2. Rock and roll y fiebre

“Es muy difícil manejarse en un gallinero: las gallinas se espantan por nada.”

Pappo

El rock and roll llegó con cuentagotas a la Argentina, y con uno o dos años de demora, como era de rigor en aquellos tiempos de comunicaciones lentas e importaciones rígidas. Existía un interés en los máximos éxitos del hemisferio norte por parte de las compañías discográficas que buscaban vender ejemplares de lo que estaba de moda, y que dominaban con mano firme lo que se escuchaba y lo que no, aunque justo es pensar que en ese tiempo el criterio de cada programador podía imponerse, siempre hablando de un estrecho margen, por sobre el interés comercial de la emisora. Obviamente, el impacto que causó el estruendo del rock and roll en algún momento iba a llegar a la Argentina, pero se tomaría su tiempo; Bill Haley, por ejemplo, sonó aquí con “Rock around the clock” y “See you later alligator” recién en 1957, y llegó al país al año siguiente para presentarse en el teatro Metropolitan. Elvis Presley comenzó a escucharse en serio recién en 1958 con “Blue suede shoes”, a dos años de su edición en Estados Unidos. El mercado musical argentino estaba dividido en cuatro partes más o menos parejas: el tango, el folklore, la canción romántica local o latina (lo que incluía una fuerte dosis de boleros), y un cuarto segmento en el que entraban éxitos extranjeros de moda que podían proceder de Estados Unidos, España o Italia. Inglaterra no era un gran exportador de música propia a fines de los años cincuenta.

Más que los pioneros del rock and roll, en Argentina tuvieron mejor suerte los solistas adocenados de la segunda camada que los reemplazaron en Estados Unidos: Paul Anka, Pat Boone y Neil Sedaka, entre los más populares. Podría decirse que el mercado de música juvenil argentina comienza en 1958 cuando Billy Cafaro hace una versión en castellano del tema “Pity, pity”, de Paul Anka, creando así una matriz comercial que después replicarían Los Teen Tops, un grupo mexicano que se dedicó a cantar los éxitos del rock and roll en castellano. Más valía tuvo lo de Cafaro, no sólo por ser anterior, sino porque el tema de Paul Anka no había sido un hit, y él tuvo la visión para hacerlo triunfar vendiendo unas trescientas mil copias del simple, una cantidad absolutamente inusitada. Después hizo lo mismo con “Personality”, de Lloyd Price, pero no repitió la proeza. Aunque sí puso en marcha la maquinaria comercial de la música en Argentina, orientada a captar a ese nuevo mercado: el adolescente.

Ya en los sesenta, Los Teen Tops provocaron una locura con “Popotitos” (“Bony Moronie”, de Larry Williams”), y se los consideró equivocadamente como los pioneros del rock and roll en castellano, pero en verdad eran sólo un producto comercial que elegía el lado más blando y menos rebelde del rock and roll. Enfatizando esa dirección, los productores argentinos tomaron especial nota del twist, que fue promovido a toda máquina tocando el techo de sus posibilidades cuando el programa “Escala Musical”, muy en boga por aquel tiempo, trajo a Chubby Checker al Luna Park, acompañado del más rocker Dion que había pegado en el público gracias a su tema “Runaround Sue”, conocido aquí como “Suzy, la coqueta”. Ya había cantantes y grupitos de origen nacional que respondían a estos nuevos estímulos, como los uruguayos TNT, creadores del hit “Eso”; y muchachos como Nicky Jones, Nery Nelson (posteriormente Palito Ortega), Rocky Pontoni y Johnny Tedesco, quienes producirían un furor alucinante con “El Club del Clan”, furor al que Liliana Napolitano, que siempre tuvo un criterio amplio para la música pese a ser estudiosa de la clásica, no se sustrajo. Norberto, con doce años, no le dio ni pelota al asunto y un poco le fastidiaba el entusiasmo de su hermana. Lo suyo era otra cosa.

