INTRODUCCIÓN
A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL
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JAIME DEL PALACIO
MARGARITA MOYA DAUMAS

Wittgenstein observó que la queja de Freud frente a las reservas que el psicoanálisis despertaba lo hacía olvidar la fascinación con que sus ideas eran recibidas. Es cierta la fascinación, y el propio Wittgenstein la sufrió, pero también lo es la convicción melancólica de Freud: a sus 80 años no olvidaba las interminables agresiones de las que fue objeto al principio, y prefiguraba la violencia de sus enemigos de hoy: “Sé que en realidad la actitud hacia mí y hacia mi obra es tan poco amistosa como hace veinte años –escribía en 1938 a Marie Bonaparte–. Tampoco deseo ya que cambien las cosas; no quiero ningún ‘final feliz’ como en el cine”. Sus biógrafos suelen recoger los muchos incidentes de acoso: se le tildó de perverso en los círculos médicos vieneses; se impidió la publicación de su obra en las revistas científicas de la época; se le despreció por judío. Vilipendiado y hostigado en sus presentaciones públicas, en una ocasión uno de los participantes golpeó sobre la mesa: “¡Este no es un asunto para una discusión en una reunión científica –gritó–; es un problema para la policía!”. ¿Y el gran Karl Kraus no dijo del psicoanálisis que es la enfermedad que pretende curar?

A pesar de todo, el freudismo cundió por el mundo occidental como un nuevo evangelio aunque su encanto estuviera siempre acompañado de un número de detractores que no hicieron sino crecer a lo largo del siglo. Los más feroces de entre ellos lo dieron por muerto y publicaron el obituario en el año 2000, en ocasión del centenario de la aparición de La interpretación de los sueños. El difunto debía ser sepultado en el cementerio de las ideas olvidadas, preferentemente al lado de Marx.

A lo largo de su corta vida el psicoanálisis ha sido descalificado desde el punto de vista epistemológico (pseudociencia, falsedad), empírico (no es contrastable) y pragmático (no cura). Las teorías del constructivismo social critican su sordera frente a las contingencias socioculturales y lo tildan de normalizador, esencialista, naturalista y reaccionario. La filosofía de la mente lo acusa de cartesiano, de postular objetos internos, pseudoexplicaciones por disposiciones biológicas; describir homúnculos, confundir razones y causas.

A finales del siglo XX, pues, el psicoanálisis pudo considerarse anticuado desde tres perspectivas: 1) la del conocimiento científico, en la cual el modelo cognitivo-neurobiológico de la mente supone superar al freudiano (y al psicoanalítico engeneral); 2) la de la clínica psiquiátrica, en la que la farmacología y las terapias cognitivo-conductuales ganan cada vez más terreno; 3) la de las relaciones sociales, en donde la explicación freudiana de una sociedad que reprime los impulsos sexuales del individuo no parece tener ninguna vigencia en un ambiente de casi absoluta permisividad.

Para colmo, la poca simpatía que Freud observaba hacia su persona se volvió asalto a mano armada de tal manera que hicieron ver sus encuentros con la Gestapo como reuniones de amigos: ha sido tachado de falsario, charlatán, plagiario, misógino, incestuoso, homofóbico, fascista, drogadicto, antijudío… Uno de los últimos embates hizo exclamar a Élisabeth Roudinesco: ¿Por qué tanto odio? Y una segunda ola de invectivas lo hizo insistir: ¿Pero, por qué tanto odio? “No se toca impunemente –decía ahí– al sexo, al secreto de la intimidad, a la pulsión de muerte y a la barbarie de los regímenes que someten a las mujeres, los homosexuales, los marginales, los anormales, sin pagar el precio”. Ciencia judía, la llamaron los nazis; ciencia burguesa, los estalinistas; ciencia satánica, los movimientos religiosos radicales; ciencia degenerada, la extrema derecha; falsa ciencia, los filósofos de la “verdadera” ciencia; ciencia fascista inventada por un judío vienés ávido y perverso, los revisionistas americanos…1

Y sin embargo vivimos en el mundo que él cambió

Eli Zaretsky postula que el psicoanálisis es la primera gran teoría y práctica de la vida personal, y por esta entiende la experiencia de tener una identidad distinta del lugar propio en la familia, en la sociedad y en la división social del trabajo; es decir, una experiencia específica históricamente determinada de singularidad e interioridad que se cimentó sociológicamente en los modernos procesos de industrialización y urbanización, así como en la historia de la familia.2 Diríase que el psicoanálisis como una ética de la autoconciencia fue creado para el individuo que surgió de la crisis de la Edad Media y el Renacimiento, que fue sustancialmente codificado en la metafísica de la subjetividad cartesiana, alcanzó su pleno desarrollo a lo largo de los siglos XVIII y XIX y hoy naufraga en la atmósfera de la posmodernidad y la modernidad líquida.

Michael Allen Gillespie nos ha enseñado que el individuo moderno fue el resultado de la crisis medieval que tomó cuerpo en la victoria del nominalismo sobre el escolasticismo. El Dios nominalista, voluntarista, no racional, temible en su poder, impredecible, irreductible a la naturaleza o a la razón e indiferente frente al bien y el mal no dejaba más alternativa al hombre que arreglarse por su cuenta. La libertad de elegir no era ya materia de elección. En este sentido Petrarca, dirá Gillespie, con su búsqueda incesante, sus crisis, es el primer individuo en sentido estricto.3 (No es sorprendente que Petrarca haya dado continuidad al fin’amor de la poesía trovadoresca y al dolce stil nuovo de Dante para conformar en su vasto Canzoniere la concepción del amor en la que vivimos todavía).

Esta es sin duda una gran aportación a la génesis de la modernidad, pero en la medida en que, empleando una idea de Hegel, la filosofía es el tiempo convertido en pensamiento, es Descartes y más tarde la Ilustración (Kant) los que darán su sentido más pleno a la individualidad moderna. Sapere aude –Atrévete a saber–. La propuesta kantiana suponía servirse del propio entendimiento como prerrequisito para lograr la autonomía individual que se desprendía naturalmente de la filosofía cartesiana y sus antecesores. Solo de ese modo el individuo tendría la libertad de decidir por sí mismo acerca de la diferencia entre el bien y el mal, en vez de seguir el camino fijado por el nacimiento, la costumbre, la religión, la familia… Pero muy pronto esta idea de la autonomía afectó también a las experiencias consideradas hasta entonces extramorales como la creatividad o el amor. ¿Cómo entender las propias emociones con el propio entendimiento, sobre todo si, como había sentenciado Hume, la razón es, debe ser, solo esclava de las pasiones y no puede aspirar a otro oficio que servirlas y obedecerlas?

También: la idea de la autonomía individual suponía desde luego la de la mujer: la emancipación femenina iniciada en el siglo XVIII equivalía a un reclamo por los mismos derechos puesto que hombres y mujeres compartían una naturaleza común en tanto que seres racionales. Un siglo más tarde, aún se insistía en la diferencia de los sexos y se acudía a las virtudes femeninas para reivindicar reformas sociales. ¿Cómo avanzar en este camino si no se investigaba la naturaleza de hombres y mujeres, y la de su distinción?

La autonomía individual suponía, asimismo, la autonomía del otro, lo que implicaba la idea de democracia. Hasta el siglo XIX la autoridad había sido paterna, vertical, jerárquica y centrada en la familia. Al concebir una autoridad limitada, responsable y política, en su visión de la democracia, el liberalismo separó el orden privado del público. Esta división se extendió a la familia y la economía. Los cambios sociales, la entrada de las mujeres en la vida pública y la aparición de una cultura de masas sexualizada hicieron cada vez menos visible la frontera. La autoridad familiar había quedado fuera de la esfera pública, sin embargo, estaba siempre presente en la mente de los individuos; había sido interiorizada.4

El arte y la literatura (música, pintura, teatro, poesía, novela) del Renacimiento al siglo XVIII y, sobre todo, el Romanticismo, proporcionaron los modelos de identificación y las pautas de conducta a lo largo de más de tres siglos; enseñaron a los hombres y las mujeres cómo debían comportarse, cómo debían ser.5 Las cuestiones privadas comenzaron a aparecer en público. Procesos como el de Baudelaire (1855) o el de Flaubert (1857); juicios como el de Oscar Wilde (1895) daban visibilidad pública a emociones y conductas íntimas.

