Introducción general a los “Ensayos sobre sociología de la religión” (1920)*

TRATAR de los problemas de la historia universal para un hijo del moderno mundo cultural europeo implica necesaria y legítimamente plantearlos desde la siguiente problemática: ¿qué serie de circunstancias han llevado a que precisamente en el suelo de Occidente, y sólo aquí, se hayan dado ciertas manifestaciones culturales, mismas que —al menos tal y como solemos representárnoslas— se encuentran en una dirección evolutiva* de alcance y validez universales?

Sólo en Occidente hay “ciencia” en aquella fase de su desarrollo que actualmente reconocemos como “válida”. A no dudarlo, también en otras partes (India, China, Babilonia, Egipto) ha habido conocimientos empíricos, meditación sobre los problemas del mundo y de la vida, filosofía de matices racionalistas y hasta teológicos (aun cuando la elaboración de una teología sistemática haya sido más bien la obra del cristianismo, influenciado por el espíritu helénico; en el Islam y en algunas sectas indias sólo se encuentran atisbos); conocimientos y observaciones tan profundos como agudos. Pero a la astronomía de los babilonios, como a cualquier otra, le faltó la fundamentación matemática, que los helenos fueron los primeros en darle (aun cuando eso mismo hace tanto más asombroso el desarrollo alcanzado por la astrología, sobre todo entre los babilonios). A la geometría // le faltó la “demostración racional”, que también fue producto del espíritu helénico, el primero igualmente en crear la mecánica y la física. Las ciencias naturales indias carecieron de la experimentación racional (producto del Renacimiento, salvando algunos fugaces atisbos de la Antigüedad) y del moderno laboratorio; por eso, la medicina (tan desarrollada en la India en el orden empírico-técnico) careció de todo fundamento biológico y bioquímico, singularmente. Ninguna civilización no occidental ha conocido la química racional. A la historiografía china, que alcanzó un alto desarrollo, le falta el pragma tucididiano. Maquiavelo tuvo precursores en la India;* pero a la teoría asiática del Estado le falta una sistematización semejante a la aristotélica y toda suerte de conceptos racionales. Fuera de Occidente no existe una ciencia jurídica racional,* a pesar de todos los indicios que puedan encontrarse en la India (Escuela de Mimamsa), a pesar de todas las amplias codificaciones y de todos los libros jurídicos, indios o no, puesto que faltaban los esquemas y las categorías estrictamente jurídicas del derecho romano y de todo el derecho occidental amamantado por él. Algo semejante al derecho canónico no se conoce fuera de Occidente.

Lo mismo ocurre con el arte. Parece ser que el oído musical estuvo mucho más finamente desarrollado en otros pueblos que actualmente entre nosotros o, en todo caso, no era menos fino que el nuestro. Todos los pueblos conocían la polifonía, la instrumentación, los distintos compases, y, como nosotros, conocían y combinaban los intervalos tónicos racionales; pero sólo en Occidente ha existido la música armónica racional* (contrapunto, armonía), la composición musical sobre la base de los tres tritonos y la tercera armónica, nuestra cromática y nuestra enarmonía (que sólo a partir del Renacimiento han sido conocidas racionalmente como elementos de la armonización), nuestra orquesta con su cuarteto de cuerda como núcleo y la organización del conjunto de instrumentos de viento, el bajo fundamental, nuestro pentagrama (que hace posible la composición y ejecución de las modernas obras musicales y asegura, por tanto, su duración // en el tiempo), nuestras sonatas, sinfonías y óperas (a pesar de que siempre ha habido música de programa y de que todos los músicos han empleado como medio de expresión musical el matizado, la alteración de tonos, la cromática) y, como medios de ejecución, nuestros instrumentos básicos: órgano, piano y violines.

