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FORZAR UNA PAREJA

Al igual que Mirko Czentovic, Sonja Graf llegó al país por su cuenta y sin un lugar asegurado en el torneo. Enfrentada al régimen nazi, se había exiliado en Londres, desde donde arribó para jugar bajo la bandera que fuera contra Vera Menchik de Stevenson, la campeona absoluta entre las mujeres.

Precisamente con ella paseaba ahora por la única sucursal extranjera de la tienda Harrods, que festejaba el fin de su año comercial con una «Gran venta de pre-inventario», donde se prometían precios «de verdadero sacrificio» (!). Aunque ninguna de nuestras ajedrecistas estuviera especialmente interesada en adquirir un juego de vajilla de porcelana inglesa con rebaja, les fascinaba la idea de que ese edificio, que hubiera resultado imponente incluso en Londres y que contenía algunos objetos de lujo difíciles de adquirir hasta en Berlín, estuviera ubicado en esa ciudad remota, inverosímilmente austral, aunque lo cierto es que en Buenos Aires casi no había cosa, empezando por el frío, que no diera la impresión de estar fuera de sitio.

Pasear a cubierto tenía otra ventaja, más allá de resguardarlas de las temperaturas convincentemente invernales del exterior. Antes de embarcarse hacia Argentina, Graf había escuchado que se trataba de un país habitado por indios semisalvajes donde se desconocían comodidades básicas como el automóvil. Una vez desembarcada, se dio cuenta de que el mayor peligro en la ciudad no eran los aborígenes sino precisamente los coches, a pesar de que circulaban aún por la izquierda, como en Londres. «La gente que cruza la calle haciendo piruetas entre los mil automóviles era para mí una novedad que provocaba mi alegría y mi ansiedad. Siempre esperaba un accidente a cada paso», apuntaría luego en Así juega una mujer, uno de los dos libros que publicaría cuando se instalase en el país.

—¡No, mi padre no, el de mi amiga! —repitió en ese momento Sonja, dejando la escalera de un salto.

—¿Qué amiga? —Vera la seguía despacio, paquidérmica, recordando con nostalgia las escaleras mecánicas del Harrods de Londres y preguntándose qué era más lujoso hoy, el mármol o la tecnología.

—La que te dije que me invitó a su casa porque era muy tarde para volver a la mía.

Entre su inglés atropellado y la poca atención que le prestaba su colega, la confesión espontánea de Graf corría serio riesgo de ser malinterpretada (como de hecho ocurrió, a juzgar por las referencias a su infancia de niña abusada que circulan en revistas y en internet). Ella no había sido víctima de sometimiento sexual en su casa, aunque era cierto que su padre le pegaba y su madre la maltrataba a golpes de indiferencia. Lo que había sido era testigo de un abuso de ese tipo en otra casa, precisamente en la de esa amiga que la había invitado a pasar la noche. Lo cuenta claramente en su confusa autobiografía Yo soy Susann, el otro libro que también publicaría en castellano, aunque probablemente se trate de una traducción sotto voce, tan literal que por momentos se podría reconstruir sin merma el original perdido.

Hubo una época en la cual Susann —Graf usa su nombre verdadero para hablar de sí misma en tercera persona— era mandada por sus padres todos los días a lo de una hermana casada, para cuidar a los hijitos y ayudarla en los trabajos domésticos. Hizo eso con mucho cariño, ya que era una posibilidad de escapar de las tiranías de los padres. Volvía en general tarde.

Un día encontrando una antigua condiscípula, las dos empezaron a frecuentar bailes, fiestas y cines, y pasear con muchachos. Susann, como excusa, cuando le preguntaba su padre el motivo de su tardanza en la noche anterior le decía:

En la casa de mi hermana.

Una noche llegaban muy tarde cuando Susann, asustada, expresó a su camarada que a esa hora no podía entrar en su casa paterna y tampoco en la de su hermana. ¿Qué hacer? Propuso la amiga que ella podía dormir tranquilamente en su habitación. ¡Aceptó! Pero antes de entrar dijo la compañera:

Cuidado, sácate los zapatos y no hagas ruido, porque yo duermo en la habitación de mis padres.

