Los últimos segundos de un encuentro de fútbol, segundos que bien podrían ser instantes fugaces dentro de otros escenarios de la vida, tienen la capacidad de volverse eternos si en su corta existencia se oculta la posteridad de un gol decisivo. Cuando el desenlace de un partido se halla rodeado de incertidumbre, el epílogo del duelo puede llegar a constituir una historia aparte, cuyo delicado equilibrio puede romperse en forma feroz si el balón encuentra la red. El gol de último minuto cuenta con la extraordinaria facultad de construir o destruir un sueño, jugando con las ambiciones de miles, con esperanzas albergadas por años o incluso por décadas. Puede encender la llama de la ilusión cuando el viento inclemente parece haberla extinguido, o apagarla para siempre en un soplo repentino y voraz; así de espeluznante es su poder.
De naturaleza camaleónica, un gol postrero puede acabar con dilemas tan variados como trascendentes: una final de campeonato, una clasificación al Mundial, un paso a la siguiente ronda, una victoria llena de mística sobre el clásico rival... En cualquiera de estas circunstancias, toda anotación de última hora capaz de inundar la memoria del hincha conserva algún matiz significativo para quien la ha padecido. El postonazo de Ivica Vastić al ángulo no solo derrumbó los corazones de Tapia, Zamorano y sus camaradas de la Roja, sino que destrozó los anhelos de los millones de chilenos que seguían el partido por televisión. Circunstancia diametralmente opuesta a la vivida por miles de fanáticos ingleses en 2001, cuando un tiro libre perfecto de David Beckham en el arco de Grecia les devolvió el derecho a soñar con la Copa del Mundo, después de haber caminado por una cornisa interminable.
A veces, su lugar en la historia puede ser sospechosamente cíclico, como en el caso de Argentina y sus angustiosos triunfos de último minuto sobre Perú en clasificatorias, separados por veintiocho años de diferencia. En otras ocasiones, puede llegar a ensañarse con sus víctimas, como le ha sucedido a Colo Colo una y otra vez en sus duelos de Copa Libertadores, repitiendo de forma incesante la misma cinta de horror que parece no tener final. Sufrimiento y goce conviven por igual entre sus secuelas, como parte de un péndulo que se mueve con enervante veleidad, danzando de un lado al otro, sin detenerse.
El gol agónico tiene el potencial incomparable de desatar pasiones reprimidas y acumuladas durante noventa minutos o más, dando a luz explosiones de alegría, colores y cantos. Es capaz de regalar un momento de desahogo a los pueblos, embebidos en un instante de liberación casi orgásmica. Del mismo modo, genera sensaciones opuestas en la vereda del derrotado, que ve caer derrumbados sus muros, mientras toma conciencia de su propia fragilidad.
En la escena final, los arbitrios del tiempo pueden definir la suerte de los veintidós combatientes, entregando sin contemplación su cruel veredicto. Las once sombras de los caídos estarán condenadas a sufrir lo indecible, sumergidas en la pesadumbre de una gloria fugaz. En cambio, once almas rescatadas del abismo dejarán atrás sus fantasmas, para retornar al añorado cuerpo y renacer encarnadas en la victoria.
David Beckham la había visto difícil en los años previos a 2001. Los medios ingleses no dudaron en sindicarlo como el principal responsable de la eliminación de su equipo en la Copa Mundial de 1998, cuando los británicos sucumbieron ante Argentina en octavos de final (en la tanda de penales, tras haber igualado 2-2). Beckham había caído redondito ante una provocación de Diego Simeone, el volante de quite trasandino, respondiendo con furia ante la trampita del Cholo. Consecuencia: ambos se fueron expulsados, Inglaterra perdió poder ofensivo y el resultado fue el mencionado –los inventores del fútbol apeados en la ronda de dieciséis. El golpe fue duro para el hincha que, como suele ocurrir, buscó un chivo expiatorio de las culpas colectivas, y eligió a David para descargar su frustración ante lo que veían como un fracaso mayúsculo (otro más, entre varios de Inglaterra en Copas del Mundo). El número siete aguantó el chaparrón calladito, pensando que en algún momento llegaría la oportunidad de redimirse. Becks había perseguido la revancha con ansias.
Aquel día de octubre de 2001, Inglaterra jugaba en Wembley la última fecha clasificatoria para el Mundial de Corea-Japón 2002, con la responsabilidad de asegurar el cupo en tierras asiáticas. Llegaban a la última instancia como punteros del Grupo 9 europeo, un punto por encima de los alemanes, a quienes habían humillado 5-1 en un encuentro anterior de la serie. Sin embargo, debían ganar de forma obligatoria su duelo ante Grecia; de lo contrario, los teutones serían primeros y los ingleses terminarían en la repesca –una instancia siempre difícil, dado que en los playoffs un mal partido puede ser fatal para las pretensiones de cualquier equipo. Los griegos estaban lejos de ser comparsa, pero eran un contrincante abordable para un cuadro fuerte como el inglés.
Contra todo pronóstico, el decisivo partido se complicó de manera impensada. Nikos Charisteas adelantó a los helénicos al minuto 36, y los locales mostraban un desempeño paupérrimo, presos de una suerte de pánico escénico que los inmovilizaba y les impedía desplegar su fútbol. El único que parecía poner cojones, al contrario de lo que pudiera pensarse, era Beckham. Por momentos aparentaba jugar solo frente al cerrojo griego, enfrentando de forma estoica la ciudadela impenetrable que era la defensa rival. Ya entrado el segundo tiempo, Teddy Sheringham dijo presente y pareció poner las cosas en su lugar con el empate a los 68’ (1-1), pero Demis Nikolaidis volvió a poner en ventaja a Grecia apenas un minuto después, tras un contragolpe a la griega que pilló mal parada a la retaguarda inglesa. Lo que vino posteriormente fue de terror: Inglaterra no encontraba armas suficientes para doblegar el cerco visitante, y la noche se venía encima en Londres. Quedar eliminados en la fase previa de un Mundial era un nivel de desgracia muy superior a lo vivido cuatro años antes en Francia. Era escalar del fracaso a la humillación, con todas sus letras e implicancias.
Cuando cursaba el tercer minuto de descuento, Sheringham emprendió una última embestida, fabricándose un tiro libre cerca del área griega, frontal, a unos veinticinco metros del arco. Era la última oportunidad, en una ubicación pintada para la diestra de Beckham. Con una sangre fría impresionante, David acomodó la pelota, tomó distancia y aire, y enfiló hacia el lugar donde aguardaba tranquilamente el balón, como esperando ser acariciado. David sacó un truco desde lo más profundo de su botín derecho, para ponerla en el ángulo de Nikopolidis, el excelente portero griego, que solo hizo vista frente a la brillantez del remate. La explosión del público inglés –tan flemático siempre– tras el tanto bien puede ser una de las imágenes más apoteósicas dentro de la galería de desenlaces del fútbol moderno. Inglaterra lograba la igualdad y, con ello, su lugar en el Mundial de oriente; en tanto, Alemania quedaba condenada a la repesca, donde debió sortear una durísima eliminatoria ante la Ucrania de Andriy Shevchenko. El relato del cantagoles de la BBC, consagrando el júbilo importante, fue estremecedor: queda grabada su emotiva frase “give that man a knighthood” (denle a ese hombre un título de caballero). Lo que no sabía el relator es que su frase, producto de la emoción acumulada y la adrenalina a mil, terminaría siendo un presagio de lo que vendría para Beckham algunos años más tarde.
La imagen del gol es tan cercana a la perfección que suele ser incluida en los recuentos de los mejores tiros libres de la era actual, como ejemplo gráfico de la manera perfecta de agasajar el balón con el borde interno del pie. Al parecer, la Reina Isabel II también tomó nota de esto: dos años después, en 2003, la profecía del comentarista televisivo fue cumplida, y Beckham se convirtió en caballero del imperio británico. Becks recibió el título OBE (Order of the British Empire) por sus servicios deportivos hacia la corona británica. Era lo menos que se merecía el eterno número siete inglés por aquella joya.
Sir Beckham jugó dos mundiales luego de aquello, y se perdió el torneo de Sudáfrica 2010 por una desafortunada lesión sufrida cuando militaba en las filas del AC Milan. Para ese entonces, David contaba con treinta y cinco años, y buscaba su cupo entre los mundialistas con esfuerzo, consciente de lo que significaba vestir la camiseta de los Tres Leones. No llegó a Sudáfrica, pero ya tenía su estrella ganada en el firmamento del deporte rey. El caballero Beckham, que dominó los campos de Europa por casi quince años, se hizo un nombre no con una espada, sino con una prodigiosa pierna derecha que le entregó glorias y honor a su tierra natal. Salud por Becks. God save him.
Corría el segundo semestre del año 1993. Francia había sido designada como organizador del Mundial de 1998, pero para ello faltaban cinco largos años, con el Mundial de Estados Unidos 94 en medio y mucha tela que cortar. Se jugaba la ronda clasificatoria rumbo al mundial norteamericano, y Les Bleus lideraban su zona clasificatoria con relativa comodidad, casi asegurando su presencia en el país del Tío Sam. Con trece puntos, eran los indiscutidos punteros del Grupo 6 a falta de dos fechas, por sobre Suecia y Bulgaria, los otros cuadros en liza con opciones de calificar. Solo debían obtener un punto de cuatro, en dos partidos a jugarse en el Parque de los Príncipes: el primero de ellos ante Israel, y el siguiente frente a los búlgaros en la última fecha. Para un equipazo con figuras como Éric Cantona, Franck Sauzée, Jean-Pierre Papin o David Ginola, parecía un trámite. Varios de aquellos jugadores habían formado parte del Olympique de Marsella que campeonó en la primera edición de la Champions League (anteriormente, Copa de Europa) ese mismo año. El balompié francés atravesaba un momento dulce, como pocas veces había sucedido desde los años ochenta. Solamente restaba poner la guinda de la torta con el esperado pasaje a Norteamérica.
En octubre de 1993, se jugó el primero de aquellos partidos decisivos: Francia frente a Israel, en el temible reducto de París. Como antecedente, los galos se habían impuesto de manera categórica en el partido de ida en Tel Aviv (0-4). No se vislumbraba opción alguna de que los israelíes pudieran poner en riesgo la clasificación francesa. Sin embargo, una actuación soberbia de Ronny Rosenthal (protagonista de todas las jugadas de riesgo de su elenco) y un gol en los descuentos de Reuven Atar, aprovechando las licencias de la defensa gala, les otorgaron una merecida victoria a los israelíes (2-3). Los franceses habían mostrado serias deficiencias y poca cabeza durante los minutos finales, e Israel había sido el encargado de publicar el primer aviso para los galos: eran ganables en su propia casa. El gramado del Parque de los Príncipes no era la fortaleza que parecía ser, y Francia debía tomar nota de esto si quería asegurar sus opciones.
Al último partido de la serie, el decisivo Francia-Bulgaria a disputarse en París, los azules llegaban con trece puntos, mientras los búlgaros acumulaban doce positivos. Por su parte, Suecia ya había sacado pasajes a tierras americanas, al alcanzar catorce unidades en su última presentación. Pese a lo apretado de la tabla, el destino de Francia estaba en sus propias manos: solo una inédita derrota ante los búlgaros podía amagar sus posibilidades. Incluso la igualdad les servía.
Pero Francia no quería pasar zozobras ante nadie, y fue Éric Cantona, el talentoso e irascible número siete francés, quien abrió los fuegos a favor de los galos a la media hora de partido. No obstante, el cuadro de Europa del Este era duro y bravo dentro del campo, y contaba con una pléyade de excelentes jugadores: Hristo Stoichkov, Luboslav Penev, Emil Kostadinov, Krassimir Balakov, entre otros cracks de la época. Kostadinov fue convirtiéndose lentamente en la pesadilla de los defensores franceses, y logró el empate a un tanto sin dilación, solo unos minutos después de la apertura de Éric. Un sudor helado recorrió la espalda de la parcialidad local. Sin embargo, después de la paridad de Kostadinov, el partido entró al congelador: el resultado permanecía inmóvil y el empate parecía timbrado en la medida en que avanzaba la segunda fracción.
En el minuto 89, a segundos del pitazo final que enviaría a Francia directo al Mundial, David Ginola controló un balón en la banda derecha del ataque francés, cerca del banderín del córner. Era la situación perfecta para ganar tiempo, con Ginola muy cerca de la línea de fondo búlgara. Muchos pensaron que Ginola retendría la pelota y dejaría correr el reloj hasta que dieran los noventa minutos… Mas el astro francés no pudo con su instinto, y en una acción digna de su temperamento ofensivo, mandó el centro llovido hacia el área búlgara. No había ningún francés allí, y la redonda fue presa fácil para la defensa adversaria. Con los segundos en contra, la visita emprendió un último intento de dar vuelta el marcador, sin mucho que perder en el camino. Luego de tres rápidos toques en sucesión, Luboslav Penev le sirvió una asistencia impecable a Kostadinov… Y el resto fue historia. El despliegue del 7 búlgaro fue una oda a la potencia: dejó tirados a Alain Roche y Laurent Blanc, realizó un control dirigido en velocidad, se perfiló hacia su pierna derecha y sacó un remate que Bernard Lama ni siquiera vio, un torpedo sideral que se clavó en el alma de todos los asistentes al Parc des Princes. Bulgaria obtenía el 1-2 que a todas luces era definitivo, porque ya no quedaban minutos para modificar el desenlace del encuentro.
Las caras de Guérin, Marcel Desailly, el entrenador Gérard Houllier, su ayudante Aimé Jacquet y el mismísimo Michel Platini, eran más largas que el día lunes. Nadie, salvo los búlgaros, podía creer la farra que Francia había concretado en ciento ochenta minutos llenos de autocomplacencia y arrogancia. Los galos habían caído en su propia cancha frente a Israel y Bulgaria, incapaces de poner el último ladrillo sobre la pirámide que habían construido, y perdían la clasificación a Estados Unidos con absoluta justicia. L’Équipe, diario deportivo galo por excelencia, se quejaba con un decidor “Inqualifiable!” seguido de la frase “un incroyable gâchis” (un desperdicio increíble), en una de sus portadas más reconocidas. Para peor, los protagonistas terminaban acuchillándose entre sí, con todo desparpajo: Houllier, con aires de ofendido, asesinaba públicamente a David Ginola en la conferencia de prensa posterior al match, calificando su desafortunada jugada como un “misil Exocet” y endosándole toda la culpa de las desgracias francesas. Como es de suponerse, Ginola nunca más vistió la casaquilla del Gallito.
Aquel equipo búlgaro confirmaría los pergaminos de sus astros y su juego en conjunto, y remataría en un impensado cuarto lugar en el mundial norteamericano. Incluso, se dio el gusto de eliminar a Alemania, campeón vigente, con un golazo de cabeza de Yordan Letchkov. Por si fuera poco, Hristo Stoichkov se consagró como goleador de aquella Copa del Mundo. Es decir, Francia no había sido eliminada meramente por el azar ni por sus errores, sino que algo de mérito habían demostrado los de Europa del Este... Además, Suecia, ganador de aquel grupo clasificatorio terrible para Francia, fue tercera en Estados Unidos.
Por su parte, muchos de los integrantes de aquel vapuleado cuadro francés serían campeones del mundo cuatro años más tarde, en el estadio de Saint-Denis, a algunos kilómetros de distancia del mancillado Parque de los Príncipes. Vaya manera de desquitarse... Aimé Jacquet fue el entrenador de la escuadra que saldría victoriosa en el Mundial de 1998, y en el equipo campeón tomaron parte Laurent Blanc, Bixente Lizarazu, Didier Deschamps, Youri Djorkaeff, Marcel Desailly y otros varios que habían participado de aquella noche triste frente a los búlgaros. Otros históricos, como Papin, Ginola y Cantona, fueron violentamente “cortados” tras el desastre de París y, por tanto, no pudieron contar la parte feliz de la historia. Cantona, uno de los talentos más grandes que haya dado Francia en las últimas décadas, sería reemplazado –más que dignamente– por un joven futbolista llamado Zinedine Zidane, y el goleador Papin daría paso a dos noveles atacantes que tomaron su relevo: Thierry Henry y David Trezeguet. Resulta evidente que Cantona, Ginola, Sauzée y los demás merecían un final más honroso que el ocurrido en esa noche de noviembre. Pero, con la tranquilidad que da el paso inexorable de los años, las virtudes que habían desplegado en las canchas de Europa tuvieron su recompensa tiempo más tarde: tanto Cantona como Ginola triunfaron en el fútbol inglés (Éric en el Manchester United y David en el Tottenham), encontrando su lugar en el mundo al otro lado del Canal de la Mancha. No hay mal que dure cien años, dicen por ahí.
“La agonía de Doha” (ドーハの悲劇, Do-ha no higeki). Así es conocido este partido por el público nipón; pocas veces un nombre resume de tan buen modo los sentimientos de un pueblo deportivo ante un resultado inesperado y adverso. Los japoneses que vivían el fútbol con pasión verdadera a principios de los noventa, cuando el balompié nipón daba sus primeros pasos rumbo al profesionalismo, saben de lo que estamos hablando. Nunca antes ni después, la selección nipona vivió una tragedia tan grande como el infortunio ocurrido en aquel octubre del año 1993.
Japón jugaba las clasificatorias para EE.UU. 1994 con un equipo que por fin era capaz de dar pelea a los mejores del continente, teniendo una opción real de disputar los puestos de clasificación. Los asiáticos nunca habían disputado una Copa del Mundo, y la oportunidad parecía inmejorable para una de las mejores generaciones en la historia nipona (hasta esa fecha). Además, la profesionalización de la liga japonesa, que pasó a llamarse J-League desde ese año, marcó un significativo avance en cuanto a los niveles de los equipos y la calidad de la competencia (recordado es el fichaje de Zico, con cuarenta años, por el Kashima Antlers). Los jugadores del archipiélago poco a poco perdían la ingenuidad y comenzaban a darse cuenta de que tenían potencial para aspirar a más: no eran menos que sus vecinos coreanos o las potencias de Medio Oriente.
La estrella de ese elenco era el atacante Kazuyoshi “Kazu” Miura, un goleador implacable que había marcado doce tantos durante dichas clasificatorias. Además, en el mediocampo era pieza inamovible el brasileño nacionalizado Ruy Ramos; con treinta y cinco años (en el epílogo de su carrera), Ramos vivía su punto culminante tras toda una vida ligado a Japón y al club Yomiuri (actual Tokyo Verdy). El capitán Tetsuji Hashiratani y el atacante Masashi Nakayama eran otras de las figuras de un seleccionado que tenía hombres importantes en todas sus líneas, con un armado sólido y jugadores que se conocían de sobra. Llegar al Mundial ya no representaba una quimera propia de las caricaturas: Japón podía y debía llegar a Estados Unidos, como representante de Asia.
Aquella clasificatoria contaba con una fase final en formato de grupo único o liguilla, integrada por los mejores seis equipos de las etapas previas. La liguilla otorgaba dos cupos directos para el continente en la cita mundialista. Los del Sol Naciente llegaban a la última fecha del grupo con cinco puntos, como líderes del pelotón. Los seguía Arabia Saudita con cinco, pero con peor diferencia de gol. Luego venían Corea del Sur, Irak e Irán, con cuatro cada uno. Todos llegaban con opciones reales al día final de competencia, excepto Corea del Norte, el único eliminado (así de apretada era la distancia entre cada uno de los equipos). En la última jornada se desarrollarían tres partidos clave para definir el futuro de Asia en el Mundial: Corea del Sur ante Corea del Norte, Arabia Saudí contra Irán y Japón frente a Irak. Los tres encuentros se jugarían en forma paralela en tres estadios de la ciudad de Doha, capital de Catar y sede de la liguilla final. El epílogo prometía ser tremendo. Para los nipones, era una misión difícil, pero solo unos pocos incrédulos dudaban de que su selección fuera uno de los elegidos tras la apasionante definición.
Vamos a los hechos. En un partido espectacular, los saudíes dieron cuenta de Irán por tres goles a dos, llegando a siete puntos y asegurando una de las plazas en Estados Unidos. Los surcoreanos hicieron lo suyo, goleando inapelablemente a sus vecinos del Norte con un elocuente marcador de tres a cero. Esto los dejaba con seis puntos (en esa época se daban dos puntos por victoria) y diferencia de +5 a favor. Con esta combinación de resultados, Japón (cinco puntos, diferencia +3) se veía obligado a ganar a Irak para sacar boletos a Norteamérica y dejar en el camino a los coreanos. El empate no les servía, pero la victoria por cualquier marcador bastaba para alcanzar el objetivo. Daba lo mismo la diferencia: solamente con vencer a los iraquíes, los nipones tendrían su pasaje en el bolsillo.
La cosa partió bien encaminada para Japón. Kazu Miura abrió el marcador a los cinco minutos con una anotación de su sello, y la diferencia se mantuvo imperturbable durante todo el primer lapso del partido. Sin embargo, en el segundo tiempo el dominio nipón se diluyó, los albiverdes crecieron dentro de la cancha y, como resultado inevitable del nerviosismo japonés, Radhi alcanzó el empate iraquí. Los imperiales se miraban unos a otros y no podían dar crédito a sus ojos; los de mayor experiencia, como Miura o Ramos, tenían claro que el sueño mundialista no podía esfumarse así como así. Con un ataque desordenado, lleno de ímpetu pero algo corto en inspiración, Ruy Ramos tomó la batuta del medioterreno y condujo a su equipo hacia el área adversaria. Bajo la dirección de Ramos, comenzaron a aparecer las opciones de gol. En uno de aquellos intentos, Masashi Nakayama dio con el arco rival: el nueve nipón consiguió el 2-1 a los ochenta minutos de partido, y desató el jolgorio en las filas del cuadro azul. Con los resultados de los otros partidos (jugados de manera simultánea), los japoneses sabían que debían mantener la ventaja, y que eso sería suficiente para alcanzar el primer Mundial de su castigada historia futbolística. Solo bastaba con mantener el dos a uno por diez minutos... Algo que lograron conseguir durante nueve de aquellos diez, hasta que llegó el fatídico minuto 89.
Entonces, vino el drama, la decepción, el dolor. Todo cargado de tintes cinematográficos que ni el mismo Hitchcock habría podido imaginar. Irak emprendió una carga insulsa por la banda derecha, pero ningún defensor japonés salió a cortar. El puntero diestro iraquí sacó un centro que cayó a la altura del punto penal, y el delantero Jaffar Salman saltó más alto que toda la defensa nipona para ubicarla en un rincón, lejos del alcance del portero Matsunaga. El relato japonés fue desolador: “Mata Haitta… Haitta!!” (“Otra vez entró… ¡¡entró!!”). Incluso para alguien sin conocimiento del idioma japonés, el tenor del comentarista nipón fue lo suficientemente desgarrador como para entender la decepción y la angustia que embargaba a todo un país.
Varios futbolistas, empapados en llanto, veían esfumarse su sueño, como les había ocurrido en tantas oportunidades. En casos como el de Ramos, el paso implacable de los años ya no les permitía tener el lujo de una nueva chance. Otros, como Miura o Nakayama, se juramentaron para volver con renovados bríos en la clasificatoria a Francia 1998. Así fue como varios de los supervivientes de la tragedia de Doha, renacidos desde el dolor, conseguirían la meta cuatro años más tarde, llegando a su primera experiencia mundialista en tierras francesas. Para muchos de estos jugadores, que vivieron la pena en el pasto catarí, la siguiente clasificatoria les demostró que el fútbol es un deporte hermoso. A veces no puede alcanzar para todos, bien lo supo Ramos, pero cada cierto tiempo existe una nueva oportunidad para saborear el añorado placer del desquite.
En el certamen galo, los japoneses no consiguieron ganar ningún partido, pero se dieron el gusto de vivir una Copa del Mundo. Ello representó una satisfacción inigualable para una nación de por sí orgullosa. Finalmente, los jugadores de carne y hueso habían logrado emular las hazañas que en la ficción había conseguido Tsubasa Oozora (más conocido como Oliver Atom), el futbolista japonés más famoso en el mundo entero. En el deporte, al igual que en otras instancias de la vida, a veces la realidad supera a las caricaturas.
“Dinámica del fútbol” (Dynamics of football) reza el título del video que nos muestra la secuencia completa de los últimos cinco minutos del partido entre Arabia Saudita y Bahréin, jugado en territorio saudí y válido por la fecha final de las clasificatorias asiáticas al Mundial de Sudáfrica 2010. Con cuatro equipos de Asia clasificados en forma directa (Corea del Sur, Japón, Australia y Corea del Norte), el último cupo se disputaría en una repesca entre el quinto país del Oriente y el primer clasificado de la zona de Oceanía (Nueva Zelandia). Ese quinto equipo de la zona asiática saldría del duelo entre saudíes y bahreiníes, y confrontaría a los All Whites en el cotejo decisivo por una plaza en tierras africanas. Es decir, los dos partidos entre ambas selecciones constituían la última opción para jugarse la vida y las ilusiones de cumplir el máximo sueño de cualquier futbolista: llegar a la Copa del Mundo.
El partido de ida del repechaje asiático, disputado en Manama (Bahréin), finalizó con empate 1-1, otorgándole una leve ventaja a los sauditas con miras al duelo de revancha, que afrontarían como dueños de casa. La vuelta, realizada en Riad, fue tan estrecha como el primer lance, y mantuvo el mismo marcador (1-1) hasta el minuto 89. Ninguno era capaz de sacar diferencias, y en ese caso, la suerte de uno y otro debía definirse a través de los lanzamientos penales. Ante la eventualidad de decidir el rival de los All Whites desde los doce pasos, ninguno de los dos equipos parecía tener una real ventaja sobre su adversario, por lo que el escenario era incierto.
Por lo demás, los locales no estaban dispuestos a llegar a los penaltis y jugaron por completo su opción, sin rendirse hasta que llegase el pitazo final. A los noventa minutos, un centro sacado desde la derecha por el delantero saudí Al-Qahtani –quien tomó un balón que parecía perdido– encontró la cabeza de Hamad Al-Montashari, el moreno defensa árabe, dueño de un espigado fenotipo que se empinaba sobre el metro noventa de estatura. Al-Montashari la agarró de lleno y sacó un frentazo inatajable para anidar la bola en las mallas del arco bahreiní. Era el dos a uno, y todo parecía sentenciado: con solo tres minutos de descuento por jugar, los saudíes debían mantener la concentración durante ciento ochenta segundos para asegurar su puesto en el repechaje. Bahréin no tenía piernas, ni aire, ni ánimo para revertir la situación. O al menos eso creía la mayor parte de los presentes en el estadio de Riad, con evidente supremacía de los hinchas locales en las gradas.
Dos minutos pasaron sin novedad alguna, y en el noventa y tres, los bahreiníes iniciaron el último asalto rumbo a la puerta saudí. Los visitantes consiguieron acercarse al área del cuadro árabe, y tras una serie de rebotes, la pelota terminó abandonando el campo, perdiéndose tras la línea de fondo del local. El juez resolvió sancionar tiro de esquina para Bahréin. El reloj marcaba los noventa y dos minutos con cincuenta y cinco segundos. Definitivamente era la última acción del match.
Cinco segundos representan un lapso de tiempo efímero para otros efectos, pero en fútbol pueden ser suficientes para ganar el cielo. Ibrahim, el puntero bahreiní encargado de ejecutar el córner, puso toda su fe en esos cinco segundos, y despachó un centro malintencionado, dirigido al corazón del área árabe. Entre la multitud de hombres de blanco que buscaban defender su arco a cualquier costo, se elevó la figura roja de Ismail Abdul-Latif, que conectó en forma precisa el balón. La redonda dio un bote, y se coló por el primer palo del portero Abdullah, guardián de Arabia Saudí. El relato de la TV anglosajona, encargada de inmortalizar la enorme jugada en palabras, fue digno de un thriller: “And Bahrein were down, and out, and dead, and buried, and now… they’re back in!” (Bahréin estaba caído, afuera, muerto, enterrado, y ahora… ¡están de vuelta!).
Los defensores saudíes cayeron como palitroques al suelo, sabiendo que ya no había tiempo para revertir el empate 2-2. Los visitantes formaron un enjambre humano para celebrar el tanto que definía el encuentro. El público (compuesto íntegramente por hombres, debido a las leyes musulmanas) guardó un silencio aterrador. Bahréin clasificó gracias a sus dos goles como forastero, adjudicándose en justa ley el derecho a confrontar a los kiwis en el último escalón rumbo a Sudáfrica. Sería el último peldaño antes de llegar por primera vez al Olimpo del fútbol orbitario.
No obstante, Nueva Zelanda se encargaría de devolver a tierra firme los sueños bahreiníes, adjudicándose la repesca de noviembre de 2009 con marcadores de 0-0 en Manama y 1-0 en Wellington. El playoff se definió con un cabezazo histórico del delantero Rory Fallon, que inscribió su nombre en la mitología del balompié neozelandés y derrumbó las aspiraciones bahreiníes. El triunfo kiwi en el repechaje tuvo un doloroso agregado: por segunda clasificatoria consecutiva, Bahréin perdía el derecho a disputar la fase final de un Mundial en el último partido, y con idéntico marcador (Trinidad y Tobago los había eliminado en Manama cuatro años antes, con victoria por la cuenta mínima). Una generación completa de futbolistas de Medio Oriente veía truncadas de manera definitiva sus opciones de acceder al máximo honor que puede vivir un futbolista.
