El primero de enero de 1994, México y el mundo entero despertaron con la noticia
de que un grupo de
indígenas de Chiapas
había declarado la
guerra al Estado
mexicano.
El primero de enero de 1994, México y el mundo entero despertaron con la noticia de que un grupo de indígenas de Chiapas había declarado la guerra al Estado mexicano. En los siguientes años se percibió que la sorpresa era de la misma magnitud con que fueron ignorados durante siglos. Desde tiempos antiguos, los pueblos originarios, para reproducirse, contaron con saberes diversos que les permitieron subsistir aun en condiciones de aislamiento, al tiempo que les procuraban lazos con otros grupos. A partir de la conquista española se desarticuló la red mesoamericana y los linajes de los altépetl crearon las repúblicas que la naciente sociedad les ofrecía, formas alternas que suplieron la unidad perdida. Después de la Independencia, la configuración nacional les impidió recrear vínculos amplios de cohesión para expresarse con autonomía, por lo que fueron relegados de la dinámica del país. En los albores del siglo XX, al reacomodarse las relaciones sociales, si bien las nuevas élites propusieron la cultura de tradición mesoamericana como fundamento de la nación, lo cierto es que su situación empeoró. Una ideología de tintes racistas sustentó las políticas integracionistas de los gobiernos emanados de la Revolución, por lo que los descendientes de las poblaciones nativas continuaron siendo actores y autores anónimos de la historia mexicana.
Algunos estudiosos han construido rutas para colocar a esa colectividad como protagonista de la historia, creando diferentes tipos de indigenismo. Luis Villoro, sea por caso, los llama miradas externas. “El indigenismo se presenta como un proceso histórico en la conciencia, en el cual el indígena es comprendido y juzgado (revelado) por el no indígena (instancia revelante)” (Villoro, 2005: 8). Ese proceso es manifestación de otro, en el que el indígena es dominado y explotado por el no indígena. La instancia revelante está constituida por clases y grupos sociales concretos que utilizan al revelado en su beneficio sin considerarlo interlocutor. En el extremo de este punto de vista, otros grupos originarios del país, siguiendo su tradición de resistencia y lucha, leyeron el levantamiento armado de 1994 como el reconocimiento de su propio papel en el devenir de la sociedad mexicana, para concluir que debían voltear al pasado y redefinirse a partir de su propia versión de los acontecimientos y demostrar que la escritura de la historia no está terminada, como lo ha pretendido la historiografía oficial. Han existido posiciones equidistantes entre el indigenismo —constructor de la otredad— y el deseo de esos grupos de cimentar una visión de sí.
Memorias piadosas de la Nación Indiana, escrita por fray José Mariano Díaz de la Vega en 1782-1783, presenta una versión de la historia surgida con los indios y de entre los indios. El fraile se dirige tanto a su propio grupo social, el criollo, como a los indígenas a quienes tan bien conoció. Anuncia abiertamente que su interés por narrar la forma en que los grupos originarios llegaron a la madurez cristiana es una manera de recuperar la voz de quienes, con sus formas cotidianas y anónimas, contribuyeron a dar cuerpo al tejido social de las regiones y, por qué no decirlo, al del país. La claridad de sus motivaciones para escribir no es la misma respecto a quiénes debían ser sus lectores. En un primer acercamiento parecería que quisiera presentar argumentos a los debates criollos. Sin embargo, al escudriñar en su ministerio religioso y en los contextos en que lo ejerció, quisiéramos proponer que el texto también parece dialogar con los indígenas. Componer un volumen con la expectativa de que los lectores sopesen la importancia del sector que Díaz de la Vega denomina nación indiana es una propuesta que se olvidó y que, con dificultad, comienza a emerger en la consideración de la historia nacional. El documento, redactado hacia las postrimerías de la dominación española en México, poco se discute en la historiografía moderna y hasta la fecha permanece inédito. El motivo de esta omisión, junto con la de otros textos de semejante naturaleza, se encuentra en la situación misma de los pueblos originarios.
Narrar la forma en que los grupos originarios llegaron a la madurez cristiana es una manera de recuperar la voz de quienes, con sus formas cotidianas y anónimas, contribuyeron a dar cuerpo al tejido social de las regiones y, por qué no decirlo, al del país.
La escritura de la historia en la última parte del siglo XVIII se articula con los desajustes que permitieron la emergencia de los estados-nación. Las corrientes políticas en liza acudieron al pasado para justificarse en función de sus particulares ideologías y de sus propios intereses. Así, los juegos políticos cambiaban el significado de escribir la historia, concomitantemente a las nuevas relaciones entre sociedad y poder. Las instituciones debilitadas y la fuerza de la tradición indígena contribuyeron a que Díaz de la Vega escribiera su peculiar visión del acontecer indígena.
