CAPÍTULO 2
Estrasburgo, Francia ocupada; 10 de agosto de 1944.
Un viento refrescante recorre las calles de la ciudad, por donde sólo se movilizan motocicletas y camiones militares. La imponente catedral de estilo gótico, comenzada a construir a mediados del siglo XIII, ha sido clausurada por las tropas alemanas. Los soldados se han adueñado de las mejores casas y gobiernan con mano dura a los orgullosos alsacianos, quienes deberán esperar todavía siete meses para conseguir la liberación.
En el corazón mismo de la ciudad vieja, un sólido edificio que aún se conserva y cuya fachada enfrenta la Place Kleber, es custodiado con exageración. Es un hotel; sus paredes son rojas y sus ventanales, altos. Una formación militar ha rodeado el portón de roble, y quienes lo transpongan deberán exhibir indudables credenciales a los retenes de guardia que se han dispuesto.
Automóviles lujosos, algunos de ellos embanderados con la cruz esvástica, están estacionados en las inmediaciones de la plaza, por cuyos senderos los choferes pasean a la espera de sus jefes. Hablan entre ellos a media voz, y las conversaciones giran siempre sobre lo mismo: esa Europa en llamas cuyo fuego, después de cinco años de arder, parece comenzar a extinguirse.
Dentro del edificio que se identifica por un cartel, “Maison Rouge”, en una espaciosa sala con un hogar apagado, setenta y siete hombres que representan el poder absoluto de la Alemania nazi han comenzado una reunión que se extenderá por más de cuarenta y ocho horas. El tema que los ha convocado les quita el sueño: se trata de decidir su propia suerte, su futuro, pero apenas tienen tiempo y no pueden equivocarse.
Saben que los gobiernos de los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, junto a otros aliados menores, ya han puesto la firma a la derrota de la Alemania nazi, de la ltalia fascista y del Japón imperial, que aún se debaten tratando de contener el derrumbe.
Dos meses y cuatro días antes de aquella reunión, el 6 de junio de 1944, decenas de miles de soldados transportados a través del Canal de la Mancha por aviones y buques de guerra norteamericanos e ingleses, habían realizado con éxito la mayor operación militar de toda la historia: el desembarco aliado en Normandía, al norte de Francia.
Esa cabecera de puente instalada en las costas normandas había sido catastrófica para Alemania. Adolf Hitler, en un intento inútil de minimizar la situación, había prohibido que la noticia se difundiera. Pese a la censura, que operaba tanto en los países ocupados como en territorio germano, los más altos dignatarios del nazismo, los jefes de los servicios secretos y los responsables económicos y financieros de la guerra, acabaron por enterarse y por preocuparse.
La invasión a Francia era la gota que colmaba el vaso y se sumaba a un contexto sombrío. Los ejércitos alemanes habían comenzado a ser masacrados en la Unión Soviética a fines de 1942, cuando tras la batalla de Stalingrado en noviembre, las divisiones mandadas por el general Friedrich von Paulus habían sufrido 147.000 muertes y 91.000 soldados habían caído prisioneros.
Entre enero y mayo de 1943, cuando aún no se habían repuesto del golpe, el mariscal Erwin Rommel había tenido que resignar las posiciones alemanas en el norte de África, y dejar en manos de los aliados todo el Mediterráneo. En julio, aprovechando esa situación, las tropas anglonorteamericanas habían ocupado Sicilia. Apresuraban así la caída de Benito Mussolini, y comenzaban a preparar el desembarco en el sur de la Italia continental.
A fines de 1943, para acentuar la catástrofe, el ejército americano había lanzado una enérgica ofensiva contra el Japón en la cuenca del Pacífico, y Berlín contemplaba azorado como se debilitaban sus socios de guerra y la capital del Tercer Reich quedaba en el centro de un avance militar que no demoraría en llegar a destino.
El 20 de julio de 1944, finalmente, un fallido atentado contra Hitler, llamado “Operación Walkiria”, había supuesto un nuevo golpe contra el frente interno alemán. Desde el estallido a destiempo de esa bomba, las suspicacias y las sospechas se instalaron entre los propios jefes nazis, y motivaron que cada uno comenzara a desconfiar de los demás.
Fue en ese ambiente de persecuciones, de conspiración y derrotismo, apenas veinte días después del atentado, cuando se había hecho la cita en Estrasburgo.
Los hombres convocados a esa reunión, en medio de las mayores reservas y medidas de seguridad, tenían tres cosas en común: un problema, un pasado y una expectativa, la de capear el futuro que se avizoraba hostil. De acuerdo con sus análisis, la manera de lograrlo era una sola: salvar la vida y el dinero de los más encumbrados jerarcas y bienhechores del moribundo “Reich de los Mil Años”.