Probablemente no sirva de consuelo para ninguno de esos hombres, pero dejan en la historia futbolera la consecución de una remontada épica, en la cual silenciaron todo un estadio. En el mismísimo campo de sus enconados rivales saudíes, Bahréin rozó la gloria. En algún momento futuro, ya les tocará su hora a los bahreiníes... El fútbol no suele ser tan cruel por mucho tiempo.
Sin duda, esta fue la definición más impactante de toda la clasificatoria rumbo al mundial Brasil 2014, la más infartante de todas las zonas geográficas y que tuvo repercusión a nivel global. Un inverosímil cruce de circunstancias que terminó mandando a las penumbras a un equipo correctísimo –Panamá– y dando una segunda oportunidad impensada a una selección que decepcionó en todos los aspectos de la palabra: el combinado mexicano, el Tri.
México tuvo una fase clasificatoria tranquila hasta el hexagonal final de la Concacaf, que es la instancia que pone a prueba las verdaderas fuerzas de las potencias regionales de Norteamérica, América Central y el Caribe. En la ronda de los seis mejores, que otorgaba tres cupos directos y uno a la repesca, los aztecas tuvieron una performance lúgubre. Apenas dos partidos ganados y cinco empates, muy poco para el supuesto gigante del grupo. El rendimiento de los mexicanos fue particularmente decepcionante en su feudo del Azteca, donde tuvieron tres horribles empates 0-0 (Costa Rica, EE.UU. y Jamaica, el colista) y una histórica derrota ante el conjunto hondureño (1-2). La victoria catracha cimentó su pase directo al Mundial y constituyó el segundo “Aztecazo” de la historia futbolística de México (siendo el primero en el año 2001, cuando Costa Rica también dio cuenta del Tricolor en el Coloso de Santa Úrsula). Después del Aztecazo, una dura derrota ante Estados Unidos en Ohio (2-0) puso en situación crítica al Tri. Enrique “El Perro” Bermúdez, conocido relator mexicano, narraba el segundo gol de EE. UU. (marcado por Landon Donovan) en forma provocadora: pidiendo un “minuto de silencio” por la venida a menos escuadra local6.
Ante tan paupérrimo nivel, México vio desfilar a tres técnicos durante el hexagonal: José Manuel de la Torre, el Chepo, de pésimo rendimiento y despedido tras la mencionada derrota ante Honduras; Luis Fernando Tena, interino de breve período; y Víctor Manuel Vucetich, el “Rey Midas” del multicampeón Monterrey, que asumió en los últimos dos encuentros. Vucetich, en ciento ochenta minutos, poco pudo hacer. Partió consiguiendo una importantísima victoria como local ante Panamá, rival directo, con un golazo de chilena del jovencísimo Raúl Jiménez al minuto 84 de partido. Sin embargo, en el cierre del mini-torneo, Costa Rica les endosaba un 2-1 a los mexicanos en San José, dejándolos con una magra cosecha de once puntos, obtenidos gracias a las mencionadas victorias (dos) y empates (cinco), con tres derrotas en la estadística. México no dependía de sí mismo: EE.UU., Costa Rica y Honduras habían alcanzado los cupos directos, y Panamá tenía a la mano el pase al repechaje: el riesgo de que los verdes quedasen eliminados de su primer mundial desde 1990 era una realidad.
El otro protagonista de esta historia es Panamá. Los “canaleros” tuvieron un camino muy diferente al de los aztecas: a punta de coraje, organización y con el aporte de varios valores afincados en el extranjero (Felipe Baloy, Roberto Chen, entre otros), se colaron en el hexagonal y llegaron a la última fecha con ocho unidades, merced a una victoria sobre Honduras y cinco empates. El último partido medía a los panameños con Estados Unidos, difícil rival, pero con ciertos bemoles: los yanquis ya venían clasificados, con equipo alternativo, y el partido se jugaba en Ciudad de Panamá. La eventual victoria ante los norteamericanos los dejaba con once puntos, los que –considerando la caída mexicana en San José– eran suficientes para desplazar a México de la cuarta plaza, de la repesca y del sueño mundialista. La capital panameña albergaba una multitud ávida de triunfos, de uno que los podía acercar al repechaje y a su primera Copa del Mundo. Los históricos hermanos Dely Valdés, Julio César y Jorge –figuras del fútbol panameño en los noventa– eran los artífices de esta inédita cosecha, esta vez desde el banco.
Pues bien: el elenco azteca llegó a los últimos diez minutos del hexagonal cayendo por 1-2 en tierras ticas, y el buen juego mostrado por los costarricenses no hacía abrigar muchas esperanzas. Todos los ojos estaban puestos en Panamá. Con goles de Gabriel Torres para los canaleros y Michael Orozco para los gringos, la cuenta marchaba 1-1.
El castillo de naipes pareció derrumbarse definitivamente para México en el minuto 85 del match en Ciudad de Panamá. Luis Tejada, veterano ariete panameño que había ingresado a los 78’, aprovechó la mala respuesta del golero norteamericano (Guzan) y puso el segundo. El minuto noventa cayó con la cuenta instalada en 2-1 y, del mismo modo, la última palada de tierra caía sobre el Tri. La más terrible noche se cernía sobre las cabezas de los jugadores mexicanos. Solo cinco minutos de descuento los separaban del escarnio.
Entonces vino lo improbable. Improbable, pero no imposible. EE. UU., que –como decíamos– jugaba con un equipo suplente, apretó las tuercas en los minutos finales; después de todo, eran hombres que se jugaban un puesto en la lucha por llegar al Mundial, tratando de ganarse el gusto del DT gringo, el histórico Jürgen Klinsmann. Cuando toda Panamá se preparaba para celebrar el mayor de sus triunfos, que la llevaría a un repechaje abordable frente a Nueva Zelandia, sucedió la debacle. En el 90+2’, Graham Zusi aprovechó un centro desde la derecha y sacó partido de la feble resistencia impuesta por la retaguardia local: su cabezazo se coló en un rincón del portero Penedo y se clavó en el corazón de todo Panamá. En San José, al enterarse de las noticias, el Chicharito Hernández –crédito mexicano confinado a la banca por su bajo nivel– celebró el gol como si fuera suyo.
Aun así, quedaban tres minutos para que Panamá intentase hacer algo. Todo el equipo se lanzó en ataque, en una acción tan suicida como obvia. El desorden canalero terminó con una contracarga yanqui, en la que Aron Jóhannsson (ingresado a los 62’) sacó un remate desde fuera del área. Penedo solo pudo hacer vista y mirar cómo la pelota se cobijaba en las mallas. Corría el minuto 94 y no había tiempo para más. México era salvado por su eterno rival, mientras Panamá se hundía en un infierno tan cruel como merecido, pagando por la inexperiencia de no haber sabido cuidar un resultado. México sería el encargado de recibir a los All Whites en la repesca.
La reserva estadounidense le había “hecho la pega” al Tri y eso no fue omitido por los periodistas mexicanos. “We love you forever and ever… God Bless America!!” vociferaba Christian Martinoli, relator argentino-mexicano conocido por hacer de las suyas con un estilo polémico. “No son ustedes los de verde… Ustedes no nos dejan vivos, son los Estados Unidos. No ustedes y su soberbia. No ustedes y su infamia. No ustedes y sus petardos”, clamaba enfurecido el cantagoles. Chicharito –por su mal rendimiento– y Carlos Vela –por negarse a jugar en México pese a tener un gran momento en la Real Sociedad– eran blanco preferido de las críticas. Por otra parte, los panameños no sabían muy bien qué pensar ni qué decir. “¡Puta!” se les escuchó decir tras cada uno de los goles estadounidenses. “Qué bárbaro…” fue su conclusión final.
Finalmente, Vucetich también fue cesado en sus funciones, y Miguel “El Piojo” Herrera fue el encargado de dirigir a México en el repechaje ante Nueva Zelandia. El Piojo desechó a los mexicanos que actuaban en el extranjero y armó un equipo en base a los jugadores del América (su club), liderado por el sempiterno Rafa Márquez, del Club León. Dos victorias (5-1 en el D.F. y 4-2 en Wellington) sellaron el accidentado paso del Tri a Brasil; Oribe Peralta fue el protagonista en ambos partidos, siendo el más cojonudo de los atacantes aztecas. Se abría una nueva oportunidad, ganada tras pasar por los peores momentos del fútbol mexicano en muchos años. Y culminaba una de las historias más espeluznantes de la historia de las clasificatorias.
La final de la UEFA Champions League 1998-99 ponía al frente a dos cuadros de temer: el Bayern München de Kahn, Matthäus y Basler contra el “Man United” de Beckham, Schmeichel y Giggs. Toda la solidez y relojería del cuadro alemán se veía enfrentada a una de las mejores versiones de los diablos dirigidos por el incombustible Sir Alex Ferguson. El corazón del hincha neutral parecía estar con los ingleses, pero los germanos tenían bagaje copero y no dejarían pasar la oportunidad de darles un mal rato. Y en la hora decisiva, les hicieron sudar sangre.
De hecho, el partido tomó un curso inesperado desde los primeros minutos, y el marcador se puso en marcha tempranamente. Contra todos los pronósticos, Mario Basler adelantó a los bávaros al sexto minuto de juego, mostrándole al mundo que para ganarle a un equipo alemán “hay que matarlo” (palabras de Diego Maradona, uno que sabía de finales). De ahí en adelante, el duelo fue parejo y cerrado en defensa, con un equipo alemán pulcro, que no daba espacio al error. Conseguir el empate se volvía una apuesta compleja, incluso para los Red Devils, que contaban con una de las líneas de ataque más temibles del fin de siglo.
Es más: los germanos tuvieron dos opciones clarísimas de aumentar la ventaja, a través de sendos tiros que remecieron los palos custodiados por el guardameta Schmeichel. Frente a un cuadro con las características del Bayern, un cero a dos en contra habría sido casi irremontable para los ingleses, y probablemente para cualquier equipo del orbe. De no ser por los errores en la definición de los atacantes muniqueses, la final europea habría contado una historia absolutamente distinta.
Así llegamos al minuto 90 de partido, con el United dando manotazos de ahogado para no morir en la orilla. Aunque desprolijos, los postreros intentos del campeón inglés tuvieron su premio: una carga por el costado izquierdo de la defensa alemana culminó con un córner de última hora a favor de los británicos, tras un cruce del mediocampista germano Stefan Effenberg. No quedaba tiempo, y ese tiro de esquina era la última esperanza de vida para los rojos. Peter Schmeichel, un portero con cojones, decidió emprender la aventura y cruzó todo el campo hasta el área rival, buscando ligar un cabezazo, un pivoteo, lo que fuere necesario para conseguir el empate. Ante la expectación de todo el estadio, vino el tiro de esquina de Beckham, el de la diestra bendecida. Tras una serie de rebotes, el balón salió de la zona de peligro, pero Giggs fue lo suficientemente veloz como para volver a ponerla en el área alemana. Esta vez, la redonda le quedó “chanchita” a Teddy Sheringham, el implacable ariete inglés, quien definió con frialdad e igualó las acciones en el primer minuto de tiempo agregado. Fue la euforia total para los rojos y un remezón de tierra para los alemanes. La igualdad del United, obtenida en las postrimerías del encuentro, implicaba definir el duelo en tiempo extra, donde cualquiera de los dos parecía contar con opciones.
Pero poco después del gol de Sheringham, vendría lo impensado, la emoción, lo más lindo del fútbol. Mientras los alemanes parecían prepararse para la prórroga, el United siguió atacando con vehemencia, y ese convencimiento les mereció un nuevo lanzamiento desde el rincón. Beckham alistó su pierna derecha, tomó distancia y cobró el tiro de esquina. La magia de Becks puso el esférico exactamente sobre la cabeza de Sheringham, quien pivoteó la bola hacia el centro del área germana. Los corazones se detuvieron por un momento. Los asistentes al estadio supieron que estaban a segundos de presenciar un momento imborrable. La pelota bajó en cámara lenta, y se posó junto al área chica del portero Kahn. Y entonces...
El balón que traveseaba en el punto penal fue “picoteado” por el zapato del noruego Ole Gunnar Solskjær, que había entrado en el segundo tiempo para salvar el día (modificación habitual en el equipo de Ferguson). El remate del nórdico persiguió su destino final, pues no había otro. El balón ingresó sin apelación alguna al arco alemán, ante el estupor de Kahn y sus compañeros. El súper-suplente de Ferguson había cambiado el escenario en forma radical: con noventa y tres minutos de juego, el 2-1 era imposible de contrarrestar, y el título de la Champions pasaba definitivamente a manos inglesas. En dos minutos, el United había revertido una derrota incuestionable con la templanza del verdadero campeón. Solskjær, conocido como “El Asesino del gol con cara de niño”, había respondido a cabalidad a la confianza de su DT, marcando el gol más importante de toda su trayectoria futbolística. El crimen del implacable Solskjær fue celebrado en todo Manchester...
Con el marcador ya cerrado, los alemanes se lanzaron a llorar la derrota en forma desoladora. El gigante calvo Carsten Jancker, delantero con fama de rudo, lucía irreconocible entre las lágrimas que lo embargaban. Lothar Matthäus, quien en 1987 había perdido la Champions por primera vez y también en el último minuto (frente al Porto de Madjer y Futre), ardía de rabia. Cercano a los cuarenta años de edad, Matthäus sabía que era virtualmente imposible tener otra oportunidad. El gran capitán del Bayern y de la selección teutona jamás pudo levantar la Orejona.
Mientras, en el bando ganador todo fue felicidad: Schmeichel se retiró de la actividad dejando atajadas notables y con un título épico entre sus manos. Por su parte, Sir Alex Ferguson fue declarado caballero del imperio británico (OBE) poco después de la obtención del título. Pero los ecos de esta apasionante definición alcanzaron ribetes aún más ilustres: el partido entre el United y el Bayern es recordado hasta el día de hoy como una de las remontadas más electrizantes dentro del fútbol moderno. Cualquier fanático noventero del deporte rey guarda en sus archivos personales la feroz levantada de los diablos rojos, que fueron capaces de salir del infierno inminente en los dos minutos más vertiginosos de la historia de la Champions.
Hace ya más de un lustro, Josep Guardiola (o simplemente Pep) comenzaba a cuajar lo que se convertiría en uno de los equipos más espectaculares y efectivos de la era moderna: el Barcelona de la posesión como arma e impulsor del llamado “tiquitaca” (que Guardiola prefiere llamar “tic tac” o juego con intención). No obstante, en la temporada 2009, el equipo aún no ostentaba el dominio indiscutido del continente europeo, pues el estilo barcelonista todavía no había alcanzado su expresión más perfecta. Por ende, existían elencos capaces de provocarle muchos dolores de cabeza. Uno de ellos fue el Chelsea, que casi los saca de carrera en las semifinales de la Champions League 2008-09. El equipo inglés, empedrado sobre la base de su poderío defensivo, era lo más cercano a la antítesis de la teoría futbolística de Pep, por lo que el duelo de semis entre ambos elencos se transformó en una disputa ideológica entre dos formas de ver el fútbol. Y el combate se resolvería por puntos.
El Barça y The Blues empataron sin goles en la semifinal de ida en el Camp Nou, con una exhibición magistral de la defensa del Chelsea, que utilizó todos los recursos disponibles para mantener su valla en blanco. Petr Čech, el portero de los azules, fue responsable directo de mantener el marcador en cero, con varias intervenciones de clase mundial. Los británicos incluso pudieron llevarse los tres puntos del césped barcelonista; lo evitó Víctor Valdés, el guardavalla catalán, quien repelió con solvencia los intentos de gol de Didier Drogba, el contragolpeador por excelencia dentro del pragmático esquema inglés. El oficio de la retaguardia de Chelsea ganó elogios desde distintos rincones del orbe, y la llave quedó totalmente abierta para la revancha a disputarse en el reducto de Stamford Bridge.
En la vuelta, el Chelsea salió a jugarse la vida y abrió la cuenta tempranamente, con un remate sensacional del ghanés Michael Essien: una volea desde larga distancia que dejó pagando al portero Valdés. Lejos de conformarse con la mínima ventaja, el cuadro azul no desistió en su empeño, y tuvo varias oportunidades de alargar la diferencia. Sin embargo, los ingleses no pudieron extender la distancia, debido a la impericia de sus atacantes y a una desafortunada actuación del juez noruego Tom Henning Øvrebø. Durante el encuentro, hubo al menos dos jugadas de dudosa legalidad, en las que el árbitro desistió de cobrar penalti para los ingleses. Los más radicales hinchas británicos afirman hasta el día de hoy que Øvrebø se comió no dos, sino cuatro penales...
Entre ocasiones perdidas y omisiones arbitrales, el marcador se mantuvo inamovible hasta el minuto 92. Los catalanes quemaban sus últimos cartuchos, pero no se veía por dónde podían penetrar la retaguarda inglesa: en hora y media de partido, no habían logrado concretar ningún disparo hacia la portería de Čech. Además, jugaban con un hombre menos, debido a la expulsión de Éric Abidal. La única posibilidad para cambiar el intrincado escenario era que aparecieran las individualidades azulgranas en su mayor expresión. No era el método más apreciado por Pep para obtener victorias; pero, a esas alturas, cualquier equipo del mundo dependía principalmente de la capacidad de sus hombres más inspirados.
Y el Barça sí que tenía jugadores de categoría. Dani Alves, el extremo brasileño, mandó un centro postrero, que fue despejado por la defensa inglesa; Eto’o no pudo controlarla, y tras varias pifias, la pelota fue a dar a los pies de Lionel Messi. Lio, jugador distinto por definición, supo leer la jugada, y dejó servida la esférica a la altura del semicírculo del área. La tomó Andrés Iniesta, el metrónomo del cuadro catalán, alma y vida de las aspiraciones culé. En un par de segundos de iluminación, el volante español buscó su perfil derecho y sacó un zapatazo con borde externo que resultó inatajable para el correcto Petr Čech. Los ibéricos conseguían el 1-1 después de noventa y dos minutos sin probar a portería, apelando al mismo pragmatismo que habían exhibido sus rivales en el Camp Nou. El golazo del cerebral Iniesta, además, ubicaba a los azulgranas en la final, merced al importantísimo gol de visita. Habiéndose visto vencidos, los barcelonistas habían logrado el imposible.
El triunfo es recordado por lo sufrido del resultado final y por los enormes problemas que vivió el laureado equipo de Pep. Pocas veces el Barcelona las vio tan negras en una serie. Ni antes ni después de su reinado en Europa. Por otra parte, los enfurecidos jugadores e hinchas del Chelsea ponían toda su rabia sobre el referí noruego, a quien responsabilizaban de la amarga derrota. “Fue una puta desgracia” (a fucking disgrace), señalaba Drogba acerca del desempeño del árbitro. El marfileño olvidaba que el juez no había tenido nada que ver en el tremendo gol de último minuto...
El final del relato es conocido. Los españoles derrotaron inapelablemente al Manchester United en la definición (2-0, goles de Eto’o y Messi) y se adueñaron de la Orejona, marcando el comienzo de una nueva época de oro para el balompié de Catalunya. Los años siguientes verían a este equipo convertirse en un monstruo de once cabezas, controlado por las riendas de Guardiola, quien logró la consagración como entrenador de clase mundial. Para llegar al éxito indiscutible, la oncena inmortal tuvo que caminar por las laderas del fracaso... Y desde allí, construir su reinado.
Dentro de las crónicas futboleras de los últimos años, este debe de ser uno de los momentos más dolorosos –y emocionantes a la vez– para los amantes del fútbol en general. Esto, porque significó la caída de un equipo pequeño, que se había ilusionado con alcanzar cumbres altísimas. Toda una ciudad, miles y miles de personas, cayeron junto con él. La eliminación del Málaga de la UEFA Champions League 2012-13 fue terrorífica, y los chilenos vivimos nuestro propio trozo de dolor, considerando que el artífice de este equipo había sido el “Míster” Manuel Pellegrini, un coterráneo, que llegó a La Rosaleda como un técnico más y terminó convertido en ídolo local.
Pellegrini ancló en Málaga tras haberse forjado una carrera notable en Sudamérica y España. En el Cono Sur fue campeón nacional con Liga de Quito, River Plate y San Lorenzo de Almagro, logrando además el primer título internacional de los Gauchos de Boedo, la Mercosur 2001. Con esos antecedentes emigró a tierras hispanas, arribando al modesto Villarreal. En el Submarino Amarillo escribió capítulos brillantes, consiguiendo una histórica clasificación a semifinales de la UEFA Champions League 2005-06. De la mano del argentino Juan Román Riquelme y de jugadores como Marcos Senna y Santi Cazorla, Villarreal solo fue eliminado por el potente Arsenal, en una eliminatoria cerradísima que mantuvo el suspenso hasta el final. La suerte del Submarino solo se decidió tras una atajada memorable de Jens Lehmann, que paró el remate de Riquelme desde el punto penal y cerró la serie a favor de los ingleses (agregado de 1-0 para los Gunners).
Después de Villarreal, Pellegrini tuvo un accidentado paso por el veleidoso Real Madrid (2009-10): resistido por la prensa madrileña, su excelente campaña con los merengues fue opacada por la solidez de un Barcelona aún más consistente y por el recordado “Alcorconazo”, en que un equipo de tercera categoría –el Alcorcón– eliminó al Real de la Copa del Rey. Pocos repararon en que, a principios de temporada, la dirigencia dejó partir a Wesley Sneijder y Arjen Robben, dos hombres que eran fundamentales para el plan del chileno. Cabe decir que ambos terminaron jugando la final de la Champions ese año, uno con el Inter de Milán y el otro con el Bayern Múnich.
Pero volvamos a nuestra historia. Exiliado de Madrid, el Pelle llegó a Málaga, un equipo que –al igual que varios otros– había sido comprado por un jeque árabe, para posteriormente terminar acorralado por los malos manejos. Así, el ingeniero tuvo que armarse un equipo con lo que tenía: rescató a una pieza clave, Júlio Baptista; sacó provecho de jóvenes como el talentoso Isco; reclutó a hombres experimentados como Martín Demichelis, Javier Saviola y Joaquín; e incluso incorporó a un chileno, el empeñoso Colocho Iturra. Con esos nombres consiguió clasificar a la Champions 2012-13, en una resurrección insospechada, considerando que el DT había tomado el timón cuando el equipo se hallaba en zona de descenso, apenas dos años antes.
En el máximo torneo europeo, fue primero de su grupo en forma invicta, y en octavos de final sacó de carrera a los lusitanos de Porto, con un agregado de 2-1 y un tremendo triunfo 2-0 en La Rosaleda (remontada mediante, con goles de Isco y del paraguayo Roque Santa Cruz). Málaga se colaba entre los ocho mejores de Europa y el desafío era cada vez mayor. En la ronda de cuartos, se les cruzaba el Borussia Dortmund, un elenco afiatadísimo, de gran funcionamiento colectivo y con figuras como Gündoğan, Reus, Götze y Lewandowski.
El rival alemán era de proporciones ingentes. Pero Pellegrini, consciente de la inferioridad de su equipo en el papel, supo utilizarla en forma inteligente. La ida de cuartos se jugó en La Rosaleda, y los malagueños resistieron estoicos cada embestida germana. Incluso, con algo de suerte pudieron llevarse algo más que un empate. Pero el 0-0 final fue un buen resultado y un excelente negocio, pues un solo gol de Málaga en la vuelta en Dortmund les pondría las cosas cuesta arriba a los teutones. Pellegrini sabía que mantener el cero en su valla era de un valor incalculable.
La revancha en Westfalia fue terrorífica. El Borussia atacó sin piedad al Málaga desde el comienzo, pero los costasoleños también se dieron maña para llegar, y Joaquín –uno de los abrelatas malagueños junto con Isco– sacó un remate de manual, para abrir la cuenta en favor de los visitantes. No obstante, los germanos mantuvieron su objetivo en mente y la pronta paridad de Lewandowski no sorprendió a nadie en el estadio: el primer tiempo culminaba igualado. En el segundo tiempo, la dinámica no cambió demasiado, pues el Dortmund siguió atacando con obstinación y hambre, sin respiro para su oponente. La figura del portero argentino del Málaga, Willy Caballero, se engrandeció al punto de sacar por lo menos tres goles cantados. Con ochenta y tres minutos transcurridos, el 1-1 daba la clasificación a los hispanos a una inédita semifinal de Europa. Pero todavía faltaba el final.
A siete minutos del epílogo, Isco metió un pase entre líneas a Júlio Baptista, quien la cruzó al centro del área chica; el balón fue impulsado por el brasileño Eliseu –en posición de adelanto– y se arropó en las redes alemanas. El 1-2 dejaba al Málaga con pie y medio en semifinales. Pellegrini repetía la gesta alcanzada con Villarreal; comenzaban a prepararse los festejos y las odiosas comparaciones entre uno y otro elenco, un debate clásico en cualquier parte del mundo.
Sin embargo, y como decía Rocky Balboa, “no se acaba hasta que se acaba”. Borussia comenzó a buscar desesperadamente una salida y su ataque se vio desordenado como pocas veces, algo que suele ser favorable para la defensa rival. Pero el volumen ofensivo de los aurinegros fue tal que en los 90+1’ Marco Reus puso el 2-2 y revivió las opciones de su escuadra. No obstante, el empate aún le servía a Málaga, y solo dos minutos separaban a los españoles de la semifinal.
Y fue en las postrimerías del match que se desató la amargura: un tiro libre alemán encontró a cuatro jugadores en evidente posición adelantada, pero el árbitro no pitó. Santana, del Dortmund, recibió la pelota a centímetros de la línea de gol, también adelantado (solo un hombre de campo español se ubicaba delante de él), y tampoco hubo sanción del juez. El brasileño no tuvo más que empujarla. Borussia conseguía una remontada meritoria a pesar de los regalos arbitrales, y el 3-2 mostraba la cara más cruel del fútbol en los rostros de los malagueños.
Luego, la pena, la rabia, los reclamos al árbitro, el valor del triunfo moral… Demasiadas emociones juntas en la hinchada española. Cuando algo así sucede, las derrotas no evitan que los protagonistas de la historia pasen a convertirse en parte de un hito. A pesar de la caída, Pellegrini y su Málaga consiguieron transformarse en eso: un hito dentro del balompié ibérico, cuyas alegrías solían –y suelen– remitirse a la exclusividad de Madrid y Barcelona. Por unos meses, Andalucía había conseguido concentrar la atención futbolera de un país futbolizado hasta la médula.
Dentro de las competiciones ya extintas, una que despertaba particular simpatía era la Recopa de Europa, destinada para los ganadores de los trofeos locales de copa (como la FA Cup, la Copa Italia y la Copa del Rey, por ejemplo), galardones distintos de los títulos de Liga. La UEFA Cup Winners Cup –nombre original del torneo– les entregaba la oportunidad a equipos menos conocidos del continente de disputar una competencia de primer nivel, a la usanza de la también desaparecida Copa Conmebol o la díada Copa Mercosur/Merconorte en Sudamérica. Elencos como el Magdeburg de Alemania Oriental, el KV Mechelen de Bélgica o el Dinamo Tbilisi soviético vivieron su momento glorioso en el certamen, y ocuparon sitiales de honor dentro del concierto europeo. La final de la Recopa se celebraba mediante un partido único, y contó con varios desenlaces de alta emotividad. Su definición más notable (y una de las más apasionantes de los últimos años en competiciones europeas) fue el epílogo de su edición 1994-95. Jugaban la final el Zaragoza, de España, y el Arsenal inglés. El conjunto español buscaba dejar su nombre en las estadísticas del continente por vez primera, mientras los Gunners salían a defender el título obtenido el año anterior luego de superar a los italianos del Parma. Era un partido que podría haber quedado archivado, como tantas otras finales de copa; pero tuvo un final de tenor apasionante y lleno de elementos añadidos, dignos de ser rememorados.
El Real Zaragoza arribaba a dicha definición después de completar una de las campañas de mayor revuelo en el fútbol español, considerando que los blanquiazules cargaban con el cartel de ser apenas un equipo de segundo e incluso de tercer orden en la península. Con figuras como el uruguayo Gustavo Poyet, Miguel Pardeza (ex miembro de la “Quinta del Buitre” del Real Madrid) y el delantero argentino naturalizado español Juan Esnáider, habían escalado peldaños lentamente, hasta hacerse con un cupo en el lance decisivo. Dentro de los damnificados con la racha del Zaragoza, ilustres eliminados fueron el Feyenoord neerlandés (a quienes dejaron fuera en cuartos de final) y el Chelsea (derrotado en semifinales). Por su parte, el Arsenal contaba con emblemas como el golero David Seaman y el defensor Martin Keown resguardando sus intereses en la retaguardia, mientras el histórico Ian Wright, goleador incansable de los Pistoleros, era el encargado de marcar distancias en la portería rival. Se aguardaba un duelo interesante, en el que los británicos eran los favoritos, pero nada estaba descartado de antemano.
En aquella final, ambos equipos salieron a esperar al adversario, y los tradicionales minutos de estudio se extendieron más de la cuenta. Tanto hispanos como londinenses mantuvieron sus precauciones durante el match, con Zaragoza buscando de forma más manifiesta alguna ocasión para desnivelar el marcador. El primer período finalizó sin goles y parecía que la cuenta se mantendría en blanco; pero en el segundo lapso, Zaragoza comenzó a quemar sus naves y generar oportunidades, en los pies de Pardeza y Esnáider, sus dos hombres más destacados del cotejo. El estadio, atiborrado con simpatizantes del equipo de Aragón, se llenaba de pañoletas al aire apoyando a la escuadra española.
