II
Todo sea para salvar al inglés
(Buenos Aires, 1806)

Do you know where are they taking us?

—I talked to Pack. He said something about Catamarka, or that’s what I heard.

—In this lands, every place is hell.

—I hope they take us to a nice inn, so that my family will be comfortable.

—Hey, look…! Someone is coming, do you see the rider?

—No. Wait, they are four riders and two of them are wearing uniforms.*

A los dos oficiales británicos que, abatidos, hablaban de su futuro, les molestaba el paisaje, el viento, el clima; les molestaba haber sido derrotados por lo que consideraban una chusma al mando de un francés mercenario, haber pasado de héroes a villanos; les molestaba el idioma español. No entendían la lengua ni les interesaba comprenderla, aunque había una palabra que les preocupaba: Catamarca, que se les representaba como el infierno mismo. Creían que sus vencedores los llevaban allí para que se pudrieran en algún lugar inhóspito y escondido de la vista de Dios.

Ambos oficiales pertenecían al Regimiento 71 de Rifleros escoceses, Highlanders, invicto en todas sus batallas hasta que cayera en Buenos Aires. Al momento de la rendición sus uniformes rojos estaban desgarrados, uno de ellos tenía heridas en una mano y en el hombro, y el otro en el pecho. Eran heridas producto del combate cuerpo a cuerpo.

Es que así fue la mayor parte del combate contra las fuerzas de Santiago Antonio María de Liniers y Bremond que reconquistaron la ciudad, porque la recarga de los fusiles de entonces era muy lenta y debía hacerse después de cada disparo, con lo cual los prolongados intervalos de carga eran aprovechados por las fuerzas de Liniers para avanzar sobre el enemigo. Resultaba muy difícil mantener una posición solamente con el fuego de fusilería, por eso de inmediato se tomaba la bayoneta. Los fusiles llevaban “bayonetas de cubo”, que consistían en un cilindro metálico hueco al que se adosaba una cuchilla triangular. Se peleaba de todas maneras: a puño limpio, patadas, mordiscones, piedrazos, cuchillazos.

Cuando lograban reagruparse en alguna esquina, los invasores recargaban los pocos fusiles que conservaban y realizaban una descarga, que terminaba siendo insuficiente, y debían seguir retrocediendo. Los británicos no podían contener la avanzada e iban cayendo, y los que quedaban en pie intentaban llegar al Fuerte, con la esperanza de que desde allí podrían evitar el descalabro y mantener a raya a los hombres del francés, acaso hacer relevos y descansar un rato. Sin embargo, la artillería y los disparos de españoles y criollos, consolidados en sus posiciones, se mantenía y provocaba más bajas de las esperadas, tantas que provocaron el derrumbe de los británicos. Su comandante, el gordinflón William Carr Beresford, se rindió.

Los británicos no estaban preparados para una posible reconquista. Ninguno de los numerosos espías que tenían en la ciudad, instalados desde tiempo antes, había siquiera especulado con esa posibilidad, convencidos de que se establecerían como libertadores después de vencer una débil resistencia. A fin de cuentas, venían de vencer a los holandeses en el Cabo de Buena Esperanza, creyendo que el Río de la Plata sería un lugar exótico pero acogedor. Pero todo salió al revés, y esa falta de previsión molestó mucho a los comandantes vencidos, en especial haber sido sitiados en el mismo Fuerte donde se habían establecido victoriosos pocas semanas antes. Dos eran las cosas que no podían tolerar: la falta de información sobre el espíritu de su enemigo —cuestión que achacaban únicamente a la pésima evaluación de sus espías—, y la humillación de la derrota militar.

Aquellos dos oficiales que marchaban derrotados sentían que la tierra se movía bajo sus pies, mientras escuchaban los gritos de dolor de sus compañeros heridos, suplicando por ayuda durante horas. La ciudad que había sido acogedora para ellos se había transformado en una pesadilla. Los médicos cosían, colocaban vendas y hacían sangrías, pero si las heridas eran profundas, amputaban, para evitar fiebre, inflamación, supuración y la temible gangrena. Para disminuir el dolor daban de beber bastante alcohol y algún opiáceo. El propio jefe de los Highlanders, el teniente coronel Denis Pack, sufrió tres heridas, aunque por fortuna eran superficiales: a ningún médico se le hubiese ocurrido amputar algo a un paciente de tan alto rango en el propio campo de batalla, lo que sí hacían con los soldados rasos.

