Siguiendo las indicaciones de Marc Bloch, uno sueña con realizar por fin una verdadera historia regresiva, partiendo desde el tiempo presente para remontarse en el pasado hasta un improbable origen. Así, efectivamente, se ha realizado una investigación que no puede tener fin. Pero a la hora de redactar no queda más procedimiento que recurrir a la narración clásica, la que sigue la flecha del tiempo, desde lo más viejo hasta lo más nuevo. Aunque de la apuesta de Marc Bloch queda lo siguiente: no se trata de una visión lineal en términos de sucesión de secuencias cronológicas, sino de un razonamiento en términos de historia sedimentaria. La metáfora geológica conviene porque significa que existe un todo, resultado del amontonamiento de las capas sedimentadas, erosionadas, transformadas, retomadas, a veces hundidas e invisibles, en ocasiones repentinamente exhumadas y de nuevo aparentes. Pierre Legendre, especialista en derecho, historia del derecho y psicoanálisis, en su libro Sur la question dogmatique en Occident (París, Fayard, 1999: págs. 104-105) escribe:
«En una perspectiva que pretende descubrir lo que comporta la superposición de las capas del Texto, se trata de restituir la historicidad de los conceptos, a veces gastados, que usamos, su pregnancia, su contenido implícito y su rigor interno. Por ejemplo, ¿nociones tan famosas como laicización y secularización tendrán hoy un sentido que no sea sólo defensivo contra culturas todavía rebeldes a los esquemas occidentales de la representación, cuando de aquéllos hemos disimulado la justificación propiamente religiosa? Tomar conciencia de nuestras censuras históricas puede ser aclarador, puesto que brincar tal fundación, sistemáticamente desconocida por la investigación, equivale a oponer una contra-prédica liberal a los montajes religiosos de Asia considerados como opacos así como al islam fundamentalista, primer blanco del tema renovado laicización-secularización.»
Por mi parte, añado a esa lista tanto la ortodoxia como el catolicismo y cierto judaísmo.
Pierre Legendre, de nuevo:
«La sedimentación de los discursos que constituyen un capital histórico dado hace aparecer que la diferenciación geo-política del fenómeno religioso resiste a los intentos, incluso pacíficos, de uniformización o asimilación. En eso hay un mecanismo no reductible a los parámetros aceptados en ciencias sociales, pero que remite, en su principio, a la lógica de reproducción de los sistemas de representación, a lo que no se puede mudar en la relación de identidad. Y para ilustrar esa observación, ahí les va algo muy cercano a la experiencia histórica europea: interrogar lo que está debajo del texto contemporáneo nos desvelaría el significado dogmático de las actitudes condescendientes de la investigación frente al otro cristianismo, la ortodoxia.»
Sin comentario, o casi. Cuando en el año de gracia 2000 leí esa última frase, entendí por qué los textos que publicaba desde hacía unos diez años sobre ese «otro cristianismo» no despertaban ningún interés en la academia; y por qué mis lecturas y mis proyectos se topaban, en el mejor de los casos, con una divertida «condescendencia».
Y Legendre concluye: «¿Será posible abrir una reflexión sobre las ilusiones unificadoras, a la escala de las culturas (incluido, pues, Occidente), en la diferenciación específicamente humana? Eso nos remite a lo más opaco de lo que la antropología trabaja en desvelar, el envite de diferenciación precisamente».
Este libro pretende estudiar este «capital histórico» disimulado por «la sedimentación de los discursos» cristianos oriental y occidental desde el principio; pretende señalar cómo todos los ecumenismos, después de todas las rupturas, han sido «ilusiones unificadoras», al igual que señalar cómo y por qué «la diferenciación geo-política del fenómeno religioso (cristiano en este libro) resiste los intentos, incluso pacíficos, de uniformación o asimilación».
Se trata, nada menos –y nada más–, que de ver esos dos cristianismos: el Uno, el Otro (las palabras no son inocentes: cada quien dice ser el Uno, el único bueno; el Otro es el malo), como dos sistemas. Todo sistema se organiza sobre la base de cierto encierro, a veces total, a veces entreabierto, lo que puede ser una forma de clausura más eficiente aún. Todo sistema se sabe y se quiere único y quiere preservarse para durar fiel a sí mismo. Vive en la soledad –multitudinaria, puesto que agrupa millones de fieles– y organiza sus relaciones con los otros sistemas de manera más o menos cortés, civilizada, tolerante; o bien intolerante, violenta, agresiva: dogmática, siempre.