Los conferenciantes representaban lo más granado de la estructura de poder de la Alemania nazi. Entre gallos y medianoche, en trenes blindados o en coches imponentes, habían ido llegando los delegados personales del número dos en la jerarquía hitlerista, Martin Bormann; del ministro de Armamentos, Albert Speer; del comandante militar, almirante Wilhelm Canaris, y los dueños de las fábricas más poderosas que habían sido el pulmón de la maquinaria bélica: las Krupp Messerchmidt, Thyssen, Bussing Reihmetal, VW Wercke, Roehling, I. G. Farben, AEG, Siemens y Kirdorf. Y también los grandes banqueros, los financistas, los empresarios de seguros y los industriales de las cuencas del Rhin y del Rhur.
Las características de la reunión —y su misma realización, dado el secreto en que fue concebida— no se pudieron conocer sino varios meses después, y sólo a medias. A tal punto que todavía hoy, casi sesenta años más tarde, sigue desvelando a los investigadores.1
Aunque hermanados por la gravedad acuciante del cuadro de situación, los intereses inmediatos de los hombres reunidos en la Maison Rouge divergían cuando llegaron a Estrasburgo. Los funcionarios políticos del partido habían asistido para sentar las bases materiales del resurgimiento del Reich, en momento y lugar a determinar, y los industriales y los empresarios estaban animados por la posibilidad de hallar la manera de conservar sus bienes y ponerlos a salvo de la segura confiscación que sobrevendría a la derrota. Pero era mayor la desgracia común que los apetitos diferenciados, y los dos grupos pudieron coincidir y encontrar la fórmula que diera satisfacción a todos los intereses.
La propuesta que resultó aprobada, según pudieron reconstruirse los hechos, fue hecha por el delegado personal del viceführer Bormann, y puede sintetizarse así: los empresarios financiarían la huida de los jerarcas, quienes custodiarían y manejarían los capitales girados al exterior.
Para los dueños de las grandes empresas, la opción era de hierro. Su papel de financieros del nazismo los comprometía, y, si ese rol transcendía, lo mejor que podían esperar tras un triunfo aliado era la cárcel y la expropiación de sus fortunas. Confiar en los jerarcas como administradores no parecía óptimo, pero era lo único posible.
Un fragmento de las actas firmadas al término de la reunión, y rescatadas luego por la inteligencia norteamericana, ayuda a clarificar las intenciones: “La jefatura del Partido supone que algunos miembros serán condenados, por lo que ahora han de tomarse medidas para colocar jefes menos destacados como ‘peritos técnicos’ en varias empresas alemanas clave. El Partido está dispuesto a suministrar grandes sumas de dinero a aquellos industriales que contribuyan a la organización de posguerra en el extranjero. Pero el Partido pide a cambio todas las reservas financieras que ya hayan sido transferidas al exterior, o puedan ser transferidas posteriormente, para que tras la derrota se funde en el futuro un poderoso nuevo Reich”.2
Lo más curioso de este párrafo es que no puede sino intuirse a quién corresponde la figura de “el Partido”. No podía referir a Hitler ni a Heinrich Himmler, ya que ninguno de los dos estaba al tanto de la realización del encuentro, porque de haberlo estado lo hubiesen impedido por derrotista y desleal, pero sí podía corresponder, en cambio, a Martin Bormann. Por aquellos días, el delfín ya había sacado una clara ventaja sobre el resto de sus camaradas.3
Mas allá de la organización financiera para el futuro, la reunión de la Maison Rouge también sirvió para extraer algunas conclusiones de orden práctico.
Con la asistencia de funcionarios de la Cancillería nazi, que manejaba Bormann, los convocados en Estrasburgo diseñaron planes de escape minuciosos que debían ser seguidos al pie de la letra por los jerarcas que tuvieran que huir. Para el diseño de estos planes se tuvieron en cuenta las situaciones políticas de los países elegidos como destino, y se echaron sobre la mesa las relaciones que cada uno podía aportar.
Tres itinerarios principales quedaron rápidamente esbozados. El primero salía de Munich, Alemania, y comunicaba con Salzburgo, en Austria, para acabar en Madrid. El segundo camino también partía de Munich y, vía Salzburgo o el Tirol, terminaba en la zona de Génova, al norte de Italia, desde donde los jerarcas podrían embarcarse con rumbo a Egipto, Líbano o Siria. El tercero de esos itinerarios era igual al segundo en su parte europea, pero su destino final era la ciudad de Buenos Aires, en la Argentina.
Todo había sido previsto; esos caminos podrían transitarse con relativa facilidad y sin riesgos excesivos, gracias a una aceitada combinación que incluía medios de transporte, casas seguras, lugares donde aprovisionarse de documentación y, sobre todo, ayuda de socios ideológicos a lo largo de todo el recorrido. Una versión poco difundida pero confiable4 indica que la víspera de Navidad de 1944, apenas cuatro meses después de la reunión de Estrasburgo, los jerarcas que habían participado de ella recibieron juegos de documentación falsos, que debieron utilizar a la hora de fugar. Con el correr de los días y la inminencia de la derrota, esas y otras previsiones pudieron ajustarse porque los propios interesados emplearon parte de su poder y de las posibilidades a su alcance para que así sucediera.