Unos pocos oficiales favorecidos recibieron los cuidados de sus esposas. Esto fue así porque cada compañía del Regimiento permitía que seis de sus hombres casados fueran acompañados por sus familias en las campañas. Los Highlanders llegaron a Buenos Aires con 32 oficiales, 857 soldados y 60 mujeres y niños. Los vecinos de Buenos Aires los vieron desfilar en su entrada triunfal, a las tres de la tarde, por la calle Defensa hacia la Plaza Mayor, con los gaiteros vestidos con faldas, gorras con plumas negras y chales escoceses sobre casacas cortas de color rojo. Buenos Aires vio flamear la bandera inglesa durante 46 días, y el comandante Beresford, un pícaro más hábil para la intriga que para la guerra, fue gobernador de la ciudad por igual período.

Mariquita Sánchez de Thompson, que entonces tenía 20 años, quedó deslumbrada con “las más lindas tropas que se podían ver, el uniforme más poético…”. Sin embargo, la mayoría de la población, gente del común y sin abolengo, se mordía los labios y lloraba de pena y de bronca al ver a los invasores que, después de irrumpir sin resistencia, se pavoneaban por la ciudad, entraban en las tiendas exigiendo alcohol y se abalanzaban sobre las mujeres a su paso como si todas fuesen prostitutas. Ni las matronas se salvaron.

Muchos vecinos pertenecientes a la clase alta estaban felices; habían trabajado y espiado para traicionar a la corona española y facilitar la entrada del invasor, con la esperanza de beneficiarse con el libre comercio que incentivaba la Corona británica, cuyo propósito al conquistar el Río de la Plata era poder colocar aquí sus productos. Por entonces, el Imperio inglés estaba en guerra con Napoleón, que dominaba casi toda Europa y buena parte de España. En Buenos Aires había criollos y españoles rioplatenses que buscaban ganar dinero a toda costa, con el amo que fuese, sin importar el color de la bandera, y en esos años Gran Bretaña prometía el oro y el moro a condición de doblar la rodilla. Fueron esos hombres, en su mayoría comerciantes pero también funcionarios del Virreinato del Río de la Plata, quienes salieron corriendo el 10 de julio hacia la oficina que Beresford hizo abrir, atendida por el capitán de los Royal Marines, Alexander Gillespie, para jurar fidelidad al rey Jorge III (cuatro años después, algunos de esos personajes formarían parte de la Primera Junta de Gobierno). Se presentaron 58 hombres a formalizar ese juramento.

Lógicamente, la Reconquista significó también la derrota de quienes habían jurado lealtad al soberano inglés. Ahora los uniformes del invasor no se veían ni lindos ni poéticos. De los 1600 hombres que desembarcaron, 417 habían muerto o estaban heridos, mientras que las fuerzas de Liniers sufrieron 285 bajas. ¿Qué hacer con los prisioneros británicos?

La única certeza de los cautivos era que Beresford se había rendido sin condiciones y que las tropas estaban siendo enviadas a lugares misteriosos del interior, como sucedió, por ejemplo, con el maestro mayor de la banda del Regimiento 71, hombre muy popular entre las mujeres de Buenos Aires, trasladado con otros seis músicos a Mendoza, donde cautivó con su gaita a las mendocinas. Pero nuestros dos oficiales, por el momento, permanecían con sus comandantes Beresford y Pack en Luján, lugar donde semanas antes habían hallado el tesoro de la ciudad que los españoles habían intentado ocultar. Sabían que de Luján los sacarían rápido, sobre todo luego de la noticia de que la flota británica había capturado Montevideo y sus compatriotas preparaban una segunda invasión. Debían escapar y acercarse a la costa… Pero, ¿cómo?

Mientras el francés Liniers mandaba en Buenos Aires, los espías ingleses y sus colaboradores locales seguían actuando, ahora para aliviar la situación de los prisioneros, pero sobre todo para favorecer el segundo intento de invasión. Lograr el escape de los militares capturados era una forma de robustecer la moral de la segunda oleada de invasores. No podrían huir todos, pero los comandantes encerrados en Luján tenían una chance.

