A principios del siglo XX, a la edad de 19 años, mi abuelo Rufino Chavarría Espina se movilizó a las órdenes de Aparicio Saravia, un caudillo del bando de los blancos; y los rigores de aquella guerra, donde vio degollinas y crueldades sin fin, lo trastornaron tanto que durante el resto de su vida, con mucha frecuencia, actuó como un demente. Entre sus desatinos más mentados, figura su batalla personal contra las mangas de langostas procedentes del sur de Brasil, del Paraguay y el Chaco argentino, que en aquella época tapaban el sol en la República Oriental del Uruguay. De niño muy pequeño, yo mismo vi oscurecerse el cielo y descender, sobre los campos y sembrados, aquellas nubes de insectos que únicamente dejaban en pie los esqueletos de los árboles y convertían todo lo verde en desolación y yermos.
Una vez, a pocos días de la cosecha, iracundo contra aquellas sabandijas que nada respetaban, Rufino quemó cerca de 500 hectáreas de su trigo en flor. No le dio la gana que los condenados bichos le comieran ni un grano, y se salió con la suya; pero sus campos, arruinados por el fuego, rindieron desde entonces mucho menos.
Según mi padre y mis tíos, algunos años después, durante una de sus crisis, Rufino reunió a sus hijos e hijas mayores, entre 12 y 8 años, los armó con palos de escoba y oxidados caños de escopetas, y los obligó a extenuativos ejercicios de instrucción militar a campo traviesa. Sus delirios lo llevaron a amarrar de un árbol a mi tío Alejandro, entonces de 4 añitos, y a arrimarle leña para ejecutar el Sacrificio de Isaac, inspirado en el episodio bíblico de Abraham, cuando se dispuso a honrar a Dios mediante la inmolación de su único hijo.
Cincuentenario ya, mi abuelo fue ingresado en un manicomio, donde debió padecer mucho.
A la edad de ocho o nueve años, un atardecer en que yo jugaba con otros niños en la acera de mi casa, en el barrio Sur de Montevideo, vi llegar a un viejo barbudo, harapiento, descalzo, y abrirse paso con una mueca inescrutable. Mi horror y el de mis compañeritos nos indujo a retroceder; pero el bichicome1 aquel entró decidido a mi casa sin llamar. Era mi abuelo Rufino, escapado de la Colonia Etchepare, su prisión y manicomio, situado a unos 80 kilómetros de Montevideo. Tras cruzar a nado el río Santa Lucía, no se sabe cómo, caminó hasta la capital y nos dio aquel susto.
Años después, Luis Lisandro Roux Cabral, un gran amigo mío, y una de las personas más inteligentes que he conocido, excampeón nacional de ajedrez, también ingresó, por voluntad propia, a la Colonia Etchepare. Roux había conocido en Montevideo al doctor Zabala, un psiquiatra que frecuentaba sus mismos garitos y locales de ajedrez. Establecida una cierta amistad sobre los tableros, durante una etapa en que Roux padecía una severa crisis de melancolía, el médico le ofreció sus servicios y mediación para internarlo en una clínica gratuita donde él ejercía. Roux aceptó y partió con el doctor Zabala a la Colonia Etchepare.
Al cabo de un tiempo yo fui a visitarlo. Roux se sentía mejor en aquel ambiente y lo atribuía al haberse convencido de su normalidad y de la locura de todos los demás, en particular de los psiquiatras. El propio doctor Zabala fue pillado una madrugada, poco antes, orinando en el aparador donde se guardaba la vajilla de sus colegas médicos.
El director no se quedaba atrás. Fue el creador y tenaz partidario de la «terapia laboral», un tratamiento que consistía en uncir unos cuantos pacientes a vehículos de tiro y ponerlos a realizar trabajos de acémila. El hombre asistía a congresos donde leía ponencias científicas sobre los benéficos efectos de su método; pero no convencía a sus locos. Cuando mi visita, ya iban por un tercer intento de asesinarlo.
Entre las atracciones que la Colonia ofrecía los días de visita, destacaban los viajes a la luna de un tal Quevedito, un exhibicionista que se empelotaba y con su cabezota rapada y los brazos estirados como las alas de un aeroplano, partía rumbo a nuestro satélite mediante desenfrenadas carreras por el patio, estimulado por sus propios chiflidos y sirenas estridentes, hasta remontar vuelo detrás de una arboleda vecina al recinto. Cuando regresaba, los otros locos lo sometían a interrogatorios que incluían la consabida pregunta sobre cómo eran las hembras en la Luna, a lo que él respondía sin variar jamás su opinión, y tal vez de conformidad con sus preferencias: «Putísimas».
Este Quevedito, instigado por otros, se abalanzó un día para estrangular al director cuando bajaba los peldaños de su oficina. Hubo que sacárselo entre cuatro. Al pobre loco lo enviaron al pabellón de los agitados y lo pusieron en manos de Contursi, un enfermero temible por su sevicia. En una ocasión se encolerizó con un gordo catatónico, y empecinado en levantarlo del piso, le dio tantas patadas que lo mató. Le jodía, según declaró, que el tipo nunca se moviera y él quería ponerlo a correr para que adelgazara un poco. Contursi solo recibió una amonestación y Roux no quiso ni averiguar sobre el destino de Quevedito.
Sin embargo, para Roux, pese al horror cotidiano, la Colonia Etchepare no carecía de encantos. A orillas del Santa Lucía, con una extensión de setenta hectáreas, ofrecía un ameno paisaje ribereño de sauces llorones.
Los pacientes estaban divididos en lúcidos, mentales y agitados, o sea: locos a medias, locos mansos y locos furiosos, que eran los únicos sometidos a pabellones carcelarios. Nunca supe ni quise indagar en cuál de estas categorías se incluyó a mi abuelo.
Aquella tarde, tras su intempestiva aparición en nuestra casa, mientras mi padre lo ayudaba a bañarse y lo afeitaba, mi madre, deshecha en lágrimas, cuchicheaba con mi abuela.
Yo debí satisfacer mi curiosidad con el escueto informe de que el abuelito sufría de los nervios. Con el tiempo supe que su patología, cualquiera fuese, la heredaron algunos de sus hijos, y entre ellos mi padre, al que con verdadero horror, adulto ya, yo acompañé varias veces a una clínica donde le aplicaban electrochoques, una terapéutica criminal, según se demostró después, pero muy de moda en la psiquiatría de entonces.
El estado depresivo, melancólico, generalizado en mi familia, se habría originado entre la prole de mi tatarabuelo, y desde esa época, en la jerga familiar, le llamaron «la pajarilla». Mi bisabuelo Daniel, acuñador del término, y con cierto tino poético, describía su padecimiento como si un ave gimiese y aleteara cautiva en su pecho.
Mi padre, Edmundo Chavarría, asistió apenas seis meses a la escuela. Durante buena parte de su infancia, mi abuelo vivió aislado con su familia en la Quinta del Perdido, como se llamaba su estancia. El niño Edmundo, como casi todos sus hermanos y hermanas, aborreció la soledad del campo, pese a lo cual, salvo la temporada que pasó en San José para asistir a la escuela, el resto de su niñez y adolescencia transcurrió en las llanuras del Perdido.
