Este libro surge, en buena medida, a partir de memorias, experiencias y observaciones personales. No dilataré el momento en el que lo personal aparezca en mi aproximación al tema de la «violencia vasca», así que comienzo explicando brevemente dónde me sitúo dentro de esta historia. Pertenezco a una generación nacida durante los últimos coletazos de la dictadura franquista y que vive su niñez y adolescencia durante la época más dura tanto de ETA como de la represión por parte de las fuerzas de seguridad españolas, incluyendo el terrorismo de Estado de los Grupos Antiterroristas de Liberación o GAL. Es una generación que se educó en la cotidianeidad y la convivencia con la violencia, si no directa, sí por lo menos con el discurso de la violencia: los juegos de niños muchas veces reproducían la violencia de los mayores; la música con la que entramos en la adolescencia –el «rock radical vasco»– defendía la lucha armada y en sus conciertos coreábamos, aunque no nos lo creyéramos «gora ETA militarra»; nuestros pueblos estaban plagados de pintadas en las paredes con mensajes políticos y amenazadores porque la política, en Euskadi, era siempre amenaza: nombres de concejales no abertzales dentro de dianas, pintadas de «Independentzia ala hil», «PSOE-GAL berdin da», «ETA mátalos» o «Presoak kalera».
Estas formas de violencia no eran en absoluto excepcionales, sino que venían acompañadas de los hábitos más rutinarios. Por ejemplo, todos los miércoles había manifestación en mi pueblo con la consiguiente represión brutal por parte de la policía, así que salíamos del colegio literalmente corriendo para llegar a casa antes de que la «movida» empezara, ya que bien podías recibir una pedrada de un borroka o una pelota de goma de un txakurra. Era el día a día; no había nada de particular en todo esto. Como no lo había en ir una vez al mes con mi familia a Iparralde a visitar a un familiar vinculado a ETA. Era simplemente lo que la familia tenía que hacer para ayudar a un ser querido, a pesar del riesgo de atravesar tan periódicamente la frontera, a pesar de no estar de acuerdo con sus métodos de lucha, a pesar de saber que durante esos años visitar a la comunidad etarra en Francia suponía correr no pocos riesgos debido a los frecuentes ataques de los GAL. Pero nadie hablaba de estos «a pesares» en mi familia. La única anormalidad de todo aquello era la necesidad de guardar silencio; estas visitas no podían saberse fuera del núcleo familiar. En este libro iré desvelando otras formas en que la violencia ha estado presente en mi vida cotidiana, a veces de forma excepcional, pero para la mayoría de la ciudadanía vasca la violencia ha sido ordinaria, omnipresente y por lo tanto normalizada.
Entonces, este proyecto nace de mi preocupación sobre qué significa vivir, entendiéndola, con una herencia de violencia adquirida desde la infancia, cuando esta infancia se ha desarrollado en un contexto como el de Euskadi en los años setenta, ochenta o noventa del siglo XX, en el que la mayoría de los jóvenes sentían más repugnancia hacia y tenían más miedo de la policía nacional o la guardia civil que de los terroristas de ETA, a pesar del rechazo de buena parte de esa juventud a la violencia de la organización e incluso al proyecto nacionalista. Es también un contexto en el que la sociedad en general no se inmutaba ante el asesinato, era –me atrevo a decir sigue siéndolo– una sociedad mayoritariamente indiferente. Intento entender de qué manera vivir en esta cercanía a la violencia afecta nuestra sensibilidad hacia la misma y nuestra presente preocupación –o falta de ella– por la propia responsabilidad en el consentimiento de esta violencia. Desde el punto de vista de la imaginación y de la representación, trato de desentrañar las claves de la participación en el «conflicto vasco» de la misma sociedad en el que tiene lugar: cómo nos hemos imaginado en relación al otro; cómo hemos dirimido, a partir del lenguaje creativo, el vivir en constante contacto con la violencia; cómo hemos justificado o desafiado nuestra complicidad y nuestro silencio, y cómo puede contarse ahora esta sociedad herida, fragmentada y todavía polarizada.1
Yo soy parte de esta historia y mi punto de vista para contarla es el del testigo; un testigo que, por muchos años, si no indiferente al problema de la violencia en el País Vasco, sí le dio la espalda, eligió no querer entender porque hacerlo resultaba demasiado complicado y emocionalmente agotador. Antes de atreverme a escribir sobre este tema, escribí sobre otras violencias que me quedaban mucho más lejos, particularmente sobre las secuelas del terrorismo de Estado en Argentina, sobre la tortura, el exilio y la representación de todo ello en la literatura escrita por mujeres como Nora Strejilevich, Alicia Partnoy o Alicia Kozameh, que lo sufrieron en carne propia. Sólo cuando el periodista irlandés y experto en ETA Paddy Woodworth me hizo ver que yo escribía sobre esa violencia para no enfrentarme a la que conocía de primera mano, me di cuenta de que debía reubicarme, dejar de girar la cabeza hacia otros lugares y comenzar a asumir la postura de un testigo que reconoce que no se puede quedar impasible ante el saber adquirido tras haber visto y vivido, ante lo que sigue viendo y viviendo, que no puede, al fin y al cabo, convertirse en cómplice pasivo y silencioso de esa violencia.