La llegada de los Beatles estropearía los planes de Ricardo Mejía, el ejecutivo de RCA que había creado toda una escena con un error de traducción; inspirado por la “nouvelle vague”, un estilo dentro del cine francés de mucha reputación entre los intelectuales, acuñó aquí el término “nueva ola”, y se lo aplicó a toda clase de producto joven. Cuando “El Club del Clan” parecía tocar el techo de su potencial con la edición de su propia película, dirigida por Enrique Carreras en 1964, los ecos de la beatlemanía, ya desatada en Estados Unidos y por ende en todo el mundo, arribaban a las costas argentinas produciendo fuertes transformaciones. Lentamente, la nueva ola va siendo reemplazada por un sub-producto que no era muy diferente: el beat. Era el modo argentino de responder comercial y artísticamente el desafío que provocaban los Beatles. La fórmula seguía siendo la misma: versiones castellanas de éxitos internacionales. Mientras “El Club del Clan” pretendía ser un producto para toda la familia, incorporando géneros para los mayores como el tango, a través de Raúl “Tanguito” Cobián (el primer Tanguito), y los ritmos tropicales por medio de Chico Novarro, las bandas beat apuntaban casi exclusivamente al público joven.

Esos grupos, al ser los que parecían sintonizar con los nuevos aires que llegaban de Liverpool, lograron concitar el interés de una audiencia que necesitaba tener sus propias cosas, una diferenciación de sus padres ma non troppo: una rebeldía light. Eran buenos tiempos económicos para la Argentina, y el esparcimiento recibía una generosa asignación del bolsillo familiar. Las bandas trabajaban a destajo y fueron montones las que que animaron una decena de bailes por mes. Estaban Los Tammys, cuyo cantante era el inefable Johnny Allon; Los Dukes, que tenían a Tanguito (José Alberto Iglesias, también conocido como Ramsés VII) al micrófono, Los Guantes Negros con Billy Bond, Los Búhos, Los Inn, Los Vip’s y otros más, abarcando una época que se inicia en 1964 y se desvanece con la llegada de los años setenta. Ninguno de ellos, salvo Los Pick-ups, que provenían de la época del twist, alcanzó un éxito masivo, pero todos juntos fueron formando una escena que precedería a lo que fue el nacimiento del rock en la Argentina, y que de algún modo influyó sobre esa gestación.

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Norberto tenía muchos amigos en el barrio, aun pese a las restricciones que le imponía su madre, que más que impedirle cruzar la calle no quería tenerlo lejos de su vista para poder ejercer algún gobierno sobre él. Pero era imposible controlar a un chico de catorce, andariego, y que cruzaba la calle solo hacía mucho rato. Algunos de los amigos de Norberto vivían cerca, como Panchito, que vivía enfrente, igual que Adalberto. “A todo el mundo le ponía un apodo”, cuenta Liliana confirmando una costumbre que su hermano mantendría toda la vida. A la vuelta vivía otro chico al que le decían Isidorito, en la calle Cervantes vivía Carlitos, y cerca de la estación de servicio de Jonte y Artigas había uno al que le batían “Jesucristo”. Otra tendencia que se prolongaría en el tiempo: Norberto tendría incontables amigos en diferentes lugares.

Fue entre 1964 y 1965 que comenzó a frecuentar una barrita de la calle Bolivia, cuyo líder indiscutido era un chico llamado Abel. Era ligeramente mayor que el resto, y un loco de la música. Norberto había llegado a trabar amistad con esos pibes que paraban en la esquina de Bolivia y Camarones por medio de uno de sus grandes amigos del barrio: Héctor Lorenzo, que vivía en la calle Camarones casi esquina Condarco. Ellos se conocían de otro núcleo de pibes que paraba en la calle Bufano y Juan B. Justo, donde también estaban el Francés, Pistola y el Portugués. A Héctor ya lo llamaban Pomo porque era largo y flaco, pero no fue Norberto quien le impuso el apodo. Aunque sí se lo deformó, como deformaba los nombres de todos. Le decía Morpo, porque Pomo al revés era horrible: Mopo. Pomo quiso hacer algo similar con Napo, pero era peor: Pona. Es en esos juegos de palabras donde en algún momento aparece el nombre del millón: Pappo. “Era con dos pe porque en Córdoba, adonde nosotros íbamos de vacaciones todos los años, se le decía papo a la vagina”, recuerda Liliana Napolitano. Norberto. Beto. Napo. Narpo. Pappo. Como con su lugar de nacimiento, a lo largo del tiempo, Norberto provocó alguna confusión con respecto al que sería su nombre artístico. “Mi abuela me decía pavo –contó en varias ocasiones–, y pavo en italiano se dice Pappo. Yo era medio pavo de chico.” Pero pavo, en italiano, se dice “tarquino”. Parece definirlo mejor el verbo “papare”, cuya primera persona del singular es “pappo”. “Papare” significa comer con avidez y abundantemente (el apetito de Norberto siempre tuvo esas características), mientras que en términos figurativos quiere decir apropiarse con rapacidad de un bien o una ventaja. De todos modos, en el barrio siguió siendo Norberto, o Napo. Pero no por mucho tiempo...

