Las pasiones siguen vivas y los historiadores faltamos fácilmente a la objetividad.
«Como ven, queridos muchachos, esto se relaciona directamente con lo que nos decía el señor Lanson. En pocas palabras, su maestro les ha hecho presente y palpitante el contraste de los sentimientos de algunos historiadores de primera línea respecto a los hombres y a los acontecimientos de la Revolución francesa. Les ha hecho ver que esos conocedores del terror se entendían entre sí, precisamente como Danton se entendía con Robespierre, aunque con consecuencias menos rigurosas. No digo que las emociones del alma no sean tan absolutas entre los escritores como lo son entre quienes actúan, sino que, en tiempos normales, la guillotina, afortunadamente, no está a disposición de los historiadores.
»Con todo, no les voy a ocultar que, si bien el sentido profundo de las querellas especulativas y las polémicas, incluidas las literarias, fuese objeto de indagación y proseguido en los corazones a través de un análisis lo suficientemente encarnizado, no existe duda alguna de que en la raíz de nuestras opiniones y nuestras tesis preferidas se encontraría quién sabe qué principio que nos impulsara a adoptar decisiones implacables, quién sabe qué oscura y ciega voluntad de tener razón mediante la exterminación del adversario. Las convicciones son cándida y secretamente asesinas.»
Hasta aquí Paul Valéry.1 Y se puede actualizar lo dicho hace tres cuartos de siglo, recordando el desacuerdo absoluto y feroz entre François Furet y Michel Vovelle, dos grandes historiadores de la Revolución francesa, en 1989, a la hora de las fiestas del bicentenario de la misma. Quien está escribiendo estas líneas conoce demasiado bien las emociones que sigue levantando hasta la fecha el tema de la Cristiada, esa gran tragedia de la historia político-militar-religiosa del pueblo mexicano (1926-1929, con una prolongación hasta finales de los años treinta). Él mismo ha podido comprobar entre los historiadores eslavos de cultura católica y los de cultura ortodoxa la misma división y oposición, similar rechazo a partir de los mismos datos y documentos, con las mismas virtudes críticas y talentos, con igual deseo de dar con la verdad. Los historiadores, hombres de estudio, no somos menos apasionados y comprometidos que los políticos; cuando no lo somos es que pertenecemos, como algunos políticos, a la clase de los cínicos. El problema de fondo es que, consciente o inconscientemente, somos sensibles e insensibles a ciertos hechos, análisis o interpretaciones que apoyen o destruyan nuestras tesis.
Y aquí otra vez Valéry:
«¿Qué puede haber de más notable que el hecho de que tales desacuerdos persistan, pese a la cantidad y a la calidad del trabajo invertido sobre los mismos vestigios del pasado, de que hasta se acusen entre sí, y de que los ánimos se endurezcan cada vez más y se separen unos de otros, gracias al mismo trabajo que debería llevarlos al mismo juicio? [...] y de todo esto sólo se obtiene una evidencia, a saber: la imposibilidad de separar al observador de la cosa observada y a la historia del historiador.»2
Nuestro consuelo es que los «científicos duros» se enfrentan a la misma imposibilidad de separar al observador de la cosa observada, y nuestra única obligación es reconocer este límite nuestro, común a todos los investigadores, y renunciar a las pretensiones ilusas del enfoque positivista; no podemos armar todo, reconstruir el pasado según un esquema perfectamente «racional». En un proyecto religioso, político y cultural se puede siempre analizar intenciones a las que corresponden resultados, pero no hay que confundir las intenciones con la lógica del proyecto y el curso de los acontecimientos. Los actores históricos no tienen, normalmente, una conciencia total de las consecuencias de sus proyectos y se la pasan diciendo, como el emperador Guillermo II en medio de la primera guerra mundial: «No quise eso». El papa Inocencio III nunca quiso la toma de Constantinopla por sus cruzados. Los documentos nos hablan de vacilaciones y tergiversaciones, más que de políticas a largo plazo, ejecutadas según un guión inmutable. Los actores hablan muy seguido de la fuerza de las circunstancias, de la amenaza inmediata, de la voluntad de Dios. A posteriori, nosotros los historiadores, conociendo el desenlace, reescribimos la historia y combinamos la explicación según el proyecto con la explicación según las circunstancias y la explicación según el contexto. Eso no impide que sucumbamos, muy seguido, a la doble tentación del recurso a la teoría del complot y a la teoría de la cultura: cultura política o religiosa, político-religiosa, según la cual todo explica todo, la violencia, la guerra, la imposibilidad del diálogo, la radicalización de los antagonismos. En los debates interminables y desesperantes sobre la Revolución francesa, la historia soviética, la historia nazi, nos perdimos en un océano de detalles fácticos: que si la voluntad (el proyecto), que si las circunstancias. El historiador del conflicto entre los dos cristianismos, el occidental y el oriental, corre el mismo riesgo. Lo único que se puede anunciar al lector, de antemano, es que no hay adecuación entre las intenciones, tal como existen en la conciencia de los participantes (cuando los documentos permiten reconstruirlas) y las consecuencias de su proyecto.3 Los acontecimientos tienen su propia determinación que no remite forzosamente al proyecto inicial, hay una lógica del proyecto que no es la lógica de la situación, y el número de las variables es tal, la incertidumbre tan grande, que uno tiembla al usar la palabra «determinación».
Otra certeza: tenemos que renunciar a la tendencia actual, especialmente en los asuntos de «memoria e historia, amnesia y amnistía», de judicializar la historia. Contra una tesis que se está poniendo muy de moda –y que curiosamente no es más que la vieja idea de Chateaubriand, a saber, que el historiador está encargado por la Providencia de vengar a los pueblos: Nerón reinaba pero ya había nacido en el Imperio el historiador que iba a arruinar su imagen por los siglos de los siglos–, contra esa idea de que nos toca definir claramente quién fue el culpable y quién la víctima, el historiador no puede determinar la intencionalidad. Obedecer a la «demanda social» sería hacer de nuevo del historiador un instrumento, un servidor de la «memoria cultural». Hace sólo unos años tal judicialización de la historiografía hubiera sido impensable, totalmente descalificable y nos enseñaban a buscar el cómo y el porqué de los acontecimientos.
Frente a la montaña de textos y de libros escritos sobre nuestro tema en los últimos mil años, lo único que se busca es tomar una mejor conciencia de ese «otro»: el latino para el griego, el griego para el latino. ¿Es demasiado ofrecer? Sí y no. Demasiado, puesto que uno pretende encontrarse de los dos lados del espejo y eso se antoja imposible. Para saber si el reto puede sostenerse, hay que presentar al autor y decir desde dónde habla, desde dónde escribe.