Muy bien.

Entraron silenciosamente y nadie advirtió su llegada. Después de un largo silencio oyó al padre hablar en voz baja:

¿Estás ahí, hija mía? Viniste muy tarde. ¿No tienes frío…?

Sí, tengo frío.

Entonces, ¿por qué no vienes a mi cama? Puedo calentarte un poquito.

Dejó la cama suya, cambiándola por la de su padre. Pasaron más o menos veinte minutos; de repente, Susann no quería creer a sus oídos, pero indudablemente hija y padre estaban en relaciones íntimas…

Repugnancia inmensa apretaba el corazón de la huésped y enmudeció su garganta. Antes de amanecer se levantó, despidiéndose sin mencionar ni una palabra de lo observado. Evitaba desde entonces a esta chica y fue olvidando despacio aquel feo e increíble acontecimiento.

Haber visto lo que había visto, y sobre todo haber deducido lo que permaneció oculto a sus ojos, no sólo la dejó horriblemente impresionada, sino que también tuvo consecuencias inmediatas para su propia vida. Dos meses después, un detective se presentó en su casa, le dijo que estaba investigando los rumores sobre las relaciones incestuosas de ese hombre y le preguntó si ella, como amiga de la víctima, había visto algo raro. Aunque primero pensó en mentir, el hombre insistió «con habilidad, jurando que no mencionaría jamás el nombre de ella, y que ella, ante Dios, tenía la obligación de decir lo que sabía, porque un asunto así sería contra todas las leyes humanas».

Susann Sonja contó lo que había visto y otros dos meses más tarde la llamaron para comparecer en el juicio respectivo, que era la comidilla de la ciudad. En el juzgado conoció por primera vez la timidez y hasta el miedo. Luego de prestar juramento y contar lo que había visto, conoció también las mañas de los abogados.

Acercándose a Susann con fingida expresión de simpatía, le preguntó:

¿Tú has tenido algo que hacer con hombres?

Ruborizada hasta las orejas, respondió la interrogada:

Son cosas completamente personales y privadas, y me rehúso a contestar.

A lo que replicó el preguntón:

¡Vaya! Piénsalo bien; ¿no quieres decirnos?

Y claramente se oían las palabras repetidas:

¡Rehúso a contestar!

Pudo observar la muchacha una malicia inmensa en los ojos de su desagradable investigador, que nuevamente tomando la palabra dijo:

Entonces, ¿cómo puedes saber que padre e hija han estado juntos íntimamente…?

Susann, presa de la desesperación fue declarada culpable de perjurio, mientras el verdadero culpable y su hija quedaron libres e inocentes. ¡Y a eso le llaman justicia!

Sonja Susann pasó diez días en prisión. Luego sufrió el castigo físico del padre. Más tarde, la internaron en un instituto de corrección dirigido por monjas. Del instituto sólo recordaría con felicidad, y alguna culpa, un fogoso encuentro con una compañerita en unas oscuras escaleras. Pero de eso nunca le había hablado a su colega Vera Menchik. Recién se atrevería a divulgarlo años más tarde en su libro, tal vez por ese aire irreal que adquiere la propia vida cuando se la plasma en un idioma ajeno (¡pero el inglés también lo era!).

Lo curioso no es sin embargo lo que Graf no le contaba a Menchik, sino el hecho de que se hubiera decidido a confesarle algo tan íntimo como aquella experiencia espantosa a una persona que no pasaba de ser su mejor contrincante. Tal vez se debía a que nunca terminó de entender si su amiga la había llevado a su casa sin darse cuenta de lo extraño de la situación en la que vivía o precisamente para tener un testigo directo de su padecimiento. Sonja se había vuelto a hacer esa pregunta en el barco, a falta de alguien con quien entretenerse jugando al ajedrez, y ahora la repetía frente a una ajedrecista como si ella pudiera llevarla a buen puerto con su respuesta. Lo más probable, no obstante, es que se tratara de una estrategia más o menos inconsciente, una jugada previa a la primera que haría luego en el tablero, una subrepticia apertura.