En San José lo acogieron en casa de su abuelo Daniel, que vivía con holgura, a la medida de su gran fortuna. Su mansión, una de las más elegantes del pueblo, es hoy la Casa de la Cultura. A pesar de los muchos años transcurridos, en el zaguán se conserva la marquesina de hierro forjado y cristalería, y en el interior, una docena de habitaciones aún comunican con el patio trasero. Allí vivía la servidumbre y se hallaban las caballerizas, de donde criados, volantas y carruajes salían por una paralela a la calle del zaguán.
Siempre he creído que la estancia de mi padre en aquella lujosa casona, donde sus encopetadas tías, señoritas entonces, lo vestían de terciopelo, lo peinaban con cerquillo y le imponían modales de altas clases, lo confundió para siempre.
En materia sociopolítica fue un ciego, casi hasta el final de sus días. Ya fuera por la maniática soledad que le impuso el padre, o por su ignorancia de analfabeto funcional, vivió siempre muy despistado. Su pasión juvenil fueron los automóviles, y tras varios fracasos entre los 20 y 25 años, en que trató de ganarse la vida en improvisados talleres de mecánica automotriz o de chapistería, reconoció carecer de aptitudes para el comercio, y fue desde entonces chofer de ómnibus durante casi toda su vida laboral; pero en términos políticos opinaba como un terrateniente. Al enterarse de mi afiliación al Partido Comunista de Uruguay, estuvo a punto de asfixiarse. Con su escaso léxico y el mucho atropello que le generaba su indignación, me acusó de traicionar a los ancestros y a la Patria. Al principio yo traté de razonar con él, pero fue en vano.
Los blancos y colorados de Uruguay no se diferenciaron nunca entre sí más que por sus intereses de grupo. Lo mismo ocurría en toda América entre conservadores y liberales, demócratas y republicanos, o como quiera se llamasen los bandos oligárquicos que se repartían por tradición el poder; pero en Uruguay los colorados llegaron a gobernar de forma continua durante más de noventa años; y los blancos, de alguna manera los conservadores, por no haber ganado una sola elección en ese lapso, y ser desde la época de mi abuelo eternos opositores, no tuvieron oportunidad, durante casi un siglo, de meter la pata ni de sacar las uñas.
Mi padre, en su ingenuidad, creía en la pureza y ética de terratenientes, millonarios y personeros del Partido Blanco, a quienes veía como encarnación de viejos ideales patrióticos enarbolados por los próceres de nuestra pequeña patria. Aquel chofer de profesión, tras haber manejado ómnibus y camiones durante veinticinco años, se llenaba la boca para elogiar a los Gallinal y Anchorena, prominentes latifundistas y políticos blancos, a quienes consideraba inmaculados. Opinaba que sus fortunas eran legítimas, tanto por haberlas heredado como por haber sabido conservarlas y ampliarlas sin cometer inmoralidades, como era, según sostenía, el caso de los colorados. Cuando yo argumenté que toda persona propietaria de un latifundio era un explotador y un ladrón, se ofendió como si yo hubiese escupido los cuadros de sus antepasados.
Cuando en los años cincuenta, Luis Alberto de Herrera llevó por fin a los blancos al poder, mi padre se inundó de ilusiones. Para él llegaba la hora de la justicia, la decencia, una administración impoluta, gobernantes honrados. Uruguay se convertiría en la verdadera Suiza de América. Atrás quedaría para siempre el antro de corrupción y dolo que nos habían impuesto los colorados. Pobre padre mío: a solo dos meses del gobierno blanco, toda la nación uruguaya despotricaba contra el «reparto del asado», alusivo a la escandalosa arrebatiña que los caciques herreristas promovieron entre sí, con denuncias mutuas e insultos sin cuenta, en procura de cargos, prebendas, ministerios y los puestos públicos donde mejor se pudiese robar. Ni en las peores etapas de la corrupción colorada se vio nunca una desvergüenza tal. Para cualquier persona lúcida de entonces, los blancos demostraron ser tan inmorales y rapaces como sus adversarios; pero mi padre se tapaba los ojos y los oídos, y porfiaba que todo eran calumnias de la oposición a Herrera.
Una vez me declaró agente de Moscú, y me sermoneó con el argumento de que Uruguay no necesitaba ideas foráneas. Yo traté de transmitirle que todas las ideas y toda la ciencia aplicada en nuestro país provenían del extranjero. Hasta la cacareada democracia era invento de los griegos, hacía ya más de 2.000 años; y los ómnibus que él manejaba, el refrigerador de nuestra casa y la penicilina no habían sido idea de los indios charrúas ni de los primeros ciudadanos uruguayos, hijos de inmigrantes españoles o italianos; de modo que si los automóviles y el teléfono y la medicina funcionaban con ideas venidas de otros países, ¿por qué no aceptarlas también para el orden social? Ante aquellos razonamientos que él consideraba una verborrea capciosa, reaccionaba con furia y me acusaba de charlatán.
El diálogo entre nosotros no era factible. Heredero de la sandez conformista de su familia, y resentido por los numerosos golpes que le infligió la vida, mi pobre viejo no llegó a despertar sino cuando ya era un anciano decepcionado.
En el plano personal, era un buen amigo, buen vecino, honrado, servicial, siempre dispuesto a dar una mano desinteresada. A mi juicio habría sido un buen músico o cantante. Se entonaba, era afinado y tenía una voz con duendes que heredó Malena, mi única hermana.
Malena es siete años menor que yo. Esto impidió que nos conociéramos mejor. De su infancia y temprana adolescencia recuerdo muy poco. En esa época, con nosotros vivía Blanca, una criadita procedente del interior del país, una de cuyas tareas era servir de niñera a Malena. Era una típica chinita criolla, de piel oscura, pelo muy lacio y ojos de gitana, que entre otras cosas se dedicó a enseñarle palabrotas a mi hermana.
A Malena vine a conocerla como ser humano, adulta ya, madre de tres hijos, casada con un argelino de origen español, que habla nuestro idioma y el de sus padres con un fuerte acento francés. Yo siento adoración por ambos. Son gente linda, llena de benevolencia y generosidad. Hoy viven en Palma de Mallorca. Ella regala una dulzura natural y una rara expresión donde siempre se combinan una sonrisa acogedora y unos ojos entornados, expectantes y analíticos; y canta tangos con el alma, sin concesiones populacheras. Como mi padre, Malena también equivocó su profesión y se consagró a criar hijos, a cuidar de mi mamá y a cursar estudios para el profesorado oficial de lengua francesa; y nunca cantó en público hasta pasados sus cuarenta. ¡Qué crimen!
Hasta aquí, por ahora, estos brevísimos apuntes sobre los Chavarría.