Entre las posibilidades figuraba una, fundamental, que era la relación establecida previamente con los estamentos superiores de la Iglesia católica.
Medida a la luz de los resultados obtenidos, la red de fugas en que intervino la Iglesia, llamada “Red Romana”, fue la que demostró mayor eficacia.
Estimaciones coincidentes indican que cinco mil jefes nazis alcanzaron a escapar gracias a los servicios de esta organización. Su sede central estaba en la capital italiana, operaba desde oficinas propias bajo la cobertura de la Pontificia Comisión de Asistencia, y el cerebro era el obispo austríaco Alois Hudal.
Con sus oficinas en la Via Sicilia, Hudal era el rector del Colegio Teutónico Santa Maria dell’ Anima, en Piazza Navona, y se autoproclamaba “jefe espiritual de los católicos germanos residentes en Italia”. En 1937 había escrito una apología del nazismo editada en Leipzig y Viena, “Los fundamentos del nacionalsocialismo”, y tal muestra de fe lo había convertido en el hombre de confianza de Hitler en la plaza de San Pedro.
Para determinar el papel que él personalmente jugó en la huida de los jerarcas nazis, hay tres fuentes posibles: sus propias memorias (Diarios romanos, estudiados por el italiano Matteo Sanfilippo), un informe del agregado militar norteamericano en Roma y la versión de los historiadores oficiales de la Iglesia. Las memorias y la historia oficial se complementan extrañamente.
En sus escritos, Hudal no duda en admitir la ayuda que prestó a los criminales prófugos. Desde 1945 se vanagloriaba de haber ayudado a los nazis a encontrar un refugio seguro en América del Sur, sobre todo en la Argentina, y mantuvo estas posiciones hasta su muerte, ocurrida en 1962. Según el propio obispo, esta tarea de ayuda corría por cuenta del Vaticano.
La opinión contraria fue sostenida por Robert Graham, un jesuita historiador del trono papal, con sólidos laureles a sus espaldas: había trabajado durante dieciséis años investigando y publicando doce volúmenes de actas y documentos de la Santa Sede relativos a la Segunda Guerra Mundial.
La tesis de Graham para desautorizar a Hudal, a quien sus pares llamaban “El Obispo Negro”, es de una simpleza ingenua: operaba fuera del Vaticano. Según el, la presencia del obispo austríaco en Roma durante los años de la guerra había sido incómoda, y sus opiniones abiertamente nazis habían hecho que el papa Pío XII lo marginara y le prohibiera la entrada al palacio de la plaza de San Pedro.
En todo caso, otros historiadores5 sostienen que Hudal no solo se limitó a planificar y monitorear las rutas de fuga una vez terminada la guerra, sino que antes también ofició como enlace vaticano ante el gobierno nazi, y fue el nexo entre ambos poderes cuando Berlín quiso llegar a un acuerdo con Inglaterra y los Estados Unidos fundado en sus compartidas convicciones anticomunistas.
En los últimos años de su vida, Alois Hudal hizo pública su relación con la Argentina: fue uno de los más conspicuos colaboradores de la revista nazi Der Weg, que se editaba en Buenos Aires.6
Sin embargo, como consigna Ignacio Klich, “si es quizá cómodo actualmente hacer del obispo Hudal el principal responsable de las evasiones, conviene subrayar que ni la ‘ruta de los monasterios’ ni su propio papel durante la guerra hubieran sido posibles sin la luz verde de la Santa Sede”.
En efecto, posteriores investigaciones y un memorándum secreto dirigido en mayo de 1947 al Secretario de Estado norteamericano, George Marshall, por el agregado militar en Roma, Vincent La Vista, ponen el dedo en la llaga.7 Sin ambages, en el informe se define al Vaticano como “la principal organización implicada en el movimiento ilegal de personas”, y se dan detalles sobre el funcionamiento de una gigantesca red de evasión.
Según La Vista, ya desde 1947 existía una compleja organización dirigida por altos dignatarios vaticanos, encargada de poner a buen recaudo a los nazis que vagaban sin rumbo por Europa. El funcionamiento de la red se basaba en una cadena de recomendaciones y conocimientos personales que permitía a los prófugos conseguir asilo, dinero y documentos, antes de ser embarcados hacia puertos seguros.
