El drama que vive Ucrania en 2014 le da a mi libro La gran controversia una actualidad trágica que hubiera preferido no vivir. Confirma lo que sabe el historiador: hay que tomar en cuenta las dimensiones culturales y religiosas para entender al mundo y arreglar los conflictos. Existen dos Europas, una latina, católica y protestante; la otra eslava y ortodoxa. La frontera se encuentra en medio de Ucrania. Por eso existe una división muy real del pueblo ucraniano, cuidadosamente cultivada por Rusia, los zares desde el siglo XVII, los soviéticos y ahora por Vladimir Putin, siempre con la ayuda del Patriarcado de Moscú, el de todas las Rusias, pues cabe mencionar que Ucrania es para Moscú una de las Rusias. Así, el pueblo ucraniano se encuentra entre dos polos, el occidental con una mayoría católica, conservador en la lengua y en la idea de lo ucraniano, y el oriental, profundamente rusificado y ortodoxo.
Es necesario tener en cuenta que la división religiosa es profunda. La Iglesia greco-católica, de rito, usos y costumbres ortodoxos, pero unida a Roma desde fines del siglo XVI, agrupa del 20 al 25% de los cristianos del país. Sufrió increíbles persecuciones en el siglo XIX y en tiempos de Stalin. Su renacimiento durante la perestroika ha causado muchas tensiones y el Patriarcado de Moscú exige su liquidación como condición necesaria ante cualquier discusión con Roma sobre el tema de la unidad. Hasta ahora Roma no ha cedido, pero los greco-católicos temen ser sacrificados algún día. En cuanto a los ortodoxos, se dividen entre los partidarios del Patriarcado Nacional de Kiev y los del Patriarcado de Moscú, que sigue controlando mucho más de la mitad de las parroquias. Hay que tener en cuenta que las pretensiones jurídicas de la Iglesia ortodoxa rusa abrazan todo el territorio de la antigua URSS, el de «todas las Rusias». Por lo tanto, la jurisdicción del Estado ucraniano no coincide con la de una Iglesia, algo excepcional en el mundo ortodoxo, en el cual Nación, Iglesia y Estado se corresponden. El resultado es que la Iglesia ortodoxa de Rusia y el Kremlin son aliados desde siempre para controlar a Ucrania y debilitar su Estado.
Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI no pudieron realizar su sueño de visitar Rusia y abrazar al Patriarca, primero Alexis y luego Cirilo; mientras que fueron a Constantinopla (Estambul) a saludar al otro Patriarca. La razón es que Moscú pone en la bandeja su petición de siempre: Roma tiene que resolver la «cuestión ucraniana», lo que significa desaparecer la Iglesia greco-católica, considerada como el caballo de Troya del proselitismo católico entre los ortodoxos.
Las raíces históricas tienen un papel esencial, así como el imaginario. En nuestro mundo globalizado, teóricamente sin fronteras, todos buscan «recuperar», fundamentar, inventar sus raíces. En Serbia, muy poca gente frecuenta los templos, en Rusia es una minoría también, pero en ambos casos se considera que la ortodoxia es el alma de la Nación. El problema de la muy antigua fractura entre las dos Europas se remonta a la división del Imperio romano en dos: entre Roma y Constantinopla; se agravó con el surgimiento de la segunda y tercera Roma (Moscú) y la Guerra Fría. Para colmo, la desaparición de la URSS, lejos de acercar las partes en discordia, ha multiplicado los puntos de conflicto y ha aumentado el nivel de las tensiones. La resurrección de los greco-católicos salidos de las catacumbas, el proselitismo católico, el éxito de los protestantes evangélicos, de los testigos de Jehová y el surgimiento de un fundamentalismo ortodoxo son, entre otros, serios elementos de crisis.
En la ortodoxia hay una cultura de la memoria de los agravios –no se olvida ni se perdona; se conmemora la toma de Constantinopla por los cruzados latinos en 1204, la toma de Moscú por los polacos en 1610, pero se ignora deliberadamente que los cosacos ortodoxos de lo que es ahora Ucrania formaban el ejército del rey de Polonia–. Uno encuentra la misma victimización entre los católicos de Polonia o Ucrania, y entre los greco-católicos de Ucrania, Hungría y la República Checa.
Es en este contexto cuando el historiador se vuelve más útil. Él sabe que nada, o casi nada, separa a las cristiandades latinas y ortodoxas; digo «ortodoxas» porque no es lo mismo la Iglesia de Rusia que la de Grecia o Armenia. En su etapa final, el Imperio romano de Oriente, unos pocos años antes de la toma de Constantinopla por los musulmanes, en 1453, sometido a la presión turca, pero también a una larga memoria antiromana, estaba finalmente dispuesto a hacer las concesiones necesarias para la unión de las Iglesias. No obstante, fueron sus discípulos eslavos, las Iglesias del norte, las que rechazaron lo acordado en el concilio de Florencia.