Ya bien avanzado el encuentro (minuto 68), el tanteador pudo contabilizar la apertura de la cuenta. Juan Eduardo Esnáider inauguró los fuegos para los aragoneses, ratificando su condición de principal artillero del equipo con un enorme remate desde fuera del área que dejó estático al arquero Seaman. No obstante, el Arsenal no estaba para aguantar sorpresas, y ocho minutos después, a los setenta y seis, el galés John Hartson logró el equilibrio para los Gunners con un remate arrastrado desde corta distancia. Todo volvía a fojas cero.
En los últimos quince minutos, hubo pocas acciones de verdadero peligro de gol; se jugaba con mucha cautela, pues cualquier equivocación implicaba resignar la derrota y el trofeo. Cuando el match expiraba, Pardeza fue barrido por un zaguero inglés dentro del área, pero el juez italiano Ceccarini se hizo el desentendido y la jugada continuó con el famoso “siga, siga”. De ese modo, se decretó la igualdad y se llegó a la prórroga, la cual definiría si el Arsenal sería capaz de alcanzar un inédito bicampeonato, o sería el Zaragoza el que daría el gran golpe.
En el alargue, ni los desbordes de Gustavo Poyet (el aguerrido volante izquierdo charrúa) ni los intentos de estocada de Ian Wright surtieron efecto en modificar la suerte del partido. Así, se llegó al minuto ciento veinte, con los veintidós futbolistas preparándose para lo que sería una infartante definición desde el punto penal. Fue entonces cuando Mohammed Ali Amar, centrocampista español nacido en Ceuta y conocido simplemente como Nayim, rompió la inercia. No solo eso: rompió los esquemas, los pulmones de sus hinchas y los corazones de sus contrincantes.
Nayim recibió el balón poco después de media cancha, cargado hacia la derecha. Mientras la pelota daba botes, el ceutí levantó la vista y vio a David Seaman algo adelantado, regalando un espacio lo suficientemente largo detrás de sus espaldas. Sin dudar, el hispano se atrevió, y desafió toda lógica con un disparo de emboquillada que describió una trayectoria endiablada e hizo estéril la tardía reacción de Seaman. El guardavalla británico apenas esbozó un manotazo de ahogado, insuficiente para frenar el curso inexorable del balón hacia la red. Nayim, el venido de Ceuta (territorio español en África, muchas veces vilipendiado y mirado en menos por los hispanos del continente), había cambiado para siempre la historia de toda una ciudad española enfebrecida por el fútbol.
El primer título internacional del Zaragoza, derrotando al campeón vigente, justificó todo el festejo que vino con posterioridad. El DT Víctor Fernández corría enloquecido por toda la cancha, mientras Nayim festejaba con una expresión de incredulidad en su rostro. Entre tanta alegría, el mayor perjudicado fue Seaman. Consumido por la pena y la responsabilidad, el golero abandonó el campo cabizbajo, incapaz de recibir consuelo de sus compañeros. No sería la última vez que vivía una pesadilla como esa: en los cuartos de final del Mundial 2002, Ronaldinho le metió un bombazo semejante con un tiro libre de larga distancia, aprovechando cierto adelantamiento del arquero11. A veces se tropieza dos veces con la misma piedra…
Nunca antes ni después, los aragoneses tuvieron una temporada tan brillante como la de ese año. La concreción del primer y único título internacional de su existencia, teñido de sangre rioplatense (a los mencionados Poyet y Esnáider se sumaba el argentino Fernando Cáceres, de gran desempeño en defensa), fue un hito que no ha podido ser reeditado hasta el día de hoy. Actualmente, los hombres de La Romareda se desempeñan en la Liga Adelante, la segunda categoría del balompié ibérico, buscando volver a vivir momentos como el que les entregó Nayim hace ya dos décadas.
Los asistentes al estadio de Bologna, sede del encuentro de octavos de final del Mundial Italia 90 que enfrentó a las duras selecciones de Inglaterra y Bélgica, ignoraban que el destino los haría testigos de uno de los mejores tantos de la historia de los Mundiales, y en el epílogo del encuentro. En aquella tibia tarde de junio, los espectadores tendrían que esperar por casi dos horas para obtener la dicha de emocionarse con un gol, pero se vieron absolutamente recompensados con el desenlace del duelo. El principal involucrado en esta oportunidad fue el inglés David Platt, uno de los súper-reservas de aquel certamen, que pasó a ser, sin duda alguna, la copa de los sustitutos.
En Italia brillarían varios hombres venidos del banco de suplentes: Schillaci en el ataque de los locales, Goycochea en el arco argentino, Fonseca en Uruguay, Makanaky en el mediocampo de Camerún... Todos tuvieron su minuto de fama en ese torneo, pero nadie pudo acariciar las redes con la belleza que alcanzó el británico. Pero antes, es necesario conocer el contexto en el que Platt firmó su obra de arte.
Bélgica había obtenido la cuarta ubicación en el mundial de México 1986, y buena parte de esa formación se repetía en Italia. Figuras como Enzo Scifo, Franky Van Der Elst y Jan Ceulemans llegaban con mayor madurez y recorrido, y amenazaban con darle un disgusto a cualquier retaguardia rival. Por otra parte, Jean-Marie Pfaff –el mejor arquero del mundo en su momento– ya no defendía el pórtico flamenco, pero en su lugar asomaba otro grande bajo los tres palos: Michel Preud’homme. El guardameta belga era segurísimo de manos y pudo ser el mejor del torneo, pero fue eclipsado por las impresionantes faenas del costarricense Luis Gabelo Conejo. Todos estos factores (mezcla de individualidades y juego en conjunto) convertían al cuadro europeo en uno de los candidatos para llegar al menos a semifinales. En tanto, Inglaterra había caído en cuartos de finales en México, tras sufrir dos rigores inolvidables propinados por Diego Maradona, el crack argentino: la Mano de Dios y el Gol del Siglo, los dos tantos que sacaron de carrera al elenco de Lineker, Waddle y compañía. De más está decir que regresaban picados en lo más profundo de la honra, y no se la darían fácil a nadie, por muchos pergaminos que tuviera el adversario.
Volviendo al partido que nos convoca, el encuentro de octavos entre rojos y blancos estuvo marcado por la solidez de ambos goleros, Preud’homme y Peter Shilton. Inglaterra tuvo las mejores chances de anotar, pero el chascón guardameta del conjunto belga mantuvo su arco en cero durante ciento veinte minutos. Los británicos contaban con varios hombres talentosos en ataque, tales como Chris Waddle, Paul Gascoigne y Gary Lineker. Sin embargo, ninguno de ellos pudo hacer la diferencia, y el cuadro de los Tres Leones era incapaz de traducir su fútbol en goles. Bélgica tampoco parecía tener la llave para romper la letanía, y el olorcillo a penales rondaba el ambiente en el remozado estadio boloñés. Inglaterra corría riesgo certero de ser eliminada: Peter Shilton, a sus cuarenta y un años, no era precisamente un atajapenales. Además, Preud’homme era un dechado de agilidad y reflejos, cualidades importantísimas para definir una serie desde los doce pasos. Por ende, los ingleses debían tratar de resolverlo en cancha.
Corriendo el minuto 120, la defensa belga cometió una falta que fue tabla de salvación para los británicos: a unos treinta metros del arco de Preud’homme, las posibilidades eran claras y no quedaba espacio para otra intentona. Era el todo o nada. Vino el tiro libre, un balón bombeado y alto buscando la entrada por las espaldas de la línea de zagueros. Los belgas intentaron fabricar el offside, pero una figura emergió desde atrás, dio media vuelta con celeridad pasmosa y conectó una volea impresionante, sensacional, sin siquiera mirar el arco rival. El resultado fue perfecto, pues la pelota ingresó limpia, inatajable aun para un porterazo como Preud’homme. David Platt, el súper-sustituto de Bobby Robson, había saltado desde la grada a darles la clasificación a los inventores del fútbol moderno. La espera había sido recompensada.
La hermosa combinación de media vuelta y volea hizo imposible no recordar un gol similar de Marco Van Basten (un monstruo del área) en la final de la Eurocopa 1988, con un disparo que dejó perplejo al guardavalla ruso Rinat Dasaev e incluso a su propio técnico, Rinus Michels. Existe una infinidad de voleas en la galería de goles hermosos, pero agarrar la pelota después de un giro le añade una complejidad y una estética absolutamente distinta. El tanto de Platt podría encajar perfectamente en un recuento de goles artísticos; en esta ocasión, le rendimos homenaje dentro de la lista de goles postreros, dada la emocionalidad que tuvo para el hincha británico y neutral. Si un gol es capaz de descomponer hasta al inglés más flemático, es por algo…
Bélgica no tuvo minutos para recomponerse, e Inglaterra obtuvo el paso a los cuartos de final. En la ronda de ocho, los ingleses sudarían sangre para eliminar a los leones indomables de Camerún (3-2) en un partidazo que salió de la norma, dentro de un Mundial lleno de partidos fomes. En semis, Alemania los dejó fuera en definición desde los once metros (lo dijimos: a Shilton no le hacían mucha gracia los penales). Al final, el excelente cuadro británico fue cuarto, ubicación que ningún otro elenco inglés ha podido igualar desde entonces. Van veintiséis años y contando...
A pesar de tener un fútbol alegre y vistoso, cabe recordar que Colombia ha tenido serias dificultades para superar la primera fase de los campeonatos mundiales en los que ha intervenido. Un poco lo que le pasa a Chile, por cierto. Descontando los cuartos de final alcanzados en Brasil 2014, los cafeteros habían conseguido sortear la ronda grupal solo en una ocasión previa: fue en Italia 1990, en el regreso caribeño a Copas del Mundo luego de veintiocho años. Por ese motivo, el gol que reviviremos a continuación es uno de los más importantes en la historia del balompié cafetero en competiciones internacionales. Eso es indudable.
En el Mundial italiano, Colombia integró el Grupo D. Cuando el entrenador Pacho Maturana conoció sus rivales en la etapa inicial, probablemente maldijo un poco su suerte, porque el bolillero lo ubicó junto a dos temibles contrincantes: la República Federal Alemana (a la postre campeón del torneo) y Yugoslavia, que venía con el grueso de la generación campeona juvenil de 1987. Emiratos Árabes Unidos, el más débil de los cuatro, completaba la serie y era el rival a vencer. Colombia debía eludir ese escollo como mínimo, antes de pensar en un eventual puesto en playoffs del torneo. El punto a favor: las reglas del campeonato clasificaban a los cuatro mejores terceros, lo que aumentaba las opciones sudamericanas de avanzar.
Los caribeños cumplieron con la tarea principal y vencieron sin zozobras a los asiáticos (2-0), pero una estrecha caída ante los balcánicos los devolvería a la tierra en el segundo partido (1-0, gol de Davor Jozić). Pese a la derrota, Colombia dejaba una sensación agradable en el paladar, y sus dificultades parecían enquistadas en la inexperiencia más que en falta de recursos. El elenco cafetero sumaba dos puntos, con un escenario engorroso al frente: Yugoslavia cerraba su participación frente a EAU, lo que implicaba una victoria casi segura de los europeos (algo que finalmente ocurrió). Mientras tanto, Colombia debía sacarle puntos obligatoriamente a los germanos, pues el desarrollo de los demás grupos hacía improbable la clasificación de un equipo con solo dos unidades. Alemania ya estaba lista en octavos, pero buscaba el primer puesto de su serie. Los sudamericanos necesitaban por lo menos el empate, para aspirar a avanzar como mejor tercero. Por fin se conocería el real alcance del fútbol de Valderrama y sus compinches.
Los cafeteros asumieron el desafío y fueron de frente, sin especular demasiado, buscando con prestancia el arco de Illgner. No obstante, la potencia del ataque conformado por el Pibe, Leonel Álvarez, Freddy Rincón y Luis “El Bendito” Fajardo se estrellaba una y otra vez contra el muro teutón, comandado por el emblemático Lothar Matthäus. De todas formas, el 0-0 no era un resultado demasiado incómodo para Pacho Maturana, pues podía darles el punto que necesitaban para clasificar. Solo había que aguantar el asedio germano hasta los minutos finales; por lo demás, los alemanes tampoco se desangraban por marcar en la portería de Higuita, puesto que el empate también les aseguraba el primer lugar a los dirigidos de Beckenbauer.
Ahora bien, aclaremos que Alemania estaba lejos de reeditar arreglines pasados, como el vergonzoso 0-1 ante Austria en España 82 (que terminó eliminando a Argelia y clasificando a ambos vecinos europeos). Habían cambiado los tiempos, y los acuerdos tácitos ya no figuraban entre las prácticas del equipo germano, mucho menos si el Kaiser vigilaba desde la banca. Pierre Littbarski capitalizó un descuelgue y venció la resistencia del Loco Higuita, para silenciar a toda Colombia. El alero alemán anotaba el 1-0 cuando ya habían transcurrido ochenta y ocho minutos del lance. Igualar el pleito parecía una quimera para las filas cafeteras: la defensa teutona no dejaba pasar ninguna. Un sentimiento de desazón se dejó entrever en los rostros sudamericanos. ¿Se despedían los latinos de la copa?
No, señor: nada de despedidas. No así de fácil. Se cumplieron los noventa, y los colombianos se lanzaron al todo o nada durante los dos minutos de descuento, emprendiendo una ciega arremetida rumbo a la ciudadela de Illgner. Con segundos por jugarse, se armó una pared con sabor a Caribe en tres cuartos de cancha: tic, tac, y la pelota que llega a los benditos pies de El Pibe Carlos Valderrama. El blondo armador cafetero levantó la vista por un segundo, y vio el hueco preciso para el pase filtrado. Se pensó y se hizo: la asistencia de Valderrama resultó ser magistral, espeluznante, y dejó solo a Freddy Rincón, cara a cara con el guardapalos, justo de frente al arco germano. El moreno remató con el alma, a ras de piso, por entre las piernas de Bodo Illgner. El gol, consagrado a los noventa y dos minutos de intenso drama, fue un acto de picardía latinoamericana: en el último suspiro, David le sacaba la billetera del bolsillo a Goliat. Colombia empató (1-1) y pasó a segunda fase como mejor tercero, en justa recompensa por el corazón dejado en cancha. El relator colombiano de la famosa Gol Caracol cayó en éxtasis, como presintiendo que era un instante histórico, de aquellos que no se repetirían en diez ni veinte años (al final, fueron veinticuatro). El “¡Viva Colombia!” resonó en todos los televisores que presenciaban el desenlace al otro lado del mundo.
El sueño cafetalero tenía todas las posibilidades para crecer en forma insospechada, pero terminó desmoronándose en el siguiente partido. Camerún fue el verdugo, venciendo por 2-1 en otra angustiosa jornada, que se decidió en el tiempo agregado. La postal más recordada de ese duelo es –lamentablemente– la mala salida de René Higuita, que terminó siendo convertida en gol por Roger Milla. Para los del Caribe, resulta mucho más hermoso repasar el golazo de Rincón, que fue el más destacado de su historial por largos años, antes de ser relevado por los festejos de James Rodríguez, el goleador de Brasil 2014.
Después de participar como invitado en las copas mundiales de 1930 y 1950, el camino de Bolivia para volver a formar parte del mayor torneo de selecciones fue largo y trabajado. Cuarenta y cuatro años tendrían que esperar los altiplánicos antes de regresar de la mano de su generación dorada, la que le entregó alegrías como nadie al pueblo futbolero y a todo un país. En medio, hubo muchas historias de esperanza, desazón y sentimientos encontrados, pero todo encontraría un sentido y valdría la pena durante la hermosa década de los noventa del fútbol boliviano.
Para ser justos, hay que destacar que Bolivia tuvo varias chances de clasificar a un Mundial durante su historia, incluso mucho antes de los 90. La primera gran opción de llegar a la cita planetaria había ocurrido en 1961, cuando debieron medirse en llave única frente a Uruguay, buscando un lugar en el Mundial de Chile del año siguiente. El elenco liderado por Máximo “Tutula” Alcócer y Wilfredo Camacho (con la ausencia sensible de Víctor Ugarte, que jugaba en el extranjero) igualó en La Paz y cayó ajustadamente por 1-2 en Montevideo, quedando a un tris de acceder a un tercer partido de definición. Al final, fueron los orientales quienes obtuvieron el pase, mientras varios de los hombres bolivianos serían parte de la selección que levantaría la Copa América en 1963.
La segunda gran oportunidad del cuadro verde llegó en 1969, en la previa a México 70, con el excelente combinado cuya máxima estrella era Ramiro Blacut, uno de los sobrevivientes del cuadro campeón de América. A Blacut lo acompañaban varios hombres del desaparecido cuadro de Mariscal Santa Cruz, equipo que sería campeón de la extinta Recopa Sudamericana en 1970 en el único título internacional del fútbol boliviano (entre ellos figuraban Chembo González, Tanque Díaz y el Gitano Juan Farías). Bolivia venció como local al Perú del Cholo Cubillas y a la Argentina de Roberto Perfumo, dos rivales de temer en aquellos años y que completaban el Grupo 1 clasificatorio. Posteriormente, perdió sin apelación en Lima y tuvo la gran opción de obtener puntos históricos en Buenos Aires, pero un dudoso penal capitalizado por Rafael Albrecht le dio la victoria a los trasandinos (1-0). Con dos triunfos y dos caídas, existía la posibilidad de que se diera un triple empate entre los elencos involucrados (esto, si Argentina superaba al Perú en el último duelo). Sin embargo, Cubillas y compañía obtuvieron un espectacular dos a dos en La Bombonera y sacaron boleto rumbo a México, donde completarían una enorme expedición. Bolivia quedó segundo y condenó a la última posición a los rioplatenses.
El año 1977 (clasificatorias a Argentina 78) fue el turno de un seleccionado lleno de hambre y decisión, cuya figura indiscutida era el mediocampista Carlos Aragonés, un interior con vocación innata por el arco contrario. Con apenas veintidós años, Aragonés era dueño de una inteligencia y un instinto pocas veces igualado en la ofensiva altiplánica, y fue fundamental para que Bolivia lograra una de las mejores presentaciones de su extenso recorrido en eliminatorias. Ganó en calidad de invicto el grupo también integrado por uruguayos y venezolanos, sacando de carrera a los charrúas, que verían el Mundial del otro lado del río por televisión. Pero Argentina tenía ocupada una plaza por derecho propio, y Bolivia debió disputar los dos cupos disponibles con Brasil y Perú. La liguilla realizada en Cali fue un infierno para los verdes, que fueron goleados por la Canarinha de Zico (0-8) y el team dorado de Cubillas (0-5). Una última esperanza fue la repesca intercontinental, pero la intratable Hungría de Tibor Nyilasi los arrolló en Budapest (6-0) y también venció en La Paz (2-3).
La última empresa fallida, pero que dejó un saldo positivo en el balance, fue la de 1989. La clasificatoria a Italia mostró los primeros indicios de un gran equipo en formación, con hombres como Milton Melgar, Álvaro Peña y William Ramallo (¿le suenan?). Compartían la serie con Uruguay y Perú, y el vencedor tomaría el avión directo al país de la bota. ¿Qué pasó? Bolivia tomó revancha de un Perú venido a menos y lo derrotó en ambos encuentros; y además, superó claramente a Uruguay en la altura, con un 2-1 que pudo ser boleta. El problema fue que los del Rímac no dieron pie con bola y perdieron los cotejos ante los charrúas por aún mayor diferencia, y fue el equipo de Francescoli el que se quedó con los laureles debido a su mejor promedio. Pese a ello, algo había cambiado. Quedar fuera por diferencia de goles era algo que no se había vivido previamente, y dejaba la sensación de que haciendo mejor algunas cosas se podía conseguir el objetivo tan preciado. Muchos de esos jugadores lo entendieron y lo demostrarían cuatro años más tarde.
De esa forma, llegamos a la legendaria eliminatoria rumbo a Estados Unidos 1994, tema recurrente en las páginas de este libro (entiéndanos, éramos niños en ese tiempo y el fútbol era casi todo en la vida). Guido Loayza, presidente del fútbol altiplánico, señalaba muy suelto de cuerpo que el objetivo era clasificar, algo que no le creyeron demasiado en su momento. Para cumplir esa meta, se contrató a un desconocido entrenador español de origen vasco: Xabier Azkargorta. El DT aterrizó en La Paz en 1992, con la misión de aportar el conocimiento europeo en provecho de una excelente generación de futbolistas. Esta convicción mostrada por parte de los dirigentes y el cuerpo técnico fue una de las principales aristas en la revolución vivida por el balompié boliviano durante 1993. El otro factor de tremenda relevancia fue la emergencia de dos de los jugadores más talentosos que haya visto el fútbol del altiplano: Marco Antonio Etcheverry, el Diablo, y Erwin Sánchez, denominado “Platini” por su estilo reposado y su técnica.
En el formato de entonces, la clasificatoria se disputaba en grupos, una especie de liguilla que se extendía solamente durante dos meses (por lo general, los torneos locales se paralizaban o ralentizaban el ritmo para permitir el trabajo de las respectivas selecciones). Azkargorta aprovechó además la paralización de los futbolistas en Bolivia, y fue construyendo una idea basada en sus pupilos. El vasco diseñó un 5-4-1 que aportaba proyección por las bandas en los partidos como local, y aseguraba volumen defensivo al salir fuera de casa. La base formaba así: Carlos Trucco en la portería; Carlos Borja, Marco Sandy, Gustavo Quinteros, Miguel Ángel Rimba y Luis Cristaldo; Milton Melgar, Ramiro Castillo (Julio César Baldivieso), Marco Etcheverry y Erwin Sánchez; con William Ramallo o Álvaro Peña como puntas de lanza. Borja y Rimba aportaban desborde por los costados; Cristaldo hacía el papel de “quinto hombre” en la retaguardia, generando transición entre la última línea y el mediocampo; Melgar y Castillo comenzaban la construcción del juego, que era catalizado por Platini y el Diablo en forma de peligro para el arco rival. Hoy en día, cualquier hincha boliviano puede recitar esa formación de memoria... Fueron aquellos jugadores quienes delinearon los sesenta días más memorables del fútbol boliviano.
Con ese esquema, que fue aceitándose progresivamente, Bolivia arrolló en su debut rumbo a la Copa de 1994: le propinó la peor derrota mundialista de su historia a la selección venezolana, con un 1-7 a domicilio en Puerto Ordaz. Tres tantos de Sánchez y otros tres de Ramallo construyeron un resultado que fue solamente el primer aviso. La prueba fehaciente del amanecer altiplánico vendría en su segundo duelo, el que nos convoca en esta ocasión: el inmortal partido frente a Brasil en La Paz, donde la insurrección de Etcheverry y sus soldados dio su primer gran golpe.
Los antecedentes en la previa no eran los más alentadores. Brasil había vencido a Bolivia como visitante en los procesos de 1981 y 1985, y además llegaba a esta clasificatoria con un elenco lleno de talentosos, basado en el indestructible São Paulo de Telê Santana: Cafú, Raí, Palhinha... Súmele a Taffarel en el pórtico y a la dupla Müller-Bebeto en ataque. Todos ellos eran dirigidos por Carlos Alberto Parreira, un DT resistido por toda la afición brasilera, que pedía a gritos a Telê como entrenador de la absoluta. Claramente, no era una misión para indecisos. Los bolivianos lo sabían, pero también conocían sus propias virtudes y limitaciones. Si se animaban, podían pintarle la cara a más de alguno... Con ese pensamiento salieron a buscar a Brasil, un 23 de julio de 1993.
La lucha entre los circuitos de la Verdeamarela y la maquinita de Azkargorta fue muy trabada, y no hubo muchos espacios ni opciones de gol. En el primer tiempo, un zapatazo de Sánchez desde treinta metros fue bien repelido por Taffarel. Bajo un sol abrasante y la altura paceña, hubo que esperar hasta los ochenta minutos para volver a encender las alarmas. Una combinación entre Sánchez y Etcheverry terminó con el Diablo derribado junto al punto penal, cuando se aprestaba a definir frente a Taffarel. El juez marcó la pena máxima y Platini se ubicó frente a la pelota, a once metros de la portería brasileña. Era medio gol. Pero Erwin no pudo con los nervios y lanzó un disparo al centro y a media altura, que el rubio golero contuvo con las piernas y el tronco, sin dar rebote. Entonces vino la prueba verdadera, en las mentes y los corazones de los jugadores bolivianos: ¿somos capaces de vencer al mejor equipo del mundo?
Para Marco Etcheverry, la respuesta a esa pregunta era una sola. Por eso, cuando recibió el balón recuperado por Gustavo Quinteros luego de una carga brasileña, el Diablo emprendió carrera con la única misión de llegar al arco adversario. Etcheverry recorrió más de sesenta metros, partiendo desde antes de la mitad de la cancha, y se comió el carril izquierdo hasta llegar a la línea de sentencia. Entonces le salió al frente Ricardo Gomes, el duro defensor de la Verdeamarela. Marco trastabilló, la peleó y no la dio por perdida; con esa fe, sacó un remate-centro hacia el corazón del área, donde se encontraba Taffarel. Probablemente, el guardameta no creyó jamás que Etcheverry sacaría el balonazo, y la llegada de la bola lo pilló mal parado. El rebote en la pierna izquierda del golero mandó la redonda al fondo y decretó el 1-0. Quedaban dos minutos. Bolivia estaba a las puertas del triunfo más importante, gracias a una diablura monumental. El purista dirá que fue autogol del guardavalla, pero la historia no duda en otorgarle las medallas al Diablo.
Con Brasil desencajado, intentando arreglar el descalabro, se cumplieron los noventa minutos. Etcheverry, guapo como nadie, sabía que el partido no había concluido aún y algo más cabía por hacer. Recibió por la izquierda y sacó del sombrero una fantasía de aquellas: un pase que dejó a Álvaro Peña solo frente a Taffarel. El ariete no desentonó y definió como los grandes para desatar la fiesta en todo el altiplano. El dos a cero no solo fue la mayor muestra de coraje y hambre de toda una generación, sino que además se transformó en la primera caída de Brasil en clasificatorias, la primera en sesenta y cuatro años de copas. Bolivia empezó a creer que se podía. Sus futbolistas ya lo creían desde hacía mucho tiempo.
Esa victoria fue un punto de partida para la racha más brillante de Bolivia en clasificatorias. La ayudó un poco el fixture, que determinó que casi toda la primera rueda se disputase en La Paz. En las alturas, los verdes derrotaron sucesivamente a Uruguay (3-1), Ecuador (1-0, con vital anotación de Ramallo) y Venezuela (7-0, repitiendo la dosis). Cinco partidos disputados, cinco triunfos, diez puntos a su haber. El pasaje a Estados Unidos estaba casi timbrado: solo bastaba un punto para sellar la hazaña. Después vinieron dos reveses, uno inapelable en Brasil (0-4) y otro bastante más discutible en Montevideo, en el que Uruguay se impuso 2-1 con varias polémicas arbitrales, incluyendo un penal brujo y ocho minutos de descuento en el primer tiempo. La espera se prolongó hasta el último lance en Ecuador, donde otro acierto de William Ramallo, el Pescador del Gol, estableció el empate a uno que plasmaba en realidad todas las ilusiones. Bolivia, con once unidades, dejó fuera a Uruguay y acompañó a Brasil en su aventura mundialista. Tanto Azkargorta como sus muchachos se convirtieron en héroes de la nación altiplánica, con justo derecho, ganado en una cancha de fútbol.
El símbolo de esa escuadra, Etcheverry, sufrió una grave lesión jugando por Colo Colo (Mariano Puyol le cayó encima, rompiendo los ligamentos de su rodilla izquierda) y llegó a la contienda mundialista con lo justo. Para mayor desgracia, fue expulsado en el estreno del Mundial de Estados Unidos, luego de una incomprensible patada sin pelota al alemán Matthäus (derrota de 0-1 contra los teutones). Pero ninguna de esas situaciones podría empañar la historia y los logros de ese grupo excepcional. Obtuvieron el primer punto en Mundiales (0-0 ante Corea) y consiguieron el primer gol boliviano en la competición (Platini Sánchez, en el 1-3 frente a España). Más aún: con más de veinte años transcurridos desde los dos meses más felices del fútbol boliviano, no se ha gestado una generación de futbolistas capaz de hacerle el peso a los veteranos del 93. Varios de ellos jugaron en Chile (Etcheverry en Colo Colo, Álvaro Peña en Temuco, Milton Melgar y Chocolatín Castillo en Everton, Julio Baldivieso en Cobreloa) y pudimos presenciar en primera persona que eran jugadores de categoría dentro del continente. Hasta ahora, seguimos esperando una selección altiplánica que haga honor a las proezas de aquellos cracks.
Desde hace ya unas tres décadas, los equipos africanos han ido afianzando cierta presencia en las fases finales de la Copa del Mundo. El primero en mostrar el incipiente poderío de dicha región del orbe fue Argelia, eliminado en forma absolutamente escandalosa del Mundial de España 1982. Tras haber ganado dos partidos a adversarios teóricamente superiores (2-1 a Alemania y 3-2 a Chile), los argelinos fueron víctimas de un bochornoso arreglo entre austríacos y alemanes: estos últimos ganaron por la mínima a sus vecinos, con lo que ambos alcanzaron la clasificación y dejaron fuera del campeonato a los norafricanos. Pese a lo indignante del desenlace, nombres como Tedj Bensaoula, Lakhdar Belloumi y posteriormente Rabah Madjer (campeón de Europa con el Porto) se hicieron conocidos en el universo fútbol y se convirtieron en emblemas del fútbol bereber.
