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El caudillismo federal

 

No teniendo militares en regla se daban jefes nuevos, sacados de su seno. Como todos los jefes populares, eran simples paisanos las más veces. Ni ellos ni sus soldados, improvisados como ellos, conocían ni podían practicar la disciplina. Al contrario, triunfar de la disciplina, que era el fuerte del enemigo, por la guerra a discreción y sin regla, debía ser el fuerte de los caudillos de la Independencia. De ahí la guerra de recursos, la montonera y sus jefes, los caudillos, elementos de la guerra del pueblo: guerra de democracia, de libertad, de independencia.

JUAN BAUTISTA ALBERDI

 

Un conjunto de factores impedía, en los comienzos del proceso revolucionario, que el interior del país compartiera las opiniones y los proyectos políticos de los “decentes” de Buenos Aires. Los “notables” porteños concebían a Mayo como un movimiento nacional al que debían integrarse la totalidad de los pueblos, conservando el puerto su tradicional situación de cabeza del Estado. Alegaban el peligro de la disgregación, pero en verdad buscaban conservar y concentrar las suculentas rentas de la aduana y de los derechos portuarios.

Predominaba en la dirigencia porteña la idea de que las provincias estaban habitadas por “bárbaros” condenados a la ignorancia por los largos años de despiadada colonización, por lo cual su único aporte reconocible podía medirse en la cantidad de hombres que aportaran a la soldadesca de los ejércitos patriotas, negándoles en la práctica toda capacidad estratégica o intelectual, salvo a aquellos que provenían de la clase provincial dominante, como el cordobés deán Gregorio Funes primero, o poco más adelante Juan Martín de Pueyrredón, representante de San Luis en Tucumán, quienes terminaron “aporteñándose”, absorbidos por los tejes y manejes de los logistas —integrantes de la sociedades secretas ligadas a la masonería—, de los rivadavianos —unitarios luego rebautizados liberales— o de los directoriales —partidarios de la autoridad única del Director Supremo—. Estas categorías no eran absolutas, de manera que se podía pertenecer a los tres sectores, simultánea o alternadamente.

En consecuencia, para quienes comenzaban a identificarse como “unitarios”, la construcción política y material de la nación, y la necesaria eficacia revolucionaria para consolidarla, estaban atadas a la “inevitabilidad” del poder político centralizado en una casta de “posibles” porteños y sus asociados provinciales. La oposición a esta perspectiva centralista, perjudicial para los intereses de las provincias, plasmó en una tendencia política y, poco a poco, en una serie de principios que conformaron el “federalismo” o doctrina de los estados libres en un Estado nacional políticamente descentralizado. Esta corriente no puede entenderse sin el surgimiento de los caudillos, cuyo liderazgo emanaba naturalmente de una plebe que se sentía representada por esas figuras.

 

El puerto no sólo recaudaba y no compartía, sino que podía disponer a su antojo la exención impositiva de productos importados, medida que perjudicaba directa y violentamente a las artesanías e industrias provinciales1. El gobierno de Buenos Aires, presionado por ingleses y comerciantes, autorizó en 1811 la libre exportación de oro y de plata amonedados. Esta medida no sólo descapitalizaba al país naciente, sino que elevó los precios de los artículos de consumo. Ya el Primer Triunvirato, cuyo inspirador fue su secretario Rivadavia, permitió la importación de carbón europeo, rebajó los derechos aduaneros para los tejidos extranjeros y abrió las puertas de la aduana a numerosos artículos, en competencia ruinosa con los productos de las industrias territoriales. A la vez, los comerciantes extranjeros contaban con los mismos derechos que los comerciantes criollos. Se sancionaba de este modo la preeminencia del capital comercial inglés sobre Buenos Aires, y del poder económico del puerto sobre las provincias.

Un poncho inglés de libre importación, por ejemplo, costaba tres pesos, mientras el mismo artículo elaborado en telares criollos alcanzaba los siete pesos. Si una vara de algodón británico se compraba a un real y medio, el chaqueño o misionero costaba entre dos y tres cuartos. Juan Álvarez (1912) explica que “los productos de las ferreterías de Sheffield, de las alfarerías de Worcester y Staffordshire y de los telares de Manchester inundaban irresistiblemente el mercado argentino, con la imitación exacta y estandarizada de los artículos criollos”.

Esta circunstancia no era nueva, se arrastraba desde el período colonial, como lo demuestra una carta —rescatada por José María Rosa (1974)— del síndico del Consulado Yánez al virrey Cisneros en 1809, alegando a favor del monopolio comercial de España y en contra de la libertad de comercio: “Sería temeridad querer equilibrar la industria americana [colonial] con la inglesa. Estos sagaces maquinistas nos han traído ya ponchos, que es el principal ramo de la industria cordobesa y santiagueña, y también estribos de palo al uso del país. Los pueden dar más baratos y por consiguiente arruinarán nuestras fábricas y reducirán a la indigencia a una multitud de hombres y mujeres que se mantiene con sus hilados y sus tejidos, en forma que donde quiera se mire no se verá más que desolación y miseria”.