En la barra de Abel, la conversación pasaba a menudo por la música, y por cómo tocarla. Abel era guitarrista y contagiaba al resto con su pasión. Además, era el primero del barrio en tener algo que en ese tiempo era casi inalcanzable: una guitarra eléctrica Fender. Es con esas compañías donde Norberto inicia el viaje que lo llevará a ser Pappo. “Había un depósito de harina donde parábamos –describe Pomo–, y nos sentábamos ahí a charlar. Abel tocaba la guitarra, y fue el que me metió el bicho de la música. Entonces yo tocaba la batería golpeando la cortina metálica del depósito. Con este pibe veíamos todos los programas de la época como ‘La Escala Musical’, donde tocaban todos esos grupos: Los Pick–ups, Los Inn, los Wonderful’s. Pappo lo conocía a Abel, sabía que tocaba la guitarra, pero todavía no se le había despertado el bicho de la música. El padre quería que fuera su sucesor, y de hecho él estaba en el taller con el viejo todos los días con el mameluco. Después comenzó a inquietarse, agarró una viola y se puso con el Winco a sacar temas, pero eso fue más tarde. Un grupo de Villa del Parque llamado The Park Boys tocaba con este pibe de la barra. El batero andaba con chicas y faltaba, entonces Abel me metió a mí. Y yo tocaba parado, con un redoblante y platillo. Mi viejo tenía una empresa de confección y había sido músico, entonces me cagaba a piñas porque no quería que yo también lo fuera. Venía a comer del cole, a la tarde me iba a ensayar y volvía a dormir: yo no podía llegar después de las ocho. El quilombo era viernes o sábado cuando tenía que tocar, que llegaba más tarde. Volvía a casa, estaba la puerta trabada por adentro y cuando entraba, zas: venía el cachetazo.” Liliana Napolitano recuerda los primeros tiempos compartidos de Pomo y Norberto, escuchando música allá arriba, subiendo una escalera desde el patio de la casa de Artigas, donde había un cuartito que se convirtió en la covacha de su hermano. “La mamá de Pomo venía a buscarlo, porque era la hora de cenar, y ellos cenaban temprano. ‘¿Esshta el Pomo aquí?’ Nos reíamos mucho porque no le decía Héctor sino el Pomo. Ella era de Santiago de Compostela, muy sabrosa para hablar.”

Lo que unió en un comienzo a Pappo y Pomo fueron los fierros: los dos adoraban los autos y les intrigaba la mecánica. Pomo es un mecánico recibido, mientras que Pappo siempre fue un mecánico amateur pero apasionado. Hablaban de autos, de motores, de modelos y extendían la charla a todo aquello que anduviera sobre ruedas. “Los autos fueron nuestra primera droga –se ríe Pomo–; en esa época, éramos más fierreros que rockeros.” Cuando pudieron, comienzan a andar en el auto que Pappo le tomaba prestado a su padre, en muchos casos, sin que éste supiera. Ya cuando Norberto tuvo el registro, siempre había un coche a disposición. “Hacíamos muchas locuras: íbamos por Juan B. Justo a doscientos y doblábamos en dos ruedas; y si había llovido y teníamos piedras y agua, mejor porque el auto patinaba más por el asfalto. Una que hacíamos siempre cuando Pappo consiguió un jeep era que nos parábamos al lado de un auto, y yo desde el asiento del acompañante le preguntaba algo al que lo manejaba. Pero Pappo estaba en la cajuela del jeep, y el volante estaba vacío. El tipo sudaba cuando yo le preguntaba por la calle Artigas, por ejemplo. Y después salíamos arando, con Pappo manejando desde la cajuela.”