Mi familia materna se inicia en Uruguay con un personaje escapado de las páginas de Corazón, la obra de Edmondo d’Amicis. Quien la haya leído recordará, entre las edificantes historias de niños italianos, una muy conmovedora que se titula «De los Apeninos a los Andes; y mutatis mutandis»2, esa fue la historia de Archemedo Schiffino, mi bisabuelo materno.
Según mi abuela Margarita, que nunca aprendió la lengua de su padre, el bisnonno3 era originario de una aldea calabresa llamada Santa Doménica4 del Talao. Desde niño yo intenté localizarla en mapas corrientes, incluso en los grandes planisferios de mi liceo; pero Santa Doménica no figuraba en todo el territorio de la Calabria.
Muchos años después, durante mis frecuentes viajes a Italia, pregunté por Santa Doménica a cuanto calabrés me encontraba. Nadie la conocía; pero un día, Eugenia, una de mis nueras italianas, experta cibernauta, la encontró en un mapa de una escala inusitada, situada en efecto al norte de la Calabria, no lejos del puerto de Scalea.
Todo me induce a pensar que el bisnonno fue un hijo natural, y barrunto que su presencia en Santa Doménica lesionaba algún onore familiare. De ahí que decidieran enviarlo a América, a la edad de nueve años. Cargaba por todo equipaje un atadito de ropa, una imagen de San Genaro, otra de Garibaldi, y como lujo especial de despedida, dos manzanas asadas.
A instancias mías, mi abuela repitió esta historia varias veces, y llegaba siempre un punto en que a ambos se nos aguaban los ojos. Yo recuerdo mi obstinación por precisar detalles que ella nunca dejó de confirmarme, pero hoy los supongo fantasías suyas. Era imaginativa y fabuladora de sobra; pero pese a la distorsión de los hechos contados, satisfacía mi curiosidad infantil.
Todavía, a solas y con los ojos cerrados, cuando oigo a Corsini, el tanguero favorito de mi abuela, evoco mi infancia y a veces, sus relatos. Ya no me provocan lágrimas, pero lamento no haber indagado más sobre su vida en familia, su noviazgo con mi abuelo, su viudez, la personalidad de Archemedo y de su enigmática madre de apellido vasco y piel muy morena, que en la foto color sepia del gran cuadro familiar, parece enferma de ictericia.
El pasaje más conmovedor sobre la emigración del bisnonno fue el adiós de su madre. Ella lo acompañó hasta un arroyito cercano a la aldea, donde le dio su último beso anegada en llanto, antes de entregarlo a Paolo, otro emigrante vecino, de catorce años. Desde allí, montados en una carreta donde también viajaban otros aldeanos silenciosos, de rostros compungidos, ambos muchachos arribaron al puerto de Scalea. Archemedo nunca olvidó los ojos de su madre, hinchados, ni sus pómulos cuarteados y las mejillas muy hundidas.
A mi pregunta de por qué no fue el padre a despedirlo, mi abuela respondió que ya había muerto; pero en su mirada esquiva y su interés por pasar a otro tema yo me olí, años después, que mi bisabuelo debió ser hijo de una madre soltera. No creo que toda su familia materna fuera tan desalmada como para no asistir siquiera a la despedida de un niño, al que lanzaban a enfrentar los rigores del mundo a la edad de nueve años.
Cuando el carromato se alejaba, Archemedo volvió los ojos a la aldea, encaramada en lo alto de una elevación rocosa y escarpada, único pedazo del mundo que le era conocido y del que nunca se alejara más allá de un lindero distante una media legua; y según le aseguró a mi abuela Margarita, iba invadido de tristeza por dejar a su madre, y de espanto ante lo que la vida y el mundo le deparasen más allá de aquel trillo.
Paolo, su paisano de catorce años, era un niño más hecho a la vida. Emigraba por indigencia. Sus padres, viticultores pobres, arruinados por la filoxera, originaria de Francia y que en pocos años devastó de norte a sur toda la uva de Europa meridional, vieron emigrar a seis de sus once hijos en busca del alimento que ellos no conseguían darles. Corría el año 1860. Paolo y Archemedo se aferraron el uno al otro como hermanos de sangre, y en casi treinta años no se separaron. Durante la primera noche en el mar, que abordaran en el puerto de Scalea, durmieron abrazados.
Según los recuerdos imprecisos del bisnonno, aquel velero a merced de voltarios vientos, los llevó primero a Barcelona, de donde retrocedieron a Marsella y a Arabia, una tierra de gente con chilabas y turbantes, tal vez Túnez o Argelia. Por fin, con un próspero viento del este que se mantuvo durante una semana, llegaron a unas islas que yo me figuro las Canarias o las Azores, donde encallaron y debieron pasar un tiempo en reparaciones del casco. Ambos muchachos, junto con el resto del pasaje, ayudaron en los calafates, y al hacerse de nuevo a la vela, recalaron por fin en un puerto de habla inglesa, donde también se demoraron una eternidad. Al Río de la Plata no llegaron hasta unos tres meses después del zarpe.
Conjeturo que por inspiración novelesca de mi abuela, en los hitos de esta travesía se ha colado su poco de fábula. A veces pienso también que mis propias fantasías literarias se deban en parte a una cuerda heredada de Margarita, sin duda la más imaginativa y menos creíble de mis antepasados conocidos. En todo caso, nadie de mi parentela supo echarme historias, falsas o verdaderas, tan entretenidas como las suyas. Descuento que mentía hasta por los codos, pero me regaló tradiciones y leyendas de su cosecha, colmadas de apariciones y supercherías espeluznantes, fruto quizá de sus terrores de niña campesina.
Yo le oí reiteradas versiones sobre un enredo de licantropía, en que el séptimo hijo varón de una familia vecina se transformaba en lobo los viernes de luna llena y salía a merodear por las quintas aledañas, para terror de sus moradores, trancados con mil cerrojos. En otra ocasión juraba haber visto, con sus propios ojos, a una hechicera del pueblo curar en un santiamén, con rezos y conjuros, una vaca agusanada hasta las patas. Y al tenor de estas, pobló mi infancia de historias pródigas en aparecidos, visiones y fantasmagorías que de niño me ponían la carne de gallina, y ya de adulto, cuando las evoco, me despiertan una sonrisa cómplice.
Más que a la verdad objetiva, yo aspiré desde pequeño a las historias bien contadas. A veces un diálogo acertado, una frase, una palabra, me espoleaban la reflexión, me aligeraban la soledad. Recuerdo por ejemplo a mi tío abuelo el Venado Sánchez, otro insigne embustero y virtuosísimo narrador oral del que apenas pude disfrutar porque vivía en el interior.
Una vez, el Venado me echó la historia de un jorobado proxeneta, temible en el bajo de la calle Brecha, en el Montevideo de 1910. Asesino despiadado, el jorobado capitaneaba la prostitución y el juego clandestino de aquel arrabal, y en una ocasión, no le gustó la cara de un advenedizo y mandó sacarlo del cabaretucho en que se hallaban. Un secuaz del jorobado acudió a cumplir la orden y el desconocido le reventó una silla en la cabeza. Entonces se le encaró el jorobado, revólver en mano, a reiterarle en persona la orden de expulsión. Y en boca del desconocido, el Venado puso este brillante parlamento: «Mirá, jorobao de mierda: Si me vas a matar, apuntá bien; porque si me errás, te masco la joroba y la voy a escupir a la muralla». Impresionado ante aquel guapo suicida, el jorobado sonrió, bajó la pistola y lo invitó a su mesa.