El arco en ojiva se conoció en la Antigüedad y en Asia como motivo decorativo; al parecer, también en Oriente se conocía la bóveda ojival esquifada. Pero fuera de Occidente no se conoce la utilización racional de la bóveda gótica como medio de distribuir y abovedar espacios libremente construidos y, sobre todo, como principio constructivo de grandes edificaciones monumentales y como fundamento de un estilo aplicable por igual a la escultura y la pintura, como supo crearlo la Edad Media. Y también falta (a pesar de que el Oriente había suministrado los fundamentos técnicos) aquella solución al problema de las cúpulas y aquella especie de “clásica” racionalización de todo el arte (debida en la pintura a la utilización de la perspectiva y la luz) que creó entre nosotros el Renacimiento. En China hubo productos del arte tipográfico; pero sólo en Occidente ha nacido una literatura impresa, destinada a la impresión y sólo viable por ella: la “prensa” y las “revistas”. En China y en el Islam ha habido escuelas superiores de todo linaje, incluso con la máxima semejanza a nuestras universidades y academias. Pero el cultivo sistematizado y racional de las especialidades científicas, la formación del “especialista” como elemento dominante de la cultura, es algo que sólo en Occidente ha sido conocido. Producto occidental es también el funcionario especializado, piedra angular del Estado moderno* y de la moderna economía europea; fuera de Occidente, el funcionario especializado no ha tenido jamás una tan fundamental importancia para el orden social. Es claro que el “funcionario”, incluso el funcionario especializado, es un producto antiquísimo de las más diversas culturas. Pero ningún país ni ninguna época se ha visto tan inexorablemente condenado como el Occidente a encasillar toda // nuestra existencia, todos los supuestos básicos de orden político, económico y técnico de nuestra vida en los estrechos moldes de una organización de funcionarios* especializados, de los funcionarios estatales, técnicos, comerciales y especialmente jurídicos, como titulares de las funciones más importantes de la vida social.

También ha estado muy extendida la organización estamentaria de las corporaciones políticas y sociales; pero sólo Europa ha conocido el Estado estamentario: rex et regnum, en sentido occidental. Y, desde luego, sólo el Occidente ha creado parlamentos con “representantes del pueblo” periódicamente elegidos, con demagogos y gobierno de los líderes como ministros responsables ante el parlamento:* aun cuando es natural que en todo el mundo ha habido “partidos” en el sentido de organizaciones que aspiraban a conquistar o, al menos, influir en el poder. También el Occidente es el único que ha conocido el “Estado” como organización política, con una “constitución” racionalmente establecida, con un derecho racionalmente estatuido y una administración de funcionarios especializados guiada por reglas racionales positivas: las “leyes”; fuera de Occidente, todo esto se ha conocido de modo rudimentario, pero siempre faltó esta esencial combinación de los elementos característicos decisivos.

Y lo mismo ocurre con el poder más importante de nuestra vida moderna: el capitalismo.

“Afán de lucro”, “tendencia a enriquecerse”, sobre todo a enriquecerse monetariamente en el mayor grado posible, son cosas que nada tienen que ver con el capitalismo. Son tendencias que se encuentran por igual en los camareros, los médicos, los cocheros, los artistas, las cocottes, los funcionarios corruptibles, los jugadores, los mendigos, los soldados, los ladrones, los cruzados: en all sorts and conditions of men, en todas las épocas y en todos los lugares de la tierra, en toda circunstancia que ofrezca una posibilidad objetiva de lograr una finalidad de lucro. Es preciso, por tanto, abandonar de una vez para siempre un concepto tan elemental e ingenuo del capitalismo, con el que // nada tiene que ver (y mucho menos con su “espíritu”) la “ambición”, por ilimitada que ésta sea; por el contrario, el capitalismo debería considerarse precisamente como el freno o, por lo menos, como la moderación racional de este irracional impulso lucrativo. Ciertamente, el capitalismo se identifica con la aspiración a la ganancia lograda con el trabajo capitalista incesante y racional, la ganancia siempre renovada, la “rentabilidad”. Y así tiene que ser; dentro de una ordenación capitalista de la economía, todo esfuerzo individual no enderezado a la probabilidad de conseguir una rentabilidad está condenado al fracaso.