Si bien ya no estaba en la región, el creador de la red de espías y acaso el mejor de todos en el arte del engaño y la manipulación, James Florence Burke, había dejado una estructura muy bien armada. La corona británica había organizado por medio de Burke una impresionante red de espionaje en el Río de la Plata desde 1803, mucho antes de que sus soldados llegaran. La ciudad estaba llena de espías, conspiradores y traidores, cuidadosamente preparada por el estafador y mercenario Burke, un hombre que conocía el espíritu humano y sabía detectar debilidades y sacar provecho de ellas. Esa virtud le permitía crear situaciones, introducir intrigas, convencer, entremeterse, falsificar, en fin, dominar. Burke, Boork, De Burgh, Burque o Seamos de Bjurca: eran tantas las variantes de su nombre como los países para los cuales había servido.

Cuando llegó a Buenos Aires en 1803, era Florentino o Jacobo, según la ocasión y el objetivo a lograr. Tres años antes de la invasión, el único que conocía esos planes era Burke, comisionado nada menos que por el príncipe Federico Augusto de Hannover, duque de York, segundo hijo del rey Jorge III, para preparar el terreno y ganar voluntades para la corona británica. El príncipe había hecho una elección meditada. Burque había peleado en las Antillas para el regimiento francés Dillon, compuesto en su mayoría por irlandeses; fue leal al general Lavaux hasta que este perdió en Haití en 1793 a manos del coronel británico John Whitelocke. Con la velocidad del rayo y una extraordinaria capacidad para salir a flote en circunstancias adversas, Burke pasó a ser confidente y amigo de Whitelocke, y a su vez era el charlista preferido del general prusiano Gebhard Leberecht von Blucher, quien junto con Wellington derrotaría a Napoleón en Waterloo.

El hombre ideal para inmiscuirse en los asuntos de una región poco conocida como la del Río de la Plata era sin dudas Burke, y lo primero que hizo cuando llegó a Buenos Aires fue hospedarse en la fonda Tres Reyes, en el bajo porteño, sobre la calle Santo Cristo (luego 25 de Mayo). La fonda estaba a unos cincuenta metros del Fuerte, una construcción militar ubicada sobre la barranca del Río de la Plata (en el lugar donde actualmente se encuentra la Casa Rosada) que se había levantado hacía más de doscientos años para defender a la ciudad de los corsarios.

En aquella fonda se escuchaban diferentes idiomas, pero predominaba el inglés, a punto tal que la llamaban “la fonda de los ingleses”. La misión de Burke era evaluar cómo reaccionarían los habitantes de Buenos Aires a un cambio de dominio, del español al inglés, y cuánta colaboración podía obtenerse de ellos, especialmente de los comerciantes y contrabandistas, con el anzuelo del libre comercio. Burke no llegó al Río de la Plata como inglés sino como oficial prusiano. No juzgó conveniente mostrarse como súbdito británico y eligió un papel que podía jugar muy bien. Arribó a Buenos Aires junto con el comerciante irlandés Thomas O’Gorman y su mujer, Ana Perichon de Vandeuil, que sería una especie de Mata Hari del Río de la Plata, una espía que usaba sus encantos, y de ser necesario su lecho, para conseguir información para la corona británica. Su marido la alentaba. O’Gorman era un hombre que no estaba cuando debía estar, lo cual permitió que su mujer —a quien a poco de llegar bautizaron “La Perichona”— se convirtiera en amante de Liniers. Finalmente, junto con Burke, O’Gorman y La Perichona, llegó el sobrino de O’Gorman, Edmundo Lawton.

Ana Perichon había sido amante de Burke, aunque esa relación tal vez estuvo dominada más bien por una atracción física antes que por algún interés de otra naturaleza. Su marido lo sabía, por supuesto, y más que su honor le interesaban los beneficios económicos que pudiera obtener de las travesuras de su mujer. Los cuernos, entonces, eran solo un procedimiento comercial, que, eso sí, debían darle alguna ganancia. Burke, por su parte, se ambientó enseguida a Buenos Aires. Fundó en los Tres Reyes la logia masónica “Hijos de Hiram”, cuyo nombre deriva del constructor del Templo de Salomón.

Pero ese no era el único sitio donde se reunían los espías. Concurrían con frecuencia a la casa de Thomas O’Gorman y La Perichona, también a lo de un contrabandista estadounidense llamado Guillermo Pío White, un delincuente consumado, como O’Gorman, que se convertiría durante aquellos 46 días de dominio inglés sobre Buenos Aires en escribano y traductor de Beresford. A los británicos no les importaba en absoluto la calaña de sus aliados, siempre y cuando les sirviera para lograr sus objetivos.

