ENTREVISTADO: CARLOS MARÍA RAMÍREZ
¿Me decís, Pepa, que la propia Adela ya te ha dicho que sabe todo lo que ocurrió entre Pedro y la Dickinson en Washington? ¿Lo que se dice “todo”, pero “todo”?
¡Nunca me imaginé que Pedro llegara a tal extremo de transparencia! Bueno, ¡a esa mujer no se le puede ocultar nada! En el arte de arrancar confesiones, nadie ha de superarla. ¡Qué espina le resultó en su vida la existencia de Annie Dickinson!
—No me agrada que haya sido ella, y no yo, la que le abrió a Pedro su camino en la vida —me dijo una única vez—. Yo lo acompañé, y solamente yo fui la madre de sus hijos y él me reconoció siempre como tal; pero ella, aunque para siempre ausente, nunca dejó de guiar su pensamiento.
Yo no sabía que Adela le había encargado a Bartolito que averiguara cómo le había ido a Annie después de 1868 y, por supuesto, menos que tenía esas tan penosas noticias. Ella nunca me las comunicó. De haber vivido para saberlas, Pedro hubiera lamentado mucho esas penurias tan injustas. La tuvo siempre en el máximo pedestal y no pongas en duda que se hubiera solidarizado con ella. Por lo pronto, sería muy consciente de la causa de sus desventuras.
—No he conocido persona más noble, más corajuda, más inteligente y más sensible que Annie —lo oí afirmar unas tres veces, la última estando ya casado con Adela, pero siempre en su ausencia.
Y decía “persona”, era claro que incluía a los varones y a las mujeres. A todos. A Adela también.
Afortunada decisión la nuestra de comenzar el libro por Latorre, y no por el frustrado pero muy romántico encuentro final entre Pedro y Anne Elizabeth, como estuve tentado de hacer en mi biografía. Bartolito resultó mucho más discreto y caballeresco que yo. Me pliego entonces a su silencio y delego en Adela la decisión de revelar o no el peculiar secreto de esa sexta y última noche de la estadía de Annie en Washington. Me limitaré a contarte esto: Pedro decía que nunca vivió “horas de mayor ternura y más penosas”. Y, por las dudas de que Adela calle, te sugeriré en titulares lo que pasó. Pedro llegó a introducirse en su lecho, pero Annie nunca dejó de dudar. Osciló siempre entre la aceptación y la aprensión y, al fin, se liberó del arrobamiento de las palabras y de las caricias con que Pedro casi había logrado seducirla.
Bueno, cambiemos de tema, porque si no lo hacemos daré otros detalles que no me corresponde revelar.
¿Me permitís que, antes de contarte el arribo a Montevideo, me demore unos instantes en comentar la carta de Bartolito? Creo que es oportuno rescatar detalles de la increíble fortuna de que gozó Pedro para que Sarmiento, sin vacilaciones, no lo alejara de sí y lo recibiera, dándose oportunidad para captar en esas breves entrevistas las nobles potencialidades que su joven visitante encerraba.
Te pido tiempo, también, para redondear el análisis de los impactos que el viaje produjo en la personalidad de Pedro y en la pacata sociedad montevideana.
* * *
Si Pedro no hubiera sido primo de los Varela Cané, el Viejo jamás lo habría recibido.
Esto es evidente, no solo por las suspicaces inferencias de Bartolito, sino porque el propio Sarmiento lo confesó durante el viaje de regreso. Y Pedro, prudentemente, tuvo que pagar el precio de pasar en la Legación por admirador del inescrupuloso diario de sus primos, para acceder a un trato prolongado con su venerado educacionista. No sabía él que don Domingo guardaba más recelosa opinión que la suya respecto de La Tribuna.
Ya no estaban lejos de sus hogares. Habían zarpado del Janeiro. Una noche tibia pero brumosa, calmo el mar, después de cenar salieron a cubierta para que Pedro fumara el delgado habano con el que despediría el tabaco por ese día. Me dijo que se sentía bien, pletórico de optimismo, y que le parecía un sueño haber accedido en tal grado a la confianza de quien sería presidente de los argentinos. “No cualquier presidente, sino que ha de ser el más grande”, pensaba. Lo notaba cambiado, sin la ferocidad en la que caía frecuentemente en el pasado.
El Viejo se habrá fastidiado viéndose en cubierta, acosado por la brisa cálida pero húmeda que le había obligado a subirse el cuello de su levita, y acompañando a un mozalbete, silencioso y absorto en su cigarro, que no se dignaba dirigirle la palabra.
—¿Por dónde andan sus pensamientos? —le gruñó, exigiéndole atención.
Pedro pudo hacerse una idea de su fastidio, pero me aseguró que no se inmutó. “Estaba en mí la posibilidad de halagarlo de inmediato”.
—Pensaba, señor, en las increíbles vueltas de la vida.
Como deseaba concederse una pausa, inhaló una larga bocanada. Y cuando el humo ya volvía de los pulmones, añadió:
—¡Nunca el tío Florencio, muerto hace veinte años, influyó más en mi vida que cuando lo visité a usted en Nueva York!
Sarmiento se tomó su tiempo para responder:
—¡Cierto! ¡Muy pero muy cierto!
Y agregó con sarcasmo:
—¡El mártir de la libertad! ¿O del amor libre? ¿Mi precursor?
Parecía que pesaba en él la versión blanca o nacionalista de la muerte de don Florencio: el amante que había sido víctima del puñal del marido engañado. Pedro, desde que advirtió con dolor la escandalosa benevolencia de su tío Bernardo con Andrés Cabrera, al permitir que alguno de sus subordinados lo dejara circular libre y uniformado de policía por las calles de Montevideo, había sido el primero de su familia en inclinarse por la versión de la Defensa: el alevoso y premeditado asesinato político, encargado expresamente o atizado con insidia, incendiando aún más los celos del homicida.
Sarmiento repitió:
—¡El mártir de la libertad! ¡Cómo usaron sus primos esa imagen para empezar a publicar La Tribuna! Si no fueran hijos de Florencio, no sé si se les habría adjudicado la imprenta del Estado, con un arrendamiento irrisorio de unas habitaciones en la propia Casa de Gobierno. Tampoco estoy seguro de que prosperasen tanto, si no se les hubiera subsidiado con la adquisición de quinientos ejemplares diarios y si no se les hubiese tolerado una orientación tortuosa, a veces desembozadamente opositora, con algún ministro que les desagradara, en un diario éticamente obligado a ser oficialista para no caer en la ingratitud.
”Cuando se referían a su padre, muchas veces lo aludían con esa frase que, cuando la usaban, pasaba a ser un epíteto homérico: «¡Florencio Varela, el mártir de la libertad!». En realidad, lograban que los lectores leyeran: «¡Nosotros, los Varela Cané, los jóvenes en quienes late la misma sangre que ofrendó el mártir de la libertad!».
”Así, cuando eran unos niños, su madre y Héctor, el mayor, convencieron a Valentín Alsina, padre de Adolfo, mi adversario electoral y apenas dentro de unos días mi vicepresidente, para que gestionara y lograra que el Gobierno de Buenos Aires costeara los estudios de los once hermanos.
Pedro lo escuchaba atónito. Se diría que Sarmiento, ya sabedor de que había sido electo presidente, no tenía prurito en transparentar la verdadera opinión que le merecían sus primos, la que, dicho sea de paso, se aproximaba mucho a la que él se había cuidado de manifestarle. Muchas veces, antes de su viaje, habíamos comentado que La Tribuna, pese a su exaltado liberalismo, era un diario más comercial que político, del que debíamos aprender más que nada su arte para conseguir avisos y atraer detrás de sí, como el flautista de Hamelín, a una masa de lectores no cabalmente cultivados, que querían sentirse conocedores de los entretelones políticos e íntimos de los poderosos. Debíamos evitar, por supuesto, su estilo chabacano y su maledicencia.
Sarmiento prosiguió:
—Para que mida bien lo que cuenta el azar en la vida de los hombres, le voy a confesar que tiene usted toda la razón. Yo lo recibí en Nueva York por el único motivo de que era primo de Rufino y Mariano, y podía servirme de guante protector para que mi trato con La Tribuna no contaminara mi causa.
”Yo no los valoraba como un apoyo decisivo; pero me convino aceptar, casi sin sopesarlo, el ofrecimiento que Rufino me hizo llegar por carta. De sus primos, Varelita, Rufino fue quien siempre me ha impresionado como el más sensato y el de más puras y desinteresadas intenciones.
”Confieso que esa adhesión a mi candidatura me resultó extremadamente sorpresiva y, si la estimara más, hasta tendría que llegar a decir que me pareció caída del cielo. Todos suponíamos que los Varela Cané iban a respaldar la candidatura de Adolfo Alsina, íntimo amigo e hijo de Valentín, su afectuoso y constante benefactor, la figura paterna con que suplieron la temprana pérdida de Florencio. Por otra parte, Mariano era, en ese entonces, ministro de Alsina en el Gobierno de la provincia de Buenos Aires.
