PRÓLOGO

 

 

por Horacio Verbitsky

 

 

 

Las Fuerzas Armadas que en 1976 derrocaron a un gobierno electo para instituir una dictadura sanguinaria recibieron durante las dos décadas previas una formación intensiva en contrainsurgencia y guerra contrarrevolucionaria, con decisiva influencia de la Iglesia católica apostólica romana, a través de su vicariato castrense. La única figura que atravesó ese período con participación determinante fue el protagonista de este libro, Victorio Bonamín, quien acompañó como obispo auxiliar a los dos sucesivos vicarios castrenses desde 1959 hasta 1982: Antonio Caggiano y Adolfo Tortolo. Entre ambos también monopolizaron la conducción del Episcopado, desde el derrocamiento de Juan Domingo Perón hasta el de su esposa, Isabel Martínez, es decir las dos décadas en las cuales las Fuerzas Armadas incorporaron la Doctrina de la Guerra Contrarrevolucionaria y su decisivo sustento dogmático.

El punto de encuentro entre ambas surgió del acuerdo entre la dictadura militar implantada en 1955 y el papa Pío XII. Ese fue el primer Concordato firmado por la Argentina y el Vaticano, una vieja aspiración eclesiástica que los gobiernos radicales y peronistas habían negado.

El primer vicario general del Ejército había sido Santiago Copello. Cuando asumió el arzobispado de Buenos Aires, en 1932, lo sucedió Caggiano, quien ya estaba a cargo de la organización y conducción de la flamante Acción Católica.1 El secretario de Estado vaticano Eugenio Pacelli le encomendó también la organización del Congreso Eucarístico Internacional de 1934, que encarnó la apoteosis del catolicismo en la Argentina.

La Acción Católica y las capellanías castrenses desarrolladas por Caggiano fueron los dos pilares que sostuvieron el proyecto de recatolizar la sociedad argentina y de intervenir en sus decisiones políticas al cabo de medio siglo de liberalismo laico. A la Iglesia le interesaba que los militares privilegiaran la voluntad divina sobre la soberanía popular y a la burguesía, que fue incapaz de construir una fuerza política con aptitud electoral, disponer de un martillo invisible con el cual golpear a los gobiernos surgidos del sufragio. Con la mediación eclesiástica las Fuerzas Armadas se constituyeron en Partido Militar.

Durante la década peronista las capellanías castrenses se volvieron insignificantes. El gobierno decía inspirarse en las encíclicas sociales de León XIII y Pío XI, pero no admitía un adoctrinamiento que no proviniera del partido oficial, ni en los sindicatos ni en las Fuerzas Armadas, que sustentaban su poder.2 Recién recuperarían importancia luego del derrocamiento de Perón, con la organización del nuevo vicariato castrense.

En octubre de 1956, el general Pedro Aramburu y el almirante Isaac Rojas ordenaron estudiar una nueva organización del clero militar. El 28 de junio de 1957 los servicios religiosos de las Fuerzas Armadas se convirtieron en un vicariato castrense. Por primera vez se omitió el mecanismo usual del Patronato, en el que el papa elegía un nombre de la terna elevada por el gobierno. En este único caso la designación del obispo quedaba a cargo del papa y solo requería el acuerdo del presidente de la República.3 La Acción Católica entendió la creación del vicariato castrense como un concordato limitado a solo una cuestión y que abría camino para su extensión a todas las demás materias,4 como ocurriría a partir de 1966.

Como condición para crear el nuevo/viejo organismo, el gobierno impuso la designación como vicario del arzobispo de Córdoba, Fermín Lafitte, quien en 1954 y 1955 había amparado a los comandos civiles golpistas.5

En enero de 1958, Pío XII envió a Lafitte una oración para que la rezaran los militares argentinos, a quienes definía como soldados cristianos: “Bajo las banderas de una nación de historial limpio y de íntegra tradición católica velamos a fin de que no sea alterado el imperio de la ley y de la justicia, y aseguramos el orden y la paz que son indispensables para que la Patria viva tranquila”.6 El pontífice convalidaba así el rol policial asumido en forma extrema por los militares con los fusilamientos de junio de 1956. En las dos décadas siguientes ese desvío de su misión devastaría a las Fuerzas Armadas y, a través de ellas, a la Nación argentina.