Ciertamente, el rápido e inmenso prestigio del psicoanálisis parece deberse, entre otras razones, a que el objeto de la nueva disciplina, una síntesis ni propiamente ilustrada ni propiamente romántica, era uno que no había recibido la atención seria ni del científico ni del humanista: la vida psíquica de ese individuo que estalló en posibilidades en el alba del siglo XX.

Hacer consciente lo inconsciente, como proponía Freud, significaba liberar al hombre de aquello que le impedía usar libremente su razón, pero la responsabilidad no solo incluía las decisiones conscientes, racionales, deliberadas, sino también los pensamientos y las acciones intencionales pero inconscientes. Esto daba a la libertad kantiana un sentido concreto. Promover la capacidad para analizar la propia mente objetivamente y entrar empáticamente en el mundo interno del otro significaba ampliar la capacidad moral. Al proponer la noción de responsabilidad psíquica, el psicoanálisis recogía a la vez la enseñanza bíblica y la tradición humanística para generar una nueva ética que actualizó el afán socrático de la primera Ilustración, la del siglo V a.C.: una vida con sentido requiere una introspección profunda… o –Sócrates dixit– no vale la pena de ser vivida.

Al constituirse como la filosofía de la vida personal por excelencia, el psicoanálisis superó los enfoques anteriores. La mera diferencia de género quedó redefinida como una elección de objeto sexual y contribuyó como ninguna otra reflexión a explorar las profundidades de la dependencia.

De la misma manera, el psicoanálisis tomó a su cargo la investigación de la relación del individuo con la autoridad y para ello se sirvió de la transferencia, es decir, de la relación del paciente con el analista (la autoridad, parental en última instancia). La exploración de la transferencia, que distinguió, y distingue aún, al psicoanálisis de cualquier otro método terapéutico se aplicó de la misma manera a la conducta grupal, lo cual trajo al primer plano las transferencias ocultas que dominaban los movimientos sociales y los ámbitos culturales. Su contribución a la democratización de la vida pública y privada, lo mismo que a la “desfamiliarización” fue invaluable.

Así, la idea del hombre que Freud propuso, que delineó a lo largo de toda su vida (y formuló en el Malestar de la cultura, 1930), apareció simultáneamente con las formas de vida personal características de la modernidad en su momento más sólido y el psicoanálisis fue el camino óptimo para construirlas. “Conviértete en lo que eres”, la convocatoria nietzscheana adquiría sentido concreto en el psicoanálisis.

Desde el principio, además, este fue aplicado a la comprensión de otros fenómenos distintos de la mente individual dentro del consultorio en una relación transferencial. Freud y sus primeros seguidores echaron mano de la mitología y el arte para explicar la constitución del psiquismo: Sófocles, Leonardo, Shakespeare, Dostoievski, Hoffman; el comportamiento grupal; la religión; la prehistoria… Pero a la vez estos fueron otros tantos fuegos a los que se acercó la sardina psicoanalítica en el intento de iluminar el proceso simbólico del individuo, pero también de la sociedad y la cultura. Se trataba de dar inteligibilidad a lo real.

Ninguno de los grandes continuadores dejó intocado ese terreno: de hecho, en la medida en que el cambio social y cultural ha modificado la teoría y la práctica, el psicoanálisis se ha convertido en una herramienta para explicar la sociedad y la cultura. Estas, a su vez, quedaron impregnadas por el psicoanálisis de tal manera que hoy no es posible mirarnos a nosotros mismos sin el auxilio de sus categorías.

Desde las cimas del pensamiento (la literatura, las vanguardias artísticas, la música, la poesía; la crítica; la rebeldía juvenil; el feminismo; el movimiento gay; la filosofía continental y anglosajona…) hasta sus simas (la manipulación de los grupos, la publicidad y las relaciones públicas –pretendido invento de Edward Bernays, sobrino de Freud y uno de los actores de la transformación de la sociedad por el consumo–; la política y la realpolitik…), el psicoanálisis penetró el alma del siglo XX.

Los artistas, los filósofos y los intelectuales lo sacaron del ámbito de la ciencia. El surrealismo, el dadaísmo, el expresionismo, la abstracción en arte son inconcebibles sin el psicoanálisis. Otro tanto ocurre con la música y la novela: compositores como Richard Strauss, Mahler, Schoenberg, Berg, Stravinsky; autores como Schnitzler, Thomas Mann, Franz Kafka, Virginia Wolf, James Joyce, entre muchos otros, estuvieron siempre acompañados por la sombra de Freud. Una lectura seria de Proust no puede prescindir del psicoanálisis.

Recientemente Rubén Gallo ha mostrado el papel que desempeñó el psicoanálisis en la construcción de nuestra identidad a través del peso que tuvo la lectura de Freud en algunos personajes centrales a la cultura mexicana posrrevolucionaria. Gallo destaca la importancia del Moisés y la religión monoteísta (1936) en El laberinto de la soledad de Octavio Paz (1950), quizá la mirada más aguda sobre nosotros mismos. (Es cierto que también recoge una ocurrencia de Carlos Monsiváis indigna de Carlos Monsiváis: el psicoanálisis, dice, heredó “las funciones interpretativas y curativas del alma antes monopolizadas por la Iglesia católica, y define un nuevo canon de salud mental en beneficio de la idea del burgués”).6

La actitud de Wittgenstein es mucho más compleja que el rechazo que se le atribuye con frecuencia: no solo compartió la fascinación de su época por la obra freudiana; más de una vez se declaró “discípulo” y “seguidor” de Freud.7 De Hopkins a Davidson, de Wollheim a Nagel y Rorty; de Sartre a Ricoeur, Derrida y Žižek o Vattimo y Ferraris la filosofía anglosajona y la continental se sirven del pensamiento psicoanalítico para sus desarrollos y con ello enriquecen al propio psicoanálisis. La Teoría Crítica asociada a la Escuela de Frankfurt de Adorno a Marcuse, de Horkheimer a Habermas, de Lasch a Rieff y Jacoby, adoptaron –a favor o en contra– la perspectiva freudiana en su estudio de la sociedad y la cultura.8 El giro lingüístico, la hermenéutica cuentan al psicoanálisis entre los suyos. En el canon occidental, los únicos rivales son el Génesis, Platón, Montaigne; Freud, ahí, “es esencialmente un Shakespeare prosificado”.9

Es verdad que el psicoanálisis es apreciado por intelectuales, artistas, escritores, filósofos, educadores, pacientes, que consideran que ha transformado –en algo bueno– la manera en que nos entendemos a nosotros mismos y a los demás. También lo es que el psicoanálisis acompañó, y propició, los mejores momentos y las mejores tendencias de nuestra época: el establecimiento y la extensión de la vida verdaderamente personal; el Estado de bienestar; la liberación femenina, la homosexual; los movimientos radicales de la década de 1960; una nueva –y más rica– concepción de la infancia, de la vida emocional, de la sexualidad, de la intimidad, de la educación, de la mujer… de la persona. De la mente. La deuda del pensamiento occidental con las ideas freudianas es apenas cuantificable y su huella indeleble.