”Más que me apoyaran a mí, importaba que no respaldaran a Adolfo. Aunque no consideraba que La Tribuna fuese un factor decisivo o importante en la dilucidación de las elecciones. Desde su fundación, acumulaba una maravillosa serie de fracasos electorales: jamás había apoyado a candidatos que resultaran triunfadores. Claro que, después de la quinta o sexta tentativa, podría venir una séptima que quebrase la larga racha adversa. En los últimos años, había crecido considerablemente su tiraje y el respaldo de sus avisadores.
”¡Qué azarosa fue la decisión de sus primos! Incidió el hecho de que Héctor, el menos confiable de los hermanos y el jefe del clan por su mayorazgo y esa autocomplacencia que siempre le ha inhibido toda duda o escrúpulo, estuviese fuera del país.
”Más trascendente ¡y conmovedor! aún me ha resultado que Rufino me admirara y me prefiriera a Adolfo. Pero la voluntad de Rufino no hubiera bastado para resistir los embates que, desde la otra ribera del Río, habría de ensayar Héctor, quien sabe bien que no lo tolero y lo considero capaz de todo embuste.
”Por eso fue decisivo que Mariano, pese a su leal amistad con Adolfo Alsina, imprevistamente se inclinase por mí. Unitario obcecado, que rechaza a todo político, apenas este haya profesado en su pasado ideales más o menos federales o que no hayan sido inequívocamente unitarios, veía con profundo desagrado y creciente recelo los contactos que Adolfo, por consejo de Mitre, estaba ensayando para granjearse el apoyo de personalidades del federalismo del interior del país. Por eso terminó respaldando a Rufino. Fíjese, si Mariano no hubiera hecho ese inesperado giro en sus inclinaciones, su presencia en nuestra Legación, Varelita, me hubiera resultado absolutamente indiferente.
”Pero, recibido el apoyo de La Tribuna, y oído su apellido y confirmado por Bartolito el parentesco, yo lo acepté con ciertos remilgos. No quería dejar suelta en el país una correspondencia escrita por mí a la peligrosa Redacción de ese diario, máxime cuando Héctor, siempre imprevisible y prepotente, podía volver en cualquier momento y retomar el timón.
”Bartolito, por hijo de Mitre, no podía ser el informante que yo necesitaba. Y en eso… ¡cae usted! Y cumple admirablemente esa función, para granjearse mi aprecio y para que a mí me importara cada vez más mantenerlo en mi círculo. Visto de afuera, usted estaba mucho más cercano a ellos que a mí. ¡Ya podía enviarles a sus primos material que a mí me quedaba demasiado comprometedor, como la carta en que puteé a Mitre, rechazando el Ministerio que acababa de ofrecerme al regresar del Paraguay para retomar el ejercicio de la Presidencia! ¡Suya y para nada mía, Varelita, sería la responsabilidad! Bien podía alegar yo que había recibido en mi entorno un caballo de Troya.
”Ya la primera vez que nos vimos, usted, probándome que era un excelente lector de mis obras y, por lo tanto, un muy vulnerable interesado en la educación popular, me generó un afecto que yo no preveía, porque pasé a verlo bajo la luz de intereses mucho más nobles y perdurables.
”Sí, Varelita, ambos tuvimos mucha suerte al conocernos en el momento en que usted me visitó. Hoy, más que agradecerle los servicios electoreros que me dispensó, lo estimo sinceramente y abrigo inmensas expectativas ante su futuro.
”Pero lo admito: yo lo recibí para usarlo.
”¡Y mire usted en qué afectuoso vínculo hemos desembocado! ¡Suerte para su patria que usted no sea argentino ni le interese serlo! De lo contrario, en Montevideo, saludaba de pasada a los suyos y seguía conmigo a Buenos Aires. ¡No avizoro mejor secretario general de la Presidencia!
Don Domingo calló y perdió la mirada en el océano. Instantes después, como si todavía estuviera sumido en esa melancolía metafísica que suscita toda contemplación de la inmensidad, lo miró a Pedro de reojo para explorar la reacción que pudiera trasuntar su semblante ante lo que no dejaba de ser un ofrecimiento, aparentemente hipotético pero sustantivo.
Lo vio inmune a esa halagadora posibilidad. Casi con fastidio le comentó, sin apartar los ojos del mar:
—Después de todo, si de patrias habláramos, sería regresar a la tierra de sus mayores…
Pedro no demoró en contestarle:
—No pasé por Galicia, pero no tengo ningún motivo para repatriarme en ella.
El Viejo se sonrió, le palmeó el hombro y, con la resignación que llegado el caso siempre cultiva un espíritu superior, volvió a su ensimismamiento ante el océano.
* * *
¡Bueno, Pepa, sí! ¡Gracias por considerarme el más detallista colaborador tuyo! ¡Parece que no hubieras contabilizado las cuartillas, a veces tan frívolas, que te remitió Bartolito! ¿O prefieres que te rinda testimonio por escrito, midiendo las palabras, como sabemos hacerlo los abogados? ¡No, señora! Todavía me niego a ir al puerto a recibir a Pedro.
Nos es aún imprescindible referirnos al giro de ciento ochenta grados de Pedro en la valoración de las damas y de los negros —y, por lógica extensión, de nuestros gauchos—. Al leer sus cartas de El Siglo y lo narrado por Bartolito entre ostras de crema pastelera y sambayón, sabemos que en esa transformación influyó mucho la casual pero histórica plática con Anne y Crawford. Pedro terminó viendo a las damas como ciudadanas ya cabales y a los negros como ciudadanos recuperables, mediante un esfuerzo docente que se les destinara en especial. El mito del lento crecimiento del bosque, a través de sucesivas generaciones, se le disipó por completo. De ahí pienso que provino el énfasis impaciente que desde entonces lo animó respecto de las escuelas rurales. Me llama la atención que hasta ahora, fines de este siglo XIX, no se haya reparado en que las escuelas rurales que inauguró fueron muchas más que las urbanas.
El juicio político al presidente Johnson, más allá de las corruptelas que lo ayudó a advertir el periodista Villard, terminaron convenciéndolo de que una democracia, incluso una no enteramente sólida, era la única forma de acceso a la convivencia pacífica de una nación. Ahora entiendo por qué le dedicó tanto espacio en varias de sus últimas cartas.
Lo que el masón Mitre y Vedia ha soslayado es su religiosidad secularizada pero auténtica, de hondas raíces cristianas aunque anticatólicas. Su reacción me recuerda la de Juana Manso, quien sorprendió a todo su círculo íntimo convirtiéndose, en su agonía, a la Iglesia Anglicana, llevando a un extremo insólito su dependencia por la cultura anglosajona. Hallaba en los anglicanos una libertad de espíritu que ella no pudo encontrar en la Iglesia Católica, a la que vanamente siguió intentando pertenecer. Pedro nunca fue un puro deísta; siempre tuvo nostalgia más por el Carpintero que por el Padre, si bien, por su visceral incompatibilidad con el dogmatismo y el cesaropapismo de la Iglesia, no pudo seguir integrado a ella. Vuelvo a acudir a mi fórmula: “cristianamente anticlerical”. Casi un protestante. De no ser por los temores a un escándalo familiar con su madre y sus hermanas Elvira y Juanonga, entrañables activistas en el retorno de los jesuitas y, sobre todo, a una aguda crisis conyugal con Adela, hubiera estado muy vulnerable a la tentación de trascender, al plano religioso, su cada vez más amistosa relación con los recién llegados metodistas.
Quien relea sus cartas desde Estados Unidos, quien haya oído como yo sus comentarios, sabrá su valoración positiva de la religiosidad yankee, llegando a ponderar su propia vertiente católica.
Aquí tengo anotado un pasaje de su “Carta Undécima”:
Las religiones que dominan al pueblo norteamericano, modificadas unas por otras, obligadas a ser buenas para poder vivir, son, aquí, todas sostenedoras del libre pensamiento. Es por eso que el pueblo ama la libertad, su religión se lo aconseja.
[…] Las religiones muertas no sirven para los pueblos que caminan. La democracia americana necesita un dios vivo que marche y que palpite con ella.
Y lo que más me importa destacar es que el Pedro que desembarcó del AUNIS y se abrazó con nosotros en el muelle nos llegó transformado; no digo maduro, pero en pleno y acelerado crecimiento. Ese rasgo de segura y honda convicción creo que, aun más que en la evolución de sus ideas, fue su gran cambio, la más trascendente variación que le aportó su viaje. No en balde había estado en presencia de personalidades de altísima talla. No me refiero tanto a Víctor Hugo, que lo terminó desilusionando, o a Julián Favre o Adelina Patti, con quienes no llegó a cruzar palabra. Más bien estoy pensando en Sarmiento, por supuesto, pero también en las tres hermanas Peabody y todas las otras luminarias de la educación popular que el Viejo le fue presentando; y, por cierto, estoy lejos de olvidarme de Anne y de Joseph.