El tema de la violencia en Euskal Herria sigue tocándome demasiado de cerca y por eso escribir un libro «científico» o «académico» me ha resultado no sólo imposible, sino también indeseable. El problema vasco, como cualquier problema en que ha habido una división social profunda, no es dirimible en la zona de los blancos y negros, de las certezas y verdades absolutas, sobre todo si entramos en el mundo de la imaginación y los afectos, como trato de hacer en este libro. Mi intención ha sido escribir un ensayo que ofrezca una visión matizada, que no equidistante, del conflicto y su representación: la visión de una persona que ha vivido la experiencia y después de poner tierra, años y una formación académica por medio, ha vuelto a ella con una perspectiva crítica en la que lo personal juega un papel fundamental.
A lo largo de este proyecto exploro dos conceptos básicos relacionados con el lenguaje creativo que ha tratado el tema vasco, el de imaginación contaminada y el de imaginación ética, partiendo de los cuales indago otros temas clave: el silencio, la apropiación del lenguaje, la indiferencia, la representación del dolor, de la violencia, de las víctimas y los perpetradores. Examino si, a través de medios creativos, es posible que comencemos a imaginar y nos responsabilicemos de nuestra participación en este doloroso proceso; me pregunto si contra una imaginación dañada y disminuida podemos oponer otra que prevalezca, capaz de señalar efectivamente la cortedad y reducción de aquélla y proponer nuevas construcciones de realidad. A través de estas páginas presento varias obras cinematográficas, literarias y fotográficas del siglo XXI que con su visión creativa se oponen a las dinámica de silencio, complicidad e indiferencia tan propias de la sociedad vasca, contribuyendo de esta forma a promover una imaginación ética. Algunos lectores igual echan de menos en este libro a algunos de los grandes nombres de la literatura vasca como Bernardo Atxaga, Ramón Saizarbitoria, Kirmen Uribe –al que apenas menciono de pasada–, o éxitos de crítica como el reciente libro de Gabriela Ybarra El comensal. Pero éste no es un ensayo exhaustivo sobre literatura vasca o una revisión de todas las manifestaciones artísticas que hayan hablado de la violencia de ETA, sino una reflexión que se apoya en ciertos trabajos creativos que para mí epitoman los temas clave que aquí desarrollo.
Así, me propongo explorar qué papel tienen la literatura en particular y la cultura en general para transformar nuestra sensibilidad y hacer de nuestra sociedad una colectividad más cívica, responsable y activamente involucrada en el presente proyecto de paz, sin olvidarnos de cómo hemos llegado hasta este importante momento histórico, y de todos los cadáveres reales y simbólicos que hemos dejado atrás. En definitiva, la pregunta de fondo que guía este ensayo es si resulta posible hacer un cambio imaginativo que permita reconstruir los vínculos sociales resquebrajados por la violencia, y si la cultura tiene una función en este proceso.
En mis reflexiones sobre la imaginación me baso en una concepción de la misma que parte de Baruch Spinoza, aquel filósofo visionario que en el siglo XVII escribió su modernísimo tratado titulado Ética. La Ética de Spinoza no es ni religiosa ni moral, sino que se basa en un estudio de los afectos humanos desde la más absoluta racionalidad. Spinoza denominó afectos a «las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo» (Ética, 210). Los afectos positivos serán aquellos que impulsan al ser a obrar para perseverar en sí mismo, lo impulsan a la acción; los afectos negativos serán aquellos que limitan su capacidad de obrar y perseverar en su ser, y hacen padecer en vez de obrar. Según Spinoza existen tres afectos primarios: la alegría, la tristeza y el deseo y todos los demás –amor, odio, conmiseración, benevolencia, desprecio, vergüenza, pudor, etc.– surgen de estos tres (Ética, 284-285).
