Queridos proveedores de violencia absurda:
Sé que esto podrá parecerles tonto, pero creo que los dibujos animados que presentan a nuestros hijos están influyendo en su conducta negativamente. Por favor, traten de quitar la violencia psicopática. El programa es bueno, excepto por eso.
—Marge, Los Simpson
¡Boom! ¡Bang! ¡Crash! ¡Aaarghhh! Si de algo se ha criticado a las caricaturas desde hace décadas, es de recurrir a la violencia como parte de su fórmula de entretenimiento. Y es también desde hace décadas que se acumulan los estudios que confirman esta asociación entre violencia y caricaturas.
Aunque, por supuesto, el problema es real y nada despreciable, que no pocos investigadores se interesaran principalmente en la «violencia animada» ocasionó, entre otras cosas, que tanto ellos como otros científicos menospreciaran, ignoraran –o, simplemente, ni siquiera advirtieran– otras posibles perspectivas desde las cuales estudiar las caricaturas y obtener conclusiones distintas a la ya simplista y consabida «hay mucha violencia en las caricaturas».
Es así y por ejemplo que, como veremos en otros capítulos de este libro, incluso caricaturas de entrada tan bélicas –que no belicistas– como Los Transformers, de 1984, para muchos estudiosos –así como para mí y, espero, para quien lee estas líneas– representan mucho más que un programa en el que unos robots se la pasan disparándose unos a otros: son, además y entre muchas otras cosas, una serie que nos presenta de forma sencilla y entendible para los niños dos tipos diferentes de liderazgo, y que nos muestra las fortalezas y debilidades de las estrategias seguidas por los Autobots de Optimus Prime contra los Decepticons de Megatron.
Pero como es imposible no hablar en un libro sobre ciencia y caricaturas acerca de lo mucho que psicólogos y otros científicos han hallado de violento en estos programas, quienes de pequeños nos reímos cada vez que un yunque o un piano aplastaban a Wile E. Coyote o al gato Silvestre, o que intentamos lanzar un Kame Hame Ha como Gokú, tenemos que aceptar que, si bien tan intensa y extensa exposición a la violencia animada no nos convirtió en psicópatas del nivel del Joker, al menos alguna influencia tuvo en los golpes que dimos –y recibimos– al jugar con nuestros familiares y amigos de la infancia.
¿No estarán exagerando quienes acusan a las caricaturas de violentas? ¿A qué se refieren con «una gran cantidad de violencia»? Veamos: diversos estudios señalan que más de 90% de los programas infantiles –la mayoría de ellos dibujos animados, por supuesto– contienen violencia,1 que en comparación con otros programas las caricaturas contienen mayor número de escenas violentas y que los niños ven en promedio más de veinte actos violentos por hora en una típica mañana sabatina, lo que se traduce en que, al llegar a la adolescencia, un niño ha visto un promedio de alrededor de 20 000 asesinatos y 80 000 asaltos.
Según un estudio de 1996, es más probable que las caricaturas y el resto de la programación infantil asocien actos violentos con humor y exhiban violencia que, dentro de la historia que cuentan, no causa daño alguno a quienes la sufren ni tiene consecuencias adversas. Respecto a lo primero, Wile E. Coyote, por ejemplo, y sin importar que acabe de caer a un precipicio, le explote un cartucho de dinamita y sea aplastado por una roca de varias toneladas de peso, en la escena siguiente ya está preparando una nueva trampa con sus productos marca ACME. En relación con lo segundo, el lobo Ralph (no confundir con el Coyote: este tiene la nariz negra, mientras que aquel la tiene roja) y Sam, el perro pastor cuyos ojos están siempre cubiertos de pelo, son dos personajes de caricatura que al inicio del día suelen saludarse cordialmente con un «Buenos días, Sam», «Buenos días, Ralph», tras lo cual Sam le da una golpiza a Ralph cada vez que lo atrapa intentando llevarse una oveja. La golpiza se detiene cuando suena el silbato que marca la hora de almorzar, momento en que Sam y Ralph conviven amablemente hasta que, al sonar de nuevo el silbato, Sam continúa golpeando a Ralph. Estas golpizas, dentro de la caricatura, no generan sentimiento alguno de culpa, tristeza, enojo, rencor o cualquier otro en Sam ni en Ralph, quienes, al terminar el día, se despiden amablemente.
Sabiendo que en los dibujos animados hay actos violentos, que no son pocos y cuyos efectos físicos y psicológicos muchas veces son completamente ajenos a la realidad… ¿en verdad afecta tanto a los niños ver cómo Bugs Bunny confunde a Elmer con el Pato Lucas lo suficiente como para dispararle a este un escopetazo a la cabeza?, sobre todo si la consecuencia no es que los sesos patunos se desparramen por el bosque, sino que tan solo quede un pico suelto girando alrededor de la cabeza de Lucas por unos cuantos segundos. ¿Es posible que los niños no distingan entre esta violencia caricaturesca y la nada risible violencia real? ¿En verdad existe la posibilidad de que el niño imite a Las Tortugas Ninja y se lastime, o lesione a otros niños al entrenar con sus «armas», (palos-chacos o, peor todavía, cuchillos de cocina-katanas?
No creo haber pensado alguna vez que yo era Superman. Pero había gente que sí lo pensaba, y tal vez les creí un poco.
—Eminem
Quizás sea momento de hacer un paréntesis –o, si se prefiere, un corte informativo–, ya que hablamos de la distinción entre realidad de los dibujos animados y realidad fuera de la televisión, para traer a colación esa especie de leyendas urbanas que desde mediados del siglo pasado son contadas por madres y abuelas a los niños: terroríficos relatos en los que un niño, afectado por las caricaturas de superhéroes como Alonso Quijano por las novelas de caballeros andantes, se amarra un mantel o una toalla alrededor del cuello y se lanza desde la ventana creyendo que volará como Supermán (en cualquiera de sus versiones animadas, trátese de los cortos producidos en los años cuarenta por los Estudios Fleisher, pasando por Los Superamigos y su odiosa –al menos para mí– mascota espacial Gleek, hasta la más reciente Liga de la Justicia).
Quien dude de la veracidad de estas historias y crea que se trata únicamente de cuentos para alejar –sin éxito alguno– a los niños del televisor, no tiene más que echar un vistazo a noticias y artículos como el publicado en 2007 por médicos ingleses para reportar cinco casos clínicos de lesiones en niños relacionadas con superhéroes.2 En el primer caso, un niño de 6 años, disfrazado de Spider-Man, se fracturó varios huesos al caer por una ventana desde el primer piso de un edificio. Por lo visto, sus padres no consideraron que Spider-Man o cualquier otro personaje de ficción hubiera influido demasiado en el accidente, dado que, al ser dado de alta, caminó hacia la salida del hospital mientras disfrutaba de un videojuego de James Bond (fracturas en los dedos de las manos, al parecer, no sufrió).
En los casos restantes examinados por los médicos, los pacientes fracturados, con edades de entre 3 y 8 años, fueron niños que también intentaron imitar, tres de ellos, a Spider-Man (quien, al parecer, era el superhéroe de moda, muy probablemente por la tercera película dirigida por Sam Raimi y estrenada ese año), y el cuarto al villano favorito de madres y abuelas cuando de lesiones infantiles por aterrizajes mal planeados se trata: Superman.
Como suponemos que los niños ingleses no son muy distintos a los de otros países en su afición a los superhéroes, es posible que sean útiles las recomendaciones de los autores del superartículo citado: Estimados padres que nos leen, al regalarle un disfraz de un superhéroe o de algún otro personaje de ficción a sus hijos, no está de más advertirles que el traje NO otorga superpoderes (ni que fuera el anillo de Linterna Verde o la armadura de Iron Man) ni ninguna habilidad especial. Además, en palabras de estos médicos: «Padres cuyos hijos se disfrazan como Bob el Constructor, deben entender que es altamente probable que martillos y serruchos sean usados para jugar. Padres de aficionados a Spider-Man, deben asegurarse de que las ventanas estén correctamente cerradas y con seguros». Una observación final, algo –o bastante, dirían las feministas– sexista, es que, como no abundan las superheroínas en las caricaturas, es menos probable que las niñas se lastimen al imitar a personajes con otro tipo de poderes y destrezas, como Dora la Exploradora o Mi Pequeño Pony.
DOT: ¿No es un poco excesivo el uso de yunques que caen?
YAKKO: Sí.
DOT: Ok.
Animaniacs
Imitar el comportamiento de los personajes de los dibujos animados es, entonces y como todo padre –y, como hemos mostrado, uno que otro médico– sabe, bastante común. Todos los estudios que se han acumulado año tras año, y década tras década, sobre los efectos que tienen las caricaturas y otros programas televisivos en las actitudes, las creencias y los comportamientos de niños y adultos señalan que estar expuestos a actos violentos, comportamiento agresivo y otro contenido antisocial incrementa el riesgo de sentirse o de actuar violenta, agresiva o antisocialmente. En el caso de los niños, son tres las principales y más aceptadas teorías que explican cómo influyen las caricaturas en su conducta, y es de la mano de Los Simpson como podemos ejemplificarlas.