Bastante después nos diría en Buenos Aires a Bartolito y a mí:
—No fui yo el primero en decirlo, aunque sí tal vez en pensarlo. Pero el propio don Domingo me dijo, y más de una vez en nuestro regreso, que llevar a Annie al borde del enamoramiento muy pocos varones podrían haberlo logrado.
Y se quedó callado, mirando hacia la calle, absteniéndose de escrutar nuestra reacción y dándonos tiempo para que midiéramos cabalmente su enternecida y muy convencida jactancia.
Bueno, nunca fue lo que se dice humilde. Cuando joven, a menudo, parecía infatuado. Desde el regreso, cada vez que se elogiaba a sí mismo, de modo muy esporádico y moderado, los que lo escuchábamos teníamos que reconocer la justicia de su autovaloración. Esa seguridad en sí mismo fue vital para que superara muchos obstáculos. Y se nos fue haciendo evidente que esos esporádicos deslices de inmodestia eran mecanismos no muy pensados para restañar una autoestima que el fragor de la Reforma muchas veces le machucaba con inusitada dureza.
En esa recordada borrachera en Buenos Aires, nos dijo, todavía muy persuadido y casi persuasivo:
—Yo, Varelita, como me decía Sarmiento, confirmé por dónde debía seguir rumbeando cuando tomé conciencia de que había casi enamorado a semejante mujer. Cuando quedé solo en el andén y ya no la vi más despidiéndose, tan conmovida, por la ventanilla, lloré y gemí, pero poco a poco me fui sintiendo mucho más digno de pisar este mundo. ¡Fue una sensación muy rara! ¡De tan rápido consuelo! Un raro alivio, así lo calificaría. Por más de una razón, lo nuestro era imposible. No olvidemos, por ejemplo, que Annie era una yankee que no se adaptaría a este país, y que yo no podría quedarme en los Estados Unidos para llevarle las maletas de ciudad en ciudad. Y a mi corazón, ¡ay qué mezcla de bondad y de maldad encerramos!, volvió la petisita de la calle Sarandí, la mujerica tan sencilla y tan compleja.
Pero, Pepa, no nos apresuremos a rescatarlo en una reenamorada castidad. Ese espíritu recién crecido, que acababa de poner sus plantas en los verdaderos caminos de la grandeza humana, cedió pronto a las debilidades tan varelianas de su carne fogosa, y eso no te lo ha contado Bartolito, porque no lo supo o decidió callarlo o no leyó u olvidó lo que Pedro cuenta en la Carta Décimo Novena, como si únicamente fuera un observador científico —sociólogo, dirían los positivistas— de los usos eróticos de Nueva York:
Lo que no sabemos tampoco es que todos los días el New York Herald trae ocho o diez avisos más o menos de este tenor: “Mary: he recibido su carta. Espéreme el sábado a las cuatro en la esquina de la cuarta Avenida y de la calle Doce”. Y otros como este: “Teatro Francés. El caballero de barba y bigote negro, que la señora de vestido azul notó al salir del teatro el martes pasado, desearía tener una entrevista con esa dama. Dirigirse a Carlos Smith, D. New York”.
Así las aventuras amorosas se desarrollan a vista y paciencia del público, que lee en vano esos mensajes tratando de adivinar el misterio que encierran.
Pero de todos los avisos de este género que se publican en los diarios de Nueva York, ninguno me había parecido tan original como los que aparecían bajo el epígrafe “Matrimoniales”.
Había yo oído que a estos avisos respondían siempre docenas de niñas y que más de un casamiento se había formado teniendo por base un anuncio publicado en el Herald, en el que se pedía entrar en relación con algunas niñas con el objeto de contraer enlace, siempre que las partes se convinieran.
Parecíame tan rara la idea, que no podía menos que dudar fuera cierto y como el mayor medio de convencerme de ello, publiqué en el Herald el siguiente aviso:
“Matrimonial. Un joven extranjero, con medios asegurados de existencia, desea establecer relación con una joven de educación y buena apariencia; objeto, mejora mutua y quizá casamiento. Dirigirse a J.P.V. Station D. Nueva York”.
Al día siguiente recibí un montón de cartas; unas dándome citas para puntos determinados, otras pidiéndome datos acerca de mi posición y de mi figura y algunas también, fácil era adivinar, no habían sido escritas por niñas muy cándidas.
Adela no le perdonó esta transgresión. Impulsiva, en el mismo día en que El Siglo publicó esa “Carta”, le respondió a la casilla postal que Pedro indicaba en su aviso con una nota escueta que, según Amelia, estaba concebida más o menos en estos términos:
Joven dama oriental, de esmerada educación y bastante agraciada, según el juicio de sus muchos pretendientes pese a que ya no es una cándida niña muy inocente, con medios de subsistencia muy asegurados, duda si ya no se ha dilatado demasiado su espera para una hasta hoy muy poco disfrutable mejora mutua y un menos alentador posible matrimonio. Solo dirigir excusas muy persuasivas a A.A.V. Sarandí 85. Montevideo.
Pedro la recibió a principios de junio. Se deshizo en sucesivas disculpas epistolares, asegurándole a Adela que todo se había reducido a un “inocente experimento”, que nada había ocurrido ni con la “sencilla hija del campo llena de vida y jovialidad” ni con la lacónica y pragmática corresponsal que se había limitado a contestarle: “Venga usted la noche que quiera esta semana, entre las 20 y 21 p.m.”. Que le extrañaba que no hubiera advertido cuál era la finalidad de la carta: explorar, como lo decía el propio texto “una de las originalidades del carácter norteamericano” y, sobre todo, el “fondo de dolor y de hastío” en el que allí viven los jóvenes de uno y otro sexo. Es la “soledad y el vacío con el que nos va a castigar, con su creciente ajetreo, la sociedad contemporánea”.
Ninguno de los dos hizo lo suficiente para superar la crisis. Ella no le concedió respuesta y él no anticipó su retorno. Por el contrario, lo postergó hasta bien entrado julio, para poder compartir el viaje con Sarmiento.
Zarparon el 23 de ese mes, a bordo del MERRIMAC. Si bien el Viejo estaba impaciente por saber de una vez cómo se dilucidaría la elección presidencial, fueron compañeros inseparables, ya sea jugando al ajedrez, compartiendo confidencias o departiendo sobre la educación popular, a partir de los libros que Pedro iba leyendo en el transcurso del viaje y que había adquirido en una intensa y prolongada incursión por las mejores librerías de Nueva York, con la guía de quien habría de ser, en pocas semanas, el nuevo presidente de los argentinos.
Confirmaron la noticia el 17 de agosto cuando, casi a la entrada del puerto de Bahía, un almirante norteamericano, desde la fragata GUERRIOR, le tributó a don Domingo honores presidenciales, mandando que su tripulación trepara por todo el velamen y lo vivara, entonara un himno y disparara las consabidas veintiuna salvas.
Contó Pedro que el Viejo, en vez de sonreírse, lloró. Cuando en la noche se encaminaban a sus camarotes, luego de una cena fastuosa que organizó el capitán del MERRIMAC, le confesó:
—¿Sabe por qué lloré? ¡Por mis muertos! Me sentí sentado en el sillón de Rivadavia, empuñando el bastón y portando por fin la banda presidencial que a usted le consta que tanto he ansiado, pero no tenía a mi lado ni a mi madre, ni a Dominguito, ni a mi loco yerno Belin, ni al doctor Aberastain, que tanto guio mis primeros pasos; ni a Juan Godoy, Hilarión Moreno, Jacinto y Demetrio Peña, quienes depositaron en mí una confianza que siempre me pareció injustificada; ni al malogrado Marcos Gómez ni al querido Soriano, que tan sin motivo y, sin antes acudir a mí, se suicidó.
”En ese momento, a solas con usted, sin otro ser querido que me acompañara, un mundo fúnebre me rodeó. De algún modo, yo sentí presentes a mis muertos más recordados. Y yo, que suelo ser tan ingrato, tan desembarazado del pasado y tan atado al presente y al futuro, les agradecí todo lo que me habían dado. Mi triunfo no era mío, sino de ellos.
Volviendo a lagrimear, puso una mano en el hombro de Pedro y aventuró un vaticinio erróneo pero no ilógico:
—¡Usted también será exaltado! ¡Lo más probable es que yo ya no esté a su lado! ¡Le ruego que me sienta tocándole, bendiciéndole el hombro, como ahora lo hago! ¡Igual que esta mañana sentí a mi madre acariciándome la frente, aunque solo fuera la brisa del océano!
Creo que Pedro, cada vez que la necesitó, sintió la mano de Sarmiento en su hombro.
* * *
¡Sin que todavía hayas mandado que trajeran mi té, te satisfago!
El 28 de agosto se presentó como un día de un invierno que, moribundo, no se resignaba a retirarse. El cielo estaba cubierto de nubes que se perseguían las unas a las otras; una todavía incipiente sudestada nos azotaba con una llovizna gélida, tenue pero constante, que nos dificultaba mucho el mantener enhiestos y firmes los paraguas. El espejo de la bahía, en general tan calmo, estaba agitado y auguraba un difícil desembarco de los viajeros.