Sus posibilidades de ganar igual eran escasas. La representante de Rusia devenida representante de Inglaterra ostentaba el título desde el primer campeonato mundial de 1927 y parecía destinada a conservarlo de por vida. Y lo conservaría, de hecho, aunque no en el sentido figurativo de «por mucho tiempo», sino porque su vida acabaría pronto. Hacia finales de la guerra, sería alcanzada en Londres por un misil V2 Wunderwaffe de Hitler. La cruel ironía de ese destino fue que esa arma así llamada «milagrosa» era también el aporte estelar de los nazis al Wehrschach, el ajedrez de su invención basado en un tablero de 121 escaques con piezas en forma de aviones de guerra, tanques, soldados de infantería y precisamente cohetes V2. El nazismo creó también la primera asociación de ajedrez a nivel nacional, para dejar afuera a todos los judíos que participaban de las asociaciones regionales, y declaró al Schach «deporte de lucha intelectual de los alemanes», puesto que en él las piezas, según decían sus propagandas, «luchan hasta la demolición del enemigo» siguiendo siempre las órdenes de su Führer (¡de haber leído a Omar Kayam hubieran sabido que ahí no se terminaba la cadena!).

Sin embargo, Sonja Graf era la primera mujer que al fin podía disputarle el cetro a la eterna campeona, y con tal de lograrlo estaba dispuesta a hacer uso de cualquier arma, incluida a todas luces la confesión íntima, ese milagro maravilloso entre colegas. A su vez, no hubiera querido salir triunfante en nombre de su país, a cuyo gobierno le guardaba más inquina que a su rival. Había pergeñado por eso la idea de jugar con otra bandera, una propia. En el barco pensó que lo más provocativo hubiera sido adoptar la del movimiento sionista que reclamaba un Estado de Israel para su pueblo perseguido. Le gustaba la estrella de David bien grande en el centro, casi como una respuesta a priori a la esvástica nazi. Había oído decir que una de las propuestas del movimiento era instalar el país judío en alguna zona de Argentina(1), lo cual explicaba quizá que también su bandera fuera azul y blanca. Igual dudaba de conseguir la aprobación de las autoridades, o siquiera la de su colega de Palestina.

—Un sombrero parecido a ese usaba Ruth para tomar sol —comentó Menchik señalando la cabeza de cera de un maniquí, de la que caía un pelo castaño con la naturalidad con que sólo puede hacerlo uno de origen humano.

—¿Qué Ruth? —Sonja encendió un cigarrillo con la colilla del anterior, como solía hacer cuando jugaba (¡otro indicio de que efectivamente estaba jugando!).

—Ruth Bloch-Nakkeruf, la noruega que te dije que los hombres declararon Miss Ajedrez en el barco.

Sonja había olvidado el nombre por celos (odiaba la belleza así llamada femenina), pero ahora se lo grabó aliviada. Una mujer que usaba sombreros así de extravagantes no podía competirle a ella, que andaba siempre con la cabeza descubierta y a lo sumo se ponía una galera para provocar. Con la misma idea había adoptado hacía poco la raya al costado, que combinada con el pelo bien corto y una eventual corbata le daban aspecto de hombre. Femeninas podían ser todas las mujeres, incluida Vera Menchik, con ese tonel amorfo que tenía de cuerpo y esa cara de bebota sobrealimentada, pero la masculinidad era un tipo de encanto que estaba restringido a unas pocas privilegiadas. Básicamente, a ella y a Marlene Dietrich. En ese orden, creía Sonja, pues ser la Miss Marlene del ajedrez le daba preeminencia intelectual, otra característica (falsamente) masculina.

Pero esta petulancia compadrita en el vestir y hasta en el pensar ocultaba la frustración profunda de aún no haber podido brillar entre los hombres en términos ajedrecísticos. Aunque le había ganado o hecho tablas a algunos jugadores de renombre como Rudolf Spielmann o Paul Keres, había sido en el marco de partidas simultáneas o en competencias de poca monta. Jugarles y ganarles en grande era su sueño desde que su padre le había prohibido asistir al Club de Ajedrez de Múnich con sus hermanos, escandalizado con la mera idea de que una señorita frecuentase esos ambientes.