El diplomático también se había ocupado del obispo Hudal, y agregaba detalles. Por ejemplo, informaba sobre una lista de otros veintiún dignatarios vaticanos implicados en la organización de las fugas, y citaba entre ellos al cardenal italiano Humberto Siri, al arzobispo yugoslavo Krunislav Draganovic, al obispo Ivan Bucko y a los sacerdotes Camanis, De Courreges, Heinemann, Luttor, Juraj Magjerec, Pelópidas, Adam, Karl Bayer, Bejan, Jatulevicius y Zubert.8
Según La Vista, sucedía que el Vaticano había sido uno de los primeros en advertir la utilidad que los nazis podían tener en la naciente Guerra Fría. Cuadros formados en contrainteligencia y anticomunismo, los oficiales, sobre todo los SS, no eran elementos despreciables para las tareas que se avecinaban, y la protección y el resguardo que se les pudiera dar serían una buena inversión.
El funcionario tenía esto presente al redactar su informe, que iba a comprobarse con el correr del tiempo, y mencionaba “el deseo del Vaticano de dejar infiltrarse no solamente en los países europeos sino también en los países de América Latina a hombres de todas las convicciones políticas, siempre que fueran anticomunistas y favorables a la Iglesia católica”.
También citaba a una fuente no identificada, supuesto responsable de la Oficina para Refugiados papal, quien admitía temer “muy particularmente el auge de las actividades comunistas en América del Sur”, y por esta razón reservaba una acogida favorable a las solicitudes de las personas que tenían un pasado fascista y querían emigrar ilegalmente.
Lo mismo ocurriría con la ayuda prestada a los dignatarios SS y a los criminales de guerra bálticos y eslavos que fueron evacuados por la ruta de los monasterios, que enlazaba la Red Romana y serpenteaba por un itinerario jalonado de abadías y conventos entre Nápoles, el norte de Italia y España. Los institutos religiosos servían de refugio a los fugitivos que estaban en tránsito, quienes eran cobijados allí por monjes de diversas órdenes, sobre todo franciscanos y trapenses, hasta que se les proveía de documentación y podían ser embarcados en Génova, Cádiz o Vigo rumbo a un destino seguro.
Más adelante se verá cómo algunos (Adolf Eichmann, Walter Kutschmann, Ante Pavelic o Klaus Barbie, por ejemplo) llegarían a América del Sur vistiendo o invistiendo hábitos sacerdotales. Otros, con ropas civiles, también tenían mucho que agradecer, como Rainer Spitzi, un ex oficial de las SS, ayudante durante la guerra del ministro de Relaciones Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop. Spitzi, quien hasta febrero de 1992 vivía en Salzburgo, Austria, huyó de Europa por una ruta de conventos trapenses españoles, ayudado por los frailes que lo embarcaron hacia Buenos Aires. En la Argentina, Spitzi cambió su apellido por “González” y se radicó en la zona del Delta, donde tomó contacto con otros fugitivos. En sus memorias (Cómo escapamos de los aliados) narra las peripecias de su huida a través de los conventos españoles, y su relación con los monjes, “a quienes los comunistas habían maltratado, y por eso ayudaban a cualquier anticomunista”.
En el diseño de esas rutas, que dieron sobradas muestras de eficacia, había participado el ex jefe del SD (Servicio de Inteligencia) alemán para Italia del Norte, y hombre de confianza de Martin Bormann, Walter Rauff.
Durante la guerra, el capitán de las SS Walter Julius Rauff había desarrollado una sofisticada arma de muerte: los camiones de gas.
Utilizados para la eliminación de prisioneros en los campos de exterminio, el invento consistía en camiones con cajas herméticamente cerradas donde se hacía subir a las víctimas, y por un sistema de cañerías se les descargaban los gases del motor, que terminaban por asfixiarlos. Durante los juicios de Nuremberg, el tribunal llegó a probar que, sólo entre octubre de 1941 y junio de 1942, 97 mil personas habían sido asesinadas de esa manera en todo el territorio dominado por los nazis.
A fines de 1943, como premio a su dedicación, Rauff había sido trasladado a Italia. Como jefe de Inteligencia vivió en Roma hasta noviembre de 1944, y luego se instaló en el hotel Regina, en Milán, donde participaba de una suerte de coordinadora de espías formada por las SS, el SD y la Gestapo, y sería uno de los cerebros de la Operación Sunrise.
La operación, que en definitiva ahorraría muchas vidas, había sido una pequeña historia de intriga en sí misma. Rauff trabajaba con su jefe directo, el general Karl Wolff, y el capitán Guido Zimmer, y al advertir que el fin de la guerra era inevitable con el triunfo de los aliados, empezaron una serie de contactos clandestinos con el Vaticano y la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) americana, con base en Suiza, a quienes ofrecerían rendir el ejército alemán acantonado en Italia.