Lafitte adujo en su primer mensaje a la nueva grey que “no es posible divorciar las ideas de Religión y de Patria. La Argentina ha surgido del seno del Cristianismo. Nuestras Fuerzas Armadas nacieron a la sombra de la Cruz”.7

El reglamento decía que el clero castrense debía brindar la oportunidad para que el personal militar expusiera sus problemas morales y sus estados de conciencia. También debía fomentar la obediencia y el respeto a las autoridades, dos rubros cuya conveniencia se ratificaría bajo la dictadura de 1976.

A la prematura muerte de Lafitte, en 1959, Caggiano lo sucedió en el arzobispado porteño y en el vicariato castrense, donde designó al sacerdote salesiano Victorio Bonamín, rosarino igual que él, como su obispo auxiliar.8 Bonamín ya había sido en Rosario un obediente subordinado de Caggiano, quien le confió responsabilidades como relator y locutor en el Congreso Eucarístico de 1949 y con quien compartía la visión del peronismo como un reparo anticomunista.9

La Capellanía Mayor del Ejército enseñaba a los militares que la autoridad era de derecho divino y explicaba la oposición de la doctrina católica con la de Jean-Jacques Rousseau, que hacía residir el origen de la autoridad en “el pueblo soberano”. Aunque el pueblo ejerce “de hecho una cierta soberanía”, hay que “obedecer primero a Dios”. Esta cita del Nuevo Testamento resulta muy práctica para quienes ejercen la representación de Dios en la tierra. Según la Capellanía, “entre las obligaciones del Estado cristiano figura “controlar las huelgas para evitar injusticias y perjuicios”, mantener inviolable el “derecho natural” a la propiedad privada transmisible por herencia y no recargarla de impuestos. Las huelgas (que en aquel momento eran el principal recurso del peronismo proscripto) “son una guerra” y como tal debían ser enfrentadas.10

El objetivo que la Capellanía proclamó con una clásica metáfora organicista en el Boletín de la Inspección General de Instrucción del Ejército era proporcionar a los jóvenes durante el año de conscripción “antibióticos que los inmunicen del comunismo”. Las fuentes doctrinarias citadas son heterogéneas y van desde encíclicas papales hasta documentos de la Junta Interamericana de Defensa, según la cual “la ideología comunista solo puede ser vencida por una ideología dinámica más fuerte, una creencia fundamental en Dios”. En el mismo boletín el artículo “Disturbios Civiles” explica el modo de intervención militar ante la acción subversiva o revolucionaria y anuncia que se utilizó material del ejército norteamericano.11 “Guerra revolucionaria y pacificación” es el título de un tercer artículo, traducido de la Revista Militar de Información Francesa, en el que se exaltan los objetivos y los medios de la dominación colonial.12

Integrismo católico, racismo norteamericano, colonialismo francés aparecen así asociados en la formación de los militares que quince años después arrasarían con las instituciones y lanzarían su guerra sucia convencidos de estar salvando al Occidente cristiano del embate de los bárbaros. La dialéctica amigo-enemigo que forma el núcleo central de la Doctrina de la Seguridad Nacional, tal como se aplicaría en la Argentina, reproduce el conflicto teológico entre el bien y el mal. Por eso la semántica antisubversiva se superpone con el discurso de la contrarrevolución francesa, que a su vez trae el eco de la contrarreforma. De ese venero brotan las justificaciones de la violencia redentora, la efusión de sangre que purifica y el repudio a las instituciones republicanas. Con los mismos argumentos que se emplearon para defender las antiguas monarquías absolutas pueden exaltarse las modernas dictaduras militares y con el recurso al derecho natural es posible descalificar a un gobierno representativo y al pueblo que lo escogió tanto como señalar quién es subversivo y no merece vivir.