Tampoco a los ajedrecistas de profesión les agradaba que el bello sexo aspirara a más que a entretenerse entre sí. Se comentaba por ejemplo que el austríaco Albert Becker había propuesto que quienes perdieran contra una mujer fueran registrados, a modo de escarnio, en un club que llevara el nombre de esa mujer. En 1929, Becker se enfrentó con Vera Menchik de Stevenson y pasó a ser el primer miembro de su club. A él se le sumarían luego otras figuras estelares, lo cual le daba a Menchik el aura de un hombre al que le permiten jugar contra los dioses, y para colmo humillarlos. En eso era mucho más masculina que Sonja, y ningún travestismo lograría abreviar la brecha.

Se adelantó hacia la zona desde donde venía la música y se puso a mirar singles de tango, el único bien de exportación que le conocía al país, además de la carne (aunque del primero dudase si acaso no tenía raíces parisinas y el segundo abarcara en su imaginación varios países limítrofes). Carlos Gardel se había matado hacía unos años, y aunque no lo conocía de nombre, su voz sonando ahora en un gramófono le resultaba familiar, como si cantara en francés. Conocía también el tenor de las letras, si no muy en profundidad al menos lo suficiente como para entender que no podrían haber surgido entre indios. Era raro que una música de temática tan burguesa, tocada además con instrumentos tradicionales, no hubiese despertado en ella la idea de que su lugar de origen tenía que ser una gran ciudad, tal vez no tan sorprendente como Buenos Aires, que recordaba a París hasta por su frío húmedo, pero al menos mínimamente urbanizada según el ideal europeo de civilización. ¿Quiénes había creído que componían esa música y la bailaban? ¿Las vacas en medio de la Pampa? ¿Los gauchos nómades mientras las carneaban?

La música cesó de golpe. Sonja levantó la vista hacia el gramófono y vio gesticular airadamente a un hombre importante, a juzgar menos por su vestimenta que por su actitud (todos parecían bien vestidos en esa ciudad, empezando por los subordinados). Seguramente era un gerente de Harrods, cuando no su mismísimo director, recriminándole al encargado de la sección que hubiera puesto esa música voluptuosa, prostibularia, en un ambiente que no por nada se hacía llamar «el imperio de la elegancia».

El empleado cambió de disco y ahora lo que sonaba era una ópera cantada por una mujer de voz muy aguda. Enseguida hizo su aparición por el otro lado de la sala Harry Golombek y el resto del team británico, a los que habían perdido con Vera unos pisos atrás. Sonja no pudo contener una sonrisa burlona al entender que la urgencia del director tenía como objeto recibir a los europeos con un disco que seguramente se había grabado en aquel continente y que contenía el mismo tipo de música que escuchaban allí en la radio, seguramente sin prestarle atención. Sobre todo le molestaba ese prejuicio positivo según el cual a un ajedrecista debía gustarle la música clásica, la pintura y la alta literatura, cuando lo cierto es que la mayoría eran contadores o a lo sumo matemáticos sin especial sensibilidad por ninguna manifestación cultural demasiado elevada. Si en algo el ajedrez podía ser considerado un deporte, entonces era en que sus jugadores solían ser tan brutos como los que se dedicaban al box.

Como no deseaba quedar de nuevo enredada en el ameno letargo del «tea team» por la morosidad con que se movía la campeona (fiel reflejo de la que también aplicaba en sus traslados sobre el tablero), se escabulló rápidamente por su cuenta, aunque eso significaba perder de vista a su rival y con ella la chance de seguir con su estrategia de apertura. En el fondo era absurdo creer que lo que pudiera decirle antes de sentarse frente al tablero fuera a influir después en el resultado del match, al tiempo que intuía que esta segunda vez en que se enfrentaban por el título sería la determinante (¡y lo sería!), por lo que lo único insensato hubiera sido no hacer todo lo posible para volcarla a su favor. Hacía dos años había perdido 2 a 9, un resultado proporcionalmente peor al obtenido en un torneo exhibición de 1930, donde cayó derrotada por 1 a 3, de modo que respetar la natural progresión de los acontecimientos sólo podía perjudicarla. Bien pensado, esa progresión decía que ella ni podía participar de este torneo, con lo que el juego antes del juego en realidad había empezado algunas semanas atrás, al subirse al paquebote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Aires.

