2
José Gervasio de Artigas

 

Fue el representante más vigoroso del proyecto de organización federal de las Provincias Unidas, lugar que lo llevó a enfrentarse con el unitarismo porteño que abogaba por la hegemonía del puerto sobre las provincias. El caudillo oriental llegó a ejercer dominio sobre varias provincias argentinas, además del actual territorio uruguayo: las actuales Misiones, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y parte de Córdoba, que se denominaron “Pueblos Libres”, unidas bajo la orientación del “Protector” para enfrentar al despotismo porteño. Buenos Aires por su parte consideró, no sin razón, que el conflictivo caudillo oriental debilitaba el frente patriota en guerra contra España, con lo que consideró justificada su propuesta de desembrazarse de Artigas por cualquier medio.

El escenario de sus correrías, la Banda Oriental, recibió su nombre durante el período colonial, por tratarse de la provincia al este del Río Uruguay. Fue incluida en el virreinato del Río de la Plata desde su creación por la Corona española en 1776. Su capital, Montevideo, fue fundada el 30 de enero de 1726 por el gobernador de Buenos Aires Bruno Zabala, para oponerse al expansionismo portugués hacia el Atlántico Sur. Para competir política y económicamente con Buenos Aires, los portugueses habían fundado en la orilla oriental, con el apoyo inglés, el enclave de Colonia de Sacramento. Montevideo fue la base de los intentos británicos de invasión en el Río de la Plata durante 1806 y 1807. Las diferencias entre ambas márgenes, que se mantendrían en el tiempo, eran tan anchas como el río amarronado que las separaba. Fue así como el virrey De Elío se negó a apoyar el movimiento de mayo de 1810, y se constituyó en la resistencia al servicio de España.

 

Se rumoreaba que en esas planicies fértiles, apenas onduladas por cuchillas, Artigas contrabandeaba ganado entre la Banda Oriental y Rio Grande do Sul. Sus correrías se comentaban en un vasto territorio. Circulaban historias que se volvían leyendas, como la que contó el general Guillermo Miller en sus Memorias, cuando arrinconado por los hombres del gobierno Artigas ordenó matar los caballos, y parapetados detrás de sus cadáveres, José Gervasio y los suyos resistieron hasta que se hizo noche y pudieron escapar. Algunas de sus actividades ilícitas han quedado documentadas. Así, por ejemplo, el subteniente de Blandengues Esteban Hernández daba cuenta a su superior de que Artigas iba “conduciendo más de 4.000 animales y al mismo tiempo cogiendo ganado, traía 80 y tantos hombres de armas, la más aportuguesada”, y advirtió que esperaba recibir refuerzos, “porque de otro modo no me dispongo a esperar a Artigas y sus compañeros, porque a más de ser muchos traen mucho interés tanto de haciendas como de efectos de carga y estos precisamente han de echar hasta el último aliento a defender sus cosas”.

Otro parte consigna que se disponía a cruzar el Batoví “Pepe Artigas, contrabandista vecino de esta ciudad, conduciendo también dos mil animales”. Asimismo, Nicolás de Vedia recordó en un manuscrito redactado en 1841 que había visto a Artigas en 1793, a orillas del Bacacay “circundado de muchos mozos alucinados que acababan de llegar con una crecida porción de animales para vender”.

Era hijo de familia “notable”, de ancestros de lustre. En 1805 se casó con una prima con la que tuvo su único hijo legítimo. Luego otros reclamaron ser hijos extramatrimoniales de Artigas, de los cuales sólo reconoció a uno. El matrimonio fue desafortunado, ya que su esposa sufrió de demencia. No se le conoció otra relación estable.

Acorde con la descripción de Eric Hobsbawm en Bandidos, cuando el bandido social se vuelve demasiado molesto, la autoridad constituida trata de anularlo incorporándolo a su servicio. Así hizo el virrey Olaguer y Feliú, quien lo designó capitán de Blandengues, que así se llamaban porque al desfilar blandían sus armas gallardos y amenazadores. Era un cuerpo militar formado para mantener a raya a indios, contrabandistas y salteadores que asolaban el norte de la Banda Oriental.

¿Quién fue Artigas, “El protector de los Pueblos Libres”, adorado por la plebe y que estableció alianzas con otros gobernadores insumisos a los intereses porteños, especialmente Estanislao López de Santa Fe y Francisco Ramírez de Entre Ríos? Según José María Rosa (1974), “es el primer caudillo rioplatense en el orden del tiempo. Es también el padre generador de todo aquello que llamamos espíritu argentino, independencia absoluta, federalismo, gobiernos populares. Todo aquello que hicieron triunfar y supieron mantener los grandes caudillos de la nacionalidad: Güemes, Quiroga, Rosas”.

Pero, ¿qué es un caudillo? Dejemos que sea Rosa quien lo defina: “Un caudillo es la multitud hecha símbolo y hecha acción. Por su voz se expresa el pueblo, en sus ademanes gesticula el país. Es el caudillo porque sabe interpretar a los suyos; dice y hace aquello deseado por la comunidad; el conductor es el primer conducido. José Gervasio de Artigas, oscuro oficial de Blandengues, podía jactarse de ser el jefe de los orientales, porque nadie conocía e interpretaba a sus paisanos como él. Al frente de su montonera, el caudillo es la patria misma. Eso no lo atinaron o no lo quisieron comprender los doctores de la ciudad, atiborrados de libros. No era, seguro, la república que soñaban con sus libros de Rousseau o Montesquieu, pero era la patria nativa por la cual se vive y se muere. Los doctores se estrellaron contra esa realidad que su inteligencia no les permitía comprender. Ese continuo estrellarse contra la realidad, esa lucha de liberales, extranjerizantes, monárquicos y unitarios contra algo que se obstinaba en ser nacionalista, popular, republicano y federal, es lo que se llaman ‘guerras civiles’ en nuestra Historia”.

 

Don José Gervasio había nacido en Montevideo en 1764 en una familia de buena posición económica y social, como otro gaucho por elección, Martín Güemes, con quien lo vinculan varios aspectos comunes, entre ellos el de gobernar para la plebe, repartir tierras, consagrar los derechos indígenas, enfrentar a Buenos Aires y sufrir el acoso y la guerra de los gobernantes porteños.

Se destacó por su actuación en el regimiento de Blandengues durante las Invasiones Inglesas. Una vez declarada la Revolución de Mayo cruzó el río anchísimo y se puso a las órdenes de los patriotas, que conocían sus méritos combativos, tanto que el “Plan de Operaciones” redactado por Mariano Moreno con la colaboración de Manuel Belgrano, expresaba el deseo de contar “con el capitán de Blandengues, José Gervasio de Artigas [también con el capitán de Dragones, José Rondeau] por cualquier interés o promesa”.

Fue destinado por la Junta de Mayo para reunir milicias gauchas y colaborar con sus ejércitos regulares en el sitio de Montevideo que, a las órdenes del general realista Gaspar de Vigodet, resistían el asedio patriota, tarea que cumplió con sorprendente éxito a favor del prestigio ganado entre la plebe que lo veía como uno de los suyos, a diferencia de los doctores de la revolución porteña, no demasiado distintos a quienes gobernaban en nombre del rey.

Artigas, que era ya un hombre maduro de 46 años, sería hasta el fin de sus días la representación vigorosa del terruño, de lo plebeyo, de lo popular, de aquello que los hombres de Mayo denigraban en su fascinación por la Europa de las luces. Según Juan Bautista Alberdi (1870), “Artigas, López, Güemes, Quiroga, Rosas, Peñalosa, como jefes, como cabezas y autoridades, son obra del pueblo, su personificación más espontánea y genuina. Sin más título que ése, sin finanzas, sin recursos, ellos han arrastrado o guiado al pueblo con más poder que los gobiernos. Aparecen con la revolución: son sus primeros soldados”.