En las reuniones de la Logia Hiram participaban también Nicolás y Saturnino Rodríguez Peña, el coronel español Francisco Antonio Cabello y Mesa y Manuel Aniceto Padilla, un redomado contrabandista. Estas gentes producían mucha información que los comandantes británicos enviaban a Londres con el fin de preparar la invasión. Informaban sobre la cantidad y la calidad de las fuerzas militares, las características personales de sus jefes, su doctrina, entrenamiento, armamento, logística, posibles órdenes de batalla en caso de ser atacados; también sobre las peculiaridades de la región, fronteras, clima, naturaleza del suelo y vegetación. Por supuesto, también notificaban sobre la situación política, hasta del sistema de gobierno y su organización. Agregaban la cantidad de habitantes, la idiosincrasia de la sociedad rioplatense, creencias, características raciales, culturales, recursos naturales. Los británicos utilizaban ese caudal de informes para decidir la mejor estrategia de invasión.

Burke no estuvo en Buenos Aires durante la primera invasión ni la Reconquista. En la Navidad de 1805 había sido encarcelado por espía y expulsado del Río de la Plata. Tanta impunidad le había jugado en contra: realizaba sus tareas de espionaje tan abiertamente que ya no se trataba de espionaje sino de robo de información.

HIJOS DE HIRAM

Los masones remontan sus orígenes a la construcción del Templo de Salomón por Hiram de Tiro, un sabio arquitecto que habría sido el primer masón de la Historia. Según esta leyenda, el arquitecto estableció jerarquías entre los constructores bajo sus órdenes, unos 153.000, a los que dividió en aprendices, compañeros y maestros, estos últimos conocedores de un santo y seña, una palabra que mantenían en secreto. Hiram fue asesinado por unos compañeros que deseaban averiguar la palabra secreta. Hiram falleció bajo la regla o compás, la escuadra y un mazo, que hoy en día son los símbolos que presiden las logias o asambleas de los masones.

De todas formas, la propia Perichona influyó en el mismísimo Liniers y logró ventajas para Beresford y su tropa, lo cual habría sido un escándalo si no se hubiera tratado de Liniers: el hombre de la Reconquista de Buenos Aires gozaba de un enorme apoyo popular; se le perdonaba todo, hasta su íntima relación con una notoria simpatizante británica. El aparato de espionaje funcionó con tal eficiencia que logró evitar el traslado de los jefes británicos al interior inmediatamente después de su derrota; en cambio, fueron llevados primero a Luján. Liniers estaba cercado por espías y pegado a La Perichona, que lo enloquecía. Ese placer que sentía el francés de enamorar a la mujer en la propia casa de su marido le parecía inigualable, tanto que no le importaba estar rodeado de esa gente.

Uno de sus secretarios, Saturnino Rodríguez Peña, viajaba con frecuencia a Luján junto con el contrabandista Manuel Anice to Padilla para informar a Beresford cuanto movimiento se realizaba en Buenos Aires, hasta que el Cabildo, bajo la influencia de Martín de Álzaga, que ansiaba ver lejos de Buenos Aires a Beresford y a los suyos cuanto antes, logró que se resolviera la internación del invasor en Catamarca, los primeros días de septiembre de 1806. Beresford y Pack, que no habían perdido sus conexiones con los conspiradores de Buenos Aires y los de la Banda Oriental, sabían que llegaban refuerzos desde Londres y desde Ciudad del Cabo para una segunda intentona. A la vez Beresford, hábil intrigante, le decía a Rodríguez Peña que si lograba su libertad iba a trabajar con sus superiores para lograr la independencia del Río de la Plata y que de esa manera podría comenzar una era de buen comercio entre el Imperio y Buenos Aires, y que así él se haría rico y famoso.

Al comienzo de 1807 la flota británica había llegado al Río de la Plata con cinco navíos (Diadem, Raisonnable, Lancaster, Ardent y Diomedes), cuatro fragatas (Unicorn, Leda, Medusa y Daphne), tres bergantines (Encounter, Protector, Staunch), y las balandras Pheasant, Howe, Cherwell y Rolla, más siete embarcaciones menores. En febrero cayeron Montevideo, Maldonado y Colonia en manos del comandante Samuel Auchmuty. Los europeos no tropezaron con la misma piedra dos veces. El año anterior los invasores no le habían dado importancia a Montevideo y lo pagaron muy caro porque en la Banda Oriental estaba concentrada la expedición al mando de Liniers que terminó por reconquistar Buenos Aires y desbaratar la primera invasión. Esta vez lo primero que hizo la flota enemiga fue tomar aquellas tres ciudades para no volver a dejar el enemigo a sus espaldas.