Nunca me importó si aquello era verdad o no, pero yo lo validé; y cuando fui más grande, la fuerza de aquella anécdota me enseñó que el desprecio a una amenaza, si es sincero, puede desarmar al peor asesino.
Sobre su propio padre, Margarita disponía siempre de un vasto repertorio. Aquellos dos niños calabreses, hermanados durante un trimestre de navegación, desembarcaron en el puerto de Montevideo, y gracias a un paisano que unos años antes había combatido con Garibaldi en la defensa de la ciudad, atacada por invasores al servicio del tirano Rosas, ambos consiguieron empleo en una curtiembre, donde trabajaban dieciséis horas por día, recibían albergue, comida y una ínfima paga.
Así y todo, por iniciativa de Paolo, ahorraron un dinerillo, compraron una miscelánea de utensilios de cocina, herramientas, hilos y agujas de coser, yesqueros, cordeles y una gran variedad de chucherías para empleo doméstico, y se fueron con un par de cestas cada uno, a recorrer de buhoneros toda la República.
Vendían sus baratijas con altísima ganancia en chacras y estancias, donde la atávica hospitalidad de la campaña oriental les permitía hacer noche bajo techo, almorzar y cenar gratis los pingües asados y la leche gorda de aquellas fértiles pasturas. Los domingos oían la primera misa cercana y por la tarde lavaban su ropa en los arroyos.
Caminaron por todos los departamentos de Uruguay, Rio Grande do Sul en el Brasil, las provincias de la Mesopotamia argentina. Y ahorraron dinero. Al cabo de veinticinco años de esta sociedad itinerante, Paolo se enamoró en el Chaco argentino y allí se quedó a vivir para siempre.
Su hermano del alma, con el corazón desgarrado, prosiguió solo un par de años más y por fin se enamoró de mi bisabuela, madre de Margarita, casó con ella, compró tierras y más tarde abrió una carnicería en las afueras de la ciudad de Porongos, departamento de Flores. Tuvieron once hijos y allí falleció él, pasados los 70 años. Murió analfabeto y, según mi abuela, dotado de una prodigiosa capacidad de cálculo que le permitía resolver en tiempo fulminante, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, las operaciones aritméticas fundamentales.
Yo me figuro que fuera de su dialecto calabrés, el bisnonno no hablaba bien ninguna lengua, ni siquiera el italiano. De seguro articulaba una mezcolanza que en mi país llamábamos cocoliche, frecuente entre inmigrantes de la Bassa Italia.
El bisnonno nunca comió en un restaurante. Su mujer e hijas le amasaban a diario la irrenunciable pasta, que consumía con una sencilla salsa de carne y tomates frescos; y el único postre que aceptó en su vida fueron las manzanas asadas.
Yo no lo conocí, pero recibí su influjo; pues había hecho de mi abuela, su primogénita, una cocinera inspirada, llena de creatividad y sentimiento, que de alguna manera, desde su preceptiva sobre qué y cómo se debe comer, debió transmitirme la fe de que para gozar de lo bueno, hay que pasar trabajo primero.
Margarita enviudó muy joven. Desde que nací y hasta su muerte nonagenaria vivió con mis padres; y aunque por los Chavarría y los Sánchez yo desciendo de ibéricos, en mi casa, los jueves y domingos, se comía siempre pasta italiana casera, amasada por Margarita, matrona vigilante, de severos ojos negros, peinado griego y jazmín en la oreja.
Recuerdo que pese a su considerable volumen, se sentaba durante horas sobre una pierna doblada, sacudía en vertiginoso subibaja la rodilla de la otra, y a veces, a solas, canturreaba de boca cerrada. Todavía a los setenta años comía grandes cantidades de carne, pan, leche y dulces. Ojalá sus genes me ayuden cuando llegue a una edad provecta, que por ahora prefiero considerar relativamente lejana
En la cocina, su rutina dominical eran los tallarines con una salsa inventada por ella, similar a la boloñesa. En realidad, su repertorio de salsas italianas era muy limitado, poco ortodoxo, y sobre todo, heterogéneo, como suele ocurrir en todas partes donde la culinaria de los inmigrantes pierde su identidad regional y sublima las esencias nacionales.
En el Río de la Plata, la comida hermanó a muchos italianos que en su patria se hallaban distanciados por los dialectos y localismos culturales; pero allende el Atlántico se reconocían gracias al vino, al ajo, los pimientos, la mejorana, la albahaca, el estilo de guisar y estofar sus carnes o de mecharlas con sabores mediterráneos, y sobre todo, su adicción a la pasta supranacional, irrenunciable.
Yo no soy un gourmet5, ni autoridad culinaria para juzgar hoy día la cocina de mi abuela; pero con toda franqueza y una excelente memoria palatal, juro que ninguna pizza me ha gustado más que la suya. Las he probado exquisitas, más elaboradas, de ricos y polícromos aderezos, mejor presentadas, pero ninguna me ha halagado tanto el paladar como la de mi abuela. Era algo cruda, dura, quebradiza y, por supuesto, muy alejada del modelo napolitano; no solo por la masa implegable de piso rígido y crocante, sino también por la audacia, variedad y permanente mutación de sus ingredientes. Pero doy fe de que aquel híbrido, merecedor quizá de un despectivo arqueo de cejas meridionales, fue una variante pionera de lo que hoy, en cualquier parte del mundo, por su aroma, colorido y sabor, sería una plausible pizza italiana.
Desde luego, no disponíamos en ese entonces de una mozzarella búfala y ella usaba los quesos nacionales, que no eran malos. Adulteraba también la polenta, según receta que por cierto no aprendió del bisnonno sino de un veneciano residente en Porongos, cuya preceptiva demandaba inmolarse junto a la marmita de barro. Para revolver la harina de maíz sin pausa, Margarita tiranizaba a sus dos hijas y a veces a mi padre, que adoraba el plato y con tal de disfrutarlo, se prestaba dócil al castigo. Margarita era implacable en su exigencia de aquel moto perpetuo, cuchara de madera en mano, para que la polenta no formase grumos. Pero nunca tuvo valor para sazonarla con pajaritos. El sucedáneo eran las perdices, muy abundantes en nuestros campos.
Para el pesto genovés, naturalizado en Uruguay desde los tiempos de la legión garibaldina, suplantaba los pignoli, inexistentes en aquellas latitudes, con nueces; y machacaba la albahaca muy dulce de nuestro país, junto con otras hierbas mediterráneas escogidas por el propio Archemedo, para otorgar al pesto un relampagueante contraste de amargor, y una vivacidad que nunca he encontrado en el canónico modelo de la Liguria.