Comencemos por definirlo con alguna mayor precisión de lo que suele hacerse de ordinario. Para nosotros, un acto de economía “capitalista” significa un acto que descansa en la expectativa de una ganancia debida al juego de recíprocas probabilidades de cambio; es decir, en probabilidades (formalmente) pacíficas de lucro. El hecho formal y actual de lucrar o adquirir algo por medios violentos tiene sus propias leyes, y en todo caso no es oportuno (aunque no se pueda prohibir) colocarlo bajo la misma categoría que la actividad orientada en último término hacia la probabilidad de obtener una ganancia en el cambio.1 Cuando se aspira de // modo racional al lucro de tipo capitalista, la actividad correspondiente se basa en un cálculo de capital; es decir, se integra en una serie planificada de prestaciones útiles reales o personales, como medio adquisitivo, de tal suerte que, en el balance final, el valor de los bienes estimables en dinero (o el valor de estimación periódicamente calculado de la riqueza valorable en dinero de una empresa estable) deberá exceder al “capital”, es decir, al valor de estimación de los medios adquisitivos reales que se emplearon para la adquisición por cambio (debiendo, por tanto, aumentar continuamente con la vida de la empresa). Ya se trate de mercancías in natura entregadas en consignación a un comerciante en viaje, cuyo producto puede consistir a su vez en otras mercancías in natura; o de una fábrica cuyos edificios, máquinas y existencias en dinero, materias primas y productos fabricados o a medio fabricar representan créditos a los que corresponden sus respectivas obligaciones, lo decisivo en todo caso es el cálculo realizado con el capital en metálico, ya por medio de la moderna contabilidad o del modo más primitivo y rudimentario que se quiera: al comenzar la empresa se hará un presupuesto inicial, se realizarán otros cálculos antes de emprender ciertas acciones, otros posteriores al controlar y examinar la conveniencia de las mismas, y al final de todo se hará una liquidación, que establecerá la “ganancia”. El presupuesto inicial de una consignación, por ejemplo, consiste en determinar el valor dinerario convencional de los bienes entregados (si no consisten ya éstos en dinero) y su liquidación será la evaluación final que servirá de base al reparto de las pérdidas y las ganancias; y en cada acción concreta que emprenda el consignatario, si obra racionalmente, habrá un cálculo previo. Hay veces, ciertamente, en que falta todo cálculo y estimación exactos, procediéndose por evaluaciones aproximativas o de modo puramente // tradicional y convencional, y esto ocurre en toda forma de empresa capitalista, incluso en la actualidad, siempre que las circunstancias no obliguen a realizar cálculos exactos; pero esto no afecta la esencia, sino solamente el grado de racionalidad de la actividad capitalista.

Lo que nos interesa señalar es que lo decisivo de la actividad económica consiste en guiarse en todo momento por el cálculo del valor dinerario aportado y el valor dinerario obtenido al final, por primitivo que sea el modo de realizarlo. En este sentido, ha habido “capitalismo” y “empresas capitalistas” (incluso con relativa racionalización del cálculo del capital) en todos los países civilizados del mundo, hasta donde alcanzan nuestros conocimientos: en China, India, Babilonia, Egipto, en la Antigüedad helénica, en la Edad Media y en la Moderna; y no sólo empresas aisladas, sino economías que permitían el continuo desenvolvimiento de nuevas empresas capitalistas e incluso “industrias” estables (a pesar de que precisamente el comercio no constituía una empresa estable sino una suma de empresas aisladas, y sólo paulatinamente, y por ramas, se fue trabando en conexión orgánica en la actividad de los grandes comerciantes). En todo caso, la empresa capitalista y el empresario capitalista (y no como empresario ocasional, sino estable) son producto de los tiempos más remotos y siempre se han hallado universalmente extendidos.

Ahora bien, en Occidente el capitalismo tiene una importancia y unas formas, características y direcciones que no se conocen en ninguna otra parte. En todo el mundo ha habido comerciantes: al por mayor y al por menor, locales e interlocales, negocios de préstamos de todas clases, bancos con diversas funciones (pero siempre semejantes en lo esencial a las que tenían en nuestro siglo XVI); siempre han estado también muy extendidos los empréstitos navales, las consignaciones, los negocios y las asociaciones comanditarias. Siempre que ha habido haciendas dinerarias de las corporaciones públicas ha aparecido el capitalista que —en Babilonia, Grecia, India, China, Roma…— // presta su dinero para la financiación de guerras y piraterías, para suministros y construcciones de toda clase; o que en la política ultramarina interviene como empresario colonial, o como comprador del cultivador de plantaciones con esclavos o trabajadores apresados directa o indirectamente; o que arrienda grandes fincas, cargos o, sobre todo, impuestos; o se dedica a subvencionar a los jefes de partidos con finalidades electorales o a los condotieros para promover guerras civiles; o que, en último término, interviene como “especulador” en toda suerte de aventuras financieras. Este tipo de empresario, el “capitalista aventurero”, ha existido en todo el mundo. Sus probabilidades (con excepción de los negocios crediticios y bancarios, y del comercio) eran siempre de carácter irracional y especulativo; o bien se basaban en la adquisición por medios violentos, ya fuese el despojo realizado en la guerra en un momento determinado, o el despojo continuo y fiscal explotando a los súbditos.