Desde 1943 Rauff y Zimmer frecuentaban a Alois Hudal, y mantenían relaciones con el arzobispo de Milán, Ildefonso Schuster, con su ayudante Giuseppe Bicchierai, y con el arzobispo de Génova, Giuseppe Siri. Esos nexos serían fundamentales no sólo para la protección que el Vaticano prestaría luego a criminales como ellos mismos, sino porque además, con la ayuda de algunos miembros de la aristocracia italiana, permitirían acercarse a los oficiales de la OSS y poner en marcha Sunrise.
Los detalles de las reuniones entre las partes están consignados en el diario personal del capitán Zimmer, guardado en las bóvedas del Archivo Nacional de Estados Unidos. De acuerdo con ese documento, la operación comenzó en mayo de 1944 y tomó cuerpo seis meses después, cuando hubo una primera reunión en Verona con Allen Dulles, el jefe de la OSS, antecesora de la CIA. Luego, Wolff, Rauff y Zimmer se encontrarían varias veces más con los americanos en Suiza y en Italia, y un día antes del suicidio de Hitler, el 29 de abril de 1945, el general Wolff rendiría su ejército y quedaría detenido en manos de los aliados.
Zimmer, cuyo nom de guerre para las reuniones era Basilius, a su vez, se iba a mudar a Roma, y allí encontraría trabajo en la empresa Kelvinator, del barón Luigi Parrilli, hasta 1949, cuando se mudó con su familia a Buenos Aires. Se quedaría en la Argentina hasta 1977, cuando murió en la localidad cordobesa de Villa General Belgrano.9
Pero volviendo a Rauff: mientras negociaba con los americanos también se puso en contacto con los jefes partisanos que acababan de derribar a Mussolini, y les ofreció los archivos del Partido Fascista que tenía en su poder. En contrapartida, y aunque no abundan los detalles al respecto, Rauff pidió algo que parece le fue concedido: ayuda para sacar de Europa a los jefes nazis.
Cuando el ejército alemán capituló en Italia, Rauff se ocultó temporariamente bajo la identidad de un noble, pero fue descubierto y detenido por soldados americanos que lo enviaron al campo de prisioneros de Rímini. Tal vez por los contactos que había hecho, el primer día de detención consiguió fugar y retomó las tareas que se había visto obligado a interrumpir. En junio de 1945 viajó a Génova, y allí abrió una oficina clandestina de auxilio para los fugitivos, semejante a la que controlaba el obispo Draganovic bajo la protección de su colega Hudal.
Al norte de la ciudad, Rauff organizó un campo de tránsito donde sus camaradas pasaban algunos días hasta que se les proveía de documentación falsa, dinero y pasajes hacia Egipto, Siria o la Argentina.
En 1949, cuando consideró cumplida su misión, Walter Rauff abandonó Génova con su mujer y su hijo, y también él partió hacia América del Sur. Primero estuvo en Quito, más tarde en Buenos Aires, y luego se radicó en el sur de Chile. En Punta Arenas fue gerente de una planta de procesamiento de pescado propiedad de la familia Braun Menéndez, y el cargo le dio cierta notoriedad.
En 1962, con sus dos hijos estudiando en escuelas militares chilenas, Rauff fue denunciado por haber dirigido los “camiones de la muerte”. Ante un pedido de extradición de Alemania Federal, los abogados del nazi consiguieron un fallo firme de la Corte Suprema de Justicia de Chile: la extradición se denegaba porque en el Código Penal de ese país no figuraba el delito de genocidio, y los asesinatos prescribían a los quince años de cometidos.
Al amparo de la Justicia, y sin haber cambiado nunca de nombre, Rauff continuó viviendo en territorio chileno sorteando otras cacerías lanzadas en su contra. La última acabó el 2 de febrero de 1984, en plena dictadura de Augusto Pinochet, cuando el ministro de Relaciones Exteriores Jaime del Valle informó al gobierno de Israel que para Chile “resultaría inapropiado expulsar a un ciudadano que ha vivido veinte años en paz en el país”.
Rauff siguió esas alternativas desde su residencia en el barrio de Las Condes de la capital chilena, donde murió el 14 de mayo de 1984. La revista antipinochetista Fortín Mapocho calificó esa muerte de “oportuna”, y subrayó algunos detalles: el cáncer de pulmón que se alegó como causa de su fallecimiento no había sido detectado durante una revisación hecha tres meses antes; diferían los lugares donde se habría producido el deceso (el Hospital Alemán de Santiago, la casa del nazi y la de sus hijos) y, para sumar misterio, el semanario aseguraba que “ningún periodista ni funcionario de la embajada alemana pudo ver el cadáver”.