Luego de esta experiencia pionera, Marruecos arribó a los octavos de final en México 1986 de la mano de un excepcional portero, Zaki Badou, y un mediocampista todoterreno, Mustapha Merry. En la fase de grupos, el cuadro magrebí afrontó una serie difícil, pero se dio maña para luchar de igual a igual con portugueses e ingleses, y terminó obteniendo el primer lugar por sobre ambos equipos europeos. Los marroquíes solamente resignarían su opción en manos de Alemania, que los derrotó por la mínima diferencia en la ronda de dieciséis.
En Italia 1990, la historia fue más conocida. Los leones indomables de Camerún superaron cualquier campaña previa de equipos africanos y llegaron meritoriamente a cuartos de final, con dos monstruos en ataque como Omam-Biyik y Roger Milla, y un sustituto temible como Cyril Makanaky. Inglaterra los frenó en la ronda de los ocho mejores, con un estrecho tres a dos y gracias a dos penales de su goleador Gary Lineker.
El año 1994, al que nos referiremos desde este punto, marcó el turno de Nigeria. En el mundial norteamericano, las águilas verdes fueron situadas en un grupo nada sencillo, junto a Argentina, Bulgaria y la selección de Grecia, debutante en Copas del Mundo al igual que los nigerianos. Nombres como Rashidi Yekini, Jay Jay Okocha y el corpulento pivote Daniel Amokachi fueron figuras de los africanos en la primera fase del certamen, y resultaron fundamentales para construir sendas goleadas sobre los búlgaros (3-0) y los helenos (4-0).Solo la Argentina de Maradona pudo ponerle cota a su rendimiento, y derrotó a las águilas gracias a dos goles de un inspirado Claudio Caniggia (2-1), en lo que fue el último partido del Diego antes de ser suspendido definitivamente por asuntos de dopaje.
Aun así, los nigerianos lograron el primer puesto de su grupo, asegurando su pase a octavos y aumentando las posibilidades de enfrentar a un rival más accesible en dicha etapa. Sin embargo, en un Mundial existen ciertas sorpresas y Nigeria terminó emparejada con la siempre temible Italia (uno de los mejores terceros) en la ronda de dieciséis. Pese a lo complicado del rival para los albiverdes, los azzurri también contaban con un historial reciente de descalabros frente a equipos de África: en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988, la increíble Zambia de Kalusha Bwalya les había dado un baile de magnitud, masacrando al equipo olímpico itálico por cuatro a cero16. Es decir, había antecedentes como para imaginar a las águilas emulando a sus vecinos de Camerún...
Volviendo a 1994, el Foxboro Stadium fue testigo del match entre nigerianos y europeos. Los verdes, dirigidos por el neerlandés Clemens Westerhof, no pensaban amilanarse ante el poderío de Italia, cuya base era el Milan multicampeón de Europa y en el que jugaban Baresi, Maldini y Albertini, entre otros. Desde el comienzo, Nigeria buscó imponer su exuberancia física, y fue uno de sus hombres más potentes, Emmanuel Amunike, quien señaló tempranamente un 1-0 que ya no era sorpresa para nadie. Los africanos intentaron ampliar las cifras en múltiples ocasiones, pero el marcador se mantuvo inamovible por larguísimos minutos. Esto, alimentado por el ritmo adormecido del mediocampo italiano y la imposibilidad de los africanos de vencer nuevamente el cerrojo azul. En el minuto 76, Gianfranco Zola fue expulsado por una falta infantil, que el árbitro mexicano Brizio castigó con un rigor quizás excesivo, y las cosas se pusieron definitivamente color de hormiga para los tanos. El calor en Boston era implacable, Baggio cojeaba y las ideas escaseaban.
Así llegamos al minuto 89. Italia se mostraba incapaz de conseguir la igualada, hallándose a punto de sufrir un nuevo papelón ante una escuadra africana. No se veía por dónde encontrar inspiración del lado de los peninsulares. Sin embargo, los azzurri contaban con un jugador de aquellos que desaparecen por momentos, pero vuelven a marcar presencia cuando el compromiso así lo exige: ese hombre era Roberto Baggio. Con apenas un minuto por disputarse, Italia emprendió el abordaje desde la banda derecha, con una pelota dividida que Roberto Mussi consiguió ganar aprovechando cierta inexperiencia de los defensas rivales. Mussi vio venir a Baggio y le sirvió la pelota, sabiendo que el diez italiano se perfilaría para el remate. Robbie no se hizo esperar y le pegó de primera, con una tranquilidad pasmosa y una colocación envidiable, casi como en cámara lenta. La pelota completó viaje hacia la red, lejos del alcance del golero Rufai, que no tuvo culpa frente a las virtudes del tiro. Un golazo para establecer el empate 1-1, resultado que obligaba a continuar la batalla en el alargue.
En el suplemento, Italia comenzó a manejar los tiempos a punta de oficio y el equipo nigeriano se fue desdibujando. En el minuto 100, un centro del otro Baggio, Dino, buscó la presencia de Antonio Benarrivo, quien fue derribado dentro del área en un penal que no resistió mayores discusiones. Obviamente, fue el Divino quien cobró desde los doce pasos: no falló, y su segundo gol individual puso la cuenta dos a uno. Rashidi Yekini, el centrodelantero de las águilas, tuvo una última opción luego de un brutal pase de Okocha, pero su disparo fue bloqueado y el marcador no se movió. Con un doblete, el Fantasista había sellado la victoria italiana, pavimentando su camino a la siguiente ronda.
Finalmente, Baggio sería artífice de una selección que dependía enormemente de la calidad de su botín diestro, y con sus goles conduciría al equipo a la final de la Copa. Como una jugarreta del destino, Italia perdió aquel encuentro ante Brasil en los lanzamientos penales, en donde el Divino malogró su disparo (que sería el último de la tanda) y sentenció el triunfo sudamericano. Por su parte, Nigeria no volvió a entregar una exhibición como la del 94: aunque alcanzó la misma fase en 1998, nunca pudo reeditar ese nivel de juego, ni la categoría de aquellos jugadores. El fútbol africano sigue en deuda, ya que desde 1990, solo Senegal (2002) y Ghana (2010) han llegado a la ronda de los ocho mejores, y esa ha sido la piedra de tope del continente. La predicción de Pelé con respecto a la inminencia de un campeón mundial africano aún espera al elenco capaz de cumplirla.
Este nos duele. Y mucho. Porque significó revivir lo peor del “destino fatal” del balompié criollo, ese destino fatídico, el de la tarjeta roja a Caszely en Alemania 1974, el del penal perdido por el mismo Caszely en 1982, y coronado recientemente por el travesaño de Pinilla. Los adolescentes de hoy en día aún no habían siquiera nacido cuando esta historia sucedió, en tiempos en que las alegrías para nuestro fútbol eran contadas con los dedos de una mano.
Chile jugaba sus duelos de primera fase en el Mundial Francia 1998, tras dieciséis años de ausencia en la cita máxima del deporte rey. Compartía su serie con italianos, austríacos y cameruneses, en un grupo de pronóstico reservado, pues en el papel eran adversarios de rendimiento parejo. En el aciago primer partido ante Italia, un dudoso penal por mano de Ronald Fuentes –fabricado inteligentemente por Roberto Baggio– permitió que la Squadra Azzurra igualara el encuentro a dos tantos, y de paso convirtiera al juez nigerino Lucien Bouchardeau en el villano número uno del país. Los dos golazos de Marcelo Salas al golero Pagliuca y su vuelo por sobre Fabio Cannavaro quedaban en la retina de los chilenos y del mundo futbolero, pero no alcanzaban para lograr los tres puntos que hubieran conducido a otros rumbos en aquel Grupo B. Un nuevo episodio del desafortunado sino chilensis ya se tejía en tierras galas, alentado por el cobro inexplicable de un juez ignoto. Pero faltaba un capítulo más por revelarse, en días en que la fiebre mundialista se tomaba las calles y veredas del país.
Tras la igualdad frente a los itálicos, Chile debió confrontarse con Austria, un rival de gran orden táctico y presencia en mediocampo, pero con recursos limitados como para complicar demasiado a Chile. Eso, si se mantenía el rendimiento exhibido hasta ese instante, con puntos altos en el aspecto individual que encubrían ciertas dificultades en el juego colectivo de la Roja. Afortunadamente para la escuadra nacional, Iván Zamorano y Marcelo Salas extendieron su racha positiva en canchas europeas: la dupla Za-Sa acarreó las banderas y el peso del equipo, y Chile llevó el mando sobre los austríacos por amplios pasajes del partido, aunque sin concretar el dominio con goles.
El cero persistía invariable en el marcador del estadio de Saint-Étienne, hasta que se produjo la trascendental jugada que desembocó en el primer tanto chileno. Luego de un centro llovido, Zamorano saltó más que todos (qué rechazo tenía Iván) y conectó un cabezazo enorme, que el portero consiguió repeler hacia el centro del área. En medio de un feroz tole tole en la ciudadela europea, la acción se volvió confusa; solo la repetición televisiva confirmó que un segundo remate, esta vez del Matador, había traspasado la línea de gol austríaca antes de ser capturado por el guardameta. El uno-cero era una inyección de confianza y de adrenalina para la Roja, pues no se veía de qué forma los rivales podrían equilibrar la balanza. ¿Llegaría el primer triunfo chileno en Mundiales desde 1962? ¿Alcanzaría Chile el primer lugar de su grupo, junto a los italianos?
Lamentablemente, no fue así. Y es importante decir que no fue culpa del llamado “destino”, aun cuando es fácil culpar a las “cosas del fútbol”, a la “mala suerte” y peroratas por el estilo. No, señor. Chile ganaba 1-0 y pudo extender su ventaja, lo que no habría permitido dudas acerca del resultado final del encuentro. Por desgracia, una pared al borde del área austríaca fue malograda por Salas. El Matador intentó fabricar un lujo, con un taquito fallido que a la postre diluyó la ocasión de establecer un 2-0 lapidario. Cuando llegaron los descuentos, las ocasiones perdidas adquirieron un valor inesperado, pues todo Chile se dedicaba a defender ante el ataque desesperado de Austria, que veía deshacerse sus opciones de avanzar a segunda ronda. El vuelco que vivió un cotejo que parecía controlado no es responsabilidad del destino.
Como tampoco lo fue la jugada que encaminó el tanto del empate austríaco. Tras toques repetidos del mediocampo europeo en tres cuartos de cancha, Ivica Vastić (delantero de origen croata) recibió el balón cerca del semicírculo del área, con dos jugadores chilenos al frente. Vastić se perfiló para rematar en maniobra más que evidente… Sin embargo, la retaguardia nacional reaccionó tarde ante el peligro inminente, y Pedro Reyes se demoró siglos en salir de su posición, más preocupado de protegerse de un eventual golpe en el bajovientre. El espacio generado entre Ronald Fuentes y Don Pedro fue suficiente para que Ivica sacase el disparo medido hacia el arco chileno. Tanto tiempo tuvo el mediapunta para decidir, que su tiro fue impecablemente colocado, sin que alguien le pusiera obstáculo alguno, incrustándose en el ángulo superior izquierdo de Nelson Tapia. Cabeza de Muela, desconcertado por la inesperada acción, solo atinó a verla entrar pegada a la esquina. Golazo. El 1-1 firmaba el empate, pues no había tiempo para compensar los errores cometidos. Chile igualaba nuevamente, quedaba con dos puntos y con la incertidumbre instalada sobre sus hombros, consciente de que podía haber alcanzado seis unidades en el escenario ideal (pucha que nos gusta el fútbol ficción).
El relato de Pedro Carcuro, quien inmortalizó el gol de Vastić, suele ser criticado, pero esta vez reflejó con bastante fidelidad el sentimiento de los chilenos. Entre silencios terribles, más elocuentes que cualquier discurso, el colorín lamentaba la suerte criolla: “Increíble, pero cierto... Esto no puede ser. ¿Por qué nos pasa a nosotros?”.
La pesadumbre chilena se extendería hasta el partido siguiente, el último del grupo, la oportunidad definitiva para alcanzar el codiciado pasaje a octavos de final. Todas las desgracias que habían entorpecido el camino de Chile durante los dos encuentros anteriores fueron compensadas en ese tercer duelo, en el que los astros se alinearon finalmente en favor de la Roja. Con un tiro libre excepcional del Coto Sierra sobre el ángulo de Jacques Songo’o (incluido en el ranking oficial de los mejores libres directos en mundiales) comenzó a construirse la ilusión chilena de avanzar de ronda. Pero nada sale gratis en una Copa del Mundo, y Camerún cobraría su parte en el segundo tiempo: igualó las acciones mediante un cabezazo de Patrick Mboma, que instaló más de un fantasma en el repleto estadio de Nantes. No obstante, esa calurosa tarde los dioses del fútbol (y quizás el juez) estaban del lado chileno. Un más que favorable desempeño arbitral, con dos goles anulados a Camerún y que perfectamente podían haber sido validados, terminó de derrumbar a los africanos y sentenciar el triunfo del equipo de Nelson Acosta. Después de treinta y seis años, Chile volvía a superar la primera valla del torneo. El misil de Vastić pasaba a segundo plano, ante los festejos y la algarabía del logro cumplido; pero nunca desaparecería de la memoria de los hinchas chilenos, quienes habían caminado por la parte más negra del túnel antes de encontrar definitivamente la luz.
Dennis Bergkamp forma parte de aquella casta de jugadores tocados con una varita, los bendecidos, los capaces de concretar lo imposible: es uno de aquellos dotados con la técnica y el temple suficiente para crear obras de arte en los instantes más críticos. Uno de sus mejores pasajes como futbolista activo, y quizás el epítome de sus jugadas como miembro del seleccionado neerlandés, ocurrió en los cuartos de final de la Copa del Mundo 1998, frente a Argentina. Aquella tarde, en los pastos franceses, Bergkamp convirtió las arenas de un inclemente reloj en su propio castillo.
La Naranja Mecánica, lejos de responder a sus enormes pergaminos, no había podido meterse en las etapas finales de un torneo mundial desde su doble vicecampeonato en 1974 y 1978. Durante la década de los ochenta, los naranjos contaron en su plantilla con un incipiente grupo de futuras estrellas, integrado por Wim Kieft, Ruud Gullit, Frank Rijkaard, Gerald Vanenburg y Marco Van Basten (entre otros), quienes disfrutaban de sus primeros años como profesionales. Sin embargo, el equipo debió pasar por su debido proceso antes de alcanzar la madurez definitiva, y no consiguió clasificar a México 1986. La consolidación de esta camada de jóvenes llegaría hacia fines del decenio, con la brillante consecución del título de campeones continentales en la Euro 1988.
Esta generación de oro del fútbol neerlandés lograría su regreso a la cita máxima en 1990, y nada menos que en calidad de monarca europeo vigente. No obstante, Países Bajos no pudo superar los octavos de final del Mundial italiano, siendo eliminada por Alemania (con el recordado escupitajo de Rijkaard a Rudi Völler de por medio).
Así llegamos a 1994, en Estados Unidos. Van Basten ya se había retirado, presa de rebeldes lesiones; en tanto, Ruud Gullit se peleó a muerte con el DT Dick Advocaat y renunció a jugar el Mundial norteamericano, mermando aún más el plantel neerlandés. El honor fue defendido gracias al despliegue de un nuevo grupo de talentos (Bergkamp, Overmars, Wim Jonk, los hermanos De Boer, Aron Winter), nombres que llevaron el estandarte naranja y lograron alcanzar meritoriamente los cuartos de final. Su carrera hacia el título solo se vio abortada tras toparse con Brasil, a la postre campeón del certamen: un escopetazo del brasileño Branco selló la suerte de los neerlandeses en aquella competición, señalando un estrecho tres a dos a favor de la Verdeamarela.
Con todos los antecedentes ya mencionados, en 1998 la meta era superar la ronda de ocho. Era imperativo alcanzar las semifinales, luego de veinte años sin entreverarse en tales instancias. Pero el trayecto no sería precisamente un camino de rosas. Luego de superar a Yugoslavia en octavos, el escollo de Países Bajos en los cuartos de final sería la Argentina de Batistuta y el Burrito Ortega, un cuadro nada fácil de abordar. Para entrar al selecto grupo de los cuatro mejores, los neerlandeses debían completar una misión más intrincada de lo que esperaban.
El duelo de cuartos entre neerlandeses y trasandinos –una reedición de la final de 1978– fue cerradísimo, tal como lo aventuraban los pronósticos de los expertos. Con apenas veinte minutos de juego, el marcador ya se encontraba 1-1, producto de los goles del intratable Patrick Kluivert (uno de los más incisivos atacantes de la época) y de Claudio “Piojo” López, el extremo argentino de moda en aquellos años. Sin embargo, luego de este inicio espectacular, el partido se cerró, las precauciones superaron progresivamente a los riesgos y las defensas de ambos equipos asumieron el protagonismo del match, impidiendo que el tablero sufriera mayores modificaciones.
Solo una jugada de otra frecuencia podía cambiar el panorama, el cual parecía conducir irremediablemente a la prórroga. Así sucedió, merced a un momento de inspiración de dos de los mejores hombres de aquel cuadro naranjo. Frank De Boer, el patrón de la defensa neerlandesa, se encontraba ubicado detrás del círculo central. De Boer vio a dos compañeros muy cerca del área rival, y sin dilación envió el balonazo; a simple vista, parecía un intento más, pero la verdad es que terminó convirtiéndose en un pase medido para el atacante en cuestión. Dennis Bergkamp recibió el esférico, con la jugada ya armada dentro de su cabeza. Lo que ocurrió después fue tremendo: el control dirigido que Dennis logró sobre el balón dividido le hizo pleno honor a su apodo de Iceman. Con una frialdad y soltura encomiables, la bajó como con una almohada, luego evitó a su marcador ocasional –el durísimo Roberto Ayala– y definió velozmente con borde externo ante la salida de Carlos Roa. Todo el estadio, moros y cristianos, aplaudieron el golazo del blondo mediapunta. El nivel de dominio de Bergkamp fue impresionante; para hacerlo familiar al hincha chileno, su acción es comparable a la exhibición realizada por Marcelo Salas en el primer gol ante Inglaterra en Wembley, el mismo año. Sensacional.
Aquel elenco neerlandés se encontró con Brasil en la semifinal y solo fue eliminado mediante lanzamientos penales, luego de protagonizar uno de los más memorables encuentros de las últimas copas (2-2 en el agregado y 4-2 para los canarinhos en la ronda de penaltis). Finalmente, Países Bajos fue cuarto, tras caer en el cotejo por el tercer lugar frente a los croatas. Pese a ello, el gol de Bergkamp, el Maestro, quedó en la retina como una de las jugadas más sobresalientes en espacio reducido. Para los cracks, definir un partido puede ser cosa de centímetros.
Aclaramos, no es un asunto personal: seguimos con los goles que han hecho sufrir a nuestros vecinos argentinos en el terreno internacional. Esta vez, nos remontamos a un hecho bastante más cercano, tanto en tiempo como en distancia geográfica: la final de la Copa América 2004, disputada en Perú, que puso sobre el césped a trasandinos y brasileños en busca del máximo trofeo. Un partido soñado, que tuvo una definición de película, desenlace ideal para un match decisivo en la justa continental, y además protagonizado por los dos “peces gordos” de esta parte del mundo futbolístico. ¿Qué más se podía pedir?
El clásico del Atlántico se encontraba igualado a un gol, luego de las anotaciones del Kily Cristián González para Argentina y de Luisão para los canarinhos. El duelo llegaba a sus postrimerías con un empate casi firmado, lo que significaba extender el combate hasta el tiempo suplementario. Brasil, dirigido por Carlos Alberto Parreira, intentaba socavar la retaguardia albiceleste mediante la potencia de sus delanteros, pero no conseguía propiciarse ocasiones claras. En tanto, la Argentina de Bielsa atacaba con más vehemencia que fútbol, algo que no bastaba para marcar diferencias. La tónica se mantuvo sin variaciones en el score hasta el minuto 87.
A tres minutos del final, Zanetti emprendió un desborde por el carril derecho y envió el centro de la muerte; dos brasileños fallaron en su intento por despejar, y el balón quedó para la posición de César Delgado, ingresado apenas veinte minutos antes. Delgado no la pensó mucho antes de sacar un remate furibundo, seco, que se reveló inatajable para el golero Júlio César. El dos a uno, con tres minutos por jugar, era una ventaja tremendamente difícil de revertir para los hombres de Parreira, y los trasandinos lo tenían más que claro. Como en pocas ocasiones, el Loco Bielsa festejó –aunque moderadamente– el tanto de sus dirigidos. Los segundos restantes eran escasos, demasiado como para que Brasil pudiera torcer esta historia: Argentina estaba cerca de recuperar el título de campeón del continente, después de más de diez años de sequía. O al menos, esa era la sensación generalizada...
Con poco y nada por jugarse, los verdeamarelhos se lanzaron con todo en pos de la igualdad; pero la Argentina de Bielsa era porfiada y siguió instalada en campo rival, lo que reducía las opciones brasileñas de arrimarse al pórtico de Abbondanzieri. Llegaron los descuentos y los intentos de Brasil seguían siendo desordenados, sin una lógica que permitiera quebrantar la defensa trasandina. A treinta segundos del final, Bielsa realizó un cambio que no parecía tener más intención que hacer tiempo (Quiroga por Carlitos Tévez). La Albiceleste ya se probaba la corona.
En la última y postrera carga de Brasil, vino un centro lleno de malicia hacia el área argentina. Un brasileño no logró controlar, pero el balón le quedó servido a Adriano, el Emperador, goleador de temible raza, con recursos de sobra para definir la jugada en el pórtico rival. Ante una defensa que aparentemente buscaba salir en offside y no lo consiguió, Adriano controló, se dio media vuelta en milisegundos, y ejecutó un disparo que dejó parado en su sitio a un inmóvil Abbondanzieri. “¡Capricha, Adriano!” (¡Qué fantasía, Adriano!) fue la frase con la que el relator brasilero consagró el instante. Una muestra impactante de que, frente a Brasil, no se puede estar desatento ni diez segundos: el empate parcial de los auriverdes había ocurrido en circunstancias similares, en otro descuido trasandino durante los descuentos de la primera fracción.
La explosión en las gradas fue ensordecedora. Adriano se despojó de la camiseta y comenzó el festejo desbordado, como era de esperar ante ese pedazo de gol que traía de regreso a Brasil desde las tinieblas más oscuras. Pero todavía quedaba tarea pendiente para los pentacampeones, pues el empate no hacía más que extender la emoción por treinta largos minutos. En la prórroga, Adriano y sus compañeros debían buscar ventajas definitivas para consumar este renacer. Nada estaba definido aún en el césped limeño.
Sin embargo, el escenario había cambiado, y la presión se volvió hacia el lado argentino. Los trasandinos no encontraban forma de reponerse del mazazo: habían quedado a treinta segundos de levantar la copa. ¡Qué macana! El desgaste de un partido eterno se hizo sentir en ambos bandos por igual, y ninguno de los dos gigantes sudamericanos pudo definirlo en el suplementario. La efervescencia imperante en el estadio, gatillada con el dramático tanto de última hora, no terminaba allí: las emociones prometían alcanzar a su punto álgido en la ronda de penaltis, instancia que decidiría la suerte de la Verdeamarela y la Albiceleste.
Argentina ya venía con el espíritu herido. Sus jugadores soportaban la pesada carga de la oportunidad desperdiciada, algo extremadamente peligroso en una definición de campeonato, donde las fisuras mentales podían tornarse fatales. Sin la confianza acostumbrada, y con la espada de Damocles colgando sobre sus cabezas, Andrés D’Alessandro y Gabriel Heinze despilfarraron sus tiros desde el punto fatídico, dejando la mesa servida para su hambriento archirrival.
Brasil no perdonó y convirtió todos sus lanzamientos, arrasando en la contienda desde los doce pasos con un marcador final de cuatro tantos a dos. Era la séptima copa para los canarinhos y una nueva desilusión para el equipo de Bielsa, quien ya comenzaba a planificar su salida del mando de la Albiceleste (los Juegos Olímpicos de Atenas serían la última competencia del Loco como cabeza del combinado trasandino). Por su parte, Adriano vivía el momento más dulce de su recorrido como seleccionado, cuando sus proezas sobre el terreno aún no eran opacadas por sus innumerables deslices fuera del campo. El Emperador, responsable directo del título copero, había mostrado que sus botines eran fuente inagotable de capricha, quizás la más grande que haya ostentado un “nueve” brasileño durante los últimos años. Ave, imperatore.
La clasificatoria a Sudáfrica 2010 fue particularmente sufrida para Argentina. Si bien su boleto a tierras africanas nunca estuvo bajo un riesgo insalvable, las malas actuaciones de su seleccionado le provocaron muchos dolores de cabeza a la hinchada trasandina. Y es que existieron posibilidades ciertas de que la Albiceleste terminase jugando el repechaje, algo que no había ocurrido desde 1993 (tras la catástrofe del Monumental de River, con el desastroso 0-5 ante Colombia).
El camino al Mundial africano se convirtió en una eliminatoria para el olvido, con el despido del Coco Basile a mitad de camino (tras la derrota 0-1 frente a Chile en Santiago) y la posterior asunción en el cargo de la dupla conformada por Diego Maradona y Carlos Bilardo. Al poco tiempo de iniciada la labor del Diez como técnico, muchas dudas fueron quedando acerca de la capacidad de planificación y estrategia de Maradona, pero el Diego fue “bancado” como entrenador del vecino país hasta el último partido de la clasificatoria. El trayecto fue sufrido para el Pelusa, pues tuvo partidos para el olvido y nunca logró convencer del todo (el punto más bajo de Argentina en esa clasificatoria fue el 1-6 como visita ante Bolivia en La Paz, con Maradona en el banco...). Poco a poco, comenzó a advertirse que los pasajes a Sudáfrica no estaban tan a la mano, y que conseguirlos implicaría un esfuerzo superior de parte de los jugadores.
Previo a las dos últimas fechas, Argentina deambulaba en un insólito quinto lugar de la tabla general, con veintidós puntos. Por sobre la Albiceleste, se ubicaban Brasil, Paraguay, Chile y Ecuador; los tres primeros exhibían desde veintisiete unidades hacia arriba, mientras los ecuatorianos sumaban veintitrés positivos. Con ese panorama de por medio, la única opción que les restaba a nuestros vecinos era aferrarse con dientes y uñas al cuarto cupo directo. Sin embargo, Argentina no era el único equipo que aspiraba a alcanzar el último boleto: detrás de los dirigidos de Maradona, se ubicaban en posición expectante Uruguay y Venezuela con veintiún puntos, y Colombia con veinte. Los partidos decisivos para los rioplatenses serían el duelo como locales frente a Perú (en Buenos Aires) y el cierre de la clasificatoria ante Uruguay en Montevideo. Ambos partidos representaban un desafío de no menor complejidad, pero lo que pocos imaginaban era que el encuentro frente a los del Rímac terminaría convirtiéndose en una suerte de gesta heroica, con ribetes de hazaña.
Los peruanos ya se encontraban fuera de toda posibilidad, pero contaban con armas con las cuales complicar a Argentina, y no iban a ser un bocadillo para nadie. Desde el comienzo, el duelo estuvo marcado por una neblina espesa (que casi obliga a suspender las acciones) y una lluvia implacable cayendo sobre los pastos del Monumental de Núñez. La poca visibilidad dejó escaso espacio al buen fútbol, y ello complicó las intenciones trasandinas. Tras muchas dificultades, Higuaín consiguió abrir la cuenta, ya entrado el partido, lo que le entregó algo de tranquilidad a la atribulada afición rioplatense. No obstante, Argentina jugaba mal, tendiendo a pésimo, y los albirrojos comenzaban a crearse una ocasión de gol tras otra. Los fanáticos y el propio Diego comenzaron a comerse las uñas y a pedir que los minutos avanzaran rápido.
Por todo esto, a nadie sorprendió la llegada del empate peruano, a los ochenta y nueve minutos del cotejo. Rengifo conectó de cabeza un centro desde la derecha y batió a Romero, sembrando el caos en la cancha y en las graderías. Núñez quedó en silencio, silencio sepulcral, como hacía años no se veía en el reducto. Maradona no parecía tener respuestas frente al laberinto que le planteaban los incaicos. La igualdad a un gol obligaba a definir la clasificación en el Centenario charrúa, frente a una selección uruguaya que estaba peleando el repechaje y que no le daría ninguna licencia al cuadro argentino. Nada de amiguismos ni pactos de no agresión esta vez...
Entonces, apareció un hombre acostumbrado a escribir historias hermosas. Martín Palermo, el sempiterno atacante de Boca Juniors y muchas veces postergado en la selección, nunca fue un dotado con el balón en los pies, pero tenía un empuje y una intuición goleadora que le permitían soslayar todas sus taras. Maradona lo sabía, y lo había hecho ingresar en el medio tiempo para buscar mejor suerte en la labor ofensiva. Ahora, el Diego le pedía una manito al Titán, o más bien un golcito, para salvar la terrible situación en la que se encontraba21. Palermo tenía la capacidad de estar casi siempre en lugar correcto, y podía cazar algún rebote, por qué no, aunque fuera en los descuentos...
Con el reloj marcando el minuto 91, Argentina consiguió un tiro de esquina que asomaba claramente como su última chance de encaminar el rumbo hacia la clasificación directa. Palermo había sufrido en carne propia las fricciones del juego, y lucía la nariz algo desviada (de hecho, fracturada) como consecuencia de un encontrón. Vino el córner desde la derecha, siendo despejado por los defensores incaicos. En la segunda pelota, Federico Insúa metió el clásico “busca-pie” o “centro-shot” al área: la redonda cruzó por delante de incontables piernas trasandinas y peruanas, hasta que encontró el botín amigo del Loco Palermo. El Titán se encontraba justo frente al arco, solo, increíblemente solo. Únicamente tuvo que poner el borde interno de su pie izquierdo para enviarla dentro. De cara al pórtico, y estando tan cerca, Martín no fallaba.