Junto con la creación del vicariato, el gobierno militar que en 1955 derrocó al presidente Juan Perón introdujo modificaciones significativas en la formación, con un rol central de la Iglesia católica. La carrera militar era definida como “el sacerdocio de las armas”. A partir de 1959, los aspirantes al ingreso debían presentar su fe de bautismo y el folleto de reclutamiento de 1963 firmado por el capellán mayor Fiorino Ángel Pizzolato Omega aseguraba a los padres que los cadetes serían educados en el respeto a Dios, la patria y la familia, ya que la misión del Colegio era proporcionar al Ejército oficiales formados en la cultura cristiana. En 1972, bajo la dirección del futuro dictador Jorge Rafael Videla, las condiciones de ingreso proclamaban “una inclinación mental y espiritual con rasgos de sacerdocio, la vocación superior de la argentinidad”. Ya después del golpe de 1976, el Ejército realizó un control ideológico de los aspirantes y sus familias, visitadas por oficiales evaluadores. Se les advertía que el comunismo intentaba infiltrar a las Fuerzas Armadas y se les entregaba un formulario para llenar, que incluía una pregunta sobre la religión de la familia.13

Además de su estructura orgánica, el Ejército tiene comisiones de armas, tropas técnicas, servicios y especialidades, encargadas del perfeccionamiento ético y la exaltación “de los valores histórico-espirituales”. Su rol es poco más que ceremonial, pero sus nombres revelan la naturalización que la Iglesia católica obtuvo en su relación única con las Fuerzas Armadas: la de Infantería se llama Inmaculada Concepción, la de Caballería, San Jorge; la de Artillería, Santa Bárbara; la de Ingenieros, San Ignacio de Loyola; la de Comunicaciones, Arcángel San Gabriel; la de Arsenales, San Martín de Tours; la de Intendencia, San Mateo; la de Bandas Militares, Santa Cecilia; la de Justicia Militar, San Alfonso María de Ligorio; la de Educación Física, San Miguel Arcángel; la de Veterinaria, San Francisco de Asís; la de Sanidad, San Lucas Evangelista; la de oficinistas, dibujantes y traductores, San Marcos Evangelista; la de conductores motoristas, San Cristóbal de Licia; la de Tropas de Montaña, Virgen de las Nieves; la de Inteligencia, San Juan Apóstol y Evangelista, y la de Aviación, Nuestra Señora de Loreto.

Cité Catholique

A través del vicariato castrense penetró en las Fuerzas Armadas argentinas la organización integrista francesa Cité Catholique. Esta continuadora radicalizada de la Action Française realizó una intensa campaña de reclutamiento entre los oficiales de Inteligencia del ejército colonial. Durante las guerras de Indochina y Argelia les proveyó una justificación teológica para métodos bárbaros como los secuestros, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales. El propósito enunciado era crear un “ejército generoso al servicio del Reinado Social del Sagrado Corazón de Jesús”.14

Durante el intenso debate que acompañó la guerra en Argelia dos tercios de los capellanes del Ejército colonial se pronunciaron en contra del uso de la tortura.15 Y el propio vicariato castrense francés polemizó con Cité Catholique: los capellanes no debían “militarizar el catolicismo”, sino ceñirse a presentar la Iglesia ante el Ejército.16 El vicario general del Ejército era el arzobispo de París, cardenal Maurice Feltin, quien aseveró que una conciencia cristiana no podía admitir la tortura, ni siquiera para salvar vidas humanas.17

Muy distinta sería la actitud de la jerarquía argentina. Bajo la conducción de Caggiano y Tortolo, asistidos por Bonamín, el vicariato castrense incubó un retoño sudamericano de la organización integrista, le abrió las puertas de las unidades para que adoctrinara a cuadros y tropa, avaló su concepción y defendió sus consecuencias. El libro básico del fundador de la organización, Jean Ousset, es El marxismo-leninismo. Se publicó en Francia en 1961 y su primera edición extranjera al año siguiente en Buenos Aires,18 con traducción y notas del coronel Juan Francisco Guevara, quien entonces era jefe de Inteligencia del Ejército. “El marxismo —dice Caggiano en el prólogo— nace de la negación de Cristo y de su Iglesia”. En esa confrontación ideológica se debe “preparar el combate decisivo”, aunque los enemigos todavía “no han presionado las armas”.19 Como se ve, la doctrina del aniquilamiento precedió al desafío revolucionario.