Entonces sucede lo impensado: Buenos Aires, asustado por la derrota de su Ejército del Norte en Huaqui y deseoso de retrogradar sus fuerzas del cerco montevideano a Buenos Aires para su defensa ante el eventual avance del ejército realista, pacta con Madrid y reconoce los derechos españoles sobre la colonia de la Banda Oriental, ordenando el retiro de las fuerzas sitiadoras. El caudillo oriental, indignado, también prudente, ordena el repliegue de sus milicias con el propósito de reforzarse y continuar la lucha en soledad. Se inicia así uno de los hechos más asombrosos de la historia americana: la larga marcha de los orientales siguiendo al hombre que podía guiarlos hacia un mejor futuro.

Patricia Pasquali (2000) rescata el nombre que entonces se dio al masivo desplazamiento: la “redota”, deformación de “derrota”, rebautizada luego por la historiografía uruguaya oficial con el término épico y bíblico de “éxodo”. También señaló que no fue sólo la esperanza en su líder lo que los puso en marcha, sino también el miedo a la represalia de los crueles defensores del rey. Cuando Artigas llega al Ayuí con 16.000 hombres, mujeres y niños, el 3 de noviembre de 1811 escribe a don Manuel Vega:4

“Todo individuo que quiera seguirme hágalo uniéndose a usted para pasar a Paysandú, luego que yo me aproxime a este punto. No quiero que persona alguna venga forzada, todos voluntariamente deben empeñarse en su libertad; quien no lo quiera, deseará permanecer esclavo. En cuanto a sus familias, siento infinito que no se hallen los medios de poderlas contener en sus casas. Un mundo entero me sigue, retarda mis marchas. Yo me veré cada día más lleno de los obstáculos para obrar. Ellas, las familias, me han venido a encontrar. De otro modo yo no las habría admitido. Por estos motivos encargo a usted se empeñe en que no salga familia alguna. Aconséjeles usted, que les será imposible seguirnos; que llegarán casos en que nos veremos precisados a no poderlas escoltar, y será muy peor verse desamparadas en unos parajes porque nadie podrá valerlas. Por si no se convencen con estas razones, déjelas usted que obren como gusten”.

Un mes más tarde escribiría a la Junta de Gobierno paraguaya, ya en pleno éxodo: “Cada día veo con más admiración sus rasgos singulares de heroicidad y constancia [se refiere al pueblo oriental]. Unos, quemando sus casas y los muebles que no podían conducir; otros, caminando leguas y leguas a pie por falta de auxilios o por haber consumido sus cabalgaduras en el servicio. Mujeres ancianas, viejos decrépitos, párvulos inocentes, acompañan esta marcha, manifestando todos la mayor energía y resignación en medio de todas las privaciones. Yo llegaré muy en breve a mi destino con este pueblo de héroes, y al frente de seis mil de ellos que obran como soldados de la patria […] trabajaré gustoso en propender a la realización de sus grandes votos”. La relación con las autoridades paraguayas fue insistente, y es claro que uno de sus propósitos era lograr una alianza política y militar con Gaspar Francia, dictador del Paraguay.

Artigas personificó el intento más serio por incorporar a las masas populares a la Revolución de Mayo, contradiciendo la orientación elitista e impopular de quienes se adueñaron de ella y se consideraron sus fieles intérpretes. Aquellos que pensaban como Vicente Fidel López (1883) al referirse a los caudillos y sus montoneras: “Esas masas informes y groseras, brutales por hábito y por instinto, venían, pues, fatalmente preparadas a tomar su parte propia en la insurrección”.

Artiguistas y porteños volverían a compartir el asedio a Montevideo luego de la caída de Rivadavia y el Primer Triunvirato, cuando Carlos María de Alvear y un San Martín todavía obediente a la estrategia de la Logia Lautaro invadieron la Plaza de la Victoria con sus tropas, acción que puede considerarse el primer golpe militar contra un gobierno constitucional legítimo. Pero la conflictiva relación entre los sitiadores había llegado ya a un punto límite, porque crecía en Buenos Aires la desconfianza hacia ese caudillo de gran predicamento entre los humildes del puerto y del litoral, que no aceptaba las instrucciones del Directorio porteño.

El jefe oriental, cada vez más molesto y ofendido porque no le llega el parque ni los bastimentos prometidos, reservados para el ejército porteño, asume una actitud beligerante: a fines de diciembre de 1812 se apodera de las carretas que llevaban armas y municiones para las tropas a las órdenes del coronel Domingo French. Si Buenos Aires no lo quiere como amigo, lo tendrá como enemigo. Está decidido a continuar la guerra contra los realistas, sólo con la ayuda del pueblo oriental que lo idolatra. El 25 de diciembre envía desde su campamento en las márgenes del Río Yi un documento a Manuel de Sarratea, jefe de las tropas porteñas, que ha conspirado abiertamente en su contra. La historia ha denominado ese escrito “la Precisión del Yi”:

“El pueblo de Buenos Aires es y será siempre nuestro hermano, pero nunca su gobierno actual. Las tropas que se hallan bajo las órdenes de V. E. serán siempre el objeto de nuestra consideración, pero de ningún modo V. E. […] Yo no soy el agresor ni tampoco el responsable. […] Si V. E. es sensible a la justicia de mi irritación y quiere eludir sus efectos, repase V. E. el Paraná dejándome todos los auxilios suficientes; sus tropas, si V. E. gusta, pueden hacer también esa marcha retrógrada”.

El 8 de enero de 1813 se firma el “Convenio del Yi”: Rondeau, que acababa de vencer a los godos en el “Cerrito”, reemplazaría a Sarratea como jefe de las tropas porteñas. El documento —en ese punto insiste el orgulloso Artigas, contrariando el criterio de Sarratea— reconoce como “ejército” a las fuerzas orientales, y “auxiliares” a las tropas de línea porteñas.

Sarratea no se da por vencido: durante su repliegue se ha puesto en contacto con Fernando Otorgués, pariente de Artigas en segundo grado y uno de sus oficiales de mayor confianza. Le ofrece el gobierno de la Banda Oriental si traiciona y elimina a su jefe. Para que no queden dudas al respecto, le obsequia dos pistolas modernas. Ha conseguido sobornar a Viera, Valdenegro y otros caudillos artiguistas de la primera hora, ¿por qué no a Otorgués, díscolo, ambicioso y también en apariencia inescrupuloso? Seguro de contar con su complicidad, el 2 de febrero, desde el Cerrito, Sarratea dicta un bando que califica a Artigas de “traidor a la Patria”, llama “bárbara y sediciosa” su conducta, e “indulta y perdona” a quienes lo eliminen.

En una carta fechada también el 2 de febrero, autoriza a Otorgués “a nombre del Superior Gobierno, para que proceda en bien general del Estado a castigar al rebelde enemigo de la patria José Artigas, a quien declaro traidor a ella”, comprometiéndose a “que la carrera de sus dignos servicios [se refiere a Otorgués] será atendida, aumentada y considerada”. Le asegura que “va a llenarse de gloria y aumentar los timbres de la patria, derribando con empeño el obstáculo que se opone a nuestra libertad”.

Convencido de su proceder, dos días más tarde Sarratea informa a Buenos Aires, con un optimismo fundado en el desconocimiento de la lealtad y el sentimiento patriótico, que “Artigas no puede adquirir consistencia: su ignorancia para la guerra, la falta de oficiales, el mal estado de su armamento y otras circunstancias lo hacen despreciable en todo sentido. […] Muy pocos fusilazos bastarán para lanzar a este caudillo más allá de las márgenes del Cuareim [frontera con Río Grande]”.

