo de controlar el tiempo. Recordemos que casi todo sufrimiento se debe a la resistencia que oponemos a lo que se está produciendo en el momento. No es la cosa o situación en sí misma lo que nos hace sufrir, sino nuestra resistencia a lo que está sucediendo en un momento dado. Soy consciente de la presencia del ladrón; es decir, del deseo de controlar el futuro, en lugar de rendirme a la evidencia de cómo son las cosas. Una vez que me he percatado del ladrón, elijo enseñarle amablemente la puerta y acepto que no puedo cambiar la meteorología.
Pero hay un tercer paso importante. El ladrón ha sido identificado y le hemos quitado el disfraz. He detenido el diálogo interior que me roba la felicidad (Para ser feliz he de controlar), pero ahora he de dar un tercer paso crítico, que es sustituir.
Sustituir significa que ya tienes a mano un nuevo patrón mental o filtro a través del cual vas a mirar tu vida. En este caso, esa visión alternativa es aceptar cualquier cosa que suceda en cualquier momento y lo que de ella se pueda derivar; es decir, veo que no puedo controlar el futuro o el resultado de una situación, así que le muestro la puerta al ladrón, le echo de mi casa y en su lugar instauro un nuevo sistema de creencias que está abierto a la realidad del momento sea cual fuere, todo ello siendo muy consciente de que lo único que puedo controlar son mis intenciones.
Lo mismo podría hacer mi amiga traicionada. Primero ha de ser consciente de que el ladrón está impidiendo que se vuelva a comprometer plenamente en su relación. Sabe que pueden hacerle daño, pero reconoce que lo único que puede controlar son sus intenciones del momento presente. Se da cuenta de la presencia del ladrón y lo arresta. Pero luego debe sustituir el filtro del control por el de la aceptación de la realidad del momento presente y la voluntad de aceptar la vida tal como viene. La felicidad y la calma sustituyen a la preocupación.
Por supuesto que tienes razón si piensas: «Esto no es tan fácil». Una mente desentrenada es como la mente del mono. Como me sucedía a mí cuando empezaba a meditar y me frustraba porque no podía apaciguar mi mente. Ahora que ya han pasado unos cuantos años, la meditación me parece algo natural y la mayoría de las veces puedo aquietar mi mente sin problemas. Lo mismo sucede con los ladrones: al principio te costará darte cuenta de que están ahí que has de detenerlos y sustituirlos. Tu mente te dirá que es imposible. Pero no sólo es posible, sino que a menos que detengas al ladrón y lo eches, nunca conseguirás la felicidad permanente.
Te invito a que pruebes lo que he denominado la tarea de las dos semanas. Durante quince días, practica ser consciente de cada momento en que creas que necesitas obtener un resultado en particular para ser feliz o que descubras que te estás resistiendo a lo que está sucediendo. Luego practica los tres pasos: darte cuenta de la presencia del ladrón, detenerlo y sustituirlo con las palabras: «Elijo estar plenamente presente y aceptar lo que me ofrece este preciso momento».
Por ejemplo, puede que te encuentres en un atasco de tráfico al final de un día agotador en el trabajo. Estás deseando relajarte en tu sofá en compañía de tu pareja, pero estás encerrado en el coche y no tienes la menor idea de cuándo llegarás a casa. En este instante, observa cómo tu deseo de controlar y tu apego a estar en casa te está robando la felicidad. Arresta al ladrón enseñándole educadamente dónde está la puerta, como si le dijeras: «No me vas a robar». Luego sustituye al ladrón por otro patrón mental nuevo y di: «Elijo estar totalmente presente, aceptar este momento tal como es. Mi felicidad está aquí, no en el resultado de estar en casa». Puede que ahora descubras que tu atención cambia a cómo conseguir ser lo más feliz posible en el atasco de tráfico en el que ahora te encuentras. Como el árbol que creció en una roca del río, busca siempre la forma de florecer, aunque sea en un atasco de tráfico.