Yo tenía, sobre todo, la barba y las cejas empapadas y me ardía la nariz. Para colmo, el AUNIS era esperado para las primeras horas del día, entre las siete y las ocho, pero ya llevaba un retraso de media hora. Salvo los viejos Varela Berro, a quienes Elvira y Jacobo mantuvieron recluidos en su casa, estábamos todos los familiares y los amigos.
Me preocupó que Adela, ratificando una negativa inicial, no había consentido que Alfredo y Juanonga la trajeran consigo. Su ausencia dolería a Pedro. Oí un diálogo de Amelia y Juana. La hermana porfiaba en decirle la verdad al recién llegado (“Con Pedro nunca nos hemos engañado”); Amelia defendía aducir, como excusa, un fuerte estado gripal de Adela.
—¿Y hasta cuándo podríamos estirar la mentira? —preguntó Juanonga, dando por concluida la discusión.
Pese a las inclemencias atmosféricas, fuimos muchos más los que recibimos al AUNIS que quienes despedimos al ARNO. Pero el aumento de la presencia de personalidades en el muelle no se debía, por supuesto, al arribo de Pedro. Todas estaban convocadas por la escala que haría Sarmiento en Montevideo.
No acudió el presidente Batlle, pero asistían dos de los ministros de su segundo Gabinete, que se había visto forzado a nombrar en junio. Recuerdo al padre de Julio, don Manuel Herrera y Obes, por entonces ya sexagenario, que era el ministro de Relaciones Exteriores —abrigado en extremo con un sobretodo de cuello cerrado y recubierto de astracán, un sombrero redondo de cuero forrado de lana, a la rusa, calzado hasta las cejas, y una bufanda negra cubriéndole boca y nariz—, protegido por el inmenso paraguas que, con ostensible esfuerzo, le sostenía sobre su cabeza un edecán de gruesos bigotes, expuesto por entero a la lluvia. Y más atrás, vi al insignificante Antonio Rodríguez Caballero, fugaz ministro de Gobierno. También habían concurrido legisladores y nuestros principales periodistas, tantos que sería aburrido enumerártelos.
Había además argentinos, residentes en Montevideo o que habían venido de Buenos Aires especialmente para la ocasión: amigos, políticos y periodistas partidarios de Sarmiento. Entre estos últimos, te cito cinco nombres: cuatro de los Varela Cané, Héctor Florencio —quien, asesinado su protector Venancio Flores y mal visto por Batlle, todavía estaba en Montevideo aunque ya había renunciado a la diputación y tenía muy aprestado su regreso para cosechar en su beneficio personal el primer acierto electoral de La Tribuna—, Mariano, Rufino y Luis Vicente, que departían animadamente con Jacobo Dionisio y Adolfo Vaillant, y dos militares que habían sido decisivos para aglutinar al Ejército argentino, cada vez más influyente desde que se inició la Guerra del Paraguay, en torno a la candidatura de Sarmiento: el general José Arredondo y el coronel Lucio Mansilla. Este, por las pocas palabras que intercambié con él, no disimulaba que lo excitaba una desmesurada expectativa de retribución política por el apoyo que había brindado. Me habló como si ya fuera… yo qué sé… el inminente nuevo ministro de Gobierno o de Guerra. No se refería a Sarmiento en tercera persona, sino que lo incluía en un “nosotros” que desnudaba su inocultable ambición. Así le fue. Dicen que cuando se apuró a acudir a su casa en Buenos Aires, el Viejo no se molestó siquiera en abrirle la puerta y que le espetó, a través de la gruesa madera de su zaguán, algo así como:
—¡Sería una torpeza que trepáramos dos locos al Poder Ejecutivo! ¡La Nación apenas podrá tolerarme a mí!
* * *
El destino quiso que el arribo de Pedro fuera apoteósico. Por reflejo, por efecto secundario, claro, porque el centro de los vítores y de los aplausos fue, por supuesto, don Domingo. Pero tanto cariño nuestro amigo le había suscitado al Viejo que, todavía en plena cubierta del AUNIS, con la totalidad de la tripulación formada en su honor, se dio vuelta, lo buscó entre los demás pasajeros, lo llamó con un gesto de la mano y lo hizo venir junto a sí.
Consumado histrión, Sarmiento, cuando lo tuvo a Pedro a dos pasos, buscó la respuesta de nuestra pequeña multitud en el muelle, alzando ambos brazos y girando lentamente su cuerpo de izquierda a derecha. Logró ser, como lo había pretendido, la imagen de la victoria. “Y de la esperanza”, fue la impresión más femenina de Amelia. Así, sin bajar los brazos, la mano derecha llamó al oriental a su lado. Nuestro amigo me confesó que quedó desconcertado, hasta el extremo de que dio los dos pasos porque el capitán lo empujó impaciente, ejerciendo una confianza que él jamás le había dispensado.
Y cuando lo tuvo cerca, la mano izquierda de don Domingo asaltó imprevista e irresistiblemente el pulso derecho de Pedro y lo alzó todo lo que pudo, asociándolo a ese triunfo o a esa sólida ilusión que, hasta ese instante, le reconocíamos en exclusiva. Y allí lo retuvo largo rato.
Todos entendimos lo que nos quería significar Sarmiento y proseguimos nuestra ovación. Pedro, te lo digo de paso, demostró su absoluta carencia de cualidades para el liderazgo político: evidenció, sobre todo, ese pánico escénico que, al principio de su carrera, lo inhibía antes de comenzar cualquier exposición pública. No supo sonreír como Sarmiento, no atinó a levantar plenamente el brazo izquierdo, del que disponía con entera libertad. Optó por alzarlo a medias, en una rígida ele: el brazo a la altura de su oreja; el antebrazo, con el codo como vértice de un ángulo recto, muy alejado del cuerpo; la mano paralizada, hacia delante y no hacia arriba, y la cabeza mirando hacia abajo. En una palabra: se abstuvo de la más elemental retribución a nuestro saludo. “¡Es Pedro, es Pedro!”, había clamado histéricamente su grupo de hermanas, cuñadas y amigas.
—Por más que me esforzaba, yo no divisaba a Adela —me dijo esa misma noche, defendiendo su inhibición y la falta de un mínimo de soltura cuando Sarmiento había tenido la deferencia de traerlo a su vera y de alzarle el brazo para que compartiera los vítores que provenían del muelle.
Enseguida, don Domingo protagonizó un instante cuya trascendencia histórica aún no me siento capaz de discernir. Ya tenía a su alcance, porque la habría pedido, una bocina cónica, de esas que usan los oficiales navales para hacer audibles sus órdenes a todos sus hombres, cualesquiera sean las condiciones climáticas.
Soltó a Pedro. Tomó el altavoz, nos lo mostró a los que estábamos en el muelle, y con la otra mano nos demandó silencio. Cuando lo obtuvo, clamó:
—¡Viva la gran nación del Río de la Plata! ¡Vivan Uruguay y Argentina!
Y abrazó a Pedro, como si fuera su hijo o su más dilecto discípulo, y entonces, cuando cesó la primera ovación, volvió a gritar, sacudiéndole el hombro:
—¡Viva la Educación Popular!
Fue la primera vez que los uruguayos asociamos el nombre de Pedro con la educación del pueblo, como a él le gustaba llamarla.
Por fin, Pedro sonrió. Y con esas sonrisas amplísimas que solo muy de tanto en tanto desplegaba, casi de oreja a oreja. Una sonrisa que le brotaba del alma; que se veía a veinte metros, que era la distancia a la que estábamos. Y al separarse del abrazo de Sarmiento, muy tardíamente levantó sus dos brazos, crispando sus puños, hacia los que estábamos en el muelle.
* * *
Tal como lo esperábamos, en la primera buceta desembarcaron, con otros dos anónimos pasajeros, Sarmiento y Pedro. Yo me acerqué a mi amigo. Julio, no. Se fue con su padre, el ministro, los Varela Cané y mi hermano José Pedro, al encuentro del hombre importante, detalle que Pedro, con una sonrisa irónica, no dejó de percibir.
Jacobo, consumado caballero, dejó que sus hermanas, su mujer y hasta Amelia abrazaran al recién llegado. Pero a mí no me concedió parecida prioridad: él era el hermano de sangre; yo, apenas un amigo, y Alfredo, quien me cedió el lugar, un cuñado. Esto te lo cuento, Pepa, para que me creas que presencié muy de cerca la perpleja y muy sentida nostalgia por Adela que sufrió Pedro. Las demás mujeres, así se tratara de Juanonga, su hermana predilecta, le importaron poco.
Hubo un instante en que, desasido del abrazo de Elvira, Pedro preguntó por Adela.
—No pudo venir… Está enferma —se apuró a contestar Amelia.
—No quiso venir y está en todo su derecho —corrigió Juanonga, con inocultable censura, para que su hermano no tuviera la menor duda de que se solidarizaba con la ausente.