Pero Otorgués se arrepiente, o tal vez es él quien ha tendido una trampa al porteño. Informa a Artigas y le muestra su correspondencia con Sarratea. La indignación del caudillo oriental es ostensible en la carta que el 11 de febrero le dirige a Sarratea: “He leído por conducto del comandante Otorgués, a quien V. E. se lisonjeó seducir, el papel en que V. E. me declara traidor a la Patria… ¡Yo declarado traidor! ¡Retírese V. E. en el momento de esta Banda!”.

El 14 se quejará también ante Buenos Aires: “¡Ah!, si [Sarratea] hubiera empleado a favor de la Patria una milésima parte de la política que tuerce a sus depravadas y ambiciosas miras…”. Señala que para el porteño, “el pueblo oriental es de un orden inferior al resto de los hombres”, lo llama “seudo apóstol” de la libertad, y afirma “que nada espera el pueblo oriental para hacerse justicia: a V. E. toca dársela si fuera de su superior sagrado”.

La “maldición” que la historia argentina impuso a Artigas por su condición de líder popular rebelde a los designios de la oligarquía portuaria a los que ofendía con su insistencia federalista y antielitista, remite a las conclusiones de Thomas Hobbes en su Leviatán, capítulo XI, acerca de quienes desafían el poder: “Porque no dudo que si hubiera sido una cosa contraria al derecho de dominación de algún hombre, o al interés de los hombres que tienen dominio, que los tres ángulos de un triángulo sean iguales a dos ángulos de un cuadrado, esa doctrina habría sido, si no discutida, suprimida mediante la quema de todos los libros de geometría, en la medida en que ello fuese posible para los interesados”.

Por invitación de Rondeau, que demostró un poco más de tacto que Sarratea, José Gervasio envió delegados a la Asamblea del año XIII, convocada para dictar una Constitución y proclamar la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El propósito no se cumplió debido a la oposición británica que se conformaba con la ya lograda libertad de comercio de la colonia insurrecta, y en cambio era reticente al independentismo por su condición de imperio colonial y porque España era su aliada contra Napoleón. Fue la anglófila Logia Lautaro, a la que pertenecía la mayoría de los asambleístas, la encargada de desmontar el proyecto original.

Los artiguistas, que ignoraban tales tramoyas, habían recibido con entusiasmo la primitiva idea constitucional y emancipadora, como lo demuestra el discurso que el caudillo pronunció en Tres Cruces, donde fue convocada una asamblea popular para debatir y decidir las propuestas que llevarían a Buenos Aires:

“Ciudadanos: los pueblos deben ser libres. Su carácter debe ser su único objeto y formar el motivo de su celo. Por desgracia va a contar tres años nuestra revolución y aún falta una salvaguardia general al derecho popular. Toda clase de precaución debe prodigarse cuando se trata de fijar nuestro destino. Es muy veleidosa la probidad de los hombres; sólo el freno de la Constitución puede afirmarla. La energía es el recurso de las almas grandes. No hay un solo golpe de energía que no sea marcado con un laurel”.

Las instrucciones aprobadas, convertidas en documento por dos personalidades de elevada cultura como el canónigo Larrañaga y Miguel Barreiro, fueron:

“Primeramente pedirá la declaración de la Independencia absoluta de estas colonias, que ellas están absueltas de toda obligación de fidelidad a la Corona de España y familia de los Borbones, y que toda conexión política entre ellas y el Estado de España deber ser totalmente disuelta.

”ARTÍCULO 1º) La Provincia Oriental del Uruguay entra en el rol de las demás Provincias Unidas. Ella es una parte integrante del Estado denominado Provincias Unidas del Río de la Plata. Su pacto con las demás provincias es el de una estrecha e indisoluble Confederación ofensiva y defensiva. Todas las provincias tienen igual dignidad, iguales privilegios y que toda conexión política entre ellas y el Estado de la España, es, y debe ser, totalmente disuelta.

”ARTÍCULO 2º) No admitirá otro sistema que el de confederación para el pacto recíproco con las provincias que forman nuestro Estado.

”ARTÍCULO 3º) Promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable.

”ARTÍCULO 4º) Como el objeto y el fin del Gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los ciudadanos y los pueblos, cada provincia formará su gobierno bajo esas bases, además del Gobierno supremo de la Nación.

”ARTÍCULO 5º) Así, este como aquel se dividirán en poder legislativo, ejecutivo y judicial.

”ARTÍCULO 6º) Estos tres resortes jamás podrán estar unidos entre sí, y serán independientes en sus facultades.

”ARTÍCULO 7º) El Gobierno supremo entenderá solamente en los negocios generales del Estado. El resto es peculiar al Gobierno de cada provincia.

”ARTÍCULO 8º) El territorio que ocupan estos pueblos desde la costa oriental del Uruguay hasta la fortaleza de Santa Teresa forma una sola provincia, denominándose: La Provincia Oriental.

”ARTÍCULO 9º) Que los siete pueblos de Misiones, los de Batoví, Santa Tecla, San Rafael y Tacuarembó, que hoy ocupan injustamente los portugueses, y a su tiempo deben reclamarse, serán en todo tiempo territorio de esta Provincia.

”ARTÍCULO 10º) Que esta Provincia por la presente entra separadamente en una firme liga de amistad con cada una de las otras para su defensa común, seguridad de su libertad y para mutua y general felicidad, obligándose a asistir a cada una de las otras contra toda violencia o ataques hechos sobre ellas, o sobre alguna de ellas por motivo de religión, soberanía, tráfico o algún otro pretexto cualquiera que sea.

”ARTÍCULO 11º) Que esta provincia retiene su soberanía, libertad e independencia, todo poder, jurisdicción y derecho que no es delegado expresamente por la confederación a las Provincias Unidas juntas en congreso.

”ARTÍCULO 12º) Que el puerto de Maldonado sea libre para todos los buques que concurran a la introducción de efectos y exportación de frutos, poniéndose la correspondiente aduana en aquel pueblo; pidiendo al efecto se oficie al comandante de las fuerzas de S. M. Británica sobre la apertura de aquel puerto para que proteja la navegación o comercio de su nación.

”ARTÍCULO 13º) Que el puerto de la Colonia sea igualmente habilitado en los términos prescriptos en el artículo anterior.

”ARTÍCULO 14º) Que ninguna tasa o derecho se imponga sobre artículos exportados de una provincia a otra; ni que ninguna preferencia se dé por cualquiera regulación de comercio o renta a los puertos de una provincia sobre de los de otra; ni los barcos destinados de esta Provincia a otra serán obligados a entrar, anclar o pagar derecho en otra.

”ARTÍCULO 15º) No permita se haga ley para esta Provincia, sobre bienes de extranjeros que mueren intestados, sobre multas y confiscaciones, que se aplicaban antes al rey, y sobre territorios de este, mientras ella no forme su reglamento y determine a qué fondos deben aplicarse, como única al derecho de hacerlo en lo económico de su jurisdicción.

”ARTÍCULO 16º) Que esta Provincia tendrá su Constitución territorial; y que ella tiene el derecho de sancionar la general de las Provincias Unidas que forme la Asamblea Constituyente.

”ARTÍCULO 17º) Que esta Provincia tiene derecho para levantar los regimientos que necesite, nombrar los oficiales de compañía, reglar la milicia de ella para la seguridad de su libertad, por lo que no podrá violarse el derecho de los pueblos para guardar y tener armas.

