«La historia de las ideas no es menos una colección infinita de accidentes impredecibles que la historia política. Sin embargo, intentamos siempre emplear nuestra ingenuidad para revelar algún tipo de “lógica” en la secuencia de los acontecimientos, y sólo a la luz de tal “lógica” nos atrevemos a pensar que somos capaces de captar el sentido de los acontecimientos (o de imponerles un sentido).»1
Un ejemplo, uno solo: San Agustín es un personaje esencial en la historia del cristianismo occidental, desde que empezó a escribir; no dejó de serlo en la Edad Media y lo fue más aún para Lutero y Calvino, para Jansenius y Pascal. El agustinismo religioso y político, la cuestión de la gracia y su relación con la reforma protestante, el surgimiento y la persecución del jansenismo, la victoria momentánea de los jesuitas contra los jansenistas y la revancha póstuma de aquéllos con la destrucción de la Compañía de Jesús, el pesimismo que ha marcado durante mucho tiempo a los cristianos occidentales, todo hace de Agustín y del agustinismo un actor y una corriente de ideas de mayor importancia. Los ortodoxos en general, tantos los que lo conocen como los que no, abominan de él porque lo consideran como el progenitor del individualismo moderno, del Yo occidental, responsable de todos nuestros males, el padre del cisma. Sin meternos en el enorme debate sobre la gracia, hay que recordar que Agustín no sólo codificó la doctrina occidental del pecado original y de la gracia divina, sino que en gran parte la inventó. Las escrituras bíblicas decían que la desobediencia de Adán y Eva había corrompido nuestra naturaleza y nos hacía fácilmente presa de todo tipo de tentaciones diabólicas; ciertamente. Pero que por el solo hecho de ser los descendientes de Adán todos hemos heredado su pecado real y no únicamente la propensión a pecar, eso no era tan evidente; y en cuanto al fundamento en las escrituras de esa tesis agustiniana, éste no tardó en resultar falso. Hace mucho que los especialistas bíblicos han descubierto que la Vulgata había traducido mal la famosa afirmación de San Pablo: «In quo omnes peccaverunt» (Romanos, 5, 12: «Por cuanto todos pecaron»). El versículo 12 de la Vulgata queda en suspenso, mientras que en el texto griego, base de la versión ortodoxa, se lee: «De la misma suerte, por un hombre entró la justicia en el mundo, y por la justicia la vida, y así pasó la vida a los hombres, por cuanto fueron todos vivificados».
Los primeros padres de la Iglesia griegos, a diferencia de Agustín –quien, según enseñaba Henri Irénée Marrou,2 no leía bien el griego–, no tuvieron que enfrentar el problema del pecado original y de la gracia, planteado en esos términos, por la sencilla razón de que tenían directamente acceso al texto griego. Al no tropezar con la falta del traductor, no tuvieron que levantar la doctrina agustiniana prometida a un gran y desastroso porvenir.
Pelagio, Erasmo, Tomás Moro, los moralistas jesuitas tuvieron razón en disentir de esa tesis, pero el daño estaba hecho con esa terrible doctrina de la predestinación.
«Un accidente impredecible», unas pocas palabras mal traducidas con graves consecuencias que perduran hasta la fecha.
El libro en curso tratará de historia religiosa, de política, de historia de las ideas y de los imperios, de las mentalidades y de los hombres; para entender los motivos, o el cómo de la separación, tendrá que manejar argumentos canónicos, dogmáticos y políticos. En un principio está la oposición entre las dos capitales del Imperio romano, entre dos universos culturales, desde el momento que dejan de ser bilingües. Las divergencias y los malentendidos dogmáticos se agravaron por este solo hecho. Las divergencias dogmáticas latentes desde San Agustín no impidieron el largo mantenimiento de la unidad espiritual, puesto que las formulaciones demasiado precisas no habían llegado aún para matar el espíritu. La separación dogmática, en cuanto al «Filioque», tardó también cuatro o cinco siglos en fijarse: en 1096, después del Concilio de Bari, cuando San Anselmo proclama que el «Filioque» es la doctrina oficial de la Iglesia romana. Sin embargo, las relaciones espirituales duraron hasta fines del siglo XIV, y abundan los ejemplos de contactos entre cristianos de ambos mundos.