En el capítulo «Tomy, Daly y Marge», la bebé Maggie golpea a Homero Simpson con un mazo y lo deja inconsciente en el sótano de la casa, una parodia de la famosa escena de la regadera de la película Psicosis. En la escena siguiente, Homero está recostado en la sala y su cabeza es vendada por Marge, quien se pregunta de dónde sacaría Maggie la idea de golpear a su padre con el mazo. En ese momento en la televisión comienza un episodio de Tomy y Daly en el que el gato y el ratón se golpean mutuamente con un mazo, tras lo cual Daly apuñala con un cuchillo de cocina a Tomy. Maggie levanta un lápiz del piso, lo toma como si fuera un cuchillo y se dirige hacia Homero mientras se escucha el tema musical de Psicosis. Marge concluye, correctamente, que el comportamiento de Maggie se debe a la violencia que ha visto en las caricaturas, por lo que, como primera medida, prohíbe a sus hijos verlas (¡qué radical!).
Al igual que Marge, psicólogos, sociólogos y estudiosos de los medios masivos de comunicación han propuesto, desde la década de 1970, lo que se conoce como teoría del aprendizaje social, según la cual las creencias y actitudes de una persona están basadas: 1) directamente, en sus experiencias de primera mano con otras personas que creen y se comportan de cierta forma; y, lo que es de principal interés para nosotros al hablar de caricaturas y televisión, 2) indirectamente, en lo que observan que otros –y este «otros» incluye a personajes de todo tipo, sean humanos o no humanos– dicen o hacen en los medios masivos de comunicación.
La teoría del aprendizaje social predice que personas de cualquier edad, y niños en particular, aprenderán, al ver caricaturas con contenido violento, las circunstancias, razones y posibles consecuencias de actuar violenta o agresivamente. Dependiendo de las consecuencias que tenga el comportamiento del personaje que el niño observa, aumentará la probabilidad de que este lo imite.3
Así, en el caricaturesco –por algo exagerado, dado que en la realidad es lo que esperaríamos en niños con unos cuantos años más de edad– caso de Maggie, ella aprende que es «normal» golpear con un mazo en la cabeza a alguien, a la manera de Itchy y Scratchy, sin causar daño alguno.
También desde los setenta tenemos la teoría del cultivo, del comunicólogo George Gerbner, que establece que las personas, a partir de la mezcla de la realidad que viven y de la ficción que observan en la televisión y otros medios, desarrollan creencias, actitudes y expectativas sobre lo que es «en la realidad» el mundo, y aplican todo lo asimilado a la hora de decidir cómo comportarse en el mundo real. De acuerdo con la teoría del cultivo, en los niños el efecto acumulado de ver caricaturas en las que la violencia está casi siempre presente en altas dosis los lleva a creer o refuerza su creencia de que la violencia está también casi siempre presente en el mundo real, y que hay numerosas justificaciones para comportarse violentamente. Incluso los superhéroes, quienes son los «buenos» del programa, se comportan violentamente para enseñarle al supervillano que no debe comportarse violentamente, con lo que hay una justificación moral de su conducta. ¡Hasta las chicas superpoderosas, o Perry el ornitorrinco, no dudan cuando tienen la oportunidad de golpear primero a Mojojojo o a Doofenshmirtz y preguntar después!
Una década más joven que las anteriores, la teoría del efecto de primacía en los medios, mejor conocida en la psicología cognitiva4 como teoría del priming, señala que las personas, al exponerse a lo que es transmitido por los medios de comunicación, generan ideas que en ese momento ocupan el primer plano de sus pensamientos y de su memoria. Por un corto período, estas ideas permanecen activas y son fácilmente accesibles, y traen otros pensamientos y memorias al primer plano de nuestra mente, lo que significa que durante ese tiempo los mensajes que nos transmiten los medios dominan nuestros procesos mentales, de ahí el nombre de la teoría.
Si de violencia en las caricaturas hablamos, la teoría del efecto de primacía implica que la exposición a la violencia en los dibujos animados lleva a los niños a pensar en violencia y agresión, a reflexionar en qué tanto se parecen a los personajes que están viendo, a considerar si desean o no comportarse como ellos –en función de los resultados de su comportamiento en la caricatura– y, en último término, a actuar de la misma manera. Es así como Maggie, al ver que Tomy y Daly se «divierten» golpeándose con un mazo, decide tomar uno y golpear en la cabeza a Homero.5
Teorías aparte, una gran mayoría (88%) de los estudios sobre los efectos que los medios masivos tienen sobre su audiencia, realizados durante las pasadas décadas, han mostrado que la exposición a los mensajes transmitidos, en particular a los de medios electrónicos visuales, produce cambios en las creencias, actitudes o comportamientos de las personas. No obstante, los mismos estudios señalan que esos efectos son secundarios si se les compara con los debidos a fuentes de mayor influencia, como la familia, los amigos, los conocidos y las experiencias. Sin embargo, no siempre ocurre así, como veremos en el capítulo sobre caricaturas y alcohol.
De regreso con el Efecto Tomy y Daly, tratándose de Marge la solución no podría consistir en simplemente apagar la televisión –lo que sería un paliativo sumamente provisional, puesto que Lisa y Bart siguen viendo su caricatura favorita en los televisores de sus amigos–, por lo que, libreta en mano, decide clasificar la violencia que aparece en Tomy y Daly y escribir la breve carta que reproducimos íntegramente en el epígrafe de este capítulo. Marge, como tendremos oportunidad de comprobar, no es la primera que intenta enlistar los diferentes tipos de violencia caricaturesca.
FREEZER: ¡Yo soy el más fuerte del universo, soy el emperador, soy el gran Freezer! Por eso tú... por eso tú, maldito insecto… ¡Tienes que morir en mis manos a como dé lugar! Yo te mataré... ¡Te mataré, cueste lo que me cueste!
Dragon Ball Z
Los estudiosos del tema por lo general dividen la violencia de las caricaturas en dos tipos: feliz (lo que parece una ironía) o humorística y realista. La violencia feliz es aquella en la que las víctimas o sus perpetradores sufren o hacen uso de ella sin que se lesione seriamente o se muera nadie, como sí ocurriría en el mundo real, y se espera que el televidente se ría con ella, como en Tomy y Daly y en El Coyote y el Correcaminos. Por otro lado, la violencia realista que exhiben algunas caricaturas se emplea de manera seria en el contexto de la historia, y no se busca que el televidente se ría al verla. El ejemplo típico son las caricaturas de superhéroes.
A pesar de lo que más de un padre lector podría creer al llegar a este párrafo, lo cierto es que desde los años sesenta, cuando las caricaturas pasaron a formar parte de la oferta principal de la programación infantil, las cadenas televisivas y las compañías de animación comenzaron a censurar algunas de las escenas violentas, e incluso a enlatar algunos de los episodios más controversiales –varios de ellos, como veremos en otros capítulos de este libro, por variopintas razones, con la inclusión, entre las más coloridas, de aquellas con tonos racistas–. Disney, por ejemplo, lleva décadas sin transmitir el corto Dumb Bell in the Yukon (1946), en el que el Pato Donald arrebata un osezno a una osa con la intención de matarlo para hacer un abrigo de piel; entre los métodos pensados por Donald para matar al osito están cortarle la cabeza con un hacha, hacer que inhale cloroformo y ahorcarlo con una cuerda.
