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La promesa

Se giró en redondo para mirar a Arabella a la cara, ofreciendo a Taliesin la esbelta línea de su espalda y aquel cabello suyo que parecía oro hilado. Por la sangre de Cristo, ¿cómo era posible que estuviera más encantadora ahora que cuando era una muchacha? El menor ladeo de su barbilla desataba un ansia potente en él.

Pero reconocía muy bien el deseo. Lo había conocido con ella. Los contornos de sus labios, la prominencia de los pechos, la curva de las caderas le habían vuelto loco durante años.

Al parecer continuaban teniendo el mismo efecto.

Aquellos ojos dorados le lanzaron una jabalina por encima del hombro. Eleanor habló a su hermana:

—No deberíamos decírselo a papá.

Por supuesto.

—¿No? —preguntó Arabella.

—Podría herirle imaginarse que le traiciono al ir en busca de nuestro verdadero padre.

—Tú le conoces mejor. Vayamos ahora a hablar con el mayordomo para que pueda organizarlo todo. Cuanto antes iniciéis el viaje, mejor.

Le dedicó a Taliesin otra sonrisa de agradecimiento.

Eleanor salió de la estancia sin volver a mirarle, con esa misma arruga en la frente que tan bien conocía él. En otro tiempo, había memorizado todos los detalles de su rostro. Y de sus manos. Y las muñecas, brazos y cabello, su voz y su risa, y la sonrisa rápida y sin reservas que ponía patas arriba todo su mundo.

La había amado. Con cada aliento, con cada tendón y hueso, sentimiento y acto. Incluso después de marcharse de St. Petroc. Durante más de un año, después de esa mañana de primavera, a millas y mundos de distancia de la vicaría, había permanecido despierto por la noche padeciendo aquel anhelo. Y la rabia.

El duro trabajo y el hambre pasado habían enterrado la rabia bajo sus músculos dolientes y estómago lastimero. Al cabo de un tiempo, había dejado de lado el anhelo y bloqueado el pasado. E hizo una promesa: nunca volvería a permitirse caer en esa oscuridad.

Eleanor no quería su ayuda en esta misión, eso estaba bastante claro. Pero ahora él no era el criado de nadie, y había hecho una promesa que cumpliría.

Ravenna cogió una galleta y la masticó con una sonrisa.

—Bien, supongo que no encontraréis nada, pero al menos Bella se sentirá satisfecha.

Seguida por sus perros, se fue hasta la puerta.

—Os dejo ahora para que los dos bebáis brandy o lo que debáis hacer para sentiros incuestionablemente masculinos. Voy a echar un vistazo a tu caballo, Tali.

La observó marchar con un revuelo de faldas desarregladas y perros en su estela. Incluso ahora, tras su ascenso a la aristocracia, ella y Arabella eran las mismas chicas de siempre.

Taliesin había tomado afecto a pocas personas en su vida. Sus primos, con quienes había recorrido los condados del sudoeste durante quince años. Evan Saint, su compañero de viajes después de dejar St. Petroc. Y Martin Caulfield y sus hijas. Si una de esas hijas no hubiera significado tanto para él años atrás, aún estaría recorriendo Devon y el norte de Cornualles en la caravana de su familia; habría pasado la última década de su vida como cualquier otro romaní.

Un hombre entró en la habitación, con una tira de tela sujeta a la frente ocultando un ojo y parte de una cicatriz. Pero incluso medio ciego caminaba con autoridad.

—Caballeros —dijo.

—Lycombe —saludó Courtenay arrastrando las sílabas—. Te presento a Wolfe, que acaba de acceder a la misión más desventurada que he tenido el placer de oír.

—Puesto que tienes una experiencia considerable en misiones, Vitor, confío en ti en esta cuestión.

Evaluó a Taliesin, y Taliesin le devolvió la evaluación. De constitución poderosa, como un percherón, el duque apenas le sacaba una pulgada de altura, pero podía alardear de unos cuantos e imponentes kilos más de puro músculo. Arabella había escogido a un hombre con fortuna, posición y presencia. Hacían buena pareja, tal como el aire de seguridad contemplativa de Courtenay se amoldaba bien a Ravenna.

Un sirviente cerró la puerta y Taliesin se quedó a solas con dos caballeros en una mansión ducal. Una primera y última vez. Hizo una inclinación.

—Excelencia.

—¿Puedo confiar en usted, Wolfe?

Directo al meollo del asunto. A Taliesin le cayó bien de inmediato.

—Debería.

—Mi esposa desconfía de la mayoría de los hombres. No obstante, usted está eximido de eso.

Taliesin no tenía nada que decir al respecto. Nunca había puesto en duda que Martin Caulfield, un intelectual retirado y tranquilo, había invitado al muchacho gitano a su casa en parte para proteger a sus hijas. A cambio de cobijo y formación, el muchacho les proporcionaba esa protección. Hasta el momento en que se convirtió en la amenaza.