Una de mis salsas preferidas era su aglio e oglio, emblemático del Mediterráneo, y tan homérico como sarraceno. Para evocarlo, cierro los ojos y siento todavía en las papilas, reminiscencias del alioli catalán.
Pero lo que con más fruición he comido en mi vida lo preparaba mi abuela cuando a veces me acompañaba a su pueblo natal, durante mis anuales vacaciones escolares. Eran tallarines verdes, que con la ayuda de sus hermanas y cuñadas, amasaba bajo el emparrado de un patio trasero, a la sombra de los árboles sembrados por mi bisabuelo calabrés.
De aquellos tallarines estivales, participaban unas treinta personas de la familia y algunos allegados. Según mi abuela, era también la pasta preferida de su padre, y como si fuera en su honor, la preparaba con particular devoción.
Margarita cocinaba lo que todavía se conoce en Uruguay y la Argentina como tucco6, una salsa de la Liguria que lleva más o menos los mismos ingredientes de la boloñesa, pero en vez de carne molida se usa un gran pedazo de cuadril, mechado con hierbas aromáticas y tocino.
La mesa donde mi abuela amasaba fue un diseño personal de Archemedo. Desde su cabecera, ante sus once hijos y decenas de comensales, el viejo presidía los tallarines dominicales con sus luengas barbas protegidas por una servilleta anudada al uso nostro.
Entre otras costumbres impuestas por él, Margarita y sus hermanas jamás amasaron donde luego se comería. Ciertos arcanos de su aldea natal, supongo, dictaban esta norma, asociada a no sé qué antigua vendetta contra el que disfruta la lujuria del pan en el mismo lugar donde se ha torturado la harina, y como las grandes comilonas veraniegas se efectuaban bajo el emparrado del patio, se amasaba en otro lugar. La mesa, una mole de caoba que exigía la fuerza de varios hombres, todavía en mis tiempos y como si el bisabuelo estuviera presente, era trasladada hasta un sauce de acogedora sombra, que lloraba agachado sobre una acequia, en un rincón del patio. Era allí donde padecía la harina. Yo pedía a veces permiso para mezclar los huevos, dentro de los varios cráteres de harina que preparaban las amasadoras. Me gustaba ver girar aquel líquido amarillo mientras se le iba incorporando poco a poco la harina con un tenedor, hasta adquirir la consistencia de una lava magmática. Una vez alcanzada la elástica compacidad de una masa, se la dejaba reposar. También reposaban las mujeres al favor de la brisa ribereña o de sus abanicos.
Era el momento en que mi abuela se ocupaba de los toques finales a la salsa, cocinada sin tapa en una marmita de anchísima boca. A esas alturas llevaba ya varias horas a fuego lento. Uno de los sabores más sublimes de aquella salsa se lo transmitía el humo azul de su propio fuego, nutrido de leños escogidos por su aroma.
Por fin, reiniciado el combate final con la masa, le arrancaban con crueldad grandes puñados, que sometían a pellizcos y torniscones, hasta adelgazar por fin con el palote dos o tres sábanas casi transparentes y verdosas por la acción colorante de la acelga molida. Y una vez extendidas sobre la mesa, las cubrían con mantelitos blancos.
Antes de cortar los tallarines, aquellas sudorosas mujeres se otorgaban otro descanso, bebían horchatas y limonadas, y yo me iba a jugar fútbol o a nadar en el arroyo.
Mientras tanto, los hombres adultos tomaban mate, bebían caña o grappa y jugaban al truco, a la taba, a las bochas7.
De regreso a mediodía, con un hambre fenomenal, me entregaba al masoquismo de oler aquel tucco que me recibía acogedor en la puerta, me acompañaba por los pasillos, trepaba por las paredes, y se enredaba entre los árboles del patio; y uno debía respetar el ritual de oler y no probar. Aunque el estómago te aullara, aunque las tripas burbujearan, debías aguantarte hasta la hora de servir, como predicaba mi abuela, como le había enseñado su padre. A los niños nos obligaban a lavarnos muy bien las manos, la cara, y a peinarnos.
La sensibilidad epicúrea y al mismo tiempo rústica de mi bisabuelo calabrés presidía aquella comida ritual, comunión familiar que oficiaban sus hijas.
Venía entonces la liturgia final, irrepetible, que hoy evoco con nostalgia. Era el momento en que los hombres dejaban aperitivos y juegos, y ante las conminatorias palmadas de la abuela, ayudaban a disponer la mesa en su sitio habitual, bajo el emparrado. Pero antes (y era tarea de hombres), se lavaba con agua hirviente la mesa donde las mujeres habían amasado y aquel engrudo blancuzco se dejaba escurrir hasta encharcarse bajo el sauce. Luego se raspaba bien la mesa y se la cepillaba hasta quitar todos los vestigios de la harina. Solo cuando el agua caía clarísima, la secábamos, y entre varios la reinstalábamos bajo el emparrado. Cuánta laboriosidad, y sin protestas.
Entonces, mi abuela y solo ella, en su calidad de gran sacerdotisa del rito ancestral y sin ayuda de nadie, cogía varios mazos de albahaca, romero, mejorana, hinojo, y frotaba con ellos el leño humeante de la mesa. Para aquellas ocasiones no usábamos platos, y en cada puesto, sobre la madera de la mesa sin mantel, se volcaban los tallarines verdes. Se servían bien escurridos y secos, con un hueco en el centro, sobre el que echábamos la salsa muy pastosa, rubicunda, y el queso blanco. Pero el olor que despedía aquella mesa te acicateaba, antes de enrollar el primer bocado, a hincarle el diente a la madera.
En Italia he preguntado por este ritual de los tallarines sin plato, servidos sobre una mesa caliente frotada con hierbas, y nadie ha sabido aportarme noticias de algo similar. Eso me defrauda un poco y me inquieta. ¿No corresponderá a alguna antiquísima tradición de Santa Doménica Talao, procedente de los griegos de la Molossía y el Epiro, hoy albaneses, establecidos en la Bassa Italia desde el siglo XV?
Sea como sea, con cierta inevitable tristeza me aferro a este recuerdo. Nunca he abandonado la esperanza de habitar algún día una casa con emparrado y piso de tierra, para refugiarme en ella el resto de mi vida y defenderme contra flores de plástico, mesas de fórmica, microwaves y fast food.
Pese a lo mucho que conversé con mi abuela Margarita, casi nada sé de su infancia. Ignoro cómo fueron las relaciones con su madre, la vasca Ibiñete, de la que solo conozco una imagen horrenda tomada de una foto familiar, donde posa el matrimonio y sus numerosos hijos, todos tiesos, endomingados con sus trajes de los años 20 y miradas suspicaces, temerosas. El único que se muestra afable y desinhibido es el bisnonno, de luengas barbas patriarcales, una calva muy blanca que contrasta con la intensa negrura de su esposa, cuya piel se veía afectada, según Margarita, por una enfermedad del hígado. Debió ser ictericia, o cualquiera de las formas de hepatitis causadas en mi país por el carnivorismo salvaje de entonces. Aquella imagen de mujer enteca, de color azufrado y una mirada de rencor, me inclinó a pensar que la vida familiar bajo su férula no debió de ser muy agradable. Tal vez me equivoque, y mucho; pero aquella expresión aviesa de la foto parecía coincidir con el drama de uno de sus hijos, cuyo nombre no recuerdo. Ella vivía desconsolada por aquel muchacho que a los 18 años era ya un alcohólico, y le imploraba que dejase de tomar. Y una vez él le juró que cuando pasara el día de su santo no volvería a beberse un trago. Y en efecto, le cumplió la promesa: al día siguiente no amaneció. Sus hermanos oyeron un disparo en la madrugada y lo hallaron muerto en su cama, con la sien destrozada por el balazo.