¿Qué fue lo que encendió el amor de Pappo por la música? La respuesta a esta pregunta fue variando con el correr del tiempo. En principio, el interés estuvo desde siempre, pero ni el tango ni el folklore eran el vehículo apropiado para sus inquietudes. Pero sin dudas, Norberto no fue inmune a la revolución musical de los Beatles que hizo que de buenas a primeras una legión de adolescentes descubriera una vocación musical. Los Beatles pegaron fuerte en la Argentina cuando la beatlemanía mundial se desató en aquel célebre programa de Ed Sullivan, en Estados Unidos, durante el mes de febrero de 1964. Ese hecho hizo que EMI ordenara a sus distintas filiales avanzar a toda máquina con la fabricación, edición y difusión de todos los títulos disponibles de os Beatles, que habían sido editados en Argentina bajo el nombre de Los Grillos en 1963 y sin demasiado efecto. Para el gusto argentino, una banda inglesa resultaba algo exótica y no deseable, sobre todo en tiempos en que “El Club del Clan” reinaba sin adversarios a la vista. Pero en 1964, ese panorama cambió, y si bien algunos de sus integrantes, sobre todo Palito Ortega, continuaron por la senda del éxito, la aparición de los Beatles despertó una conciencia diferente. Pero los ramalazos de la vieja ola se hacían sentir y, además de los Beatles, Norberto gustaba de otras dos bandas argentinas, que provenían de los tiempos del twist: Los Pick-Ups y Los Wonderful’s.

Los Pick Ups fueron un conjunto de lo más popular en los primeros años sesenta y aprovecharon todos los vientos; se subieron a la corriente rockera de Los Teen Tops, no dejaron pasar el arrebato del twist, curtieron la imagen de “surfer estudiantil” que patentaron los Beach Boys y, después, en 1964, cuando su cantante Horacio Ascheri deja el grupo, intentan sin mucho suceso subirse a la locomotra beatle. Los éxitos de la banda fueron varios, entre ellos: “Suzy la coqueta”, versión castellana de “Roundaround Sue”, de Dion; “Que se mueran los feos”, “Corre González”, “Muñequita” y “El gavilán pollero”. Los Wonderful’s, oriundos de Lanús, no pasaron la etapa del twist, pero se hicieron muy populares en “La Escala Musical”, que fue el programa musical por excelencia después de “El Club del Clan”, y el que imponía modas, gustos y tendencias. En el arranque, fue un programa de radio que armaba bailes los fines de semana, y posteriormente logró el crossover a la televisión. Así pudo aprovechar el río revuelto ocasionado por los Beatles, proponiendo productos locales e inofensivos. En 1965, levantó dinero a paladas con los bailes de carnaval, que en aquel entonces eran de lo más popular entre la juventud: las murgas y los corsos eran vistos como algo de otros tiempos, más apropiados para los carnavales en familia. Aparentemente, cada ciclo comercial duraba apenas un par de años, porque en 1966 el poderío de “La Escala Musical” comenzó a menguar y eso provocó la desaparción del programa de televisión que, entre las toneladas de producto que manejaba, insertó en su programación primero a Los Shakers y posteriormente a un grupo rosarino llamado Los Gatos Salvajes, cuyo cantante era un pibito conocido como Litto Nebbia.