El capitalismo de los fundadores, el de todos los grandes especuladores, el colonial y el financiero; en la paz, y más que nada el capitalismo que especula con la guerra, llevan todavía impreso este sello en la realidad actual del Occidente, y hoy como antes, ciertas partes (sólo algunas) del gran comercio internacional están todavía próximas a ese tipo de capitalismo. Pero hay en Occidente una forma de capitalismo que no se conoce en ninguna otra parte de la tierra: la organización racional-capitalista del trabajo formalmente libre.* En otros lugares no existen sino atisbos, rudimentos de esto. Aun la organización del trabajo de los siervos en las plantaciones y en los ergástulos de la Antigüedad sólo alcanzó un grado relativo de racionalidad, que fue todavía menor en el régimen de prestaciones personales o en las fábricas sitas en patrimonios particulares o en las industrias domésticas de los terratenientes que empleaban el trabajo de sus siervos o clientes en la incipiente Edad Moderna. Fuera de Occidente sólo se encuentran auténticas “industrias domésticas” aisladas sobre la base del trabajo libre; y el empleo universal de jornaleros no ha conducido en ninguna parte, salvo // excepciones muy raras y muy particulares (y, desde luego, muy diferentes de las modernas organizaciones industriales, consistentes sobre todo en los monopolios estatales), a la creación de manufacturas, ni siquiera a una organización racional del artesano como existió en la Edad Media. Pero la organización industrial racional, la que calcula las probabilidades del mercado y no se deja llevar por la especulación irracional o política, no es la manifestación única del capitalismo occidental. La moderna organización racional del capitalismo europeo no hubiera sido posible sin la intervención de dos elementos determinantes de su desarrollo: la separación de la economía doméstica y la industria (que hoy es un principio fundamental de la actual vida económica) y la consiguiente contabilidad racional.* En otros lugares (así, el bazar oriental o los ergástulos de otros países) ya se conoció la separación material de la tienda o el taller y la vivienda; y también en el Asia oriental, en Oriente y en la Antigüedad se encuentran asociaciones capitalistas con contabilidad propia. Pero todo eso ofrece un carácter rudimentario comparado con la autonomía de los modernos establecimientos industriales, puesto que faltan por completo los supuestos de esta autonomía, a saber, la contabilidad racional y la separación jurídica entre el patrimonio industrial y los patrimonios personales; o, en caso de haberse desarrollado, es con carácter completamente rudimentario.2 En otras // partes el desarrollo se ha orientado en el sentido de que los establecimientos industriales se han desprendido de una gran economía doméstica (del oikos) real o señorial; tendencia ésta que, como ya observó Rodbertus,* es directamente contraria a la occidental, pese a sus afinidades aparentes.

En la actualidad, todas estas características del capitalismo occidental deben su importancia a su conexión con la organización capitalista del trabajo. Lo mismo ocurre con la llamada “comercialización”, con la que guarda estrecho vínculo el desarrollo adquirido por los títulos de crédito y la racionalización de la especulación en las bolsas; pues sin organización capitalista del trabajo, todo esto, incluso la tendencia de desarrollo hacia la comercialización (supuesto que fuese posible), no tendría ni remotamente un alcance semejante al que hoy tiene. Un cálculo exacto —fundamento de todo lo demás— sólo es posible sobre la base del trabajo libre; y así como —y porque— el mundo no ha conocido fuera de Occidente una organización racional del trabajo, tampoco —y por eso mismo— ha existido un socialismo racional. Ciertamente, lo mismo que el mundo ha conocido la economía ciudadana, la política municipal de abastecimientos, el mercantilismo y la política providencialista de los reyes absolutos, los racionamientos, la economía planificada, el proteccionismo y la teoría del laissez faire (en China), también ha conocido economías comunistas y socialistas de distinto tipo: comunismo familiar, religioso o militar; socialismo de Estado (en Egipto), monopolio de los cárteles y organizaciones consumidoras de la más variada índole. Pero, del mismo modo que fuera de Occidente faltan los conceptos de “burgués” y de “burguesía” (a pesar de que en todas partes ha habido privilegios municipales para el // comercio, gremios, guildas y toda clase de distinciones jurídicas entre la ciudad y el campo en las formas más variadas), así también faltaba el “proletariado” como clase; y tenía que faltar, precisamente porque faltaba la organización racional del trabajo libre como industria. Siempre ha habido “lucha de clases” entre deudores y acreedores, entre latifundistas y desposeídos, entre el siervo de la gleba y el señor de la tierra, entre el comerciante y el consumidor o el terrateniente; pero la lucha tan característica de la Edad Media occidental entre los trabajadores a domicilio y los explotadores de su trabajo, apenas si ha sido presentida en otras partes. Y sólo en Occidente se da la moderna oposición entre el empresario en grande y el jornalero libre; por eso, en ninguna otra parte ha sido posible el planteamiento de un problema de la índole del que caracteriza la existencia del socialismo.