No tengo que decirte a quién creyó Pedro. Su talante denunció su súbito abatimiento. No vi cólera ni fastidio en su actitud: sí, remordimiento. Nada le reprochó a Adela, aceptó plenamente su responsabilidad.
Llegó el turno de que los caballeros lo saludáramos. Si comparamos los abrazos que nos dio a Jacobo, Alfredo y a mí, no miento ni exagero si te digo que el que me dispensó fue el más prolongado.
A Jacobo oí que le decía:
—¡Gracias hermano por haberme devuelto, y cómo, la vida!
Con Alfredo fue también muy fraternal:
—¡Cuñado! ¡Hay tanto para hacer!
A mí me retuvo. Empezó con un reproche:
—¡Carlos, hermano! ¡Qué poco me escribiste!
Pero me estrechó en el abrazo mientras decía:
—¡Traigo tanto para hacer juntos! ¡Tenemos que tomar nada menos que las riendas del país!
De él emanaba un agradable perfume. Al rato, Amelia me confirmó que era el que le había regalado Adela y con el que se había rociado vanamente sienes y cuello.
En ese momento se nos acercó Julio. Le dispensó un brevísimo abrazo y le dijo:
—Pedro, Sarmiento quiere que lo acompañes al almuerzo al que acaba de invitarlo mi padre. Irán el presidente Batlle y todo su Gabinete.
Pedro recibió con inocultada contrariedad el requerimiento sarmientino:
—¡Quiero almorzar con mis padres y con toda mi familia! ¡Hace casi un año que no los veo! ¡Quiero visitar ya a Adela!
Con su jopo engominado, inmune a la crueldad de la lluvia, Julio replicó imperativo:
—Que ese almuerzo tuyo se vuelva cena, y a Adela visitala de tarde. No olvides que no sabés si en tu vida podrás compartir otra mesa con Sarmiento. Pronto se elevará a alturas que nos resultarán inaccesibles.
Imagino que Pedro apreció, al fin, una ventaja en la ausencia de Adela. Terminó aceptando la situación:
—¡Bueno, si es así...!
Miró a Juanonga:
—Hay que llegar a casa a tiempo para que mamá no ordene poner las carnes en la olla.
De noche me enteré de que, por carta, le había encargado a la familia un gran puchero. Formulado el pedido a la hermana predilecta, besó en la mejilla a Elvira, Juana y a Amelia, nos palmeó el hombro a Jacobo, Alfredo y a mí, nos hizo un ademán pidiendo espera y se fue, detrás de Julio, con Sarmiento, como si fuera su secretario. Saludó ceremonioso a los ministros y apenas departió por cortesía con la comitiva, en la que estaban sus cuatro primos Varela Cané, con quienes fue mucho más efusivo, sobre todo, con Rufino y con Luis.
Pero al rato, cuando ya nos íbamos, regresó hacia nosotros revisando su reloj de bolsillo.
Suspiró y nos informó:
—Quieren que a las doce esté en el Fuerte. Batlle ordenó asar cuatro corderos.
No le desagradaba la invitación. Con sus jóvenes veintitrés años y, gracias a Sarmiento, compartiría un almuerzo con un segundo presidente, pero este ya no era su tío carnal.
* * *
El asado que se serviría en el propio Fuerte estaba fijado para dos horas y media más tarde. Pedro pretendió llevar hasta su casa a Sarmiento y gozó de una entusiasta aceptación inicial del invitado, pero Manuel Herrera y Obes frustró su pretensión, reclamándole a don Domingo las horas previas para mantener una entrevista personal que les permitiera sentar las bases de una coordinación de las diplomacias de ambos países, teniendo en cuenta que estaba por finalizar la Guerra del Paraguay.
Consultamos nuestros relojes y eran, apenas pasadas en uno o dos minutos, las nueve y media. Resolvimos ir todos a la casa de los Varela.
Luego de los estremecidos abrazos de los dos padres, doña Benita mandó traer dos enormes jarras de leche hervida, dos de chocolate y otras dos de café caliente y cinco o seis fuentes colmadas de tortas fritas. La vajilla ya estaba sobre una larga y acicalada mesa.
Cuando quisimos acordarnos, la casa estaba desbordante de vecinos y amistades. He exprimido mi memoria y no puedo descartarte ni asegurarte la presencia del capitán Latorre entre los varios uniformados que concurrieron. Como nos mantuvimos involuntariamente a distancia, ni mi grupo los atrajo ni el de ellos a mí. Pero te puedo asegurar que eran oficiales jóvenes, de incipiente grado. Por supuesto, no había generales ni coroneles porque, en aquellos años, en su inmensa mayoría eran candomberos con todo el poder en sus manos. Todos los asistentes integraban lo que Julio denominó el Cenáculo de El Siglo.
Vos estabas, Pepa, solita, sin Narbondo que, abogado de Pedro Varela, habrá temido no ser bien recibido. Si viste a Latorre, modificá este párrafo. Confío más en tu memoria1.
No sé cómo hizo doña Benita para multiplicar la leche, el café y las tortas fritas. Estarás de acuerdo conmigo en que parecía un milagro evangélico. Imagino que por la puerta de servicio habrán entrado más jarras de leche y bolsas de harina, y que la despensa habría de estar muy bien provista de café y azúcar. Había tortas saladas y otras espolvoreadas con azúcar morena y canela, y pastelitos de dulce de leche, que tenían el inconveniente de que era muy difícil comerlos sin que se te pegotearan las manos.
En definitiva, las dos horas se nos pasaron volando, sin que tuviéramos anticipos ni de las vivencias del viajero que no hubieran sido publicadas en sus crónicas, ni pudimos interiorizarlo de la gravedad de la situación política, más allá de lo que le hubieran escrito los dos Jacobo, padre e hijo, Alfredo, Adela o vos, Pepa. Por aquel entonces, yo no había leído las largas cartas informativas que le habías enviado a Pedro y que él trajo consigo, honrándote al estimarlas dignas de ser conservadas.
¿Qué de memorable tuvo la reunión? Pienso que tanto Pedro como yo comprobamos su inusual poder de convocatoria. Su joven figura generaba una muy valiosa expectativa pública. Ya no eran hermosas damas las que se arremolinaban en torno a él, sino viriles ciudadanos, particularmente jóvenes. Teníamos que aprovecharla.
Entre ellos estaba quien sería un gran amigo y compañero, Elbio Fernández. Pedro no frecuentaba su trato porque era algo mayor que nosotros y lo descalificaba, a priori, porque se lo sabía un florista contumaz. Desde hacía un año escribía muy inteligentes columnas en El Siglo, que yo leía con creciente interés pero, cosas de la vida, todavía no se había dado que tuviéramos oportunidad de hablar con cierta extensión. Fue él quien me dijo que se había atrevido a autoinvitarse a la reunión. Pero no consiguió ser presentado a Pedro y pasó casi desapercibido entre la multitud que atestaba la amplia casona de los Varela.
* * *
Llegadas las doce del mediodía, un carruaje de alquiler de los que se apostaban en la plaza Matriz se detuvo ante la puerta de la residencia de los Varela. ¿Te acordás?
Jacobo lo había encargado. Y, avisado que fue del arribo, nos arrebató al hermano. Exultaba un orgullo y una satisfacción que no eran meramente los de un familiar; se sentía el factotum de la apoteosis de que estaba disfrutando Pedro. Su insistencia en el viaje parecía la única causa de que hubiese conocido al presidente ya electo de la Argentina, como si Pedro no hubiese aportado lo suyo para granjearse la amistad de ese viejo arisco.
¡Jacobo se daba unas ínfulas! ¡Parecía que era él quien concurriría al asado presidencial! A Pedro lo vi desconcertado, bastante incómodo. Sabía bien que se toparía con sapos demasiado ásperos y nauseabundos para su garganta.
Podía presumirse, desde ya, que estarían el Goyo Suárez, ministro de Guerra, Pedro Nolasco Bustamante y San Martín, el dogmático ministro de Hacienda y, para completar el nefasto panorama, sus aborrecidos Pedro Varela y José Cándido Bustamante, hermano del ministro y matador, en duelo, de Servando Martínez. Esa renuencia visceral, adicionada a la grasa de las tortas fritas que hacía casi un año que no comía, le habían exacerbado al recién llegado el ardor de su estómago.
Dicho sea de paso, aunque los dos Bustamante y San Martín estaban en el candelero, no solo eran hermanos, hijos de un acaudalado comerciante vizcaíno, sino que ambos adolecían de un carácter insólito, más grave en el menor, José Cándido, que en Pedro Nolasco, el primogénito. Se llevaban entre sí unos diez años.
Buscaban como virtud una absoluta coherencia; por ello habían cultivado una infranqueable resistencia a toda duda y a todo cambio. Eran hombres ahítos de certezas y de seguridad. Por lo tanto, practicaban a diario la intolerancia. Por temperamento y carácter, estaban condenados a ser antagonistas irreconciliables de Pedro. Para colmo, corría porfiada sangre vasca en cualquiera de los adversarios. Aunque Pedro Nolasco manifestó, en varias ocasiones, su interés en acercarse a su tocayo Varela, a quien admiraba y a la vez temía por las desviaciones a las que podía llevar, si no era orientado, a nuestra sociedad educativa.