Lo que me interesa particularmente de esta visión es cómo nos puede ayudar a entender el papel de la imaginación en relación a los afectos y su función en los vínculos sociales de una sociedad enquistada en el conflicto como la vasca. Según Spinoza, «las imaginaciones del alma revelan los afectos de nuestro cuerpo más bien que la naturaleza de los cuerpos exteriores» (Ética, 228). Partiendo de esta premisa, entendemos que la imaginación del semejante –cómo lo imaginamos– tiene que ver con los afectos propios; la imaginación nos pone en la tesitura de comprender, compadecer, relacionarnos con el dolor del otro. De hecho, la imaginación es la clave de nuestro reconocimiento del mal ajeno, es la clave para despertar el reconocimiento, la empatía, incluso la compasión hacia el que sufre. Sin la imaginación, esto es imposible. El filósofo Vicente Serrano retoma para nuestro siglo la idea de imaginación que propuso Spinoza para hablarnos de ésta como «ese lugar de conexión entre las palabras y las cosas» (La herida de Spinoza, 171). Como señala Serrano, el afecto se gobierna y se rige a través de las palabras porque con ellas construimos nuestra realidad, la entendemos, la procesamos, la trasmitimos al otro. Así, «quien sea capaz de controlar la imaginación es también capaz de controlar los afectos, en la medida en que la imaginación es capaz de alterar el orden de los afectos» (171). Entonces, la imaginación puede ayudar a luchar contra una estructura de sentimiento –la de la sociedad vasca– dañada por tantos años de convivencia con la violencia.
La literatura y el cine que se han enfrentado a esta estructura de sentimiento no son particularmente abundantes, pero sí existen. Y el tipo de representación que me interesa aquí es el que plantea la complejidad de los afectos que nos guían y también explora el porqué de nuestra indiferencia. Así, en el lenguaje imaginativo busco una respuesta para crear afectos positivos. No hablo de despertar el sentimentalismo, de provocar esa lagrimita fácil a través de narrativas melodramáticas que lo único que hacen es contribuir a una imaginación manipulada y maniquea, sino de despertar y cultivar un afecto positivo tal y como lo concebía Spinoza: un afecto que nos lleve a un mayor conocimiento de quiénes somos y a una responsabilidad al adquirir ese conocimiento. Al fin y al cabo, y como señaló Raymond Williams, en el arte de cada periodo se refleja la comunicabilidad de una sociedad, dando respuesta a y a través de una estructura de sentimiento que es nueva en cada generación («Structure of Feeling», 35).
Señalo aquí que nuestros vínculos sociales y nuestra estructura de sentimiento están dañados por años de convivencia con y ejercicio de la violencia. Y es que los afectos negativos –como también los positivos– nacen de cómo imaginamos a aquellos que nos rodean. Si imaginamos al convecino como un «otro» radical, como un ser con el que tenemos poco o nada en común, entonces será fácil posicionarnos en contra de él, verlo como un intruso que amenaza nuestro bienestar o nuestros deseos individuales o colectivos, proyectar sobre él nuestros problemas y nuestros temores. Spinoza nos explica que se siente conmiseración hacia una persona «con tal que la juzguemos semejante a nosotros. Y, de esa suerte, aprobamos también al que ha hecho bien a un semejante, y nos indignamos contra el que le ha inferido un daño» (237). Porque, al fin y al cabo, la conmiseración viene «acompañada por la idea de un mal que le ha sucedido a otro a quien imaginamos semejante a nosotros» (290). Si no percibimos esa semejanza, si lo consideramos «otro» será fácil indignarnos ante cualquier acción que éste lleve a cabo que suponga un daño o amenaza para nuestro bienestar, así como no nos dolerá si le ocurre a él una desgracia.
Joseba Zulaika, antropólogo especialista en la violencia vasca, publica en 2006 Polvo de ETA, un libro que surge a partir de la tregua que los terroristas propusieron ese año. En él reflexiona sobre esta cuestión de los afectos, trayéndola lúcidamente al contexto vasco:
Alguien dijo: «El País Vasco: dos mil personas con guardaespaldas, y dos millones que no lo ven». El narcisismo vasco no nos ha dejado ver y sentir en su verdadera medida el desastre de ETA. Y es que lo que no se siente no existe. Esa falta de afecto, esa incapacidad de sentir duelo por los que se perdieron, no es al fin y al cabo más que un falso mecanismo de defensa. Continuar como si nada hubiera sucedido es una reacción de narcisismo: esa apatía […] da a entender que no conocemos a las personas de nuestro día a día (102; mi énfasis).