Se pretende estudiar la formación de dos sistemas, dos iglesias, dos discursos, dos lecturas, pero se vale anticipar que el discurso occidental, pontificio, romano-canónico de la Edad Media en su apogeo, la que nos engendró, se constituyó definitivamente después de la ruptura con el Oriente cristiano, específicamente el bizantino, después del portazo tan simultáneo como recíproco que dieron Constantinopla y Roma en la fecha (simbólica más que real, pero siempre cómoda) de 1054, hace hoy 950 años. El Occidente moderno, que nos ha llevado tanto a la presente globalización de la economía de mercado y de la democracia como a una Iglesia de pretensión universal, nació definitivamente después de la ruptura entre los dos cristianismos. Paréntesis: como las dos iglesias no han dejado nunca de definirse como católicas o como ortodoxas, es más conveniente hablar de Oriente y de Occidente en lugar de Iglesia ortodoxa e Iglesia católica.1 Las dos quieren ser fieles a la verdadera fe y a su universalidad, por eso quieren ser católicas, apostólicas, ortodoxas. La ruptura con Bizancio ha sido un elemento de la especificidad occidental, desde que la gran Reforma del papa Gregorio VII puso las bases de la modernidad política europea, al incorporar el derecho romano como normatividad. El derecho romano, redescubierto en el mismo siglo XI del cisma entre las dos iglesias, con motivo de la guerra de propagandas entre el Papa y el emperador germánico, aceleró y volvió definitivo el proceso de alejamiento («estrangement», dirá en el siglo XX, el padre Yves Congar (1904-1995), teólogo del Concilio Vaticano II) entre el cristianismo occidental y el cristianismo oriental.
La importancia de la memoria en la recreación de los conflictos ha sido señalada, entre las dos guerras mundiales, por Paul Valéry; y muchos historiadores han tomado muy a mal lo que consideraban un ataque desleal contra su disciplina. Por su parte, Marc Bloch tomó muy en serio lo dicho por Valéry, al grado de que se puede pensar que su Apologie pour l’Histoire es en parte el resultado del reto lanzado por el poeta a los historiadores. En los mismos años, Maurice Halbwachs sociologizaba la filosofía de Henri Bergson sobre la memoria; y esos grandes precursores nos han permitido utilizar tranquilamente conceptos como el de memoria cultural. Para el psicoanalista indio, Sudhir Kakar, instrumentalistas y primordialistas reflejan distintas posiciones políticas e ideológicas que se ajustan a los distintos momentos históricos según las necesidades que se den. Para él, la memoria cultural es «la base imaginativa de un cierto sentido de la identidad cultural». Es también la «historia de un grupo liberada de sus raíces en el tiempo».2 En momentos de conflictos entre comunidades, los militantes organizan y activan la memoria cultural en una dirección concreta. Con el fin de lograr apoyo para su oposición a la visita del papa Juan Pablo II a Atenas en 2001, los monjes del monte Atos recordaban la toma de Constantinopla por los cruzados latinos en 1204; la visita del Papa a Ucrania activó la memoria cultural, tanto de los ortodoxos como de los greco-católicos unidos a Roma, alrededor del personaje del obispo Josafat Kuntsevich, masacrado en el siglo XVII y considerado por los primeros como su verdugo, aunque como un santo mártir por los segundos (fue efectivamente llevado al santoral por Roma hace mucho). Los activistas lograron impedir el encuentro entre el patriarca Alexei de Moscú y el papa Juan Pablo, en terreno neutral, en Hungría, evocando la toma de Moscú por los polacos católicos en 1610.
Cuando se produce un periodo de cierta tranquilidad, muchas aristas de la memoria cultural se atenúan y aparecen otros aspectos que ponen énfasis en la convivencia pacífica entre «latinos» y «griegos», entre católicos y protestantes, entre cristianos y judíos. El espacio político polaco-lituano, por ejemplo, fue esa pacífica arca de Noé, refugio para todos, mientras Europa se desgarraba en las fratricidas guerras de religión. Luego, a la hora de la crisis, todas las memorias culturales se reactivaron, cultivando la amargura y abriendo las heridas.
Cuando Paul Valéry decía que la historia vuelve a las naciones amargas y vanas, les quita el sueño y no deja cicatrizar las viejas heridas, hablaba de esa memoria cultural en cuya creación los historiadores han contribuido demasiado. Teóricamente, nosotros los historiadores somos ajenos a la elaboración y difusión de «rumores». Pero los «rumores» e «historias» que se cuentan acerca de las atrocidades cometidas por el otro grupo en los momentos álgidos de los conflictos deberían ser un tema de estudio para el historiador. Así, Marc Bloch estudió y demostró la ausencia de base real en el caso de un rumor preciso, una «historia» típica de las atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes durante la primera guerra mundial. Los relatos acerca de ciertas experiencias que circulan en el seno de las familias, del pueblo, de la Iglesia, se amplifican, crecen, toman una dimensión mítica y lo que queda finalmente es la construcción de un arquetipo emocional que para nada es una historia veraz de los hechos. Cientos de miles de niños, generación tras generación, escucharon en el mundo greco-ruso los aterradores relatos de las escenas vividas por un antepasado durante algún episodio del antagonismo secular entre los «latinos» y «nosotros». De la misma manera, cientos de miles de niños, generación tras generación, escucharon en el mundo católico eslavo (polaco, lituano, ucraniano, croata, etcétera) los aterradores relatos de las escenas vividas por algún familiar durante los siglos XVI, XVII, XVIII, XIX o XX. Ambas comunidades, ambos cristianismos, tienen su martirologio.