Nada supe de las relaciones de mi abuela Margarita con sus demás hermanos, ni siquiera de su noviazgo y matrimonio con mi abuelo Ciriaco Bastélica. De él solo sé que era albañil de profesión e hijo de un tal Genaro Bastélica, emigrado desde Córcega tras una disputa entre hermanos por una cría de caballos. Ya adolescente, merced al morbo de mi abuela, tan aficionada a los relatos espeluznantes, supe que a su Ciriaco lo envenenó una querida suya, despechada porque él no se separaba de Margarita. Jamás me refirió tampoco cómo crió a sus dos hijas durante una prolongada viudez, de por lo menos diez años, hasta su segundo matrimonio con Juan Barnèche, que fue mi abuelo suplente, porque ya vivía con ella cuando yo alcancé uso de razón. Lo recuerdo como un hombre bajito, muy dulce y cariñoso conmigo, que con frecuencia me sacaba a pasear y me compraba golosinas.
Mi madre era maestra de la Escuela Italia, en el barrio del Reducto, y allí me inscribió en marzo de 1940 para cursar la enseñanza primaria. Recuerdo con especial desagrado aquellas primeras semanas, cuando concluía mi infancia feliz. De lunes a viernes, cogido de la mano de mamá, debía caminar seis cuadras hasta la parada del 158, un ómnibus que en veinte minutos nos dejaba en la puerta de la escuela. Vinieron entonces los esfuerzos, compromisos y tribulaciones que me han perseguido como una sombra, con distintas variantes, durante el resto de mi vida; y por curiosa paradoja, lo que hoy más me ayuda a soportar mis muchos años son esos esfuerzos, compromisos y tribulaciones. Cuando tenía seis, era necesario despertarme todavía a oscuras y salir de las cálidas sábanas al ambiente frío de aquella casa sin calefacción, en extremo inhóspita desde el inicio del otoño y hasta casi el final del curso escolar. El cotidiano rito de lavarme, peinarme y dejarme vestir, me resultaba una rutina deprimente. Más de una vez intenté negarme, fingirme enfermo, pero siempre me sometí a la autoridad de mi madre. Sobre las siete nos sentábamos a desayunar con Juan y mi abuela Margarita. Ingerir cualquier alimento a esa hora era parte del rosario de tareas desagradables que me esperaban hasta el mediodía. Me estremecía de solo pensar en la brisa que azotaba las calles de la muy ventosa Montevideo. Odiaba el olor de las aulas, a goma de borrar y tiza, y la insoportable inmovilidad que se me imponía durante las clases.
Mi maestra de primer grado, a quien después quise mucho, me pareció al principio de las clases una arpía abominable. En mis divagaciones escapistas, yo era a veces un mago y le aplicaba trucos que la desaparecían de mi vista.
Pasados tres meses del inicio de mis clases, una mañana de pleno invierno, a la hora del desayuno, vi con gran alarma a Juan Barnèche derramando gruesos lagrimones sobre su plato de sémola con leche. Observé también los ojos hinchados de mi mamá y su inesperada mueca de tristeza, mientras planchaba mi guardapolvo blanco y la gran moña azul que usábamos los alumnos de escuelas públicas. Ya en camino hacia la parada del 158, cogido de su mano, le pregunté por qué lloraba el abuelo Barnèche. Ella volvió a enjugarse un lagrimón y me explicó que ese día las tropas alemanas habían tomado París, la capital de Francia, donde nacieron los padres de Juan Barnèche. Y me describió una ciudad esplendorosa, atravesada por un río, embellecida con monumentos, edificios y plazas donde habían ocurrido hechos memorables para la historia del mundo, y que fue además cuna y morada de sabios, artistas y grandes benefactores de la humanidad.
Ni qué decir que mi madre era una francófila extremista, y también ella, como el abuelo Barnèche, se sentía lesionada por la invasión de los nazis. Por la parte que a ella le tocaba, quizá asociara su sangre corsa con las glorias napoleónicas y la grandeza de Francia. Esto lo deduzco por un gran medallón que se mandó enchapar en oro, con unas líneas del testamento de Napoleón, donde dispone: «Deseo que mis cenizas reposen sobre las riberas del Sena, en medio del pueblo francés al que tanto amé».
Aquello, ipso facto, me convirtió en un niño francófilo, y desde entonces acosé a mi madre y al abuelo Barnèche para que me ilustraran sobre París y los franceses.
Ya he dicho que aparte de una muda de ropa y sus dos manzanas asadas, el bisnonno abandonó Calabria bajo la protección de San Genaro y Giuseppe Garibaldi. Las dos estampitas a las que de niño rezó y confió sus angustias lo acompañaron toda la vida.
Años después, cuando Archemedo ya fue persona respetable, pater familias, propietario de ocho chacras (como se llamaba en mi país a las pequeñas granjas), mandó pintar un óleo de Garibaldi, al pie del cual siempre ardió una vela y nunca faltaron flores frescas. Margarita, la preferida de Archemedo, heredó el cuadro y el compromiso de alumbrarlo.
Durante mi infancia, en las paredes del dormitorio de mi abuela colgaba una galería de retratos familiares. Pero sobre la cabecera de su cama destacaban dos cuadros casi del mismo tamaño, de burilados y resplandecientes marcos: un Cristo comercial, con semblante de escandinavo triste y asexuado; y Garibaldi, ídolo de su padre calabrés, de gran apostura viril, su melena rubia, su poncho blanco y la camisa roja.
Aparte de la única vela que les destinaba mi ahorrativa abuela, el rabí de Galilea y el Héroe de Dos Mundos, como lo llama Alexandre Dumas en su biografía del gran guerrero, debieron compartir, algo después, el espacio preferencial de la cabecera, con el general De Gaulle. Eso ocurrió a poco de la toma de París por los alemanes, en consideración al segundo esposo de mi abuela. Pero ante aquel Cristo inexpresivo y la escasa belleza del Grand Charles, el galán don Giuseppe se robaba la escena.
Muchos años después, yo también fui un fervoroso garibaldino y escribí sobre su espíritu internacionalista, su valentía e innumerables hazañas militares en dos continentes. Tras defender los intereses populares en el estado de Rio Grande do Sul durante la llamada Guerra de los Harapos, Garibaldi y su Legión Italiana combatieron a lo largo de varios años en defensa de Montevideo, por puro altruismo. La paga fue un puñado de harina y un poco de aceite para su pasta diaria.