Lo cierto es que, producida la Revolución de Mayo y el fin del dominio español, los “decentes” porteños no modificaron esa relación de fuerzas, sino que sustituyeron a la metrópoli colonial que había concentrado en el puerto de Buenos Aires el comercio de todas las provincias, para volver de esa manera más efectivo el control monopólico. La insurrección patriota que anuló el gobierno virreinal al que debían someterse todas las provincias —y que, bien o mal, procuraba los medios para su subsistencia y desarrollo—, dejó a Buenos Aires dueño de la totalidad de las rentas de la aduana y de los derechos portuarios. Es decir que el puerto terminaba colonizando al resto de las provincias privándolas de su sustento económico, perjudicadas además por la guerra independista contra los ejércitos que bajaban de Lima, conflicto que obstaculizaba o directamente clausuraba las rutas comerciales de gran parte de las provincias sin conexión con el Río de la Plata, que se internaban en el Alto Perú y compraban y vendían en Cuzco, en Potosí, en Chuquisaca y en la capital peruana.

 

Los caudillos eran investidos de poder y prestigio por sectores populares que reconocían en sus figuras a líderes capaces de conducirlos eficazmente en la lucha por los intereses y principios que compartían. Nuestra historia liberal, escrita por los unitarios vencedores en la guerra civil, los condenó al sótano de los “malditos” por bárbaros, crueles e ignorantes, castigándolos en la memoria colectiva de argentinas y argentinos por su oposición a los “civilizados”, según la disyuntiva planteada, con su habitual brutalidad semántica, por Sarmiento. Lo cierto es que, por las razones apuntadas, la escasa base económica de su accionar obligaba a que la financiación de sus montoneras y armamento, animales y bastimentos se basara en la imposición de fuertes contribuciones obligatorias sobre los territorios que dominaban, como así también al saqueo, que muchas veces funcionaba como paga de sus hombres.

Pero esa barbarie no resultaría en todo caso mayor que la de sus enemigos, que también exprimían y saqueaban. En algunas ocasiones fueron insólitamente humanitarios, como cuando conservaron con vida a su principal enemigo, el jefe de la Liga Unitaria José María Paz, luego de caer prisionero de Estanislao López, quien lo envió a Buenos Aires para que Rosas decidiera su suerte.

La lucha de los unitarios de la ciudad puerto que aspiraba a ser Europa, contra los provincianos fuertemente arraigados en la tradición criolla, exhibe también claras características de lucha de clases, como lo atestiguaría el lúcido caudillo santiagueño Felipe Ibarra el 16 de julio de 1831 al justificar un impuesto a los “decentes” de la capital provincial “para hacer que la pensión gravite únicamente sobre personas que espontáneamente se prestaban a no omitir sacrificio alguno a fin de sostener la anterior administración, cuyo manejo abolía la justicia social y destruía la especie humana”. Todo indica que es esta la primera oportunidad en que aparece en nuestra historia el concepto de “justicia social”.

También Sarmiento, cuya condición de vocero implacable del porteñismo le ganaría el apodo de “profeta de la Pampa” —a pesar de que había nacido en los Andes sanjuaninos—, confirmaría en 1866, en un discurso ante el Senado, el clivaje social de las guerras civiles: “Cuando decimos ‘pueblo’ entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante. Somos gentes decentes. Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues no ha de verse en nuestra Cámara ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente, es decir, patriota”. Eran los unitarios de siempre que por entonces se habían rebautizado “liberales”, aunque su similitud con los liberales europeos se agotaba en el plano económico, por cuanto en el terreno político fueron violentos y tiránicos.

 

Es cierto que algunos caudillos carecieron de instrucción formal o no brillaron por su formación cultural. Tal el caso de Francisco Ramírez, quien quizás por esa desventaja personal se preocupó especialmente por el desarrollo de la educación cuando gobernó en Entre Ríos. Otros como Juan Bautista Bustos y Alejandro Heredia eran militares de carrera, el segundo, además, graduado en Leyes. La correspondencia de Juan Facundo Quiroga revela un espíritu sutil y una redacción refinada. Alberto González Arzac (1996) certifica que Rosas había estudiado a Cicerón, Burke, De Maistre, Paine, Real de Curban en su juventud, y que durante su gobierno se asesoró en materia de derecho público con el sabio italiano Pedro de Angelis. Estanislao López promovió en 1819 la sanción de una Constitución Provincial decididamente democrática y federal, lejos de las posibilidades de una inteligencia tosca.

Aunque movido por el propósito consciente de denigrarlos, nadie expresó más lúcidamente que Sarmiento la significación de los caudillos. Escribió en Facundo: “Es el personaje histórico más singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento social no es más que el espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, las preocupaciones y los hábitos de una nación en una época dada de su historia”.