En la explicación de Zulaika hay dos cuestiones fundamentales: por un lado, ese «mecanismo de defensa», es decir, la protección frente a una supuesta amenaza externa, o el miedo a que la violencia nos salpique; y, por otro lado, el narcisismo, el individualismo y ese mirarnos al ombligo que nos impide –o nos protege de– tener que mirar al otro. Porque cuando algo nos afecta, es decir, cuando nuestros afectos están agitados por algo, significa que evaluamos, que valoramos, que sopesamos nuestra relación con ese «algo», con ese ser que no soy yo. Entramos en una relación con ello que puede ser positiva o negativa, pero en cualquier caso hay una relación, existe un proceso de valoración. Pero, como señala George Steiner, «también puede marchitarse en una sociedad la capacidad de sentir, de experimentar, de comprender lo que hay de único en los demás seres» (96). Cuando el mecanismo de la indiferencia entra en acción dejamos de ser capaces de reaccionar ante lo que nos rodea. La indiferencia nos aísla y nos protege del sufrimiento ajeno. Pero el testigo de la violencia nunca debería permanecer al margen por el hecho mismo de ser testigo. Si permanece al margen, entonces se convierte en cómplice.
Así como Zulaika señala la apatía y falta de afecto de la sociedad vasca frente al sufrimiento de las víctimas de la violencia, Aurelio Arteta en El mal consentido: La complicidad del espectador indiferente, analiza la actitud pasiva de buena parte de esta sociedad respecto tanto de la violencia directa de ETA como de muchas otras violencias cotidianas –o males– en las que participamos como observadores cómplices y complacientes. Se debe tener en cuenta que el presente proceso de paz y de normalización se está realizando dentro de una sociedad que por décadas ha guardado silencio ante la violencia y ha mostrado indiferencia hacia la misma. Me gustaría introducir aquí un término que J. A. González Sainz usa en su novela Ojos que no ven (2008) y que puede servir para examinar este punto de partida. El protagonista de su novela, Felipe, acude todos los días a una concentración con algunos de sus compañeros de fábrica para pedir la liberación del dueño de la misma, un economista que pasa casi un año secuestrado por ETA. El narrador describe así estas concentraciones: «Con el paso de los meses, algunos de ellos, objeto de insultos e intimidaciones más y menos graves –a ver si alguien se va a tener luego que arrepentir, les decían, o va a tener algún disgusto, ya veremos a ver qué pasa luego […], pero también asesinos, asesinos de mierda y vendidos, y sobre todo fascistas, fascistas de mierda» (55-56). Poco a poco, los compañeros de Felipe se van descolgando de las concentraciones y nadie nuevo se suma en el pueblo; a este proceso el narrador lo llama «indiferencia inducida», ya que ésta surge cuando la amenaza se impone y el miedo posee a aquellos que hace poco quisieron involucrarse. Entonces existe una indiferencia que, en el caso de los compañeros de Felipe como el de muchos ciudadanos fuera de la ficción, nace de la imposición de los violentos, del miedo a plantarse frente a ellos.
El miedo puede ser el puro miedo físico a sufrir los daños de la violencia, el miedo a ser excluido del grupo dominante, el miedo a perder un estatus dentro de una comunidad. El miedo, en un contexto de conflicto, puede también estar relacionado con el odio: el miedo elimina la empatía por un lado y por otro fomenta el rencor porque la víctima cercana, por su cercanía, puede arrastrarnos a su misma categoría, por lo que es imprescindible alejarla física o emocionalmente. Partiendo de Spinoza, Vicente Serrano explica la dinámica del odio dentro del contexto de la posmodernidad como un sentimiento que puede «ser sustituido bien por la destrucción [del otro], bien por aquella imaginación que convierta al odio, en cuanto afecto y límite, en otra cosa. Por ejemplo en competencia y lucha que genera beneficios, o en ideología capaz de travestirse como tal en aspiración a la justicia y a la emancipación» (191-192). El nacionalismo radical vasco que ha apoyado a ETA hace precisamente esto: justificar la anulación, la asimilación forzosa, la expulsión e incluso la aniquilación del extraño y/o extranjero y convierte el odio en aspiración a la justicia, una especie de guerra justa por recuperar el paraíso perdido. El nacionalismo radical español seguiría los mismos mecanismos pero para conservar una supuesta unidad idílica e impoluta. Podemos incluso hablar de una inclinación colectiva hacia el miedo y el odio cuando se trata de defender un proyecto común que marca los comportamientos sociales hacia los que están fuera de esa comunidad de deseo.