Finalmente, Derrida: “[El psicoanálisis] sigue siendo un acontecimiento histórico imborrable… es algo bueno y… debe ser amado, sostenido…”.10

A la muerte de Freud en 1939, el poeta W.H. Auden escribió una conmovedora elegía en la que la alusión a la “sórdida clientela” que el Odio aumentó y lo obligó a exiliarse es parecida a la que ahora “cree curarse matando/ y cubriendo de cenizas el jardín”. Aunque no lo quiera, esa legión de sórdidos pacientes que incluyen a la malignidad trivial lo mismo que a los militantes del pensamiento único, vive “en un mundo que él cambió”. Y si Freud hubiera tenido éxito, continúa Auden, “…la Vida Generalizada/se tornaría imposible…”.

In Memory of Sigmund Freud es un gran poema… y la mejor lección de psicoanálisis para quien sepa leerlo.

Deturpaciones, baldones, desautorizaciones, declaraciones de muerte no han bastado para enterrar al psicoanálisis. De hecho, la abundancia de escisiones en las asociaciones oficiales, el número de centros de formación, la cantidad de profesionales egresados de esos centros, el recurso a sus teorías para explicar el arte, el cine, la literatura, la política muestran su vitalidad. La cantidad de artículos, revistas, libros de y sobre psicoanálisis parecen repetir una y otra vez la frase de Corneille: “Los muertos que vos matáis gozan de cabal salud”. Ciertamente, la vida del psicoanálisis parece con frecuencia comprometida tanto por sus enemigos como, lo que es paradójico, por sus propios amigos. Las actuales tendencias relacionales (intersubjetivas, como se llaman a sí mismas para diferenciarse del psicoanálisis “clásico”, como si este no hubiera sido siempre “relacional” e “intersubjetivo”), por ejemplo, al corregir los supuestos errores de Freud intentan prescindir de los principios fundantes de la teoría.11 Las neurociencias, que primero lo arrojaron a la hoguera, ahora lo recuperan como el modelo más adecuado de la mente, “aunque no haya evolucionado científicamente”.12

Un inmenso número de terapias inspiradas en la doctrina freudiana olvidan con facilidad su origen y se pretenden originalísimas. Pero la disciplina creada por Freud y alimentada y desarrollada por sus continuadores si muove. Quizá, incluso, como afirma Žižek: “Es el momento del psicoanálisis”.13

Freud fundó una disciplina que, como Atenea, salió completa de la cabeza de su creador, pero la naturaleza humana que quería aprehender es inaprehensible, por esta o por cualquier otra disciplina, o por todas. El psicoanálisis, lo dijo, como educar, como gobernar, es una tarea imposible. Los continuadores de Freud enriquecieron sus intuiciones para iluminar otras regiones de la mente, o las mismas de otro modo.

La historia de su objeto de estudio para el psicoanalista no es en modo alguno la de la física o la biología para el estudiante de las ciencias naturales. Hay muchas razones para ello. Los objetos sometidos al proceso científico no están sujetos al devenir, pero sí su forma de estudiarlos. Es en la explicación científica en donde se producen las anomalías y el aumento crítico de estas lleva a un cambio de paradigma (si es que la propuesta de Kuhn es sostenible, lo que no es muy claro). Un error frecuente confunde al psicoanálisis con estas ciencias porque, en el mejor de los casos, lo piensa como una serie de paradigmas en los que se presentan anomalías; en el peor, ni siquiera se lo considera una ciencia. El objeto natural del psicoanálisis (aunque Freud no le fijó ninguno) es la mente del individuo en su relación consigo mismo, su cuerpo y con el mundo (los otros, su historia, su cultura…). El psiquismo del ser humano puede considerarse ajeno al tiempo (fuera del devenir); no así sus manifestaciones. Estas están atadas al devenir y cualquier esfuerzo por aprehenderlas es asintótico al objeto mismo. El psicoanálisis no produce certezas, ni aun provisionales. Sus aparatos conceptuales (modelos de la mente, metapsicología, técnicas para la observación clínica) fueron inaugurados por Freud sin fecha de caducidad. Quienes lo siguieron solo enriquecieron el legado, no cambiaron ningún paradigma. El arte, enseña Nietzsche, es el ejemplo por excelencia de las energías activas; sus distintas expresiones no compiten entre sí ni buscan imponerse sobre otras para destruirlas: Bach no es mejor que Mozart o Beethoven o Ligetti, o Boticcelli que Picasso, o Tolstoi que Dostoievski o Proust. Se puede amar a todos sin traicionar a ninguno. Así los distintos modelos psicoanalíticos: todos iluminan distintas zonas de la mente, o las mismas de otra manera, y se trabaja desde cualquiera de ellos con el mismo propósito.

Recientemente (2009), Paul Laurent Assoun produjo un Diccionario temático, histórico y crítico de las obras psicoanalíticas, que reúne en 1 500 páginas un examen crítico del corpus principal de la disciplina.14 Ninguna aportación importante es ahí ignorada porque todas, cualquiera de ellas, constituyen un ángulo desde el que es posible emprender y desarrollar la tarea psicoanalítica. Así, ser “freudiano” o “kleiniano” o “lacaniano” o “winnicottiano” o “bioniano” o “kohutiano”; o pertenecer a la tradición inglesa o francesa o norteamericana; o profesar la doctrina de la escuela de las relaciones de objeto o aun de la escuela intersubjetiva o relacional no otorga ninguna marca de superioridad ni hace mejor a ningún psicoanalista que se esfuerce por serlo. La obra de Freud, o la de Lacan o Klein o Bion es muy compleja y ocupó la vida entera de sus autores. Nadie puede presumir de conocerlas todas en un sentido significativo. Como señala el propio Bion, “…un solo hombre, incluso un hombre como Freud, no puede hacer más que arañar la superficie en el corto tiempo de que dispone”.15

Un error común entre psicoanalistas consiste en suponer que estudiando muchas teorías se comprenderá mejor al paciente. Quizá lo único que se consiga es que el conocimiento superficial de las teorías entorpezca la escucha y la comprensión, lo que por supuesto no significa que cultivar parcelas de otros jardines no ayude a mejorar el propio.

Estudiamos a Freud no porque queramos contribuir al culto de su personalidad o porque sea el “padre” del psicoanálisis o porque lo adoremos en su altar –aunque sin duda muchos lo harán por esas o parecidas razones–, así como muchos han sido diligentes en su demolición como si se tratara de la estatua de uno de los líderes de la ex Unión Soviética, antes amado y ahora odiado. Hay una razón esencial para aplicarse al conocimiento de su obra y tiene que ver con la naturaleza misma de la disciplina que él creó: “En su historia [el psicoanálisis] tiene un curso verdaderamente racional trenzado al hilo de la necesidad lógica […]; los descubrimientos o revelaciones, como se los quiera denominar, se adhieren a una serie de proposiciones lógicamente necesarias como una guirnalda de flores alrededor de una guía que las sostiene”.16

Una célebre ilustración medieval representa a un Platón, pequeño, en las puntas de sus pies, detrás de un Sócrates majestuoso, en el acto de dictar algo que el maestro escribe. Esta paradoja motivó un extenso libro de Derrida, La tarjeta postal, en el que concluye, equivocadamente, que Sócrates sería un muñeco de ventrílocuo: Platón le habría hecho escribir su propio pensamiento pretendiendo que lo recibía de este. Bernardo de Chartres (s. XII) acierta mejor: somos enanos a hombros de gigantes; vemos más y más lejos no porque tengamos una visión más aguda o mayor altura, sino porque hemos sido alzados y se nos ha permitido mirar por sobre la estatura de nuestros padres-maestros. “Platón ve más lejos que Sócrates: entiende la importancia de dejar una huella escrita para aquellos que le seguirán”.17

Melanie Klein, sobre los hombros de Freud, construyó un aparato conceptual y una modalidad clínica que la convirtió en la principal guía intelectual de la segunda generación psicoanalítica mundial; una verdadera chef d’école, una maîtresse à penser, como se llama en francés a los maestros del pensamiento.18 En 1960, Lacan podía escribir: “la evolución de la teoría analítica está dominada actualmente por la existencia de la escuela llamada kleiniana; es verdaderamente llamativo ver cómo cualesquiera sean las distancias, las reservas, incluso el desprecio que tal o cual sector de la comunidad analítica puede testimoniarle, ella polariza y orienta toda la evolución del pensamiento analítico e incluso el esfuerzo realizado por nuestro grupo”.19

Cuando en 1952 cumplió 70 años (habría de morir ocho años después, luego de cuarenta años de trabajo infatigable), Melanie Klein estaba en el apogeo de su capacidad y su prestigio. Después de mil batallas libradas al lado de todo tipo de amigos y contra todo tipo de enemigos, podía hablarse con rigor de una Escuela Kleiniana en Inglaterra, y el kleinismo se implantaba en el mundo: Arminda Aberastury había iniciado ya en los años cuarenta la traducción al español de lo que pronto serían las Obras completas de Melanie Klein (publicadas desde entonces en esta editorial), y desde la Argentina el psicoanálisis latinoamericano se impregnaba de las concepciones kleinianas en ocasiones de una manera predominante.