Frente a la noticia de la ocupación de las ciudades vecinas, Buenos Aires se preparó para lo peor. Álzaga estaba apurado por internar a los prisioneros ingleses de 1806 que permanecían en Luján: ocho oficiales de mayor jerarquía. De los 1300 cautivos británicos, la gran mayoría había sido llevada a Córdoba, Mendoza, San Juan y otras regiones. Algunos oficiales quedaron en Arrecifes, San Antonio de Areco, San Nicolás y Pergamino. Pero faltaban los de Luján, donde estaban los más importantes, entre ellos el soberbio Beresford y el antipático Pack.

Cuando los comisionados por el Cabildo les comunicaron que debían preparar su equipaje para partir hacia el interior, los británicos los insultaron de pies a cabeza… en francés. Si bien eran cautivos, en Luján la pasaban de maravilla. No estaban confinados, mantenían su libertad de movimiento. Organizaban cacerías y paseos y solo tenían la obligación de volver a la noche a su alojamiento. Para ellos la derrota se había transformado en un recreo. No hay constancia de que los vecinos de Buenos Aires supieran de estas libertades. De conocerlas, tal vez se hubiese propiciado pasarlos por las armas sin contemplación.

El 10 de febrero a las 7 estaba lista la caravana de carretas, más cuatro caballos de montar. El destino fijado era Catamarca, y los prisioneros a trasladar eran, además de los mencionados Beresford y Pack, el capitán y asistente Robert Williams Patrick; el mayor de Brigada Alexander Forbes; el capitán de Dragones y edecán de Beresford, Roberth Arbuthnot; el teniente Alexander Mac Donald; el teniente Edgard L’Estrange, y el cirujano Santiago Evans. La custodia de los prisioneros estaba integrada por dieciocho hombres al mando del capitán de Blandengues Manuel Luciano Martínez Fontes. Sus órdenes eran llevar a los prisioneros hasta un paraje llamado La Encrucijada, donde un pelotón de criollos proveniente de Córdoba debía hacerse cargo de los prisioneros y trasladarlos hasta su destino final en Catamarca.

En carretas iban cuatro mujeres, los niños y los criados (los oficiales británicos habían traído incluso a sus sirvientes). Partieron a las 8 y, a poco de andar, el calor los sofocaba, el polvo los envolvía y el silencio los abrumaba. Casi todos cambiaron la actitud de optimismo que habían mantenido durante los siete meses de cautiverio en Luján por una profunda depresión que tenía que ver con la conciencia de su penosa situación. Ahora sí se mostraban derrotados, porque el destino los alejaba demasiado de la costa y también de la posibilidad de una fuga o de un rescate. Pero Beresford y Pack no parecían abatidos sino más bien ansiosos.

Durante el trayecto hicieron paradas frecuentes y se alojaron en cuanta estancia o chacra encontraron. Apenas dos días después de la partida, Beresford pidió hablar con Martínez Fontes, que prefería tener poco contacto con el comandante vencido. El inglés le dijo que se sentía mal y pidió localizar una estancia confortable donde descansar y curarse. Como no disponía de un médico de confianza, Fontes ignoraba si el inglés mentía o decía la verdad. Sus cavilaciones oscilaban entre la posibilidad de no hacer caso del pedido y que el prisionero muriera por falta de atención, o hacer caso y que se tratara de una mentira destinada a retrasar su encuentro con las tropas que se harían cargo del último tramo del viaje a Buenos Aires, lo cual podía traer complicaciones. Martínez Fontes optó por la prudencia y procuró un lugar para reposar. La caravana se detuvo en Arrecifes y el comandante enemigo fue alojado en la Estancia Grande de los padres betlemitas. La “curación” de Beresford se prolongó hasta el 16 de febrero. Ese día, mientras se realizaban los preparativos para seguir viaje, cuatro jinetes llegaron al patio de la estancia; dos de ellos llevaban uniforme y los otros dos iban de civil, pero calzaban botas de soldado y sus caballos tenían arreos militares. Martínez Fontes reconoció de inmediato a uno de los cuatro, un narigón de ojos negros, flaco, alto y de cara delgada. Era su concuñado, Saturnino Rodríguez Peña, secretario privado de Liniers y oficial de la séptima compañía del regimiento “Voluntarios Patriotas de la Unión”, un cuerpo creado por el Cabildo y cuyo jefe era nada menos que Martín de Álzaga.