En los cursos dictados a los oficiales en actividad se estudiaban las obras de Ousset, la Doctrina de acción contrarrevolucionaria del coronel Pierre Château-Jobert, las encíclicas papales y obras de filosofía tomista, junto con los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Los grupos de trabajo no eran solo formativos, sino también una antesala de la acción. En ellos “se conciertan informaciones, relevamiento de datos, estimaciones juiciosas sobre personas, grupos y situaciones”.20

Cuando las unidades de las Fuerzas Armadas utilizaban la película francesa La batalla de Argelia para instruir en el método de la tortura, las proyecciones eran precedidas por una alocución del capellán. Así ocurrió en la Escuela de Mecánica de la Armada, cuyos capellanes distorsionaban la parábola bíblica sobre la separación de la cizaña del trigo, para acallar la conciencia de los oficiales que regresaban angustiados de arrojar prisioneros vivos al mar.21

El Ejército asignaba un rol de gran importancia a los capellanes a efectos de “fortalecer la mística espiritual y contrarrestar la acción del enemigo”. El general Carlos Suárez Mason lo explica con sus mayúsculas y sintaxis en un documento secreto: “El objetivo de identificar al hombre con la Patria y el Hogar deberá hacerse sobre la base de una acendrada educación cristiana: DIOS”.22

Además de la asistencia cotidiana en los distintos destinos, las formas principales de intervención del vicariato eran las jornadas de formación cristiana o semanas de religión y moral, que se realizaban en las unidades y bases de las tres Fuerzas Armadas.23 Una de sus motivaciones explícitas era “la urgencia de catequización y de capacidad receptiva de los jóvenes conscriptos”, en quienes jefes castrenses y prelados temían encontrar una quinta columna enemiga.24

En la jornada religiosa realizada el 3 de agosto de 1976, el comandante de la Brigada de Caballería Blindada II, general Abel Catuzzi, almorzó con la plana mayor del vicariato y con todos los capellanes del Cuerpo de Ejército II, a quienes les explicó que la conscripción era la última oportunidad del Estado y de la Iglesia para “hacer escuela”. Calculó que por el vicariato castrense pasaban cada año cien mil hombres, lo que implicaba quinientas mil familias en cinco años: “Con ello se puede modificar un país”. Dijo que el capellán debía detectar en las unidades a los subtenientes mejor formados en el Colegio Militar, que podrían ayudar en la catequización de los soldados. Catuzzi atribuyó al capellán ideal rasgos de personalidad castrense: “Debe pisar fuerte. Por eso nos gusta monseñor Bonamín, con su energía y aun con sus enojos”. Además, “debe el capellán ser un animador en la lucha antisubversiva. Es una lucha necesaria para defender una escala de valores: la vida espiritual que recibimos de la evangelización de España, la libertad que defendió San Martín y el sentido de la propiedad que movió tanta masa de inmigrantes hacia la Argentina. Es, en definitiva, una lucha entre Dios y el No-Dios”, sentenció.

Tortolo expuso después ante sus capellanes:

 

Teniendo al padre tendremos los hijos; teniendo al jefe tendremos los soldados. Tendremos los jefes por una esmerada formación cristiana en el Colegio Militar y hemos de procurar que los jefes actuales refuercen su formación con los cursillos.25

 

Cuanto más alto el nivel de los militares asistentes, mayor el contenido político del diálogo con la conducción del vicariato castrense. El 18 de agosto, en Córdoba, el comandante del Cuerpo de Ejército III, general Luciano Menéndez, inauguró la segunda jornada junto con Tortolo. “Mientras el Ejército enseña a vencer, el capellán debe enseñar a morir en gracia de Dios, lo cual completa la formación de un soldado argentino y cristiano cuyo objetivo es, sin alternativa, vencer o morir —dijo el militar—. El capellán debe darnos el aval moral para nuestra lucha, y decimos que nuestra lucha es una cruzada para discernirla de la violencia en general”.26

El general José Antonio Vaquero definió el servicio religioso como el alma del Ejército y Tortolo concluyó que solo la espiritualidad católica blindaría a la juventud para la lucha universal del cristianismo contra el comunismo.27 Durante la tercera jornada, que se realizó en septiembre en Bahía Blanca, citó una “leyenda diabólica” que el comunismo habría escrito en La Sorbona: “Lo Sagrado, he ahí el enemigo”.