”ARTÍCULO 18º) El despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos.

”ARTÍCULO 19º) Que precisa e indispensablemente sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del Gobierno de las Provincias Unidas.

”ARTÍCULO 20º) La Constitución garantirá a las Provincias Unidas una forma de gobierno republicana y que asegure a cada una de ellas de las violencias domésticas usurpación de sus derechos, libertad y seguridad de su soberanía, que con la fuerza armada intente alguna de ellas sofocar los principios proclamados. Y asimismo prestará toda su atención, honor, fidelidad y religiosidad, a todo cuanto crea o juzgue necesario para preservar a esta Provincia las ventajas de la libertad, y mantener un gobierno libre, de piedad, justicia, moderación e industria.

”Delante de Montevideo, 13 de abril de 1813. Es copia, Artigas”.

 

Dichos postulados eran inaceptables para los porteños, por lo cual los delegados artiguistas fueron rechazados por la Asamblea con el pretexto falaz de que no habían sido elegidos de acuerdo a las normas establecidas, a pesar de que habían surgido de multitudinarias asambleas populares en las que todos tenían derecho a votar. Las intenciones porteñas se vuelven prístinas en una carta, exhumada por Sampay (1951), que Nicolás Herrera, ministro de Alvear, dirigió a Rondeau: “El vértigo del federalismo abrió enteramente las puertas a la anarquía y a la guerra civil. Todos los pueblos empezaron a hacerse soberanos y la necesidad de parar este furor democrático, que dejaba sin efecto los premeditados designios del Gobierno de Buenos Aires, hizo correr la sangre de los hermanos de la banda oriental”.

Lo que irritaba era la insistencia de los orientales en que las Provincias Unidas debían declararse independientes, propósito que no se alcanzaría hasta 1816, y constituirse en una federación de estados autodeterminados, sin el predominio de ninguno de ellos, y también, sin duda la principal razón del encono porteño, en que las rentas de la aduana debían nacionalizarse en beneficio de todas las provincias, no en provecho exclusivo de Buenos Aires. Como si no bastara, exigían que la capital de las Provincias Unidas no fuera Buenos Aires.

José María Rosa (1964) explica la perspectiva de Buenos Aires luego de los primeros pasos posteriores a mayo de 1810: “A la Revolución Nacionalista y espontánea del 25 de Mayo de 1810, había sustituido el gobierno de los doctores, empeñados en interpretar con ‘las ideas del siglo’ el hecho revolucionario. A la eclosión popular y argentina había seguido la fase obstinadamente porteña y tontamente liberal del Primer Triunvirato. Tres porteños formaban el gobierno, pero el nervio estaba en el secretario, Bernardino Rivadavia, ejemplo de mentalidad ascuosa. Una llamada asamblea, formada solamente por porteños de ‘clase decente’, completaba el cuadro de autoridades. A la Revolución [con erre mayúscula] por la independencia, había sustituido la revolucioncita ideológica de Rivadavia [el mayo liberal y minoritario], que quieren festejar como si fuera el auténtico. Detrás de este se encubría el predominio de una clase de nativos: la oligarquía —la ‘gente principal y sana’ o ‘gente decente’— del puerto. La revolución consistía para ellos en cambiar el gobierno de funcionarios españoles por la hegemonía de ‘decentes’ porteños. Lo demás —provincias, pueblo, independencia— no contaba; todo con música de ‘libertad’, para engañar a los incautos”.

De allí en más se iniciaría una difícil y tumultuosa relación entre las fuerzas porteñas que sitiaban Montevideo y las milicias artiguistas. Finalmente, el 20 de enero de 1814, furioso porque Buenos Aires se niega a convocar el congreso que reconocería su importancia militar y política y sus consiguientes derechos, Artigas abandona el sitio enarbolando su propia bandera —la azul y blanca de las Provincias Unidas cruzada en diagonal con la banda punzó del federalismo—, para que su desplante fuera aún más evidente e irritante. Aunque la plaza estaba a punto de caer en manos de los sitiadores, la mayor parte de las tropas orientales siguió a su jefe, conducidas por Otorgués, mano derecha del caudillo. Por su parte Rondeau transmite al gobierno su incertidumbre sobre las fuerzas orientales, muy reducidas, que aún permanecen en Montevideo: “no puede contarse con confianza porque a pesar de su disimulo se advierte una disposición a seguir el partido de aquel jefe”.

Las cosas no terminaron allí: Gervasio Posadas, nombrado Director Supremo por la logia, declara el 11 de febrero de 1814 a José Artigas “infame, privado de su empleo, fuera de la ley y enemigo de la Patria”, considera crimen de alta traición brindarle “cualquier clase de auxilio”, y fija una recompensa de seis mil pesos “al que entregue su persona, vivo o muerto”. Pero no sería tan fácil deshacerse del caudillo oriental, ni tampoco controlar la situación: “Rondeau renuncia, French y Usted renuncian —escribiría Posadas al coronel Soler, días más tarde—, Artigas renunció y nos arrancó 500 hombres. Los oficiales que han hecho prisioneros me escriben que los he sacrificado inocentemente porque la causa de Artigas es justa. Belgrano renunció y está enojado. San Martín dice que a su mayor enemigo no le desea aquel puesto. Díaz Vélez ha renunciado y está enojado. ¿No es cosa de locos? ¿Se puede así marchar a ninguna empresa?”.

Finalmente el general español Vigodet decidió rendir la plaza. Solicitó, entre otras condiciones, entregar la llave de Montevideo a los orientales artiguistas, y no a los porteños. Carlos de Alvear —verdadero poder en las sombras en Buenos Aires y que había relevado a Rondeau de la jefatura del ejército regular— comunicó las novedades a Otorgués, delegado de Artigas y aliado en la guerra contra los realistas: “Mi estimado paisano y amigo. Nada me será más satisfactorio que ver la plaza de Montevideo en poder de mis paisanos y no de los godos”.

Alguna vez Alvear debería rendir cuentas ante la Historia argentina, si la Historia argentina se rigiera por la ética y el patriotismo. Cuenta Alvear en sus Narraciones que invitó a Artigas a Montevideo, “pero no vino, lo cual fue un suceso feliz porque a él no hubiera sido fácil alucinarlo”. Es decir, engañarlo. Otorgués cayó en la trampa y acampó en las afueras de Montevideo, en Las Piedras. Alvear ocupó la ciudad, violando los acuerdos, el 23 de junio de 1814. La tarde del 24 salió al encuentro del oriental con el pretexto de saludarlo y coordinar la entrada de los artiguistas en Montevideo, aunque su verdadero objetivo era comprobar in situ el poderío de sus fuerzas. Luego regresó a la ciudad y encarceló a los delegados de Otorgués que lo acompañaban, el doctor Revuelta y Antonio Suanes, a quienes sometió a un simulacro de fusilamiento. En las primeras horas de la noche regresó a Las Piedras con una importante fuerza militar, y atacó por sorpresa a sus desprevenidos aliados contra los realistas. Mató a varios centenares.

Al día siguiente comunicó a Posadas que sólo pudo apoderarse de “ollas, calderas y chinas con que esta chusma está siempre cargada”, afirmación que revela el desprecio de los oligarcas comerciales de Buenos Aires por el gauchaje, sentimiento que predominará a lo largo de los largos años de sangrientos conflictos con los caudillos federales, prejuicio que servirá también para justificar la “inevitabilidad” del predominio económico y político del puerto sobre las provincias, habitadas por “esa chusma cargada de ollas, calderas y chinas” que, sin embargo, los tendrá en jaque hasta la polémica derrota de Urquiza en Pavón y el posterior exterminio de los caudillos tardíos como Peñaloza y Varela.