“Los Pick Ups eran un grupo de acá que hacía rock en castellano –dijo Pappo– y dentro de esa mixtura hacían unas baladas. Y siempre lo imité a Horacio Ascheri cuando yo tenía que cantar alguna balada. Me gustaba mucho: yo cantaba ‘El gavilán pollero’ y todo eso.” (1)

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Norberto comenzó el secundario en 1963 cuando las cosas comenzaron a moverse lentamente en el planeta. Los Beatles lo ayudaron a tomar conciencia de que algo estaba pasando; algo diferente a lo que él y el mundo conocían. Pese a que siempre lo negó, los Beatles le gustaban, los escuchaba y sacaba sus canciones en la guitarra. Pero su despertador fue un ruido salvaje que una vez escuchó por la radio; un aullido que venía contenido en un ritmo frenético: “Luuucieeeeaaaalllll”. Era Little Richard, uno de los mejores exponentes del rock and roll original, al que los locutores en Argentina insistían en llamar “Ricardito”. “Lucille” fue un éxito, si se quiere, menor para Little Richard que se editó en 1957, un año después de hacerse conocer con el monumental “Tutti Frutti”, al que le siguió su canción más exitosa, al menos en la estadística de los charts: “Long Tall Sally” (traducido aquí como “Sally la lunga”). Con el tiempo, Norberto ataría cabos y se daría cuenta de que los Beatles habían sido influidos por Little Richard, ya que su versión de “Sally la lunga” se escuchó mucho por las radios. Después de sacar “Lucille” en la guitarra con relativa facilidad, y comprobando la alegría del rock and roll en carne propia, fue que se animó en aquella tardecita de careo paterno a decirle la verdad a sus progenitores. Quería ser músico de rock. “Tenés cinco años para ser famoso”, fue el plazo convenido para la concreción de su sueño. Y ni la más pálida idea de cómo alcanzarlo. Era un tiempo razonable, con una clara fecha de vencimiento: 10 de marzo de 1970.

Una vez conseguida la venia familiar, Norberto se puso en marcha, y con la ayuda de Abel, uno de los que más había instalado en él la idea de la música, consiguió una guitarra eléctrica de mala calidad en la calle Talcahuano, y también un pequeño equipo en el que tocarla. Abel le pasó algunas cositas interesantes para que fuera trabajando. Y Pomo iba a ser la pata con la cual compartir el entusiasmo y la locación, ya que comenzarían a juntarse a tocar, a veces en la piecita de arriba de la casa de Norberto y, otras, en el cuarto de la terraza de los Lorenzo, donde Pomo había instalado su batería. Juntos fueron ambientando los dos lugares, pegando fotos de músicos, escuchando discos y tocando lo que podían, que en 1965 no era mucho.

Para Norberto la aparición de los Rolling Stones en su vida constituyó todo un acontecimiento. Podría decirse que enloqueció con ese sonido tan desafiante que el grupo inglés proponía: ¿cómo podía ser que una banda se plantease ser la contra de los Beatles? Esa idea lo subyugó; si bien Beatles y Rolling no eran enemigos, sino todo lo contrario, como lo dejaron claro con el tiempo los propios músicos, bajaba de Inglaterra la idea de que los Rolling Stones eran un paso más allá. No eran tan prolijos, no eran tan armoniosos, ni tan agradables; uno de los mejores eslóganes del rock fue acuñado por Andrew Loog Oldham, primer mánager de los Stones: “¿Dejaría usted que su hija se case con uno de ellos?”. Y en un país como la Argentina donde las dualidades son parte de su esencia, ese enfrentamiento le iba a dar sabor a este mundo nuevo que estaba emergiendo en la música.

Norberto gastó ese primer LP de los Rolling Stones, que contenía temas tan significativos como “Route 66”, “Walking the dog”, “Carol” y, sobre todo, “I’m a king bee”, que en la Argentina se tradujo como “Soy el rey de la colmena”, un título con el que Norberto podía identificarse. Como casi todas las canciones de ese primer álbum de los Stones, era un tema que no pertenecía a la banda, sino a un desconocido músico llamado Slim Harpo. Era un blues. Norberto lo amó de inmediato, mucho antes aun de saber nombrar el género al que pertenecía. Se trataba del comienzo de una relación que no haría más que profundizarse con “Little Red Rooster”, un blues de Willie Dixon que los Stones interpretaron con tanta maestría que con él lograron su primer Nº1 en Inglaterra, en noviembre de 1964. Allí, Brian Jones ejecutaba con precisión una guitarra con slide. Ese sonido impactaría de lleno en Norberto, que con el tiempo iría atando cabos y remontando la historia hacia atrás, al comprender que esos blues habían sido compuestos por otros músicos, negros en su mayoría, mucho antes que él siquiera hubiera nacido.