Por pedido de algunos capellanes, Tortolo expuso fuera de programa sobre “las acciones bélicas contra la subversión” y contestó preguntas sobre “actividades dudosas de hombres de la Iglesia que parecen propiciar la revolución social”.28

Para facilitar la tarea, había solicitado a su secretario en el arzobispado de Paraná, el fundador de Tacuara, Alberto Ezcurra Uriburu, que le sistematizara por escrito los conceptos que había usado en el Episcopado para defender la tortura. Según el trabajo que le encargó Tortolo, el Estado no debía fijarse límites legales ni morales para combatir la guerrilla y quienes reclamaban por los desaparecidos servían a “la conquista del poder mundial” por el marxismo.29

Cuando la demencia senil de Tortolo, quien agonizó gritando que su madre estaba desaparecida,30 le impidió continuar al frente del vicariato, Bonamín presionó para sucederlo a través de los grupos integristas y sus publicaciones. Solo Bonamín garantizaba evitar la formulación de objeciones morales (en realidad más ideológicas que éticas) al comportamiento de las Fuerzas Armadas en la guerra antisubversiva. “Allí donde otros, sin excluir a algunos obispos, ponían dudas y traían angustias desgarrantes en conciencias cristianas de buenos soldados, allí donde reinaba la confusión, allí sonaba la palabra de monseñor Bonamín como un bálsamo, como una solución, como un camino”, decían.31

La guerra contrasubversiva se libró “bajo una inspiración, según una doctrina y desde una óptica, en última instancia religiosa”. Gracias a la conducción enérgica y unitaria de los capellanes destinados a cada unidad, fue posible que al combatiente ideológico se opusiera el “combatiente nacional, convencido de la justicia de su causa, de la necesidad de la victoria y de la legitimidad de la lucha”. Gracias a ese celo sacerdotal los soldados “refundaron, con una especie de contenido misional, el sentido mismo de la guerra”. El mérito de Bonamín fue “haber diseñado los grandes lineamientos apostólicos de esta formación con que se templó a los soldados, transformando su campaña en una cruzada. Fue acompañado por capellanes que no se dejaron tentar por el humanismo modernista, contemporizador y tramposo, con que los profetas de la izquierda cristiana buscaron quebrar y alterar los sentidos de la lucha. Son aquellos los mismos que explicaron y atenuaron las tensiones del combate y de la vigilia y la justicia de la muerte propia y ajena”. Como la lucha contra la guerrilla fue una “causa cristiana y nacional (…) es llegado el momento de que la Espada defienda a la Cruz que defendió a la Espada”.32

La obra que se desarrolla en las páginas siguientes es fundamental para la comprensión de la lógica que durante ese lapso compartieron la máxima jerarquía católica y la conducción castrense, pese a contradicciones menores que siempre manejaron sin estridencia.


1 Revista Eclesiástica Argentina, REA, Año II, N° 11, setiembre-octubre de 1959, pp. 451-460.

2 Horacio Verbitsky: Cristo Vence, Sudamericana, Buenos Aires, 2007; REA, Año II, N° 10, julio-agosto de 1959, pp. 451-460.

3 Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, REABA, agosto de 1957, pp. 297-300.

4 Juan Casiello: “Hacia soluciones definitivas en las relaciones entre la Iglesia y el Estado”. Cfr. ACA, abril-mayo de 1961, pp. 47-52.

5 Norberto Padilla y Juan Navarro Floria: Asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas. Secretaría de Culto, 1997.