Pensando en estas cosas, y en que primero debía asegurarse un lugar en la competencia, Sonja se montó en uno de los ascensores. Antes de irse, quería visitar el salón de té del octavo piso, no tanto por su boqueada magnificencia o la presunta alcurnia de sus visitantes, sino por los dulces que al parecer se vendían allí, su gran vicio más allá del tabaco y el alcohol (¡y la ropa masculina!). El ascensor, pese a su nombre, no la llevó a la terraza sino hacia el subsuelo (y de pie y no sentada, pese a su nombre en alemán: «silla de viaje»). Quería quedarse dentro de la jaula de hierro hasta que emprendiera su regreso etimológico a las alturas, pero el ascensorista demoraba tanto que finalmente decidió bajarse y visitar esa especie de baño romano, muy iluminado y todo revestido en mármol de Carrara, que resultó ser la peluquería.

Había un sector de damas, pero ella se dirigió con toda naturalidad hacia el de caballeros, en donde la recibieron como si lo fuera y le indicaron que podía esperar en una de las mesas del medio, todas ya ocupadas (¡corte y afeitado a 0,75 centavos!). Menos con la idea de aprovechar la promoción que con la de descansar brevemente, y de paso solazarse ante el inapreciable espectáculo de ver hombres esquilando a hombres como monos despiojando a sus bebés, Graf tomó asiento junto a un joven de cara seria y pelo ondulado. El joven, que no había querido perder la oportunidad de hacerse atender por poca plata en un ambiente tan distinguido, ensayaba dibujos en los márgenes de un diario lleno de fotos, en una de las cuales Graf reconoció a Menchik sobre el puente del transatlántico, a la cabeza de una larga entrevista. Pensó con algún rencor que a ella nadie la había esperado, sino que había tenido que buscar por sí misma a unos periodistas de La Razón que andaban vagando por el puerto y que le publicaron una foto donde lo que más se le veían eran las piernas (había llegado justo durante una ola de calor en pleno invierno, con temperaturas de hasta 18 grados, que desató además una epidemia de culebrilla). Acompañaba esta primaveral fotografía una nota escueta y poco simpática, que su ignorancia del castellano por fortuna le impidió leer:

Sonja Graf es una mujer desenvuelta y locuaz, poco o nada femenina y más bien fea, pero simpática y agradable. Ella lo sabe de sobra y por eso nos dijo en el desembarcadero que «no es necesario ser bonita para jugar bien al ajedrez».

Volviendo al muchacho de poco pelo, lo que parecía querer plasmar en el papel era un croquis de medio planeta, desde Europa hacia acá, pero como si supiera menos geografía que Colón, o cualquiera de esos antiguos cartógrafos que seguían líneas dictadas por informes poco fidedignos, cuando no directamente por su fantasía y sus intuiciones.

—¡Mierda! —dijo en alemán.

—¡Habla alemán! —se sorprendió Sonja.

—¡Una mujer! —se sorprendió el alemán.

—¿Está prohibido?

—No que yo sepa. Pero se pierde el afeitado.

Sonja sonrió. Le gustaba estar entre hombres porque, por muy serios que parecieran, en el fondo siempre resultaban graciosos. Y confianzudos. Todo lo que una mujer no era por naturaleza, ni la dejaban ser por elquedirán.

—De los personajes de circo, siempre quise ser la mujer barbuda. ¿Y usted?

Ahora el que sonrió fue el muchacho. Nunca se le hubiera ocurrido preguntarse algo así. Él pensaba en su misión en la tierra, en su relación con Dios, en el sentido de la vida. En su diario se hacía preguntas del tipo:

La Tierra muere, el hombre muere, ¿pero hay que por eso de­sesperar? Si las cosas materiales ya son capaces de resultarte tan inconmensurables, ¿se puede medir siquiera aproximativamente lo que significa el mundo del espíritu?