Cada día, cada noche, los cruzados saquean Constantinopla o la abandonan a los turcos; cada día, cada noche, los ortodoxos martirizan a San Josafat Kuntsevich, los rusos se reparten Polonia, se anexan Lituania, observan sin intervenir cómo los alemanes destruyen Varsovia; los croatas católicos masacran a sus compatriotas ortodoxos durante la segunda guerra mundial; los ortodoxos agradecen a Stalin la supresión, en 1946, de la Iglesia greco-católica (llamada «uniata» de manera despectiva por su unión con Roma en 1596). Cuentos de nunca acabar; pero «cuentos» ratificados muchas veces por el historiador, quien le da, con su complicidad, la razón a Valéry. Pero es que él también pertenece a un grupo y comulga en esa memoria cultural fundacional. No reacciona, no actúa de manera distinta a la de los grandes escritores que contribuyen a forjar esa alma colectiva: Nicolás Gogol, en su Taras Bulba (1835), pinta una caricatura inolvidable de los abominables polacos católicos frente a los heroicos cosacos, mientras que Henryk Sienkewicz, en A sangre y fuego (1884) y El diluvio (1886), deja una pintura no menos inolvidable de las atrocidades cometidas por el abominable cosaco ortodoxo en esa misma época conocida en Polonia, tanto entre los católicos como entre los judíos, como «el diluvio» o «la catástrofe». Tan grande fue efectivamente la matanza perpetrada por las tropas del atamán Jmelnitski, considerado en Ucrania como un héroe nacional...
El despiadado enemigo «latino» u «ortodoxo» es un personaje mítico que permite cultivar el odio. Éste es un método primario y eficiente para transmitir de generación en generación las animosidades históricas. Los niños –y todos somos niños– son incapaces de racionalizar la información recibida y sueñan: «si hubiera yo estado presente, eso no hubiera pasado». Los miedos y los deseos de venganza o de revancha, aprendidos en la infancia, no se olvidan nunca; y si no han sido sometidos a una crítica posterior o a un cambio radical masivo –del tipo: reconciliación franco-alemana después de la segunda guerra mundial, en la cual los Estados tienen un papel decisivo– resurgen tan pronto como haya una nueva tensión, un nuevo conflicto: a la hora de la caída de la URSS, por ejemplo, o de la ruina de Yugoslavia.
La memoria cultural consolida la cohesión tanto del grupo nacional como del grupo religioso, a veces en forma de grupo etno-religioso, un «nosotros» frente a «los otros». Posteriormente, en la escuela, el niño escuchará a sus maestros confirmarle la veracidad de la información oral familiar y el adulto volverá a encontrar el mismo discurso en la boca de muchos políticos. No faltaron en Rusia dirigentes políticos y eclesiásticos para afirmar, entre 1991 y 2000, que las guerras de la ex Yugoslavia eran religiosas, que se trataba de un complot entre la democracia cristiana alemana y el Vaticano para exterminar a los ortodoxos y/o de una alianza retomada de la guerra de Crimea (1854-1856) entre «latinos» y turcos musulmanes contra la ortodoxia. Precisamente, en el caso del nacionalismo ruso contemporáneo, podemos ver cómo se ha activado una memoria cultural que expresa el temor a ser aniquilado y el deseo de restaurar la dignidad herida y mezcla los temas religiosos y políticos en un discurso de tipo histórico; el pasado ofrece un arsenal inagotable y proporciona un estereotipo del grupo enemigo: «el Occidente», ese «otro» odioso, sea «latino» o «capitalista».
Para quien no pertenece al grupo que cultiva esa memoria cultural es difícil entender que el tiempo no ha pasado, que el pasado sigue vivo. Las operaciones intelectuales serias del historiador no comprometido con el grupo no facilitan las cosas. Así, la fecha 1054 es, para todos los del gremio, una fecha crucial, un parteaguas en la historia del cristianismo y de Europa. Sin embargo, no lo fue para los contemporáneos que vieron en el pleito entre el patriarca de Constantinopla y el enviado del Papa un episodio suplementario en esta larga relación tejida de tensiones, rupturas, reconciliaciones, un episodio sin más consecuencias que los anteriores. Para los contemporáneos, la fecha verdadera de la ruptura, vivida como tal, fue 1204, cuando la cuarta cruzada latina fue descarrilada por Venecia, la potencia económica de la época, y, contra la voluntad del Papa, terminó con la toma de Constantinopla, su saqueo y la destrucción, por un tiempo, del Imperio romano de Oriente. El eco de la catástrofe llegó hasta Novgorod, en la lejana Rusia y no se ha apagado, hasta la fecha. Sin embargo, en Occidente, hemos olvidado esa segunda fecha, de la misma manera que para nosotros 1610 no significa nada, mientras que para la Iglesia ortodoxa rusa es la fecha de la nunca olvidada, nunca perdonada toma de Moscú por un ejército polaco, por lo tanto católico (con todo y sus numerosos soldados protestantes), con sus capellanes jesuitas. En la memoria cultural ortodoxa rusa, el jesuita es la esencia pura de la «latinidad», el malo por excelencia, Roma en lo que tiene de peor.