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Una cosa que aprendí enseguida después de mi primera clase fue que los asientos de la fila del fondo del aula eran los más codiciados. Estaban lo bastante cerca como para ver la pizarra, y lo bastante lejos para que el profesor no te tuviera en el punto de mira.

Llegué la primera a todas mis clases de preparación para el ingreso en la universidad y conseguí sentarme al fondo, camuflándome antes de que me vieran. No hablé con nadie hasta que, justo antes de la hora de comer, al empezar la clase de lengua y literatura, una chica de piel marrón oscura y ojos negros se sentó en el sitio vacío que había a mi lado.

—Hola —dijo al dejar su grueso cuaderno sobre la pala de la silla—. Me han dicho que el señor Newberry es un auténtico capullo. Fíjate en las fotos.

Miré hacia la parte delantera del aula. El profesor no había llegado aún, pero la pizarra estaba rodeada de retratos de escritores famosos. Reconocí a Shakespeare, Voltaire, Hemingway, Emerson y Thoreau, entre otros, aunque posiblemente no los habría reconocido si hasta entonces no hubiera tenido tanto tiempo libre para leer.

—¿Lo ves? Son todos tíos —añadió, y cuando volví a mirarla vi que sacudía la cabeza haciendo rebotar sus prietos rizos negros—. Mi hermana lo tuvo dos años y dice que, según él, para crear una obra literaria que valga la pena, es imprescindible tener polla.

Abrí los ojos como platos.

—Así que creo que esta clase va a ser la monda. —Sonrió enseñando sus dientes rectos y blancos—. Por cierto, soy Keira Hart. No te recuerdo del curso pasado. No es que conozca a todo el mundo, pero creo que al menos te habría visto por ahí.

Se me llenaron de sudor las palmas de las manos mientras seguía mirándome. La pregunta que me había lanzado era muy sencilla. La respuesta, también. Se me secó la garganta y noté que una oleada de calor me subía por el cuello mientras pasaban los segundos.

Usa la palabra.

Encogí los dedos de los pies apretándolos contra las suaves suelas de piel de mis sandalias y sentí que la voz me raspaba la garganta cuando dije:

—Soy… soy nueva.

¡Ya estaba! Ya lo había dicho. Había hablado.

¡Toma ya! ¡Tenía el habla dominada!

Bueno, sí, quizás estuviera exagerando mi hazaña considerando que técnicamente sólo había dicho dos palabras y repetido una. Pero no iba a quitarle importancia a aquel logro, porque hablar con gente nueva me costaba muchísimo. Casi tanto como a otra persona le habría costado entrar desnuda en clase.

Keira no pareció notar que por dentro estaba hecha un flan.

—Eso me parecía. —Y luego esperó, y durante un momento no entendí por qué me miraba con tanta expectación. Luego caí en la cuenta.

Mi nombre. Estaba esperando que le dijera mi nombre. El aire se me escapó con un siseo entre los dientes.

—Soy Mallory… Mallory Dodge.

—Genial. —Asintió mientras mecía sus hombros esbeltos contra el respaldo de la silla—. Ah, aquí viene.

No volvimos a hablar, pero yo estaba muy satisfecha con las siete palabras que había dicho. Contando las repetidas, claro, porque Rosa y Carl las habrían contado.

El señor Newberry hablaba con unas ínfulas de las que hasta una novata como yo se habría dado cuenta, pero aun así no me molestó. Estaba flipando en colores con mi gran hazaña.

Entonces llegó la hora de la comida.

Entrar en el gran comedor lleno de ruido fue como una experiencia extracorpórea. Aunque mi cerebro me pedía a gritos que buscase un lugar más tranquilo, apacible y seguro al que ir, me obligué a avanzar poniendo un pie delante del otro.

Cuando llegué a la cola, estaba tan nerviosa que tenía un nudo en el estómago. Sólo cogí un plátano y una botella de agua. A mi alrededor había mucha gente y mucho ruido: risas, gritos y un zumbido constante de conversaciones. Estaba absolutamente fuera de mi elemento. Toda la gente se sentaba en grupitos en las largas mesas rectangulares. No había nadie sentado a solas, que yo viera, y no conocía a nadie. Sería la única alumna del instituto que comiera sola.

Horrorizada al percatarme de ello, noté que crispaba los dedos alrededor del plátano que tenía en la mano. Me agobió el olor a desinfectante y a comida quemada y sentí en el pecho una presión que me cerraba la garganta. Respiré, pero el aire no pareció hinchar mis pulmones. Una serie de espasmos recorrió la base de mi cráneo.

No podía quedarme allí.

Había demasiado ruido y demasiada gente, y de pronto la sala me parecía muy pequeña y cerrada. En casa nunca había tanto ruido. Nunca. Recorrí el comedor con la mirada sin ver ningún detalle. Me temblaba tanto la mano que temí que se me cayera el plátano. Entonces intervino el instinto y empecé a mover los pies.