En francés, el conocimiento de la obra kleiniana conoció algunas vicisitudes antes de que Françoise y Jean Baptiste Boulanger, con la colaboración de Marcelle Spira, terminaran la traducción de El psicoanálisis de niños. (Lacan, que la había solicitado en 1949a la propia Melanie Klein, encargó la tarea a René Diaktine, quien le entregó la mitad. Lacan “perdió” la única copia). Más tarde, Willy Baranger, Marcelle Spira y Margarite Derrida, entre otros, traducirían los textos fundamentales.

La manera en que vivimos el siglo XX en Occidente, piensa George Steiner, es sobre todo un producto austrohúngaro. “Nuestra vida interior se desarrolla en un paisaje cartografiado por Freud y sus discípulos y discrepantes, o en conflicto con ese paisaje. Nuestra filosofía y el lugar central que asignamos al lenguaje en el estudio del pensamiento humano se derivan de Wittgenstein y de la Escuela de Viena del positivismo lógico […] La lógica y la sociología de las ciencias naturales no pueden ser formuladas sin referencia a Karl Popper…”. La lista incluye a la música, el arte, la arquitectura, etcétera.20

Dos episodios ocurridos en Inglaterra en los años cuarenta ilustran la manera austrohúngara y su trascendencia en otras culturas. El primero de ellos ocurrió el 25 de octubre de 1946, en Cambridge, apenas terminada la Guerra. Karl Popper, invitado por Bertrand Russell, pronunciaba una conferencia: “¿Existen realmente los problemas filosóficos?”. En cierto momento, Wittgenstein, como era su costumbre, lo interrumpió. El agrio debate se prolongó durante diez minutos y terminó cuando este último tomó el atizador de la chimenea para, al parecer, añadir énfasis a sus argumentos. Russell, al fin un lord inglés, tal vez pensó que se trataba de una amenaza seria y lo conminó a dejarlo de inmediato. Wittgenstein abandonó el salón con un portazo.

Tres años antes, en plena guerra, los psicoanalistas se estaban librando en Londres a una explosión de hostilidad parecida que no requirió atizadores pero sí solicitó las armas del arte del insulto. El bando kleiniano se enfrentaba con el que representaba la figura de Anna Freud (pretendida heredera única y legítima del legado de su padre). Como en el caso de Cambridge, se trataba de judíos vieneses que sostenían sus convicciones más allá, mucho más allá, de la corrección política hoy obligatoria en casos semejantes. Anna Freud y sus partidarios pretendían conservar la pureza de la doctrina; Melanie Klein y los suyos, a hombros de Freud, estaban viendo más allá.21

Hoy, en nombre de la tolerancia, el relativismo posmoderno se impone y la pasión por las convicciones propias se desdibuja en un clima de ausencia de compromiso. La discusión de Cambridge o la de Londres serían ahora muy raras en su violencia intelectual y en su sinceridad. Las Controversias (1941-1945), como se ha llamado a esa querella entre psicoanalistas, debatían la validez y el estatus de las ideas introducidas por Melanie Klein. Las vilezas y las abyecciones menudearon en uno y otro bandos. Amigos se convirtieron en enemigos acérrimos; los hijos odiaron a los padres (Melitta, la hija de Klein, no volvió a hablar nunca más con ella). Un grupo que reconocía deber tanto a Freud como a Klein optó por mantenerse a igual distancia de unos y otros. El bando kleiniano produjo defensas brillantes: textos fundamentales para la teoría fueron escritos en este contexto.22 Se hablaba de “la ambición y el egoísmo sorprendentemente desinhibido de Melanie Klein”. Esta reprochó a Jones el haber invitado a Freud a que se refugiara en Inglaterra; con ello “había hecho un gran daño al psicoanálisis”. Bowlby sentenció que si Ana Freud adoraba en el altar de san Sigmund, Melanie Klein lo hacía en el de santa Melanie.

James Strachey sintetizó:

…la señora K.[lein] ha realizado algunas importantísimas aportaciones al psicoanálisis, pero es absurdo creer que (a) estas ideas cubren la totalidad del campo o (b) que tienen un valor axiomático. Por otra parte, pienso que es igualmente absurdo que la señorita F.[reud] sostenga que el psicoanálisis es un coto reservado a la familia F.[reud] y que las ideas de la señora K. son fatalmente subversivas.

Estas actitudes de ambas partes son puramente religiosas y constituyen la antítesis misma de la ciencia.23

Sin embargo, a pesar de la reprimenda de Strachey, las Controversias son hasta ahora el único momento de verdadera discusión democrática en el gremio. Se suele decir que terminaron en un arreglo pacífico, a la inglesa, que identificó al grupo kleiniano, al annafreudiano y a uno intermedio, y sin duda lo fue. Se les acusa igualmente de haber dividido al psicoanálisis, sobre todo en un momento en que la Asociación británica era la única garantía de supervivencia del movimiento. Pero el monolitismo y la rigidez que siguieron no fueron herederos de la democracia vivida en las Controversias, sino del autoritarismo imperial austríaco: la Asociación Psicoanalítica Internacional y sus múltiples capítulos semejan más una corporación multinacional que tuviera como modelo a la monarquía doble, Kakania, como Musil bautizó para siempre al Imperio Austríaco:** una convivencia de las diferencias –raciales, lingüísticas, etc.–, pero a condición de la aceptación de la concentración absoluta de poder.

Por vez primera, y única hasta ahora en la historia del psicoanálisis, las Controversias hicieron posible discutir amarga, seria y públicamente tres distintas consecuencias de la obra del maestro. El resultado fue no solo la escisión como se suele afirmar, sino la aparición de tres de las cuatro modalidades de comprensión de un quehacer cuya epistemología está siempre en proceso. Es cierto que en el mediano plazo los seguidores de Anna Freud y los freudianos ortodoxos (si es posible llamar de esa manera a los fundadores del psicoanálisis norteamericano) se hicieron literalmente dueños de la Asociación Psicoanalítica Internacional en los Estados Unidos y desde ahí influyeron sobre las asociaciones nacionales con su formación llave en mano y sus pretensiones médicas. Su rechazo enfermizo de las ideas kleinianas, que por otra parte robaron sin recato y sin reconocimiento, empobreció a la disciplina en su conjunto.