Investigaciones posteriores confirmaron que Walter Rauff había sido nombrado consejero secreto ad honórem de la Dirección de Inteligencia Nacional, la policía secreta de la dictadura de Pinochet, y que trabajaba en la sede central del organismo examinando las listas de detenidos, escuchando las grabaciones de los interrogatorios a los presos políticos, y derivándolos luego a distintos campos de exterminio. Uno de los lugares a donde Rauff mandaba a sus prisioneros era un establecimiento agrícola de la zona de San Fabián de Alicó, 340 kilómetros al sur de Santiago, llamado Colonia Dignidad.10
Pero el de la fuga de los jerarcas, donde había participado Rauff, era sólo uno de los aspectos que se habían analizado en la conferencia de la Maison Rouge. El otro, según consta en las actas incautadas, se relacionaba con el envío de dinero para financiar la aventura de un Cuarto Reich, puesto en pie desde el extranjero.
Los encargados de organizar y llevar a buen término las operaciones de transferencias también habían cumplido su parte del compromiso. El antecedente más antiguo de que se tenga noticia, con todo, se remontaba a dos años antes de la reunión de Estrasburgo. En 1942 Joseph Goebbels, ministro de Propaganda y hombre de confianza de Hitler, había tenido la precaución de colocar a nombre de “Hans Deutsch” (una identidad simbólica: “Juan Alemán”), en un banco de Buenos Aires, la suma de 1.850.000 dólares.11 Y no habría sido el único en tomar sus recaudos: según un informe publicado por los norteamericanos en diciembre de 1945, el propio Goebbels, Hermann Goering, Robert Ley, Heinrich Himmler, Joachim von Ribbentrop y el mismísimo Adolf Hitler disponían de haberes bancarios colocados en el extranjero, valuados en conjunto en 14.883.162 dólares, 465 mil libras esterlinas, y acciones por otras 600 mil libras.
Sin embargo, los capitales mayores que habían sido transferidos después de la cita en la Maison Rouge no estaban en cuentas bancarias a nombre de los jerarcas del Partido.
El Departamento de Finanzas de los Estados Unidos iba a publicar en 1946 un dossier cuyo párrafo más interesante expresaba: “Los industriales alemanes y los jefes nazis transfirieron parte de sus bienes al exterior. Hombres de paja a su servicio montaron empresas y abrieron cuentas bancarias secretas. De este modo, los alemanes, utilizando fondos alemanes, crearon en el mundo entero 750 sociedades: 112 en España, 58 en Portugal, 35 en Turquía, 98 en la Argentina, 233 repartidas entre Chile, Paraguay, Uruguay, Venezuela, Bolivia y Ecuador, y 214 en Suiza. Pero es sumamente difícil seguir las operaciones de transferencias desde un banco al banco de otro país (...)”.
Aunque el documento no lo consigne expresamente, los fondos alemanes no sólo sirvieron para crear empresas, sino también para engrosar otras que ya estaban funcionando, y también se aplicaron a comprar firmas que hasta entonces manejaban terceros.
Resulta evidente la importancia que el dossier atribuye a la Argentina. Según el paper, el país donde más empresas alemanas fueron creadas con fondos nazis fue Suiza, cuyo secreto bancario era proverbial y archiconocido. El país que le sigue, España, vivía en ese momento el apogeo del fascismo franquista. Sobre el tercer asentamiento importante, la Argentina, hay un detalle a subrayar: de las 98 empresas de capitales nazis que se radicaron desde 1942, 17 lo hicieron a partir de 1944, cuando ya era evidente que el fantasma de la derrota militar de Alemania comenzaba a tomar cuerpo. Esas empresas eran: la Compañía Argentina de Electricidad, SEMA (Sociedad Electrometalúrgica Argentina), Beirdorf SRL, Robert Bosch, Ribereña del Plata, Instituto Behring de Terapéutica Experimental, Anilinas Alemanas, Ferrostaal SA, GEOPE, SICA SRL, Gunther Wagner, INAG, una filial de Staudt y Cía., Pallavicini y Cía., Atanor SA y La Querencia SA.12
¿Cuáles eran las razones de este dudoso privilegio?
Un informe de una revista especializada, publicado en Buenos Aires en marzo de 1983, arroja cierta luz sobre el tema. En uno de sus párrafos consigna: “Al estallar la Primera Guerra Mundial, las inversiones de capitales y la radicación de empresas [alemanas en la Argentina] se paraliza, y luego del conflicto, la economía alemana, debilitada, cesa su ritmo de expansión internacional. Sin embargo, las inversiones alemanas alcanzan ya en la Argentina los 250 millones de dólares, en tanto se constituyen en el país varias empresas cuyos socios son de origen alemán, incrementando significativamente el monto de los capitales germanos durante los años veinte. Como resultado de la capitalización de los beneficios, Alemania triplica sus inversiones en los veinte años siguientes a la posguerra. Los barcos alemanes que arriban a los puertos argentinos durante esa época ocupan el segundo lugar, después de Inglaterra, en cuanto a su número y tonelaje. Nuevas empresas alemanas son radicadas en esos años, entre ellas Química Schering, Merck Argentina, Osram y la Compañía Platense de Construcciones, filial de Siemens Baunion. La Segunda Guerra Mundial abre un prolongado paréntesis en las actividades de las empresas alemanas en la Argentina. Al declarar la guerra al Tercer Reich, la propiedad alemana fue embargada pasando a la administración estatal. Sin embargo, esas medidas no fueron un obstáculo para que los alemanes residentes en el país continuaran íntimamente relacionados con el quehacer económico, principalmente con el auge industrial de la inmediata posguerra”.13
Al redactarse el informe, en 1983, las inversiones directas alemanas en la Argentina llegaban a los 400 millones de dólares. Siete años después, en abril de 1990, esa cifra había trepado a los 1.500 millones.