Nuestro amigo suponía que no podría masticar un bocado de cordero, pese a que era su carne favorita. Esa misma noche me confesó ese estado inicial y la sorpresa de que se sintió extrañamente cómodo porque su tocayo no concurrió y el Goyo y Cándido lo evitaron manteniéndose en un segundo plano. Quizá el presidente Batlle o el viejo Herrera y Obes se habían amañado para dejarlos suficientemente distantes de Sarmiento.
Como Pedro se pegó a don Domingo, tuvo su asiento frente al presidente Batlle, al ministro Manuel Herrera y Obes, y de su lado, a Julio y a su primo Héctor, que lo trató con remarcada afabilidad, ofreciéndole, por fin, aunque sin el necesario grado de concreción, espacios en La Tribuna. Estaba más gordo, con su melena romántica y sus mostachos de mosquetero. Pero, salvo ese saludo inicial, no le concedió a Pedro mayor atención. Sus palabras zumbaban como moscardones que no dejaban de molestar con intolerable frecuencia las orejotas de Sarmiento.
No obstante las prevenciones de Pedro, el general Lorenzo Batlle le causó, en el trato directo, mejor impresión que la prevista. Le dispensó a Sarmiento una atención cordial, muy digna y respetuosa. Le pareció un hombre que se sentía crucificado a la Presidencia, la cual, a estar por sus palabras, le había caído el 1.º de marzo de ese año, sin que él la hubiera pretendido y sin que tuviera la menor expectativa de que podía tocarle semejante responsabilidad.
—Fui un candidato de transacción y espero que no de transición. Hubo legisladores que no querían —bajó la voz— que el general Suárez fuera el presidente y, estimando que ni Bustamante ni Varela podrían superarlo, arriesgaron mi nombre en la primera vuelta y terminamos empatados con veinte votos cada uno. José Cándido, que se había abstenido, votó a mi favor, y así resulté elegido en realidad por un voto, aunque en la tercera vuelta se me concedió un respaldo unánime.
—Espero que no me odie, presidente —recordó Pedro que entonces comentó su primo Héctor—, pero fui yo el primero que mencionó su nombre.
—Bustamante ha de haberse inclinado por Batlle —conjeturó Octavio cuando mi hermano José Pedro narró la anécdota en la mesa familiar— porque estaría convencido de que le pega cuatro gritos al general y hace con él y con el país lo que quiera. Y algo parecido, confiado en sus susurros de alcahuete intrigante, habrá pensado Héctor, florista aquí y alsinista allá, y ahora incipiente sarmientista, soñando siempre con gratuitas estadías en toda la Europa.
Cuando mencionó el escaso margen por el que, en realidad, había sido electo, Batlle dejó de mirar a Sarmiento y habrá sido uno de los dos únicos instantes de todo el almuerzo en que clavó sus ojos en Pedro:
—Nuestra juventud no se cansa de criticarme que he intentado y sigo intentando consolidar un Gobierno exclusivamente colorado. ¿No se dan cuenta de que los blancos jamás aceptarían participar en un Gabinete presidido por quien participó en la Cruzada Libertadora y fue ministro de Guerra de Flores en los tres años de su Gobierno? ¿Qué blancos de peso dejó libres don Venancio que fueran electos para el Parlamento? ¿Cuántos de los cabecillas blancos permanecen en el país? ¿A cuántos les respetó la vida Pedro Varela?
Masticó melancólico un bocado de cordero, se limpió los labios con la servilleta, volvió la mirada a Sarmiento y dijo:
—Ni siquiera con los hombres de mi partido he podido formar un Gobierno unido y estable. En cinco meses de gestión, ya he tenido que armar dos Gabinetes y no sé si termina este año o empieza el próximo con el nombramiento de un tercero.
”Hay una cuestión que divide en mitades irreconciliables a mi gente: el curso forzoso, por el que presionan algunos de los bancos, o la convertibilidad al oro, que quieren los comerciantes, los hacendados y los otros bancos que han manejado con prudencia la emisión de billetes.
”No tengo un ejército que me respalde. Apenas puedo mantener el orden en Montevideo, si el ministro y los generales cooperan conmigo. No puedo nombrar en los departamentos de la campaña los jefes políticos que no consientan los caudillos locales. Si me arriesgo, como ya lo he hecho, se generan motines que me obligan a dar marcha atrás.
”¡No puedo gobernar y ya se dice que soy autoritario e intransigente!
Pedro había concurrido cargando el prejuicio de que al presidente no le faltaba nada para ser un “chacal con piel de cordero, porque lobo era Flores”. La aparente franqueza de Batlle no terminó de conmoverlo, pero le agradó. Entonces, se atrevió a preguntarle:
—¿Qué es lo que quisiera legarle, general, al país cuando deje la Presidencia?
Lorenzo Batlle clavó sus ojos en una enorme fuente donde se amontonaban las costillas de los corderos y unos moscones de vientre azul, hizo un gesto de desagrado y esbozó una sonrisa melancólica y resignada, como si estuviese confesando esperanzas desmesuradas e irrealizables:
—Auténtica libertad electoral y un apreciable avance en la educación popular.
Sarmiento, experimentado zorro político, se consintió un enfático asentimiento con la cabeza, por más que tuviera la boca demasiado llena, lo que lo inhabilitaba para emitir comentario alguno. Pero es muy probable que haya coincidido con su discípulo en que la mención de la educación popular se debía tan solo a su presencia.
Batlle miró, hasta con respetuosa afabilidad a Pedro, y le preguntó:
—Y usted, joven amigo, ¿qué querría que mi Gobierno le legara al país?
No sé si habrá pensado mucho su respuesta. Pero fue, en cierta forma, un anticipo del futuro que los separaría hasta el extremo del destierro con que lo iba a castigar quien entonces era su amable anfitrión:
—La ciudadanía no puede pedirle lo imposible: no sé si usted ya sabe quiénes realmente planearon el asesinato de Flores, ¡ojalá que sea así! Pero, si lo supiera o terminara averiguándolo, no podría revelarlo públicamente. ¡Cuántos han sido asesinados sin que su conducta haya dado motivo! ¡Este secreto a medias es lo que realmente divide a quienes lo apoyan! No creo que pueda exigírsele el sacrificio personal de que intente castigar a los verdaderos responsables.
”Pero, dentro de lo que sí puede pedírsele, y reclamársele, yo invocaría lo que todos los orientales queremos. La paz, general. Solo la paz. Sin paz, no hay libertad electoral ni educación popular. La paz es el supuesto básico para desarrollar una democracia que la preserve para siempre. Una paz, tal vez débil e incipiente, pero paz que permita la educación del pueblo para que pueda ejercer con responsabilidad la libertad del sufragio.
Sarmiento bajó los ojos, como diciéndoles a los demás comensales:
—¿Yo?, ¡argentino!
Julio y mi hermano José Pedro coincidieron en destinarle a Varela una sorprendida y muy satisfecha mirada aprobatoria. Pedro también pudo captar cómo Cándido Bustamante se mordía el labio inferior, mientras le chispeaban los ojos y le temblaban las espesas cejas.
Batlle debe de haber recordado su respuesta cuando, día tras día, le acercaron los airados y agresivos editoriales que Pedro le destinó al Gobierno en su propio diario, significativamente llamado La Paz.
* * *
Cuando, por la nochecita, llegamos con Amelia a casa de los Varela con la esperanza de que, anticipándonos a los demás invitados, pudiéramos disponer de la compañía de Pedro a solas, o casi a solas, porque bien sabía yo que no nos libraríamos de las interferencias de Jacobo, sufrimos una muy previsible frustración.
Escéptica y nerviosa nos informó Juanonga:
—Hará tres cuartos de hora que salió para visitar a Adela.
Como callamos agregó:
—Así que dentro de un ratito estará acá. ¡Adela se va a negar a recibirlo!
Amelia comentó:
—Espero que el encuentro no dé lugar a una ruptura definitiva.
Juanonga se sonrió con un dejo de tristeza:
—Cuando vino del Fuerte, se acostó enseguida y se durmió como un bendito. ¡Que no lo es! Se bañó, se empilchó, se empapó del perfume que le regaló Adela y salió con un paquetito. Supongo que era un libro que le llevaba de regalo. ¡No creo que tenga suerte! ¡Y si la tiene, peor para mí! ¡Adela no sería, entonces, la cuñada que tanto quiero! ¡Tiene que hacerse valer! ¡Bien que se lo he aconsejado!
A sus espaldas había aparecido Pedro, enfurruñado, no sé si abatido. Pudo escuchar la última parte de lo que acababa de decir. Y ahí comprobé que realmente había cambiado. Estaba mucho más maduro.
—¡Acertaste, bruja! ¡Te agradezco los fraternales consejos que le diste! Hoy no tuve suerte. La señorita Acevedo no quiso recibirme. Pero quedate tranquila, ¡será la cuñada que tanto querés porque no te defraudó y porque va a terminar cediendo! ¡Solo tendré que esmerarme en tenderle un puente de oro que le permita una claudicación decorosa!