Por tanto, en una historia universal de la cultura, y desde el punto de vista puramente económico, el problema central no es, en definitiva, el del desarrollo de la actividad capitalista (sólo cambiante en la forma), desde el tipo de capitalista aventurero y comercial, del capitalismo que especula con la guerra, la política y la administración, a las formas actuales de economía capitalista; sino más bien el del origen del capitalismo industrial burgués con su organización racional del trabajo libre; o, en otros términos, el del origen de la burguesía occidental con sus propias características, que sin duda guarda estrecha conexión con el origen de la organización capitalista del trabajo, aun cuando, naturalmente, no es idéntica con la misma; pues antes de que se desarrollase el capitalismo occidental ya había “burgueses”, en sentido estamentario* (pero obsérvese que sólo en Occidente). Ahora bien, el capitalismo moderno ha sido grandemente influenciado en su desarrollo por los avances de la técnica; su actual racionalidad hállase esencialmente condicionada por las posibilidades técnicas de realizar un cálculo exacto; es decir, por las posibilidades de la ciencia occidental, especialmente de las ciencias naturales exactas y racionales, de base // matemática y experimental. A su vez, el desarrollo de estas ciencias y de la técnica basada en ellas debe grandes impulsos a la aplicación que, con miras económicas, hace de ellas el capitalista por las probabilidades de provecho que ofrece. También los indios calcularon con unidades, cultivaron el álgebra e inventaron el sistema de los números de posición, que en Occidente se puso inmediatamente al servicio del desarrollo del capitalismo; y, sin embargo, no supieron crear las modernas formas de calcular y hacer balances. El origen de la matemática y la mecánica no fue condicionado por intereses capitalistas, pero la aplicación técnica de los conocimientos científicos (lo decisivo para el orden de vida de nuestras masas) sí que estuvo, desde luego, condicionado por el resultado económico aspirado en Occidente precisamente por ese medio; y ese resultado se debe justamente a las características del orden social occidental. Por tanto, habrá que preguntarse a qué elementos de esas características, puesto que, sin duda, no todas poseían la misma importancia. Por lo pronto, cabe citar éste: la índole racional del derecho y la administración, pues el moderno capitalismo industrial racional necesita tanto de los medios técnicos de cálculo del trabajo como de un derecho previsible y una administración guiada por reglas formales; sin esto es posible el capitalismo aventurero, comercial y especulador, y toda suerte de capitalismo político, pero es imposible la industria racional privada con capital fijo y cálculo seguro. Pues bien, sólo el Occidente ha puesto a disposición de la vida económica un derecho y una administración dotados de esta perfección formal técnico-jurídica.* Por eso es preciso preguntarse: ¿a qué se debe la existencia de tal derecho? No hay duda de que, en otras circunstancias, los intereses capitalistas contribuyeron a allanar el camino a la dominación de los juristas (educados en el derecho racional) en la esfera de la justicia y la administración, pero no constituyeron en modo alguno el factor único o dominante. Y, en todo caso, tal derecho no es un producto de aquellos intereses. Otras fuerzas fueron operantes en este desarrollo; pues, ¿por qué los intereses capitalistas no actuaron en el mismo sentido en China? ¿Por qué no orientaron // el desarrollo científico, artístico, político o económico por el mismo camino de la racionalización que es propio de Occidente?