En los años cuarenta, caricaturas como la anterior se consideraban adecuadas para que las vieran los niños, en cine o televisión, sin problema ni reclamo alguno de sociedades protectoras de animales, partidos y organizaciones ecologistas, psicólogos o padres de familia ultrasensibles. Y quien crea que Dumb Bell in the Yukon es tan solo una excepción, no tiene más que ver unos cuantos capítulos –los que quiera, no importa cuáles– de Herman y Gatón, quienes son en rigor –mucho más que Tom y Jerry– el gato y el ratón que más inspiraron la parodia de Tomy y Daly. En una pequeña muestra al azar de estas caricaturas de las décadas de 1940 y 1950, como la que sigue, el lector podría ver episodios de violencia humorística en los que
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1) |
Gatón es amarrado en un rincón con luces navideñas, con una enorme esfera en la boca que evita que hable, mientras que Herman le enchufa la cola al tomacorriente para encender las luces. |
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2) |
Herman arroja a un pozo a Gatón, lo golpea con un mazo en la cabeza, le arroja un cartucho de dinamita que, al explotar, hace que las piedras del pozo se reacomoden como una tumba de la que salen como fantasmas las nueve vidas del gato muerto. |
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3) |
Herman golpea a Gatón con una bola de demolición, que lo arroja al vagón refrigerado de un tren, del que sale congelado y entra a un vagón de equipo agrícola en el que es cortado en cubitos. Después, Gatón es atropellado por otro tren y luego es disparado por un cañón hasta el Polo Norte, donde se le ve temblando y a unos segundos de sufrir hipotermia. |
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4) |
En un circo Herman introduce agua a presión en el cuerpo de Gatón hasta inflarlo como un globo y arrojarlo hacia la tabla que sirve para el acto de arrojar cuchillos, donde es perforado por decenas de estos. Herman clava un enorme alfiler en la cola de Gatón, quien salta de dolor, solo para ser atrapado por Herman en el trapecio y arrojado de cabeza a un trampolín, desde donde cae en una mezcla de cemento que lo inmoviliza hasta el cuello. |
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5) |
Herman arroja cerámica a la cabeza de Gatón y luego lo mete en un horno, desde el que se escucha a Gatón retorcerse de dolor hasta que sale convertido en una estatua. |
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6) |
Herman dispara con una escopeta a la cabeza de Gatón, luego hace que este introduzca la cabeza entre los rodillos de una máquina para lustrar calzado y la activa, tras lo cual amarra la cola de Herman en una máquina de toques eléctricos, prende un cerillo en la cabeza del gato y lo deja encendido junto con toda la carterita de cerillos en su boca, que se enciende y quema toda la cabeza de Herman, quien al querer escapar es electrocutado y aplastado por la máquina de toques. El episodio termina con Herman y sus sobrinos disparando a Gatón, quien aparece aplastado y con la cabeza chamuscada sobre una banda sinfín de tiro al blanco. |
Caricaturas tan violentas como Herman y Gatón, curiosamente, se transmitían al lado de las protagonizadas por Gasparín, El Fantasmita Amigable. Eran producidas por la compañía Harvey Studios, cuyos guionistas al parecer en verdad disfrutaban del maridaje de violencia y humor, dado que crearon Baby Huey, otra de sus caricaturas más famosas, en las que el protagonista es el King Kong de los gansos: un bebé de tamaño y fuerza descomunales al que un lobo intenta comerse. Pero toda semejanza con animaciones del tipo cazador-presa, como El Coyote y El Correcaminos o Silvestre y Piolín, termina (por fortuna) ahí, ya que al Coyote nunca le ocurrió que El Correcaminos tapara con sus dedos los caños de una escopeta, ocasionando que explotara y que hiciera decenas de hoyos en un Coyote aplastado que, a partir de ese momento, serviría como cinta perforada para una pianola, o que Piolín agarrara a Silvestre por el cuello, lo montara, lo lazara y lo marcara con un hierro candente, para que después, saltando de dolor, el pobre gato cayera en un bebedero de agua, humillado por las risas de otros personajes, mientras que, al sacar su trasero del agua, se leyera «The End». Y finalmente, en una escena digna de Game of Thrones, unas hadas musculosas golpean al papá de Baby Huey hasta romperle y sacarle todos los dientes,6 que termina recogiendo la famosa Hada de los Dientes. No es Quentin Tarantino dirigiendo a los Looney Tunes, sino la televisión del siglo pasado, con la que crecimos quienes vimos repeticiones de Gasparín, y sus no tan amistosos amigos hasta más allá de los setenta.
En contraste con esta violencia humorística, con el paso de los años las caricaturas de superhéroes han estado mucho más reglamentadas en relación con el tipo de violencia que se puede ver en ellas. En los años noventa, por ejemplo, en la serie animada de Spider-Man (Spider-Man, The Animated Series) y a diferencia de la bizarra –y, a veces, algo tétrica– versión de la etapa 1967-1970 (la misma que, además de pesadillas psicodélicas, nos legó la más popular canción de este superhéroe), los guionistas tenían prohibido que Spider-Man golpeara con sus puños a sus superenemigos, que alguien fuera arrojado a través de un vidrio, que se pusiera en peligro a un niño, que se dispararan armas con balas (en vez de ello, las pistolas disparaban una especie de rayo láser) o, incluso, que se escucharan palabras como matar o asesinar. El caso de Dragon Ball es bastante criticado porque, tratándola de la manera más simplista posible –que es la que, al parecer, más de un crítico y un estudioso prefiere–, básicamente se trata de peleas en las que Gokú, su protagonista, busca ser el guerrero más poderoso del universo; sin embargo, más allá de la violencia realista,7 de esta y otras series similares hay varias y muy diversas razones para analizarlas en detalle, como diría León-O, el Señor de los Thundercats, más allá de lo evidente.
En 2002, Barbara Wilson, quien fue parte del Estudio Nacional de Violencia en Televisión de Estados Unidos,8 utilizó datos de este para identificar ocho factores determinantes en el impacto de la violencia tanto en niños como en adultos televidentes:
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1) |
La naturaleza del perpetrador. De acuerdo con la ya expuesta teoría del aprendizaje social, un perpetrador atractivo puede ser visto como ejemplo que se debe seguir, con lo que se incrementa la probabilidad de que lo imiten. |
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2) |
La razón de la violencia es importante. Los actos que parecen ser justificados o moralmente defendibles aumentan el riesgo de que el televidente los imite; la violencia injustificada y perpetrada contra víctimas inocentes puede incrementar el temor ante ella. |
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3) |
La presencia de armas, como pistolas y navajas, puede aumentar, de acuerdo con la teoría del priming, la respuesta agresiva en los televidentes. |
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4) |
La violencia gráfica produce desensibilización y aumenta el temor ante ella. |
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5) |
La violencia realista puede favorecer el aprendizaje de comportamientos agresivos. |
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6) |
La violencia que es recompensada o que queda impune incrementa el riesgo de ser aprendida e imitada. |
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7) |
La exhibición de daño y sufrimiento físico y psicológico en una víctima de violencia puede disminuir o inhibir su aprendizaje. |
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8) |
La violencia humorística puede contribuir a la insensibilización de los televidentes respecto a ella. |
Armados con estos factores, Wilson y sus colaboradores analizaron su presencia en cinco subgéneros de programación infantil: comedia tipo slapstick (como ejemplos tenemos Animaniacs, Bugs Bunny y Tom y Jerry), superhéroes (Spider-Man, El Capitán Planeta y los Planetoides), misterio/ aventura (Scooby Doo, Timón y Pumba), relaciones sociales (Los Picapiedra, Rugrats) y programas de revista para niños (Barney, Las pistas de Blue). En total, los investigadores vieron una muestra al azar de 3 235 programas transmitidos entre las 6 a.m. y las 11 p.m., en 23 canales, de octubre de 1995 a junio de 1996. Siendo este el estudio más exhaustivo a la fecha, vale la pena reproducir algunas de las estadísticas obtenidas: 69% de los programas infantiles contenía violencia, el número de actos violentos por hora fue de 14, casi tres veces la cifra correspondiente a programas para adultos.
En relación con los ocho factores considerados por Wilson y su equipo, más de un tercio de los agresores en programas infantiles tenían características que los hacían atractivos como ejemplos a seguir; solo un tercio de ellos eran humanos, en tanto que la mitad se trataba de criaturas antropomorfizadas –como animales o cosas inanimadas–. La mayoría de los agresores eran de género masculino.
Las razones para la violencia fueron: ganar algo con ella (36% de los casos), el enojo de los agresores (28%) y proteger la vida de alguien (21%). Casi un tercio de los actos violentos aparecieron como justificados o moralmente correctos; en casi la mitad la violencia fue cometida por medios naturales, lo que en palabras llanas significa que el agresor se valió de su propio cuerpo para agredir, o, si se quiere ver de otro modo, alrededor de la mitad de los casos de violencia involucraron algún tipo de arma, si bien en menos de 10% se trató de armas de fuego.
En la mitad de los incidentes violentos hubo violencia letal y en más de la mitad la violencia tuvo como blanco repetidas veces al mismo personaje (¿quién no recuerda la risa del Pájaro Loco cuando se empecinaba en sacar de quicio a alguien?). Solo 1% de las escenas violentas mostraron algo de sangre, comparado con 21% de las escenas violentas en programas para adultos.
Más de un tercio de los actos violentos tuvieron una recompensa inmediata y 80% de ellos no tuvieron castigo de ningún tipo, ni siquiera el remordimiento de los agresores. Un 36% de los personajes «malos» nunca recibió su merecido, y 68% de los personajes «buenos» no perdió el sueño, ni fue amonestado, ni soportó críticas de ningún tipo luego de cometer actos violentos.
En cerca de dos tercios de los incidentes violentos la víctima no mostró daño físico alguno. Menos de 5% de los programas infantiles exhibieron alguna consecuencia negativa de la violencia. La mayoría de los programas infantiles (87%) incluyó eventos que jamás podrían ocurrir en la vida real, y casi la totalidad (93%) fueron caricaturas.
De los subgéneros analizados, en todas las comedias tipo slapstick hubo violencia, al igual que en casi todas (97%) las caricaturas de superhéroes y en la mayoría (89%) de las que contenían historias de aventura/misterio. Poco menos de la mitad (48%) de las caricaturas de relaciones sociales contuvo violencia y menos de 20% de las de revista infantil. La violencia estuvo presente en casi un tercio del tiempo de las caricaturas de comedia slapstick y en 25% del tiempo en las caricaturas de superhéroes, pero en este último caso, casi un tercio de los actos violentos fueron realizados para proteger la vida de algún personaje, mientras que en las comedias solo 12% tuvieron esta justificación.
Una de las conclusiones de los autores de este estudio es que la violencia dirigida a televidentes menores de 13 años está presentada de forma atractiva, trivial, higiénica y, en palabras de Barbara Wilson y colaboradores, con glamour. Para estos investigadores, «en cerca de 80% de los incidentes se subestima el daño que podría ocurrir en el mundo real si esa violencia fuera perpetrada», lo que representa especialmente un riesgo en niños menores de 7 años, quienes, de acuerdo con diversos estudios, tienen dificultad para distinguir la realidad de la fantasía televisiva.
