IV
¿De quién es la mirada?

De un hombre nacido en 1942, en Niza, Francia, de padres alsacianos que los nazis empujaron a huir hasta la ciudad natal de Garibaldi; de quien llegó por primera vez a México cuando tenía veinte años y, para volver a este país, cambió un tema de tesis de doctorado de historia de los Estados Unidos por un tema de historia de la Revolución mexicana que tenía que ser bastante desconocido. El azar lo llevó a estudiar la Cristiada (1926-1929), a vivir un tiempo entre Francia y México, antes de radicar definitivamente en este último y abrir un nuevo frente de investigaciones, ya no mexicano sino ruso.

«Resulta también que el Pasado es algo completamente mental. Solamente es imágenes y creencia. Obsérvese que nos valemos de una suerte de procedimiento contradictorio para formarnos los diversos rostros de las diferentes épocas: de una parte, tenemos necesidad de la libertad de nuestra facultad de fingir, de vivir vidas diferentes a la nuestra; de la otra, nos es imprescindible contrariar esa libertad para poder tomar en cuenta los documentos y nos restringimos a ordenar, a organizar “lo que fue” mediante nuestras fuerzas y nuestras formas de pensamiento y atención, que son cosas esencialmente actuales.»1

Amparado por la autoridad del maestro, voy a hablar un tiempo en primera persona para aclarar mi interés por dos temas que se conjugan en el libro que se está escribiendo: Rusia y sus imperios2 y la ortodoxia, el otro cristianismo. Tan lejos como puedo recordar, Rusia está presente en mi familia, tanto por la actualidad de la guerra Fría como por la cultura (los libros en la biblioteca de mis padres) y la memoria familiar. Mi abuelo paterno me cuenta las hazañas de un antepasado, trompeta en el Gran Ejército de Napoleón, que llegó a Moscú y supo regresar a su pueblito de Alsacia; mis dos abuelos me hablan de la amistad franco-rusa, de los rusos en la primera guerra mundial, del querido pueblo polaco –dividido entre tres imperios– y de los alsacianos y moselanos que Hitler obligó a pelear con uniforme alemán en el frente ruso. De niño, la lectura de Michel Strogoff (El correo del zar, en español), de Julio Verne, me dejó recuerdos imborrables, a tal grado que en secundaria me dolía la imposibilidad de estudiar el idioma ruso. En la adolescencia me clavé en la lectura de Tolstoi, luego de Dostoyevski, y así descubrí la belleza de la liturgia rusa, escuchando el disco Vísperas rusas con el coro de Feodor Potorzhinski. Como estudiante de Historia, en primer año, tuve la suerte de seguir, en Aix-en-Provence, la clase de Pierre Guiral sobre Rusia entre 1856 y 1914. Y nada más. La universidad no me hablará de Rusia.

Mis estudios de historia de México, de la cuestión agraria, de la Revolución y de las revoluciones comparadas, me llevaron, más tarde, a estudiar personalmente la historia de la URSS. Así me topé, accidentalmente, con grandes autores como el francés Pierre Pascal y el ruso Nicolás Berdiaev. La lectura de Boris Pasternak y Alexander Solzhenitsyn, en los años sesenta, hicieron lo demás y, como profesor de universidad, en Francia, escogí sistemáticamente y en forma alternada dar clases sobre la historia de los cristianos en América Latina, la Revolución mexicana y la historia rusa y soviética. En 1986-1987 decidí dar el brinco y empecé a estudiar, como autodidacta, la lengua rusa. Me suscribí al glorioso semanario publicado en París, en ruso, Russkaya Mysl (El pensamiento ruso). Para seguir la perestroika, desde las primeras filas, en directo. Es el periódico de todas las disidencias, tanto de Andrei Sajarov como del gran Alexander (Solzhenitsyn); es ortodoxo pero liberal y con grandes simpatías para la Iglesia católica, en especial para su Papa polaco. Poco después, empiezo a trabajar sistemáticamente la historiografía de Rusia y la URSS.3

Alguna vez, Pierre Chaunu, en su seminario de historia de América Latina (1964) que me llevó a la Cristiada, nos había dicho que Dios lo había plantado en la Iglesia protestante calvinista, pero que él sentía una gran ternura por «nuestra vieja madre romana» y que, de haber sido posible escoger, le hubiera gustado nacer en la ortodoxia.