EL TESORO DE SOBREMONTE

El contenido de las arcas reales estaba guardado en los depósitos del Cabildo de Luján. El ministro de la Real Hacienda, un personaje despreciable llamado Félix Casamayor, que terminó siendo confidente de Beresford, acompañó a un destacamento inglés hasta Luján. Llegaron a la medianoche del 30 de junio. El tesoro estaba valuado en lo que hoy serían 1.300.000 dólares, aunque se comentó que faltaban dos arcones. Algo más de 200.000 dólares a valores actuales se utilizaron para los gastos de la tropa en Buenos Aires; el resto se envió a Londres. Allí el botín desfiló por las calles junto con las banderas capturadas. Lo depositaron en el Banco de Inglaterra. Se lo convirtió a libras esterlinas, se hicieron las deducciones para la corona y el resto se repartió entre los oficiales y jefes que habían intervenido en la expedición al Río de la Plata. El comodoro Home Riggs Popham recibió 7000 libras; Beresford, más de 11.000; y el mayor general sir David Baird, 24.000.

Antes de que el Cabildo dispusiera el traslado de los jerarcas británicos a Catamarca, Rodríguez Peña había querido convencer a toda costa a Álzaga de liberar a los comandantes enemigos a cambio de que estos prometieran no volver a tomar las armas contra Buenos Aires. Una especie de caución juratoria, descabellada por donde se la mirara. Los ingleses eran enemigos derrotados, prisioneros de guerra, situación que los conspiradores buscaban desesperadamente encubrir. Lo curioso de esto fue que Álzaga consideró la propuesta pero, para no quedar en evidencia, le pidió a Rodríguez Peña un documento firmado por Beresford donde constara aquella promesa. El comandante enemigo jamás habría rubricaría un documento que le hubiese significado la deshonra como militar y como inglés, pero Rodríguez Peña le aseguró a Álzaga que conseguiría el documento. Por supuesto, jamás existió papel alguno firmado por Beresford con semejante oferta.

Ahora Rodríguez Peña ponía su cuerpo para lograr que sus dioses vencidos pudieran escapar. Del plan que se iba a desarrollar participaron, además, Guillermo Pío White, Francisco González, que había sido informante de Beresford cuando este tomó Buenos Aires, y el portugués Antonio Luis de Lima. También estaban al tanto Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Castelli, Hipólito Vieytes y Antonio Luis Beruti. Liniers y Álzaga, por su parte, no parecían muy interesados en lo que ocurriera con esos británicos.

Otro de los jinetes llegados para rescatar a Beresford se mostró de entrada muy nervioso. Era Manuel Aniceto Padilla, amigo de Rodríguez Peña y conocido por todos porque a todos les debía dinero. Era de los que habían visto en la invasión extranjera la oportunidad para librarse de sus deudas y hasta para hacer negocios bajo el amparo inglés.

Rodríguez Peña saludó efusivamente a Martínez Fontes y le entregó una carta que, según dijo, le había escrito Liniers a Beresford. El comandante enemigo estaba allí mismo; nadie le impedía acercarse al coloquio entre Rodríguez Peña y Martínez Fontes, y sin pedir permiso arrebató la carta en manos de este último. Mientras esto sucedía, Rodríguez Peña le decía a su concuñado que tenía orden del Cabildo y del propio Liniers para llevar a Beresford y a un oficial que el comandante inglés eligiera de regreso a Buenos Aires para asuntos de gran importancia que no le habían especificado.

Según esa orden, Martínez Fontes y el resto de los prisioneros debían permanecer en el lugar donde se encontraban hasta que Rodríguez Peña, Beresford y el otro prisionero elegido regresaran, aproximadamente en seis días. Martínez Fontes, extrañado, pidió que se le mostrara el decreto escrito que disponía ese sorpresivo y momentáneo regreso a Buenos Aires, pero Rodríguez Peña, muy serio, le respondió que la orden… ¡era verbal! Ante el asombro de su concuñado, Rodríguez Peña reaccionó y, alzando la voz, le dijo que si no le entregaba a Beresford debería hacerse cargo de las consecuencias.