El duque seguía estudiándole.

—Arabella me ha dicho que era como un hermano para ellas.

Ellas dos. Taliesin asintió.

—Entiendo que tras marchar hace años nunca más regresó a St. Petroc.

—No a la vicaría. —Ni a sus proximidades—. ¿Es esto un interrogatorio, Excelencia?

—Puede llamarme Lycombe —respondió el duque—. ¿Qué le alejó de forma tan precipitada de estas personas a quienes llamaba su familia? ¿Hubo alguna mujer implicada?

Taliesin casi se ríe. Pero se contuvo.

—La hubo.

—¿No lo niega?

—¿Por qué iba a hacerlo? Le reto a que me presente a un hombre que no haya cometido un error a causa de una mujer. Si usted no lo ha hecho, entonces deberían coronarle rey. O más bien hacerle santo.

Lycombe resopló.

—Mmm… De acuerdo. —Luego añadió entrecerrando el ojo—: Acepto su lealtad a mi esposa y a sus hermanas cuando era joven. Pero ¿por qué debería confiar en usted ahora?

—Porque si les pregunta, le dirán que haría cualquier cosa por ellas.

En una ocasión había jurado que si una de las hermanas le llamaba, acudiría en su ayuda. Y desde la otra punta de Inglaterra, Arabella le había llamado.

Lycombe le miró fijamente.

—Arabella cree en la profecía del príncipe. ¿La conoce?

—Así es.

Ravenna le había contado en una ocasión su secreto. Estaba claro que Lussha la Vidente había hecho su mejor papel en aquella ocasión.

—¿Y se la cree? —preguntó el duque.

—Soy tratante de caballos, no adivino. Creo en la buena pastura, en la línea de sangre correcta y en la honestidad en el precio.

Finalmente la severidad se suavizó en el rostro del duque.

—¿La honestidad en el precio?

—Cuando la prudencia la exige.

—Diría que tiene razón.

Lycombe se pasó la palma por la frente cubierta de cicatrices.

—El rastro de este naufragio no ha dejado pista alguna, como sucede con la mayoría de los barcos perdidos. Tengo poca confianza en esta búsqueda, pero mi esposa no admitirá una derrota, por mucho que yo intente razonar con ella. —Su mirada se endureció una vez más—. Si Eleanor sufre algún daño durante esta tonta misión, le aseguro, Wolfe, que haré que le ahorquen.

—Estará segura.

La protegería. Siempre.

—Entonces nos entendemos —replicó Lycombe.

—Eso parece.

El duque extendió la mano. Taliesin la estrechó. Los ingleses rara vez le estrechaban la mano, como si temieran que al acercarse fuera a robarles los relojes de bolsillo. Y los romaníes evitaban dar la mano a un gorgio.1 Pero llevaba tanto tiempo con un pie en cada mundo que había aprendido a vivir en ambos.

—Pondré a su servicio mi carruaje para trayectos largos —dijo el duque, y luego hizo una pausa—. O tal vez… ¿cuenta con algún vehículo propio para viajar o…?

O una carreta.

—No necesito carruajes. Ya sea que viaje solo o con ayudantes, siempre voy a caballo.

—Ravenna me ha explicado que tiene una propiedad.

—No todos los romaníes son vagabundos, Excelencia.

El rostro del duque se ensombreció.

—Le he pedido que me llame Lycombe.

—Cuando esté preparado para verme como un hombre y no como un gitano —dijo—, yo estaré preparado para llamarle por su nombre.

Se fue a zancadas hacia la puerta.

—Empiezo a entender por qué se llevaba tan bien con esa familia —dijo Lycombe tras él—. Que la suerte le acompañe en este viaje, Wolfe.

La suerte no tenía nada que ver. Debería haber rechazado la propuesta. Era un enorme error. Debería decirle a Arabella que no podía comprometerse en esta misión y largarse. Cincuenta caballos y una casa desmoronándose tras décadas de abandono requería su atención en otro lugar.

Ravenna apareció en el pasillo con las mejillas coloradas a causa del frío.

—Tu caballo es magnífico. Quiero quedármelo. ¿Por qué miras tan fijamente la puerta del salón? ¿A quién esperas ver salir?

A una mujer con la gracilidad de la hierba belida y el orgullo de una leona.

—Desea verme en el infierno.

—Siempre fue así con ella. —Ravenna se rió con una mueca—. ¿Alguna vez te detuvo eso?

Nunca.

Cumpliría los deseos de Arabella y ayudaría en esta tarea. Luego, una vez cumplida la promesa, se despediría. Una última vez.


1. Nombre que dan los gitanos de habla inglesa a los no gitanos. Equivaldría a payo en español. (N. de la T.)