En sus libros posteriores sobre Europa en el siglo clásico y en el Siglo de las Luces, hizo varias veces la alabanza de la Iglesia ortodoxa y afirmó que no hubo realmente cisma entre Roma y Constantinopla, puesto que eso era una separación artificial que los teólogos, por razones políticas y pleitos de primacía, habían cavado en el cuerpo de la Iglesia cristiana hasta desmembrarlo. Tuve un tiempo en la pared, durante esa época, la impresionante fotografía del abrazo entre el papa Pablo VI y el patriarca de Constantinopla, el gigante barbudo Atenágoras. Vi la película Andrei Rubliov, de Andrei Tarkovski, para no olvidarla nunca, antes de ir a México (1965-1969); perseguí el testimonio de los veteranos cristeros que en sus convicciones vigorosas me recuerdan la fe inquebrantable de los «raskolniki» rusos, magistralmente estudiados por Pierre Pascal. En julio de 1969 tuve que salir violentamente del país y principiar un frío exilio parisino de varios años. Después del ambiente popular y bon enfant del templo de San Juan Bautista, en Coyoacán, con los niños y los perros en libertad, con pájaros parlanchines y globos escapados en la bóveda, las iglesias parisinas me parecieron mortíferas y busqué en el directorio iglesias ortodoxas. Después de probar una griega y una rusa, casualmente descubrí, frente a mi estación de metro, un templo con el letrero «Iglesia ortodoxa de Francia», con liturgia ortodoxa pero en francés. La parroquia se llama Saint Irénée –el gran obispo oriental, martirizado en la Galia– y su obispo, bajo el nombre eclesiástico de monseñor Jean de Saint-Denis, es Eugraf Kovalevsky (1905-1970), hijo del gran sociólogo ruso, hermano del historiador Pierre Kovalevsky, profesor en la Sorbona, y del liturgo y musicólogo Maxime (1903-1988): rusos del exilio postrevolucionario, ortodoxos que se descubren una vocación misionaria, la de implantar la ortodoxia en Occidente.4 Vladimir Lossky participó de esa aventura que entre 1936 y 1953 puso Saint Irénée bajo la autoridad del patriarcado de Moscú. La idea era demostrar que la ortodoxia no se identifica únicamente con la tradición litúrgica bizantina y que puede encontrar raíces locales, galicanas en este caso. Los fundadores de esa pequeña Iglesia recuperaron elementos litúrgicos galos y franceses anteriores a la separación de los cristianismos. En 1953 rompieron con Moscú y se pusieron, un tiempo, bajo la protección del patriarcado de Bucarest, entre 1970 y 1990, antes de sufrir una grave crisis casi terminal.

Mi breve encuentro con Saint Irénée me llevó a experimentar5 la teoría de las ramas en el seno de la Iglesia; las tres ramas son la Iglesia latina de San Pedro, la griega de San Andrés, la protestante de San Pablo. El «movimiento de Oxford» (1833), ideado por los anglicanos que buscaban entrar en comunión sacramental con los ortodoxos sin abjurar de su fe anglicana, decía que si una de las tres ramas cubre un territorio, las otras dos desaparecen automáticamente, de tal manera que uno es ortodoxo en Moscú, anglicano en Oxford, católico en Niza, etcétera.6 El filósofo ruso Serguei Averintsev (1937-2004) no pensaba de otra manera y practicaba tranquilamente la intercomunión, la «doble pertenencia».7 Nada más alejado de él que el odio o el resentimiento para la Iglesia católica o para el Papa.

En 1946, Pierre Kovalevsky escribía, con un generoso espíritu ecuménico, que «el estudio de la ortodoxia no puede realizarse sin una penetración más o menos profunda en el espíritu y el clima ortodoxos, sin una comunión directa con la vida de la Iglesia ortodoxa».8 Lo mismo puede decirse del estudio del cristianismo occidental. Resulta que a lo largo de treinta y cinco años he atestiguado las difíciles relaciones entre los dos cristianismos; y que así he experimentado la interesante asimetría que existe en su actual falta de relación: los católicos del presente –eso no era cierto hace cincuenta años, menos aún hace uno o varios siglos– admiran la belleza ortodoxa y llenan sus templos con íconos, creyendo que la diferencia entre las dos iglesias es mínima, que no falta casi nada para el abrazo final; mientras que los ortodoxos, a excepción de una pequeña minoría, son más tiesos que nunca en su rechazo del «latinismo» y la «papolatría», y no ven ni un principio de acercamiento posible. Creo estar preparado para exponer la naturaleza del «malentendido». El Occidente no entiende que la Iglesia oriental es ortodoxa, es decir, que no está marcada por el primado de la acción, de la «industria» –tan marcado en la regla de San Benedicto–, sino por «la afirmación central de la escatología», por la teofanía de la Gloria ya realizada, por el primado de la contemplación. Se trata, también, de cuestiones fundamentales de teología. El Occidente no conoce la ortodoxia, y viceversa, hay que saberlo. Así que estamos en presencia de dos sordos que no saben que lo son, de gente que respira con un solo pulmón, de hemipléjicos. Serguei Averintsev se consideraba como un católico ortodoxo, como un cristiano de antes del cisma, con sus dos pulmones y las dos mitades de su cerebro, tomando lo mejor en cada uno de los dos cristianismos.