Cuando hemos de sustituir patrones mentales, una de las mejores ayudas son los mantras. Un mantra es un sonido, palabra o frase que se repite continuamente al meditar o rezar. Aunque mantra es una palabra sánscrita que significa literalmente «instrumento de pensamiento» (o herramienta para pensar), las frases y sonidos cortos que los componen están presentes en casi todas las tradiciones orientales y occidentales. Son una excelente forma de entrenar la mente para la felicidad. En la antigua tradición védica eran principalmente sonidos, pero en la actualidad pueden adoptar la forma de una frase o de un conjunto de palabras que se repiten habitualmente para lograr el estado mental deseado.
Un mantra para contrarrestar el deseo de controlar podrían ser las palabras siguientes:
Elijo estar en el momento presente y aceptar las cosas tal como son. La felicidad no está en el resultado que busco.
Como he dicho antes, el mundo tal como lo conocemos, lo que solemos llamar «sociedad», es una extensión de la morada interior de cada individuo. El control afecta a nuestra vida en comunidad de maneras muy profundas.
Un buen ejemplo de ello es nuestro deseo de controlar a los demás intentando que vean el mundo como nosotros. Muchas veces nos enfadamos cuando algún ser querido, o incluso un desconocido, tiene una opinión distinta a la nuestra. Todos estamos aferrados a nuestra propia manera de ver el mundo, y muchas veces eso nos lleva a cerrarnos a la hora de aprender de los puntos de vista de los demás. Gran parte de las rencillas políticas en Estados Unidos, por ejemplo, se deben al deseo de controlar nuestras propias emociones cuando los demás no están de acuerdo con nosotros. Los psicólogos lo llaman disonancia cognitiva.
La mayoría de los seres humanos anhelan un mundo interior con pocas contradicciones. En 1957, el psicólogo social Leon Festinger fue el primero en formular la teoría de la disonancia cognitiva, que afirma que las personas tienen una poderosa motivación para guardar una coherencia cognitiva. Queremos conservar nuestras creencias y experimentar el menor conflicto interno posible respecto a ellas, un deseo de controlar el conflicto interior que impide que entablemos un verdadero diálogo con los que no están de acuerdo con nosotros.
Cuando nuestras creencias son puestas en entredicho, se genera una discrepancia, cuya consecuencia es un estado de tensión conocido como disonancia. Puesto que esta disonancia es desagradable para la mayoría de las personas, nos sentimos motivados a reducirla o eliminarla para conseguir la consonancia o el acuerdo interior entre nuestras creencias y la realidad exterior. Intentamos aliviar el dolor que sentimos por nuestra falta de control buscando información y personas que confirmen nuestra forma de ver el mundo.
El mundo interconectado a través de Internet es el medio perfecto para evitar la disonancia y para que el control domine nuestras relaciones con los demás. Aunque Internet nos ofrece la oportunidad de explorar muchos puntos de vista distintos al nuestro, también nos permite entrar en contacto únicamente con aquellas personas afines a nosotros. Al hacer esto reducimos cualquier disonancia que podamos sentir respecto a que nuestras actitudes y creencias no sean del todo ciertas ni las compartan muchas personas. Queremos controlar nuestro conflicto interno a toda costa, aunque quizás aprendamos algo si nos permitimos experimentarlo. Nos resistimos a la posibilidad de que alguien pueda influir en nuestras opiniones, por muy positivo que sea, y de que como sociedad podamos aprender los unos de los otros, hecho que nos conduciría a compartir una gama más amplia de intereses comunes. Al abandonar la ilusión de que puedo controlar el mundo entero con mi punto de vista, de pronto, albergo la posibilidad de aprender de los demás.
Voy a ser más concreto. Estados Unidos se encuentra dividido desde hace casi dos décadas entre la izquierda y la derecha. La gente tiene miedo de hablar de política con alguien que no sea de su propia ideología política. Muchos amigos me han contado que esas diferencias son la causa de acaloradas riñas en el seno de su familia e incluso en el trabajo. Rara vez se produce algún diálogo productivo entre la izquierda y la derecha. No cabe la menor duda de que esto es malo para el país y para crear una sociedad civil que sea capaz de resolver problemas complejos.