Alvear —uno de los grandes enemigos de San Martín— impedía así que Montevideo cayera en poder de Artigas, constituido entonces en el principal enemigo de Buenos Aires. En premio, Posadas, su obediente tío, creó para él el grado de Brigadier General y fue honrado como “Benemérito de la Patria en Grado Heroico”. Acababa de cumplir 24 años, y a lo largo de su intensa trayectoria demostraría ambición y pocos escrúpulos.

Como el conflicto no cedía, ya como Director Supremo Alvear ofreció al jefe de los orientales, a través del almirante Guillermo Brown, “la independencia absoluta” de la Banda Oriental a cambio de que Artigas dejase Entre Ríos y Corrientes bajo la hegemonía de Buenos Aires. El jefe oriental, fiel a su convicción no secesionista, rechazó la propuesta. Vicente Fidel López (1883), cuya ciega inquina contra Artigas es conocida, cita palabras de Alvear: “Las Provincias Unidas no tienen interés de ningún género en traer a su seno a la Banda Oriental”. Una actitud tan admirablemente patriótica de Artigas, mereció a cambio un lamentable párrafo del citado historiador: “Con su estúpida terquedad [al no querer renunciar a la argentinidad], Artigas iba ahora a poner a su país en un declive, que si no era su declive natural, era fatal al menos hacia el predominio protector y culto del Brasil… La guerra contra el caudillo oriental había dejado de ser una guerra civil [desde el momento en que Artigas dejaba de ser argentino], se había convertido en guerra defensiva contra un usurpador bárbaro y extranjero que sin tener derecho alguno de nacimiento o de comunidad política con los argentinos, pretendía mantener su ingerencia en provincias y en negocios que por ningún título le pertenecían. Esto es capital para que se aprecien y se comprendan los actos posteriores de la diplomacia argentina, cuyas negociaciones recayeron sobre un título independiente y enemigo que no conservaba ningún vínculo con las Provincias Unidas ni con su gobierno; y que, por consiguiente, no era ya parte de la Nación”.

A pesar de que Artigas insistía en que la Banda Oriental siguiera formando parte de las Provincias Unidas, el gobierno de Buenos Aires decidió retirar sus tropas y dejar a don Gervasio a cargo de Montevideo. Todo indica que ya estaba en marcha el plan de asignar a los portugueses la tarea de “poner orden” en la Banda Oriental y terminar con el caudillo díscolo.

Artigas fue sensible a las necesidades de la plebe, pero eso no le impidió respetar la propiedad privada, como puede colegirse de la comunicación enviada a raíz de un proyecto para aumentar la carga impositiva a quienes ya habían sido exprimidos por ambos bandos en litigio: “Los males de la guerra han sido trascendentales a todos. Los talleres han sido abandonados, los pueblos sin comercio, las haciendas de campo destruidas y todo arruinado. Las contribuciones que siguieron a la ocupación de esa plaza concluyeron con lo que habían dejado las crecidísimas que señalaron los 22 meses de asedio; de modo que la miseria agobia a todo el país. Yo ansío con ardor verlo revivir y sentiría mucho cualquier medida que en la actualidad ocasionase el menor atraso. Jamás dejaré de recordar a V. S. esa parte de mis deseos. Nada habría para mí más lisonjero, nada más satisfactorio que el que arbitrase lo conducente a restablecer con prontitud los surcos de vida y prosperidad general y que a su fomente y progreso debiéramos el poder facilitar lo preciso a las necesidades, proporcionando de ese modo los ingresos suficientes a la caja pública”.

Esta comunicación cobra mayor relevancia si se tiene en cuenta la pobreza en que vivía el líder oriental y las necesidades de su tropa, casi toda descalza y muchos de sus soldados apenas cubiertos con algún trozo de cuero de vaca.

El ascendiente de Artigas sobre los suyos no necesitaba de cargos ni nombramientos, como es claro en su comunicación al cabildo de Montevideo del 24 de febrero de 1816, por la que rechaza su designación como Capitán General de la Provincia y Patrono de la Libertad de los Pueblos: “Los títulos son los fantasmas de los Estados y sobra a esa ilustre corporación con tener la gloria de sostener su libertad. Enseñemos a los paisanos a ser virtuosos. Por lo mismo, he conservado hasta el presente el título de un simple ciudadano, sin aceptar la honra con que el año pasado me distinguió el Cabildo que V. S. representa. Día vendrá en que los hombres se penetren de sus deberes y sancionen con escrupulosidad lo más interesante al bien de la provincia y honor de sus conciudadanos”.

En cuanto a la distribución de tierras, se decidió que “los más infelices serían los más privilegiados”, según estableció el bando difundido, y se incluyó en el reparto a “los negros libres, los zambos de toda clase, los indios y los criollos pobres”. El historiador Alberto Methol Ferré apunta: “No hay duda de que la reforma agraria artiguista tuvo enormes proyecciones y puedo apuntar que aun en 1884 a P. Bustamante le sorprendía la osadía de quienes reclamaban derechos invocando ‘donaciones’ de Artigas”. El mismo autor apunta que el Banco Hipotecario del Uruguay, que no consideraba válidas dichas pretensiones, aceptaba en cambio las firmadas por el barón de la Laguna, representante del invasor portugués.

En la banda occidental del Río de la Plata se enfatizaba que la insubordinación de Artigas contra la autoridad porteña favorecía a las fueras del rey de España, pues obligaba a distraer tropas y esfuerzos, además de que el oriental sembraba la indisciplina en las filas patriotas. Corrían rumores malintencionados de una posible complicidad de Artigas con el general español Joaquín de la Pezuela. Muchos se hicieron eco de esos trascendidos, entre ellos Manuel Belgrano: “Hace mucho tiempo que desconfío de Artigas. […] Mucho me temo que la canalla está por traicionarnos”. A medida que transcurrió el año 1817 fue creciendo su encono por el jefe oriental: “Nunca se ablandará, es un agente de los enemigos y muy eficaz”. Al año siguiente sostuvo: “Me confirmo en que Artigas es un traidor completo oficial general español”. Le reprochaba que mientras San Martín guerreaba en Chile y Güemes contenía a los realistas en el norte, el oriental se olvidaba “del territorio en que manda y de los portugueses que lo tratan de poseer por hacer la guerra al Gobierno de las Provincias Unidas”. Belgrano persistió hasta el fin de sus días en su convicción de que Artigas había traicionado la causa revolucionaria.

Enterado de las diferencias entre el oriental y el gobierno porteño, Pezuela consideró que había llegado el momento de aprovecharlas. Le escribió a Artigas sobre “los caprichos de un pueblo insensato como Buenos Aires que han ocasionado la sangre y desolación en estos dominios”. Le expresaba estar “impuesto que V. S., fiel a su monarca, ha sostenido sus derechos combatiendo contra la facción; por lo tanto cuente V. S., sus oficiales y tropa con los premios a que se han hecho acreedores”.

A ese intento de atractivo soborno, Artigas contestaría el 28 de julio de 1814: “Han engañado a V. S. y ofendido mi carácter cuando le han informado que yo defiendo a su rey. Si las desavenencias domésticas han lisonjeado el deseo de los que claman por establecer el dominio español en estos países [sepa V. S. que] yo no soy vendible ni quiero más premio por mi empeño que ver libre mi Nación del poderío español. Vuelva el enviado de V. S. prevenido de no cometer otro atentado como el que ha proporcionado”.