O bien:

¿Habrá Strauss también en Argentina? ¿Habrá también allí música que te envuelva y con la cual uno viva? De pronto entendí lo fuertemente unidos que estamos a esta cultura alemana. Beethoven, Mozart, Haydn, Mendelssohn, Strauss y muchos otros. ¿Son obviedades? ¿Y cómo será del otro lado? ¿No sentirá uno de vez en cuando nostalgia por estas cosas preciadas? ¿No sentirá nostalgia en ciertos momentos por los días en que vivía estas obviedades, en que las absorbía?

O bien:

¿Dónde estoy? ¿Puedo aún amar? ¿No es amar vivir? ¿Se puede vivir sin amor?

Pero qué personaje de circo le hubiera gustado ser, esa era una pregunta a la que no hubiera llegado ni en cien años de escribir un diario íntimo.

—Un enano —respondió sin embargo con notable soltura—. Un enano de esos que salen volando.

—¿Carne de cañón quiere ser usted? ¡Eligió el continente equivocado!

Sonja recordó luego su ingreso a Harrods, donde a falta de un negro alto y vestido de blanco abría la puerta un enano vestido con una librea verde, y agregó:

—Los enanos me dan miedo.

—¡Y a mí me dan miedo las mujeres barbudas!

La mujer se acarició la barba inexistente (pero que le hubiera gustado ostentar, al menos por un rato) e hizo el gesto de encender un nuevo cigarrillo, aunque enseguida desistió, para no mermar el deleite de seguir fumando el aroma de las lociones masculinas. En un rapto de apertura autobiográfica parecido al que había sufrido frente a Vera, se vio tentada de contarle al muchacho sobre la vez en que había lucido no barba pero sí bigote durante una gira por España, tal como escribiría luego en Así juega una mujer:

Una noche fuimos con los esposos Koltanowski a un baile de máscaras. Yo vestía mi traje de hombre y un pequeño bigote pintado. Cuando llegué a la sala, las mujeres me miraron con ojos que no dejaban dudas… Decidida a divertirme, invité a una de ellas a una danza, y aceptó tan contenta, que sentí un poco de remordimiento. Así que seguí haciendo «conquistas», y bailé con todas las mujeres de la sala, hasta que al fin rendida me refugié en un mullido sofá, y he aquí que uno de mis amigos, en antecedentes de mi disfraz, se acercó para pedirme que bailara con él. No quise que el pobre creyera que deseaba rehusar su invitación, y salimos a bailar.

¡Imagínese, mi buen lector, el asombro que esto produjo entre las mujeres! Comenzaron los comentarios y pronto su murmullo llamó la atención del encargado de la sala, que se acercó severamente y nos dijo: «Ustedes perdonen, pero aquí no permitimos bailar juntos a dos caballeros».

Tuvimos que resignarnos y para no decepcionar a todas aquellas mujeres, continué siendo un hombre para toda esa noche de fiesta.

Por miedo a decepcionarlo a él también, Graf desistió de contarla.

—Tendríamos que fundar nuestro propio circo —dijo en cambio—. ¿Cómo es su nombre?

—Magnus. Heinz Magnus.

—Magnus & Graf. ¿Qué le parece?

—Graf & Magnus queda mejor —dijo, galante, y enseguida agregó, ya no tanto tal vez—. ¿Es su apellido de casada?

—En efecto, ahí está mi marido.

Sonja señaló a uno de los que en ese momento se hacían cortar el cabello sobre las amplias poltronas de cuero, el más feo de todos (su debilidad como mujer, y ni hablar si se enteraba de que detrás de ese rostro adusto se escondía el mejor poeta del siglo) y el único que no se contemplaba estúpidamente en los espejos biselados (porque ya empezaba a no ver bien). En eso la peluquería masculina se parecía de verdad a un baño romano, pues allí se encerraban los hombres para comportarse como mujeres.