A propósito, la insistencia en consagrar a Facundo como el texto fundacional de la literatura argentina en desmedro del genial Martín Fierro, que describe las penurias de un hombre de la clase humilde perjudicado por el proyecto elitista y porteñista de la organización nacional, encubre una proposición ideológica.

Los caudillos no fueron ángeles ni diablos. Fueron personalidades capaces de encarnar el signo de su época: la oposición más o menos organizada de algunas provincias contra la obsesión porteña por enviar ejércitos que las sujetaran, por entronizar príncipes extranjeros, por dictar reglamentos y constituciones cuyo objetivo era fortalecer el privilegio de Buenos Aires y privar a los pueblos de las provincias de alguna justa participación en los beneficios del puerto y su aduana. Fueron opositores de la indiferencia frente al perjuicio que el libre comercio y la introducción sin recargos de mercadería industrializada en países europeos producía en las rústicas economías provinciales y también, claro, porque Buenos Aires consideraba a los caudillos enemigos a destruir, cualquiera fuese el método, como cuando desvió en su contra ejércitos en campaña para enfrentar a los realistas, tal el caso del caudillo salteño Miguel Martín de Güemes, o cuando realizó inicuos acuerdos con el invasor portugués con tal de aniquilar al oriental José Gervasio de Artigas.

Cuando Artigas, ya anciano, recibió en su retiro paraguayo de Curuguaty la visita del general José María Paz, le explicó su versión de la inquina porteña: “Yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos del Directorio y a la guerra que él me hacía por considerarme enemigo del centralismo, el cual sólo distaba un paso entonces del orden hispánico. Tomando por modelo a los Estados Unidos yo quería la autonomía de las provincias, dándole a cada Estado su gobierno propio, su Constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores, entre los ciudadanos naturales de cada Estado. Esto era lo que había pretendido para mi provincia y para las que me habían proclamado su protector. Hacerlo así hubiera sido darle a cada uno lo suyo. Pero los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial, mandando sus pro-cónsules a gobernar a las provincias militarmente y despojadas de toda representación política, como lo hicieron rechazando los diputados del Congreso que los pueblos de la Banda Oriental habían nombrado, y poniendo precio a mi cabeza”.

Las caudillos provinciales percibieron con claridad que la cuestión constitucional era un problema tanto económico como político, y que mientras el gobierno central respondiera a los intereses de Buenos Aires, las propuestas provinciales quedarían inevitablemente postergadas, ya que la superioridad de recursos fiscales, financieros y militares del puerto determinaría que su influencia predominase sobre cualquier tipo de gobierno nacional. Por lo tanto, para que las provincias pudieran eludir esa dominación que no pocos consideraban aún peor que la ejercida por los españoles y lograr la autonomía que reclamaban con justicia, era inevitable la utilización de la fuerza.

Los años de anarquía y guerras fratricidas que se extendieron a lo largo de gran parte del siglo XIX fueron de una extremada crueldad. Unitarios y federales saqueaban, torturaban, degollaban, empalaban. Ambos bandos pelearon una guerra sin prisioneros. Sin embargo, mientras algunos pasaron a la historia consagrada como “bárbaros”, tal el caso de Facundo Quiroga o Pancho Ramírez, otros no perdieron su condición de “civilizados”, como José María Paz. Sin embargo Domingo Arrieta —oficial de Paz en la campaña que sucedió a las victorias sobre Quiroga— cuenta en sus Memorias de un soldado: “Mata aquí, mata allá, mata acullá, mata en todas partes, no había que dejar vivo a ninguno de los que pillásemos y al cabo de dos meses quedó todo sosegado”. Se calcula un saldo de 2.500 muertos y desaparecidos tras esta represión “civilizada”.

Tampoco Lavalle dejó fama de sanguinario. No obstante es suya la proclama contra Estanislao López: “¡La hora de la venganza ha sonado! ¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos! Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de esos monstruos. Muerte, muerte sin piedad”. También: “Derramad a torrentes la inhumana sangre para que esta raza maldita de Dios y de los hombres no tenga sucesión”.

Se parcializa la figura de Domingo Faustino Sarmiento enalteciendo su meritoria vocación educativa, pero en 1840, en sus instrucciones a Lamadrid —que había traicionado a la Confederación rosista pasándose al bando unitario—, escribió: “Es preciso emplear el terror para triunfar. Debe darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos. Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin vacilación alguna, imitando a los jacobinos de la época de Robespierre”. Y en 1845: “A los que no reconozcan a Paz [jefe de la Liga Unitaria] debiera mandarlos ahorcar y no fusilar o degollar. Este es el medio de imponer en los ánimos mayor idea de la autoridad”.

La historia oficial escrita por los unitarios vencedores ha indultado a los suyos y cargado todas las tintas contra sus adversarios.