 

En julio de 1816 las circunstancias internacionales no podían ser peores: una poderosa expedición preparándose en Cádiz para recuperar la colonia rioplatense sublevada, la revolución chilena fracasada, Europa unánimemente unida en la restauración absolutista y enemiga de toda reivindicación republicana e independista en América. Además, las provincias bajo el amparo del “Protector de los Pueblos Libres” no enviaron representantes a Tucumán: las misiones, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, la Banda Oriental. Córdoba envió una delegación raquítica.

El jefe de la flota inglesa en el Río de la Plata, comodoro William Bowles, informaba entonces al Almirantazgo sobre la inoportunidad política de la declaración de independencia: “Será quizá sorprendente para Su Excelencia el hecho de que el Gobierno existente haya elegido este momento preciso para declarar su independencia, no solamente de España, sino de toda otra potencia. Pero pienso que esto puede fácilmente explicarse por el hecho de que eso fue necesario para aplacar el entusiasmo revolucionario de aquellos que constituían un peligro, a quienes de ningún modo podía confiarse el verdadero secreto”.

¿Cuál era “el verdadero secreto”?: que la Banda Oriental sería invadida desde el Brasil por un poderoso ejército portugués al mando del experimentado general Carlos Lecor, vizconde de Latura, quien se había destacado en la guerra contra Napoleón. La expedición había sido planeada por William Carr Beresford, el mismo de la invasión inglesa de 1806, convocado por ser un experto en operaciones militares en el Río de la Plata, lo que demostraba la connivencia británica con la invasión. A pesar de comprometer un territorio que pertenecía a las Provincias Unidas, la invasión contó con la ominosa complicidad del gobierno de Buenos Aires, decidido a todo con tal de desembrazarse del caudillo oriental, sumiso a las estrategias de Gran Bretaña —aliada de Portugal—, aunque fuera en perjuicio de una patria que la oligarquía comercial porteña no sentía, demasiado ocupada en proteger sus intereses y en acallar todo intento de oposición.

Pedro Ferré (1845), interesante gobernador de Corrientes oscurecido por nuestra historia consagrada por haber integrado, aunque críticamente, la Confederación rosista, escribió: “Si alguna vez se llegan a publicar los documentos que aún están ocultos se verá que el origen de la guerra en la Banda Oriental, la ocupación de ella por el portugués, de lo que resultó que la República perdiera esa parte tan preciosa de su territorio, todo ello tiene su principio en Buenos Aires, y que Artigas no hizo otra cosa que reclamar primeramente la independencia de su patria y después sostenerla con las armas, instando en proclamar el sistema de federación y entonces tal vez resulte Artigas el primer patriota argentino”. No sólo no es reconocido en nuestra historia como el primer patriota argentino, sino que Artigas ni siquiera es aceptado como argentino, puesto que se nos inculca que se trata de un prócer uruguayo —lo es por nacimiento—, negando de esa manera la extraordinaria importancia que don Gervasio tuvo en los primeros años de nuestra patria. Pero nuestros historiadores pioneros tenían opinión formada y la transmitieron, como Vicente Fidel López en su Historia de la República Argentina: “Artigas fue un malvado, un caudillo nómade y sanguinario, señor de horca y cuchillo, de vidas y haciendas, aborrecido por los orientales que un día llegaron hasta resignarse con la dominación portuguesa antes que vivir bajo la ley del aduar de aquel bárbaro”.

Ninguna sorpresa manifestaron entonces las autoridades directoriales en Buenos Aires y no pocos delegados en Tucumán por la invasión desde territorio brasilero, pues desde el principio estaban al tanto del plan presentado a la Corte portuguesa por el sacerdote rioplatense Nicolás Herrera, primero secretario de Alvear y ahora al servicio del emperador Juan VI, y a quien homenajea una calle en la capital argentina. El religioso propuso, según puede leerse en los folios 338 y 339 del Archivo Andrés Lamas de Montevideo, que la flota “debía ir directamente al Río de la Plata, tomar por sorpresa o asalto la plaza de Montevideo muy mal guarnecida y obligar a Artigas a concentrar sus fuerzas”. Cumplida esa primera etapa, el general Lecor debía formar “con la plaza de Montevideo y el territorio de este lado del Uruguay una capitanía con gobierno separado”.

La invasión portuguesa será supervisada por otro argentino, Manuel J. García, el mismo que años más tarde entregaría la Banda Oriental al Brasil siguiendo instrucciones de Rivadavia, también homenajeado con una calle metropolitana, quien, instalado en la Corte, actuaría de intermediario entre portugueses y porteños. En ese carácter, el 30 de marzo de 1816 anunció con alborozo al Directorio, entonces ocupado por González Balcarce, la llegada de tropas europeas que se agregarían a las fuerzas invasoras: “El convoy portugués está entrando en este momento por el puerto adentro, creo que trae cuatro mil hombres de infantería”. A continuación: “Nuestras relaciones [con el Imperio] siguen bien”.

 

Los congresales de Tucumán, al tanto de la invasión, temiendo que se violasen los ominosos acuerdos con el Directorio y que las acciones bélicas se extendiesen más allá del río Uruguay a las provincias mesopotámicas, sostuvieron varias sesiones secretas para tratar el asunto. Finalmente, el 4 de septiembre de 1816, ¡menos de dos meses después del 9 de julio!, se aprobaban las cláusulas reservadas: que los comisionados tratasen, tanto en la Corte portuguesa como ante el general Lecor, “sobre la base de la libertad e independencia de las Provincias representadas en el Congreso” —es decir, entregando a los invasores las provincias bajo la influencia de Artigas que no habían enviado delegados a Tucumán—; “desimpresionarlos de las ideas exageradas que acaso se habrán formado del desorden en que nos suponen” —convencerlos de que no eran tan revolucionarios ni independistas como aparentaban—; conseguir que Lecor manifestara públicamente que no tenía pretensiones sobre esta Banda Oriental para no alertar a Artigas y a sus simpatizantes, y de ese modo tomarlos por sorpresa sobre el verdadero “objeto de la expedición militar contra la Banda Oriental”; “persuadir al gabinete del Brasil a que se declare Protector de la libertad e independencia de estas Provincias restableciendo la casa de los Incas y enlazándola con la de Braganza” —aceptar la “protección”, por ahora no se trataría de sumisión, de un nuevo amo, aunque disimulándolo con un americanismo simbólico, “inventando” una nobleza incaica.

 

Pero también hubo “cláusulas reservadísimas”, votadas por unanimidad, que revelan los reales temores de los congresales. En ellas, imponían a su comisionado que en el caso “de exigírsele que estas Provincias se incorporen a las del Brasil se opondrá abiertamente manifestando que sus instrucciones no se extienden a este caso, pero si después de apurados todos los recursos de la política y del convencimiento insistiesen en el empeño, indicará, como una cosa que sale de él, que formando un Estado distinto del Brasil reconocerán por su monarca al de aquél mientras mantenga su Corte en ese continente, pero bajo una Constitución que le presentará el Congreso”. Esa misma tarde los congresales en Tucumán eligieron a los comisionados: Terrada sería el público e Irigoyen el secreto.

Lo cierto es que esos temores no eran vanos, pues el proyecto de Juan VI incluía, además de apropiarse de la Banda Oriental, la amputación de los territorios aledaños a los ríos Paraná y Uruguay, por lo que se planeó que mientras Lecor invadía la actual tierra uruguaya, otra fuerza, a través del Río Grande del Sur, penetraría por Misiones atacando Corrientes para apoderarse después de Santa Fe, según la estrategia concertada en Londres a mediados de 1816. El proyecto no prosperó porque, paradójicamente, la heroica resistencia de Artigas y los suyos lograron que el emperador portugués desistiera de abrir otros frentes de conflicto. Ya tenía demasiado con la indómita bravura y las tácticas guerrilleras del gauchaje oriental, gracias a quienes conservamos las provincias mesopotámicas.