Es evidente que, en todos estos casos, se trata de un “racionalismo” específico y peculiar de la civilización occidental. Ahora bien, bajo estas dos palabras pueden entenderse cosas harto diversas, como habrá ocasión de poner de relieve en las páginas siguientes.* Hay, por ejemplo, “racionalizaciones” de la contemplación mística (es decir, de una actividad que, vista desde otras esferas vitales, constituye algo específicamente “irracional”),* como las hay de la economía, de la técnica, del trabajo científico, de la educación, de la guerra, de la justicia y de la administración. Además, cada una de estas esferas puede ser “racionalizada” desde distintos puntos de vista, y lo que desde uno se considera “racional” parece “irracional” desde otro.* Procesos de racionalización, pues, se han realizado en todos los grandes “círculos culturales” (Kulturkreisen)* y en todas las esferas de la vida. Lo característico de su diferenciación histórica y cultural es precisamente cuáles de estas esferas, y desde qué punto de vista, fueron racionalizadas en cada momento. Por tanto, lo primero que interesa es conocer las características peculiares del racionalismo occidental, y, dentro de éste, del moderno, explicando sus orígenes. Esta investigación ha de tener en cuenta muy principalmente las condiciones económicas, reconociendo la importancia fundamental de la economía; pero tampoco deberá ignorar la relación causal inversa, pues el racionalismo económico depende en su origen tanto de la técnica y el derecho racionales como de la capacidad y aptitud de los hombres para determinados tipos de conducción de vida (Lebensführung)* prácticoracional. Cuando ésta fue obstruida por obstáculos de tipo mental, el desarrollo de una conducción de vida económica racional (die Entwicklung einer wirtschaftlich rationalen Lebensführung) también encontró la oposición de fuertes resistencias internas. Entre los elementos formativos más importantes de la conducción de vida (Lebensführung) se cuentan, en el pasado, la fe en los poderes mágicos y religiosos y la consiguiente idea del deber ético. A su debido tiempo hablaremos de esto con la extensión precisa.

Comienza este volumen con dos trabajos escritos hace algún tiempo, // que intentan arrimarse en un punto concreto de gran importancia a la médula más difícilmente accesible del problema: determinar la influencia de ciertos ideales religiosos en la formación de una “mentalidad económica”, de un ethos económico, fijándonos en el caso concreto de las conexiones de la ética económica moderna con la ética racional del protestantismo ascético. Por tanto, nos limitamos a exponer aquí uno de los aspectos de la relación causal. Los trabajos subsiguientes sobre la “ética económica” de las religiones* aspiran a exponer los dos aspectos de dicha relación (en cuanto que ello es necesario para encontrar el punto de comparación con el desarrollo de Occidente que ulteriormete se analiza), poniendo de relieve las conexiones que las más importantes religiones habidas en el mundo guardan con la economía y la estructura social del medio en que nacieron, pues sólo así es posible declarar qué elementos de la ética económica religiosa occidental son imputables causalmente a dichas circunstancias sociológicas, propias de Occidente y no de otra parte. Estos trabajos, pues, no pretenden constituir un análisis amplio o esquemático de la civilización, sino que se limitan de propósito a marcar lo que en cada cultura está y estuvo en oposición con el desarrollo de la cultura occidental, eligiendo algunos puntos de vista que nos parecen de especial interés; y no parece posible seguir otro procedimiento para realizar nuestro propósito. Pero, con el fin de evitar equívocos, hemos de insistir en esta limitación del fin que nos proponemos. Todavía hay otro aspecto sobre el que conviene mucho precaver al desorientado acerca del alcance de este trabajo. El sinólogo, el egiptólogo, el semitista, el indólogo,* nada encontrarán en él de nuevo, naturalmente; a lo que aspiramos es a que no encuentre en nuestro asunto algo esencial que él considere positivamente falso. El autor no puede saber hasta qué punto ha logrado acercarse siquiera a este ideal, en cuanto que ello es posible a quien no es un especialista en la materia. Bien se comprende que quien tiene que recurrir a traducciones,* y que en lo no traducido ha de guiarse al valorar y utilizar las fuentes documentales, // literarias o monumentales por la bibliografía de los especialistas, en continua controversia entre ellos mismos, y sin poder juzgar por cuenta propia acerca de su valor, tiene harto motivo para sentirse más que modesto sobre el valor de su aportación; tanto más cuanto que todavía es muy pequeña (sobre todo en relación con China)* la cantidad de traducciones de las “fuentes” efectivas (documentos, inscripciones), principalmente habida cuenta de lo mucho más que existe y tiene importancia. La consecuencia es el valor puramente provisional de estos trabajos, sobre todo en lo relativo a Asia.3 Sólo a los especialistas corresponde emitir el juicio definitivo. Pero si nos hemos lanzado a escribirlos, ha sido precisamente porque nunca lo han hecho los especialistas con esta específica finalidad y desde este específico punto de vista en que lo hacemos nosotros. Por lo mismo, son trabajos destinados a ser “superados” en mayor medida y más hondo sentido de lo que hasta ahora es corriente en la literatura científica. Por otra parte, en ellos no ha sido posible evitar (por lamentable que sea) la continua irrupción, para fines comparativos, en otras especialidades; pero, ya que hubo necesidad de hacerlo, precisa deducir la consecuencia de una previa y abnegada resignación ante el posible resultado. El especialista cree que hoy es posible prescindir o degradar a la categoría de “trabajo subalterno”, bueno para aficionados, toda moda o ensayismo. Sin embargo, casi todas las ciencias deben algo a los diletantes, incluso, en ocasiones, puntos de vista valiosos y acertados. Pero el diletantismo como principio de la ciencia sería su fin. Quien quiera “ver cosas” que vaya al cine:* allí se las presentarán masivamente, incluso en forma literaria, precisamente sobre los problemas a que nos referimos.4 Desde luego, // una mentalidad semejante está radicalmente alejada de los sobrios propósitos de nuestro estudio, puramente empírico. También podría añadir que quien desee “sermones” que vaya a los conventículos. No pensamos dedicar una sola palabra a discutir qué relación de valor existe entre las distintas culturas estudiadas comparativamente.* Eso no quiere decir que el hombre que se ocupa de tales problemas, que marcan la trayectoria seguida por los destinos de la humanidad, se sienta indiferente y frío; pero hará bien, sin embargo, en guardar para sí sus pequeños comentarios personales, como se los guarda cuando contempla el mar o la montaña, a no ser que se sienta dotado de formación artística o de don profético. En casi todos los otros casos, el recurrir de continuo a la “intuición” suele no indicar sino un acercamiento al objeto, que ha de juzgarse del mismo modo que la actitud análoga ante los hombres.