 

En 1820, los porteños convocaron a San Martín y su Ejército de los Andes para aniquilar a los caudillos, sin reparar en que, si el Libertador hubiera obedecido, la campaña independista habría quedado trunca y la frontera oeste desguarnecida para el paso de los ejércitos realistas. La versión oficial de la historia machaca con que don José evitó inmiscuirse en las guerras civiles, pero la verdad es que lo que no quiso fue enfrentarse con los caudillos, con cuyos postulados coincidía, y con quienes sostenía un cálido intercambio epistolar.

El pensamiento y los propósitos de los “posibles” de Buenos Aires son expuestos en Historia de la República Argentina. Su autor, Vicente Fidel López, defiende esas ideas y señala que San Martín estaba “preocupado sólo por la revolución hispanoamericana” y no advertía “el peligro” de los caudillos y montoneras del litoral. Dice López de San Martín: “Para él, la insurrección descomunal de las masas litorales, la prepotencia de los caudillos sanguinarios y voraces o retardatarios que las enardecían, como Artigas, Ramírez y López, era nada más que una simple y efímera guerra civil en la que sería vergonzoso que tomase parte él o su ejército en defensa de uno de los partidos. […] En verdad, la teoría era tanto más extraña y sorprendente cuanto que uno de esos dos partidos era nada menos que el organismo constitutivo de la nación, con su gobierno culto, y el otro, un alboroto incoherente y caótico de masas desorganizadas, sin más bandera que el desorden bajo el imperio arbitrario, personalísimo y eventual de caudillos sin cultura, sin misión y sin fines determinados”. Luego, López agrega que en su negativa a deshacerse de parte de su fuerza militar, San Martín pretendía que los dos partidos arreglasen una base conciliatoria entre el gobierno de la ley y las bandas de forajidos que producían el desequilibrio social: “Como si fuese posible apaciguar y coordinar a autoridades y leyes, con ímpetus automáticos y brutales que surgen del tenebroso seno de las masas”, remata el historiador.

En otra página puede leerse: “Los caudillos provinciales que surgieron como la espuma que fermentaba de la inmundicia artiguista eran jefes de bandoleros que segregaban los territorios donde imperaban a la manera de tribus para mandar y dominar a su antojo, sin formas, sin articulaciones intermedias, sin dar cuenta a nadie de sus actos y constituirse en dueños de vidas y haciendas”.

San Martín confiaría y compartiría con los caudillos, no con los gobernantes de Buenos Aires, la organización de un ejército que avanzaría por tierra sobre Lima para tomarla en un movimiento de pinzas que completaría su ataque por mar. Su delegado De la Fuente, quien no sólo no recibió la ayuda solicitada sino que fue maltratado por Bernardino Rivadavia —rector de la política del puerto—, encargó dicha tarea a Güemes y a Bustos.

A su vez Bustos se ocupó de interesar en el proyecto al gobernador de Santa Fe, Estanislao López: “Ya habrá usted recibido comunicaciones del Protector del Perú y por ellas sabrá el destino a que nuevamente nos llama la Patria. Yo no omito sacrificio, por mi parte y el de esta provincia, para llevar a cabo la empresa […] y aportaré mil hombres armados […] contando con lo que faciliten los pueblos de Santiago, Tucumán, Salta y los del Perú, mas para esta campaña faltan recursos que es indispensable recabar del Gobierno de Buenos Aires”. En su respuesta a De La Fuente, López apoya la idea y se compromete —si Buenos Aires franquea los recursos necesarios— a tener seguro que “doscientos o trescientos hombres de caballería escogida […] tendrían el honor de aumentar las filas de los defensores de la causa sagrada”. Desde Salta, Gorriti compromete trescientos hombres.

El proyecto no prosperó, porque si bien San Martín contaba con los hombres aportados por las provincias federales, nada era posible sin los fondos que negó Buenos Aires. El asesinato de Güemes —del que nos ocupamos en el capítulo dedicado al caudillo salteño— fue el golpe de gracia al proyecto del Libertador. Su muerte no significaba sólo la desaparición de quien había asumido la responsabilidad de la organización del ejército, sino que las consecuencias serían aún más graves, pues el posterior armisticio entre las fuerzas realistas y la clase dominante salteña permitiría que el general Olañeta y sus hombres retrocedieran hasta Lima para reforzar su defensa ante el inminente ataque patriota.

 

Al eje civilización y barbarie le corresponde otro par de opuestos, instalado también por la historia que escribieron los vencedores, que enfrenta el “atraso” provincial al “progreso” alentado por Buenos Aires. Pero ese “progreso” estaba inevitablemente asociado a beneficios para Buenos Aires y su oligarquía comercial, y significaba postergación para las provincias. En cifras, el panorama era el siguiente: en 1819 la provincia de Buenos Aires contaba con 125.000 habitantes, Córdoba con 75.000, Santiago con 60.000 y Salta con 50.000. Pero donde la desproporción se tornaba evidente era en materia económica: en 1824 los ingresos fiscales de Buenos Aires ascendieron a $2.596.000, de los cuales $2.033.000 provenían de la aduana. En cambio Córdoba, la segunda provincia argentina, tuvo ese mismo año ingresos por $70.200, de los cuales su aduana proveyó $33.438. San Juan recaudó $20.000 y $3.800 respectivamente, mientras Tucumán reunió $22.115 que cubrían sólo el 66 por ciento de sus gastos.