A pesar de esa resistencia, y a favor de la importante superioridad en número, experiencia y armamento, desde enero de 1817 los portugueses comandados por Lecor controlaban Montevideo, mientras Vicente Fidel López, uno de nuestros historiadores fundadores, escribiría, exaltado, y a modo de portavoz del sentir de los “decentes” porteños que insólitamente celebraban la conquista de un importante territorio de su país por una potencia extranjera: “Fue recibido con los brazos abiertos por el vecindario y todos aquellos habitantes afincados, de honorable familia y de intereses urbanos, porque había llegado como protector de vidas y haciendas, a salvarlos de los atentados de Artigas”.

 

El Protector, acosado, apeló a la devoción y al coraje de los suyos para sostener el triple frente de batalla contra los realistas que pretendían rescatar la colonia para la Corona, los portugueses que se proponían anexar el territorio a su imperio, y los porteños que anhelan deshacerse de ese rival que alentaba un proyecto de nación que disminuiría su poder y su riqueza en beneficio de los intereses provinciales y populares. Así, en el Cabildo Abierto de Montevideo del 6 de julio de 1816, los arengará: “La multiplicidad de nuestros enemigos sólo servirá para redoblar nuestras glorias si queremos ser libres. Los orientales sabemos desafiar los peligros”.

Caído Alvear, entre otros motivos porque no pudo resolver la disputa con el caudillo oriental, asumió Rondeau, aunque dejó en su lugar a Álvarez Thomas, quien se propuso iniciar una etapa de mejores relaciones con don Gervasio. Para eso le obsequió un valioso reloj de oro e hizo quemar ostentosamente en la Plaza de Mayo el bando de Posadas que ponía precio a su cabeza. No conforme con eso le envió engrillados a varios jefes que habían desertado del artiguismo y guerreado en su contra. El canónigo Larrañaga, testigo presencial, dejó constancia de la actitud del supuesto “bárbaro y anarquista”, según las calificaciones de los dirigentes porteños. Quitándoles los grillos, les dijo: “El Gobierno de Buenos Aires los manda para que yo los fusile, pero yo no veo los motivos. Ustedes me han hecho la guerra pero yo sé que ustedes no tienen la culpa, sino los que la han declarado y me llaman traidor en los bandos y en las gacetas, porque defiendo los derechos de los orientales y de las otras provincias que me han pedido protección”. Y los dejó libres.

Para despejar un malentendido no ingenuo, fomentado por nuestra historia liberal y anticaudillista, debe aclararse y dejar constancia de que Artigas nunca pretendió la separación de la Banda Oriental de las Provincias Unidas. Luchó por la independencia de España y de Portugal, nunca del Río de la Plata. Tanto es así que volvió a rechazar la separación cuando Álvarez Thomas se la ofreciera, en un torpe intento por terminar con el conflicto con los porteños, dispuesto a perder ese territorio formidable con tal de deshacerse del oriental.

Artigas rehusó convertirse en fundador y máximo gobernante de un rico Estado autónomo, hoy Uruguay. Al contrario, en reiteradas oportunidades proclamó su lealtad a las Provincias Unidas, aun en las peores circunstancias, como lo hizo el 9 de julio de 1814 en el Fuerte de Montevideo, cuando Gervasio de Posadas osó declararlo “traidor a la Patria” y puso precio a su cabeza: “El Gobierno Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata será reconocido y obedecido en todas la Provincia Oriental del Uruguay, como parte integrante del Estado que ambas componen”.

 

El Congreso de Tucumán nombró Director Supremo a Juan Martín de Pueyrredón quien, si bien era porteño, asumía la representación de San Luis, provincia cuyana bajo el influjo de San Martín. El Libertador indujo su designación con la esperanza de que lograra mediar entre porteños y provincianos y poner fin a las hostilidades que entorpecían la organización del ejército de los Andes. Pueyrredón se comprometió, bajo juramento, a brindar el apoyo que don José reclamaba y que hasta entonces Buenos Aires le había retaceado. Pero una vez asumido su cargo Pueyrredón se dejó seducir por la burguesía comercial porteña de manera que asumió como propia la guerra contra Artigas. Tanto, que en el futuro otorgaría prioridad a la lucha contra el caudillo oriental sobre las necesidades de la campaña emancipadora de San Martín. La alianza con Lecor, jefe del ejército portugués, hasta poco antes disimulada, se exhibía ahora públicamente al avanzar tropas porteñas contra los lugartenientes de Artigas en Santa Fe y Entre Ríos, Estanislao López y Francisco Ramírez respectivamente, en la primavera de 1818.

Mientras tanto, ante la proximidad de los ejércitos realistas y respondiendo a una maniobra de los porteños, el congreso independista abandona Tucumán y se traslada a Buenos Aires donde queda sujeto a sus intereses. Preocupado sólo por la perpetuación de los privilegios del puerto, especialmente el cobro de los derechos de aduana, la burguesía directorial diseña estrategias para mantener a raya los derechos de las provincias cuyo reclamo ha dado origen al surgimiento de otros caudillos en la huella de Artigas. Pueyrredón y los suyos se inclinan ahora por entronizar a un príncipe extranjero, como se narra en otro capítulo.

La desigual guerra en la Banda Oriental continúa. El propio Vicente Fidel López, a quien hemos leído condenando a Artigas, no pudo evitar un arranque de honestidad intelectual al referirse a los “decentes” montevideanos, idénticos a los porteños: “Esas gentes estaban muy lejos de ser el país a pesar de ser su mejor y más distinguida parte, pues el país y la patria de los orientales estaban en otra parte: era la campaña vasta, plagada, montuosa, habitada por indios y gauchos cerriles, esos eran los orientales genuinos de la lucha, los patriotas del país interesados, con espontánea y primitiva pasión, en la defensa de su independencia. No respiraban sino odio a sus vecinos del norte y del oeste, portugueses y porteños. […] Ellos se levantaron como un solo hombre contra los invasores portugueses. No quedó selva, ni hondonada, cuchilla, ni serranía, en que no apareciese la cabeza o no se percibiese el trote de algún grupo de patriotas, medio soldados, medio bandidos, pero bravamente resueltos todos a defender la entidad nacional”.

En pos de que la situación interna de su patria se pacificara, al menos temporalmente, privado de los apoyos que Buenos Aires empeña en su guerra contra los caudillos, San Martín escribe a Estanislao López y a Artigas, a quienes respeta. En una carta dirigida al “Protector de los Pueblos Libres”, le dice:

“Señor Don José de Artigas. Mi más apreciado paisano y señor: […] Me hallaba en Chile, acabando de destruir el resto de maturrangos que quedaba y aprontando los artículos de guerra necesarios para atacar a Lima, cuando me hallo con noticias de haberse roto las hostilidades por las tropas de usted y de Santa Fe contra las de Buenos Aires: la interrupción de correos, igualmente que la venida del general Belgrano con su ejército de la provincia de Córdoba, me confirmaron este desgraciado suceso; el movimiento del ejército del Perú ha desbaratado todos los planes que debían ejecutarse, pues como dicho ejército debía cooperar en combinación con el que yo mando, ha sido preciso suspender todo procedimiento por este desagradable incidente; calcule usted, paisano apreciable, los males que resultan, tanto mayores cuanto íbamos a ver la conclusión de una guerra finalizada con honor y debido sólo a los esfuerzos de los americanos, pero esto ya no tiene remedio; procuremos evitar los que pueden seguirse y libertar a la patria de los que la amenazan.