Hasta esta línea ni una sola vez hemos leído qué es lo que opinan los principales destinatarios de las caricaturas. Un estudio de 1999 de Yvette Middleton y Sandra Varterpool, en el que participaron niños de tercer año de primaria y sus padres, señala que la mayoría de estos niños veía caricaturas antes y después de la escuela y mientras hacían su tarea. En tanto que casi todos veían las caricaturas con un hermano o un amigo, únicamente 4% las veían con sus padres. Alrededor de 40% de estos niños dijeron que disfrutaban viendo a sus personajes (Gokú, entre ellos) pelear y 30% aseguró que disfrutaba viendo actos de violencia; es más, ninguno de estos niños se quejó de que hubiera violencia en las caricaturas.
Cuando tocó el turno de responder a los padres, poco más de un tercio dijo que veía con sus hijos las caricaturas, lo que contradice fuertemente lo que dijeron los niños. Casi tres de cada cuatro padres indicaron que no les parecía que las caricaturas fueran demasiado violentas para niños pequeños, pero al término del estudio la mayoría de ellos admitió que no tenían mucho tiempo para monitorear lo que veían sus hijos y que, en lugar de ellos, eran los hermanos mayores quienes controlaban lo que los más pequeños veían (traducción: «mientras tenga el control remoto y sea el mayor, YO decido si vemos Los Vengadores o Pokémon XY»). Aunque se trató de una muestra muy pequeña y local, posiblemente los resultados no sean muy distintos si se hacen las mismas preguntas a un número considerablemente mayor de niños –y de adultos– hoy mismo.
¿Qué opciones de programación infantil tiene un padre que quiere alejar a sus hijos de la violencia –humorística o realista– de las caricaturas? Una opción sería imitar a Marge y escribir una carta a las cadenas televisivas o a los estudios de animación y manifestarse frente a sus puertas –o, ahora, mediante las redes sociales–, aunque tal vez los resultados no sean tan rápidos ni contundentes. Otra es la ofrecida por Wilson y sus colegas: elegir programas del subgénero de revista infantil, aunque es una lástima que la mayoría de ellos no sean caricaturas –o, por lo menos, no completamente–, sino series como Barnie y Plaza Sésamo.
¿Hay alguna otra opción que no sea prohibir a los niños ver caricaturas? Según numerosos estudios, algunos de ellos incluidos en este libro en el siguiente capítulo, la respuesta, para tranquilidad de quienes somos fanáticos de la animación, es un rotundo sí, e involucra necesariamente –y de nuevo para gozo de quienes disfrutamos de este género– el no dejar solos a los niños frente al televisor, sino acompañarlos mientras se aventuran por los mundos dibujados durante más de un siglo por miles de animadores en todo el mundo.
Es momento de dejar por la paz la violencia en las caricaturas, cambiar de página y ver algo más de lo mucho que los científicos han hallado en ellas, empezando por lo positivo…
TIERNOSITO: Los Ositos Cariñositos no pueden ignorar ninguna petición de ayuda, sin importar de dónde provenga.
Los Cariñositos
Tanto en el medio académico como en las pláticas cotidianas en las que se toca el tema de los dibujos animados, la atención se pone en mayor medida, con evidencias bastante sólidas, en la relación entre caricaturas y violencia, como hemos visto en el capítulo anterior. No obstante, en el extremo opuesto de este «lado oscuro» de la animación, también tenemos que un alto porcentaje de los personajes de las caricaturas protagonizan lo que los sociólogos identifican como contenido prosocial, que en este caso se refiere a actos positivos de amistad, colaboración, solidaridad y amor entre los seres que pueblan el mundo de las fantasías animadas de ayer y hoy.
Los estudios al respecto señalan no solo que la mayoría de las caricaturas tienen contenido prosocial9 sino que este se ha incrementado de manera notable con el paso de las décadas; en este sentido, los casos más comunes son la ayuda que algún personaje brinda a otro en casos de necesidad y la muestra de un genuino interés por su bienestar físico o emocional.10 La segunda buena noticia es que si, como hemos visto, con base en las teorías del aprendizaje social, del priming y del cultivo esperamos que los niños aprendan e imiten los omnipresentes actos de violencia en las caricaturas, de igual manera es posible predecir que la exposición continua y repetida11 durante varios años a numerosas escenas con mensajes positivos en estos programas tenga un efecto notable tanto en el pensamiento como en el comportamiento de los niños. Y esto es, en efecto, lo que los estudios han demostrado: que caricaturas con contenido prosocial incrementan el altruismo y reducen tanto la agresividad verbal como las conductas destructivas de los niños y adolescentes que las ven, en contraste con el comportamiento individualista sin cambios de aquellos que no fueron expuestos a una programación similar.12
A pesar de que los trabajos sobre contenido prosocial en los dibujos animados no abundan, comparados con los numerosos análisis sobre violencia, investigadores como los sociólogos Hugh Klein y Kenneth S. Shiffman han llevado a cabo una gran diversidad de estudios acerca de este y otros temas presentes en los dibujos animados, por lo que estos autores nos acompañarán en más de un capítulo de este libro.
Klein y Shiffman analizaron una muestra al azar de caricaturas producidas entre 1930 y mediados de los años noventa en los principales estudios de animación, y las dividió en subgrupos correspondientes a cada una de las décadas comprendidas en este período, de manera que fueran igualmente representativas de cada década estudiada (con el objetivo, en otras palabras, de poder afirmar, por ejemplo, que las caricaturas de los cuarenta tenían más o menos contenido prosocial que las de los años ochenta), lo que en estadística se conoce como muestreo estratificado. El año 1930 fue elegido porque, entre otras razones, para ese entonces las caricaturas mudas habían desaparecido por completo y varias caricaturas de esa época aún pueden verse en televisión o en internet.
Los voluntarios que, lápiz y papel –y, ¿por qué no?, palomitas y botanas diversas– en mano, identificaron los diferentes tipos de mensajes con contenido prosocial, debieron someterse antes a un intenso entrenamiento para asegurarse de que identificarían estos comportamientos con la mayor objetividad posible, comenzando por definir claramente una conducta prosocial en una caricatura como «todo lo que un personaje hace o intenta hacer en beneficio de otro, o todo lo que un personaje dice directamente a otro en beneficio de este último». De esta manera, si, por ejemplo, Super Sónico le entrega un pastel con velitas a su perro Astro, su conducta es etiquetada como prosocial cuando vemos que el padre de familia de Los Supersónicos en verdad intentaba hacer sentir bien a la mascota de la familia al desearle «¡Feliz cumpleaños!». Pero, si es el Pájaro Loco quien regala a Pablo Morsa un pastel con explosivos pintados como velas, esta conducta no es calificada como acto prosocial, dado que la principal intención del pájaro de la risa histérica es jugarle una broma al pobre de Pablo. En conclusión, en el universo de la animación los pasteles de cumpleaños y otros obsequios deben manejarse con extrema precaución, dependiendo del personaje que los ofrezca.
Una última consideración importante en el trabajo de Klein y Shiffman fue que solo fueron registrados los actos prosociales realizados por los personajes principales de cada caricatura examinada. Para que alguien pudiera ser considerado como personaje principal, en algunos casos, por supuesto, bastaba con que su nombre apareciera en el título de la caricatura, pero en muchos otros casos era necesario que el personaje apareciera en escena por lo menos en 20% del tiempo total de la animación, o que dijera, en promedio, dos oraciones o frases por minuto, o que, aunque no apareciera tanto ni dijera mucho, tuviera una presencia visual o verbal acumulada que permitiera considerarlo como principal, es decir, un promedio de tres o más cortes de cámara en los que apareciera y pronunciara una oración o frase por minuto. Según estos sociólogos, a pesar de lo aparentemente complicado de estas reglas, todos los voluntarios determinaron de manera sencilla y obvia qué personaje era principal en las caricaturas. Tal como seguramente habría hecho cualquier niño sin necesidad de tan sofisticado entrenamiento.13
Y aquí vienen las buenas noticias para los fanáticos de la animación: en más de la mitad de las caricaturas estudiadas (55.8%) hubo al menos un acto prosocial realizado por un personaje principal. De acuerdo con el estudio, en las décadas de 1930 y 1940, salvo por un ligero aumento en 1935, la tasa de caricaturas con actos prosociales era menor a 40%, pero de ahí en adelante este valor fue incrementándose de manera dramática –el adjetivo es de Klein y Shiffman– década tras década, hasta alcanzar en los noventa casi el doble de su valor en los inicios de la animación.
A principios de los treinta la proporción de personajes principales que se comportaban prosocialmente, por lo menos en alguna ocasión, era menor de 20%. Eran, por lo visto y a pesar de la nostalgia con la que los recuerdan nuestros padres y abuelos, unos auténticos patanes. Esta proporción casi se duplicó al llegar a mediados de los noventa, al final del período analizado.
Cuando estaban presentes en una caricatura, en promedio el número de conductas prosociales de un personaje principal fue de tres, lo que, traducido en términos de una razón de actos sociales por hora, arrojó una cifra de 11.2. O sea que un niño de finales del siglo pasado veía en sus caricaturas, en promedio, 11 actos prosociales cada hora que pasaba frente al televisor, lo que es más o menos la mitad de los actos violentos que, de acuerdo con otros estudios, presenciaba en ese mismo intervalo de tiempo. Aunque en términos estrictamente cuantitativos, todavía hay más conductas negativas que positivas en las caricaturas, ya hemos visto que con el paso del tiempo las características de la violencia animada también han cambiado, en general, para bien.