Salí a toda prisa al pasillo, más tranquilo, y seguí caminando. Pasé junto a unos cuantos chicos y chicas que remoloneaban junto a las taquillas envueltos en un tenue olor a tabaco. Respiré hondo para calmarme, pero no lo conseguí. Lo que me calmó fue alejarme de la cafetería, no respirar hondo. Doblé la esquina y me paré en seco, evitando por los pelos chocar de frente con un chico mucho más alto que yo.

Se apartó y sus ojos enrojecidos se agrandaron, llenos de sorpresa. Olía a algo. Al principio pensé que era tabaco, pero al inhalar me di cuenta de que era un olor más intenso, más denso y terroso.

—Perdona, chula*1 —murmuró, y me miró lentamente de arriba abajo, desde las puntas de los pies hasta los ojos. Comenzó a sonreír.

Al final del pasillo, un chico más alto apretó el paso.

—Jayden, ¿dónde coño vas tan deprisa, tronco? Tenemos que hablar.

El chico que supuse que era Jayden se volvió y, pasándose la mano por el pelo oscuro cortado casi al cero, masculló:

Mierda, hombre*.

Se abrió una puerta y salió un profesor que los miró con el ceño fruncido.

—¿Ya estamos, señor Luna? ¿Así vamos a empezar el curso?

Pensé que valía más salir del pasillo porque el chico más alto no parecía muy contento ni muy amistoso y, cuando el tal Jayden siguió andando, el profesor puso cara de tener ganas de cargarse a alguien. Pasé a toda prisa junto a Jayden y mantuve la cabeza agachada para no mirar a nadie.

Acabé en la biblioteca y estuve jugando a Candy Crush en el móvil hasta que sonó el timbre. Pasé la hora siguiente —la de historia— furiosa conmigo misma por no haberlo intentado. Porque ésa era la verdad: que ni siquiera lo había intentado, me había escondido en la biblioteca como una inútil y me había puesto a jugar a un juego idiota que, con lo mal que se me daba, sólo podía ser un invento del diablo.

La inseguridad me cubrió como un manto áspero y pesado. Había progresado tanto esos últimos cuatro años… No me parecía en nada a la de antes. Sí, todavía tenía problemas que resolver, pero era mucho más fuerte que antes, cuando todavía era una especie de cascarón vacío. ¿Verdad que sí?

Rosa se llevaría una desilusión.

Había empezado a picarme la piel cuando me dirigí a la última clase. Me latía tan deprisa el corazón que seguramente estaba al borde del infarto, y es que mi última clase de ese día era la peor de todas.

Clase de expresión oral, también llamada «Comunicación». La primavera anterior, al matricularme en el instituto, Carl y Rosa me habían mirado como si estuviera loca, pero yo me había hecho la valiente. Me dijeron que podían ahorrarme esa asignatura aunque en el Lands era obligatoria, pero yo tenía algo que demostrar.

No quería que Carl y Rosa intervinieran. Quería, no, necesitaba matricularme también en expresión oral.

Uf.

De pronto me arrepentía de no haber sido más sensata y haber dejado que hicieran lo que tuvieran que hacer para librarme de aquella clase que ahora me parecía una auténtica pesadilla. Cuando vi la puerta abierta del aula del segundo piso, tuve la impresión de que iba a tragarme. Al otro lado, el aula estaba llena de luz.

Vacilé. Una chica pasó a mi lado esquivándome y torció la boca al echarme un vistazo. Me dieron ganas de dar media vuelta y huir. Meterme en el Honda y volver a casa, ponerme a salvo.

Seguir como hasta entonces.

No.

Agarrando con fuerza la tira del bolso, me obligué a seguir avanzando, y fue como si caminara entre un barro muy espeso que me llegara hasta las rodillas. Cada paso me costaba un gran esfuerzo. Cada vez que respiraba me silbaban los pulmones. Los fluorescentes del techo zumbaban y mis oídos estaban hipersensibilizados a las conversaciones que oía a mi alrededor, pero aun así lo logré.

Llegué a la fila del fondo, y tenía los dedos entumecidos y los nudillos blancos cuando dejé el bolso en el suelo, junto a la mesa, y me deslicé en el asiento. Fingiendo que estaba atareada sacando el cuaderno, me agarré al borde del pupitre.

Estaba en clase de expresión oral. Estaba allí.

Lo había conseguido.

Cuando llegara a casa, me daría una fiesta. Sacaría el helado de chocolate del congelador y me lo comería directamente del bote, así, a lo bestia.

Como empezaban a dolerme los nudillos, aflojé las manos y miré hacia la puerta mientras pasaba las palmas húmedas por la superficie de la mesa. Lo primero que vi fue el pecho ancho, envuelto en negro. Luego, los bíceps bien definidos. Y allí estaba también aquel cuaderno viejo que parecía a punto de caerse a pedazos, apoyado contra un muslo enfundado en tela vaquera descolorida.

Era el chico de esa mañana, el del pasillo.