El pensamiento de W. R. Bion (1897-1979) es quizá el más influyente en el campo del psicoanálisis actual. Sus obras, de una potente oscuridad, son estudiadas con fervor en el mundo: el psicoanálisis norteamericano empieza a ser fuertemente teñido por las ideas de Bion; su trabajo es seguido en Europa lo mismo que en América Latina, sobre todo en Brasil. Una hipérbole que seguramente le habría hecho gracia, y habría sin duda desestimado, lo nombra “el psicoanalista del siglo XXI”. Otra (él que desconfiaba de quien se llamara a sí mismo un “buen analista”) ha llevado a dos de los estudiosos de su obra a escribir que se trata del “pensador más profundo en el campo del psicoanálisis y este juicio incluye a Freud”.24

James Grotstein, un influyente psicoanalista norteamericano reconocido por su obra desarrollada en el seno del pensamiento de Bion, recuerda que el breve tiempo en que supervisó con él no le fue de mucha utilidad porque desconocía la obra del propio Bion y la de Klein. (Prefirió pedirle un análisis, lo que sin duda le resultó más provechoso).

Bion fue analizado por Melanie Klein y con razón es llamado poskleiniano. En hombros de dos gigantes, Freud y Klein, ha mirado sin duda muy lejos. P.C. Sandler25 atribuye la dificultad de su estudio a la falta de atención, de experiencia analítica, de experiencia de la vida o de las dos anteriores, pero toda la atención, la inteligencia, la dedicación, la experiencia de la vida y del propio psicoanálisis no bastan para leer a Bion con provecho: hace falta un conocimiento profundo de sus maestros, Sigmund Freud y Melanie Klein. Y el estudio de los dos maestros no es menos difícil que el del alumno.

El pensamiento kleiniano es peculiarmente complejo. Es en muchos sentidos una ampliación del freudiano y distinto de este en otros más, aunque ella considerara que su obra era meramente un complemento y clarificación de la freudiana. Nunca reconoció el gigantesco salto que dio, tanto respecto del método como del modelo de la mente. Además, el estudio de la obra de Melanie Klein enfrenta numerosos obstáculos que van más allá de la atención, la experiencia de la vida e incluso el conocimiento de Freud. El problema tiene distintas fuentes y una, sin duda, es su propio estilo de comunicación y lo que ha sido descrito como la modalidad “dogmática” de sus escritos y de los de sus colaboradores.

La obra de Freud despertó desde siempre la admiración en sus lectores entre otras razones porque es, con Goethe, con Jean Paul, con Novalis, con Brentano, con Nietzsche, uno de los grandes exponentes de la gran prosa alemana. Sin duda parte del encanto de sus ideas se debe al estilo en que se transmitieron (lo que desafortunadamente no se advierte en las traducciones al español o al inglés, consideradas como standard).

Ese no es el caso de Melanie Klein.

Esta empezó escribiendo en alemán pero muy pronto se esforzó por escribir en inglés, que era su tercera lengua después del francés. Con frecuencia sus textos parecen describir un diálogo en marcha consigo misma y entre sus propios desarrollos en evolución, por lo que resulta difícil seguirle el paso. Su preocupación por la precisión expresiva hacía de la escritura una actividad a la vez indispensable y fatigosa. Escribe y reescribe de tal manera que su expresión es siempre un work in progress.26 No en vano es contemporánea de la gran preocupación europea por el lenguaje, y sin embargo la transmisión de sus ideas resulta transparente si la comparamos con la poderosa oscuridad de Wittgenstein, Joyce, Becket, Lacan, Bion… La obra de todos ellos, y de otros más, muchos más (Kafka, etc.), es contraria al sentido común, absurda, de la misma manera en que lo son Einstein o Plank o la inmensa mayoría de los científicos modernos. (Recuérdese que Anatole France empleó por vez primera la palabra absurdo para aplicarla al Universo de Einstein).

El psicoanálisis es –esto se repite hasta el cansancio– un conjunto de teoría y práctica. En el caso de Melanie Klein, otra razón más de la dificultad radica precisamente en que la teoría debe inferirse de sus descripciones clínicas. Sus ideas están profundamente enraizadas en las de Freud, es cierto, pero con frecuencia los conceptos empleados en la teoría clásica tienen en la kleiniana un significado desemejante. Yo, superyó, inconsciente, narcisismo, fantasía, objeto, escisión, proyección, introyección, complejo de Edipo, afecto, angustia, sexualidad infantil, etc., adquirieron una significación particular que los alejó de lo que otros interpretaron como el verdadero pensamiento freudiano.

Una causa mayor del brete en que nos pone el estudio de la obra de Melanie Klein radica en las consecuencias de su concepción del mundo interno. La realidad interna, psíquica, o mundo interno existen inconscientemente y a la vez en la conciencia del individuo. El punto de partida de Freud fue el descubrimiento del poder de las fuerzas inconscientes que había detrás de lo que sus pacientes comunicaban como algo que pertenecía a la realidad fáctica. Melanie Klein elaboró este descubrimiento freudiano con su propia idea de los objetos internos (otra ampliación de Freud) y con ello enriqueció de un modo revolucionario el modelo de la mente. Para ella, vivimos a la vez en un mundo interno que consideramos tan concreto como el externo. Esto, que parece absurdo, es tan verificable en las patologías graves como en la conducta cotidiana.

Otra consecuencia del modelo kleiniano de la mente está relacionada con la temporalidad. La utilidad instrumental del tiempo físico consiste en impedir que todas las cosas sucedan a la vez. Freud extremó esta noción al sostener que los procesos del sistema inconsciente son atemporales. El físico francés Etienne Klein (ningún parentesco con Melanie) corrige la confusión común entre el Tiempo y el devenir. El Inconsciente no es atemporal, dice, solo está fuera de la flecha del tiempo; se encuentra en un tiempo sin devenir. Más sensata juzga este Klein la relación que Freud establece entre el Inconsciente y la capacidad de olvido. La compulsión a la repetición, piensa Freud, hace que el sujeto repita un acto en lugar de rememorar su primera ocurrencia. Se repite, precisa Étienne Klein, para no recordar. Esta forma de memoria del olvido es lo único que no sufre la erosión del paso del tiempo, y lo que confiere su carácter de inalterable y definitivo al núcleo del Inconsciente.27

La memoria del olvido fue central en el pensamiento kleiniano. Lo que ella llamó memories in feelings (recuerdos en sentimientos-sensaciones-emociones) precisó y llevó a sus últimas consecuencias esa peculiar temporalidad del Inconsciente.

“El tiempo –dice Borges; se refiere al devenir–, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desintegrarlo”.28 En su peculiar refutación del tiempo-devenir –como la de Bergson, como la de Borges– el pensamiento kleiniano evolucionó hacia una coincidencia exacta de todas las oposiciones: pulsiones de vida, pulsiones de muerte; amor, odio; integración, desintegración; yo, superyó; gratitud, envidia; objeto bueno, objeto malo, etc. Esta tendencia a la totalización (todo ocurre a la vez) aún más que cualquier divergencia sobre la fecha del superyó o del Edipo, o incluso sobre el contenido concreto de la pulsión de muerte, genera grandes dificultades explicativas.

Un resultado necesario de este colapso del devenir es el abandono de la idea de fases del desarrollo. El modelo freudiano resultaba sencillo en su concepción: a una fase oral seguía una anal y otra genital. Pero si todo ocurre a la vez y se resuelve en posiciones, aun si Klein situó su aparición en la flecha del tiempo –la Posición esquizoparanoide es característica de los primeros momentos de la vida; la depresiva surge después– estas terminan por ser “situaciones”, en las que la edad en que ocurren es indiferente.

Ya muy tempranamente (1937) John Rickman advirtió que Melanie Klein había descubierto muchos elementos de la vida adulta en la más temprana infancia, y la persistencia de estos elementos a lo largo de la vida sugería que el inconsciente del adulto no difiere esencialmente del infantil.29 Esta equivalencia no hizo más que acentuarse. En efecto, de la teoría kleiniana parece desprenderse la existencia de un tercero analítico que es el centro común del analizado y el analista durante la sesión y la piedra de toque del sujeto. Se trata del bebé y el niño que habitan la mente de todo ser humano. No es desde luego el niño de la infancia real, sino un infante virtual, fantasmático. James Grotstein ha llamado a esta entidad el niño-delinconsciente-una-vez-y-para-siempre-presente-y-siempre-en-desarrollo, y ha intentado una tipología de los distintos niños que habitan al adulto.30

Quizá la primacía que la clínica tuvo para Melanie Klein la llevó a intuir que la realidad psíquica no se deja aprehender linealmente, sino como una duración (Whitehead, Bergson), es decir, un fluir continuo, una penetración indivisible del pasado en el presente.