No han cambiado demasiado las cosas desde entonces, aunque a partir de la organización nacional de 1853 y la capitalización de 1880, el centralismo fue ejercido ya no por la provincia de Buenos Aires, sino por el presidencialismo instalado —no casualmente— a orillas del Río de la Plata.

Rivadavia transformó a Buenos Aires en una ciudad moderna y europeizada, con su alumbrado flamante, su universidad, sus colegios lancasterianos, su empedrado, sus diques, endeudando a todo el país con un empréstito con la banca británica Baring, justamente sospechado. El compromiso con la civilización de los “alumbrados” de la Reina del Plata, antecesores directos de prestigiosos intelectuales actuales, consistía básicamente en admirar lo europeo y denostar lo nacional, contradiciendo lo que el gran Manuel Belgrano postulaba en su reglamento escrito para la escuelas que donara a las tierras pobres del noroeste argentino: “Estimar en más la calidad de americano que la de extranjero”.

No era esa la orientación de los “doctores” del puerto, como lo demuestran los juicios despectivos de Sarmiento en Campaña en el Ejército Grande sobre la casa de Rosas en Palermo, una construcción de estilo colonial, a la manera de un casco de estancia, edificio que fuera dinamitado el 3 de febrero de 1899, aniversario de la batalla de Caseros:

“¡Y ojalá que el tirano hubiera sido el hijo de una sociedad culta como Luis XIV, habría realizado grandes cosas! Rosas realizó cosas pequeñas, derrochando tiempo, energía, trabajo y rentas, en adquirir las nociones más sencillas de la vida, de que carecía. […] La casa de Palermo tiene sobre la azotea muchas columnitas, simulando chimeneas. En lugar de tener exposición al frente por medio de un prado inglés con sotillos de árboles está entre dos callejuelas, como la esquina del pulpero de Buenos Aires. […] Manuelita no tenía una pieza donde durmiese una criada cerca de ella, los escribientes y los médicos pasaban los días y las noches sentados en aquellos zaguanes o galpones, y la desnudez de las murallas, la falta de colgaduras, cuadros, jarrones, bronces y cosa que lo valga, acusaban a cada hora la rusticidad de aquel huésped, por cuyas manos han pasado, suyo, ajeno o del Estado, cien millones de pesos en veinte años.2 […] Cuando Rosas haya llegado a Inglaterra y visto a cada arrendador de campaña, farmer, rodeado de jardines y bosquecillos, habitando cottages elegantes amueblados con lujo, aseo y confort, sentirá toda la vergüenza de no haberle dado para más su caletre que para construir Palermo. ¡Oh! ¡Cómo va a sufrir Rosas en Europa de sentirse tan bruto y tan orgulloso!”.

Pero la europeización civilizadora alcanzaba sólo a Buenos Aires, a costa del hambre de las provincias. Sobre ese punto reflexionó el caudillo catamarqueño Felipe Varela en su Manifiesto a los Pueblos Americanos: “La Nación Argentina goza de una renta de diez millones de duros que producen las provincias con el sudor de su frente. Y sin embargo, desde la época en que el gobierno libre se organizó en el país, Buenos Aires, a título de Capital, es la provincia única que ha gozado del enorme producto del país entero, mientras que a los demás pueblos, pobres y arruinados, se hacía imposible el buen quicio de las administraciones provinciales por la falta de recursos. […] A la vez que los pueblos gemían en esta miseria, sin poder dar un paso por la vía del progreso a causa de su escasez, la orgullosa Buenos Aires botaba ingentes sumas en embellecer sus paseos públicos, en construir teatros, en erigir estatuas, y en elementos de puro lujo”.

 

Si algo caracterizó a los caudillos federales fue su popularidad entre los humildes, aquello que los graduó de “malditos” para la posteridad, la ciega fe de sus montoneras que atacaban en “montón”, de allí su nombre, que les permitió enfrentar muchas veces con éxito, en alborotado remolino de chuzas y lanzas, a ejércitos regulares de superior número, disciplina y armamento. Era la devoción de quienes se sentían comprendidos por sus jefes, seguros de que interpretaban sus esperanzas como nadie, y que dar la vida por ellos era, ni más ni menos, jugarse por lo que daba sentido a sus vidas.