La más recurrente de las conductas prosociales exhibidas –más de un tercio de ellas– fue la asistencia física de un personaje a otro, categoría que incluye acciones como rescatar a un personaje de alguna situación potencialmente dañina, ayudarlo a alcanzar o a cargar algo que no puede hacer por sí solo, abrir una puerta y otros actos de cortesía dignos del Manual de Carreño o, como mínimo, del de Gaby Vargas. Un 14% de los actos prosociales consistieron en demostraciones de empatía, simpatía o de preocupación por el bienestar físico de algún personaje; elogiar o felicitar a un personaje por su aspecto o por alguna tarea realizada por este representó otro 14%, y con 13% tenemos las demostraciones de tipo romántico, como besos, abrazos, caricias y melosas expresiones tipo «te amo».
¿En verdad Coraje, el Perro Cobarde, se preocupaba por la anciana Muriel porque la quería, o era simplemente porque sin ella habría tenido que soportar por el resto de su perruna vida al grosero de Justo Bolsa? Las razones detrás de los actos prosociales en las caricaturas fueron: 1) la preocupación por el bienestar de un personaje (26%); 2) el interés romántico o la atracción física por un personaje (20%); 3) la bondad inherente –pensemos, por ejemplo, en Los Cariñositos– de un personaje (19%), y 4) la amistad o camaradería con algún personaje.
Con respecto a las características de quienes se comportaron prosocialmente, los personajes femeninos fueron 25% más activos que los masculinos; los jóvenes, 50% más que los adultos y los viejos; los personajes con bajo peso o más delgados que el promedio, casi el doble que aquellos con peso promedio o sobrepeso; los físicamente atractivos, 68% más que otros menos agraciados, y los inteligentes, tres veces más que quienes no lo eran. Todo esto, por supuesto, significa que las caricaturas estudiadas reflejaban estereotipos sociales basados en los rasgos mencionados.
En vista de estos resultados, para Klein y Shiffman es de gran importancia enfatizar que, a pesar de la omnipresente violencia en las caricaturas, la exposición simultánea a sus mensajes positivos –que, gracias a su estudio que abarca siete décadas de animación, sabemos que son igualmente abundantes– debería ayudar a contrarrestar algunos de los efectos adversos generados por el contenido antisocial.
En conclusión, con la ayuda de padres y maestros –y, deseamos, también en alguna medida gracias a este libro es posible orientar a los niños y adolescentes que ven caricaturas para minimizar sus efectos negativos y maximizar todos los posibles beneficios que se derivan del contenido positivo que hay en ellas. Para conseguir este objetivo, Klein y Shiffman proponen además, en este y en todos los otros estudios hechos por ellos y de los que hablaremos en otros capítulos,14 las siguientes recomendaciones a guionistas y productores de caricaturas, por lo que la próxima vez que nos los encontremos en los capítulos restantes tan solo diremos algo parecido a «¿Recuerdan las dos recomendaciones de Klein y Shiffman?». Esperemos que, a pesar de que pueden parecer tan solo buenas intenciones estilo Marge Simpson vs. Tomy y Daly, en verdad cada vez más estudios y escritores relacionados con la animación las tomen en cuenta.
Primera recomendación: Con el fin de evitar en lo posible los estereotipos sociales, crear personajes tanto delgados como gordos, atractivos como feos, inteligentes como tontos y de uno y otro géneros, que lleven a cabo, en este caso en particular, un número similar de actos prosociales.
Segunda recomendación: añadir segmentos intersticiales durante los programas de animación ya existentes. Con «segmentos intersticiales» estos sociólogos aluden a pequeños cortos con duración de 30 segundos a unos tres minutos que se insertan en un episodio de cada caricatura –cada vez que es momento de transmitir un comercial, por ejemplo–. Gracias a su brevedad, estos segmentos serían baratos de producir y podrían añadirse en una gran diversidad de programas.
Prueba de que Klein y Shiffman no se equivocaban es que hoy en día Discovery Kids emplea esta estrategia para proporcionar mensajes educativos sobre distintos temas a los niños pequeños en boca del perro Doki y, como ellos mencionan y más de un lector seguramente recordará, estudios como Hanna-Barbera y Warner Brothers incluyeron segmentos de este tipo al final de numerosas caricaturas. Klein y Shiffman lo ejemplifican con el caso de Los Superamigos, que a mediados de los setenta tenían como portavoces a Los Gemelos (no tan) Fantásticos, Zack y Jayna, para instruir sobre cómo cruzar de un lado a otro de la calle sin morir en el intento y otros consejos relacionados con la seguridad.
(Paréntesis con un comentario sumamente subjetivo y estrictamente personal: es una lástima que a estos cortos bienintencionados y valiosos, por lo menos cuando de Hanna-Barbera se trataba, se les diera un tratamiento excesivamente humorístico, sobre todo porque este tono contrastaba con la seriedad de la caricatura a la que acompañaban. Así, veíamos a Zack y su inútil superpoder de convertirse todo él en agua o hielo –¡gracias, Jóvenes Titanes en Acción, por burlarse de él en su cara!– al lado de la igualmente inútil mascota espacial Gleek, o a los casi tan inútiles de Orco o Snarf, o a algún otro personaje que servía de comic relief, payaseando mientras Superman, He-Man o Leon-O nos daban consejos diversos. Aunque posiblemente la idea de los escritores era quitar un poco de gravedad al asunto, lo que conseguían era diluir la fuerza del mensaje y que más de uno –sí, confieso estar en esa lista– se apenara al ver el corto).
En un extremo del espectro animado tenemos la violencia y en otro a los actos prosociales, pero las más de cincuenta sombras de gris de la programación animada en televisión a color han dado una gran gama de temas sociales en los que hundir el diente, como la obesidad, el uso de alcohol y de tabaco,15 la demonización y los estereotipos de género. Comencemos por…
LINDA BELCHER: ¿Ya estás lo suficientemente borracho para ser algo gracioso?
Bob’s Burgers
Si tu trabajo consiste en ver 1 221 caricaturas y 4 201 personajes que aparecen en ellas, es mejor explotarlo al máximo. Y eso es lo que, al parecer, han hecho los mismos Klein y Shiffman del episodio anterior, quienes, por lo visto, no solo analizaron el contenido prosocial de las series durante las décadas de 1930 a 1990, sino también la prevalencia del contenido relacionado con el consumo de alcohol y los tipos de mensajes que en las caricaturas aparecen sobre la ingestión de bebidas alcohólicas.
Si consideramos que en los Estados Unidos más de un tercio de los adolescentes de 13 a 14 años han ingerido alcohol por lo menos una vez en su vida, que la mitad de quienes lo han hecho han bebido hasta embriagarse y que este porcentaje, posiblemente, es similar en otros países y va aumentando a la par que la edad de los adolescentes, numerosos investigadores especulan que es en los años de la infancia y, por supuesto, la adolescencia, cuando los jóvenes empiezan a experimentar con el consumo de alcohol.
Aunque uno podría culpar al tío beodo, al borracho de El Principito o a los hijos del vecino que se reúnen a tomar en el billar de la esquina, diversos estudios muestran que la influencia de la televisión y otros medios masivos ha tenido en este caso más relevancia en niños y adolescentes que la de familiares, amigos y maestros. El psicólogo Ronald J. Lamarine, por ejemplo, encontró que la mayoría de los estudiantes citaban a la televisión, el cine, la radio, las revistas, los libros y la escuela como sus fuentes iniciales de información sobre el alcohol, y con mucha menor frecuencia a sus familiares y amigos. Otros autores han determinado que los adolescentes que ven grandes dosis de televisión bebían más alcohol que aquellos que no la ven tanto, que los mensajes positivos sobre el consumo de alcohol en películas han motivado a los adolescentes a probarlo y que 83% de los estudios sobre los efectos de los medios han mostrado una asociación entre estos y la ingestión alcohólica. Una de las principales conclusiones ha sido que la televisión es la mayor fuente de información cuando de beber alcohol se trata.
Lo hasta aquí expuesto hace de las caricaturas las primeras en la lista de los presuntos culpables de influir en la actitud de niños y adolescentes respecto a tomarse una o más copas. Por ello Klein y Shiffman enfocaron en este asunto de salud pública sus energías y, por supuesto, las de su grupo de voluntarios, a quienes tuvieron que reentrenar intensivamente para detectar de la manera más objetiva y sistemática el uso de alcohol en las series de animación televisivas.
Nuestros sociólogos de las caricaturas clasificaron las bebidas alcohólicas en las siguientes categorías: 1) cervezas, 2) vinos, 3) aguardientes y 4) genéricos. La tercera categoría incluyó licores y cocteles, mientras que la cuarta fue necesaria para incluir las situaciones en las que no era posible determinar lo que el personaje estaba tomando, pero que era indudablemente alcohol porque, por ejemplo, al personaje le da hipo luego de tomar un trago o la botella está marcada como XXX, como en una de las caricaturas de la Pantera Rosa, en la que esta entra a una casa sin que su dueño se dé cuenta y piensa que está alucinando debido a su problema alcohólico, por lo que llama a un amigo para que busque las numerosas botellas de alcohol escondidas por toda la casa.