Tanto los politólogos como los cristianos deben conocer la historia del divorcio entre las Iglesias, una separación ya añeja, de casi mil años, cuyos efectos se hacen sentir hoy con más fuerza que nunca.
Ignorar al oriente cristiano es la actitud típica de los eclesiásticos y los historiadores occidentales, católicos y protestantes, según los ortodoxos. Tienen en gran parte razón, pero la aseveración recíproca no es menos cierta. Si el Occidente de la Edad Media conocía muy mal y no entendía nada de los que llamaba «cismáticos», para Bizancio esa tierra de bárbaros francos no existía. Punto. Eso duró hasta las Cruzadas que propiciaron un mutuo descubrimiento, peor todavía que la ignorancia, porque tomó la forma de un desencuentro fatal, una tragedia que culminó con la toma de Constantinopla por los cruzados y la formación de un imperio latino que podemos calificar de «colonialista». El verdadero resultado de las Cruzadas, además de la introducción de la cereza y el chabacano a Europa, fue un antagonismo abismal, en lugar de la paz de la Iglesia y la salvación del Imperio de Oriente, soñadas por el Papa Urbano II. Eso no ha sido olvidado ni perdonado, como bien lo recordó el arzobispo de Atenas a Juan Pablo II en 2001, y como lo recuerda cada año la Iglesia ortodoxa de Rusia y la de Grecia.
Al Oeste, amnesia. Al Este, exaltación de la memoria dolorosa, lo que Paul Ricoeur llama «la obstinación del recuerdo». Hay que tomarlo en cuenta, si uno quiere entender algo. Encontramos este fenómeno en todas las culturas, especialmente a la hora de la «invención» nacionalista. Así, en 2014 los gobernantes de Cataluña y sus historiadores recuerdan, conmemoran, instrumentalizan para fines políticos la toma de Barcelona por los franceses en 1714. El otro gran problema de los ortodoxos es su relación con la modernidad. El concilio Vaticano II le dio a la Iglesia católica el lugar y la oportunidad para debatir el tema, mientras que los ortodoxos del bloque soviético nunca han tenido esta oportunidad.
La religión compartida es uno de los más fuertes lazos sociales que existen. Se vuelve todo lo contrario, uno de los elementos más explosivos, cuando aparecen diferencias alrededor del rito, el calendario, los usos y costumbres, el ayuno, el celibato de los sacerdotes, la barba o la tonsura. Eso es especialmente cierto para los monoteísmos, intolerantes por definición. En el cristianismo, la ruptura mayor fue la primera, la que separó y separa Oriente y Poniente, católicos y ortodoxos. La Edad Media vivió el divorcio cinco siglos antes de la Reforma protestante y todos los intentos de reunión han fracasado: los puntos de desacuerdo se mantienen y agravan, como en el caso de la «cuestión ucraniana». El punto fundamental es, sin embargo, la dirección de la Iglesia, el esquema institucional de una sola cabeza, del Papa de Roma, o un policentrismo más colegial y conciliar. Esa ruptura mayor ocurrió al final de un lento y prolongado alejamiento entre dos mundos culturales, con la intervención de muchos factores teológicos y no teológicos, religiosos y no religiosos. La gran controversia pretende contar esa historia desde la fundación de Constantinopla en el siglo IV de nuestra era hasta la actualidad.
Podemos poner la fecha exacta del surgimiento del cristianismo. También es posible fechar con precisión el inicio de la Reforma cuando el monje agustino Martín Lutero clavó sus tesis en la puerta del templo de Wittenberg, en Sajonia. Es imposible hacer lo mismo para fijar el nacimiento, o mejor dicho la separación, la divergencia de las Iglesias católica y ortodoxa: las dos son y afirman ser católica y ortodoxa. La fecha oficial de 1054, momento de un recíproco anatema, si bien es cómoda, no corresponde a la realidad. No la vivieron así los contemporáneos, acostumbrados a repetidas crisis y reconciliaciones; además el alejamiento cultural y político había empezado desde el siglo IV. Es lo que intento explicar en los libros I y II que llegan hasta 1453, después de haber presentado el tema y al autor. A lo largo de tantos siglos, ambas Iglesias comulgaban en la misma fe, pero sus instituciones respectivas se fueron distinguiendo cada vez más, mientras que el contexto social y político contribuyó a la diferencia; hasta que, un buen día, cada Iglesia tomó el calificativo que mejor le convino, ortodoxa para la oriental que se define como celosa guardiana de la Santa Tradición, y católica para la latina, Iglesia de un Occidente en expansión demográfica y militar, y con una capacidad de invención ilimitada.