El Chacho Peñaloza, un caudillo tardío que sería asesinado y decapitado a instancias del “civilizador” Sarmiento, escribirá al doctor Marcos Paz, vicepresidente en ejercicio de la presidencia en reemplazo de Mitre, que guerreaba en el Paraguay: “Esa influencia, ese prestigio [de sus hombres] lo tengo porque como soldado he compartido al lado de ellos por espacio de 43 años, compartiendo con ellos los azares de la guerra, los sufrimientos de la campaña, las amarguras del destierro y he sido con ellos más que jefe, un padre que ha mendigado el pan del extranjero prefiriendo sus necesidades a las mías y propias. Y por fin, porque como Argentino y como Riojano he sido siempre el protector de los desgraciados, sacrificando lo último que he tenido para llenar sus necesidades. Así es, señor, como tengo influencia y mal que les pese la tendré”. Razón tenía Arturo Jauretche cuando decía que el “caudillo era el sindicato del gaucho”.

Alentaron la unión entre todas las provincias, pero respetando la autonomía política y económica de cada una de sus respectivas regiones. Esos principios compartidos no impidieron que se trenzasen con frecuencia en sangrientas disputas que no reconocían otro motivo que el malentendido, el amor propio o la violencia inercial. A veces, el motivo era la sagacidad de los políticos del puerto, que a través del soborno o la acción psicológica promovían disidencias entre caudillos: los debilitaban aumentando así el poder de Buenos Aires, como sucedería a raíz del Tratado del Pilar, paradójicamente después del triunfo provincial en Cepeda.

Los “notables” de Buenos Aires les temían y por eso los combatieron, como de allí en más harían los sectores dominantes con los movimientos populares y sus abanderados. También se encargaron de menospreciarlos, según puede leerse en la edición de la Gazeta de Buenos Ayres del 15 de diciembre de 1819:

“¿Por qué pelean los anarquistas? ¿Quiénes son ellos? […] Los federalistas quieren no sólo que Buenos Aires no sea la capital, sino que como perteneciente a todos los pueblos divida con ellos el armamento, los derechos de aduana y demás rentas generales: en una palabra, que se establezca una igualdad física entre Buenos Aires y las demás provincias, corrigiendo los consejos de la naturaleza que nos ha dado un puerto y unos campos, un clima y otras circunstancias que le han hecho físicamente superior a otros pueblos. […] El perezoso quiere tener iguales riquezas que el hombre industrioso, el que no sabe leer optar por los mismos empleos que los que se han formado estudiando, el vicioso disfrutar del mismo aprecio que el hombre honrado. […] No negamos que la federación absolutamente considerada sea buena; pero los que sostienen que relativamente a nuestras provincias es adoptable, y sin inconvenientes deben manifestarnos los elementos con que cuentan para la realización de su proyecto”.

El periódico los denomina “anarquistas” porque se oponían a la ley del puerto. La historia oficial ha insistido en que los caudillos no sólo negaban la civilización, tal como los unitarios rebautizados “liberales” la entendían, sino que se resistían a la organización nacional. Lo cierto es que rechazaban una organización a la medida de los intereses porteños, que siempre habían sido contradictorios con los provinciales. Desde esa perspectiva, Ricardo Salvatore (1998) escribió: “El federalismo rosista construyó a su enemigo unitario como un ser que había traicionado a la nación uniéndose a potencias extranjeras, como un Judas que había renegado de la religión cristiana, y como un sujeto perteneciente a las clases mercantiles que daba la espalda al pueblo campesino. Ser federal, por oposición, significaba sostener la independencia de la nación, apoyar a su gobierno legítimo, sostener a la Federación (es decir a las Provincias que habían firmado los pactos federales), y bregar por la igualdad social (en la ropa, en el trato y en el acceso la justicia)”.

Tampoco se sostiene el cargo de anarquistas en la presunción de que en las provincias gobernadas por los federales no funcionaban los resortes administrativos o judiciales. En ellas era posible denunciar delitos o reclamar derechos ante instituciones que juzgaban y dictaminaban, como lo demuestran los innumerables documentos que pueden consultarse en los archivos historiográficos.

La acusación de que los caudillos se oponían a dar una Constitución al país, imputación que sí alcanza a Rosas, también es injusta, ya que “los pactos preexistentes” a los que se refiere el Preámbulo de nuestra Constitución Nacional fueron, casi en su totalidad, acuerdos interprovinciales firmados por los caudillos en su condición de gobernadores. Lo que ciertamente rechazaron fueron los intentos constitucionales unitarios propuestos por los “decentes” del puerto en 1819 y 1826. El primero porque no disimulaba la prepotencia hegemónica de la burguesía comercial porteña que pretendía legitimar por escrito ser el sustituto de España como nueva metrópoli colonizadora del resto de las provincias. También porque desnudaba la posibilidad de acomodar sus cláusulas a una Constitución monárquica si prosperaban las negociaciones que por entonces llevaban adelante, secretamente, los directoriales. En 1819 el Congreso Nacional sesionaba en Buenos Aires, luego de trasladarse desde Tucumán. Mientras enviaba emisarios secretos para negociar con el emperador portugués en Río de Janeiro la incorporación de las Provincias Unidas al Imperio —también a la Corona francesa urdiendo la entronización de un príncipe europeo en el Río de la Plata, como veremos en otros capítulos—, sancionó una carta constitucional para las Provincias Unidas inspirada en principios aristocráticos, monarquizantes y centralistas. Cuando trascendieron las maquinaciones, la indignación popular obligó a renunciar al Director Supremo Pueyrredón.