Donald Meltzer ha insistido en que el método y la teoría kleinianas deben su originalidad, y su peculiaridad, a la observación y el análisis de niños. Es cierto como también lo es el desarrollo que emprendió de las ideas de Freud, Abraham, Ferenczi y otros. Algo, sin embargo, que apenas ha merecido alguna atención es que ese método y esas ideas crecieron y maduraron en el clima intelectual, moral y social de la Inglaterra de los años treinta. Solo la sociedad inglesa podía ofrecer el campo propicio para que en él crecieran las ideas kleinianas, por eso sin duda fueron y son aceptadas ahí tan ampliamente.31

Inglaterra había sido la sede de la primera Revolución industrial y también el lugar en que primero se valoró a la familia trabajadora, a la madre trabajadora, a sus hijos. La solidaridad y la amistad tenían un lugar prominente no solo en la vida cotidiana, sino en el pensamiento filosófico y económico: Inglaterra fue la cuna del Estado de bienestar. La fuerte tradición feminista permitió a las primeras psicoanalistas mujeres retomar el debate sobre la sexualidad femenina que se libraba en el continente. (El 40% de la membresía de la propia Sociedad Psicoanalítica Británica estaba formada por mujeres, a diferencia del 20% femenino de la Sociedad vienesa).

Dos tradiciones intelectuales, representadas por la figura de dos filósofos, estaban presentes solo en la cultura inglesa: la filosofía moral de George Moore y la reflexión sobre el lenguaje del segundo Wittgenstein. De acuerdo con Moore, “Las cosas más valiosas que podemos conocer o imaginar son con mucho ciertos estados de conciencia, los cuales pueden describirse grosso modo como los placeres del trato humano y el goce de los objetos bellos”.32 Esta fue la tesis que los discípulos y amigos de Bloombsbury adoptaron como una religión. “El Nuevo Testamento es un manual para políticos –escribió Keynes en 1938– en comparación con la espiritualidad del capítulo de Moore sobre El Ideal [incluido en Principia Ethica]. No conozco nada que se le parezca en la literatura desde Platón. Y es mejor que Platón porque está casi exento de fantasía”.33

Los valores que Moore postulaba no eran, desde luego, nuevos: el movimiento romántico sostuvo que el arte poseía un valor intrínseco y el amor había sido considerado como el valor más alto desde Platón. La novedad de Moore es que los relacionó con la tradición del empirismo y el utilitarismo ingleses, lo cual le dio un contenido concreto. El punto de partida no era el otro en general, como en Kant y en Freud, sino el otro concreto y particular. Moore proponía que las relaciones inmediatas, familia, amigos, tenían prioridad sobre los ideales. (Una célebre declaración del novelista E.M. Forster vinculado al grupo de Bloombsbury es la clave de esta propuesta de Moore: “Si tuviera que elegir entre traicionar a mi país y traicionar a mi amigo, espero que tuviera las agallas para traicionar a mi país”).

Por su parte, la reflexión acerca de los lenguajes privados comenzaba a ocupar en esos años el pensamiento de Wittgenstein, por lo demás, amigo a veces íntimo de Moore. Esta preocupación que llevó a una nueva concepción de la mente y que constituye el núcleo de lo que más tarde fueron las Investigaciones filosóficas, puede enunciarse de la siguiente manera.34 Implícita en la filosofía clásica se encuentra la idea de un pensamiento que no requiere ningún lenguaje que se comparta con otros para expresarse; es decir, que el pensamiento puede ser independiente del lenguaje natural y que tiene su propio lenguaje, lo que significaría que yo puedo mantener un diálogo interno en un lenguaje mental exclusivo que solo yo entiendo.

Notablemente, la filosofía de Descartes que tuvo, y tiene, una influencia extraordinaria, sostiene que la mente es una especie de teatro interno en la que el sujeto es un espectador solitario y privilegiado frente a la pantalla de sus propias emociones y creencias, que son privadas. Interpretar al otro sería reconstruir en mi teatro interior lo que supongo que ocurre en el suyo. Los contenidos mentales no están causalmente vinculados a algo externo a ellos; ningún estado psicológico presupone la existencia de ningún otro individuo además del sujeto a quien se atribuye el estado mental. A esta concepción de la mente se le llama internalista.35

Para refutar esta posición, Wittgenstein argumenta que todo estado mental involucra conceptos y estos suponen (se conectan entre sí a través de) reglas. Solo una regla puede decirnos cómo es posible emplear un concepto, cuándo no debe emplearse, lo que equivale a distinguir su uso correcto o incorrecto. Pero semejantes reglas no pueden ser privadas; todas son públicas y se aprenden socialmente. Así, solo es posible tener una mente si se es miembro de una comunidad social, una forma de vida en la que la mente es generada y que es condición indispensable para la vida mental. Esto significa que la mente depende causalmente del exterior, y el significado solo puede surgir de una transacción entre lo “interno” y lo “externo”. El niño feral, Mowgli, tendrá un cerebro y este funcionará correctamente, pero no tendrá una mente tal y como el resto de los seres humanos que viven en sociedad.

Con argumentos parecidos, Wittgenstein objeta que las emociones existan ya determinadas y constituidas y que el lenguaje se limite a expresar lo que ya está ahí. En ese caso, uno reconocería sus emociones simplemente al experimentarlas sin necesidad de una comunidad de aprendizaje para su identificación, nombramiento y descripción. Las emociones, como los estados mentales, son experiencias dotadas de un significado que varía según el tejido conceptual que las acompañe.36

Las consecuencias de esta concepción son extraordinarias en la medida en que toda la filosofía ha estado viciada por una modalidad u otra de lenguaje privado. Pero lo que aquí importa destacar es su pertinencia para el modelo kleiniano de la mente.37 Freud partió de una visión internalista; es decir, que para él una interpretación correcta sería la que representara la realidad psíquica del paciente tal como esta es. Sin embargo, es gracias a su crítica a esa misma concepción (es decir, a la idea de la mente como unitaria, transparente e incorregible) que el psicoanálisis construyó una visión externalista, intersubjetiva, de lo mental. En Klein la tentación internalista no existió nunca y es una convicción externalista la que anima la teoría de las relaciones de objeto.*** Nada de lo mental es privado, todo se construye ciertamente siguiendo la línea de dotaciones innatas pero bajo la égida del otro, el mundo, el pecho. En el teatro interno de Klein no hay un yo privilegiado que contempla sus propias emociones y creencias; el propio yo, como el superyó, son compuestos de objetos que siempre tienen una referencia externa. El teatro interior no es privado; es mío y a la vez el gran teatro del mundo, porque el significado de mi mundo interno está siempre en referencia con mi mundo externo. Y ninguno de los dos colapsa en el otro, ni siquiera en las patologías más graves, “narcis-istas” (psicosis, perversiones…) o “social-istas” (neurosis, fobias, normopatías, hipocresía, mentira, cinismo, frivolidad, superficialidad, etc., etc., etcétera).

Su historia personal ilustra quizá mejor que cualquier explicación la manera en que Klein integró tanto esta visión externalista del significado como una nueva concepción ética. A la muerte de su analista, Karl Abraham, Klein perdió todo apoyo frente a los vieneses que no la veían con buenos ojos. En 1925 dio algunas conferencias en Londres por insistencia de su amiga Alix Strachey y un año después decidió aceptar la invitación de Ernst Jones para residir en Inglaterra.