Cuando uno estudia manuscritos medievales como el Misal de la iglesia San Gervasio de París, no deja de notar la semejanza del rito occidental y del oriental, todavía en los siglos XIII y XIV; pero poco a poco, las prácticas litúrgicas y ascéticas, la teología y toda la espiritualidad se alejan y toman caminos diferentes.
Es la diferencia en el gobierno de la Iglesia lo que se vuelve el factor principal de extrañamiento. El Occidente se forja un amplio y rígido sistema de gobierno temporal único de la Iglesia –el Papa es además un monarca temporal, dueño de un Estado territorial, como ningún patriarca oriental– mientras que el Oriente, parcelado entre varios imperios, no todos cristianos, tiene que adoptar un sistema de diversidad canónica en el marco de la unidad dogmática: la ortodoxia.
El espíritu occidental y el espíritu oriental tienen un papel decisivo en la formación de los dos sistemas y la evolución socioeconómica divergente acelera la separación. El enfrentamiento político entre Constantinopla y Roma, primero, entre Rusia y Polonia después, son dos momentos decisivos que hacen del enfrentamiento religioso una cuestión de dignidad nacional y de defensa contra el enemigo extranjero; llega la hora de los nacionalismos religiosos, de las etnorreligiones, de la religión como marcador étnico.
Las Cruzadas, nunca olvidadas, nunca perdonadas, entran en el marco de esos enfrentamientos, no sólo las dirigidas hacia la Tierra Santa y el Mediterráneo, sino la germánica de la Orden Teutónica en el siglo XIII en el Báltico y hacia Pskov, en Rusia, prolongada en los siglos ulteriores en las guerras por Lituania. Así se cavó la trinchera que separó a los pueblos eslavos de jurisdicción romana de los principados rusos ortodoxos (greco-rusos).
El trabajo pretende empezar por un repaso acelerado de la historia de la Iglesia como institución –para presentar el papado, por un lado, con su evolución hacia la hierocracia– y de los patriarcados, en el marco del cesaropapismo bizantino, primero, y de la Gran Moscovia y del Imperio ruso, después.
Luego viene el recorrido del enfrentamiento, de la ruptura y de los intentos de «reunión» entre Roma y Constantinopla, hasta la toma de Constantinopla por los turcos en 1453. Sigue una presentación de la diferenciación progresiva de la antigua «Rus» en Moscovia, al este, y la futura Rusia, y Ruthenia, al oeste (Rusia blanca, Rusia negra de Ucrania, Rusia roja subcarpática), así como las diferenciaciones religiosas en el marco del enfrentamiento polaco-ruso.
Un capítulo será dedicado a Roma y Moscú hasta la Unión de Brest en 1596; otro a la historia trágica de los rutenos, unidos a Roma u ortodoxos, en los siglos XVII, XVIII y XIX, con persecuciones recíprocas, hasta la caída del Imperio ruso de los Romanov en 1917.
El siglo XIX vio fracasar de nuevo las ilusiones occidentales de «reunión»; y los comienzos del XX vieron su renacimiento con la caída de los zares. Roma, convencida de que era el zarismo, el cesaropapismo del Imperio, el único impedimento de la «reunión», saludó con alegría la Revolución bolchevique: «A río revuelto, ganancia de pescadores». Eso no ha sido perdonado en la Iglesia ortodoxa rusa, tanto la que se sometió al poder soviético, como la que se construyó en exilio, «allende de las fronteras» (Zarubezhnaya Tserkov).
Después de la etapa soviética y del cambio introducido por el Concilio Vaticano II, se pasará a estudiar Roma y Moscú después de la desaparición del Imperio soviético. Nuevo tiempo de ilusiones renovadas, resurgimiento de problemas que se pensaba liquidados a lo largo de la gran fractura que divide la cristiandad en Oriente y Occidente.
Ese intento descansa en escaso trabajo de archivos y en interminable labor de lectura en bibliotecas del mundo entero. La compilación ha durado más de diez años y puede resultar en el parto de los montes. Bien lo dijo Gustave Flaubert: «Écrire de l’histoire, c’est boire un océan pour pisser une tasse à café». («Escribir historia es beber un océano para mear una tacita».)