El manuscrito forma parte de la Colección Memorias de Nueva España, enviada por orden real al cronista de Indias Juan Bautista Muñoz. En España, dentro del movimiento ilustrado afloró la aspiración de integrar un conocimiento fidedigno basado en la organización y depuración de las fuentes. La historia-verdad iba conquistando espacio. Uno de los elementos de ese pensamiento fue, precisamente, considerar esta disciplina un instrumento práctico y crítico, indispensable para la transformación social en beneficio de la incipiente hispanidad. Se refuerza, pues, el papel de la ciencia histórica como un auxiliar dócil y privilegiado de una práctica política centralista y uniformadora. El proceso para reforzar el surgimiento de lo español se hizo en medio de una inmensa confrontación entre innovadores y conservadores, pero también entre la metrópoli y las colonias. En 1738, la recién creada Academia Real de la Historia planificó un diccionario histórico, crítico, universal de España y de historias útiles para el desarrollo de las ciencias y de las artes. A partir de entonces se recrudecieron los debates para decidir el criterio que normaría su trabajo. Más tarde, en esta misma directriz, se encomendó a Juan Bautista Muñoz elaborar los anales de la presencia española en América. A la par, en la Nueva España se desarrollaba un interés por documentar con papeles y con todo tipo de monumentos la historia pero de lo americano. Este recuento incluía también el mundo prehispánico y permitiría construir una identidad para establecer mecanismos de producción y reproducción de la conciencia de lo propio.
La obra de Díaz de la Vega se centra en la población indígena colonial al hacer patente su importancia frente a la redefinición de las relaciones sociales emanadas del desmoronamiento paulatino del Antiguo Régimen. España, para defender sus intereses ante el surgimiento de nuevos poderíos, se vio obligada a establecer medidas para asegurar el financiamiento de sus campañas militares. Esto hizo prioritario extraer de los territorios ultramarinos toda la riqueza posible. La política de los Borbones construyó un nuevo marco jurídico que privilegió los intereses peninsulares en detrimento de las poblaciones americanas. Las modificaciones tocaban, además de aspectos económicos, los ámbitos político, religioso y cultural. Esta normatividad alteró las dinámicas locales vigentes que habían permitido a los criollos el acceso a los espacios de toma de decisiones, y consentía ciertas prácticas autónomas a los indígenas. Entonces, los diferentes grupos sociales novohispanos se vieron en la necesidad de tomar una posición frente a esos cambios y crear una nueva identidad. Así, ante los embates de la Corona y las diferencias internas en la Nueva España, se hizo necesario elaborar una historia propia y los sectores novohispanos entraron en disputa por el pasado.
Ante los embates de la Corona y las diferencias internas en la Nueva España, se hizo necesario elaborar una historia propia y los sectores novohispanos entraron en disputa
por el pasado.
Surge el criollismo, como lo señala O’Gorman (1970), al que pertenecieron lúcidos conocedores del México antiguo como Francisco Javier Clavijero. Luis Villoro explica nítidamente que son la razón y el concepto de veracidad las herramientas que permitieron a este grupo apropiarse de la historia americana. Con Clavijero desaparece la dimensión sobrenatural explicativa y surge la razón universal, instrumento occidental de dominio (Villoro, 2005: 113-185). Sus antecesores —Carlos de Sigüenza y Góngora, Mariano Veytia y Lorenzo Boturini—, en la búsqueda de los habitantes primigenios, exaltaron los logros de los pueblos antiguos del altiplano mexicano al establecer paralelismos con las antiguas culturas clásica y bíblica. Para sustentar la aportación del mundo indígena a la cultura de la entonces Nueva España, recopilaron manuscritos antiguos, mapas y códices, que muchas veces permanecían en manos de representantes de las repúblicas de indios. Ignorando a las comunidades indias del virreinato, el movimiento criollo se limitó a la búsqueda de los orígenes y su expresión anterior a la presencia hispana. En este contexto, los criollos pergeñaron una historia excluyente: no dialogaron con las sociedades originarias. Sus construcciones del pasado de la nación en ciernes se generaron por la necesidad de una definición propia frente a los peninsulares y crearon el México imaginario.1
Ahora bien, buena parte de la reivindicación criolla de lo indígena se hacía a partir de las expresiones de la cultura náhuatl, por lo que hicieron suyos aspectos de la trayectoria de los pueblos del antiguo Anáhuac. Pero también en la segunda parte del siglo XVIII este fenómeno se expresa en la forja de las identidades regionales. Ejemplos de esto son, para Chiapas, fray Matías de Córdoba (1768-1828), con el escrito Utilidades de que los indios y los ladinos se vistan y calcen a la española, y medios de conseguirlo sin violencia, coacción ni mandato, depositado en el Archivo Histórico de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez (apud Fábregas, 2003: 43, n. 19). En el centro-norte de México, los ojos de Granados y Gálvez se dirigen hacia la nación otomí. En la introducción a su obra enumera las fuentes a las que recurre para su construcción histórica; menciona, entre otros, a Francisco López de Gómara, Antonio de Herrera, José de Acosta, fray Juan de Torquemada, la obra inédita de Juan Bautista Pomar, además de manuscritos, lienzos, mapas y otros monumentos registrados, traducidos del mexicano, náhuatl y chichimeco al otomí (Granados y Gálvez, 1987).