La celebración que siguió fue de película: Palermo salió a gritarlo con el tablón, despojado de su camiseta y empapado por la copiosa lluvia, mientras Maradona se lanzaba al césped en un vulgar “guatazo” que recorrió buena parte de la cancha de River. Los peruanos alegaban que el Loco se encontraba offside, pues había solo un hombre entre él y la línea de gol. Mirando las imágenes, los reclamos incaicos parecen justificados. Pero era dificilísimo que alguien en los zapatos del juez se hubiera atrevido a invalidar el gol. Después de todo, era el gol que desataba la catarsis colectiva de un pueblo futbolero angustiado, capaz de comerse vivo a un referí aguafiestas.
Luego del lance, Martín fue portada de todos los diarios trasandinos y alimentó aún más su mito como uno de los más grandes y queridos centrodelanteros que haya producido el Río de la Plata. En la última fecha, Argentina doblegó a Uruguay a domicilio (1-0), obtuvo el cuarto lugar de manera legítima y aseguró su puesto en el Mundial de Sudáfrica. En las tierras de Mandela, la Albiceleste tejió otra historia, muy distinta, que ya corresponde a harina de otro saco. Dicha historia no tuvo el final más afortunado, pero al menos para Palermo tuvo una significancia tremenda: con treinta y cinco años sobre sus hombros, se dio el gusto de jugar en la copa, defendiendo a su querida camiseta argentina, la única que quiso tanto como la oro y cielo de Boca.
Si bien este gol no fue estrictamente de último minuto, bien vale la pena contarlo, más que nada por las implicancias que tiene dentro del llamado fútbol ficción. Descontando las clasificatorias de 1998 –en que Chile terminó desplazando a Perú del cuarto puesto–, fue el proceso previo a México 86 el que vio a los peruanos con opciones más concretas de acceder a la máxima cita. El elenco del Rímac, animador de tres de los cuatro Mundiales previos al de 1986, estuvo a punto de dar el golpe a la cátedra y quitarle el puesto a la Argentina de Maradona, la misma que un año después sería campeona indiscutida en los pastos aztecas. Es decir, estuvo a minutos de construir una historia totalmente diferente a la que recopilan los libros.
Perú disfrutaba de los últimos réditos de una generación brillante, con jugadores de experiencia y tenacidad en todas sus líneas, entre los que destacaban emblemas del fútbol incaico como el Patrón José Velásquez, el Ciego Juan Carlos Oblitas y César Cueto. Todos ellos venían de jugar dos Mundiales consecutivos, Argentina 78 y España 82. A esos nombres, se sumaban dos elementos jóvenes de gran proyección: Julio César Uribe, el Diamante, y Franco Navarro, quienes formaban parte de una peligrosa armada ofensiva capaz de poner en la cornisa al rival más pintado. No eran unos aparecidos en el concierto del balompié continental; sino más bien un elenco que se había acostumbrado a los éxitos, erigiéndose como potencia de la Conmebol durante más de una década.
En la primera fase de la clasificatoria sudamericana hacia México, aquel equipazo integró el mismo grupo que Colombia, Venezuela y los mencionados trasandinos. Los venezolanos aún eran la Cenicienta de Latinoamérica y no albergaban muchas opciones de dar pelea en la serie. Por su parte, los cafeteros recién comenzaban a construir su generación dorada: Valderrama contaba con apenas veintitrés años y otros, como Álvarez y Rincón, no superaban los veinte. Además, Willington Ortiz, máximo referente colombiano durante más de una década, quemaba sus últimos cartuchos y estaba más fuera que dentro del seleccionado. Ante esas circunstancias, la pelea (en teoría) se daría entre los albirrojos y la Albiceleste, y los duelos entre ambos serían cruciales para definir el destino del grupo.
No obstante, los incaicos partieron dubitativos y sin chispa, y fueron incapaces de encontrarle la vuelta al planteamiento de Colombia: cayeron inapelablemente en Bogotá, y en Lima solo consiguieron ligar un empate pálido. La pobre cosecha ante los caribeños, sumada a un discreto triunfo sobre Venezuela en San Cristóbal, causaron el despido de Moisés Barack, DT peruano. Se escogió como su sucesor a Roberto Challe, un ícono de la selección incaica de 1970, y el cambio de entrenador tuvo resultados inmediatos. En el primer lance contra Argentina, los del Rímac dieron el primer garrotazo, regresando a la vida tras una resonante victoria sobre los trasandinos en Lima. Luis Reyna, marcador peruano, no dejó respirar –literalmente– a Maradona durante todo el encuentro, César Cueto hizo de las suyas en el centro del campo y Juan Carlos Oblitas transformó el dominio en gol, al anotar el 1-0 que sería definitivo. La buena racha de Challe y sus hombres se extendió a la revancha con los venezolanos en la capital incaica, donde golearon sin piedad al conjunto llanero (4-1). La lucha por la cabeza del grupo estaba declarada entre Perú y la Albiceleste.
Sin embargo, Argentina había sacado mayor provecho de sus cotejos ante llaneros y cafeteros, y logró redituar un punto más que sus rivales del Rímac. Así las cosas, Perú llegaba con siete positivos al último partido de la liguilla: nada menos que la esperada revancha frente a los rioplatenses, a jugarse en Buenos Aires. El cuadro de Maradona arribaba al encuentro con ocho unidades y un margen de ventaja real en su cuenta de ahorro, pero lo exiguo de la diferencia hacía que el panorama aún fuese abierto en espera del match definitorio. Si Perú lograba imponerse en Buenos Aires, se quedaba con el cupo directo a México y dejaba a los rioplatenses en el repechaje de zona. A pesar de su empeño, Colombia no pudo mantener el tranco y, junto con Venezuela, quedó fuera de la discusión por el primer lugar.
La batalla en el reducto de River respondió al ambiente de final que rondaba el encuentro, convirtiéndose en un partido duro y friccionado desde el comienzo de las acciones. Luego de apenas diez minutos de juego, el excelente Franco Navarro ya figuraba fuera de combate, tras una patada criminal de Julián Camino que le hizo trizas la rodilla. Camino debía ser expulsado del campo, pero solo fue amonestado por (¡oh, sorpresa!) Arppi Filho, el juez brasileño famoso por su simpatía hacia los equipos del Atlántico. No sería la peor noticia para el Perú en el arranque del duelo: los de la banda sufrieron un nuevo golpe, esta vez en el marcador, pues la apertura de Pedro Pablo Pasculli a los doce minutos –tras centro de Maradona– los obligaba a modificar el plan original.
Partir perdiendo, y con un hombre importante lesionado, era un panorama que podía amedrentar a más de alguno; pero Cueto, Velásquez y Oblitas eran futbolistas avezados y no escatimaban riesgos dentro del terreno. A poco andar, una jugada urdida entre los tres provocó el desbarajuste de la retaguardia argentina, y el Patrón Velásquez definió con la frialdad de un atacante consumado, volviendo a instalar la duda en el Monumental de River (1-1). Sin conformarse con el empate, Perú percibió el nerviosismo de la defensa albiceleste y sacó sus armas al ruedo, dispuesto a matar o morir en el intento por ganar. Cueto, veloz y habilidoso como pocos en su época, apiló rivales por un costado y le metió un pase de lujo a Gerónimo “Patrulla” Barbadillo, quien marcó el 2-1 poco antes del final del primer tiempo. El estupor se apoderó de las filas argentinas rumbo al camarín. Pocos lo habían previsto: Maradona y compañía se encontraban sufriendo lo indecible en su propia tierra, sorprendidos por la guapeza del oponente.
Se reanudó el fútbol, pero tras el descanso no pareció variar demasiado el trámite del partido. Pasaron largos minutos, y los de la franja roja siguieron dominando a un cuadro argentino que no hallaba los recursos para inquietar al rocoso mediocampo peruano. El ataque albiceleste comenzó a tornarse confuso y desordenado, algo que les convenía sobremanera a los defensores incaicos. El Monumental se inquietaba, y vinieron los cambios. Pero ni Maradona ni sus compañeros encontraban su juego en el campo de River, y el tiempo se escabullía lentamente.
De ese modo, llegamos hasta el minuto 82, con Argentina cargando a los bochazos en búsqueda del empate que la salvara del repechaje. En una de esas acciones, Julio Jorge Olarticoechea metió un balón por sobre la última línea de defensores del Rímac. Daniel Passarella controló con el pecho y disparó con todo lo que tenía, pero su remate arrastrado no fue el mejor. Eusebio Acasuzo, golero peruano, rozó el esférico sin conseguir atraparlo, y la pelota siguió camino hasta rebotar en uno de los palos. De ahí en adelante, toda la situación se volvió confusa: mientras Pasculli le pegaba un “tirón” a la camiseta de Chirinos, impidiendo que el peruano llegase al balón, Ricardo Gareca aprovechó el tumulto (a río revuelto, ganancia de pescadores) y punteó el balón hacia el fondo de las redes incaicas. El empate 2-2, a ocho minutos del final, le daba la clasificación directa a Argentina y condenaba a Perú a buscar suerte en la repesca.
Julio César Uribe, el diamante del ataque peruano, tuvo una última oportunidad, pero Ubaldo Fillol respondió brillantemente ante el tiro del moreno atacante. El marcador no se movió más. Después de pasar momentos de espanto, la Albiceleste conseguía su lugar en el Mundial consumando un triunfo no exento de discusiones, debido a los cuestionables cobros de Arppi Filho en desmedro de los incaicos. Para los del Rímac, el milagro había estado muy cerca, casi a la mano...
¿Qué pasó después? Perú fue eliminado en la repesca, y su victimario fue nada menos que Chile (doble triunfo de la Roja, 4-2 en Santiago y 1-0 en Lima). Por lo demás, los chilenos futboleros aún recuerdan la paupérrima actuación de Acasuzo en Santiago, donde fue uno de los responsables de la goleada en contra. Posteriormente, Chile fue igualmente eliminado, tras caer en la última etapa del repechaje. Los rojos fueron superados por Paraguay, un equipo de temer que contaba con jugadores como Julio César Romero (Romerito), Roberto Cabañas, el Gato Fernández y Rogelio Delgado. Al final del largo recorrido, quienes se llevaron la gloria fueron los guaraníes.
Argentina, el otro protagonista de esta historia, tuvo el final más feliz que recuerde su fútbol: alzó la Copa del Mundo de la mano de un Pelusa inspirado. Gareca, el salvador del 85, no estuvo en la nómina final del equipo campeón del orbe, pero ya había entregado su enorme grano de arena a la consecución del segundo título Albiceleste. Y como los años pasan y los rencores se olvidan, el Tigre se convertiría en el entrenador del seleccionado peruano, veinte años después de haber sido su máximo verdugo. Gareca pagó su deuda con creces, pues llevó a los incaicos a semifinales de Copa América, imponiendo un juego inteligente, cauto y amistoso con la pelotita en los pies. ¿Será el encargado de regalar al Perú su deseado retorno a un Mundial? Está por verse.
La famosa sirena que resuena durante los partidos de Cobreloa tuvo sus momentos más dulces a principios de los ochenta, cuando los naranjos se convirtieron en la mayor potencia del fútbol local y alcanzaron prestigio incluso en el concierto continental. Hombres como Armando Alarcón, Enzo Escobar, Víctor Merello y Mario Soto formaban parte de un elenco que manejaba de gran forma la pelotita, y además demostraba un tesón formidable dentro del campo de juego. El estilo de los loínos, mezcla de buen toque y coraje a toda prueba, marcó una era dentro del balompié chileno en tiempos de dictadura.
En 1981, Cobreloa llegó a su primera final de Copa Libertadores, donde solamente resignaría el título frente al Flamengo de Zico, quien ya se erigía como una de las figuras excluyentes del balompié sudamericano de aquella época. Al año siguiente –en un hecho inédito para el fútbol chileno hasta la fecha actual– los loínos repitieron la gracia, llegando con merecimientos propios al partido definitorio de la Libertadores 1982. Tras completar un torneo brillante, y tan solo cinco años después de su fundación, los Zorros del Desierto alcanzaban por segunda vez una final sudamericana. Liga de Quito, Barcelona, Colo Colo, Deportes Tolima y Olimpia habían quedado en el camino del legendario cuadro minero. Al igual que la temporada anterior, los del cobre se enfrentarían en el último partido a uno de los equipos más grandes de esta parte del mundo: los uruguayos de Peñarol, una institución en el fútbol del continente. Jorge Luis Siviero y Washington Olivera (dos de los hombres más importantes de Cobreloa) portaban sangre charrúa, y sabían lo difícil que era enfrentarse al decano aurinegro. Pero los naranjos no se achicaban ante nadie, y contaban con la irremplazable experiencia de haber pasado anteriormente por el trance de una final. La segunda sería la vencida.
La ida de aquella definición de la Libertadores se jugó en Montevideo, y Cobreloa salió decidida a obtener el resultado que le permitiera definir la serie en pasto chileno. Los loínos controlaron el juego en el mediocampo, y el muro defensivo conformado por Mario Soto, el Mocho Gómez, Alarcón y Hugo Tabilo consiguió mantener inmaculada la valla del portero Óscar Wirth. Peñarol no logró marcar diferencias, y el score se mantuvo en cero hasta el pitazo final. Cobreloa parecía dar un paso gigantesco hacia su primera corona internacional: la igualdad dejaba la posibilidad abierta para cerrar la serie en el Estadio Nacional (no se podían disputar las instancias finales en Calama, por la limitada capacidad del recinto).
De ese modo, se llegó al partido de vuelta en Ñuñoa. El ambiente era grato, pues los loínos habían unido a los fanáticos del fútbol en torno a su campaña: era la gran oportunidad para que un cuadro chileno ganara la Libertadores, ¡por fin! Sin embargo, los charrúas mantuvieron la guardia alta y protagonizaron un cotejo muy igualado, donde ninguno de los dos elencos era capaz de imponer sus términos. Merello y Siviero chocaban una y otra vez contra la retaguardia del Manya, y no lograban amenazar la portería uruguaya con peligro real. Todo parecía indicar que se llegaría a un nuevo empate en blanco, al igual que en Montevideo. Si se concretaba el 0-0, la finalísima tendría que resolverse de manera obligada en un tercer encuentro, a realizarse en cancha neutral. De ser el caso, Argentina sería la sede que albergaría la gran definición.
Por desgracia, en aquella noche de noviembre cobró fuerza la máxima de que los uruguayos no deben darse por muertos antes de terminar el match. En el último minuto de juego, Cobreloa buscaba con pundonor el tanto de la victoria, pero perdió la pelota en terreno charrúa. Marcelo Saralegui y Venancio Ramos –dos habituales de la selección oriental– urdieron un contragolpe directo, rápido, con hambre de gol. Ramos clavó un cruce soberbio hacia el centro del área, y su envío dejó a Fernando Morena de frente al arco de Wirth. Morena, una de las grandes promesas del fútbol uruguayo, sacó un disparo de exigua belleza, pero lleno de picardía y astucia, con el alma depositada en aquel postrero remate. Wirth se vio sorprendido por la acción del aurinegro, y no pudo hacer nada para evitar que el balón entrara dando botecitos al arco. Gol. De Peñarol. Los setenta mil espectadores que habían asumido el sueño naranja como propio debían enjugar las lágrimas una vez más. Por segundo año consecutivo, la copa se le negaba a un equipo noble, distinguido, aguerrido... No era justo, era demasiado castigo.
Ya no habría definición en Buenos Aires. Peñarol era el campeón, un justo campeón, y le negaba a los loínos la opción de ir por el desempate. Cobreloa era, una vez más, el invitado a la fiesta. Morena resaltaba con hidalguía los méritos del elenco nortino, señalando: “Ellos eran un excelente equipo, donde había dos amigos: Washington Olivera y Jorge Siviero. Tenían un estilo muy sólido. No regalaban espacios para jugar. Era un equipo agresivo, pero no violento. Era duro enfrentarlos...”. Por otro lado, Víctor Merello, el talentoso volante loíno, resumía la tristeza de todo el pueblo con una frase desgarrada: “El silencio que hubo después del gol... lo dice todo”. Las sirenas mineras, que se habían trasladado miles de kilómetros para resonar en las tribunas del Nacional, cantaban más tristemente que nunca. Fue en 1982, aquel día en que Cobreloa se codeó con los grandes y sintió de cerca el sabor de la victoria.
Casi como un jugueteo del destino, que elige ciertas situaciones para crear lazos inquebrantables, el Estadio Nacional terminó convirtiéndose en un recinto de significancia insospechada para Peñarol. El Manya no solo logró el mencionado título de 1982 en canchas chilenas (al derrotar a Cobreloa), sino que repitió la gracia en la Libertadores de 1987, la cual también levantó sobre el verde césped del estadio más importante de nuestro país. Y tratándose de uno de los más grandes exponentes del fútbol charrúa, el desenlace no podía ser sino a la uruguaya: en el último suspiro, tal como había sucedido cinco años atrás.
El encuentro definitorio confrontaba a los aurinegros con la mejor escuadra colombiana de los ochenta: América de Cali, animador constante de la Libertadores durante gran parte de la década. Los diablos rojos, que contaban entre sus figuras a Roberto Cabañas (paraguayo), el portero Julio César Falcioni (sí, el que entrenó a Católica) y el goleador Ricardo “El Tigre” Gareca, habían disputado las finales de 1985 y 1986, cayendo en ambas definiciones ante representantes argentinos y por estrecho margen. Los verdugos del Cali fueron dos equipos de Buenos Aires: el Argentinos Juniors del Bichi Borghi, que los derrotó mediante lanzamientos penales (en el 85), y el River Plate de Pumpido, Gallego y el desaparecido Búfalo Juan Funes Mori (en el 86). Era su tercera experiencia como finalistas, y en esta ocasión estaban más que conscientes de los errores que habían cometido en las anteriores finales. No podían repetirse por tercera vez: 1987 tenía que ser el año en que la maldición de los cafetaleros se rompiera definitivamente.
Los caleños pelearon su chance con uñas y dientes, y fueron capaces de sostener una llave muy cerrada ante el durísimo Peñarol. Los partidos en Cali y Montevideo arrojaron un triunfo para cada uno, razón por la cual debió jugarse un encuentro definitorio para decidir al campeón. En aquel tiempo, la primera instancia de desempate era un partido en cancha neutral; solamente en caso de persistir la igualdad en el tercer duelo, se procedía a zanjar la discusión mediante lanzamientos penales. El lugar elegido para tal efecto fue el coloso de Ñuñoa: Santiago se convertía en testigo privilegiado de la última batalla de aquel torneo.
Al igual que en las primeras dos finales, no hubo tregua, y el partido entre caleños y albinegros se transformó en un combate interminable por el dominio en el mediocampo. No hubo goles después de los noventa minutos reglamentarios, por lo que la definición tuvo que extenderse hasta el alargue. El tiempo suplementario tampoco daba señales de supremacía para ninguno de los dos elencos, y parecía que nuevamente se tendría que decidir al campeón desde los doce pasos. Como mencionamos con anterioridad, los colombianos habían tenido una muy mala experiencia con los penaltis en 1985, por lo que venían preparados para enfrentar la tanda de lanzamientos con la mayor seriedad posible. No obstante, antes de llegar a esa instancia debían cumplirse los treinta minutos de la prórroga, que aún no había concluido.
Llega a parecer majadero y repetitivo, pero el hecho es que los orientales volvieron a hacer gala de su pundonor, su astucia y su capacidad de estar alerta hasta el pitazo final. Aunque esta vez no fue un uruguayo, sino un argentino, quien inclinó la balanza a favor del Manya: nos referimos a Diego “El Tigre” Aguirre, delantero en punta del cuadro de Peñarol. En los ciento veinte minutos de partido, tras una andanada de pivoteos y rebotes, el trasandino cogió el balón a la entrada del área colombiana. Aguirre dejó atrás a dos jugadores rojos –abrumados por el cansancio de un partido extenuante–, y casi cayéndose, sacó un remate bajo, a un rincón del arquero Falcioni. Uno-cero para los aurinegros, con segundos restando en el reloj. Aguirre corrió a reunirse con la hinchada, mezcla de charrúas residentes y de fanáticos que habían viajado kilómetros desde Uruguay para presenciar la gran final. Los brazos en alto del Tigre reflejaban la importancia de su gol de última hora: Peñarol era nuevamente el monarca de Sudamérica.
El público chileno permanecía un tanto ajeno a las emociones de los orientales, y mucho menos pensaba en el verdadero trance que atravesaban los cantagoles extranjeros. Mientras el relator uruguayo gritaba el gol con una desprolijidad y emoción que calaba hasta los huesos, el colombiano no podía contra su desazón. Era la tercera vez que el Cali quedaba a las puertas de algo grande; nuevamente Colombia se veía privada de su primera Copa Libertadores. No era difícil entender la frustración del hombre: “¡No! ¡No lo voy a cantar (el gol de Aguirre)! ¿Por qué siempre a nosotros, Señor? ¿Por qué?”. En día de brujas, la maldición reencarnaba. La pena de los cafeteros tenía su justificación, pues, hasta la fecha, no ha existido otra oportunidad igual para los rojos de Cali. Es más: uno de sus más enconados rivales, el Atlético Nacional, abrazaría la copa por primera vez para Colombia en 1989. La parcialidad del América sigue esperando.
El memorable plantel de Colo Colo 73 es un tópico recurrente en toda compilación que aluda a la historia de nuestro fútbol chileno. Varios próceres del periodismo deportivo han entregado su visión del recorrido que emprendieron los albos durante aquella Copa Libertadores, lleno de momentos de épica, sinsabores y anécdotas que pocas veces ha vivido un equipo chileno durante un torneo internacional. En esta ocasión, nos referiremos a un instante en particular, que –a nuestro gusto– definió las verdaderas posibilidades del elenco en el certamen; transformando lo que hasta entonces era una sucesión de buenas actuaciones, en una candidatura firme a quedarse con el cetro sudamericano hasta entonces extraño a nuestra realidad.
Dentro del campañón de los albos en aquella justa, hubo varios puntos críticos, en los que el Cacique tuvo posibilidades claras de ser eliminado de la competencia, y mucho antes de la famosa final con Independiente. Una de aquellas coyunturas fue el complicadísimo partido de revancha contra Botafogo, en el Nacional de Santiago, duelo que transitó de la tranquilidad a la angustia y casi termina convirtiéndose en una pesadilla para los hombres del Zorro Álamos. En otras palabras, fue la gran puesta a prueba de las elevadas aspiraciones del Albo en la copa.
La primera fase del Cacique fue notable, con instantáneas que rozaron la perfección técnica en el aspecto individual y colectivo. Los indígenas se hicieron extremadamente fuertes en el campo del Nacional, donde pintaron trazos de fábula y sacaron a flote las debilidades de sus adversarios: superaron a la Unión Española y a los equipos ecuatorianos con sendas goleadas en Ñuñoa (5-0 a Unión, 5-1 a Emelec y 5-1 a El Nacional), en una racha que hasta la actualidad no ha podido ser reeditada. Luego de este inicio aplastante, Colo Colo obtuvo el derecho a integrar uno de los grupos de semifinales26. El Popular sabía que quienes llegaran a esa instancia implicarían palabras mayores, y el nivel de exigencia sería significativamente superior al experimentado durante la primera ronda. Como era de esperar, le tocaron en suerte dos escollos durísimos: Botafogo (junto al Santos, uno de los combinados más potentes de Brasil) y Cerro Porteño, el siempre intrincado conjunto guaraní.
En el debut de la serie, los albos debieron viajar al mismísimo Maracaná para medirse con el peligroso Botafogo. Pocas horas antes del pitazo inicial, los albos se vieron involucrados en una discusión con la dirigencia, exigiendo un premio añadido en caso de ganar el lance ante los brasileños. Después de duras negociaciones, llegaron a acuerdo con Héctor “Aladino” Gálvez, presidente del club, y acordaron los montos en caso de una victoria. Los futbolistas cumplieron con creces su parte del trato y dieron un batacazo de proporciones ingentes, al imponerse sobre el Fogão sin apelación y con un coloso carioca repleto (1-2). En apenas cinco minutos (entre los treinta y los treinta y cinco del segundo tiempo), los albos lo definieron con un golazo de Carlos Caszely y un remate desde los doce pasos de Chamaco Valdés. Incluso hubo un gol mal anulado a Valdés de parte del juez uruguayo Pazos, pero las ayudas no fueron suficientes para evitar la sorpresa. El inicio auspicioso refrendó las confianzas para el segundo partido, frente a Cerro en Asunción.
Los paraguayos, no por nada apodados “El Ciclón” en sus tierras, respondieron plenamente a sus antecedentes, y les crearon muchísimos problemas a los albos en el segundo match de la serie. Aun sin la presencia de Saturnino Arrúa, su máximo referente, Cerro le dio una paliza al Indio en la capital guaraní, encajándole un 5-1 que probablemente constituyó la actuación más baja de Colo Colo en toda la Libertadores 73. Roberto Cino, un joven rematador de apenas veintiún años, llevó las banderas del cuadro azulgrana en una goleada inapelable, que desnudó las serias dificultades que sufría el mediocampo blanco cuando no conseguía encontrar el balón. La apoteosis vivida cinco días atrás en Rio de Janeiro parecía esfumarse en cosa de minutos. Ahora la pista se ponía pesada, sobre todo después del triunfo de Cerro sobre los brasileños en Paraguay (3-2), que ponía a los asunceños a tiro de cañón para clasificar.
Pese a este panorama, Colo Colo tenía garra y, sobre todo, fútbol. Además, le faltaba jugar los dos cotejos en el Nacional, precisamente el recinto donde la máquina alba afinaba los engranajes con precisión envidiable. Cerro fue el primero en viajar a Santiago para tantear las virtudes que ofrecía el Eterno como local. Y lo descubrió de la manera más brutal: el Cacique “lo dio vuelta” y le regresó la mano a los paraguas, golpe por golpe, construyendo un contundente 4-0 que revirtió la diferencia en contra recibida en Asunción. Leonardo Véliz, el Negro Ahumada y Chamaco (por dos) fueron los autores de los tantos en una noche inspirada, que nuevamente dejaba al equipo del pueblo con vida en el torneo. El último partido de las semifinales mediría a los blancos con los albinegros de Botafogo, en Ñuñoa, con la posibilidad abierta de obtener el primer boleto de un club chileno a la finalísima del certamen continental.
Los brasileños se jugaban la vida en ese partido, pues solo la victoria les permitiría aspirar a alguna opción real en la Copa. Sin embargo, el Colo partió desde el primer minuto con un tranco endemoniado, haciendo sentir su poderío ofensivo en un reducto en el que, hasta ese momento, no había marcado menos de cuatro goles. Un tanto del Negro Ahumada y un golazo de tiro libre de Rafael González adelantaron a los albos tempranamente, firmando un dos a cero que entregaba seguridad e incluso adelantaba una nueva goleada... Pero los cariocas tenían bastante más que decir, y lograron invertir completamente los papeles: con anotaciones de Fischer y Dirceu en dos ocasiones, se pusieron arriba por 2-3, dejando al Cacique al borde de la catástrofe. El tercer gol del Fogão, marcado por Dirceu, fue un tirazo impresionante, que además era marca registrada del volante brasileño: una folha seca perfecta sobre el golero Nef, a la usanza del gran Didí. El rival también jugaba, y sí que sabía cómo hacerlo.
La derrota parcial ponía en serio riesgo las opciones del Zorro y sus dirigidos. Botafogo cerraba la serie ante Cerro en los días siguientes, en su reducto de Río, y el Indio ya no tendría más oportunidades para dar la pelea. Ello significaba una desventaja tremenda, pues en caso de perder el encuentro, todo quedaría en la incertidumbre hasta el último partido en el Maracaná, donde el Colo solo sería un mero espectador. Obtener el empate antes del pitazo final era una necesidad, y la única manera de evitar que la suerte alba dependiera de un cotejo en el que ni siquiera podrían pisar el campo.
El reloj avanzaba y la suerte parecía echada, hasta que en el minuto 90, Fernando Osorio se la jugó con un descuelgue por izquierda y lanzó el centro arrastrado al área carioca. Leonardo “Pollo” Véliz, un alero lleno de velocidad y pase en su pierna zurda, fue el destinatario del balón. Véliz, más acostumbrado a asistir que a definir las jugadas, se vio frente a la responsabilidad de sacar el mejor provecho de la última opción del partido. El Pollo la agarró a medio camino, no le dio de lleno, pero el tiro cogió la dirección adecuada y, arrastrándose por el pasto del Nacional, se anidó en las redes de la portería brasileña. El tres a tres, que sería definitivo, dejaba a Colo Colo con cinco puntos que lo acercaban enormemente al partido decisivo de la copa. Unos días más tarde, la caída de Cerro en Maracaná convirtió la ventaja alba en inalcanzable para sus rivales.
La primera final de Libertadores para un equipo chileno ya era un hecho.
Lo que viene después es parte de otra historia, que fue bastante menos feliz para el Cacique. La polémica definición con Independiente sembró dudas al menos razonables sobre la integridad de los jueces: goles mal anulados, goles viciados y faltas no cobradas en contra de Colo Colo fueron parte de un despojo que hasta el día de hoy da vergüenza. De las “humanas” fallas arbitrales hablaremos con más detalle en el capítulo “Tan cerca, tan lejos”. En el intertanto, grábese los nombres de José Romei y Romualdo Arppi Filho, que serán protagonistas en la segunda parte de este relato.