La indiferencia, cuando no está inducida por el miedo, puede surgir al poner un objetivo por encima del dolor ajeno; en el caso del nacionalismo etnicista violento este objetivo sería la Patria y estaría resumido en la expresión «Aberria ala hil» (Patria o muerte). El refugio ante el miedo de no pertenecer o de quedarse fuera o el primar la ideología por encima de las personas es entonces reafirmar la Patria y por tanto la separación radical con el que no forma parte de ella. Estamos así ante una cohesión social que se basa en la radicalización de la unidad. La filósofa Victoria Camps pone el dedo en la llaga cuando señala que «la alternativa a la falta de cohesión social no es otra que la de producir cohesión a la antigua, reforzando el espíritu nacionalista, porque allí donde la pertenencia al territorio se erige como valor básico el individuo se ve liberado de tener que elegir desde uno mismo y sin apoyos que sustenten la elección» (244). El caso es que la unión social se produce en buena medida a base de una orientación compartida hacia objetos que nos hacen felices o infelices. Nos une socialmente tratar ciertos objetos como positivos o negativos, compartir nuestra acepción de lo que da alegría o tristeza, seguridad o temor. El vínculo social se refuerza cuando colectivamente buscamos un supuesto bien común –esa arcadia vasca– y se destruye cuando no estamos de acuerdo en qué objetos resultan positivos y cuáles negativos para nuestro bienestar. Entonces, ante el desacuerdo, se quieren imponer las visiones unívocas. El nacionalismo etnicista, ya sea moderado o radical, potencia la esperanza –para algunos cercana– de conseguir una arcadia política, una democracia «real», basada en el deseo popular de constituirse en nación propia. La esperanza, que, como diría Spinoza, no existe sin miedo, justifica la violencia contra aquel que despierta ese miedo porque encarna la amenaza de fracaso del proyecto deseado.
La indiferencia también se nutre de una ignorancia que no por ser no conocedora es pasiva. La ignorancia es activa porque se prefiere no saber, se prefiere no ver; esta ignorancia se permite y se asienta a través de la práctica del silencio, herramienta que se usa para no articular y no comunicar un conocimiento que se intuye, que se sabe existente. Además, el indiferente e ignorante se escuda en la masa, en el hecho de que sus vecinos actúan igual que él: «Un mal de tantos parece un mal de nadie en particular», señala Arteta, y es precisamente esa falta de apropiación del hecho, de reconocimiento de la propia participación en el mal la que convierte al ciudadano en cómplice indiferente (44).
Una de las consecuencias más graves de la indiferencia es la normalización y aceptación de la violencia; es decir, el asumir que es normal que algunas personas, debido a sus cargos políticos, su ocupación profesional, su ideología y/o clase social, hayan sido o sean el objetivo de ETA y de sus colaboradores. También significa aceptar que, debido a sus vínculos con la izquierda abertzale, sospechosos de pertenecer al entramado de ETA sean torturados o que los asesinatos del GAL estuvieran justificados en su momento. En el contexto indiferente, la víctima no es individuo, familia o comunidad a los que se ha hecho un daño irreparable, sino presencias incómodas o meros daños colaterales del conflicto, sobre quienes recae la sospecha de haber merecido su suerte. El «algo habrá hecho» significa aceptar sin cuestionamiento la lógica de los violentos y abrazar la ignorancia como modo de vida. Así, la indiferencia también conlleva la falta de un posicionamiento político abierto: a pesar de que el conflicto invade todas las relaciones sociales y muchas relaciones familiares, en el mejor de los casos se evita tomar partido, en el peor, se elige alinearse con los violentos o por lo menos con sus demandas políticas. Y aquí cabe recordar la famosa frase de Xabier Arzallus «unos han de menear el árbol para que otros recojan los frutos» (cit. en Reyes Mate, Justicia, 85-86). El nacionalismo necesita la indiferencia como condición imprescindible para arraigarse y perpetuarse, ya sea en su forma violenta, ya en sus manifestaciones más tibias. Es decir, cuando se da por inútil y prescindible todo lo que amenace a la Patria es cuando se puede aceptar la normalización de la violencia y sus consecuencias. Así, se es indiferente hacia o se abandonan todas las distracciones morales, políticas, sociales o circunstanciales que puedan poner en tela de juicio la aceptación de la violencia. Es decir, para llegar a la normalización de la violencia y sus consecuencias, la Patria se convierte en objetivo indiscutible y superior a todo lo demás. Entonces, la violencia es un mal necesario al que se subordina cualquier consideración moral, política y social. En este sentido, algunos autores han explicado el nacionalismo dentro del concepto de «religión política», como una ideología que impone «una visión religiosa de la política articulada en torno a la sacralización de la categoría política «[P]atria» (Casquete, 130). Como categoría sagrada, la Patria está por encima de todo lo demás.