Pero aquel interés de los años 40 en un país lejano, de otra lengua, perdido en el patio trasero de América, que les retirara el embajador y les declarara la guerra, había tenido para los jerarcas y los financistas del nazismo mas explicaciones que las meramente económicas.
Cuando unos y otros conferenciaron en la Maison Rouge, quizá sabían de ese país mucho más que sus propios habitantes, y podían proyectar, en esas tierras, un futuro promisorio donde intentar poner en pie el mítico Cuarto Reich.
1 Wiesenthal, Simon: Los asesinos entre nosotros, Noguer, Barcelona, 1967.
2 Ibídem.
3 Martin Bormann se había convertido desde mayo de 1941, tras la defección de Rudolf Hess y su escape a Inglaterra, en el hombre de absoluta confianza de Adolf Hitler. El poder que había acaparado sólo era comparable al del mismo Führer.
4 Aziz, Philippe: Los criminales de guerra, DOPESA, Barcelona, 1975.
5 Aarons, Mark, y Loftus, John: Ratlines, William Heinemann, Londres, 1991. También Klich, Ignacio: “El escándalo de la dispersión nazi en el Tercer Mundo”, en Le Monde Diplomatique, México, julio y agosto de 1983, números 55 y 56.
6 Klich, Ignacio: artículo citado. También en Santander, Silvano: El gran proceso, Silva, Buenos Aires, 1961.
7 El documento recién salió a la luz treinta y cinco años después de haber sido redactado. Fue obtenido por el historiador Charles Allen Jr., y publicado en Agence Telegraphique Juive, París, 17 de febrero de 1983, y en The Jewish Press, Nueva York, 25 de febrero al 3 de marzo de 1983.
8 Klich, Ignacio: artículo citado.
9 Para los detalles de la Operación Sunrise, véase Camarasa, Jorge y Basso, Carlos: América nazi; Norma, Bogotá, 2011.
10 La curiosidad periodística y judicial por esa colonia había comenzado en abril de 1966, cuando un muchacho de veinte años, Wolfgang Müller, decidió escapar y denunciar lo que allí pasaba. Dijo que en Dignidad se vivía un régimen de terror, se aplicaban castigos corporales y se realizaban prácticas inmorales con menores de edad. Cuando la Justicia y el periodismo, interesados en las denuncias de muertes misteriosas, comenzaron a investigar la colonia, comprobaron que era una filial de la Private Socialez Mission, de Bonn, y que estaba dirigida por un enigmático alemán tuerto, ex integrante del ejército nazi: Paul Schaeffer Schneider. Durante la investigación de las denuncias de Müller, a quien intentó secuestrar un grupo integrado por alemanes y tuvo que ser protegido por la policía, Schaeffer huyó y recién fue detenido en la Argentina en marzo de 2005. Según el historiador francés Jacques Delarue, había una colonia similar en territorio argentino, ubicada en la zona de Paso Flores, sobre el río Limay, cerca del límite provincial entre Neuquén y Río Negro, a pasos de la frontera con Chile. Según Delarue, la colonia estaba dirigida por Walter Hoeckner, “un ex oficial superior del séquito alemana, pero durante la investigación realizada para este libro no pudo precisarse si tiene las mismas características que su símil chilena, ni si entre sus habitantes figuraba Hoeckner. Volviendo a Dignidad: tras la caída del pinochetismo volvió a ser observada y se descubrió en ella un inusitado crecimiento, con aeródromo propio, una clínica totalmente equipada, un alambre electrificado que rodeaba sus edificios y sofisticados sistemas de alarma y cámaras de televisión infrarrojas para controlar los accesos. En febrero de 1991 sus dirigentes amenazaron con trasladarse a territorio argentino donde, dijeron, “ya tenemos en Comodoro Rivadavia otra sociedad parecida a esta”. Sobre Dignidad, ver Basso, Carlos: El último secreto de Colonia Dignidad; Mare Nostrum, Santiago, 2002.