Curiosa por ver cómo era de frente, levanté las pestañas, pero ya se había vuelto hacia la puerta. La chica del pasillo, la que me había esquivado, acababa de entrar. Ahora que me había sentado y que podía respirar, me tocó a mí el turno de observarla. Era guapa. Muy guapa, como Ainsley. Tenía el pelo muy liso y de color caramelo, tan largo como yo, hasta debajo de los pechos. Era alta y llevaba una camiseta de tirantes que le marcaba la tripa plana. Sus ojos marrones oscuros no se fijaron en mí esta vez. Se clavaron en el chico que tenía delante.

La cara que puso dejó bien claro que de frente era tan atractivo como de espaldas y, cuando se rió, abrió los labios rosas en una amplia sonrisa. La sonrisa la transformó de guapa en preciosa, pero para entonces yo ya había dejado de prestarle atención. Se me puso la piel de gallina. Aquella risa… Era una risa profunda, sonora y extrañamente familiar. Un escalofrío recorrió mis hombros. Aquella risa…

El chico caminaba hacia atrás, y me asombró (me dio envidia, de hecho) que no tropezara con nada. Entonces me di cuenta de que se dirigía hacia el fondo de la clase. Hacia mí. Miré a mi alrededor. Quedaban muy pocos sitios libres, dos a mi izquierda. La chica le seguía. Y no sólo le seguía: le estaba tocando.

Le tocaba como si estuviera acostumbrada a hacerlo.

Tenía el brazo extendido y la mano apoyada en el centro de su tripa, justo debajo del pecho. Se mordió el labio al tiempo que deslizaba la mano hacia abajo. Las pulseras doradas que llevaba en la muñeca casi rozaron su cinturón de cuero gastado. Me ardieron las mejillas cuando el chico se alejó de su alcance. Sus movimientos tenían algo de juguetón, como si aquella danza fuera para ellos una rutina diaria.

Él se volvió al llegar al final de las mesas y pasó por detrás de la silla ocupada. Deslicé la mirada por sus caderas estrechas, por aquella tripa que la chica había tocado y seguí subiendo hasta que vi su cara.

Dejé de respirar.

Mi cerebro no consiguió asimilar lo que estaba viendo. Se bloqueó. Me quedé mirándolo, mirándolo de verdad, y vi una cara que conocía muy bien y que, sin embargo, era completamente nueva para mí, una cara más madura de lo que la recordaba pero igual de hermosa. Le conocía. Dios mío, le habría reconocido en cualquier parte, a pesar de que habían pasado cuatro años y de que la última vez que le había visto, aquella última noche tan espantosa, había cambiado mi vida para siempre.

Aquello era demasiado surrealista.

De pronto me pareció lógico haber pensado en él esa mañana: le había visto de verdad, aunque no me hubiera dado cuenta de que era él.

No pude moverme, no conseguía respirar ni podía creer que aquello estuviera sucediendo de verdad. Solté la mesa y mis manos cayeron flácidas sobre mi regazo cuando se sentó a mi lado. Tenía la mirada fija en la chica que se había sentado a su lado y ladeó la cara —aquella mandíbula fuerte que sólo empezaba a despuntar la última vez que le había visto— cuando recorrió con la mirada la parte delantera de la clase y la pizarra que ocupaba toda la pared. Estaba igual que entonces, sólo que más corpulento y más… más definido: desde las cejas, más oscuras que el pelo entre castaño y negro y que las espesas pestañas, hasta los pómulos anchos y la ligera barba que cubría la curva de su mandíbula.

Dios mío, había crecido como yo pensaba que crecería cuando, a los doce años, empecé a fijarme en él de verdad, a verlo como a un chico.

No podía creer que estuviera allí. El corazón trataba de salírseme del pecho cuando sus labios —unos labios más carnosos de lo que recordaba— se curvaron en una sonrisa, y se me hizo un nudo en el estómago cuando apareció el hoyuelo de su mejilla derecha. El único hoyuelo que tenía, sin otro a juego. Sólo uno. Pensé de golpe en aquellos años, y en las escasas veces en que lo había visto relajado. Recostado en una silla que parecía venirle pequeña, giró lentamente la cabeza hacia mí. Sus ojos, marrones con minúsculas motas doradas, se encontraron con los míos.

Unos ojos que yo no había olvidado.

La sonrisa fácil, casi indolente, que había visto un momento antes en su cara pareció congelarse. Sus labios se abrieron y una especie de palidez se extendió bajo su piel morena. Las motas doradas de sus ojos parecieron ensancharse cuando los abrió como platos. Me había reconocido. Yo había cambiado mucho desde entonces, pero a pesar de todo vi por su expresión que me reconocía. Se había puesto en movimiento otra vez, se inclinó en el asiento, hacia mí. Tres palabras surgieron tronando del pasado y retumbaron en mi cabeza.

No hagas ruido.

—¿Ratón? —susurró.


1. El asterisco indica que las palabras en cursiva y en español aparecen así en el original. (N. de la T.)