—Tonterías —desmintió Sonja—. Mi nombre es Sonja y en realidad soy soltera. Y en realidad mi nombre es Susann. Sonja es mi nombre artístico.

—¿Pinta usted? —no se le ocurrió a Magnus que podía ser actriz, no tanto porque no lo pareciera sino porque necesitaba a alguien que supiese dibujar.

—No. O sea mejor que usted seguro. Pero no, soy ajedrecista.

Magnus quedó perplejo, no se entendió si por el oficio de Sonja, por el hecho de que lo considerara un arte o más bien por la impudicia con que se había burlado de su poco talento para el dibujo.

—Es un dibujo simbólico —confirmó lo último—. Un libro que viaja entre los dos continentes, ¿ve?

Sonja puso cara de más o menos y preguntó qué debía simbolizar eso. Magnus contestó con gesto suficiente que se trataba de un ex libris y ella dijo que también necesitaba uno, pero en forma de bandera.

—Algo simbólico de mi libertad —dijo.

—Un «ex libre» —intentó Magnus hacer un juego de palabras entre dos idiomas que no eran los suyos y que resultó, al menos para su oyente, tan fallido como el contorno de los continentes esbozados.

Enseguida dio vuelta el diario y garabateó una bandera con la palabra «Libre» en el medio. Luego la recortó (aunque hubiera preferido hacerlo con tijera, como hacía con todos los recortes que pegaba en su diario) y la extendió por encima de la mesita.

—¿Para mí? —preguntó Graf, emocionada—. Qué bella. La usaré en el torneo en el que Goebbels me prohibió usar la de Alemania.

—A mí me prohibió vivir en Alemania.

Sonja levantó la vista del recorte y por primera vez lo miró con su mirada real, la femenina. Magnus apenas si logró soportarla unos segundos, luego se sacó los anteojos limpios y volvió a limpiarlos con la punta de la corbata. Sonja quiso preguntarle si era judío, pero le salió decir que ella era medio gitana. ¿Cómo no iba a ser judío con esa nariz, además? Quiso besársela. Quiso abrazarlo en nombre de todo el pueblo alemán que no estaba del lado de los asesinos.

—Bueno, tengo que irme —se levantó, en cambio.

—¿Puedo acompañarla? —Magnus se quedó sentado, dudando de la estabilidad de sus piernas.

—Creo que puedo enfrentar sola al enano verde de la entrada, y no quiero que pierda su turno.

Y se alejó, haciendo flamear por el salón su bandera libertaria, no sin antes conminarlo a pasarse por el teatro Politeama para verla competir.

Heinz siguió sus pasos con una mirada que hizo sospechar a los otros clientes acerca de la moralidad de esa relación. En antecedentes del disfraz, lo que acaso escandalice nuestra propia mirada es que, desde la perspectiva del muchacho de veintiséis años, la señorita Graf, con sus treinta ya cumplidos, era una mujer casi vieja. Pero como llevaba el pelo corto, igual que mi abuela, incluso de joven, entre otros parecidos (las dos eran alemanas e inteligentes, las dos eran menudas pero de buena figura y con una mirada entre soñadora y asustada), hay elementos como para asumir que a mi abuelo le hubiese gustado pese a su edad. Y pese incluso a que no era judía, porque parecía serlo, al menos en el sentido de que estaba enfrentada con los nazis. A fin de cuentas, por esa época mi abuelo estaba en búsqueda bastante desesperada de amor:

En realidad no tengo ninguna razón ni motivo para anotar nada —anota el 10 de septiembre de 1939, o sea unos días después—, pero a veces uno tiene la necesidad de decir algo, que es más expresión de sentimientos que de palabras o de cosas. Mi deseo es encontrar una chica simpática con quien poder vivir como buenos compañeros. No juntos, pero sí como muy buenos amigos. Creo que en eso lo sexual no podría descartarse.

1- Cf. El Estado Judío, de Theodor Herzl (1896): «Argentina es uno de los países más ricos de la tierra, de inmensas extensiones, escasa población y un clima moderado. La República Argentina tendría el mayor interés en cedernos una porción de territorio».