Poco a poco, le quedó claro que su gusto personal tenía más cosas en común con la música de los Rolling Stones que con la de los Beatles, sobre todo cuando los de Liverpool comenzaron a refinar su música y a volverse más difíciles. En los Rolling Stones, en cambio, el nervio rockero que Norberto detectó en sí mismo cuando experimentó los espasmos que Little Richard le producía, estaba en primer plano. Y latente, en el fondo, el misterio del blues, ese aroma de negritud que comenzó a fascinarlo y a forjar una identidad musical propia.

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Arengados por la furia del twist, el éxito de los Pick-Ups y el incipiente hervor beatle, unos chicos de Villa del Parque formaron un grupo llamado Los Ángeles Negros. Humberto Marinucci era el bajista del grupo y tenía un bajo con micrófonos Hofner que le había construido don Beto Cormillot, padre del conocido médico, que era luthier. Miguel Ángel Laise, también conocido como “el Negro Morcilla”, era el baterista. Las dos guitarras eran Alberto y Patito, que no tardó en dejarlos. Ese abandono fue providencial porque conocieron a Carlos Alberto Larrosa, que además de tocar la guitarra tenía una voz espectacular, con un registro muy particular que lo hacía sonar negro. Se incorporó a Los Ángeles Negros con su apodo de Tito Milanesa. Eso provocó cambios en la música y en el nombre del grupo que pasaría a llamarse Los Buitres. El otro Alberto del grupo decidió seguir estudiando y también dejó la banda. Hacía falta un reemplazante.

–Yo tengo un primo que toca la guitarra, pero lo único que le escuché fue “Jinetes en el cielo” –propuso Miguel Ángel.

“Jinetes en el cielo” es una popular canción country cuyo nombre original es “(Ghost) Riders in the sky”, con infinidad de versiones, algunas de ellas instrumentales. Era una de las tantas cosas que el primo de Miguel Ángel Laise, Norberto Napolitano, sabía tocar en la guitarra. Pero por esas cuestiones del destino, el que fue a buscar a Norberto no fue su primo Miguel Ángel, sino el primo de Humberto Marinucci, Enrique Angelozzi, que con su hermano Jorge hacían de informales mánagers del grupo.

Desde el momento en que se vieron, Enrique y Norberto se transformaron en amigos inseparables, lo que se tradujo en un vínculo inquebrantable a perpetuidad. Enrique golpeó la puerta de la casa de Artigas y se presentó.

–Me manda un primo tuyo, Miguel Ángel, porque tenemos una bandita formada y necesitamos un guitarrista –dijo Enrique. Norberto se entusiasmó y aceptó de inmediato.

Los Buitres habían encontrado su guitarrista, y Norberto su primera oportunidad de integrar un grupo. Si bien no tenían canciones propias, la idea era hacer un repertorio que incluyese versiones castellanas de temas de los Beatles, alguno de los Pick-Ups, tal vez algo de Los Wonderful’s, un temita de los Rolling Stones y, más adelante, una canción de Spencer Davis Group, una banda inglesa cuya voz principal era la de Steve Winwood, una suerte de niño prodigio. Esta elección se dio por la particularidad de la voz de Tito Milanesa, a quien más tarde, Javier Martínez bautizaría como Tito Winwood dado el parecido tímbrico. Los Buitres tenían que sacar rápido un repertorio porque había un fato esperándolos. No era un recital, no era un show, ni siquiera se trataba de un trabajo. Era un fato. Algo raro.