Necesitamos justificar ahora por qué no hemos utilizado la investigación etnográfica, como parecía ineludible dado el actual estado de la misma, sobre todo para exponer de modo más completo la religiosidad asiática. Pero la capacidad humana de trabajo tiene sus límites; y, sin embargo, precisamente aquí había que referirse a las conexiones de la ética religiosa de aquellas capas sociales que, en cada país, encarnaban la cultura respectiva; y de lo que se trata precisamente es de las influencias ejercidas por su modo de conducción de vida (Lebensführung), influencias cuyas características sólo pueden ser captadas confrontándolas con el hecho etnográfico-folclórico. Confesemos, pues, e insistamos en ello, que nuestro trabajo presenta aquí una laguna, contra la que el etnógrafo reclamará con plena razón. En algún trabajo sistemático sobre sociología de las religiones* espero poder compensar en parte esta laguna; pero, de intentarlo aquí, hubiera sobrecargado con mucho el espacio de que dispongo para este trabajo, de fines // mucho más modestos; y me he conformado con poner de relieve del modo más hacedero posible los puntos de comparación con nuestras religiones occidentales.

Finalmente, he de decir también algo sobre el aspecto antropológico del problema. Si sólo en Occidente (incluso en aquellos ámbitos del modo de conducción de vida [Lebensführung] que se desenvuelven con aparente independencia recíproca) encontramos determinados tipos de racionalización, parece que hay que suponer que el fundamento de hecho se encuentra en determinadas cualidades hereditarias. El autor declara que se halla dispuesto a justipreciar muy alto el valor de la herencia biológica; pero, aun reconociendo las importantes aportaciones realizadas por la investigación antropológica, confiesa que no ha visto ningún camino que le permita comprender ni aun indicar aproximadamente el cómo, el cuánto y el dónde de su participación en el proceso aquí investigado. Tendrá que ser precisamente uno de los temas de todo trabajo sociológico e histórico descubrir en la medida de lo posible las influencias y conexiones causales explicables de modo satisfactorio por el modo de reaccionar ante el destino y el medio. Entonces cabrá esperar resultados satisfactorios incluso para el problema que nos ocupa, y mucho más cuando la neurología y la psicología comparada de las razas, ya hoy prometedoras, salgan de la fase inicial en que aún se encuentran.5 Mientras tanto, creo que falta la base, y toda alusión a la “herencia” me parecería renunciar al conocimiento, quizá ya hoy posible, y desplazar el problema a factores todavía desconocidos.