El contacto con el ambiente intelectual inglés de la década de 1930, y que conforma su idea de la vida personal, se refleja en las distintas concepciones del yo y del superyó, y no precisamente porque el yo en Klein exista desde el principio de la vida y el superyó se forme apenas un poco después. Tampoco porque la situación edípica aparezca, en Klein, mucho antes que en la teoría freudiana.

Para Freud el yo se forma después de un período de narcisismo primario y mucho antes que el superyó, y mantiene una distancia reflexiva y crítica respecto de los imperativos de este. Para Klein, el yo se forma desde el primer instante de la vida; el superyó es casi simultáneo y tiene el mismo origen: los efectos de la pulsión de muerte y las primeras representaciones de la madre (los primeros objetos). Además, el superyó freudiano es el depositario de las preocupaciones morales, mientras que el kleiniano lo es de las preocupaciones éticas. Éticas, no morales, porque ella no se ocupó de normas morales universales sino que atribuyó responsabilidad a otras personas en concreto, empezando por la madre y, sobre todo, por el propio sujeto desde el inicio.

La propuesta kleiniana acerca de la formación del superyó antes del complejo de Edipo y no como heredero de este tuvo repercusiones de gran alcance. Suponía que los conflictos del individuo son muy tempranos: la agresividad, la culpa y la responsabilidad son el resultado de la más temprana dependencia y están asociados a experiencias de frustración frente a necesidades materiales básicas y –a diferencia de Freud– no están sujetos a las apreciaciones críticas del yo.

Además, no hay tal cosa como un “aparato” mental en la visión kleiniana y los mecanismos de defensa pierden sus cualidades “mecánicas” (se entiende más la inquina de Anna Freud, autora de El yo y los mecanismos de defensa). Así, su concepción del mundo interno resulta distinta de la freudiana. Para Freud, convertir los contenidos del ello y del superyó en yo (hacer consciente lo inconsciente) fortalecería a este último y lo llevaría a conseguir cierta independencia. Para Klein, todas las relaciones están impregnadas de contenido ético y moral; no existe punto de vista independiente o impersonal: el mundo interno forma un complejo paisaje tridimensional y bien diferenciado de objetos gratificantes y frustrantes, enemigos y cómplices, parciales y completos. Revelar la fantasía inconsciente (el equivalente de hacer consciente lo inconsciente) lleva a fortalecer el yo, pero sobre todo conduce a la integración como la tarea de la vida –porque para ella, la mente opera de manera segregada, no unitaria y con frecuencia desintegrada.

El modelo kleiniano de la mente implica un diagnóstico distinto del problema fundamental al que se enfrentan los hombres y las mujeres modernos. Para Freud, el problema clave había sido reforzar al yo a fin de dar al individuo cierta libertad con respecto al superyó, con respecto a las exigencias del ello y con respecto a la sociedad; para Klein, por el contrario, el problema consistía en construir un mundo interno de objetos completos, lo cual lleva a forjar y sostener relaciones personales éticamente significativas. Ciertamente, los dos intentaron recuperar la bondad del sujeto, pero a uno le importaba en la medida del hombre universal, el imperativo categórico kantiano; para la otra, las relaciones específicas con el otro daban la medida de su bondad o su malignidad.38

¿Por qué es Melanie Klein una figura tan significativa?, se pregunta Michael Rustin.39 A diferencia de Freud, o de Lacan o de muchos otros, ella no intentó, salvo excepcionalmente, extender la comprensión clínica a otros ámbitos. Ni siquiera, salvo en una ocasión, ofreció explicaciones aptas para todo público.

La evidencia de su importancia debe ser buscada en la trascendencia de sus ideas: el psicoanálisis de niños que ella creó se estableció en el mundo siguiendo sus métodos y su ejemplo; ninguna psicoterapia infantil de cualquier corriente puede prescindir de Melanie Klein. La pauta kleiniana está presente en mayor o menor medida en todos los desarrollos de la teoría y la práctica psicoanalíticas de todas las escuelas.40 La Escuela de las Relaciones de Objeto está inspirada principalmente en su obra. Aun cuando la inmensa mayoría de sus escritos se alejan muy poco del consultorio y son impenetrables para legos, sus sucesores han aplicado sus ideas en los servicios de asistencia social, hospitales, guarderías, escuelas. La observación de bebés desarrollada como una disciplina autónoma por Esther Bick es una extensión directa de las preocupaciones de Melanie Klein por la más temprana infancia.

La aplicación de las ideas kleinianas y poskleinianas a campos distintos del psicoanálisis ha resultado de un inmenso valor en el intento humano constante e irrenunciable de hacer inteligible lo real. Así, desde esta perspectiva han adquirido en el pensamiento kleiniano una herramienta para vincular el arte con el sentido de la vida.41 Quizá, sin embargo, una zona que la obra de Melanie Klein ha ayudado a iluminar con mayor claridad está en aspectos centrales de la vida social como el papel de la destructividad, el feminismo, la política, la voracidad del consumo, la fragilidad y superficialidad de los vínculos afectivos, la recomposición de la vida familiar…42

En 1981 Jean Laplanche visitó México. Llamó a la primera conferencia que impartió en nuestra Universidad Nacional, “¿Hay que quemar a Melanie Klein?”. En ella reconocía las aportaciones kleinianas y advertía contra su uso dogmático del que han sido víctimas tanto por parte de aquellos que se rehúsan incluso a escuchar hablar de ellas, como de quienes se convierten en instituciones “kleinianas”. Alertó sobre el grave peligro de convertir el kleinismo en un artículo de fe o en axiomas, como ya había advertido Strachey en los años cuarenta, en una mecánica, una receta de cocina. Porque, ciertamente, Melanie Klein parte de conceptos a los que se puede hacer funcionar casi como una máquina: lo bueno y lo malo, lo interno y lo externo. Así, cualquiera que sea un poco limitado puede llegar a entrar en esa mecánica, y desgraciadamente no toda la gente es creativa.

Laplanche concluía que no hay que encerrar las enseñanzas de Melanie Klein en el gueto, no hay que arrojarla a la hoguera ni marginarla, sino hacerla trabajar, es decir, trabajar su propio texto y la experiencia que de ahí se desprende. Es necesario desconstruir su texto, decía, para encontrar en ese edificio aparentemente monolítico las fases y los planos que no funcionan del todo bien.

Es verdad que no son pocos los analistas dogmáticos que, por falta de experiencia o de comprensión de la teoría, cometen errores muy costosos en la práctica clínica, en detrimento de la salud mental del paciente y de la reputación del psicoanálisis. Las faltas van desde el mal uso del vocabulario a causa de una pobre comprensión que banaliza los conceptos, hasta la burda reificación caricatural. Esto tiene el riesgo de convertir el consultorio en un coto de caza de las partes malignas del paciente (así como el psicoanalista winnicottiano superficial convierte en personas buenas y exentas de responsabilidad a todos, porque otros fueron la causa de sus males), lo que refuerza las ansiedades persecutorias y mantiene la escisión desde el mundo externo. Peor todavía, el diván se transforma en un laboratorio de modificación conductual que impone el deseo del analista. Es necesario tener en cuenta que Melanie Klein no perdió de vista nunca que la integración opera sobre las partes malas y las buenas del sujeto.