Si bien Colo Colo mantiene el honor de ser el cuadro chileno de mayor pedigrí en la Copa Libertadores (con un título, una final y una semifinal en su palmarés), la verdad es que el elenco albo también ha pasado por innumerables momentos de agraz. Sin ir más lejos, el conjunto de Macul no ha conseguido superar la fase de grupos de la competición continental desde el año 2007, en la época del famoso equipo dirigido por Claudio Borghi. En 2015, un gol que no fue de última hora, pero sí cercano al final del partido, los volvió a dejar fuera del certamen sudamericano: el Cacique jugaba el último partido de la ronda grupal frente al Atlético Mineiro, en Belo Horizonte, y caía por 0-1, resultado que aún le daba la clasificación por diferencia de goles. Pero el infortunio se hizo presente y a los ochenta minutos, un derechazo imparable del mediocampista mineiro Rafael dejó sin opciones al meta Paulo Garcés y dio vuelta la tortilla, otorgándoles el pase a la segunda vuelta a los brasileños. No era la primera ocasión –y probablemente tampoco la última–en que el destino tenía un final de película de terror para los hinchas del Indio. Otro desenlace triste fue el de la Libertadores 1987, cuando Colo Colo hizo historia venciendo a São Paulo por 2-1 en el Morumbí (vestido con una extraña tricota roja), pero terminó resignando la clasificación frente al mismo rival en Santiago, tras un empate a dos (con gol olímpico incluido del brasileño Neto), historia que es rescatada por Esteban Abarzúa en el libro Soy del Colo.
Desde los años ochenta hasta la fecha actual, han tenido lugar diversas instancias que son bien recordadas –aunque sin mucha simpatía de por medio– por el fanático albo. En todas ellas, su equipo ha sido dolorosamente eliminado de la Libertadores a falta de segundos para el pitazo final. Nos daremos el tiempo de citar algunas de estas situaciones, teniendo en claro que podría pasársenos más de alguna ocasión en que el drama también haya sido protagonista.
La Copa en su edición 1989 fue, por decir lo menos, extraña para el equipo indígena. En tiempos en que la fase inicial se disputaba en series conformadas por solamente dos países (con los dos equipos clasificados de cada nación), a los chilenos (Colo Colo y Cobreloa) les tocó compartir grupo con los paraguayos: los albinegros de Olimpia y “La Banda Azul”, Sol de América. No sería un torneo sencillo y estaba claro que la clasificación se definiría por milímetros o detalles, considerando que los cuatro involucrados tenían argumentos como para pelear un cupo en la fase de octavos. Lo que no se sabía es que el epílogo de este Grupo 1 sería tan escandaloso como terminó siendo, en una historia que se enmarca dentro de los tongos más grandes del fútbol mundial. Repasemos.
El debut copero fue oscuro para los blancos, pues Cobreloa encajó un 0-2 a domicilio en el Estadio Nacional, mientras los guaraníes igualaron en cero en el Defensores del Chaco. Luego, ambos cuadros chilenos vencieron al Sol de América en pastos nacionales, con victorias de 3-1 para los colocolinos y 1-0 para los loínos. Posteriormente, Colo Colo vivió un negro viaje hacia tierras asunceñas, donde sufrió sendas caídas ante el Rey de Copas (0-2) y el elenco azul del barrio obrero de Asunción (0-1). El panorama se veía nublado, pero nuestros representantes le dieron la vuelta en tierra chilena y tanto los naranjas como los albos derrotaron a Olimpia por el mismo marcador: dos a cero. La última salida del grupo le correspondió a Cobreloa, pero su cosecha en Paraguay tampoco fue la mejor, pues terminó rescatando un punto ante Sol de América (1-1) y cayó frente a Olimpia (0-2). Con casi la totalidad de los encuentros jugados, solo restaban los duelos de vuelta entre cuadros hermanos, que asomaban como combates fratricidas para definir a los clasificados a los octavos de final del campeonato. Al menos, en el papel.
Dado que cada victoria asignaba dos puntos al vencedor, Cobreloa llegaba como puntero con seis unidades, seguida de Olimpia con cinco, mientras Colo Colo y Sol de América anotaban cuatro positivos. Los albos debían desplazarse a Calama para definir su suerte, mientras los guaraníes cerrarían la serie en Asunción, en el estadio de Cerro Porteño, donde le correspondía ejercer la localía a los americanistas. Para el Cacique la empresa era dificilísima, pues no había obtenido triunfos en el estadio minero por casi una década. Otro pequeño detalle era que en los locos años ochenta no existía la obligación de disputar los lances finales en el mismo horario. Los paraguayos se aprovecharon de este vacío y programaron su partido más tardecito, cosa de tener a la mano el resultado del partido entre chilenos. Hoy sería poco imaginable...
Con las fichas sobre el césped, el día 29 de marzo de 1989, el Colo salió decidido a buscar la clasificación directa en Calama. El empate le servía parcialmente a los blancos, pues la única manera de quedar eliminado en tal caso implicaba un resultado improbable: que Sol de América venciera a Olimpia por un tanto de diferencia, pero con necesidad de los olimpistas de marcar (como mínimo) cuatro goles. Por lo tanto, para asegurar el cupo en la fase siguiente no quedaba más alternativa que llevarse el triunfo. El Eterno Campeón no deseaba depender de otros marcadores y, como señalamos, buscó los dos puntos desde el inicio.
Los Zorros del Desierto supieron aprovechar los espacios y abrieron la cuenta tempranamente con un golazo de volea del mundialista y campeón argentino Marcelo Trobbiani (21’). Pero poco a poco los albos sacaron su empuje y coraje, como reza el himno, y con dos definiciones desde corta distancia del goleador Sergio Salgado, a los cuarenta y siete y setenta minutos de partido, dieron vuelta el resultado. El hombre-gol que vestía la dorsal número dieciséis, venido de otro elenco minero (Cobresal), le devolvía la vida al equipo de Arturo Salah y comenzaba a cimentar la clasificación.
Pero no se puede cantar victoria hasta que el juez da el último soplido... Y con segundos por jugarse, esta máxima del fútbol se hizo patente. Jorge Muñoz, un delantero hábil, veloz y pícaro, conocido popularmente como el Pindinga –en tiempos en que los apodos eran bastante más creativos que “Matigol”, “Chamagol” y todos sus derivados– emprendió una última carga loína. El Pindinga sacó partido de su explosión, y con un toque en velocidad le ganó la banda izquierda a los defensas albos. Muñoz envió una pelota a medio camino entre el centro y el remate a pórtico, y su intentona se desvío en el pie de Hugo González, defensor colocolino. El Loro Daniel Morón estaba mal parado: esperaba el pase, por lo que descuidó el primer palo, y la redonda ingresó a la portería pasando entre poste y arquero. En tiempos en que los descuentos eran mínimos y generalmente todo se terminaba a los noventa minutos, el gol del Pindinga sentenció el empate definitivo y dejó todo en manos de los paraguayos. En Elmostrador.cl, se recuerda una cita del árbitro Jorge Massardo: “Iba a tocar el pito, dando por terminado el partido, pero justo en ese momento se produce una carga de Cobreloa y estimé que era lo más criterioso dejar que concluyera”. A final de cuentas, Massardo solo cumplió con su pega, una que no hicieron los zagueros de Colo Colo y que terminó derrumbando un triunfo fundamental.
Tras el fin del encuentro, el ambiente en el camarín albo era de funeral. Raúl Ormeño, con la sapiencia del que conoce las mañas del fútbol sudamericano, señalaba: “Los paraguayos se van a arreglar entre ellos, cualquiera sea el resultado que necesiten. Yo, por lo menos, me siento fuera de la copa con este empate en los descuentos”. Algunos minutos más tarde, la presunción del Bocón se hacía carne en un imprevisto evento durante el partido entre ambos cuadros guaraníes. Con apenas veinticinco minutos jugados, el duelo entre Olimpia y Sol de América debía suspenderse por una falla eléctrica, desperfecto que solo afectó al reducto La Olla de Cerro Porteño, donde se realizaba el cotejo. Extrañamente, el resto de Asunción siguió funcionando como si nada, sin cortes de luz. También extrañamente, los técnicos del estadio no consiguieron reparar el problema y el partido debió postergarse hasta el día siguiente... Es probable que hasta el estadio de Sol de América haya contado con mejor sistema eléctrico que el sospechoso circuito de la cancha de Cerro. Ahí, se pudrió todo.
José Omar Pastoriza, el famoso Pato, DT de Boca Juniors (que esperaba al tercer ubicado del grupo), fue tajante y pitoniso al ser consultado sobre un eventual compromiso frente al Cacique. Recuerda Elmostrador.cl: “Yo no daría nada por seguro hasta tanto no termine ese partido entre los equipos paraguayos. Mirá que se han visto muertos cargando adobes…”. Todo el mundo futbolístico presentía algo. Pero de ahí a que se concretara... Había mucho trecho.
Al día siguiente, 30 de marzo, continuó el lance. A la apertura de Sol de América, conseguida por nuestro conocido Hugo Brizuela en los inicios de su carrera, se sucedieron uno y otro gol. La dupla Livingstone-Carcuro, que transmitía para todo el país, pasó de la sospecha al horror. Era tan evidente el arreglo al que habían llegado, que tanto los comentaristas como el espectador común podían adelantar qué equipo sería el siguiente en marcar. Luego de sesenta y cinco minutos vergonzosos, Sol de América prevaleció por cinco goles a cuatro, con ¡cuatro! goles de Víctor Genes (un delantero correcto, pero que no era Careca) y uno de Brizuela. Los mismos medios guaraníes hablaron del “partido de la vergüenza”. Más que actuar como videntes, Ormeño y Pastoriza solo habían deducido algo que estaba entre las posibilidades. Los hermanos asunceños acordaron el resultado que convenía a ambos, dejando en el camino los muertos que fueran necesarios.
Colo Colo juró nunca contratar a nadie que hubiera participado de aquella farsa, pero terminó mordiéndose la lengua cuando Gustavo Benítez (jugador de Olimpia en 1989) llegó a dirigir al cuadro albo, e incluso lo llevó a semifinales de la copa en 1997. En tanto, el arreglo entre los paraguayos terminaría pasando a segundo plano entre los escándalos de ese año: solo unos meses más tarde, Roberto Rojas sería el personaje principal del engaño más grande de aquel 1989, con lo cual la vergüenza paraguaya pasó a la categoría de travesura de principiantes. Pero para los colocolinos, quedó grabada a fuego como la más grande trampa de la que hayan sido víctimas.
Al año siguiente de la gran farsa, en 1990, Salah comenzaba a gestar el equipo que llegaría a su punto cúlmine obteniendo la copa con Mirko Jozić al mando. Colo Colo formó parte del Grupo 3, junto a la Universidad Católica y a los equipos peruanos, Sporting Cristal y el novato Unión Huaral. La campaña de los albos en la primera fase fue casi perfecta, pues solo perdieron un encuentro (frente a la UC en el Nacional) y alcanzaron clara supremacía sobre las escuadras del Rímac. Con ocho unidades, el Cacique clasificó como primero del grupo a los octavos de final. Su rival sería el Vasco da Gama, equipo brasileño afincado en Río de Janeiro, que fue tercero de la serie conformada por brasileños y… ¡paraguayos! (con Olimpia como primero y Cerro Porteño en la segunda plaza). Para un Colo Colo que ya extendía su hambre de títulos al concierto internacional, esta sería una verdadera prueba de fuego.
Vasco contaba con jugadores reconocidos, como el portero Acácio (reserva de Taffarel en la Copa del Mundo 1990), los volantes Bismarck y William, y el delantero Roberto Dinamite. De su cantera habían surgido valores como Mazinho y Bebeto, ambos transferidos al extranjero en varios millones verdes. Además, en su defensa destacaba el ecuatoriano Holger Quiñónez, famoso por su seguridad en la retaguardia, como también por su memorable chasca a-lo-Valderrama y por ser un “hachero” de marca mayor. A este equipo se enfrentó Colo Colo en la llave de ida, disputada en Rio, en donde obtuvo un meritorio empate sin goles que dejó el playoff abierto para resolverlo en el Estadio Nacional, donde la fanaticada alba dominaba el ambiente y el Cacique se hacía grande frente a los invitados extranjeros.
El 15 de agosto de 1990, ante setenta mil espectadores, se escenificó el confronte de revancha entre ambos íconos del fútbol sudamericano. El Albo salió a matar desde el primer minuto basándose en su excelente juego por los costados; sobre todo por la banda derecha, donde el lateral Rubén Espinoza y el extremo Marcelo Barticciotto marcaban el paso a una velocidad distinta. El Vasco, equipo dominante en el fútbol carioca entre 1987 y 1989, se veía lentísimo ante las arremetidas del Barti, Rubén Martínez y compañía.
Pasados nueve minutos, Jaime Pizarro combinó con Barticciotto, este se la devolvió, y el ingreso del Káiser por el centro del área se vio interrumpido por una pierna en alto del maletero Quiñónez. Tiro libre. La pelota quedó frontal a unos veinticinco metros del arco de Acácio, posición perfecta para la diestra de Rubén Espinoza. El alero formado en Católica tenía una pegada privilegiada, de las mejores en tiempos de grandes rematadores (Jorge Contreras, Jorge Aravena, entre otros). Así fue como el número dos de los albos fijó la vista en el primer palo del golero carioca y sacó un disparo de manual para abrir la cuenta.
La inspiración de los blancos se mantuvo durante todo el primer tiempo, con Espinoza, Barti y Sergio Díaz –el “diez” albo en 1990– causando estragos por el sector de Quiñónez y Cássio. Cuando se creía que el partido se iría 1-0 al descanso, Barticciotto recibió una pelota en el centro del campo y emprendió carrera por el sector izquierdo. Con un toque, el rubio delantero se centralizó y dejó pagando a Célio Silva, y desde fuera del área apretó el gatillo para derrotar a un Acácio que desvió la bola pero no pudo evitar su destino en las redes. El dos a cero antes del receso, con un Cacique como dominador absoluto, hacía pensar en un equipo con pasta de ganador. Mientras, Alcir Portella, técnico de Vasco, se iba al camarín pensando en cómo revertir la suerte de su equipo.
La respuesta fue apretar el acelerador y subirle un par de velocidades al juego de los cariocas, aprovechando el buen pie de varios de sus hombres; algo que se notó desde el reinicio del cotejo: apenas inaugurado el segundo tiempo, una rápida sucesión de toques de Vasco terminó con un pase profundo del zurdo William, que dejó a Lizardo Garrido y Javier Margas corriendo a las espaldas de Bismarck. El mediocampista brasileño no desaprovechó la siesta de la defensa alba y fusiló a un Morón que no pudo llegar al achique. Tan rápido como la euforia, aparecieron las dudas, propias de la idiosincrasia del hincha nacional. Y las dudas, razonables por cierto, se transformaron en pánico a los once minutos del complemento: Bismarck jugó largo para Sorato, quien mandó el centro al corazón del área, donde nuevamente el triunvirato de Margas, Garrido y Morón anduvo flojo para evitar la entrada de Roberto Dinamite, quien definió por sobre el Loro y apuntó la igualdad. En diez minutos, la ventaja se había esfumado.
Pero ese Colo Colo tenía cojones y tiró para adelante, azuzado por el respetable que llenaba el reducto ñuñoíno. Rubén Martínez cargó por la izquierda y centró hacia el área, donde Espinoza recibió por el costado contrario para jugarla al centro. Sergio Díaz controló y fue vilmente atacado por las dos piernas en plancha del ecuatoriano Quiñónez, en un penal del porte de la chasca del defensor de Vasco. Francisco Lamolina, árbitro argentino famoso por manejar los partidos según su particular criterio, sancionó la pena máxima, pero omitió la expulsión del zaguero (algo que era casi imperdonable después de su intento de asesinato). Más allá del hombre gratis que sacaron los brasileños, el Albo salió ganando después de todo, pues Rubén Espinoza superó a Acácio con un remate esquinadísimo y ratificó la ventaja colocolina: 3-2.
El tanteador no se movió hasta las postrimerías del combate y, sobre los noventa, parecía que Colo Colo lo sacaba adelante. Aun así, el final era de infarto. Morón embolsó una pelota peligrosa y pareció que se terminaba... Por lástima, el golero albo decidió jugar corto hacia Espinoza en vez de reventarla lejos, y Rubén perdió el esférico ante la entrada de Sorato. El delantero brasileño alargó hacia la derecha, donde recibió William, el verdugo. El zurdo carioca sacó disparo a la entrada del marco colocolino y Morón tuvo una débil reacción; no logró controlarla, y casi como burlándose, el balón ingresó lentamente al pórtico chileno. Tres a tres.
El Cacique intentó mejorar su suerte en los segundos que quedaban, y Jaime Pizarro ingresó por la izquierda peligrosamente, siendo atropellado por Sorato dentro del área de Vasco. Era una acción absolutamente sancionable como penal, pero Lamolina no iba a cobrar la pena máxima por segunda vez a un equipo del Atlántico y en los descuentos. Era versero, Lamolina. No hubo falta y todo terminó en empate. Debía definirse desde los doce pasos.
Colo Colo contaba con buenos ejecutantes, y ello se plasmó en la tanda de penaltis: Sergio Díaz, Eduardo Vilches, Jaime Pizarro y Julio Pastén convirtieron sus disparos. Pero, como contraparte, Morón no contaba con demasiada habilidad atajando penales, y no pudo contener ninguno de los intentos de Vasco. Sorato, Bismarck, William, Roberto Dinamite y Célio Silva la embocaron en la portería, determinando un marcador de 5-4 previo al último tiro, asignado a Rubén Espinoza. No cabían dudas: el máximo especialista albo en tiros directos y penales no tenía por dónde fallar. No obstante, el carrilero colocolino tomó una mala decisión. Disparó al mismo lado que había elegido en tiempo regular, lo hizo menos esquinado y a media altura. Fue un remate potentísimo, pero Acácio eligió bien el lado y levantó el brazo para enviarla lejos, muy lejos. La historia blanca terminaba ahí.
En un cruel ejercicio, los medios chilenos le entregaron a Espinoza el poco afortunado apodo de “Casi Casi” (sí que eran creativos en esos años), que lo acompañaría hasta su retiro de la actividad. Pero el Casi Casi se tomaría una dulce revancha. Habría que esperar un año más para levantar la ansiada copa, y en 1991 Espinoza fue pieza irremplazable del Colo Colo campeón de América. El botín diestro de Rubén sacó de carrera a Universitario, en octavos de final del torneo; sus dos goles de pelota muerta definieron el partido, quizás el más difícil dentro del largo camino al título. Para quienes escriben, el trofeo del 91 fue una de sus mayores alegrías deportivas. Pero un año atrás, uno de esos niños había vivido su primera gran decepción futbolera, con apenas cinco años de vida.
Casi veinte años después, y ya con el formato moderno de la Libertadores en pleno curso, Colo Colo fue encuadrado en el Grupo 1 de la Libertadores 2009. Se vino encima una serie durísima, con tres rivales de temer: los brasileños de Palmeiras y Sport Recife, sumados al elenco ecuatoriano de Liga de Quito, campeón de la edición anterior (2008). Para avanzar, los albos tendrían que mostrar un juego acorde a las exigencias de un torneo que había elevado sustancialmente el nivel de competencia. Y pese a los pronósticos, no defraudó... Aunque el epílogo fue tan doloroso que terminó enmascarando lo demostrado por los albos.
El debut fue un paso en falso, con derrota en el Monumental frente al potente cuadro de Sport Recife (1-2). Pero el equipo dirigido por Barticciotto, protagonista de innumerables hazañas con la camiseta blanca, fue agarrando ritmo y comenzó a mostrar credenciales. Primero, consiguió un nuevo triunfo en tierras brasileñas, superando al Palmeiras en una tremenda actuación (goles de Lucas Barrios, Macnelly Torres y Sebastián González, configurando el 1-3). La racha continuó en Santiago, donde otra tripleta (Carranza, Cereceda y Barrios) destrozó a Liga de Quito con un lapidario tres a cero que ponía al Cacique como puntero del grupo. En el primer partido de las revanchas, jugado en Ecuador, Colo Colo sufrió lo indecible, pero consiguió mantener el liderato; igualó a un gol frente a la Casa Blanca, con un autogol de Claudio “Carucha” Bieler (atacante estelar de Liga, con un negro pasado colocolino) en los noventa y dos minutos de partido. Restaban los duelos contra Sport Recife en Brasil y Palmeiras en Santiago, ambos complicados, pero las cosas parecían bien aspectadas para un conjunto que mostraba a Lucas Barrios en estado de gracia frente a la red y Macnelly Torres diseñando el ataque colocolino desde el medio.
Sin embargo, una incidencia poco esperada remeció el camarín: acusando desavenencias con la directiva y faltas de respeto por parte de miembros del plantel, Marcelo Barticciotto decidió abandonar la tienda alba, ante el estupor de los dirigentes y la furia de los hinchas, que apoyaban irrestrictamente al ídolo argentino. Gualberto Jara debió asumir de emergencia como adiestrador, dejando su cargo en las inferiores del Cacique. El terremoto en la banca hacía que los dos últimos partidos se convirtieran en una incógnita.
En Recife, el Indio no lució mal e incluso llegó a estar en ventaja sobre el Sport, con anotación del Chino Millar en los albores del segundo tiempo. Mas la presión de los brasileños fue insostenible, y la contundencia de sus hombres en ataque terminó revirtiendo el marcador: finalmente, fue 2-1 para el Sport, con dianas de Moacir y Vandinho. El esfuerzo albo resultaba encomiable y tenía con qué pasar de ronda; no obstante, se avizoraba que la definición del grupo sería tremendamente ajustada, luego del triunfo de Palmeiras sobre Liga (2-0) en el otro partido de la fecha. Los recifenses llegaban clasificados a la última fecha, con diez positivos, mientras Palmeiras y Colo Colo (ambos con siete unidades) disputarían directamente el segundo cupo, en un partido a muerte. Liga, que sumaba solo cuatro puntos, ya estaba fuera de los octavos de final. El duelo entre albos y paulistas en Macul sería un capítulo que de seguro quedaría grabado en los anales de la Libertadores.
Vanderlei Luxemburgo, entrenador del Palmeiras, sabía que Colo Colo iba a atacar basado en el control de medioterreno, por lo que dispuso dos cambios para el cotejo decisivo: hizo ingresar desde el arranque a Wendel y Souza, con el objetivo de controlar la pelota en el centro del campo. Así comenzaron las acciones, en un Monumental lleno y con los albos controlando las acciones sin contrapeso durante los primeros minutos. El plan de Vanderlei no daba muchos resultados, hasta que la desgracia se infiltró entre las huestes colocolinas: Macnelly Torres debió abandonar por una lesión, con la consiguiente merma en el juego asociado del Cacique. Con Wendel y Keirrison como protagonistas, los albiverdes comenzaron a hilvanar ocasiones de peligro. El reloj corría y el primer período culminó en blanco, reservando la emoción para la segunda parte.
El DT brasileño sacó todas las armas en el complemento e hizo entrar a Williams, con lo que Palmeiras ganó en claridad para la salida con pelota dominada, y continuó incomodando a la zaga alba. El defensor brasileño Marcao le tendió una manito a los blancos y se ganó justificadamente la segunda cartulina amarilla, dejando a los paulistas con diez hombres. Aun así, Colo Colo no conseguía encontrar los espacios que habitualmente creaba Torres; los cambios no resultaron, y la estrategia se centró en el cuidado de la posesión, intentando evitar los avances rivales. Cada tanto, Williams y Keirrison rompían el cerco chileno y generaban inquietud, pero sin traducirlo en goles. Con poco por jugar, se sacaba adelante un grupo terrible y se avanzaba a los playoffs de la copa, rumbo a la hora de la verdad.
De la forma más dolorosa posible, los sueños albos se resquebrajaron nuevamente, en una copia despiadada de lo ocurrido años atrás. Cuando restaban solo tres minutos, Cleiton Xavier la pisó, se sacó la marca de Arturo Sanhueza –tótem del Cacique– y descerrajó un zapatazo de otro partido, un zambombazo impresionante desde treinta metros que el Tigre Cristian Muñoz no habría podido detener ni con control remoto. A los ochenta y siete, Cleiton sellaba el sino del elenco chileno, pues no hubo reacción posterior que permitiera revertir la debacle. “Nunca había hecho un gol tan bello”, señaló el brasileño luego de que el árbitro paraguayo Torres marcó el final del encuentro. Le creemos.
La llama de la victoria se apagó en el Monumental, y la fanaticada –más que nunca– reclamó el regreso del Barti, el ídolo que había construido un equipo campeón y que parecía capaz de dar batalla en el campo internacional. Barticciotto no volvió a la banca colocolina, y la sequía se instalaría en Macul por varios años. El golazo de Cleiton, más que sentenciar una eliminación, había cerrado un ciclo.
El último capítulo de la historia de sinsabores coperos (descontando lo ocurrido en Belo Horizonte) también sucedió en el Monumental, escenario recurrente en las últimas grandes caídas del Colo. La Libertadores versión 2011 volvió a sumir a los albos en una serie de alta complejidad: el Grupo 5, conformado también por el intratable Santos brasileño (con Neymar como buque insignia) y el Ciclón de Cerro Porteño, un habitué de los torneos continentales y de consabida estirpe copera. Cerraba la lista el menos temible Deportivo Táchira de Venezuela, que contaba con pocas opciones frente a los pergaminos del resto. Es decir, había tres cuerdas para los dos trompos que avanzarían hacia la segunda ronda de competición.
El debut colocolino no pudo ser más terrorífico: cayó por 5-2 ante un verdadero ciclón paraguayo en el estadio La Olla de Cerro (a estas alturas, un karma total) con dos goles del argentino Roberto Nanni y otros dos tantos de su compatriota Juan Manuel Iturbe, el juvenil trasandino de moda en aquel año. Los descuentos de Paredes y Jorquera solo maquillaron un poco la fea caída, que además dejaba a los blancos con un desfavorable promedio de goles. Considerando lo duro de los partidos que se venían, tener esa desventaja podía ser un hándicap significativo a la hora de definir los clasificados...
Con ese peso sobre los hombros, Américo “El Tolo” Gallego asumió la banca alba, reemplazando la transitoria incursión de Luis Pérez, el interino héroe de la Copa 1991. El Tolo tomó la responsabilidad, logró recuperar los ánimos y Colo Colo viajó a Táchira dispuesto a torcer el resultado del estreno. Lo consiguió con creces: a los ochenta y dos minutos del cotejo, el Cacique ostentaba una ventaja de cuatro tantos a cero en calidad de visitante, merced a las anotaciones de Miralles (2), Paredes y Lucas “Veneno” Wilchez. Cabe mencionar que existió una estrecha colaboración de la precaria defensa del Táchira, que tapaba menos que tanga, y que Miralles se perdió dos goles cantados que pudieron llevar la humillación de los llaneros a límites insospechados. Colo Colo le perdonó la vida al Táchira. Y como los perdonazos se pagan caro, sobre el final del partido el chileno Julio Gutiérrez (sí, el de Unión) marcó dos descuentos que acortaron la brecha, transformando una eventual goleada tenística en un score mucho más decoroso (2-4). El Albo había vencido claramente, pero se había mandado una farra de proporciones. Las señales eran ambiguas para los hinchas de Pedreros, con dos duelos de miedo contra el Santos en el horizonte.
El primero de los confrontes ante los paulistas fue en la Ruca, y esta vez sí se produjo aquella circunstancia que los fanáticos aguardaban con ansias: ver al Colo sacando del armario una chapa que parecía olvidada, la de amenazar a los grandes de verdad, ejerciendo la autoridad en casa. El Cacique se plantó frente a Neymar y los suyos con valentía, y supo revertir el primer tanto de Elano (a los cinco minutos de juego) con los goles de Paredes, Ezequiel Miralles y Andrés Scotti. El descuento de Neymar le agregó la cuota de incertidumbre necesaria, pero los dirigidos del Tolo lograron cerrar el resultado de la forma que más le gustaba al DT argentino. Con el 3-2 en la bolsa, había margen para el combate de revancha en São Paulo... Si bien la empresa parecía improbable, un triunfo albo sobre los santistas en Vila Belmiro le aseguraba la clasificación a octavos.
Pero las cosas no se dieron como Gallego esperaba, y la lesión de Paredes en la previa del partido en Brasil ya implicaba resignar buena parte de las opciones ofensivas del Albo. Con una sensible baja a cuestas, Colo Colo salió a la cancha a medirse con un Santos herido en el orgullo, y que resolvió aplastar de entrada cualquier intento chileno de acercarse al triunfo. Elano y Danilo establecieron una clara ventaja en menos de dos minutos (34’ y 36’), y Neymar fue el encargado de sepultar virtualmente las esperanzas chilenas al conseguir el tercero (52’).