Una de las razones de esta falta de diálogo, aunque no la única, es que todo el mundo intenta protegerse de la disonancia. Nos aferramos a nuestras opiniones, aunque, en última instancia, ese apego obligue a todos los estadounidenses a vivir en una sociedad incívica. Esto muchas veces implica buscar noticias que confirmen nuestros modelos mentales actuales. En las elecciones presidenciales de 2012, por ejemplo, no es de extrañar que la cadena más vista durante la convención republicana fuera la Fox, mientras que durante la convención demócrata las más vistas fueron la MSNBC y la CNN.10 Porque es bastante probable que la mayoría de los republicanos vieran su propia convención y los demócratas la suya, lo que significa que la mayoría de las personas vieron la cadena de televisión que confirmaba, no que contradecía, su propia ideología, fenómeno que es conocido como sesgo de confirmación.
Lo más irónico del caso es que tanto los conservadores como los liberales están tan empecinados en controlar sus creencias sobre el mundo y las que tienen los unos sobre los otros, que básicamente sólo escuchan a las personas que ya están de acuerdo con ellos. De este modo controlan la disonancia o el sufrimiento (y su propia ira) que pueden sentir cuando escuchan opiniones que discrepan de las suyas. Mantenemos el control. Pero el problema es que si cada uno de nosotros busca únicamente ratificar sus propias creencias, no se producirá el aprendizaje, ni existirá la posibilidad de conseguir un término medio. Rara vez aprendemos algo hablando con personas que comparten nuestro parecer.
La próxima vez que converses con alguien que no esté de acuerdo contigo u observes algo que contradice tu sesgo de confirmación, identifica al ladrón. Está intentando evitar que sientas la disonancia y que te plantees reconsiderar tus opiniones. En vez de reaccionar aferrándote a tus creencias o encerrándote en ti mismo, sé consciente.
Durante mi estancia en Israel y en territorio palestino en Oriente Próximo, he visto este fenómeno con mis propios ojos. También se puede observar entre los capitalistas del libre mercado y los que abogan por una economía planificada, y entre los que están a favor del desarrollo industrial y los medioambientalistas. El ladrón fomenta que intentemos mantener la disonancia alejada de nosotros, y de este modo nos roba las oportunidades para entablar un verdadero diálogo. Y para una sociedad civil necesitamos diálogo.
Algunas personas argumentarán que no es el control lo que evita que tengamos en cuenta los puntos de vista ajenos o que busquemos información contraria a nuestras creencias más arraigadas, sino la firme convicción moral de que tenemos razón. No pretendo que nadie abandone sus convicciones más firmes, ni estoy dando a entender que algunas creencias no tengan más validez objetiva que otras. Lo que me gustaría que vieras es que cuando intentamos controlar a los demás con nuestra necesidad de que estén de acuerdo con nosotros, tratando de evitar el malestar que nos produce que nuestras opiniones sean puestas en entredicho, estamos creando una comunidad en la cual conseguir que reine la armonía es cada vez más difícil. Nuestro apego a nuestras ideas y creencias puede ser tan destructivo para el bien social como nuestro apego a controlar los acontecimientos y a las personas lo es para nuestra felicidad personal.
Cuando era un joven estudiante de Teología en Chicago, en 1980, tuve una experiencia que me demostró el daño que puede hacer el control.
Una de las clases a las que asistía la impartía una profesora que tenía unas ideas muy liberales. La profesora Collins creía que la Biblia no se podía interpretar literalmente; todo lo contrario, nos incitaba a ejercer nuestro pensamiento crítico respecto a cómo llegaron a escribirse las escrituras. Nos decía que muchos de los acontecimientos relatados en los Evangelios, que son la crónica de la vida de Jesús, probablemente no sucedieron como está escrito, y que algunas de las palabras de Jesús puede que le fueran atribuidas por otros posteriormente.