De acuerdo con Humberto, “en una oportunidad conocemos a una minita que era bailarina del ballet de Beatriz Ferrari, y que vivía en Asamblea y José María Moreno. Ella necesitaba un grupo para hacer presentaciones del grupo de bailarinas en boliches. Y nos vendieron que lo iban a hacer en La Biela”. Dentro del aspiracional porteño, La Biela siempre fue algo relacionado con el máximo nivel, por lo que la idea de un grupo de bailarinas presentándose en tal lugar no cerraba de movida. Como es lógico pensar, la cosa queda en la nada, pero aparece un señor mayor que es representante de Maribel Marcel, una cantante de la nueva ola, que apareció en varios de esos programas que buscaban emular a “El Club del Clan”, y que estuvo en una tira con Selva Alemán y Estela Molly llamada “Tres chicas en apuros”. Maribel quería intentar suerte como solista y necesitaba una banda de acompañamiento. No era ni por asomo lo que Los Buitres querían hacer, pero se trataba de una perspectiva de laburo, un pequeño escalón por encima del fato. “Tocamos un par de veces por ahí –recuerda Humberto–, pero nunca vimos un mango; mi viejo era el que compraba las poleras para que al menos todos nos viéramos iguales. Los ensayos eran muy graciosos, porque Norberto le hacía caras por detrás a la mina.” Cuando Maribel Marcel se hartó de que la tomaran para el churrete, se deshizo de Los Buitres. Casi que se sintieron aliviados.

“Norberto era un tiro al aire –lo define Marinucci–; te cagabas todo el tiempo de risa con él. Mi viejo le decía Piluso porque lo imitaba a la perfección. En esa época, él ya tocaba bien. Tardaba cinco minutos en sacar un tema que a nosotros nos podía llevar una media hora. Por ahí yo le pasaba una melodía de una canción, con tres notas, y él ya se ponía a estirar las cuerdas. Teníamos unos equipitos de mierda, los Griel, nacionales, y sonaban. Era una época donde no existían los grandes equipos, recién con Los Gatos vinieron los equipos importados. No existía lo de ‘tener sonido’ en los shows; simplemente ponías el equipo adelante y subías el volumen.”

Los Buitres intentaron abrirse camino, pero eran muy chicos y no sabían bien qué hacer. Tocaron en algún programa de televisión como relleno o emergencia ante un faltazo, hicieron algún show con mucha torpeza, y hasta grabaron un acetato con tres canciones: “Soy el rey de la colmena”, de los Rolling Stones, “Píntalo de negro”, también de los Rolling, y un tema de una banda nuevita que había salido de “La Escala Musical” y de la cual muchos pibes estaban hablando con entusiasmo: Los Shakers. Dentro de la escena local de 1965, eran de lo mejor, lejos. Es más: muchos pensaron que se trataba de un grupo inglés, pero eran uruguayos. La perspectiva del tiempo permite hoy apreciar que fueron un grupo clave que influyó sobre toda una camada de músicos que crearía el rock argentino. Vinieron de Montevideo y arrasaron Buenos Aires por una simple razón: estaban a años luz del resto. Tenían el look, manejaban el inglés, pero, por sobre todo, tenían el sonido. Los Shakers sonaban como los Beatles, salvando las distancias; producían esa efervescencia contagiosa que en el resto sonaba impostada. En primer lugar poseían un auténtico talento musical, pero también manejaban sus propias canciones, que eran muy buenas. Dominaron el estilo con todos sus recovecos. En sus tres discos mostraron una evolución prodigiosa: el primero, Los Shakers, era Merseybeat puro, solamente que la ribera de Montevideo estaba bañada por el Río de la Plata; en el segundo, cuando la psicodelia despuntaba en 1966, Los Shakers la abordaron con velocidad y ya metían alguna cosa local, como el aire de bossa-nova en “Never, never”, uno de los temas de For You, segundo LP. Su tercer disco, con el grupo casi disuelto, se transformó en el Sgt. Pepper de las pampas: La conferencia secreta del Toto’s Bar. Ya se podía ver que Hugo y Osvaldo Fattorusso eran músicos de un calibre excepcional y que harían grandes cosas en el futuro. Todas las canciones de Los Shakers eran en inglés, pero también eran propias. Constituyeron un gran avance. Todavía no había surgido ninguna banda que intentara instalar el concepto de la composición en castellano: el rock local era simplemente una traducción de lo extranjero. Pero Los Shakers ayudaron enormemente a acelerar el proceso, y Los Buitres le dieron una vuelta de tuerca al asunto traduciendo una de sus canciones al castellano. Nadie recuerda el título del tema, pero por la fecha no es difícil deducir que debe haber sido algunas de las que constituyeron el primer álbum del cuarteto uruguayo.