Hoy en día, decía Laplanche a principios de los años ochenta, Melanie Klein ya no es arrojada a la hoguera; es ignorada, aislada y, más frecuentemente, saqueada (ella que analizó como nadie las fantasías de robo que acompañan a todo ser humano). Los que la aíslan y olvidan, o la roban sin entender, son los mismos que creen en los postulados de un racionalismo estrecho; son los mismos que hace mucho olvidaron la lección interpretativa de Sigmund Freud: De alguna manera, Melanie Klein debe estar en lo correcto.43

“Todo lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal”.44 Ciertamente, un lenguaje sucesivo es inepto para explicar las ideas de Melanie Klein que se ocupan de eso que está y no está en el devenir, y sin embargo es el único posible: explicar cualquiera de los grandes conceptos supone la explicación simultánea de todo el entramado, lo que es a todas luces imposible. La esperanza es que “cuando empezamos a creer algo, lo que creemos no es una única proposición sino todo un sistema de proposiciones. (La luz clarea gradualmente sobre el todo)”.45 Y ese todo no es otra cosa que la captación (intuición) de la realidad psíquica con el auxilio ortopédico de una serie de preconcepciones y concepciones o, como se diría en otra terminología, aparatos conceptuales.

En 2009, Harry Karnac publicó una invaluable bibliografía de Melanie Klein.46 Entre los muchos miles de estudios dedicados al pensamiento kleiniano que ahí se registran, existen muy pocos de naturaleza general. Infinidad de artículos aclaran aspectos particulares y dificultades de comprensión. En vida de Klein, discípulos de la talla de Susan Isaacs, Joan Riviere, Herbert Rosenfeld, Ronald Fairbairn, Donald Winnicott, Wilfred Bion, Roger Money-Kyrle o Jaques Elliot comenzaron a desbrozar el camino. Su discípula más cercana al final de su vida, Hannah Segal, logró un extraordinario estudio introductorio empleado por quien accede por vez primera al complejo edificio kleiniano.47 Willy Baranger dedicó un especioso libro a la aclaración de los conceptos de posición y objeto centrales en la teoría klieniana.48 Elsa del Valle comenzó a publicar su trabajo didáctico de cada una de las obras de Melanie Klein a finales de los años ochenta.49 Donald Meltzer estudió rigurosamente el caso Richard, que constituye el último tomo de las Obras completas de Klein.50

La biografía escrita por Phyllis Grosskurth no tuvo una aceptación unánime por parte del establishment kleiniano, quizá porque vinculaba vida y pensamiento, sin embargo, sigue siendo el canónico. Sin este, el de Meira Likierman, una biografía intelectual, habría sido imposible.51 Melanie Klein de Julia Kristeva (2000), que se une a los que escribió sobre Hannah Arendt y Colette como parte de su reflexión sobre “Le génie fémenin”, sitúa a la psicoanalista como la más original innovadora de la obra freudiana. El kleinismo sudamericano, argentino particularmente, produjo aportaciones fundamentales a la teoría: Heinrich Racker es, al mismo tiempo que Paula Heimann, quien introdujo el concepto de contratransferencia con el que hoy en día trabaja la mayor parte de los psicoanalistas en el mundo. Emilio Rodrigué, Marie Langer, Horacio Etchegoyen, Arminda Aberastury, entre otros, no solo contribuyeron decisivamente a extender el margen de la Escuela Kleiniana en América Latina, sino que crearon importantes elaboraciones teóricas y aportaciones clínicas. En los últimos años Horacio Etchegoyen y Luis Minuchin dieron a conocer sus seminarios sobre Melanie Klein; Bernardo Lince publicó un extenso volumen que aborda las principales preocupaciones kleinianas.52

En inglés, por supuesto, se ha publicado la mayor parte de las obras sobre el pensamiento kleiniano, extrañamente ningún estudio sistemático de toda su obra. Dos diccionarios, sin embargo, son indispensables en la biblioteca de todo psicoanalista.53

Como puede juzgarse sin dificultad, el corpus de estudios sobre Melanie Klein es inmenso. Hemos mencionado los más generales o indicativos de la aplicación de las ideas kleinianas a disciplinas distintas del psicoanálisis. La rigurosa bibliografía de Harry Karnac ya mencionada puede ser consultada con gran provecho para conocer las fuentes primarias y secundarias publicadas hasta 2009.

En ese corpus destaca por su carácter único la obra de Jean-Michel Petot que ahora presentamos. Ninguna otra ofrece ayuda semejante para el correcto estudio del pensamiento de Melanie Klein. A casi cuarenta años de la publicación, su utilidad y su vocación abarcadora permanecen intactas y, más todavía, son impecables en su rigor analítico.

Estos dos volúmenes han tenido en cierto modo una de las fortunas de la obra que estudian. Publicados en Francia –un país que ha mostrado esporádicamente un gran interés en Melanie Klein pero en donde la sombra de Lacan oscurece a menudo a cualquier otra figura–, y traducidos pronto al inglés, J.-M. Petot fue conocido por todos los lectores interesados en el mundo y sus ideas adoptadas, pero a menudo sin reconocimiento. En la mayor parte de los textos sobre Melanie Klein posteriores a 1980 su sombra anónima recorre el castillo.

Es que estos dos volúmenes de Jean-Michel Petot siguen siendo insuperables.

Con una rigurosa formación en filosofía, psicología y psicoanálisis, su autor emprendió la explicación del texto kleiniano y fue desvelando laboriosamente una a una las ideas desde su nacimiento y a lo largo de todo su desarrollo, sin pasar por alto inconsistencias y contradicciones. Su conocimiento del alemán –y por supuesto, del inglés– le permitió conocer los textos originalmente escritos en esos idiomas y con ello despejar confusiones en el uso del lenguaje y los malos entendidos conceptuales.

Jean-Michel Petot no es un kleiniano. Quizá por esa razón la traducción de sus dos volúmenes al inglés fue recibida a la vez con entusiasmo y con un grano de sal, pero quizá por ello, también, el valor de su análisis es mayor y más riguroso. Amigo de Klein pero más amigo de la verdad, no duda en poner en duda conceptos dudosos ni en aclarar sobreentendidos. De esa manera resuelve muchas incongruencias aparentes y explica por qué se produjeron.

La libertad con la que J.-M. Petot realizó su labor le permitió entender los hallazgos de la creadora del psicoanálisis de niños, poner en evidencia la lucidez con la que se anticipaba a su tiempo y las razones por las que fue ocasión de críticas y ataques mordaces por parte del establishment psicoanalítico, pedagógico y científico de su tiempo. La frescura de su investigación y su compromiso único con el saber lo mantiene distante del sometimiento a la persona y a la ideología; así, puede advertir que la esencia de las ideas de Melanie Klein solo se contradice con aquellas teorías psicológicas y psicoanalíticas que en la actualidad son obsoletas.

“Este es un trabajo difícil, importante absolutamente digno de estudio y reflexión”, dice Bott-Spillius en la reseña inglesa de estos dos volúmenes. Es cierto: no está destinado a quienes buscan introducciones, sino a quienes están dispuestos a tolerar el misterio, la incertidumbre, las angustias y el dolor que acompaña el conocimiento. El estudio de los textos de Melanie Klein es un requisito indispensable para quienes trabajan desde su óptica y desde la de sus seguidores, lo llamados kleinianos y poskleinianos. Por la dimensión clínica de algunos de los conceptos descubiertos o elaborados por ella (las relaciones internas de objeto, la importancia de la escisión, el valor de la angustia en el desarrollo, la identificación proyectiva, la envidia primaria, por ejemplo) es indispensable para cualquiera que se esfuerce por ser psicoanalista. Hoy en día las obras de Wilfred R. Bion y de Donald Meltzer son estudiadas en infinidad de grupos alrededor del mundo. Ambos hijos legítimos de Melanie Klein, hicieron suyo e instalaron con firmeza y seguridad el pecho bueno original, y en un acto de gratitud y generosidad hacia la madre analítica, tomaron sus teorías como piedra angular desde la que se desprenden sus planteamientos innovadores.

Es imposible acercarse a las propuestas bionianas y meltzerianas sin la compañía de Melanie Klein. Y acercarse a esta en compañía de Jean-Michel Petot garantiza una guía paciente, sabia y segura.


Notas al pie