En el análisis de Klein y Shiffman, los voluntarios registraron tres tipos de contenido relacionado con el alcohol: 1) uso de alcohol, 2) representaciones de bebidas alcohólicas y 3) referencias a bebidas alcohólicas, a beber o a los efectos de consumir alcohol. Para ser clasificado en la categoría uso de alcohol, el personaje debía estar bebiéndolo, sin importar la cantidad, o intentando beberlo. En la segunda categoría las bebidas alcohólicas aparecían en pantalla, sin que alguien las ingiriera o tratara de hacerlo; en la tercera, los personajes mencionaban algún tipo de bebida alcohólica sin que esta apareciera en pantalla, y entre los efectos se incluían escenas de alguien que no podía creer que hubiera bebido tanto la noche anterior, o de personas con alucinaciones, mareos, hipo y habla entrecortada.
Entre los resultados de este embriagante análisis de contenido, tenemos que el uso de alcohol apareció en solo 3% de las caricaturas, y en estos casos algún personaje bebía dos veces en promedio. La cerveza fue la bebida alcohólica más consumida (35.6%), seguida por el vino (27.8%) y los aguardientes (25.6%).
Las representaciones de bebidas alcohólicas estuvieron presentes en 5.6% de las caricaturas, con un promedio de tres veces por caricatura. Las referencias relacionadas con alcohol y sus efectos estuvieron en 3.4% de las caricaturas, y el promedio fue de dos veces por caricatura.
A pesar de que las cifras anteriores no parecen altas, sobre todo al compararlas con las correspondientes a violencia o a contenido prosocial, tenemos que, de manera general, una de cada 11 caricaturas incluyó alcohol como parte de su trama y este aparecía un promedio de tres veces a lo largo del episodio en cuestión. Durante una hora típica de programación animada, la audiencia infantil estuvo expuesta a dos mensajes relacionados con las bebidas alcohólicas, y en una semana el promedio fue de 22 mensajes, y eso, quizás sea bueno enfatizarlo, tan solo en las caricaturas.
Con el paso de las décadas, las representaciones de bebidas alcohólicas, las referencias a estas en las caricaturas y los personajes que las usan se han vuelto cada vez menos frecuentes, y han decrecido de manera estable desde el inicio del período analizado (1930). No obstante, en los noventa el fenómeno tuvo un notable incremento y la prevalencia del contenido etílico alcanzó su máximo a mediados de esa década, lo que, por supuesto, no fue una buena noticia.
Respecto a los efectos de beber, en casi la mitad de las escenas en las que algún personaje –principal o no– bebía, no exhibía efecto alguno de hacerlo, pero si lo había, el hipo era la consecuencia en tres de cada cuatro ocasiones, seguido de la falta de coordinación (70%) y, muy de lejos, quedar inconsciente (16.7%), ser más sociable (12.5%) y relajarse (4%).16 O sea que, para los niños, el mensaje era claro: si tener hipo es lo peor que puede pasarte cuando tomas alcohol, ¿por qué no hacerlo?
Cuando era posible identificar la etnicidad del personaje que tomaba, se trataba casi siempre de un caucásico. Personajes físicamente atractivos tenían tres veces mayor probabilidad que los no atractivos de estar asociados con la bebida, y los personajes masculinos tenían de igual manera tres veces mayor probabilidad que los femeninos de aparecer en una escena con alcohol. Para los autores de este trabajo, estos hallazgos refuerzan en los niños el mensaje de que las personas «deseables», «culturalmente favorecidas» (en los Estados Unidos, los caucásicos sobre otras minorías raciales) y «buenas» son quienes ingieren alcohol. En sus palabras: «Este es el tipo de mensaje de socialización que es probable que haga que los jóvenes quieran experimentar con alcohol para de esta manera ser ellos también parte de un grupo social deseable de personas». En otras palabras: en las caricaturas estar con quien bebe tiene su glamour.
La razón más común para beber fue simplemente disfrutar el sabor del alcohol, si bien en 40% de los casos los personajes bebían sin razón alguna: no había manera de inferir, por el contexto del episodio, por qué estaban tomando.
En el «lado oscuro» del uso y abuso del alcohol, algunos personajes que bebían eran más violentos, sin atractivo físico y pertenecían al grupo de «los malos», comparados con quienes no bebían. En general, quienes bebían lo hacían en lugares apacibles y bastante placenteros, lo que servía para reforzar la idea de que tomar era bueno y podía ayudar a sentirse relajado.
Un resultado que llama la atención es que en la mayoría de las escenas en las que se hacía referencia al alcohol su inclusión era completamente innecesaria para la trama de la caricatura (lo que en el cine, tratándose de otro tema, no tendríamos problema alguno en clasificar como «desnudo gratuito»). Klein y Shiffman ejemplifican esto con «DJ Jon», un episodio de Garfield en el que Jon se convierte en disc jockey: en los últimos 15 segundos de la caricatura, los personajes salen de la estación de radio y caminan por una calle en la que ninguno de los edificios tiene cartel o nombre alguno, salvo aquel con un anuncio en letras de neón que dice BAR. No hay nada que explique la presencia de este bar en el episodio, ninguna situación cómica, alguna relación con la historia, algo que ver con Garfield, Odie o Jon… solo los escritores y los animadores de esta serie saben la razón para dibujar este local y no una veterinaria, un banco, una escuela o cualquier otra cosa.
Si, de acuerdo con las caricaturas, beber es algo normal, socialmente aceptable y sin ninguna consecuencia grave, los sociólogos concluyen que no debe extrañarnos que los adolescentes decidan experimentar, sin mayor problema ni reflexión alguna, con el consumo de alcohol. Y eso que en las caricaturas analizadas no están incluidas aquellas dirigidas a un público adulto, pero que una buena proporción de niños y adolescentes también ven, como Los Simpson, Padre de Familia, Los Reyes de la Colina y Futurama, en las que beber es presentado de manera humorística. ¿Qué mejor manera de finalizar este capítulo que con un brindis de Stewie Griffin, el más precoz de los dipsómanos animados?: «Por el alcohol, una fuente inagotable de humor y de absurdo. Peter y Brian casi siempre están en su mejor momento cuando están ebrios». ¡Salud!
SHAGGY: Hagamos lo que mejor sabemos hacer, Scooby: ¡Comer!
Scooby Doo
Llegado a este párrafo, seguramente el lector ha hecho de Klein y Shiffman sus sociólogos de cabecera cuando de caricaturas se trata (prometemos que este será el último capítulo en que los mencionemos). No contentos con sus hallazgos sobre actos prosociales en su megamuestra de más de setenta años de caricaturas, siguieron excavando y encontraron todo lo que ya hemos citado sobre el uso y abuso del alcohol… Pero ¿por qué parar ahí, si podemos (pueden) aprovechar para analizar todo lo que las caricaturas tienen que decirnos acerca de cómo piensan, actúan y son vistos por sus congéneres animados los personajes de bajo peso, sobrepeso y de peso «normal» (al menos lo que sería considerado como «normal» en cada caricatura)?
Con la misma metodología descrita en los dos capítulos anteriores, Klein y Shiffman (es decir, sus voluntarios debida e intensamente entrenados) determinaron que la inmensa mayoría de los personajes de caricatura (9 de cada 10) no son representados como gordos ni flacos, sino que tienen un peso «normal», «promedio»; para el resto de ellos, es dos veces más probable que tengan sobrepeso que bajo peso. En las caricaturas analizadas –que, recordemos, son representativas de prácticamente toda la historia de la animación hasta finales del siglo pasado– hay el doble de probabilidades de que los personajes –sean principales o secundarios– tengan sobrepeso con respecto a que estén por debajo del que sería, en cada caso, su peso normal, y hay igualmente el doble de probabilidades de que en una caricatura aparezca un personaje con sobrepeso que uno con bajo peso.
Desde 1930 y a medida que transcurren las décadas, la tendencia de incluir personajes con sobrepeso es poco a poco menor, en tanto que aumenta la probabilidad de incluir al menos un personaje con bajo peso.
Un personaje femenino era cuatro veces más probable que tuviera bajo peso que si se tratara de un personaje masculino, y si este era el caso, tenía el doble de probabilidad de sufrir sobrepeso comparado con uno femenino. Los personajes jóvenes fueron los menos aquejados por sobrepeso, al compararlos con personajes adultos o ancianos. Personajes más altos que el promedio quintuplicaban la probabilidad de ser delgados con respecto a sus contrapartes de estatura promedio o menor. La probabilidad de que personajes con sobrepeso fueran físicamente atractivos era mucho menor que en el caso de los personajes flacos (perdón por la incorrección política) o de peso normal, además de que los personajes gordos (perdón de nuevo) tenían el doble de probabilidad de ser menos inteligentes.