Mientras tanto, Beresford iba de un lado a otro con el sobre que le había arrebatado a Rodríguez Peña, todavía sin abrir. Terció en la conversación y afirmó, interrumpiéndolos, que él no se iba a mover porque no se encontraba en condiciones físicas para emprender el regreso a Buenos Aires. Su afirmación desconcertó a Rodríguez Peña. ¿Era posible que el inglés no captara la maniobra? Si no estaba bien de salud para volver a la gran ciudad, menos lo debería estar para seguir viaje; sin embargo, no había puesto reparos en continuar camino hacia Catamarca.

La circunstancia que se planteaba era muy curiosa. Rodríguez Peña se enfrascó en una discusión con Beresford, insistiendo en que no tenía alternativa, debía cumplir la orden, aunque su tono y sus maneras buscaban hacerle ver al británico que en verdad había llegado hasta allí para liberarlo. Pero Beresford insistía con su salud hasta que, frente a Martínez Fontes, al fin aceptó regresar con Rodríguez Peña, y decidió que lo acompañara Pack. Una razón de peso justificaba esa elección: Pack estaba comprometido con lady Isabel Beresford, hermana del comandante.

Todo resultó como si se hubiera tratado de una obra de teatro ensayada mil veces, al menos para la comitiva de Rodríguez Peña. Hasta la pasividad de Martínez Fontes parecía extraña. ¿Se trataba de lealtad por parentesco? La hermana de Martínez Fontes, María Magdalena, era esposa de Juan Ignacio Rodríguez Peña, hermano de Saturnino y de Nicolás. Y Martínez Fontes era esposo de María de la Concepción Amores, hermana de Gertrudis Amores, esposa de Saturnino. La supuesta orden que invocaba Peña era sospechosa, sostenida por su sola palabra. Martínez Fontes permaneció en silencio. En un asunto tan grave se esperaba que una decisión como la de regresar a Buenos Aires se diese por escrito. Al contrario, Martínez Fontes hizo preparar caballos frescos para Rodríguez Peña y sus acompañantes. ¿Participaban los parientes del mismo complot?

UN FALSO Y OTRO MEDIO FALSO

El coronel Denis Pack, jefe del “temido” Regimiento 71 Highlanders que se había rendido incondicionalmente en la reconquista de la primera ocupación luego de gran número de bajas, volvió a caer prisionero en la segunda invasión: lo capturaron en la iglesia de Santo Domingo, donde se había refugiado. Pero esta vez los criollos y los españoles quisieron fusilarlo de inmediato y se pusieron manos a la obra con los preparativos. Mientras Pack gritaba pidiendo clemencia, recibía insultos por su falta de honor y de palabra. Lo salvó Liniers (o La Perichona…).

Por su parte, una vez liberado, Beresford se fue a Londres sin tomar parte de la segunda invasión. Diez años después aceptó el ofrecimiento del reino de Portugal para asesorar al Estado Mayor en la organización de una invasión que tenía como objetivo destruir los pueblos jesuitas de Corrientes y Misiones, invadir y desalojar los ubicados al oriente del río Uruguay hasta el océano Atlántico (actuales Estados de Paraná, Santa Catarina y Río Grande del Sur), y además ocupar toda la Banda Oriental.

Durante los preparativos, los más preocupados fueron los otros oficiales británicos, que deberían esperar el supuesto regreso de sus jefes, porque ignoraban que, en verdad, desde la decisión de parar en esa estancia en adelante, todo había sido parte del plan de los traidores.

Padilla partió de inmediato a Buenos Aires para preparar el alojamiento de Beresford y Pack. Se trataba de la casa del celador del Cabildo Francisco González, que cuando los ingleses tomaron Montevideo abandonó la ciudad para alojarse en la quinta de una prima de su mujer. El objetivo era llevar a los enemigos a Montevideo para que se reunieran con los suyos. El 20 de febrero fueron al puerto, en lo que hoy es el barrio de La Boca, pero no consiguieron cruzar. Al día siguiente lograron embarcar en la balandra portuguesa Flor de Cabo. Eran cerca de las 8 cuando alcanzaron a la corbeta de guerra HMS Charwell. Primero llegaron a Colonia del Sacramento y luego, por tierra, el 25 de febrero, alcanzaron Montevideo.