De regreso a Europa, Garibaldi le arrebató al Papa, a los austríacos y a los borbones, la independencia italiana, y como general de la Comuna de París nunca perdió una batalla. Después, reyes y emperadores que no veían con buenos ojos sus éxitos libertarios quisieron apartarlo de la escena política europea y le ofrecieron títulos nobiliarios, palacios, riquezas, matrimonios principescos para sus hijos; pero él renunció al boato y a la figuración, y cuando llegó su hora del retiro, escogió vivir como un simple pescador en la isla tirrena de Caprera.
Yo lo adoro como a un Che Guevara del siglo XIX. No obstante, en aquellos días de mi acendrada francofilia infantil, yo le rezaba a diario una plegaria furtiva al Señor para que iluminase al héroe francés en sus propósitos de liberar su patria, y de paso vigilaba a mi abuela para que no me viera acercarle al General la vela ubicada por ella en el centro de su sagrario.
Cierta precocidad mía determinó que mis amigos de infancia y juventud fueran siempre mayores que yo. A los seis años alternaba con niños de diez, y a los dieciocho con adultos treintañeros.
Vivíamos en el barrio Sur, calle Julio Herrera y Obes, número 1187, entre Canelones y Maldonado. En aquel vecindario de familias cuidadosas de su respetabilidad y apariencia, nos adornábamos con un par de médicos particulares y una clínica traumatológica. En la cuadra destacaba el hermoso edificio blanco de una sinagoga, realzado por dos bellos vitrales redondos con la estrella de David. En una esquina teníamos la panadería La Catalana, y en la otra el bar de los hermanos Taboada, frente a la verdulería de José Russo.
Ya he dicho que mi padre obrero pensaba como un latifundista; pero mi abuela, una pueblerina venida a más gracias al rango social adquirido por su primogénita graduada de maestra normalista, se esforzaba por vestir, hablar y gesticular según los patrones del modelo pequeñoburgués capitalino, que también seducía a mi madre. Y yo, mientras viví en Uruguay, siempre ignoré, desde una perspectiva práctica, emocional, a qué clase pertenecía. Sin duda, no al medio sindical donde mi padre estuvo un tiempo bastante activo y a cuyos locales y reuniones me llevaba con alguna frecuencia; ni a las ínfulas de los primos y tías de su encopetada parentela terrateniente; ni a la pacatería y extremo cuidado de mis modales y apariencias, que me imponía la preceptiva emergente de mi madre y mi abuela.
Era la belle époque económica de Uruguay, y para la América latina de entonces, un modelo de democracia y bonanza al que llamaban la Suiza de América. Como productores de carne, cuero, lana y trigo, el país se enriqueció durante las dos guerras mundiales del siglo XX.
En nuestro núcleo familiar nunca se vivió con holgura, pero tampoco conocimos miserias. Vivíamos al día, con una estricta contabilidad y mucha moderación en los gastos. A mí me vistieron siempre a crédito y así dispuse de ropas y zapatos para el diario y los domingos. Mi madre se quejaba del calzado que yo rompía en el fútbol callejero y en juegos como el titiriyá, en que corríamos grandes distancias sobre un radio de unos 500 metros.
En cuanto a la Suiza de América, muchos se creyeron el fraude de la democracia, y pensaron que el país, por su gran espíritu cívico, estaba inmunizado contra el militarismo y los golpes de Estado, tan frecuentes en la región. La miseria extrema, inconcebible en algunos casos, de los campesinos zafreros en la caña de azúcar, el arroz, la remolacha, era ignorada por las grandes mayorías del sudoeste muy rico y la capital del país. La toma de conciencia de que entre los pobres de la tierra pasaba el epicentro de la lucha de clases en el país solo vino a revelarse hacia mediados de los años sesenta. Las marchas campesinas y la denuncia de la izquierda militante, en particular la de los tupamaros, abrió los ojos de grandes sectores progresistas.
Los años setenta demostrarían luego que en Uruguay también abundaban los gorilas carniceros, asesinos, cipayos de los EE.UU. y promotores de torturas y desapariciones.
Treinta años antes, pese a la tranquilidad de nuestra cuadra, en sus alrededores abundaban las familias proletarias y cierto lumpen de mal vivir.
Los muchachos, para jugar y corretear por las calles, debíamos manejarnos con prudencia. Mi familia ocupaba una casita pequeña y estrecha donde yo me sentía enjaulado. Mis padres debieron consentirme jugar en la calle, y cuando yo no estaba a la vista, sobre todo al atardecer, se afligían mucho.
La constante represión y los castigos que me imponían por desobediencia me amargaron la infancia en aquella casa. Llegué a desarrollar un gran rencor contra mis padres, y a la edad de ocho años comencé a planear mi fuga; pero de esto hablaré más adelante.
Entre los peligros latentes en lugares alejados de mi cuadra, estaba el de recibir una paliza gratuita, con hinchazón de ojos y sangrado de narices, por el simple hecho de no gustarle a cualquier matón de los alrededores. Eran muy peligrosos los habitantes de dos conventillos8 situados a unos 100 metros de mi casa, pero los de la calle Isla de Flores, hoy Carlos Gardel, distantes unas cinco o seis cuadras, eran los más temibles.
Yo amé el fútbol y fui hincha del Nacional de Montevideo, considerado el equipo de los pitucos9, y cuando perdíamos me sumía en una depresión que a veces me duraba un par de días. Por el fútbol nos peleábamos, rompíamos amistades, y para practicarlo en aquel barrio se requería cierto valor, porque a las canchitas, abundantes en la Rambla costanera, acudía lo más aguerrido del lumpen local. En nuestra cuadra hubo solo un guapo que sacaba la cara por los demás. Era el hijo de un obrero judío ruso y una madre lituana, ambos comunistas. Pero el muchacho les salió un delincuente y muy temerario. Por sus ojos achinados le decíamos el Fuma, apócope de Fu Manchú, protagonista de una serial cinematográfica en boga.
Todos los años, la Intendencia Municipal de Montevideo talaba los plátanos (árbol urbanístico predominante en París, Madrid y tantas ciudades europeas), y durante un par de días, las calles quedaban cubiertas del follaje cortado que ocasionaba peleas tremebundas entre cuadras vecinas, donde los muchachos salían con frecuencia heridos.
Las ramas y los gajos, inservibles y carentes de todo valor, se convertían para nosotros en trofeos y prendas de honor por los que debíamos batallar contra la piratería de las cuadras aledañas, que llegaban en plan de saqueo. Combatíamos por puro amor a la guerra, sin recompensas de botín ni areté. En una de estas broncas callejeras, el Fuma se destacó y bajo su capitanía conseguimos por primera vez no escondernos y salir al combate llenos de fervor. El Fuma enfrentó con ferocidad a los más bravos invasores, hirió a un par de ellos y eso nos animó a los burguesitos de nuestra cuadra, hasta el punto de infligir al enemigo una retirada indigna.