El conflicto es político y religioso, y se agrava cuando Constantinopla, frente a los turcos, lucha para sobrevivir. ¿Cuál es el centro gravitacional de la Iglesia cristiana, Roma o Constantinopla? Los emperadores, para lograr la ayuda militar de los latinos, estuvieron dispuestos a ir muy lejos hacia la unión, pero su Iglesia no la aceptó: «¡Mejor el turbante que la tiara!» (refiriéndose a los turcos y al Papa de Roma respectivamente).
El libro III lo dedico al mundo eslavo. Los rusos consideran la caída de Constantinopla como un castigo divino por la aceptación de la unión en el concilio de Florencia y adoptan una actitud considerablemente hostil contra el Metropolitano de Kiev: siglo XV, Moscú contra Kiev; siglo XXI, Moscú contra Kiev… La unidad metropolitana de «Kiev y todas la Rusias» se derrumba, Moscú se vuelve la sede de un Patriarcado y la división eclesiástica alienta un desarrollo lingüístico y cultural por separado, en lo que llamaban la «gran Moscovia» y las regiones que conocemos ahora como Ucrania. Nace la doctrina de Moscú como la «Tercera Roma», el último refugio de la ortodoxia, doctrina retomada y actualizada en el siglo XXI por el presidente Vladimir Putin.
Los libros III y IV tratan de las conversiones simétricas y diferentes de Polonia y Lituania por un lado, de Rusia por el otro, luego de un combate secular para controlar a Kiev y lo que se llamaba Rutenia, más o menos la Ucrania actual. El fenómeno cultural y religioso esencial es precisamente la creciente diferencia entre Rutenia y Moscovia. Existe desde aquel entonces un mundo eslavo católico opuesto a un mundo eslavo ortodoxo, con un tercer universo no menos eslavo, atrapado entre el yunque polaco y el martillo ruso, el de los greco-católicos.
Por eso le dedico un libro, el V, a la suerte de los rutenos en los siglos XVI y XVII, a partir de la unión firmada en 1596, en Brest-Litovsk (Brest de Lituania). Esa unión con Roma fue deseada e instrumentada por unos obispos rutenos deseosos de ponerse bajo la protección del lejano Papa de Roma, contra los dos imperialismos rivales, el latino de los polacos y el ruso del zar y del patriarca de Moscú. Querían mantener su originalidad ortodoxa, pero en comunión con Roma. En ese momento empezó una larga tragedia que no ha terminado en 2014, puesto que el Patriarcado de Moscú exige su desaparición antes de todo diálogo, y el presidente Putin los denuncia como unos fascistas. Después de los tres repartos que desaparecen a Polonia-Lituania, el siglo XIX fue muy duro para los greco-católicos, sometidos a la rusificación, a la entrada forzada en la Iglesia ortodoxa, a la imposición de una lengua, a la pertenencia a una Iglesia (a un rito, a una institución), y a la definición de su identidad nacional.
El libro VI está consagrado al momento soviético y a las nuevas ilusiones que nacieron o renacieron en una Roma que sueña con la reunión de las Iglesias bajo el báculo del Papa, puesto que el zar había desaparecido y, según la Curia, con él desaparecería la Iglesia ortodoxa de todas las Rusias. Hasta soñaron con ponerse de acuerdo con los bolcheviques para esto. El coqueteo con el Kremlin duró bastante y eso explica la tardanza en la condena del comunismo, no antes de 1937, con la encíclica Divini Redemptoris. Ese sueño, ese mecanismo mental funcionó periódicamente hasta la caída de la URSS: fue la famosa Ostpolitk, la «política oriental» del Vaticano. La implosión de la URSS y la desintegración del bloque soviético resucitaron las ilusiones de 1917.
Tal es justamente el tema del libro VII y último que desmenuza las ilusiones y los espejismos vaticanos a partir de 1991. Son los mismos sueños y errores desde los tiempos de Iván el Terrible hasta los de Vladimir Vladimirovich Putin. El endurecimiento de la Iglesia ortodoxa rusa frente a Roma corre en forma paralela al mejoramiento de las relaciones entre el Patriarcado de Constantinopla y el Papado. Una larga reflexión sobre la espinosa «cuestión ucraniana», la de los greco-católicos, estudiada en el capítulo intitulado «El cactus uniata» tristemente de actualidad, precede las conclusiones.
Bien lo dijo en 1907 Joseph Wilbois, un francés instalado en Rusia: «Se me hace que los cristianos deberían tener otras ambiciones que la de pescar almas en el vivero del vecino».
Jean Meyer, 30 de abril de 2014