Para sorpresa de los sociólogos autores de este trabajo, por un lado los personajes gordos, comparados con el resto del elenco de la caricatura, tenían el doble de probabilidades de protagonizar escenas en las que hacían ejercicio. Por otro lado, las caricaturas muestran una mayor proporción de personajes con bajo peso que con sobrepeso o peso normal, y además, estos personajes tenían una mayor probabilidad de ser mostrados mientras comían algo, si bien fueron los personajes con sobrepeso los más inclinados a consumir comida chatarra. Es un misterio, entonces, que, con excepciones como Garfield, sean los personajes flacos o de peso normal –como Shaggy y Scooby– quienes coman más y se ejerciten menos en la pantalla. ¿Cómo explicar, pues, que no engorden?17
Si un personaje realizaba un acto prosocial, lo más probable es que fuera flaco, en tanto que si se trataba de un comportamiento antisocial la mayor probabilidad de cometerlo correspondía a un personaje gordo; fueron también los gordos los más violentos, con un 50% más de agresiones, tanto físicas como verbales, que los flacos. En función de esto, no nos sorprende que fueran los personajes con sobrepeso los que menor probabilidad tuvieron de ser clasificados como «buenos».
Con base en estos resultados, Klein y Shiffman concluyen que el mensaje transmitido por las caricaturas es, en síntesis, que ser flaco es algo bueno, dado que está asociado con varias características apreciadas socialmente; mientras que, por la razón contraria, ser gordo es malo. En vista de ello, sería conveniente que los estudios de animación, a la hora de crear personajes gordos, pensaran también en dotar a una mayor proporción de ellos con rasgos positivos que los hicieran tan inteligentes, amables y atractivos como el resto de los personajes. En este sentido, un hallazgo sobresaliente de estos sociólogos es que, cuando un personaje está saboreando comida nutritiva, la probabilidad de que sea flaco, gordo o de peso promedio es la misma para todos. Y no es necesario que se trate de Popeye (como, de hecho, ya lo ha hecho sobre este y otros temas, ¿lo recuerda el lector que ya peina canas?: «Este consejo te doy, porque Popeye el marino soy») para que protagonice algún corto intersticial sobre sana nutrición.
A estos investigadores les parece especialmente interesante y contradictorio el hecho de que desde 1970 el número de personajes principales con sobrepeso disminuyó más de la mitad con respecto a las décadas anteriores, coincidiendo con un aumento, a partir de 1980, en el que la presencia de personajes con bajo peso aumentó de manera considerable. Esto contrasta fuertemente con las tendencias estadísticas en los Estados Unidos, cuya población (al igual que la mexicana, donde el problema es aún mayor) quisiera haberse comportado como su equivalente animada,18 mas no fue así: desde 1970 y hasta 2014 la tasa de obesidad en niños de 2 a 5 años de edad se ha duplicado y en niños de 6 a 11 años se ha más que triplicado.
Así que, mientras que el número de niños con sobrepeso u obesidad va en aumento, cada vez hay más personajes flacos en las caricaturas vistas por esos mismos niños, por lo que el mundo de la animación, cuando de peso se trata, diverge cada vez más del real. Lo que sí ha acompañado a este rápido incremento en la prevalencia de la obesidad es el igualmente rápido crecimiento de la industria alimenticia y del mercado de comida dirigida a los niños: a más niños obesos, más felicidad para Ronald McDonald, el Tigre Toño y, por supuesto, el Gansito Sin Nombre («¡Recuérdame!») y el resto de sus amigos. (Más al respecto dentro de un momento).
Para terminar (por fin) con Klein y Shiffman, tenemos que una limitación de su por demás extenso estudio es que se restringe a la pantalla chica. ¿Qué ocurre en la grande? La respuesta está en un trabajo de 2014 de un grupo de médicos y pediatras de las Carolinas del Norte y del Sur, encabezados por Elizabeth M. Throop, quienes analizaron el comportamiento obesogénico, o, en palabras llanas, las acciones que llevan a que uno se vuelva obeso (el médico que no recurra a la etimología grecolatina toda vez que pueda, que tire la primera torunda).
Elizabeth Throop y sus colegas analizaron las veinte películas infantiles19 más taquilleras de 2006 a 2010, cuatro cintas por año, de las cuales 14 fueron caricaturas: Cars, Happy Feet, La Era de Hielo 2, Shrek III, Ratatouille, WALLE, Kung Fu Panda, Madagascar 2, Horton y el Mundo de los Quién, Up, Monstruos contra Aliens, Toy Story 3, Mi Villano Favorito y Shrek IV.
Cada película fue dividida en segmentos de 10 minutos y cada segmento fue evaluado en busca de nueve comportamientos que expertos en políticas de salud pública, pediatría, obesidad infantil y sociología consideran como claves para un estilo de vida obesogénico (cada vez que alguien dice esta palabra en voz alta, un personaje de caricatura sube de peso): bocadillos no saludables, actividad física (no incluye, nuevamente, la actividad involuntaria de ser perseguido por algún enemigo), tiempo frente a la pantalla (sea cual sea esta: televisión, computadora o videojuegos, por ejemplo), comida rápida, tamaño exagerado de una porción de comida y bebidas azucaradas. Junto con ello, los investigadores identificaron muestras de estigmatización de los personajes con bajo peso o sobrepeso.
En la mayoría de los filmes analizados abundaron las escenas de un comportamiento alimenticio nada sano. En más de la mitad de ellas los personajes tomaban bebidas azucaradas (55%) o consumían porciones exageradas de comida (60%) y de bocadillos no saludables (75%).
Aunque en casi todas las cintas (95%) se observó cierta actividad física a lo largo de la historia, con mucha frecuencia ocurrían escenas de comportamientos sedentarios, como ver televisión (40%), usar la computadora (35%) o participar en videojuegos (20%).
En general, por cada mensaje saludable en las películas examinadas, hubo dos comportamientos obesogénicos. Más grave que esto, nos advierten los investigadores, es la estigmatización de los gordos en las películas infantiles: 70% de ellas tuvo por lo menos una escena con discriminación hacia los personajes con sobrepeso; en contraste, solo en 20% de ellas los personajes con bajo peso fueron blanco de discriminación.
En 94% de las 48 ocasiones en que se presentó algún acto de discriminación, los personajes a quienes iba dirigido tenían sobrepeso. Veamos algunos ejemplos de lo que los autores de este estudio clasificaron como estigma hacia los gordos:
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1. |
En WALL-E, los humanos son tan obesos, que no pueden caminar por sí mismos y se pasan el día entero en sus sillas flotantes consumiendo gigantescas bebidas (suponemos que es para evitarse el esfuerzo de masticar comida sólida). |
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2. |
En Kung Fu Panda, el maestro Shifu advierte al panda Po que es imposible que alcance un alto nivel en las artes marciales por su trasero gordo, sus brazos fofos y una panza ridícula. |
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3. |
En Shrek, el Gato con Botas, al intercambiar cuerpo con el Burro, de inmediato se disgusta y exclama que el parlanchín burro debería pensar en seguir una dieta. |
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4. |
En Happy Feet, el pingüino Mumble le grita «¡Nos vemos, gordito!» a una foca leopardo, lo que provoca las carcajadas de sus amigos. |
En definitiva, ser gordo en una película infantil garantiza ser víctima de los bullies, mensaje que de manera tácita es alentado por todas las burlas protagonizadas por frondosos personajes como Po. Aunque no es menos cierto que, si bien no lo mencionan los autores de este análisis, ser gordo no le impide a este panda convertirse en el Guerrero Dragón, para ganarse al final de sus aventuras el respeto de Shifu y los Cinco Furiosos.
A diferencia de la glamourización de la violencia y el alcohol en las caricaturas, la obesidad es, por un lado, condenada al ridículo en los dibujos animados de las pantallas chica y grande, pero por el otro lado los personajes de caricatura tienen hábitos poco saludables que, en el mundo real, sin duda los harían engordar hasta convertirlos en el hazmerreír de sus compañeros de programa. Cómo interpretan estos mensajes contrapuestos los niños es algo que requiere futuros estudios, si bien se sabe que en las personas expuestas a ser estigmatizadas por su peso aumenta el consumo de calorías (en otras palabras: comen más quienes se saben en riesgo de ser blanco de burlas por su peso), y puesto que, como ya hemos visto en capítulos anteriores, lo que los niños ven influye en su comportamiento, dejar que las caricaturas sustituyan a padres y maestros en temas de nutrición es una buena receta si lo que queremos son, como se dice aún en algunos ambientes campiranos, niños hermosos (es decir, gordos).
¿Lo harías por una Scooby galleta?
—Scooby Doo
Si la vida –de caricatura– te da niños gordos (o, en rigor y según estos estudios, promueve comportamientos obesogénicos), una buena y bastante cínica idea es venderle a esos niños la comida que los hará aún más gordos, en una especie de ciclo sin fin que nada tiene que ver con el de la canción de El Rey León, y todo con la estrategia de mercadeo de las compañías de alimentos industrializados. Es una práctica bastante común de estas compañías aprovechar el éxito de algún personaje de caricatura para «contratarlo» como anunciante de sus galletas, cereales, botanas, bebidas y demás productos entre los consumidores infantiles. A pesar de que esto ha sido bastante criticado por investigadores, asociaciones y grupos de consumidores, en algunos casos, cuando se trata de comida nutritiva, el resultado ha sido bastante positivo para los niños.