En ocasión de una de esas talas, el Fuma vio llegar al Moraz, capitán de la banda más temible del barrio Sur. Lo seguían, como de costumbre, varios de sus secuaces; y el Fuma, al que el Moraz había maltratado poco antes durante un partido de fútbol en la Rambla, ante aquella peligrosa invasión de nuestro territorio, corrió a su casa, como todos los demás muchachos de la cuadra; pero nadie imaginó su regreso casi inmediato, armado de una botella de alcohol con la que empapó a los enemigos para enseguida prenderles fuego. Mientras el Moraz y los suyos, horrorizados, trataban de apagarse, y el panadero de la esquina intentaba echarles jarros de agua, el Fuma agarró un gajo nudoso y machacó de lo lindo al Moraz, de suerte que si no intervienen algunos vecinos mayores, lo habría desfigurado.
En la esquina de Río Negro y Maldonado, a 200 metros de mi casa, existía un bar de mala muerte, propiedad de un carterista retirado que muchos de sus colegas frecuentaban. En nuestra jerga se les llamaba punguistas o pungas. En la vivienda del propietario, contigua al bar de los pungas, funcionaba una escuelita con el clásico muñeco de cuyas ropas colgaban campanitas para que los aprendices realizaran prácticas similares a las que describe Dickens.
El Fuma debió ingresar allí con unos 15 años. Según me contó mucho después, su primer trabajo fue el de «acomodador» en ómnibus o tranvías. Mediante ciertas maniobras aprendidas en la escuela, él debía ingeniárselas y ubicar al «punto» o candidato al cartereo, en una posición favorable para la faena de los «cirujanos», como se llamaban los pungas del trabajo fino. Al igual que un equipo quirúrgico, subían al transporte público en grupos de cuatro o cinco, cada uno con su función específica. El «tanteador», de manos muy prudentes y sensitivas, localizaba el bolsillo donde presumía la existencia de billetes u otros valores, y lo daba a conocer pronunciando en voz alta la clave correspondiente: «grillo izquierdo» era el bolsillo lateral del pantalón, «shuca adentro» era el bolsillo interior de la chaqueta, y así por el estilo.
Preparada la escena del delito, el punga de aspecto más respetable dentro de la pandilla se situaba cerca del candidato y dejaba caer algo que motivara su ayuda. Esto daba pie para el agradecimiento y un breve coloquio, y tras la técnica del «acomodador», según la ubicación del bolsillo, actuaba uno u otro «cirujano». Si era necesario, intervenía también un «tijeras» con su hoja de Gillette, para abrir por la espalda o los lados una chaqueta, sobretodo o lo que fuera, en aras de facilitar la cirugía.
El Fuma no tuvo paciencia para asumir el aprendizaje en las etapas previstas y comenzó a carterear por su cuenta, primero solo y luego acompañado de otro alumno impaciente por entrar en acción. En una de estas andanzas lo pillaron y fue a parar a la penitenciaría de menores, de donde se fugó unos meses después, muy enriquecido ya en el conocimiento de las fechorías usuales en la época. Tras la fuga de la cárcel de menores fue a dar al Brasil. Yo no volví a verlo hasta principios de los años cincuenta, en que regresó vestido con un traje de piel de tiburón, zapatos de charol, una gruesa cadena de oro al cuello, y los manicurados dedos cargados de sortijas.
También era motivo de broncas, entre los muchachos de entonces, la intolerancia y agresividad contra los eventuales donjuanes que se atrevieran a enamorar niñas de un barrio ajeno.
En nuestra cuadra vivía una beldad, llamémosle Rosita, por la que suspirábamos todos los muchachos del barrio. Yo la amaba en secreto, sin atreverme a demostrárselo. Me flechó desde que la vi, a la edad de ocho o nueve años y desde entonces pensaba en ella noche y día. Era un amor lírico, que no me provocó masturbaciones ni apetencias sexuales concretas. Aquella Dulcinea, señora absoluta de mis pensamientos, me acompañaba en todas mis soledades diurnas; y por las noches, se tendía sobre mi almohada, y yo me demoraba mucho en dormirme, embelesado en la adoración de sus ojos grises y su dentadura perfecta.
Como yo asistía a la escuela de 8 a 12 y ella de 1 a 5, solo a las 6 de la tarde yo podía entregarme a la gloria de verla. A esa hora, Rosita se asomaba a la vereda de su casa para derretir todos los corazones que palpitaban por ella. Hoy la recuerdo como una femme fatale, consciente de su avasalladora seducción, que nos deparaba con una coquetería casi profesional mientras jugaba con sus amigas. Los muchachos siempre buscábamos algún pretexto para estarle cerca y derretirnos en su contemplación. Yo sufría de unos celos terribles cuando la veía simpatizar o noviar por breves períodos con alguno que otro de mis compañeros de la cuadra, mayores que yo y casi todos más audaces y aptos en lides amorosas. Para mí quedaban la resignación y el dudoso pero intenso placer de admirarla todos los días por la tarde. Verla una vez sonreír pizpireta ante los requiebros de un galán advenedizo, de unos 15 años, jinete en una bicicleta de carreras, llegó a enfurecerme y hasta me incitó a promover una escena de violencia. Convencí a otro par de enamorados, y entre los tres lo ahuyentamos a pedradas.
Para mi desgracia, la madre de Rosita la inscribió un día en una academia de danzas españolas, adonde acudía tres veces por semana desde las 5 y media. Su ausencia en aquellas ocasiones me agriaba el humor. Privado de mis contemplaciones vespertinas, hasta se me quitaban las ganas de participar en los juegos del barrio.
Un día en que tocaba la maldita clase de danza, acicateado por la desesperación, se me ocurrió telefonear a casa de Rosita, poco antes de su salida para la academia. Fingí una voz de mujer y dejé el recado de que ese día se suspendían las clases por enfermedad de la profesora; y con aquel truco me regalé una tarde gloriosa, en que disfruté de mi amada casi en exclusiva.
La abuela de aquella niña preparaba también una pizza, no tan buena como la de mi abuela, pero muy apetecible, de la que solía enviarnos a la casa un buen trozo, y eso había ocurrido la víspera, de modo que durante la misma tarde de la llamada fraudulenta, mi abuela me pidió llevar a casa de Rosita una pasta frolla, torta italiana muy popular entre nosotros y en la que ella se lucía como repostera. Al llevar la bandeja me invitaron a pasar. Rosita me regaló un concierto de castañuelas, y luego jugamos al Monopolio con su hermana y su mamá durante un par de horas. Para colmo de mi felicidad, a esa hora caía un fuerte aguacero y no se veían muchachos en la calle. Así logré, por única vez, disfrutarla toda una tarde para mí solo.
Una semana después, inventé otro pretexto y volví a llamar con voz falseada, pero no conseguí que Rosita faltara a su clase. La madre notó mi truco, y aunque no me dijo nada ni me denunció ante mis padres, esperó la ocasión de darme un escarmiento; y a los pocos días, con cualquier pretexto, me invitó a su casa, p