Por su parte la Constitución de 1826 consagró arbitrariamente como presidente de la nación a Rivadavia, sin la anuencia de las provincias, un acto viciado de nulidad ya que el congreso que sancionó dicha ley tenía sólo atribuciones constituyentes. Pero lo que más indignó a los federales fue su contenido centralista, de modo tal que, por ejemplo, pretendía legitimar —hecho que se consumaba frecuentemente por el uso de la fuerza— que los gobernadores provincianos fueran designados por el “presidente”.

Jorge A. Ramos (1974) escribiría: “Mientras Moreno, San Martín, Monteagudo representaban en América del Sur las tendencias del liberalismo revolucionario y popular de que estaban imbuidas las Juntas Populares de la revolución española, el partido de los unitarios rivadavianos, los del Carril, los Agüero, los Manuel García, los Valentín Gómez, traducían en Buenos Aires el estilo y los métodos del absolutismo ilustrado español, anacrónico ya en España, a mitad de camino entre el feudalismo y el capitalismo”.

Caído Rivadavia por la suma de corruptelas y arbitrariedades rematadas por la ominosa entrega de la Banda Oriental al Brasil, asumió Manuel Dorrego, ya no como presidente, sino como gobernador de Buenos Aires. Dorrego, representante de Santiago del Estero en la Legislatura, partidario del federalismo que había conocido y estudiado durante su destierro en Baltimore, convocó a las provincias para darse una carta constituyente que respetase los derechos de las provincias. Lamentablemente su ominoso asesinato, de tan nefastas consecuencias para el curso de nuestra historia, frustró el intento.

 

Mucho se ha escrito sobre la oposición del Restaurador Juan Manuel de Rosas al dictado de una carta constitucional. La traición de Justo José de Urquiza —aliado al emperador del Brasil— que culminó en Caseros y el derrocamiento del Restaurador, fue justificada por la intención de organizar institucionalmente a la Argentina. No obstante, Arturo Sampay (1951), uno de los más prestigiosos constitucionalistas argentinos, reconoce la convocatoria de Rosas a las provincias litorales en 1831, que derivó en la firma de un pacto federal, el Tratado del Cuadrilátero, que en la práctica “se constituyó en la Constitución Nacional hasta que se sancionó la Constitución de 1853”. El Pacto firmado en primera instancia por Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, algo más tarde Corrientes, incorporó luego al resto de las provincias.

Los pactos interprovinciales dieron alguna precaria articulación a las Provincias del Plata y evitaron que el territorio original del virreinato se disgregara más allá de la autonomía del Paraguay firmada el 12 de octubre de 1811, a la que seguiría, con la insólita desaprensión de los unitarios a quienes sólo importaba el puerto y la pampa húmeda y su vinculación con Europa, la separación del Alto Perú, hoy Bolivia, el 8 de agosto de 1825. Más tarde se independizaría la Banda Oriental, por presión de Gran Bretaña y con la anuencia de los rivadavianos, en 1828.

Mientras tanto, las provincias fueron definiendo su identidad y su espacio: en 1813 y 1814 se crearon las provincias de Cuyo, Corrientes, Entre Ríos, Salta y Tucumán; en 1815 Córdoba y Santa Fe; en 1820 y 1821 Cuyo se dividió en Mendoza, San Juan, San Luis, Santiago del Estero y Catamarca. Buenos Aires se daría forzadas instituciones provinciales en 1820, a raíz de su derrota en Cepeda. Al declararse autónomas, casi todas las provincias dictaron constituciones propias, adaptadas a su realidad, configurando un derecho provincial que no se importó de ningún otro país, ni tampoco fue concebido por estudiosos de la teoría constitucional à la page.

Para el espíritu nacional de los caudillos provinciales y de Rosas, nada más alejado e inconveniente que una Constitución copiada de Europa o de los Estados Unidos, de otras realidades ajenas a las propias. Refiriéndose al Estatuto que López dictó para Santa Fe en 1819, opinaría Sampay (1951): “Es la ley, real y viva, para ese momento y ese lugar”. A eso los doctores de Buenos Aires y sus aliados del Interior denominarían “anarquía”.