En un lance que parecía definido, el juez uruguayo Silvera se volvió protagonista y sacó tarjetas rojas a destajo, echando a tres futbolistas en ciento ochenta segundos. Primero, el referí despachó a Neymar (53’), por celebrar su gol con una máscara de sí mismo; y luego sacó del campo salomónicamente a Scotti y a Zé Eduardo (56’), tras un entrevero en el que el uruguayo no tuvo arte ni parte. Las cosas se desordenaron, y entre la confusión imperante, el ataque albo comenzó a generar algunas opciones. Lucas Wilchez y el juvenil Diego Rubio entendieron que se podía complicar de alguna forma a la retaguardia paulista, y en los últimos diez minutos del encuentro, Colo Colo acortó distancias con dos descuentos en forma sucesiva (Jerez a los 81’ y Rubio a los 87’, ambos tras asistencia de Wilchez). Lamentablemente, no alcanzó para más. El tiempo agregado vio la expulsión de Elano –ya reemplazado– y Cristóbal Jorquera, quizás la más evitable y amarga de todo el partido para los colocolinos. No se conseguía el pase a la ronda siguiente, y para alcanzarlo se debían sumar cuatro puntos en los dos cotejos por venir: Táchira y Cerro, ambos en el Monumental. Como se repite majaderamente en estos casos, “Colo Colo dependía de sí mismo”, situación de doble filo considerando el pasado albo en estas instancias.
Mermado por las ausencias de Jorquera y Scotti, el Cacique vio surgir sus mayores miedos en el amanecer del partido ante Táchira en Macul. La paternidad alba sobre los elencos llaneros se vio empañada con un tempranero gol venezolano, anotado por Edgar Pérez Greco a los cuatro minutos. Fantasmas de otros tiempos rondaron por el césped santiaguino, pero un Diego Rubio en racha decidió vestirse de toqui: el retoño menor del famoso “Pájaro” marcó la igualdad dos minutos más tarde, y decretó la ventaja colocolina en los veintitrés del primer lapso (2-1). A la larga, los destellos del joven delantero se tornaron de vital importancia, pues el marcador no se modificó y esos goles terminaron señalando la victoria de los albos. Ajustada, pero suficiente para afrontar el último desafío con la tranquilidad de saber que un punto bastaba para llegar a la meta. Al otro lado esperaría un contrincante nada de fácil, pero los vitales Scotti y Jorquera ya estarían de vuelta, con lo que seguramente otro gallo cantaría.
Así llegamos al 20 de abril de 2011. Último partido del grupo. La oportunidad definitiva para cambiar una realidad triste que pesaba sobre los hombros de Colo Colo, dados los antecedentes de sus últimas definiciones en el Monumental. Los blancos salen decididos a avasallar a Cerro Porteño, desplegando una exhibición de altísimo vuelo en los primeros veinticinco minutos de aquel compromiso trascendental. El Cacique parece una maquinita: Jorquera consigue el primero a los cuatro minutos, y Paredes estira las diferencias a los 20’ con gran remate. La sensación general era que, si Colo Colo quería, podía golear. El problema fue que, en lugar de cumplir con esa premisa, el ambiente en el equipo pasó a ser el de aquel que tiene la cosecha asegurada. El Colo se echó en los huevos y los azulgranas comenzaron a crecer en el terreno. Nada más peligroso que un cuadro guaraní a quien le han dado lienza para buscar una remontada...
Jonathan Fabbro, volante argentino de Cerro, puso el primer aviso a los 42’, dejando la cuenta dos a uno, un resultado que permitía abrir las apuestas en torno al desenlace en el segundo tiempo. Vino el receso y, nada más comenzar el complemento, el lateral Iván Piris apuntó el empate a dos, instalando la perplejidad más absoluta en jugadores e hinchas colocolinos. El Indio perdió definitivamente la brújula del partido y se dedicó a aguantar los segundos, sabedor de que la igualdad le bastaba para colarse entre los dieciséis mejores de América. Una cosa era clara: no se debían conceder infracciones cerca del área propia, pues los paraguayos eran mandados a hacer para sacar provecho de las jugadas a balón parado. No debía ocurrir, no importaba el costo. Pero sucedió. A los ochenta y ocho minutos, Paulo Magalhães fue poseído por el espíritu vagabundo de un bisonte y atropelló con la cabeza a Juan Iturbe, apenas unos metros por sobre el costado izquierdo del semicírculo del área. Un calofrío recorrió la médula de Macul: los fanáticos albos –tanto los viejos como los más jóvenes– tenían memoria, y sabían que algo podía pasar.
Fabbro se paró frente a la redonda, decidido a resolver la jugada; mientras el DT argentino de Cerro, Leonardo Astrada, conducía su propio espectáculo al borde del campo, pidiendo que se respetara la distancia reglamentaria. La barrera no se movió. Pero Fabbro, incólume, tomó carrera y le dio a la redonda con una precisión de relojero, en una parábola imparable que se clavó en el ángulo superior izquierdo de Francisco Prieto, golero de Colo Colo. La pelota casi no giró en el aire, presa de una velocidad impresionante que, sumada a la ubicación, era inatajable para cualquier arquero. Cerro lo dio vuelta, y el 2-3 confirmó las peores pesadillas albas.
Ahí terminó el partido… Porque sin piernas, sin ideas y sin alma, Colo Colo no pudo reponerse de un golpe que ya había recibido en varias ocasiones. Un recto al mentón, directo a la quijada, tal como el de Pindinga en 1989, el de William en 1990, o el golpetazo de Cleiton en 2009. Nuevamente el Cacique quedó fuera: fueron Santos y Cerro quienes se llevaron el crédito. Así, con las heridas de quien ha sido derribado una y otra vez, el Indio espera impaciente, buscando levantarse... En 2016, fueron la impericia y los tiros en los palos los que le privaron de avanzar en la Copa. Para recuperar la gloria de otrora, no queda más que ponerse de pie y sacar la sangre combativa que Arauco le entregó a sus emblemas.
Puede parecer un gol más del montón, pero no es el caso. El tanto del barbón Pedro Reyes a la U, conseguido en abril de 1997, tiene una inmensa novela detrás, que debe tomarse en cuenta al momento de dimensionar las implicancias de la anotación del defensor colocolino, en un momento histórico de la rivalidad entre albos y azules. Había corrido mucha agua bajo el puente, con pullas y bravatas de lado y lado, y el ambiente estaba terriblemente caldeado. Era una de esas situaciones de tensión extrema, donde convertirle al máximo oponente significaba la gloria individual inmediata y la consiguiente canonización por parte de los hinchas...
Todo comenzó un año antes, durante el transcurso de la Copa Chile 1996. Se medían universitarios y colocolinos, con victoria transitoria para el Cacique por la cuenta mínima. Podía ser otro superclásico dentro de la línea de tiempo, sin mayores sobresaltos, pero se fue gestando una serie de eventos que terminaría cambiando para siempre el trámite del encuentro. Marcelo Espina, capitán de los albos, marcó el 2-0 que sería definitivo para el resultado del match, y una loca idea cruzó por su enorme cabeza para consagrar el momento de jolgorio. Espina decidió utilizar su camiseta alba como bandera y para tal efecto la adosó sobre el banderín del córner, tras lo cual salió celebrando con ella rumbo a la pista de rekortán. Esta inesperada celebración –derechamente desatinada, para los más recatados– generó la euforia de los parciales del Albo y la furia de la barra estudiantil. Fue tanto el impacto visual, que la imagen de Espina corriendo con su camiseta-bandera marcó definitivamente a la generación noventera de fanáticos, tanto de la U como de Colo Colo. Gracias a su inventiva, el Cabezón se convertía en ídolo del Popular y enemigo número uno del Bulla.
El 20 de abril de 1997, fecha en que transcurrieron los hechos que nos congregan, se escribió un segundo capítulo en esta saga de provocaciones entre rivales. En el torneo de Apertura de ese año, Colo Colo peleaba el título con la Universidad Católica, por lo que debía ganar a quien se le cruzara en el camino para mantenerse en la brega por el campeonato… Y su rival de turno era la Universidad de Chile. Ante un estadio repleto, se desarrolló un partidazo de aquellos que se recuerdan siempre, aunque no se hayan definido títulos ni clasificaciones. Una especie de lucha a muerte entre enemigos declarados, que se tenían más que sangre en el ojo.
Como se preveía, el partido fue bravo. Cabe señalar que los superclásicos de los noventa tenían mucho de aquello, y que muchos fanáticos recuerdan con cierta nostalgia esos enfrentamientos, sobre todo considerando que ambos equipos contaban con jugadores de un nivel que cuesta encontrar en la realidad actual de nuestro campeonato. Tan peleado fue el combate, que la U recién consiguió marcar diferencias en el minuto 85. Se sancionó penal a favor de los azules, y Víctor Hugo Castañeda fue el elegido para cobrar la falta desde los once metros. VH transformó el remate en gol, y encontró frente a sus ojos la ocasión perfecta para devengar la afrenta vivida meses atrás. El sanvicentino salió celebrando rumbo al banderín del córner y enfundó su camiseta azul sobre la banderola, tal como lo había hecho Espina el año anterior. A falta de cinco minutos, la venganza del volante azul asestaba un golpe terrible para los albos. El 1-0 y el festejo de Castañeda no solo le regalaban una indeseable revancha al enemigo, sino que de paso le echaban una manito a la UC en la lucha por el cetro.
Cuando ya no le quedaban armas al Cacique y el duelo parecía extinguirse, vino una jugada de alta tensión, que sacó ronchas incluso después del partido. Vino una pelota profunda por aire, sobre el sector derecho de la defensa universitaria. Sergio Vargas salió a cortar, y fue pasado a llevar en su trayectoria por la humanidad de Héctor Tapia, delantero del Albo. Al caer, Vargas quedó con el balón entre sus manos y aterrizó fuera del área… Si bien no se trató de una falta alevosa, había una conexión clara entre el empujoncito y la caída de Superman fuera de los límites permitidos. No obstante, el juez Salvador Imperatore consideró que Vargas podría haberlo evitado y cobró tiro libre, en una posición peligrosísima para la defensa universitaria. Sobre todo, porque los tiros libres eran propiedad de José Luis Sierra, amo de las pelotas detenidas en Colo Colo. Los reclamos estudiantiles daban para escribir un libro completo...
El Coto dio un paso cortito antes de conectar con el borde interno de la zurda, y envió un centro a media altura hacia el centro del área azul. En ese lugar, la trayectoria de la pelota fue interrumpida en seco por la cabeza de Pedro Reyes. El testazo del barbón fue sorpresivo y rápido, dio un bote y se coló dentro de la portería, sin que Vargas pudiera hacer demasiado para impedirlo. Se cumplía el minuto 90, y Colo Colo lograba un empate que lo mantenía en carrera por la corona. Más importante aún: evitaba una derrota ignominiosa y con celebración incluida.
El gol de Reyes fue solo el principio de una pelotera memorable, que dejó como principal damnificado al sector de árbitros del estadio. Una vez terminado el encuentro, los jugadores azules hervían de rabia ante el polémico cobro de Imperatore, sobre todo uno: el arquero Vargas. Superman, furioso, decidió sacarse la frustración una vez terminado el partido, y dejó un recuerdo de despedida luego de moler a patadas la puerta del camarín de los jueces. Años más tarde, Vargas aún recuerda con un dejo de vergüenza la situación, que –para su mala suerte– fue inmortalizada por las cámaras acusetes del recinto.
Si por un lado los puntapiés de Superman no sirvieron de mucho, por otra parte, Colo Colo tampoco logró el objetivo final. De la mano del Beto Acosta, y ajena a las peleas dignas de colegio de hombres, la Católica se adueñó del Apertura 1997 con una brillante expedición. De cualquier forma, los hinchas albos siguen evocando el frentazo de Don Pedro, que evitó un agravio mayor en uno de los superclásicos más intensos dentro de una década llena de tremendos partidos.
Transcurría el primer semestre de 2012 y la U de Jorge Sampaoli ya había ganado su merecida fama de equipo de temer, tras la conquista de la Copa Sudamericana 2011 que llenó un espacio largamente aguardado por la parcialidad azul. Los estudiantiles, bicampeones ese mismo año, iban en busca del Apertura 2012 para coronar un ciclo brillante y alcanzar el primer tricampeonato de su trayectoria en torneos nacionales. Podía parecer un objetivo abordable a priori; pero en la práctica, al cuadro universitario no se le dieron las cosas fáciles en el camino. Quizás era parte de las circunstancias que forjaron a ese equipo, que ya en el Apertura 2011 había sido capaz de dar vuelta una serie tremendamente adversa contra la UC.
El Chuncho fue líder indiscutido de la fase regular del torneo, ratificando el dominio sideral que mantuvieron durante casi dos temporadas en el campeonato local. Sin embargo, se sabía con certeza que los playoffs eran la instancia que definía los candidatos al título, el escenario donde aparecían los retos de verdad para todo equipo que pretendiera hacerse con la corona. Y como el éxito genera envidias en muchos lugares, eran varios los que soñaban con hacer caer a este cuadro casi invencible de Don Sampa.
En los cuartos de final de playoffs, los universitarios despacharon sin mayores zozobras a Cobreloa (triunfos 2-0 y 2-1), pero surgían algunas dudas acerca de su rendimiento: los loínos habían sacado a flote ciertas yayitas del conjunto azul, y de ello se desprendía la posibilidad de que un equipo más sólido le generase problemas al planteamiento del casildense. Ya en semifinales, el destino puso a los estudiantiles frente a frente con Colo Colo, que venía en un momento futbolístico más bien pobre, lejos de ser una amenaza para las pretensiones del Bulla. No obstante, el Albo se las arregló para vencer 2-0 en la ida en el Monumental, en un match marcado por la lluvia incesante y el barro, cosa que incomodó el funcionamiento de los circuitos azules. La victoria blanca incluyó un golazo de Bryan Rabello, que hacía sus primeras armas en el profesionalismo. Pero la Chile sabía de remontadas: lo había demostrado en el Apertura 2011 y durante la Libertadores 2012, instalando casi como una institución el archiconocido lema motivacional “lo damos vuelta”. Esta convicción se vio refrendada en la revancha, que los azules ganaron por cuatro tantos a cero, vapuleando al archirrival de forma inmisericorde. Hasta los minutos finales, algo de incertidumbre hubo (la U forzaba los penales merced a un 2-0 parcial), pero el Colo Colo de 2012 no jugaba a mucho que digamos. La U mató con autoridad en el cierre del encuentro, y dos jugadones de Junior Fernandes, a los ochenta y uno y ochenta y nueve minutos, le dieron el pase a la final de campeonato. Era la segunda humillación para los albos en apenas unos meses, pues en la fase regular los universitarios les habían encajado un denigrante 5-0.
La final del Apertura 2012 puso a Sampaoli frente al Toto Berizzo, ex ayudante de Bielsa y que desarrollaba en O’Higgins un fútbol igual de ofensivo que el del calvo estratega... Con ciertos matices personales, por supuesto. Los de Rancagua no renunciaron al juego frontal en los lances decisivos, y buscaron la posesión de igual a igual contra los campeones vigentes. Prueba de ello fue la victoria celeste por 2-1 en la ida (en el estadio El Teniente), cimentada sobre una actuación sólida, con indiscutida superioridad en varios pasajes del encuentro. Si bien no se trataba de una diferencia estratosférica (ni futbolística ni matemática), partir con una derrota implicaba un primer golpe en contra, del cual los azules tenían que saber recuperarse.
La vuelta (en Santiago) fue de aquellos desafíos de infarto que parecen sacados de un guion… Un guion que terminó resultando espectacular para el Bulla y de pésimo gusto para el Capo de Provincia. La segunda final tuvo de todo y pasó a ser una de las definiciones más emocionantes y estrechas de la era de los playoffs.
O’Higgins había sacado chapa de candidato con su triunfo en la sexta región, y reafirmó sus intenciones en el Nacional desde el arranque del duelo. Los celestes se mostraron decididos y lograron ponerse en ventaja entrado el primer período, gracias al penal convertido por Ramón Fernández tras una mano de Marcelo “Carepato” Díaz en el área azul (25’). El 0-1 en contra hacía todo más complejo para la U y ponía en peligro el plan diseñado por Sampaoli; sobre todo después de cumplidos los primeros cuarenta y cinco minutos, en que los azules no consiguieron resolver el crucigrama minero. Había que inventar alguna salida, y Sampaoli pensó en un hombre que le había ayudado a desentrañar la madeja en varios partidos complicadísimos para las huestes estudiantiles. Ese hombre era Guillermo Marino.
Criticado en muchas ocasiones por tener un juego más lento que el de sus compañeros, quizás ese era el mayor mérito de Marino: poner la pausa en un equipo que llegaba a verse sobrepasado por su propio vértigo. El Memo sabía manejar los tiempos con cautela, por lo que era una especie de arma secreta para Sampa. De hecho, el argentino había anotado el tanto azul en Rancagua y tenía el fútbol suficiente para ayudar a romper los esquemas que había entretejido el Toto Berizzo. Fue así como a los sesenta y cinco minutos, una jugada conflictiva dentro del área celeste terminó con Marino en el pasto: el juez Enrique Osses sancionó falta contra el trasandino, quien había recurrido a todo su oficio para “fabricarse” un penal de vital relevancia para el desenlace del juego. Charles Aránguiz, el Príncipe, transformó en gol la pena máxima, devolviendo a la vida al elenco universitario, que hasta ese momento no había encontrado la vuelta al encuentro. El 1-1 dejaba en mejor pie a los azules, pero O’Higgins mantenía la primera opción de convertirse en el monarca de 2012.
Con más desesperación y empuje que juego asociado, la U intentó asediar el arco rancagüino, sin éxito, durante toda la segunda fracción del compromiso. Se llegó así al minuto 47 del complemento, con los celestes probándose la corona del vencedor. En una maniobra individual con tintes de patriada, Roberto Cereceda cazó un rebote por la banda derecha y alcanzó línea de fondo. El Eléctrico mandó el centro, y Marino la agarró en el aire, de lleno, para desenfundar el remate hacia el marco rival. La pelota dio uno, luego dos botes en su trayectoria, y le dobló los dedos al meta Luis Marín, colándose en la esquina inferior derecha del pórtico celeste. Golazo. Marino se había convertido en la pesadilla de los rancagüinos en ambas finales, y ahora se vestía con traje de verdugo para destruir de un plumazo las ilusiones de campeón de O’Higgins. La sumatoria de resultados (un triunfo para cada equipo, ambos por 2-1) obligaba a decidir el soberano del torneo a través de lanzamientos penales.
En esa instancia, los azules llegaron con el viento soplando a su favor, y la diferencia de ánimo entre uno y otro equipo se hizo evidente desde el primer penal ejecutado. O’Higgins desperdició cuatro disparos, dos de ellos tapados de forma brillante por Johnny Herrera. Los celestes no tuvieron la fortaleza mental ni el aplomo que sí mostraron los estudiantiles, prueba fehaciente de que los penales jamás han sido una lotería. El León se impuso 2-0 en la tanda desde los doce pasos, y se quedó con su tercera corona consecutiva, hecho jamás alcanzado anteriormente por un conjunto azul. Por su parte, el Memo se ganó el aprecio definitivo de la hinchada, que hasta el día de hoy lo reconoce como el gran responsable de la levantada que cimentó el tricampeonato. Las leyendas de los clubes se construyen en los momentos decisivos; Marino edificó su propio mito en esa tarde de julio, cuando las hizo todas y condujo su camiseta a una conquista heroica.
Dentro de los innumerables méritos que se le reconocen a Jorge Sampaoli durante su trayectoria de éxitos en el fútbol chileno, está el haber reubicado a ciertos jugadores en posiciones distintas a las que utilizaban originalmente, y en general con excelentes resultados en rendimiento y funcionalidad del futbolista para su equipo. En otras palabras: “encontrarle el puesto” a sus hombres. Es el caso del Gato Francisco Silva, quien desarrolló su juego como central gracias a Sampaoli, o de Gustavo Lorenzetti, a quien localizó como “nueve mentiroso” con importantes réditos para el accionar de la U. Albert Acevedo es otro de los ejemplos más claros del movimiento de piezas del DT trasandino: lo hizo jugar en casi todas las posiciones, y Acevedo adquirió enorme polifuncionalidad durante las mejores campañas de los azules en el terreno nacional e internacional. Pero el caso que parece más representativo es el de Marcelo Díaz, a quien consolidó como mediocampista en el elenco de ensueño que tuvieron los universitarios a comienzos de la década. Sin Sampaoli, a quien Díaz sindica públicamente como uno de sus mentores futbolísticos, la historia del Carepato sería otra.
Marcelo Díaz partió su carrera como lateral derecho (ahí lo hacía jugar Gerardo Pelusso en la U versión 2010), pero su nivel se fue diluyendo con el correr del tiempo y tuvo que partir a préstamo rumbo a Deportes La Serena a mediados de aquel año. Haciendo justicia a quien justicia merece, debemos decir que fue Víctor Hugo Castañeda (DT papayero) el primero en notar las capacidades del Chelo para desenvolverse en la medular, y el primero en utilizarlo como pieza clave en el centro del campo del cuadro serenense. Díaz fue fundamental para mover los hilos del elenco granate en una de sus últimas temporadas en Primera División, y tuvo un segundo semestre fantástico en ese 2010. Terminado el año, Huachipato puso sus ojos en Marcelo, y parecía seguro como refuerzo para los acereros de cara a 2011; sin embargo, acá es cuando aparece en el relato la figura de Jorge Luis Sampaoli. El casildense estaba armando el engranaje de su Universidad de Chile –que, a la larga, terminaría siendo un reloj suizo–, y pidió expresamente el regreso de Carepato, pues lo necesitaba para construir el entramado ofensivo. No como carrilero por derecha, sino como barómetro en el medioterreno. Si bien VH fue quien instaló la idea de un “Díaz volante”, Sampaoli perfeccionó el concepto y ayudó a desarrollar en plenitud las características del Chelo, que se convirtió en ícono de sus equipos (la U y la Roja) como iniciador del juego asociado y catalizador del desahogo en las transiciones.
Aunque, claro, el mérito no existiría si Díaz no tuviera las capacidades innatas que posee para distribuir el balón con sabiduría, manejar los tiempos y además pegarle bien a balón parado. El crecimiento que logró en tan solo un lustro es consecuencia exclusiva de la seriedad, la constancia y el trabajo que el padrehurtadino siempre ha exhibido con las camisetas que ha defendido. Alejado de la bulla y los carretes, siempre con la palabra mesurada, pero sin dejar de lado la pasión por el deporte, es un ejemplo dentro y fuera de la cancha.
Esto no solo es reconocido en nuestro país; son varios los medios europeos que ven en Díaz a una suerte de “Xavi chileno”. Las comparaciones siempre son odiosas, pero en este caso es una loa acertada más que un despropósito. El metrónomo español y el chileno comparten varios elementos en su forma de jugar, los que podrían resumirse en una mezcla de efectividad, elegancia y respeto por el balón. Independientemente de aquello, Díaz claramente no es Xavi, pues ha labrado su propio camino y tiene sus propias credenciales que mostrar. De la U campeona de la Sudamericana, pasó al Basilea multicampeón de Suiza, donde fue titularísimo y obtuvo dos coronas de la Superliga local; posteriormente (en 2014) fue fichado por el Hamburgo SV, uno de los equipos clásicos de Alemania que buscaba reforzarse para superar un momento complicado. Fue en tierras teutonas donde la versión germana del Chelo vivió el momento individual más glorioso de su carrera (o, al menos, uno de los más relevantes): el gol que salvó a uno de los elencos más laureados de Europa de descender por primera vez en décadas de historia.
Tras una campaña pobre, el Hamburgo culminó la temporada 2014-2015 con la necesidad de jugar la promoción para mantener la primera categoría: la 1. Bundesliga. La suerte de los albirrojos se definiría en una muerte súbita con partidos de ida y vuelta frente al Karlsruher SC, un cuadro que tenía hambre por regresar a la máxima división germana, que había abandonado en 2008. Por antecedentes, parecía difícil que los hamburgueses resignaran su opción en esta instancia: en ciento veintisiete años de recorrido, jamás habían descendido a los potreros teutones (no por nada el Hamburgo es llamado “El Dinosaurio”). Pero las cosas no serían tan sencillas a la hora de la verdad.
El Karlsruher tenía muy presente que no era el mejor instante de su adversario, y poco a poco comenzaría a plantearle serias dificultades en la lucha por un cupo en la serie de honor. En el primer lance, disputado en el puerto de Hamburgo, obtuvo un meritorio empate a un gol que dejaba en suspenso la definición para el duelo de revancha, a disputarse en la ciudad de Karlsruhe, donde el público a favor se haría sentir (no por nada los estadios alemanes son de los más concurridos del mundo entero). La situación era incómoda, más que nunca, para Díaz y sus compañeros. En esas circunstancias se llevó a cabo el segundo partido, el primer día de junio de 2015, el último de Carepato antes de emprender vuelo de regreso en vísperas de Copa América.
En la vuelta, la suerte no cambió demasiado para el señero club del chileno, y Karlsruher tomó conciencia de que tenía la oportunidad ante sus ojos, demasiado evidente como para dejarla escapar. Hamburgo atacó con necesidad, pero eso no era suficiente para vencer el orden de un motivado cuadro azul (color que viste el Karlsruher... Paradojas de la vida). Sin poder de fuego, fueron los locales quienes tomaron la iniciativa y a los sesenta y nueve minutos, Díaz salvó un cabezazo del defensor Manuel Gulde a metros de la línea de sentencia. Ocho minutos más tarde, a los setenta y siete, Reinhold Yabo, mediocampista teutón de origen congolés, derrotó la resistencia de René Adler (guardameta del Hamburgo) y anotó la apertura que silenció los corazones albirrojos: solo trece minutos los separaban de un descenso inédito.
Con un desorden incluso mayor que antes, los hamburgueses emprendieron la última embestida. Pierre-Michel Lasogga, delantero del Dinosaurio, mandó un balón al poste del golero Orlishausen. Nada parecía salirle al equipo del Chelo. No obstante, en el primer minuto de descuento, un remate a la entrada del área de Karlsruher dio en el cuerpo de un jugador azul, entre tórax y brazo, y el juez resolvió sancionar el tiro libre a la altura del semicírculo. Era la última gran oportunidad para mantener vivas las esperanzas. Díaz, con una seguridad pasmosa, pidió la pelota para ejecutar el libre directo, convencido de que la enviaría adentro. Aún más elocuente es el hecho de que ninguno de sus compañeros le discutió demasiado la propiedad del disparo.
Carepato tomó una corta carrera, miró al arco, miró el esférico y cuando impactó la redonda ya sabía que iba al fondo del arco. La pelota describió una comba corta, pero con la precisión requerida para dejar sin opción alguna al golero Orlishausen. Marcelo salió disparado a celebrar con sus compañeros, mientras el entrenador Bruno Labbadia corría desaforado por el borde del campo para festejar el tanto clave, que obligaba a estirar el desenlace hasta la prórroga. Era la primera anotación de Díaz en la temporada (y en su estadía como jugador del Hamburgo), pero valía por todos los goles anotados en ese campeonato. Y aquel cotejo terminaría convirtiéndose en parte de la leyenda, porque Nicolai Müller marcó el segundo gol de los blanquirrojos en el alargue (115’) y decretó la permanencia definitiva de Hamburgo en la plana mayor de la Bundesliga. Los más de cien años de vida del cuadro sajón como miembro de la elite del fútbol germano seguían intactos. El reloj que adorna el estadio hamburgués y que lleva la cuenta del tiempo transcurrido en primera podía seguir marcando el paso, tranquilo.
Con posterioridad, Díaz y Hamburgo tampoco tuvieron un buen pasar en la segunda mitad de 2015; el chileno fue paulatinamente relegado a la banca y terminaría emigrando al Celta de Vigo dirigido por el Toto Berizzo. Pero el instante del gol de Carepato permanece imperturbable en la memoria de los fanáticos del Hamburgo: meses después de aquel hito, se lanzó una camiseta entre los hinchas del club, con una instantánea de Díaz levantando su pierna derecha antes de conectar el balón decisivo. Tal como en la Universidad de Chile, en Basilea y en la Roja, el Chelo dejó una marca imborrable en lo más sagrado de las escrituras del decano alemán.
Este gol fue el causante de la mayor desgracia del fútbol chileno a nivel de selecciones en al menos un lustro, considerando las circunstancias en que se produjo y que determinaron la eliminación de “La Rojita” sub-20 del Mundial de Turquía 2013, en cuartos de final a manos de Ghana. Fue el agrio final para una campaña destacadísima, que tuvo momentos dulces y amargos en forma compartida y que parecía llegar a buen puerto… Hasta que ocurrió la hecatombe. Chile fue una “montaña rusa” que rio por momentos y calló en otros, y cuando parecía haberse encontrado después de mucho buscarse, nadó para morir en la orilla.
La historia de la sub-20 versión 2013, dirigida por Mario Salas, partió en el Sudamericano realizado en Argentina, en las ciudades de Mendoza y San Juan. La primera fase de la Rojita fue impecable, con doce puntos de doce posibles y resultando primera en su grupo, el A, que también incluía a los locales, Paraguay, Bolivia y Colombia. El 1-0 sobre los trasandinos, con gol de Nicolás Castillo, fue uno de los puntos más altos de la campaña inicial, y fue el principio de una pésima participación de los albicelestes, que terminaron eliminados en la primera ronda (clasificando tres de cinco equipos). Un hecho inimaginable, tanto como la eliminación de Brasil en el Grupo B, que tuvo a Perú como primer clasificado y en el que los verdemarelos solo superaron a Venezuela. El mundo al revés: los dos gigantes de la zona fuera de la lucha por llegar a un Mundial, por primera vez en la historia.
Con ese panorama, Chile llegó a la ronda final –disputada por seis equipos– muy bien aspectado. Cuatro de ellos clasificarían a Turquía, sede de la copa. Sin embargo, en la etapa definitiva solo se pudo derrotar a Ecuador, y el boleto a tierras turcas se cerró en la última fecha del hexagonal, con un sufrido empate 1-1 ante Perú que dejó fuera a los del Rímac. Un golazo de media distancia de Bryan Rabello marcó el empate y fue el balón de oxígeno que permitió abrochar una campaña de comienzo aplastante y final sufrido; como nos suele ocurrir en estas instancias. Chile, Colombia, Paraguay y Uruguay fueron los elegidos.