Juanonga lo miró y vio que estaba con las manos vacías:
—¡Te felicito! Al menos conseguiste lo poco que estaba a tu alcance. Te aceptó el regalo, no te tiró el libro a la cara.
En aquel momento, Pedro no le contestó a su hermana. Nos saludó con extremo afecto, degustando el reencuentro, y nos invitó a sentarnos. Juanonga empezó a retirarse hacia la cocina, en busca de algo para agasajarnos provisoriamente hasta que vinieran los demás invitados, cuando él le dijo:
—Ni eso sé, hermanita. Le dejé el libro, pero no en sus manos, que no toqué ni vi. Acaso mañana, cuando vayas a comadrear y aconsejarla, te lo dé para que me lo devuelvas. El libro quedó en manos de doña Joaquina, que fue la única de la familia a quien vi.
—En ese caso, yo no voy a aceptárselo. ¡Que te lo devuelva personalmente! —replicó su hermana y reinició su camino hacia la cocina.
Pedro me miró y volvió a repetirme:
—¡Tenemos mucho para hablar y hacer, hermano! Pero hoy no es la ocasión…
Yo le pregunté cómo le había ido en el Fuerte:
—Mejor de lo que pensaba, lo que no quiere decir que bien. No resisto el trance de compartir una mesa con Bustamante y el Goyo Jeta. ¡Menos mal que los ubicaron bien lejos! ¡Pero aproveché dos horas de yapa con Sarmiento, aunque el primo Héctor casi no nos dejó decir palabra!
Cuando regresó Juanonga con una jarra de vino carlón y unas empanaditas deliciosas, las dos mujeres se aliaron para hacer desembuchar a Pedro y conseguir que les contara los detalles de su frustrada visita a Adela.
Quien acudió a su discreto aldabonazo fue Gladys, la mucama de siempre, la que luego de saludarlo, sonriente, cometió la descortesía de abandonarlo en el zaguán, por no decir en la vereda, tal cual ocurrió —recordó con creciente aprensión— ante la casa de los Estrázulas, cuando intercambiaron las dolorosas palabras finales con Ventura.
—Sin duda estaba todo previsto. La pobre Gladys solo cumplía las órdenes que le habían dado.
La espera fue más larga de lo que Pedro había imaginado. Es presumible que en los altos de la casa de Sarandí haya habido una última discusión. Al fin, algo ruborizada y con cierta falta de aliento, pero para nada desconcertada, apareció en el zaguán doña Joaquina. Le dispensó un trato muy amable y lo hizo pasar a la salita que antes había sido sala de espera del bufete de su marido y que, a la muerte de este, habían integrado a la casa, como lugar de recepción de los extraños a la familia.
Pero doña Joaquina aventó de entrada los recelos de Pedro.
—Aquí podemos hablar sin que ella nos oiga.
Le informó que Adela le había ordenado que le dijera que estaba “algo indispuesta” por lo que no podía recibirlo, pero que ella no le iba a mentir.
—Su indisposición radica en tu presencia. Hace semanas que se viene preparando para tu regreso y desde entonces ha insistido en que no quiere verte más. Perdería su dignidad ante nosotros si te recibiera en tu primera visita. Un buen signo es que haya puesto una excusa. Eso lo ha hecho a último momento. Yo llegué a suponer que me mandaría decirte la verdad, y que no es otra que la de que se ha propuesto borrarte de su vida. Y si así hubiera sido, yo tenía pensado informarte que hasta ahora no lo ha conseguido y que no creo que lo consiga. Se siente humillada, pero te sigue queriendo. Ya no te admirará tanto, ya no la tendrás tan encandilada, pero te sigue queriendo. Me ha hecho mucha gracia oírla lamentarse más de una vez: “¡Qué será de Pedro si yo no lo encauzo como tú a papá!”.
Pedro empezó a disculpar su mención pública del mensaje amoroso enviado al diario neoyorquino y doña Joaquina extendió una mano, ordenándole que se detuviera:
—¡Conozco tus argumentos de memoria! Adela me leyó tus cartas y yo, después, a escondidas, las releí, más de una vez, buscando en ellas algún elemento que me sirviera para defenderte. Pero no los hallé. Estoy segura de que Eduardo te habría aconsejado una declaración de culpabilidad lisa y llana. ¡Si habrá asumido esa actitud conmigo! Sos varón, Pedro, y como tal te considerás habilitado para conquistar a cualquier mujer, apenas la conozcas o solo le hayas leído unas líneas. ¡Ah, te he visto como si hubiese estado presente cuando pasabas de una carta a otra para elegir a la que ibas a visitar! ¡No necesito que me digas que seleccionaste a la dama concisa y expeditiva! ¡Todas las otras han de haberte resultado innecesariamente melindrosas!
”Pero, si creés que esa carta tuya es la manzana de la discordia, te estarás equivocando mucho y errarás en la estrategia de la reconquista. Esa es, diría Eduardito, ese enano sabihondo, la causa ocasional, pero no la sustancial. ¡Muy otro es el motivo por el que Adela se siente celosa, ofendida y… postergada! ¡Esa es la palabra! ¡Muy injustamente postergada! ¡Otra es la carta que tendrías que releer!
Como calló doña Joaquina, quedaron en silencio. Pedro estaba perplejo, pero se sentía muy a gusto hablando con la madre de Adela. De entrada le había infundido, sin asomo de duda, la convicción de que estaba de su parte o, mejor dicho, de ambos; que, a pesar de todos los pesares o de todos sus deslices, consideraba que él prometía ser un muy buen marido para su hija. ¡Ni sabía entonces que la buena señora hasta conocía sus aventuras porteñas con L.M.! “¡Postergada! ¡Muy injustamente postergada!”, había dicho doña Joaquina, con un énfasis en el que él percibió que estaba muy de acuerdo con su hija.
De pronto se le preguntó:
—¿Te digo un nombre para que te orientes?
—¡Sí!… —dijo, denotando su avidez de auxilio ante el silencio de su conciencia que, hasta ese momento, le había resultado incapaz de incriminarle otro posible motivo de ofensa que hubiera llegado a conocimiento de Adela.
Compasiva, como si hubiera medido esa sensación de muy confundida inocencia, doña Joaquina juntó, serena, sus manos sobre su falda y accedió al pedido del reo, quien menos mal que estaba sentado, aguardando su orientación.
—Anne… Elizabeth… Dickinson.
Pedro se apuró a contestar con una media verdad, tan solo si se incluía, en la connotación de su respuesta, la máxima, pero la máxima intimidad que pueden concederse entre sí un hombre y una mujer:
—¡Pero si no pasó nada entre nosotros!
Doña Joaquina miró hacia el techo como pidiéndoles a las alturas auxilio para su paciencia.
—No lo sé, ni tengo derecho a saber qué es “nada” para ti. Pero lo escrito, escrito está, por más que ahora no puedo subir al cuarto de Adela para bajar el ejemplar de El Siglo en el que, con tanta admiración y ternura, hablás de Miss Dickinson. Pero dejemos de lado las palabras, vayamos a los conceptos.
”No podés negar, Pedro, que esa damita te fascinó y mucho más que la Adelina Patti. Te veo con los ojos clavados en ella. Hay una parte en la que decís «yo la miraba y la miraba». Te veo embelesado, y ella, la Dickinson, está envuelta en tu embeleso. Pero me importa muy poco lo que pasó después de esas miradas, como muy poco me importa cuál de las respuestas de tus corresponsales norteamericanas te atrajo más. A Adela, claro, le importó bastante más que a mí, pero creo que ese aspecto de la cuestión no le es decisivo. Por lo menos, ¿no parece que se enamoró de ti, a sabiendas de que en nada diferías de los varones de tu familia y de la mayoría de los caballeros de este país, así se apelliden Acevedo?
”Hay otra evidencia que sí es humillante e implica postergación. Adela, en tu vida, precede a esa tal Anne Elizabeth; pero fue ella, la predicadora yankee, y no mi hija, a la que tanto parecías conocer, la que te liberó de una convicción que tenías arraigada desde la infancia: la de que talento y femineidad son dos cualidades incompatibles. Llegaste a decir que una mujer inteligente te parecía una equivocación de la naturaleza. Entonces, ¿a tan solo «un error de la naturaleza» le pediste que te esperara o, lo que es peor, a un bello pero necio ejemplar de su sexo? Es obvio que preferirías desposar a Anne Elizabeth Dickinson que a Adela Acevedo. Eso ha razonado mi hija y yo no he podido darle una respuesta satisfactoria, ¡pero no me incumbe esa responsabilidad! ¡Es toda tuya, muchacho!