Para mí las clases de la profesora Collins eran duras. Me costaba aceptar que alguien pusiera en duda mis creencias más profundas. El ladrón quería que dejara de escuchar. Pero por difícil que me resultara, creía que era importante contemplar sus ideas y reflexionar a fondo sobre ellas. Pero Jack, uno de mis compañeros de clase, lo pasaba mucho peor que yo. Muchas veces discutía con la profesora en clase. A medida que iba avanzando el semestre, su indignación fue en aumento.
—Jack, ¿por qué dejas que ella te afecte de esta manera? Sólo es una clase y ella no es más que una profesora —le pregunté un día.
—John, podría dejarlo estar, pero ¿y si tiene razón? —me respondió tras reflexionar un momento.
En ese instante entendí perfectamente lo que en realidad estaba sucediendo. Jack no quería tener que afrontar el reto que le planteaban las nuevas ideas. Quería controlar su sistema de creencias, aferrarse al dulce que hay dentro del coco, aunque ahora sintiera que le mantenía encadenado. Su apego a que esas creencias fueran lo que le proporcionaba la felicidad era la causa de su sufrimiento.
Al final, estuve de acuerdo con algunas de las conclusiones de la profesora Collins y en desacuerdo con otras. Pero al permitirme reconocer que podía aprender incluso cuando existía disonancia, amplié mi educación y mi fe se hizo más profunda. Estar en el presente se convirtió en una fuente de fortaleza. Seguí en el seminario y fui ordenado ministro presbiteriano. Jack dejó los estudios y, que yo sepa, abandonó su idea de dedicarse a la Iglesia.
Este ladrón nos roba felicidad personal y armonía social. Si dejamos que tome las riendas de nuestra vida seremos como esos monos con el puño cerrado dentro de una trampa, que no pueden escapar hasta que al final sueltan su recompensa. El control es una ilusión; rendirse y aceptar lo que nos traiga la vida en todo momento es el camino hacia la satisfacción, la atención sin tensión, vivir el presente sin apego.
En el Camino de Santiago pasé por León, que es una ciudad a la que siempre había soñado ir. No sé por qué razón pensaba que llegar allí me aportaría mucha felicidad, pero cuando vi la ciudad por fin pude abandonar todas mis ideas y vivir el presente. De ahí surgió este poema:
Habías soñado mucho con León, pero ahora que la has visto, apenas puedes Recordar por qué te importaba tanto.
Todos los Leones de nuestra vida Son una distracción del Ahora.
El presente, Ábrete a todo lo que pueda revelarse.
Antes fuiste un hombre que siempre soñaba con destinos lejanos donde estabas seguro de que residía la Felicidad.
Pero lenta y amablemente, te estás dando cuenta de que no hay un Allí.
Sólo un aquí, sólo un Ahora.
El único sitio adonde siempre llega la felicidad.
Elijo estar en el momento presente y aceptar las cosas como son. La felicidad no está en el resultado que busco.
6. La información biográfica colectiva sobre Siddhartha Gautama procede de varias fuentes, pero principalmente de la Teosofía Universal, consultada el 28 de agosto de 2016, http://www.universaltheosophy.com/buddha-the-life-of-siddhartha-gautama.
7. Lucas 12:25 (Nueva Versión Internacional).
8. Merriam-Webster Dictionary, edición online, para «mindfulness» (atención plena) consultado el 3 de agosto de 2016, http://www.merriam-webster.com/dictionary/mindfulness.
9. Wikipedia, para la «mente del mono», modificado por última vez el 10 de junio de 2016, https://en.wikipedia.org/wiki/Mind_monkey.
10. Geoffrey Skelley, “Reviewing the Convention Ratings,” Sabato’s Crystal Ball, 13 de septiembre de 2012, http://www.centerforpolitics.org/crystalball/articles/reviewing-the-convention-ratings.