La indiferencia, cuando ha permeado totalmente una sociedad, muestra un fracaso en las relaciones afectivas sociales, porque significa negar que existe un sufrimiento en aquel con el que se convive. ¿Cómo se puede superar este fracaso de los vínculos sociales?, ¿puede ser la cultura una herramienta para despertar una imaginación ética que cambie el modo en que concebimos al semejante, el modo en que vivimos en esta sociedad, ahora en lenta transición hacia la paz?, ¿es posible potenciar una imaginación que nos haga pasar de la indiferencia a una actitud de compromiso con la reparación? Arteta nos recuerda que «[l]o que sucede cada vez que nos despreocupamos de la suerte del conciudadano doliente por la injusticia padecida es el derrumbe de la imaginación del semejante; o sea, de ese espacio común que sostiene la humanidad y por ende toda comunidad política... Lo que hemos de combatir no es solamente la maldad, sino también la estupidez, entendida como falta de imaginación» (106-107). Esta imaginación tiene que ir acompañada de una crítica al dogmatismo de la masa: «La única manera de prevenir todas estas inclinaciones a la abstención que nos manchan con el abuso colectivo es impulsar una crítica permanente frente al propio grupo, su cultura, sus estereotipos y su poder» (Arteta, 237). Y es precisamente la cultura la que puede hacer esta labor de crítica permanente y al mismo tiempo alimentar una imaginación ética.
Esta sociedad indiferente en la que ha dominado, como diría Joseba Zulaika, la falta de afecto y en la que no se ha dado un duelo colectivo ante el dolor ajeno, se asienta sobre una imaginación contaminada –en el sentido que le da Vicente Serrano, como ese lugar de conexión entre palabra y cosa. Contaminada porque el nacionalismo etnicista ha conseguido implantarse en la imaginación con todos sus prejuicios, tanto en el ámbito de la representación como del discurso. Aquí es importante recordar la violencia, en algunos casos brutal y muchas veces indiscriminada, por parte de los cuerpos de seguridad del Estado, sobre todo en los años más duros de las protestas callejeras y de la kale borroka. Pero esta violencia, a pesar de que sin duda provocó un recrudecimiento del rechazo social hacia cualquier cuerpo de seguridad (incluyendo, aunque en muy menor medida, la Ertzaintza) no tuvo una permeabilidad social; al fin y al cabo, eran elementos extraños con los que la sociedad vasca no convivía, sino que por el contrario aparecían siempre a nuestro alrededor como agresores. En este sentido, la violencia uniformada no controló ni diseñó el imaginario lingüístico en el País Vasco, cosa que el nacionalismo vasco sí ha hecho, y de forma muy eficaz.