Los aparatos eclesiásticos, las curias y otros sínodos, son burocracias que funcionan como tales y que no entienden esa reflexión de un católico francés, hijo de una rusa y de un oficial que había participado en la intervención francesa en México: «Se me hace que los cristianos deberían tener otras ambiciones que la de pescar alma tras alma en el vivero del vecino».9 Uno prefiere pensar como el padre Serguei Bulgakov: «Se levantará una nueva tercera Roma, en verdad Roma-Amor, que contestará a todas las angustias».10

Para terminar con los señalamientos del porqué de un tema de historia religiosa, doy la palabra a Czeslaw Milosz (1911-2004):

«En lugar de abandonar a los teólogos a sus preocupaciones, he meditado constantemente sobre la religión. ¿Por qué? Sencillamente porque alguien tiene que hacer esto. Escribir sobre literatura o arte era considerado como una honorable ocupación, mientras que si aparecían nociones tomadas del lenguaje de la religión, quien las usaba era inmediatamente tratado como una persona falta de tacto, como si un pacto del silencio hubiera sido quebrantado.

He vivido un tiempo en el que ocurría un gran cambio en los contenidos de la imaginación humana. Durante mi existencia Paraíso e Infierno han desaparecido, la creencia en una vida después de la muerte se ha debilitado mucho, la frontera entre el hombre y los animales, antes tan clara, ha dejado de ser obvia bajo el golpe de la teoría de la evolución, la noción de verdad absoluta ha perdido su posición suprema, la historia dirigida por la Providencia ha empezado a verse como un campo de batalla entre fuerzas ciegas. Después de dos mil años durante los cuales un alto edificio de creencias y dogmas ha sido levantado, desde Orígenes y San Agustín hasta Tomás de Aquino y el cardenal Newman, y durante los cuales cada obra del espíritu humano y de las manos del hombre ha sido creada dentro de un sistema de referencia, ha caído la edad crepuscular de la vida sin hogar, la intemperie. ¿Cómo podría no pensar en eso? ¿Y no es sorprendente que mi preocupación haya sido un caso raro?»11

¿Podía buscar para este incipiente trabajo mejor padrino que un polaco lituano, nacido en este espacio de los antiguos reinos de Lituania y Polonia, de la gran Polituania, rival prestigioso de la Moscovia, luego Rusia, la que vio el enfrentamiento en su corazón entre los dos cristianismos, el occidental subdividiéndose a su vez en catolicismo y protestantismo? ¿A poco no surgió en ese mundo múltiple, en 1596, en Brest-Litovsk –lo que significa Brest de Lituania, hoy puerta de Ucrania–, el intento de unión, proyecto cargado de la tragedia por venir de los greco-católicos, también llamados católicos de rito bizantino, que no quieren que se les diga «uniatas» porque así los califica el enemigo, con sorna y desprecio? El «uniatismo» y el papado, dicen los ortodoxos duros, son las dos barreras que imposibilitan el diálogo entre los dos cristianismos; mejor dicho, que hacen de Roma un enemigo tan malo como irreconciliable, que hacen de los romanos los enemigos de la verdadera Iglesia.

Religión, historia de la religión, ciertamente, pero la trascendencia política y geográfica del tema no es poca a la hora y poco después de la caída del muro de Berlín, a consecuencia de la lucha victoriosa de los polacos, después de la implosión sin mayor violencia de la URSS y su imperio, del nacimiento de Ucrania y Bielorrusia, así como del renacimiento de Estonia, Letonia y Lituania. El hombre que dirige Rusia desde el año 2000, el presidente Vladimir Vladimirovich Putin, es un hombre cuya religiosidad va más allá de la conveniencia política. Se llama Vladimir, como el gran príncipe de Kiev que sirvió de fundamento, hace más de mil años, a la ortodoxia bizantina para que así se bautizara esa región entonces llamada Rus.