Doña Joaquina se levantó de su sillón, dando por terminado el encuentro. Ya de pie concluyó:
—Creo que he cumplido con los dos. Te he mostrado por dónde debés acercarte, pero no sé cuándo estará dispuesta a recibirte. Yo no quería que ella oyera esta conversación, porque no quería que irrumpiera para interrumpirla, pero no te sientas obligado a ocultársela. Más aún, ahora subiré para contarle lo que te he dicho y le aclararé que no te he dado oportunidad de que me respondieras nada, porque ella es la primera y tal vez la única que tiene que oírte.
Ya se dirigía a la puerta para abrirla cuando Pedro, tendiéndole el libro, le dijo, tartamudeando:
—Gracias, señora, por haberme orientado. Comprendo a Adela, aunque le reprocho que no me lo haya dicho en ninguna de sus cartas y que ahora no quiera decírmelo a la cara. Dígale, por favor, que a la mayor brevedad posible desearía hablar con ella, y entréguele este libro, que es el primero de una docena que le compré durante el viaje. No se los traje todos, para no abrumarla, aunque la sé muy buena lectora.
”Y como anticipo de mi respuesta, dígale que hay verdades que se develan de golpe, en el momento menos pensado, y que tal vez no es casualidad que haya sido Miss Dickinson y no ella la que haya quitado el velo de mi estupidez, porque a Adela nunca la oí discurrir y hablar en público, ni le he leído poemas o novelas, aunque sí unas cartas maravillosas en su sensatez.
Doña Joaquina tomó el libro que le tendía Pedro y se quedó mirándolo, escrutándole el semblante. Nuestro amigo permaneció inmóvil porque sabía que importaba mucho ese examen.
Y se retiró casi feliz, porque en el momento de despedirse le tendió la mano y ella lo trajo junto a sí, le dio un levísimo beso en la mejilla y le dijo:
—No me ayudás demasiado, Pedro, pero me sigue agradando la posibilidad de que termines siendo mi yerno. No sé si Eduardo pensaría lo mismo. Creo que sí. Por eso te dije la verdad de lo que está pasando. Y me alegro de ser yo la que recibe este libro en representación de mi hija, porque debe doler en la cara bastante más que un ramalazo de claveles.
Ante nosotros, Pedro terminó su relato con una imprevista sonrisa:
—Fue como recibir una rara bendición.
A mí se me escapó un comentario que Amelia no valoró como feliz:
—En los matrimonios, hermano, hay que tener en cuenta no solo a la esposa, sino también a los suegros y los cuñados que ella te deparará, por más que no hayas movido un dedo para elegirlos.
El libro que le dejó no era Ecos Perdidos, como yo inicialmente había creído, sino una novela de Julia Kavanagh, una solterona irlandesa, muy católica, que triunfó en Londres escribiendo historias de heroínas francesas, mujeres independientes y de mucho carácter. Casualmente, se titulaba Adèle.
Yo lo hojeé cuando, pasadas las semanas, Adela se lo prestó a Amelia, quien también lo devoró. Entendí que, por su materia y su título, Pedro no disponía de mejor avanzada para los obsequios literarios que le había traído a su mujerica montevideana. Y lo llevó separado de los demás, para que no pasara desapercibido en el conjunto. Quería someter, de entrada, el corazón de Adela a un fuerte fuego de artillería que debilitase las defensas para el ulterior avance, cortés y paciente, de su infantería.
* * *
Por culpa de Héctor Florencio Varela Cané, la cena, espléndida por el sencillo pero muy completo puchero que se nos ofreció, resultó una experiencia inolvidable pero absolutamente desilusionante, porque el insigne periodista arruinó la sobremesa convirtiéndola en un monólogo que no supimos interrumpir.
No creo que me concedas tiempo para que te cuente con detalles la extraordinaria pero extraviada existencia del primogénito del doctor Florencio. Pero me permito una breve rememoración de algunos de sus dichos en el curso de esa malhadada cena.
Hoy, quien más quien menos, si ha leído buena prensa o si ha vivido la historia más o menos reciente de nuestro país, sabe quién es Marx o Bakunin o quién fue Garibaldi. Bueno, Héctor, dirigiéndose con ademanes ampulosos a todos los presentes, pero pensando que Pedro mantendría un fluido contacto con Sarmiento, nos informó que haría menos de un año, el pasado setiembre, por una intervención intempestiva en defensa de la dignidad de Latinoamérica en la primera sesión del Congreso de la Paz celebrado en Ginebra —actividad inaugural de la Liga de la Paz y de la Libertad (organización que mantenía lazos fraternos con la también recién convocada 1.ª Internacional)—, había sido ovacionado y retirado en andas por concurrentes entre los que figuraban los nombrados Marx, Bakunin y Garibaldi, por más que estas personalidades, por decoro, se habían abstenido de plegarse a tan efusiva manifestación de apoyo.
Pero lo habían aplaudido, sobre todo Garibaldi, acaso por ser buen conocedor de nuestro continente. Demoró mucho en sus disquisiciones pero, al fin, fue muy claro en su conclusión:
—En Europa, soy conocido y respetado por ambos extremos de la sociedad. No creo que haya en nuestra región una persona con mejores antecedentes para representar a cualquiera de nuestros dos países. ¡Nada me sorprende en Europa y toda Europa me aprecia!
Pronto nos fue evidente que ya no le interesaba ser diputado en nuestro país, cargo al que había sido elevado por el general don Venancio, a sugerencia o a pedido de Fortunato, su íntimo compañero en las francachelas etílicas y en las correrías por los burdeles y las folies de París.
Lo cierto es que, pronto, aparte del sueño que traen las horas avanzadas de la noche, más cuando siguen a un día en el que te has visto obligado a madrugar, cayó sobre todos los presentes la ingrata convicción de que nadie podría arrebatarle la palabra y reencauzar la conversación, máxime cuando, en la cabecera, don Jacobo Dionisio había sucumbido a su fatiga y, caída la cabeza sobre el pecho, roncaba apaciblemente, pese a los vanos intentos de despertarlo que realizó, con torpe disimulo, su circunspecto hijo mayor.
Pero esa comprensible claudicación de su padre le dispensó a Pedro la oportunidad de levantarse abruptamente, sin esperar a que Héctor diese fin a una frase en la que encomiaba la noble belleza urbanística de la París actual, señalar a don Jacobo y luego mirar a doña Benita, antes de decir:
—Parece que la sangre vasca es más resistente que la gallega, pero mamá ha de estar tan cansada como papá y… como este viajero recién llegado. Creo que es oportuno que demos por terminada esta cena que, gracias a ustedes, recordaré siempre como una cordialísima recepción.
Alzó su copa y, con alarde más propio de Julio, vitoreó:
—¡Viva el Uruguay!
Miró a sus primos porteños y exclamó:
—¡Viva la Argentina!
No sé, sin darse cuenta, parecía Sarmiento a bordo del MERRIMAC, retribuyendo con inesperada solidaridad rioplatense el saludo del público montevideano.
Héctor no podía dejarle la última palabra. Retacón, panzón, con un rostro de muy delicadas facciones, estropeadas por el engrosamiento de una adiposidad flácida y la violácea oscuridad de las ojeras típicas de los varones de su familia, en él mucho más notorias, gritó:
—¡Vivan los pueblos oprimidos del mundo!
Pero, por fortuna, el orador de Ginebra y de Montevideo abandonó su sitio y se acercó a Pedro para propinarle un estrecho abrazo. Respiramos con alivio: había principiado su despedida. Todos podíamos irnos a nuestras casas.
Al despedirme de Pedro, le dije al oído:
—¡Gordinflón de m…! ¡Tanto queríamos oírte!
Pero él me respondió:
—¡Mucho mejor así! Lo que traigo para decir y proponer es para pocos y la de hoy distaba de ser la ocasión propicia. Mañana hablaremos, más descansados los dos.
Amelia, al besarlo, no perdió la oportunidad de comentarle:
—¡Qué lástima que no vino Adela!
Él se sonrió y la tranquilizó como a mí:
—Si esa señorita va a terminar siendo la mujer de mi vida y yo el hombre de la suya, como seguiré procurando que sea, no sé si temprano o si tarde, estará aquí, en esta vereda despidiéndote.
Respuesta artera sobre la cual especulaba —con razón— que al día siguiente, en las primeras horas, llegaría a oídos de la Acevedo. Para contrarrestar la señal positiva, al otro día recuerdo que le envió a Adela, por manos de Juanonga, un ejemplar de Ecos Perdidos con una inesperadamente fría, casi gélida dedicatoria, redactada más o menos así:
A la Srta. Adela Acevedo
Recuerdo de su respetuoso amigo y S.S.
José Pedro Varela
Creo que más de tres años estuvieron los dos en ese juego de alternadas aproximaciones y alejamientos: ninguno quería claudicar, como si se tratara de una indeseable rendición que aparejase quedar perennemente subordinado al vencedor o a la vencedora.
Cuando empezamos a cansarnos y abstenernos de toda mediación, el peligro de perderse los obligó a ennoviarse, “sin vencidos ni vencedores”.
1 Al margen del acta se lee, escrito con letra de Josefina: “Estaba y deshizo a Pedro con un abrazo prolongadísimo en el que no cesó de golpetearle los omóplatos”. (M.M.R.)