En estos momentos se está produciendo una verdadera guerra por las palabras para construir el «relato» de lo que ha ocurrido en los últimos cincuenta años en el los territorios vascos. En un volumen de ensayos oportunamente titulado Construyendo memorias: Relatos históricos para Euskadi después del terrorismo (2013), varios autores señalan lo peligroso que es intentar crear tanto un «relato único» como un relato donde «todas» las víctimas y «todas» las versiones tengan el mismo peso. Luis Castells Arteche señala que estamos en un periodo de «transición, de paso de una situación de violencia a otra sin ella y, por tanto, de intensificación de la conquista del lenguaje, de la batalla hermenéutica» (212). Señala acertadamente este autor que el «relato histórico que se proporcione tiene que hacer frente a varios mantras de calado popular: necesidad de reconciliación, consenso, superación del odio; encuentro; visión compartida…, términos que en muchos casos conducen a buscar una verdad confortable, o a una visión autocomplaciente que nos otorgue tranquilidad» (218). Rogelio Alonso, en la misma línea, cita a Joseba Arregi: «La izquierda abertzale, en comunión de intereses con ETA, trata de definir el debate ocupando las palabras e imponiéndolas, con la ayuda inestimable de los profesionales de la comunicación, al conjunto de la sociedad» (156). Por su parte, en una entrevista el escritor Jokin Muñoz me comentaba lo siguiente:
No me gusta el plural de violencias o sufrimientos. O por lo menos no me gusta cuando nos referimos al terrorismo de ETA. Efectivamente, ha habido muchas violencias y muchos sufrimientos, pero habría que afrontarlos, analizarlos y condenarlos sin mezclar unos con otros. Te voy a poner un ejemplo bastante ilustrativo, sin ánimo de equipararlo en magnitud. La Segunda Guerra Mundial fue un cúmulo de violencias y sufrimientos. En ella ocurrió el Holocausto, e unánimemente se ha condenado, se ha recordado y se ha insistido en su enorme crueldad. De manera singular, sin mezclarla con otras barbaridades del mismo conflicto bélico. ¿Por qué? Porque era tal su magnitud que había que colocarla sola bajo los focos. También ocurrieron otras violencias y otros sufrimientos, por supuesto, como los bombardeos aliados a la población civil alemana, o el comportamiento de las tropas soviéticas. Estos sucesos han recibido actos de homenaje y de recuerdo a sus víctimas, pero a nadie se le ha ocurrido abarcar todas ellas bajo el epígrafe de «violencias de la Gran Guerra», y homenajear a todas las víctimas (Imágenes de la memoria, 209-210).
Al difícil tema de las víctimas y perpetradores y su representación en la cultura no llegaremos hasta el final de este ensayo, pero sí me gustaría aquí ampliar la discusión sobre el dominio del discurso y su repercusión en el proceso imaginativo en relación a nuestro conocimiento de la violencia. En torno al control sobre las palabras y cómo éstas tienen el poder de intervenir en la imaginación pública, nos habla Manuel Montero en su ensayo Voces vascas (2014), donde explica la apropiación de ciertos términos del español por parte del nacionalismo vasco y su uso extensivo en nuestra sociedad. En el lenguaje vasco en español, señala Montero, «las palabras no siempre describen la realidad. A veces la deconstruyen, la segmentan, la sustituyen. Por la vía de negarla, de arrebatarle existencia al no decir un término y sustituirlo por otro» (Montero, 13). Señala que a través del eufemismo, la elipsis y otras figuras del lenguaje sustitutivas se ha creado un imaginario victimista que sitúa al nacionalismo vasco acorralado por la injerencia extranjera –o sea, española. El grado de perversión del lenguaje ha llegado a tal punto que no es que las palabras hayan dejado de significar, hayan perdido su significado o sean vacías, sino que «significan lo que quieren las ideologías» (14). Ya George Steiner señalaba elocuentemente que, cuando se implanta una visión unívoca de la realidad al servicio de una ideología, «las palabras se convierten en vehículos de terror y falsedad. Algo irremediable acaba por ocurrir a las palabras. Algo de las mentiras y del sadismo acaba por instalarse en el núcleo del idioma» (121).
Montero muestra la capacidad de la izquierda abertzale para generalizar sus expresiones y hacerlas pasar al vasco común. Esta apropiación de la palabra es significativa porque implica la imposición de una visión, de un imaginario en que lo vasco es victimizado y lo español encarna al agresor y lo indeseable, como demuestra el uso siempre negativo de palabras como España, español o Constitución. El trabajo constante de imponer esta visión del mundo social vasco a través de principios de división frente a todo lo no vasco y victimización histórica de todo lo que sí lo es, acaba convirtiéndose en el relato que otorga sentido a la violencia e impone un consenso sobre ese sentido. Este proceso que se ha llevado a cabo durante las últimas décadas está hoy particularmente vivo.