6 Plegaria de S.S. Pío XII para los militares argentinos, Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Buenos Aires (BEABA), año I, N° 3, marzo de 1958, p. 29.

7 Manual de Documentación para el Clero Castrense de la Nación Argentina. Publicación del vicariato castrense, Buenos Aires, 1958, p. 60.

8 BEABA, Año III, N° 27, marzo de 1960.

9 Victorio Bonamín. Entrevista el 15 de marzo de 1989. Cfr. Protocolos Martín (PM.), entrevistas realizadas con obispos y sacerdotes por el teólogo y filósofo José Pablo Martín.

10 Capellanía Mayor del Ejército: La filosofía cristiana. Cfr. Boletín Informativo N° 4 de la Inspección General de Instrucción del Ejército, Buenos Aires, 1961, pp. 6-37.

11 Disturbios Civiles. Cfr. Boletín Informativo N° 4 de la Inspección General de Instrucción del Ejército, Buenos Aires, 1961, pp. 39-46.

12 Guerra revolucionaria y pacificación. Cfr. Boletín Informativo N° 4 de la Inspección General de Instrucción del Ejército, Buenos Aires, 1961, pp. 139-153.

13 Colegio Militar de la Nación, Condiciones de Ingreso de 1955, cfr. Máximo Badaró, Militares o ciudadanos, la formación de los oficiales del Ejército Argentino, Prometeo, Buenos Aires, 2009, pp. 72-78 y 113.

14 “Carta al lector”, Verbo, N° 190, marzo de 1979, pp. 7-8.

15 André Noziére: Les chrétiens dans la guerre. Éditions Cana, París, 1979, pp. 121-151.

16 Mario Ranalletti: Du Mekong au Río de la Plata. Tesis doctoral inédita, realizada bajo la dirección del profesor Maurice Vaïce. Institute d’Études politiques de Paris, 2007, p. 196.

17 Noziére, op. cit., pp. 121-151.

18 Jean Ousset: Marxismo leninismo. Editorial Iction, Buenos Aires, segunda edición, 1963.

19 Ibid. Prólogo del cardenal Caggiano.

20 “Génesis de prudentes”, Verbo, N° 163, junio de 1976, pp. 3-11.

21 Horacio Verbitsky: El vuelo. Planeta, Buenos Aires, 1995.

22 Ejército Argentino, Comando de Zona I, Secreto, Orden de Operaciones 9/77, Continuación de la ofensiva contra la subversión durante el período 1977. Separador XVI, Personal. Dpto I. Personal, Doc. ORT-99,1977.

23 Emilio E. Massera, comandante general de la Armada, resolución COAR 441, 5 de mayo de 1976; contraalmirante Carlos Jaime Fraguío, agregado a la resolución COAR 441/76, “Normas e instrucciones para la ejecución de las jornadas navales de formación cristiana”, cfr. Vicariato castrense, N° 51, agosto de 1976, pp. 10-14.

24 “Dos jornadas pastorales castrenses, la catequización de los jóvenes y adolescentes”, Vicariato castrense, N° 51, pp. 14-16.

25 “Primera jornada (Esperanza, 3 y 4 de agosto de 1976)”, Vicariato castrense, N° 51, agosto de 1976, pp. 16-22.

26 “Segunda jornada (Córdoba, 18 y 19 de agosto de 1976)”, Vicariato castrense, N° 51, agosto de 1976, pp. 23-28.

27 “Segunda jornada (Córdoba, 18 y 19 de agosto de 1976)”, Vicariato castrense, N° 51, agosto de 1976, pp. 23-28.

28 “Tercera jornada (Bahía Blanca, 14 y 15 de septiembre de 1976)”, Vicariato castrense, N° 52, diciembre de 1976, p. 18.

29 Mikael, N° 27, tercer cuatrimestre de 1981, pp. 125-126.

30 Emilio Mignone. Op. cit., p. 21.

31 “Una función que debe cubrirse”, La Nueva Provincia, 14 de noviembre de 1981.

32 “La grave cuestión del vicariato castrense”, Cabildo, Nº 48, diciembre de 1981, pp. 15-16.