11 Aziz, Philippe: ob. cit.
12 La lista completa de las empresas, elaborada por el Departamento de Finanzas de los Estados Unidos, consigna entre paréntesis el año de radicación en la Argentina. Es la siguiente: Aachen & Munich, compañía de seguros (1942); El Fénix Sudamericano, compañía de reaseguros; Accumulatorch Fabrik A.G., artefactos eléctricos; Afa-Tudor-Varta, fábrica de acumuladores; AEG, Compañía Argentina de Electricidad, artefactos eléctricos (1944); SEMA Sociedad Electrometalúrgica Argentina, fabricación de tuberías de cobre (1945); Alambrica, artefactos eléctricos; CESIA Conductores Electro Sociedad Industrial Argentina, fabricantes de tuberías de bronce y cobre; Metalúrgica Comercial SRL, maquinaria (1942); Weco y Cía.; Beirdorf SRL, productos químicos y drogas (1944); Berger y Cía., materiales y equipamientos (1942); La Lipsia SA (1942); Vicum y Cía., maquinaria (1942); Boker y Cía., maquinaria (1942); Robert Bosch, importadora y fabricante de materiales eléctricos y equipamientos diésel (1944); Ribereña del Plata, comerciante de carbón y madera, y reparadora de buques (1944); Banco Germánico de América del Sud (1943); Edificio Germánico, administración de propiedades; Midas, compañía financiera; Banco Alemán Transatlántico (1942); Compañía Argentina de Fiscalizaciones y Mandatos; Farma Platense SRL, productos químicos y drogas (1940); Instituto Behring de Terapéutica Experimental (1944); Anilinas Alemanas, productos químicos y drogas (1944); Química Bayer SA; Monopol, química industrial y comercial; Agfa Argentina, instrumentos de óptica y materiales fotográficos (1939); La Plata Ozalid, materiales fotográficos; Weyland Sigfrido, productos químicos; Ferrostaal SA, mercancías de hierro y acero (1944); Geco, fabricantes de municiones (1941); Guen y Bilfinger, trabajos de construcción; Danubio, textil; Hardt y Cía., importadora y exportadora; Herbder F. A. Sohn, importadora y exportadora (1943); Compañía General de Construcciones (1939); GEOPE, constructora (1944); Establecimiento Klockner SA, hierro y acero (1943); Maldonado y Cía., hierro y acero; Manuello y Cía., hierro y acero; Ferrocal SRL, fabricantes de cal viva (1941); Otto Deutz, motores (1943); Oficina Científica Knoll; Tubos Manesmann (1943); Morseletto SA, establecimientos metalúrgicos; SICA SRL (1944); La Internacional, seguros; La Mannheim, seguros; Merck Química Argentina; Stinnes, importadora de motores de acero, exportadora de cueros, pieles y lanas; Stinnes Marítima, agentes de buques; Amme, Giesecke y Konegan, maquinaria; Wayss & Freitag SA, construcciones (1943); Lloyd Norte Alemán, agente de buques; Orestein & Koppel SA, materiales para rieles (1943); Osram, materiales eléctricos (1943); Reinmetall-Borsig y Cía., hierro y metal (1943); Cedema, hierro y acero; Gunther Wagner, fabricante de papeles para cartas (1944); Arcotina y Cía., comercio y madera y anexos; SAERA SA, explotaciones rurales y anexos; Establecimientos Vitivinícolas Escorihuela; Compañía de Seguros La Mercantil Andina; Compañía Inmobiliaria de Buenos Aires; Siemens-Schuckert, materiales eléctricos (1942); Siemens Baunion, construcciones (1943); Siemens y Halske, materiales eléctricos (1942); INAG, equipamiento quirúrgico y de laboratorio (1944); Compañía Internacional de Teléfonos; Fénix, fabricante de ladrillos; Agrin Metal SRL, fabricación de instrumentos quirúrgicos (1942); Springer y Moeller SA, productos químicos y drogas; Aceros Roeschling Buderus SA (1942); Staudt y Cía., fabricante de materiales de algodón, lanas y cueros (1944); Bromberg y Cía., importadora y exportadora de maquinaria (1940); Pallavicini y Cía., azúcar y sales (1944); Jobke y Nieding, maquinaria y construcción; Atanor SA, productos químicos (1944); Unitas, compañía financiera; La Querencia SA, inmobiliaria y financiera (1944); Planificadora de Córdoba SRL; Casa Denk Aceros Boehler, hierro y acero (1939); Thyssen-Lametal, hierro y acero (1943); Arbizu y Cervino, industrial y comercial (1942); Crefin SA, créditos y financiaciones, hierro y acero (1942); La Unión Bulonera Argentina, hierro y acero (1942); Speratti Romanelli SRL, constructora; Sudasteel, hierro y acero (1941); TAEM, talleres electromagnéticos; Wella Sudamericana, fabricación de equipamiento para peluquería (1941); Wilckens Hnos., exportadores e importadores (1938), y Zeiss Carl, fabricante de instrumentos de óptica y materiales fotográficos (1942).
13 Prensa Económica, Buenos Aires, 1˚ de marzo de 1983.