En la región otomí del altiplano central, donde estuvo Díaz de la Vega, el resguardo y la elaboración de manuscritos, de acuerdo con sus necesidades, formó parte de un movimiento colectivo.
Junto al criollismo, Bolívar Echeverría señala, en La modernidad de lo barroco, la capacidad de las antiguas repúblicas de indios para tener su propia versión de la historia, aun en marco de dominio (Echeverría, 1998). En la región otomí del altiplano central, donde estuvo Díaz de la Vega, el resguardo y la elaboración de manuscritos, de acuerdo con sus necesidades, formó parte de un movimiento colectivo en el que participaron la mayoría de las poblaciones (Crespo, 2002). Los papeles compilaban documentos antiguos y testimonios orales que hacían referencia a hechos de la conquista que, la mayoría de las veces, avalaban tierras y privilegios emitidos por la autoridad española. En ellos se integraron textos con conceptos como racionalidad y veracidad, que empezaban a permear toda la sociedad. Estos documentos reivindican para la historia novohispana a los caciques conquistadores, colonizadores y catequizadores del norte. Su factura tenía como interlocutores a las autoridades españolas y a las poblaciones de las mismas repúblicas. Poco a poco se rescatan más evidencias de este fenómeno en diferentes regiones de México.
José Mariano Díaz de la Vega, en Memorias piadosas de la Nación Indiana, comparte elementos con estas dos posiciones. Es claro que el énfasis lo coloca en sacar a la luz el rostro oculto de la mayoría de la población, cuya vida está organizada en torno a la matriz cultural mesoamericana. Díaz de la Vega era franciscano, elemento que marca su escrito debido a que el cristianismo es una religión de historia, para la cual el devenir está colocado entre la Caída y el Juicio Final (Bloch, 1992: 10). Considera, por tanto, el camino a la redención de las poblaciones locales en vínculo con los otros miembros del mundo novohispano. Desde su condición de fraile y conocedor de la realidad de los otomíes, para contar la historia de otra manera, lee a distintos autores y extrae de ellos una valoración de las capacidades y los logros de los indios en general, y de los otomíes en particular.
Díaz de la Vega era franciscano, elemento que marca su escrito debido a que el cristianismo es una religión de historia, para
la cual el devenir está colocado entre la
Caída y el Juicio
Final.
El manuscrito recopila acontecimientos registrados por otros autores, aunque presenta información poco difundida, como la referente a los otomíes. En épocas recientes el documento ha sido estudiado por Alcina Franch y Georges Baudot, quienes en sendos artículos resaltan la visión indigenista de Díaz de la Vega (Alcina, 1957; Baudot, 1966, 1969 y 1990). Alcina considera al autor dentro del espíritu iniciado por Bartolomé de las Casas, así como un fuerte defensor y conocedor de la civilización antigua. Observa que no es una obra original, sino “una recopilación de datos ensamblados unos a continuación de otros”, con el fin de demostrar hasta qué punto los indígenas “llegaron a penetrar en el espíritu del cristianismo”. No obstante, reconocer todas estas cualidades no le impide decir que la obra es “muy modesta” (Alcina, 1957: 273-274).2 Años más tarde, Georges Baudot también subraya las “vibrantes profesiones de fe indigenista características de la mejor tradición franciscana” que se encuentran en el texto, y los conocimientos del autor sobre la historia precolombina. Al igual que Alcina, registra su labor recopiladora pero, de manera más perspicaz, detecta la utilización de fuentes generalmente desconocidas en la segunda mitad del siglo XVIII. Baudot considera de interés histórico esos sentimientos a favor de las sociedades antiguas, pues juzga que se suman “modestamente, claro está, y a una distancia respetuosa, a los grandes nombres de la historiografía mexicana del siglo: los Clavijero, Boturini y Veytia” (Baudot, 1969: 228 ss.). En este sentido, según Baudot, las ideas de Díaz de la Vega eran, a la vez, un catalizador y un principio de programa en la gestación de una conciencia nacional aún imprecisa (Baudot, 1969: 234).