“Los Buitres se formaron bien con el tano Pagliaro”, asegura Humberto Marinucci aludiendo a la segunda fase de Los Buitres en la que trabajaron como grupo de apoyo de Gian Franco Pagliaro (que todavía se acuerda), mucho antes de que el cantante italiano conociera el éxito. Pero su estilo ya estaba definido hacia la balada romántica italiana que en la Argentina pegaba fuerte. “En esa época no lo conocía nadie –continúa Marinucci–, pero el tano venía con promoción, había afiches y tocamos con él en dos carnavales en el Club Estrella de Maldonado. Y en esas presentaciones, nosotros hacíamos dos o tres temas solos, y después venía Pagliaro y nosotros le hacíamos el acompañamiento. Tocábamos temas de los Beatles, y capaz que alguno de los Rolling.” En esos carnavales de 1966 hubo un notable conflicto de intereses entre Los Buitres y Gian Franco Pagliaro, simplemente porque venían de vertientes distintas. “A él, lo que hacíamos nosotros mucho no le gustaba –se sincera Marinucci–; nosotros le metíamos rock a todo, y el tano nos pedía cosas más cuadraditas. Ya en esa época, Norberto comenzó a pelar el encendedor para tocar slide en el tema de los Rolling.”

Pese a las diferencias, Los Buitres duran casi un año como banda de acompañamiento de Pagliaro, aunque el trabajo solamente florecía en carnavales, y después de febrero de 1967, Marinucci entra al servicio militar, Miguel Ángel Laise deja el grupo para dedicarse a su profesión de tapicero y Los Buitres se separan sin remedio. Norberto vuelve a la piecita de arriba de su casa en Artigas, poseído porque había descubierto un disco fundamental para su desarrollo.

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En marzo de 1965, Eric Clapton se fue con un portazo del grupo The Yardbirds. La razón es que él quería tocar blues, pero tuvo que aceptar que sus compañeros quisieran remontar el resultado adverso en los rankings grabando “For your love”, un tema compuesto por Graham Gouldman, autor de otros hits para The Hollies y Herman Hermits. La apuesta fue la correcta: “For your love” llegó al primer puesto del chart británico, pero en un alarde de purismo, Eric Clapton dejó la banda y fue reemplazado por Jeff Beck. El ojo atento de John Mayall, un prócer del blues inglés, ya había detectado el talento natural de Clapton y lo invitó a sumarse a su banda. Juntos registrarían un álbum magistral: Bluesbreakers with Eric Clapton, editado en 1966. Eso era blues puro y la guitarra estaba en primer plano con solos de una exquisitez suprema. Cuando Norberto escuchó ese disco, no hizo otra cosa que tratar de aprender los solos de Eric Clapton, quizá el guitarrista que más haya influído en su estilo. Pero no el único.

Muy pronto apareció el primer disco de Jimi Hendrix, y Norberto volvió a perder el seso. Porque allí había blues, y también psicodelia, y también efectos; era un mundo conocido pero en otra dimensión. Tras asimilar ese otro impacto, se entera que Clapton forma su propio grupo: Cream. Se podría decir que esos tres álbumes, Bluesbreakers with Eric Clapton, Are you experienced? y Fresh Cream fueron fundamentales para que Norberto se convierta en Pappo. Por supuesto, no hay que olvidar que los primeros discos de los Beatles y de los Rolling Stones fueron sus primeros palotes. Pero a la hora de escribir con caligrafía dedicada y desarrollada, Pappo se nutrió con los mejores maestros del mundo: Eric Clapton y Jimi Hendrix. No fue el único, a su lado, escuchando y aprendiendo también a golpear su batería, se encontraba Pomo, un excelente alumno de Mitch Mitchell (baterista de Hendrix). Los dos terminaban de trabajar en sus respectivos talleres, se sacaban los mamelucos y se ponían a investigar ese nuevo mundo que se desplegaba sin límites a través de sus oídos.

1- Reportaje realizado por el autor, 2003.