Martínez Fontes permaneció seis días en la estancia, según el plan. Transcurrido el plazo, informó que había recibido una carta de su concuñado y que recién entonces advirtió que había sido engañado. Era una maniobra infantil. Martínez Fontes mentía, y cualquier posible duda sobre su participación en la traición quedó despejada con el contenido de esa carta. En ella Rodríguez Peña le comunicaba que no había podido regresar para devolverle los prisioneros porque al llegar a Buenos Aires había encontrado tal estado de confusión que decidió trasladarse a Montevideo (a esa altura, todos sabían que había sido invadida por los británicos). Martínez Fontes fue detenido, como también Pedro José Zabala, Antonio Luis Lima, Francisco González, el coronel Antonio de Olavarría (que estaba casado con Gertrudis, hermana de Rodríguez Peña y era segundo jefe de la Comandancia de Frontera de la cual dependía Martínez Fontes), José Presas y Marull, Felipe Sentenach y el sargento Juan de Vent. A todos se los envió a Chile hasta que estuvieran dadas las condiciones para juzgarlos. Las clases bajas y medias de la ciudad querían que se les aplicara la pena más alta, pero en 1808 la mayoría fue sobreseída, y el resto se escapó.

Los tres principales involucrados fueron embarcados el 8 de septiembre de 1807 desde Montevideo hacia Río de Janeiro, en un navío de guerra inglés enviado por el almirante. En premio por la organización y fuga del general Beresford y del coronel Denis Pack, y por su actitud a favor de Gran Bretaña, Saturnino José Rodríguez Peña, Manuel Aniceto Padilla y Antonio Luis de Lima (patrón de la balandra portuguesa Flor del Cabo), fueron gratificados con una pensión de trescientas libras anuales hasta su muerte.

El rostro demudado del capitán Robert Williams Patrick era incomparable. Una mezcla de odio y resignación agobiaba al oficial y también a sus camaradas, el mayor Alexander Forbes, el capitán y edecán de Beresford, Roberth Arbuthnot, el teniente Alexander Mac Donald, el teniente Edgard L’Estrange y el cirujano Evans. Es que hasta ese momento habían creído que los arreglos para la huida los incluían, y el desencanto fue muy profundo. La dura disciplina y el respeto a ultranza a las jerarquías superiores, más el hecho desgarrador de la derrota, les impidieron actuar como lo hubiesen hecho los corsarios, es decir, sublevarse ante la evidencia de que serían abandonados en las puertas mismas del infierno.

¿Qué hacer? La maniobra les había parecido tan ostensible que, ante la evidencia de que serían dejados de lado, el sentimiento fue del mayor desamparo. Por sus cabezas pasó la idea de plantearle al comandante que se iban todos o ninguno. La descartaron. Así no se comportaba un oficial de la Corona británica. Para colmo, Beresford los miraba con aparente complicidad. Un oficial entiende… La situación era muy frágil. Todos estaban en manos de traidores. Arbuthnot y el cirujano se miraron. Estaban en la parte trasera de una de las carretas. Evans dio un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie los viera. Estaba a punto de decirle a Arbuthnot que lo que estaba por ocurrir los eximía de responsabilidad en caso de sublevación; la deslealtad de Beresford y de Pack los justificaba si emprendían una acción violenta. Arbuthnot se adelantó y le susurró que seguían en desventaja militar y que por otra parte no era claro si los abandonarían definitivamente. Evans no se resignaba y quería conferenciar con los demás. ¿Qué pensaban Forbes, Mac Donald y L’Estrange? Mac Donald era de la idea de desentenderse de Beresford y de Pack. Ya encontrarían la forma de huir. Pero los otros albergaban la esperanza de que el general mandara a buscarlos o que la segunda oleada invasora los rescataría, estuvieran donde estuviesen.

—I wasn’t expecting it… 

—Don’t worry about it. They’ll come back for us. 

—Pack won’t abandon us.

—Things will be different. They’ll save us from this hell. We still belong to the 71!**

* —¿Sabes a dónde nos llevan?
—Hablé con Pack. Dijo algo sobre Catamarca, o eso es lo que escuché.
—En esta tierra cualquier lugar es un infierno.
—Espero que nos lleven a una linda posada, para que mi familia esté cómoda.
—¡Mira…! Alguien viene, ¿ves al jinete?
—No. Un momento: hay cuatro jinetes, y dos usan uniforme.

** —No lo esperaba… [Evans]
—No te preocupes. Van a volver por nosotros. [L’Estrange]
—Pack no nos va a abandonar. [Forbes]
—Las cosas van a cambiar. Nos van a salvar de este infierno. ¡Todavía pertenecemos al 71! [Arbuthnot]