En la misma dirección va el comentario de Jacques Lafaye a la obra del franciscano, pero remarca las formas en uso de la palabra nación. Lafaye propone que el término nación usado por Díaz de la Vega es parecido a lo que en la antropología moderna refiere a una etnia. Nación indiana “designa al conjunto de aborígenes de México, considerados como un conjunto étnico distinto”, criterio que pertenecería a la antropología física y que no alude a conciencia alguna de los individuos de ser miembros de una nación en el sentido moderno de la palabra (Lafaye, 1976). Por el contrario, Dorothy Tanck considera Memorias piadosas parte de los movimientos indígenas de consolidación de una identidad étnica, diferenciándolo del nacionalismo intelectual (Tanck, 2002: 30-31). Por su parte, William Taylor refiere a su capítulo sobre indígenas ilustres, con hincapié, también, en el aspecto de los pueblos originarios como una unidad (Taylor, 1989).3 Muchos otros autores hacen referencia al documento para ejemplificar algún aspecto o para apoyar una propuesta. Mención especial merece el trabajo de Ilona Katzew (2009)4 sobre la formación, la maduración y las experiencias individuales en el lenguaje racial que se conformaba en esa época. La autora enfatiza las formas en que se describió la población indígena como una raza atrapada en estados de desarrollo que justificaban su dominio. Al igual que Baudot, Alcina y Tanck, Katzew considera el texto de Díaz de la Vega como protoindigenista, pero a diferencia de ellos describe ampliamente su contenido y lo valora en la efervescencia de las discusiones sobre el origen y la naturaleza de los indios, para concluir que al ponderar su madurez cristiana se sugiere lo innecesario de la presencia española. Propone que el discurso de Díaz de la Vega es de resistencia, aunque sancionado con las formas de expresión de la Iglesia.
El discurso de Díaz de la Vega es de resistencia, aunque sancionado con las formas de expresión de la Iglesia.
En lo que otros han visto solo una recopilación de datos, a la luz de un análisis general de los hechos en la economía europea y la inserción de Nueva España como una pieza más en el ajedrez político, se puede detectar que en realidad José Mariano Díaz de la Vega esboza ya los intentos de una historia incluyente. Volver los ojos a la presencia de los grupos indígenas a fines del siglo XVIII o del XX para escribir la historia precisa, en nuestra opinión, que la visión política alterne con la historia.
Para realizar el trabajo de investigación, en los recorridos de campo, archivos y bibliotecas recibimos el apoyo invaluable y generoso de diversas personas. En el archivo de la parroquia de San Pedro y San Pablo Jilotepec, el presbítero Alfonso Sánchez Rivas, párroco, y Ana Lilia Roldán gentilmente permitieron el acceso a documentos frágiles; al de Tacuba nos facilitaron la entrada Emma Pérez Rocha y el padre Rafael Pérez Rojas; en Tepeji del Río, Octavio Jiménez nos regaló parte de su preciado tiempo y trabajo en el archivo; en los acervos franciscanos de Cholula, Francisco Mejía no escatimó esfuerzos en facilitar nuestra tarea. En el Archivo General de la Nación, como siempre, fueron indispensables Roberto Beristáin y Martín Sánchez Arzate. Los trabajos de sistematización de Linda Arnold nos fueron de gran utilidad. Genaro Díaz y Refugio Hernández, bibliotecarios profesionales del Instituto Nacional de Antropología e Historia, nos ayudaron en cada paso. En la biblioteca del Colegio Nacional, Patricia Jacobo Peralta accedió a colaborar con nuestra labor. Agustín Estrada y Gustavo Javier López apuntalan el trabajo con las imágenes que lo acompañan. El profesor José Luis Quezada nos auxilió con la traducción de las partes latinas. En Querétaro, María Elena Villegas y Rodolfo Anaya nos acompañaron en resolver vericuetos del documento. Alejandra Medina ofreció su experiencia como historiadora y paleógrafa en los aspectos formales del documento. En la región poblano-tlaxcalteca, Yolanda Ramos, Óscar Sánchez R. y Eduardo Merlo nos abrieron la puerta a publicaciones de difícil acceso. Agradecemos a María Guevara (Universidad de Guanajuato), Pedro Paz Arellano (Instituto Nacional de Antropología e Historia) e Iván Escamilla (Universidad Nacional Autónoma de México) sus meticulosas lecturas al borrador de este trabajo. Y nuestro agradecimiento también a fray Francisco Morales, gran conocedor de la historia franciscana, por haberse tomado el tiempo para leer y comentar esta investigación.
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