Ignoramos si la presencia de Popeye en las bolsas de espinacas de cierta marca ha servido para aumentar sus ventas; pero sí sabemos que el simple hecho de pegar una calcomanía de Elmo, el personaje de Plaza Sésamo, puede hacer de los aborrecibles vegetales verdes una opción más deseable para los niños. En un estudio piloto realizado en 2005 por la organización Sesame Workshop, los investigadores determinaron que una calcomanía de Elmo en una fotografía de un brócoli hacía que los niños lo consumieran como si fuera una barra de chocolate, por lo que en abril de ese mismo año, Sesame Workshop publicó en una revista científica que la probabilidad de que los niños probaran comida nutritiva era mayor cuando la etiquetaban con una imagen de ese personaje. En octubre de 2012, investigadores de las universidades de Cornell y la Estatal de Nuevo México confirmaron el Efecto Elmo en una muestra de 208 niños de 8 a 11 años procedentes de diversas escuelas de Nueva York: a la hora del recreo, en la cafetería de sus escuelas, la probabilidad de que estos niños tomaran una manzana como parte de su almuerzo era casi el doble (65%) si en esta fruta estaba pegada una calcomanía de Elmo; pero si la calcomanía pertenecía a algún personaje desconocido, no tenía efecto alguno en la elección de los niños.20
En 2014, investigadores del Centro Rudd para la Política Alimenticia y la Obesidad, de la Universidad de Yale, ofrecieron a niños de 4 a 6 años de edad pares de paquetes que contenían idéntico tipo de comida –galletas, ositos de goma o zanahorias–, pero etiquetados con o sin una calcomanía de Shrek, Scooby Doo o Dora la Exploradora. Tras haber probado ambos tipos de paquetes, en todos los casos los niños señalaron que la comida con la calcomanía del personaje sabía mejor que la misma comida sin la presencia de este, y al preguntarles qué comida elegirían como almuerzo, escogieron también aquella con el personaje, si bien el efecto fue menor al tratarse de zanahorias.
Otros estudios han probado que personajes animados tan populares como el Tigre Toño, que son estrellas de los comerciales en los que aparecen, son más eficaces para crear en los niños actitudes favorables hacia el producto que anuncian, o hacia el alimento de que se trate, que cualquier otra forma de presentar información sobre el producto, incluyendo cualquier medio audiovisual o los recuadros con texto en el empaque. Tener al Tigre Toño o a algún otro personaje de caricatura en los artículos para niños es de gran ayuda, considerando que, de acuerdo con los psicólogos, los pequeños reconocen y desarrollan un gusto por estos anunciantes animados desde los 2 o 3 años, edad a la que ya pueden identificarlos por su nombre y pedir a sus padres que compren los productos con su figura.
Estudios sobre la mercadotecnia dirigida a la infancia han mostrado que los niños de 2 años de edad prefieren aquellas marcas de comida en las que aparecen personajes protagonistas de caricaturas conocidas por ellos porque, según ellos, tienen mejor sabor que los productos equivalentes de la marca genérica o propia del supermercado (lo que sería, por ejemplo, un cereal «Simi-azucaraditas», aunque lo anuncien las «Sucar-haditas» o algún otro personaje creado expresamente para ello).
Un problema grave en sus decisiones como consumidores es que los niños pequeños son especialmente susceptibles a estas estrategias de mercadeo, porque, aunque ya son capaces de expresar claramente que prefieren el cereal del Tigre Toño que el de las Sucar-haditas, sin importar que sea imposible distinguir uno de otro por su sabor, no son suficientemente grandes para mostrar algo de escepticismo con respecto a lo que sus personajes favoritos prometen (como empezar el día con la energía de un tigre), no digamos para comparar su calidad y precio en algún estudio publicado por la Revista del Consumidor.
Más grave aún que el efecto que los anunciantes de caricatura tienen en los bolsillos de los padres, es su posible efecto obesogénico en los niños. Si Shrek, Dora y Scooby pueden venderle a los niños la idea de que un alimento tan poco atractivo para la mayoría de los niños como las zanahorias sabe mejor con tan solo aparecer en un paquete que las contenga, ¿qué no harán si aparecen en empaques de comida altamente atractiva para ellos, como pastelillos, botanas y otros productos chatarra?
En 2007, por ejemplo, dos años después de que Nickelodeon anunciara que Bob Esponja y Dora aparecerían en paquetes de frutas y verduras para estimular buenos hábitos nutricionales en los niños, 60% de los productos que anunciaban eran comida chatarra. Y aunque Shrek fue vocero de varias campañas de salud, su imagen también estuvo asociada a la cajita feliz de McDonald’s, a los cereales Kellogg’s y a los chocolates M&M, entre otros productos, contradicción que, si los niños fueran psicólogos, podrían diagnosticar que el personaje padecía una personalidad bipolar o que, simplemente, era un hipócrita. De acuerdo con los adultos psicólogos, que Shrek y otros personajes animados aparezcan tanto en alimentos saludables como en comida chatarra transmite un mensaje incongruente y confuso para los niños, con consecuencias que apenas comienzan a estudiarse, algunas de las cuales posiblemente pueden enlistar, sin problema alguno, los padres con base en su propia experiencia.
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Bob Esponja
Según la teoría del esquema de género, propuesta por la psicóloga Sandra Bem, durante la infancia y la adolescencia los niños aprenden cómo deben comportarse en consonancia con lo que espera la sociedad de cada uno de los géneros. Estos esquemas de género masculino o femenino son centrales para reforzar el concepto que de sí mismas construyen las personas, quienes, con base en la imagen mental que de esos esquemas crea cada una de ellas, encaminan sus acciones para «apropiarlas» a su papel de mujeres o de hombres. Esto incluye lo que los niños percibirán como trabajos y profesiones «para hombres», «para mujeres» o sin marca de género de quienes los ejerzan.
Si a esto añadimos las tres teorías vistas en capítulos anteriores para explicar la influencia que las caricaturas tienen en las ideas, las actitudes y los comportamientos infantiles, aparte de los numerosos estudios que han documentado la habilidad de los niños para aprender y reproducir el comportamiento de personajes de caricatura, en especial de aquellos con los que tienen rasgos en común, así como los estudios que evidencian la tendencia de los niños a identificarse con los personajes del mismo género, el resultado es que las caricaturas pueden convertirse en una poderosa herramienta para que los niños crezcan sin creer en estereotipos como el que afirma que «la ciencia es cosa de hombres». De lo contrario, estamos ante el fuerte riesgo de perpetuar esos estereotipos. ¿Cuál es la situación actual?
Para determinar cómo son presentadas las científicas y los científicos en las caricaturas, Marilee Long, investigadora de la Universidad de Michigan y experta en el tema de la difusión de la ciencia en los medios, a la cabeza de un equipo interdisciplinario e internacional, dirigió un estudio sobre el desempeño de personajes dedicados a la ciencia en 14 programas, caricaturas incluidas, dirigidas a adolescentes de 12 a 14 años. Las caricaturas examinadas fueron Danny Phantom, El laboratorio de Dexter, Kim Possible, Las aventuras de Jimmy Neutrón y Los Simpson.
El número de científicos presentes en las caricaturas de la muestra fue de 16, 12 de ellos hombres. En estas caricaturas los científicos hombres son representados como más independientes que las mujeres, por lo que se cumplió con este estereotipo; en contraste, hubo científicos de uno y otro géneros que mostraron rasgos femeninos estereotípicos en su comportamiento, al ser cariñosos, dependientes y románticos. Los científicos fueron mucho más ñoños o nerds que las científicas, y también fueron más violentos que ellas, pero no hubo diferencias de género respecto a su inteligencia.
Ante estas evidencias, Marilee Long y su equipo concluyeron que uno de los mensajes para los niños y adolescentes que ven estas caricaturas es que la ciencia es, si bien no de manera exclusiva, principalmente cosa de hombres. La parte positiva de este estudio es que la mayoría de los estereotipos femeninos no se cumplen en el caso de las científicas que aparecen en las caricaturas analizadas,21 en apoyo de lo que al respecto encontraron estudios como el de las psicólogas Sheila Brownlow y Staci Durham, quienes en 1997 analizaron 670 personajes dedicados a la ciencia y la tecnología en las caricaturas de Battletech, X-Men, Iron Man y Spider-Man. Brownlow y Durham encontraron que, mientras los personajes masculinos que aparecían en las caricaturas citadas casi siempre usaban la ciencia y la tecnología de manera agresiva, los personajes femeninos la empleaban, más que para destruir (que también lo hacían), en beneficio de los demás. Sin embargo, es evidente que los escritores de series animadas necesitan crear un número mucho mayor de personajes femeninos dedicados a la ciencia, si lo que se desea es, al menos en el reino de las caricaturas, terminar con ese desequilibrio de género.
El 3 de septiembre de 2014, también en China, pero ahora en la ciudad de Suqian, un ladrón en estado de ebriedad, de nombre Tang Lei, se lanzó desde el quinto piso de un edificio para probar que era Superman y evitar así que una niña de 10 años gritara y alertara a los vecinos. En su «vuelo» alcanzó a llegar a un tejado cercano, pero fue atrapado, hospitalizado y llevado a prisión.
Como ya hemos dicho, los ejemplos son copiosos, trátese de estas o de caricaturas mucho más recientes, como Phineas y Ferb, en la que incluso enemigos declarados como Perry el Ornitorrinco y el Dr. Heinz Doofenshmirtz tienen numerosas muestras de afecto, como cuando es el cumpleaños de uno de ellos, y de ayuda, como cuando Perry necesita que Doof le preste su robot Norm.