Rosas pensaba que el dictado de una Constitución no sólo no respondería a la realidad de un territorio disgregado, sin referente nacional, sino que agravaría los conflictos, como efectivamente sucedió durante los diez años de sangrienta anarquía que siguieron a Caseros y que se resolvieron, también sangrientamente, por la consiguiente represión militar a cualquier atisbo de federalismo. El realismo del Restaurador lo inclinaba por los pactos interprovinciales que tejerían una Confederación, en la que los estados garantizaban el recíproco interés en la convivencia pacífica, el derecho a la designación de sus propias autoridades, la unidad militar ante la agresión externa, la representación común para los asuntos exteriores, pero guardando siempre su independencia para revisar las condiciones pactadas y denunciar los acuerdos cuando fuera necesario.

Así lo escribió Rosas al santafesino López: “Todo lo que no se haga por tratados amistosos en que obre la buena fe, el sincero deseo de unión, y un conocimiento exacto de los intereses generales aplicado con prudencia a las circunstancias particulares será siempre efímero, nulo para el bien, y sólo propicio para multiplicar nuestros males”. Nada que fuera impuesto por los sabihondos doctores exiliados en Montevideo, que habían abrevado en textos de autores ajenos a las especificidades de un pueblo mayoritariamente compuesto por gauchos, mulatos, indios, orilleros, y un territorio que se extendía mucho más allá del puerto.

El respeto de la voluntad popular por parte de don Juan Manuel, y que caracterizó al caudillaje federal que representaba, fue evidente cuando, luego de Barranca Yaco, se lo convocó nuevamente para poner dique a la amenaza de anarquía. Entonces exigió que se llamase a un plebiscito, del que nadie estaría excluido de votar, para consultar si el pueblo estaba de acuerdo. Claramente buscaba comprobar y también demostrar que no debería su designación a los “decentes”. De 9.520 sufragantes, sólo nueve votaron en su contra. El nombre de plebiscito era adecuado, pues por primera vez en la historia de Buenos Aires se convocó a votar a la plebe, es decir, a todos los ciudadanos sin distinción de clases sociales. Ya antes Güemes había convocado a elecciones sin restricciones para consagrarse gobernador de Salta, y Artigas lo había hecho para consensuar decisiones tácticas y estratégicas.

El texto del Pacto Federal de 1831 preveía la convocatoria a un Congreso General Federativo de propósito constitucional, pero no era intención de Rosas reunirlo en el corto plazo, como queda claro en otra misiva a López: “No conviene apresurarnos. Primero es sembrar, cosechar la paz y afianzar el reposo; esperar la calma e inspirar recíprocas confianzas antes de aventurar la quietud pública”. Sus ideas al respecto pueden leerse en la célebre carta de la Hacienda de Figueroa, manchada con sangre cuando Facundo fue asesinado,3 considerada por muchos la fuente doctrinaria de federalismo argentino.

Remiso como ya se ha dicho a una Constitución Nacional, Rosas promovió y favoreció durante los años de su gobierno el dictado de constituciones provinciales, y así lo hicieron Corrientes en 1838, Jujuy en 1830, San Luis en 1832, Santa Fe en 1841 y Santiago del Estero en 1835. José María Rosa (1974) analizó del siguiente modo esa decisión: “La estrategia federativa de Rosas abordaba lo particular antes que lo general, porque para consolidar la Confederación se necesitaban provincias bien organizadas. La estrategia unitaria en cambio se trazaba desde lo general hacia lo particular porque para someter las autonomías provinciales era imprescindible organizar un poder central”.

 

El país que proponía la oligarquía portuaria, que privilegiaba lo europeo por sobre lo nacional, que daba por sentado sus derechos de apropiarse de la renta aduanera y portuaria, que despreciaba la raza que habitaba el territorio, terminaría por imponerse luego de la polémica batalla de Pavón, en la que las fuerzas provinciales al mando de Urquiza cedieron, hasta hoy, el terreno a las huestes porteñas de Mitre.

La postergación de los caudillos federales en la memoria argentina se torna evidente en la ciudad de Buenos Aires: ninguna de sus calles recuerda los nombres de López, Ramírez, Ibarra, Peñaloza, Varela o Bustos. Mucho menos el de Rosas. Porque no sólo fueron derrotados en los campos de batalla sino, fundamentalmente, en nuestra historia consagrada. Así lo explica Sarmiento en carta a Nicolás Avellaneda desde Nueva York, fechada el 16 de diciembre de 1865: “Necesito y espero que su bondad me procure una colección de tratados argentinos, hecha en tiempos de Rosas, en que están los tratados federales, que los unitarios han suprimido después con aquella habilidad con que sabemos rehacer la historia”.

1. Luego de la constitucionalización y capitalización de la Argentina, el poder centralista pasó a manos del Poder Ejecutivo Nacional, sin que hasta hoy se resolvieran los conflictos con el federalismo.

2. ¿Reprochaba Sarmiento al Restaurador no haber sido corrupto? ¿Practicar la austeridad y la sencillez?

3. Reproducida fragmentariamente en el Apéndice Documental.