”Noticias contestes que he recibido de Cádiz e Inglaterra aseguran la pronta venida de una expedición de 16.000 hombres contra Buenos Aires; bien poco me importaría el que fueran 20.000, con tal que estuviésemos unidos, pero en la situación actual, ¿qué debemos prometernos? No puedo, ni debo analizar las causas de esta guerra entre hermanos y lo más sensible es que siendo todos de iguales opiniones en sus principios, es decir, de la emancipación e independencia absoluta de la España, pero sean cuales fueren las causas, creo que debemos cortar toda diferencia y dedicarnos a la destrucción de nuestros crueles enemigos, los españoles, quedándonos tiempo para transar nuestras desavenencias como nos acomode, sin que haya un tercero en discordia. […]

”Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón. Paisano mío, hagamos un esfuerzo, transemos todo y dediquémonos únicamente a la destrucción de los enemigos que quieren atacar nuestra libertad. […]

”Unámonos contra los maturrangos bajo las bases que usted crea, y el Gobierno de Buenos Aires, más convenientes, y después que no tengamos enemigos exteriores, sigamos la contienda con las armas en la mano, en los términos que cada uno crea por conveniente; mi sable jamás se sacará de la vaina por opiniones políticas. […]

”Hablo a usted lo que mi corazón siente, si usted me cree un americano con sentimientos inequívocos en beneficio de nuestro suelo, espero que esta intervención que hago como simple ciudadano, sea apoyada por usted en los términos más remarcables. De todos modos, aseguro a usted, con toda verdad, es y será su amigo verdadero y buen paisano, José de San Martín”.

Pero los hombres de Buenos Aires frustraron la mediación: apenas informado del intento, Pueyrredón comunica a los enviados por San Martín desde Chile que rechaza su intervención, pues resultaba inaceptable que se otorgara al caudillo de los orientales una importancia equivalente a la del gobierno porteño. En carta privada al Libertador, el Director Supremo, no sin ironía, le manifiesta su desagrado:

“Aplaudo y agradezco el celo con que usted corre a todos los peligros del Estado, pero siento que un concepto equivocado del riesgo haya privado a usted de la comodidad que podía disfrutar por algunos días, hasta que le tocase otra nueva tarea. Es, sin duda, el mismo concepto de hallarse este pueblo en riesgo de ser destrozado por los anarquistas lo que movió y decidió al Gobierno de Chile a mandar sus embajadores cerca de Artigas y a usted a apoyar esta determinación de oficio y confidencialmente. Ya ha debido ver usted a esta fecha que nuestra situación es muy distinta de la que se creyó y que lejos de necesitar padrinos, estamos en el caso de imponer la ley a la anarquía. […] Hay tantas razones que no es posible vaciar en lo sucinto de una carta, que se oponen a que se realice esta mediación, que me he resuelto prevenir a los diputados que suspendan todo paso en ejercicio de su comisión. También lo digo a usted en contestación a su oficio”.

 

La guerra continuaría. En 1818, una fuerza porteña desaloja del gobierno de Corrientes, aliado de Artigas, a Juan Bautista Méndez. El oriental envía entonces a Andrés Guacurarí, conocido como “Andresito”, a poner orden. Es un indio guaraní, nacido en las misiones, que ha tomado el apellido de don Gervasio y que le será fiel hasta el final. Durante su avance sobre Corrientes al frente de una fuerza compuesta en su mayoría por guaraníes liberará a los indios sometidos a servidumbre, y a cambio tomará como prisioneros una cantidad equivalente de hijos de “posibles” de la zona. Cuando sus madres desesperadas y lloronas acudieron implorando piedad, Andresito las reconvino, recordándoles el dolor de las madres de quienes habían sido tomados por la fuerza para servir a las reclamantes. Ese mismo espíritu a favor de los humildes se percibe en un bando a la población: “Olvidemos esa maldita costumbre de que los engrandecimientos nacen en la cuna”. El leal guaraní fue apresado por los brasileros en 1819, y sufrió esclavitud en Río de Janeiro hasta su muerte.

La connivencia de la burguesía comercial porteña con los intereses expansionistas portugueses fogoneados por su aliada Gran Bretaña —que más adelante se ocuparía de restringirlos— sería culpable, nueve años después y luego de variadas vicisitudes, de la definitiva separación de la República Oriental del Uruguay de territorio argentino.

La ocupación portuguesa desembocaría en la guerra con el Brasil iniciada en 1818, y que culminó con la victoria de las armas argentinas en Ituzaingó, y de nuestra flota en Juncal. Pero el triunfo no impediría, con la ominosa intervención de Rivadavia y su delegado Manuel García, que se firmara la anexión brasilera de la Banda Oriental como provincia Cisplatina. Esa situación se resolvería más tarde, a favor de la indignación de patriotas argentinos comandados por Manuel Dorrego, con la independencia del Uruguay, hecho que de todas maneras satisfacía el objetivo británico de que el Río de la Plata no estuviese bajo el pleno dominio argentino. Por otra parte así se erigía un “estado tapón” que facilitaría la estrategia imperial, también de Francia, como se volvería evidente en los bloqueos de 1839 y 1845.

En 1820, una aplastante victoria provincial de los caudillos López y Ramírez sobre Buenos Aires se transformó en una derrota en la mesa de negociaciones, y significó el golpe que expulsó definitivamente a Artigas del escenario político rioplatense. Nos ocuparemos del caso en el capítulo dedicado a Francisco Ramírez.

Al final del calvario que lo arrastró hacia el norte, implacablemente perseguido por el Supremo Entrerriano, que de subordinado se convirtió en verdugo, el caudillo oriental, acompañado sólo de un centenar de sus fieles, atravesó el Paraná por Candelaria y se internó en el Paraguay. El dictador Francia, seguramente presionado por el Gobierno de Buenos aires, lo destina a la aislada Caraguaty, donde su vida se parece demasiado a la de un prisionero. Allí pasará los últimos treinta años de su vida, pobremente, dedicado para subsistir a labores agrícolas, convencido de que no volvería a su patria a pesar de que en 1831 el científico Aimé Bonpland le comunicó que el Uruguay era ahora un país independiente.

Tampoco se dejó tentar cuando Fructuoso Rivera, uno de sus antiguos oficiales, asumió como presidente del nuevo Estado y lo invitó a regresar con honores. Quizá no olvidaba que Rivera había sido uno más de los tantos que habían denostado el período en que había dominado y luchado por la Banda Oriental, ahora República Oriental del Uruguay: “Nunca fue la Banda Oriental menos feliz que en la época de su desgraciada independencia. La propiedad, la seguridad y los derechos más queridos del hombre en sociedad, estaban a la merced del despotismo o de la anarquía y los deseos de los hombres de bien eran ineficaces para contener el torrente de los males que oprimían a la patria”, había escrito Rivera.

En 1850, a los 86 años, José Artigas murió en pleno aislamiento tras su largo exilio en Paraguay. Un diario de Asunción anunció su fallecimiento el 24 de septiembre: “Sólo cuatro personas acompañaron a la tumba los restos mortales de quien fuera ilustre caudillo en tierra del Plata. No hubo ni siquiera cortejo fúnebre para este oriental que muere a los 30 años justos de su expatriación, en la más absoluta pobreza y en el mayor de los desamparos”.

Sus enemigos no lograron matarlo, pero intentaron hacerlo en nuestra historia. Una carta de Bartolomé Mitre a Vicente Fidel López lo expresa con toda claridad: “Los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones contra los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quienes hemos enterrado históricamente”.

4. Carta encontrada por A. González en el Archivo de Indias, Sevilla.