Esta contaminación del lenguaje ha sido ejecutada a través del campo de la política y del intercambio social y, como señala Arregi, gracias en buena medida a profesionales de la comunicación. En el campo de la cultura, a excepción de la música y especialmente el rock radical vasco, la literatura que ha apoyado abiertamente a ETA y sus objetivos no ha encontrado eco en el debate social más allá del entorno abertzale. Los motivos pueden ser varios, por un lado lingüísticos –que haya sido publicada exclusivamente en euskera y no haya llegado al público mayoritario castellanoparlante–, estéticos –que ya sea en español o en euskera la novela haya tenido escaso valor literario–, y/o políticos –que la obra haya sido entendida como propaganda de ETA y por tanto haya llegado únicamente al público minoritario dispuesto a digerir ese discurso.2 Y sin embargo, como demuestra Montero, la adopción del eufemismo y la tergiversación de la realidad en una representación en que Euskadi (para los aranistas) o Euskal Herria (para la izquierda abertzale) es víctima de una injerencia exterior ha triunfado no tanto porque haya habido una campaña cultural de reeducación exitosa –aunque sí el intento de hacerlo a través de la política lingüística– sino porque el nacionalismo moderado y, por tanto, buena parte de la sociedad vasca, ha adoptado los términos de los violentos sin plantearse lo que esto significa. Las palabras que oímos y usamos a diario nos hacen imaginar una realidad en la que todo lo que esté relacionado con ese mundo que hemos internalizado como inferior, amenazante, extraño, extranjero, nos provoca desde el desprecio a la indiferencia. También la contaminación viene de una idealización y simplificación de los sentimientos positivos: la arcadia vasca, el pueblo vasco, la patria. No es casualidad que Bilbao-New York-Bilbao, de Kirmen Uribe, una novela folclorista en la que se presenta esta visión edulcorada de la historia y la realidad vasca, haya sido encumbrada como obra maestra en los círculos literarios oficiales vascos, a pesar de las graves limitaciones que una perspectiva así conlleva. En los intersticios de estas dos visiones –el rechazo y la idealización– algunos autores han propuesto otro tipo de imaginación y otros usos del lenguaje, lo que a lo largo de este libro denomino «imaginación ética», que es la que busca salir de la simplificación que sirve para sustentar un discurso político, y hace aquello que Milan Kundera decía que debe hacer la literatura: mostrar la complejidad de la realidad (El arte de la novela, 31).
Adentrémonos pues, en esa complejidad.
1. Como se hará evidente en breve, las palabras son una fuente de conflicto en el llamado «conflicto vasco». Por ello quiero aclarar desde este primer momento que uso esta palabra «conflicto» según la tercera y/o la cuarta acepción del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: «3. m. Apuro, situación desgraciada y de difícil salida. 4. m. Problema, cuestión, material de discusión». En este sentido, me sitúo totalmente en contra del uso de la palabra «conflicto» que hace la izquierda abertzale, según la cual Euskal Herria es un territorio ocupado en el que se ha vivido una guerra entre «el pueblo vasco», el Estado español y, en menor medida, el francés.
2. Un ejemplo de obra escrita en castellano, particularmente inferior y de claro contenido propagandístico es Al margen de la izquierda, publicada en Txalaparta en 2013 por Fernando Alonso Abad, autor de Sestao que está en la cárcel desde 1996 por pertenencia a ETA, concretamente al comando Sugoi. La trama gira en torno al secuestro de Patxo Millán, el alcalde de Sestao. Todos culpan a ETA, que se representa en la novela como un grupo de corderitos luchando por la «libertad del pueblo oprimido», mientras que Patxo es un mafioso trepador que ha estado involucrado en un sinfín de casos de corrupción, al igual que todos sus colegas del PSE y los demás políticos del PNV de todos los ayuntamientos de la margen izquierda. El entorno de ETA aparece representado como los únicos que buscan justicia y luchan contra la corrupción. Unai Artola, el héroe protagonista de la izquierda abertzale, es un personaje plano y sin matices. La novela es de un maniqueísmo repugnante, toda la realidad se desvirtúa: cuando se refieren a «secuestro terrorista» Unai corrige a «secuestro político»; los concejales constitucionalistas viven en Castro Urdiales no porque estén amenazados por ETA (cuando en realidad el pueblo se llenó en los noventa y principios del 2000 de ertzainas y políticos vascos que huían del acoso) sino porque las constructoras les regalan pisos por sus actividades mafiosas. Escrita con un estilo ampuloso que oscila entre lo cursi y la apología del terrorismo, la novela está plagada de tópicos como los anteriores, además de una serie de cursilerías erótico-amorosas insufribles. Esta novela demuestra lo difícil que es que la retórica del victimismo y heroísmo abertzale se traduzca en una literatura que verdaderamente pueda contribuir a ningún proceso imaginativo. La literatura de propaganda nunca lo ha hecho, y menos cuando esta propaganda desvirtúa radicalmente una realidad innegable.