El sorteo del Mundial puso a la Rojita en la serie junto a Irak, Inglaterra y Egipto, el campeón africano. A priori, un grupo abordable. Chile, no obstante, partió con dudas: venció con mucha dificultad a Egipto (2-1), en un partido en que el 7 de los faraones, Kahraba, fue una pesadilla para la defensa. El segundo lance, ante los ingleses, se avizoraba difícil, pero los europeos no fueron el “cuco” esperado y el resultado final (1-1) fue más que nada un fruto del empuje británico y las dudas chilenas. Con cuatro puntos, el paso a segunda ronda estaba casi asegurado. El match final del grupo se saldó con derrota: la caída frente a los iraquíes (1-2), jugando con medio equipo reserva, fue un accidente que, si bien no complicó la clasificación, sembró una infinidad de cuestionamientos acerca del juego de la Roja.
Pasando como segunda de su serie, la selección debió medirse en octavos de final con Croacia, también segundo de su respectivo grupo. El errático andar de los chilenos hacía albergar cierta reticencia en cuanto a lo que se podía hacer frente a los balcánicos, que habían sido mucho más sólidos en la fase inicial. No obstante, Salas planteó un partido muy inteligente, y Chile superó a Croacia con una solidez no vista previamente. El partido se definió en los últimos diez minutos: los goles de Nico Castillo (con un cabezazo notable de espaldas) y el autogol de Simunovic (tras centro de Christian Bravo, figura nacional) pusieron a la Rojita entre los ocho mejores de Turquía. La montaña rusa volvía a llegar a su parte más alta. Chile parecía capaz de repetir lo de 2007, cuando el equipo de Sánchez, Medel y Vidal llegó al podio en Canadá. Los Castillo, Henríquez y Lichnovsky podían hacer su propia historia. Y en cuartos de final los esperaba Ghana, el monstruo africano de las series menores.
El encuentro no tenía pinta de ser un trámite fácil, y este pálpito se vio refrendado de forma plena, pues el cotejo de cuartos entre chilenos y africanos fue de lo mejor del torneo. La cuenta la abrió Ghana con gol de Odjer apenas a los diez minutos, ante una floja respuesta chilena. Pero los nuestros contaban con hombres de calidad suficiente para complicar, y un pase en profundidad de Bravo encontró a Nico Castillo en su mejor perfil, el derecho. Castillo sacó un zapatazo alto que fusiló al meta ghanés e igualó las acciones a los 23’. Las cosas no quedaron ahí: ciento ochenta segundos más tarde, Rabello tomó un balón dividido en media cancha y lo cedió a Henríquez, que giró poco antes del semicírculo y remató desde fuera del área, superando al golero rival. Un golazo que dejaba en ventaja a Chile y que se mantuvo hasta el final del primer tiempo.
La presión africana, sin embargo, se dejó sentir en el segundo lapso, que fue de gran desgaste. Ghana salió con todo a buscar el empate y lo consiguió a los setenta y un minutos, con cuatro hombres de los “satélites negros” involucrados en ofensiva y Assifuah definiendo la jugada para anotar el 2-2. En los setenta y nueve pudo definirse el partido, pero el arquero chileno Melo se jugó el pellejo y a la larga forzó la prórroga.
El escenario era complejo, por no decir oscuro. Chile había terminado los noventa reglamentarios muy cansado, mientras el despliegue físico propio de los africanos hacía pensar que llegarían más enteros al alargue. Ello pareció confirmarse cuando al primer minuto del suplemento un tiro ghanés dio en el poste. ¿Podía Chile sobreponerse?
Pues los chicos chilenos algo tenían que decir. Adormecieron el balón en los segundos posteriores, y a los 97’, Claudio Baeza metió un pase filtrado por alto, con pelota bombeada. La redonda viajó apaciblemente para encontrarse con la cabeza de Ángelo Henríquez, un delantero de categoría, capaz de anticipar al portero y a uno de los centrales africanos con la astucia de un atacante avezado. El testazo de Ángelo se coló en la red y puso un 3-2 que hizo volver a creer. Darlo vuelta no era coser y cantar para los ghaneses. El final del primer tiempo extra dejaba la definición abierta para los últimos quince minutos; por lo observado en el primer período, Chile estaba muy cerca de los cuatro mejores.
Por desgracia, y al igual que en el tiempo de reglamento, Ghana sacó las garras en los tramos finales. A los ciento doce, Salifu igualó la cuenta con un disparo de corta distancia frente a una defensa chilena desgastada. A esas alturas, el buen trato del balón de los chilenos no era suficiente para compensar el cansancio acumulado. Lo que quedaba era esperar los penales y concentrar las fuerzas en mantenerse firmes hasta el pitazo del juez principal.
Pero el minuto final se convirtió en tragedia, y de la forma más dolorosa. Un córner inexistente a favor de Ghana –Melo no la tocó– fue despejado por el incansable Nico Castillo. Acheampong la capturó en el costado derecho y penetró como Pedro por su casa ante el estupor de Nicolás Maturana y Cristián Cuevas, que lo vieron pasar, sin atreverse a frenarlo por temor a un tiro libre peligroso. El ghanés sacó un centro muy alto, y Assifuah saltó más que todos para cabecear. No fue un cabezazo directo: la pelota fue dando botes, y pasó ante la mirada atónita de tres chilenos (Hernández, Valber Huerta y el portero Melo) para clavarse en el alma del arco chileno. Lo más doloroso de todo: fue un gol de los tres chiflados. Los zagueros hicieron vista, pensando que el arquero atraparía la redonda; pero el balón siguió en banda hasta la red, como burlándose de los defensores rojos, y puso fin a la historia. Con 121 minutos jugados, no quedaba más tinta para escribir. Ghana venció por cuatro a tres.
Tal epílogo fue injusto para un equipo que se sobrepuso a sus ripios y dio para ilusionar con el esfuerzo de varios de sus hombres. Chile protagonizó el –probablemente– mejor partido del torneo ante los de África, y salió perdiendo cuando ninguno de los dos merecía la derrota. Al final, Ghana fue tercero tras vencer a Irak, sorpresa del certamen (y cuestionado seriamente por la edad de sus jugadores, que fue puesta en duda por la misma prensa iraquí). Uruguay llegó a la final con gran mérito, pero Francia fue el definitivo y justo campeón, con una figuraza como Paul Pogba, compañero de Arturo Vidal en el durísimo mediocampo de la Juventus.
No era el momento de Chile. Nada más ni nada menos. Habrá que esperar a que estos hombres, que tomarán la posta de la generación campeona de América, emprendan el viaje con la selección adulta y aspiren a reeditar sus momentos de esplendor en la absoluta. La Roja bien necesita de un recambio con las armas suficientes como para continuar el sendero iniciado. Ángelo Henríquez ha sido el primero en integrarse a la compañía que recorre los campos de batalla del fútbol mundial; es de esperar que, en un plazo no muy largo, varios de sus coetáneos sigan su ejemplo. Y quizás los veamos en algún otro Mundial, haciéndonos sufrir y gozar, como en aquellas jornadas en que se tomaron los pastos de Turquía.
Francia llegaba a la Euro 2000 con la responsabilidad de ratificar lo realizado en el Mundial de 1998, y demostrar que se la podía, que era capaz de repetir la gesta fuera de sus canchas y abrazar un nuevo campeonato. Muchos pensaban que la localía había sido determinante en la obtención del título planetario en París, dos años atrás, y dudaban de que los galos pudiesen marcar el paso en la Eurocopa organizada por Bélgica y los Países Bajos. Eran candidatos, sin duda, pero su favoritismo era cuestionado por ciertos sectores, y los galos sentían que había varias bocas por tapar en aquel torneo.
Equipo resuelto y orgulloso, Les Bleus mostraron aplomo y calidad durante todo el certamen. Sobrevivieron a un grupo duro, conformado además por Países Bajos, Dinamarca y República Checa, ocupando el segundo puesto tras los neerlandeses. En cuartos de final, dieron cuenta de una encumbrada España con un apretado 2-1; y en semifinales, vencieron por idéntico marcador al Portugal de Lucho Figo y Nuno Gomes, con un gol de oro in extremis del enorme Zinedine Zidane, un hombre acostumbrado a aparecer en los momentos de tensión. Zizou desniveló el match en el minuto 117, en una definición de infarto.
La final los puso enfrente de un adversario igualmente complejo: Italia. Con una última línea de lujo y Francesco Totti como eje de ataque, los de la bota –dirigidos por Dino Zoff, una leyenda viva del Calcio– serían la mejor prueba de fuego para los hombres de Roger Lemerre.
Ambos contrincantes eran equipos que se merecían, y el lance fue apretadísimo, con la posesión de balón dividida entre las dos escuadras. Si bien las llegadas a puerta no fueron demasiadas, se repartieron en ambos arcos, con el consiguiente efecto en el espectáculo. A poco de iniciado el segundo tiempo del partido, los itálicos dieron el primer golpe: el gol de Delvecchio a los diez minutos del complemento puso a Francia al tanto de que su tarea estaba lejos de ser sencilla. Más aún considerando el nivel mostrado por los hombres del fondo italiano, todos monstruos del arte de defender: Cannavaro, Nesta y Maldini.
Francia machacó como pudo en los minutos que siguieron, sin éxito. Consciente de la falta de finiquito de su equipo, Lemerre hizo ingresar a Sylvain Wiltord en lugar de un bajo Christophe Dugarry; y poco después, David Trezeguet reemplazó a Youri Djorkaeff. Lo que se llama lanzar toda la carne a la parrilla... Desafortunadamente para los galos, y a pesar de jugarse todas sus cartas ofensivas, algo fallaba en el momento crítico. El empate simplemente no salía. Se cumplieron los noventa minutos reglamentarios, y nada... Se comenzó a jugar el tiempo de adición, con Francia volcada en territorio rival, y nada. Italia ya empezaba a preparar el champán y el aperol.
Pero en el fútbol hay ciertos factores que pueden ser determinantes en un resultado, y que pueden manifestar su influencia en cosa de segundos. En este contexto, es importante señalar que el gran ausente de la retaguardia azzurra era Gianluigi Buffon, lesionado de una mano en un amistoso previo ante Noruega. Su lugar lo ocupaba Francesco Toldo, del Internazionale de Milán. Si bien Toldo no contaba con la notoriedad de Buffon, su desempeño en la Euro 2000 había alcanzado ribetes notables, con actuaciones cercanas a la perfección. Toldo se vistió de héroe en la semifinal ante Países Bajos, y en la final contra los franceses había desenfundado dos tapadones: uno ante un disparo de Wiltord (el pase-gol fue de Zidane) y otro frente a un remate del mismo Zizou. El 1-0 inamovible hasta el minuto 93 era, en gran medida, producto de su faena.
Para el golero azzurro, todo cambió en el 90+4’. Un mal despeje de Cannavaro –el único en toda la copa– fue capturado por Wiltord, quien avanzó por la izquierda dispuesto a enfrentarse a cualquier defensor que se le pusiera en el camino. El moreno entró al área, vio el ángulo para definir y mandó un disparo furibundo hacia el pórtico italiano. Por un segundo, por una vez, Toldo reaccionó tarde: solo alcanzó a rozar levemente el esférico, y el balón pasó por debajo de su humanidad, siguiendo su camino hacia el arco. Nada logró detener el trayecto del balón rumbo a la red. Con segundos por jugarse, Francia obligaba a la prórroga. Toldo se tomaba (literalmente) la cabeza a dos manos. Ningún italiano presente en el estadio lo podía creer.
La igualdad 1-1 se prolongó durante el alargue, hasta que un “gol de oro”, capitalizado mediante un zapatazo memorable de David Trezeguet, le dio la gloria definitiva a Francia. El bombazo del franco-argentino fue un proyectil que sacudió las redes de Toldo, sin responsabilidad alguna del guardavalla ante tamaña definición del delantero. Trezeguet les regalaba la Euro a Les Bleus con su extraordinaria volea, pues el gol dorado marcaba el final del encuentro y el inicio de las celebraciones en toda la nación gala. Sin embargo, tan refulgente como el de Trezeguet había sido el gol redentor de Wiltord, que dio pie al alargue y el posterior desenlace del match en los pies del hombre de la Juventus.
La anotación de Sylvain, punto de quiebre en un partido de evolución incierta, merecía un capítulo propio, por la lucidez de la definición en circunstancias en que el tiempo se apagaba y el inminente pitazo final apremiaba. Wiltord marcó el punto de partida para una de las remontadas más brutales nunca presenciadas en una final de Copa de Europa. Fue el primer trazo de un finale coloreado con tinta indeleble.
A la hora de los pronósticos, el Mundial de Alemania 2006 tenía como uno de los grandes favoritos al elenco germano, que asomaba como una de las escuadras más fuertes y además actuaba frente a sus propios fanáticos, con todo el valor agregado que ello implica. Con íconos del fútbol teutón, como Lukas Podolski, Miroslav Klose y Michael Ballack, los alemanes tenían una tremenda opción de campeonar después de dieciséis años. Para ello habían desarrollado un ambicioso proyecto, que comenzaba a dar sus primeros frutos en esa copa, donde pretendían ser animadores de principio a fin.
En la medida en que avanzaba el certamen, el equipo dirigido por Jürgen Klinsmann fue elevando su nivel de juego y ganando adeptos, en base a un estilo directo y agresivo. Ya en los cuartos de final de su Mundial, Alemania alcanzó uno de los puntos más altos de su campaña: los teutones eliminaron a la Argentina de Juan Román Riquelme, duelo tremendamente recordado por el “papelito” del portero Jens Lehmann, que terminó siendo determinante para el desenlace del encuentro de cuartos. La Albiceleste había abierto el marcador con gol de Ayala, y durante el segundo tiempo, los germanos salieron a buscar el empate en situación de urgencia, dejando aperturas en la zaga. José Pékerman (DT trasandino) no dio la mejor lectura al partido y decidió defender la ventaja, ante el descontento del hincha argentino que pedía a Messi, Aimar o Saviola para asegurar el triunfo. Resultado: Alemania consiguió el empate y el duelo llegó hasta los penales. Para la tanda definitoria, Lehmann estaba “dateado” acerca de los tiros habituales de los pateadores argentinos, y de ese modo contuvo dos lanzamientos desde los doce pasos. Ello le permitió a los locales avanzar a la ronda de los cuatro mejores, donde se enfrentarían a Italia y su pragmática forma de ver el fútbol. La otra semifinal puso al frente a la inesperada Francia del renacido Zinedine Zidane y al Portugal de Deco, Figo y compañía.
En semifinales, se escribiría otra historia.
Italia-Alemania es un duelo que siempre promete emociones, como las que entregó el memorable cotejo del Mundial 1970, en que los itálicos dieron vuelta un partido increíble para terminar venciendo por 4-3 en tiempo extra. Bajo ese prisma, la semifinal de 2006 también prometía entregar instantes de máxima tensión. Y lo cumplió: tuvo sus propias emociones, pasiones y dramas, y el desenlace terminó convirtiéndose en uno de los más palpitantes de las últimas copas del mundo.
Los azzurri, dirigidos en el mediocampo por Andrea Pirlo y resguardados por las sólidas actuaciones de Gianluigi Buffon y Fabio Cannavaro, planteaban un cerrojo que el cuadro alemán no había enfrentado previamente en ese torneo. Klose y Podolski, los definidores por excelencia del equipo germano, sufrieron con la cerrada defensa itálica y no lograron capitalizar en goles el dominio alemán. Con el tiempo reglamentario sin anotaciones en los arcos, se debió recurrir al alargue, en el que la mayoría de los neutrales esperaba una victoria teutona. Sin embargo, Italia estaba poniendo las cosas demasiado difíciles para el equipo sensación del torneo.
Alemania siguió machacando, sin la fuerza acostumbrada (el cansancio pasó un poco la cuenta), pero buscando persistentemente el gol que le diera el paso a la final. Italia aguardaba, basada en el talento del cerebral Pirlo y en su inquebrantable última línea. Pero, para ganar el lance en cancha y no tener que ir a los penales, los azzurri necesitaban algo más. Era fundamental que sus hombres de ataque estuvieran lúcidos de cara a puerta, para poder aprovechar cualquier ocasión de gol: era notorio que no serían muchas las chances para ninguno de los dos equipos, y el que supiera concretarlas obtendría el premio mayor.
Ese “algo más” apareció en los minutos finales, cuando el cotejo se extinguía. La primera bofetada sobre la cara de los alemanes ocurrió a los 118 minutos: tras un córner, Pirlo metió una habilitación de libro, como para enseñarle a los cadetes, buscando la posición del lateral Fabio Grosso. El carrilero italiano controló en un pequeño espacio y definió entre los defensas con la clase del más avezado de los delanteros. La apertura del marcador, demasiado tardía, no le daba tiempo a los dueños de casa para planificar una estrategia. Sin pensarlo demasiado, los germanos se lanzaron en una embestida desesperada contra la valla de Gianluigi Buffon.
Con Alemania instalada en el área itálica, Cannavaro anticipó en el cruce de manera formidable, recuperó el balón en campo propio y cedió por bajo a Francesco Totti. Corría el minuto 120. Totti cruzó rápidamente para Gilardino, quien se instaló sobre la banda izquierda, buscando el forado en el carril derecho de la defensa alemana. El ariete italiano esperó, vio pasar a Alessandro Del Piero a sus espaldas, y le dejó servido el balón. Del Piero, un símbolo del fútbol de la península, ya con treinta y cuatro años, vio ante sus ojos la última oportunidad de conseguir algo grande y dejar su marca indeleble en el camino. El siete azzurro no la desperdició: su remate fue formidable, pues ubicó el balón sobre el primer palo con jerarquía y superó completamente la salida de Lehmann. Era el dos a cero, en una jugada como para cerrar el estadio e irse para la casa. El festejo fue monumental para los visitantes, mientras la decepción en la parcialidad local comenzaba a convertirse en conformidad. No había nada que hacer, Italia lo había ganado con clase.
Aquel epílogo convenció a los italianos de que podían aspirar a la máxima distinción. Esa confianza se vio reflejada en plenitud durante el partido final, en el que lograron contener a la Francia de Zinedine Zidane durante ciento veinte minutos. La defensa itálica fue virtualmente invulnerable durante el Mundial, incluso para los galos, y la dupla Buffon-Cannavaro se hizo gigante en el match definitivo. En la segunda final de Copa del Mundo resuelta mediante lanzamientos penales, Del Piero y compañía se quedaron con la victoria desde los once metros, capturando la gloria en un partido que tuvo de todo.
Alemania era el candidato indiscutido, pero había caído frente a un elenco superior. Rompiendo pronósticos, Italia había prevalecido y de forma más que merecida. Los azzurri podían morirse tranquilos: habían conseguido la satisfacción máxima, coleccionando historias de sobra para contarles a los nietos. Seguramente, Del Piero les comentará a los hijos de sus hijos la tremenda jugada que se mandó una noche de 2006, cuando puso en alto la bandera tricolor del país de la bota.
Se jugaban las clasificatorias de África rumbo al Mundial de Sudáfrica 2010, y solamente restaba un partido para definir a los representantes del continente que acompañarían al cuadro organizador como embajadores de la región. En la fase final, Egipto y Argelia (ambos equipos del Norte de África) disputaban un puesto mundialista en el grupo que compartían con Zambia y Rwanda. Los argelinos llegaban a la última fecha como punteros de su serie, con trece puntos, nueve goles a favor y cuatro en contra. Mientras tanto, los faraones ocupaban la segunda casilla del grupo, sumando diez unidades, con siete tantos a su haber y cuatro recibidos. Solo uno de los dos países obtendría el boleto definitivo. Y para ponerle más condimentos a la salsa, el último encuentro del grupo enfrentaría a ambos equipos en la ciudad de El Cairo (en Argel, los bereberes habían vencido por dos a cero). La definición sería un partido de miedo, con diversos escenarios posibles dependiendo del resultado.
Resumiendo, estas eran las salidas del laberinto: si Egipto ganaba como local por tres goles o más, lograba el boleto directo a Sudáfrica. Si vencía por 2-0, quedaba todo igualado (puntos, goles a favor y en contra, resultados entre sí), por lo que debía jugarse una definición en terreno neutral. Cualquier otro resultado clasificaba a Argelia. ¿Qué sucedió realmente?
Bajo un ambiente enrarecido, con el apoyo de una afición cuyo frenesí limitaba con la locura, Egipto salió a golear para evitar cualquier situación incómoda. Los faraones consiguieron abrir el marcador tempranamente: a los tres minutos, Amr Zaki embocó la bola en las redes argelinas después de una serie de rebotes y rechazos frente a la línea de sentencia. Un gol de camarín era ideal para encaminar la tarea rumbo a una victoria holgada, o al menos eso parecía. Por desgracia, a pesar de los esfuerzos de sus máximas estrellas –el veterano Mohamed Aboutrika, Ahmed Hassan, o el mismo Zaki–, los egipcios no lograron estirar la diferencia durante hora y media de juego. Se llegó al minuto 93 con la exigua ventaja de 1-0 en el marcador, un triunfo que no les servía de nada a los egipcios en su sueño clasificatorio. Eran los argelinos quienes sacaban adelante el negocio y comenzaban a armar maletas.
Entonces, ocurrió. Egipto buscaba el gol que fuese su tabla de salvación, con más desesperación que ideas, y en esa contienda vino un centro desde la banda derecha. La pelota fue despejada fuera del área por los zagueros argelinos, sin asco, pues ya no quedaba nada en el reloj. La cogió Sayed Moawad, quien envió un nuevo centro llovido, con certeza la última intentona egipcia. Los albiverdes quisieron hacer la línea del offside, y dos hombres egipcios entraron por detrás de los defensores. En posición dudosa, Emad Moteab conectó un cabezazo –con la dificultad extra de tener que saltar hacia atrás– que dio el bote preciso antes de meterse en el marco visitante. El dos-cero concretaba la igualdad exacta en la tabla entre ambos equipos. Egipto resucitaba, obligando a jugar un partido extraordinario para decidir todo.
El tanto desencadenó una de las explosiones más grandes jamás vistas en un estadio; de eso se puede dar absoluta fe. El entrenador egipcio Hassan Shehata entraba en éxtasis (dejando chiquitito al mismísimo Piojo Herrera), los relatores se quedaban sin aire para seguir trasmitiendo y el público bramaba hasta perder la garganta. Los argelinos no daban crédito y reclamaban airadamente la posición de adelanto, pero el juez no se iba a hacer problemas. Si lo anulaba, no salía vivo del estadio...
Después de consumar esta remontada descomunal, en Egipto se creyó que el impulso ya sería incontenible y que el desempate sería indudablemente suyo. Pero Argelia había aprendido sus lecciones y terminó sacando de carrera a los faraones, tras imponerse en el partido extra jugado en el estadio Jartum, capital de Sudán. Se concretaba nuevamente la maldición egipcia, aquella que los ha privado de ir a un Mundial una y otra vez, a pesar de haber logrado el campeonato de África en cuatro oportunidades en los últimos años. Para algunos, como Aboutrika y Hassan (que superaban los treinta y cinco años), el impacto fue terrible. Habían vivido varias eliminaciones, pero nunca habían estado tan cerca de matar el chuncho. Simplemente no se pudo.
El gol de Moteab, legendario para el fútbol de Egipto, tuvo demasiados elementos que lo convirtieron en un tanto imposible de ignorar. Significó mucho para egipcios y argelinos, considerando la instancia en la que se produjo, la reacción del público tras el gol y el descalabro matemático que generó. No sirvió para lograr el objetivo final, pero dejó una de las postales más impresionantes que un estadio de fútbol haya presenciado en una clasificatoria mundialista.
El aficionado chileno quizás no lo recuerde con total certeza, pero este debe ser uno de los finales más conmovedores dentro de los anales del fútbol sudamericano. A mediados del año 2002, River Plate venía peleando codo a codo con Gimnasia y Esgrima de la Plata el título del Clausura Argentino, y no tenía margen de error: si quería alzarse con el trofeo, no podía darse el lujo de pestañear en momento alguno. En ese contexto, el duelo desarrollado en la fecha 16 –frente a Racing Club– no solo les dio un triunfo que terminaría valiendo un campeonato, sino que lo hizo en circunstancias extremas, pocas veces vistas en instancias similares.
Después de contabilizar noventa minutos cercanos a lo soporífero, con escasas jugadas de gol y ausencia de buen fútbol en general, River y la Academia igualaban cero a cero en el estadio del “Millonario”. El empate de la banda sangre generaba la ocasión propicia para que Gimnasia se escapara, y al parecer se concretaría, pues los albicelestes –campeones del torneo previo– le robaban dos puntos a los del barrio Núñez en su propia casa. Nelson “Pipino” Cuevas, el ariete paraguayo de River y protagonista de nuestra historia, había ingresado al terreno desde el banquillo (a los sesenta minutos), pero no había podido influir mayormente en el trámite del encuentro. No había conexión entre las líneas de vanguardia del equipo, y Cuevas pagaba el precio.
Es más: todo pareció venirse abajo cuando Ángel Comizzo (portero de River) lanzó una patada horrorosa durante una pelota detenida, que le significó ver la cartulina roja al instante. Ramón Díaz, DT de River, había agotado los cambios, por lo que Martín Demichelis –el mismísimo defensor del Málaga, del City de Pellegrini y de la selección argentina– asumió la responsabilidad de ubicarse bajo los tres palos. El panorama no era bueno: a segundos del final, Racing se encontró con un lanzamiento libre a pocos metros del área, y River debía afrontar la última jugada con un guardameta improvisado a cargo de detener el disparo.
Parecía un tiro libre propicio para el colombiano Gerardo Bedoya, especialista de la Academia, pero finalmente fue Úbeda quien le dio a la pelota… de forma horrible. La redonda dio en la barrera y pilló a un Racing jugado, con todos sus hombres ubicados sobre terreno contrario. Vino el despeje rápido, Ricardo Ismael Rojas –defensor millonario– tuvo la valentía de pelear con la cabeza y enviar el pase con intención, y la pelota encontró al paragua Cuevas... El Pipino recibió antes de cruzar la mitad del terreno, habilitado, con toda la cancha a su disposición y el arquero adversario como único obstáculo. La carrera del guaraní hacia el pórtico rival fue eterna. El relato de Atilio Costa Febre –fanático de River– le otorgó el marco perfecto a la aventura de Nelson: “La corre Rojas, solo Cuevas, solo... Por Dios, ¡hacelo, Cuevas!”. Pipino corrió hacia un costado, logró evitar la patada teledirigida del golero Campagnuolo y la mandó al fondo de las mallas, sin contemplaciones. River ganaba 1-0 y se metía de nuevo en la lucha por el campeonato, muy a pesar de los hinchas de Gimnasia.
El gol de Cuevitas fue casi orgásmico, como señaló muy bien Costa Febre para rematar su incomparable alegoría en aquella tarde de suspenso: “Tomó Viagra en el final Cuevas, para definir el partido...”. Al final de cuentas, los millonarios lograron dar la vuelta en ese torneo y la patriada del Pipino quedó inmortalizada para siempre en la memoria del tablón del Monumental.
1 http://www.youtube.com/watch?v=t0GESlaVNdE
2 http://www.youtube.com/watch?v=oMbCxl4hnzA (relato francés)
http://www.youtube.com/watch?v=i7dxno9_ixg (relato búlgaro)
3 http://www.youtube.com/watch?v=H08E0FomdUc
4 http://www.youtube.com/watch?v=s1nMBPPum-M
5 http://www.youtube.com/watch?v=RIk6Ya6KwxA (minutos finales, panameño)
https://www.youtube.com/watch?v=CKKeSG_bXAU (Martinoli, relato mexicano)
6 Ver el tremendo relato del “Perro” en http://www.youtube.com/watch?v=_2AYl1jn6qQ
7 http://www.youtube.com/watch?v=86BNs0wSBow
8 https://www.youtube.com/watch?v=CQo42aWRdRY
9 http://www.youtube.com/watch?v=x8mwIwG1FME (3:46 en adelante)
10 https://www.youtube.com/watch?v=HgpsFUV9t24
11 La avivada de Ronaldinho: http://www.youtube.com/watch?v=uz3xZfgSFO0
12 http://www.youtube.com/watch?v=QtqiBAg2biw (Relato inglés)
http://www.youtube.com/watch?v=JIG66Sqy23c
13 http://www.youtube.com/watch?v=Xsou5oK4zoI
14 https://www.youtube.com/watch?v=N9TDqhlQXnA
https://www.youtube.com/watch?v=slgNFsdrR9Y
15 https://www.youtube.com/watch?v=Gj4n8W4PxtY (gol de Baggio)
https://www.youtube.com/watch?v=b0VUiobH4_U (resumen del partido)
16 Como se menciona también en el capítulo “Estamos en la B”, la mayor parte de esa generación histórica del fútbol zambio murió en un trágico accidente aéreo en 1993, justo durante el proceso clasificatorio a EE. UU. 1994.
17 http://www.youtube.com/watch?v=m3LqX7ppY18
18 http://www.youtube.com/watch?v=xtXo–8tThAg
19 http://www.youtube.com/watch?v=SGc–HFZDEgc
20 http://www.youtube.com/watch?v=qe29ADK6JaQ
21 Maradona catalogó la acción del Titán como el milagro de San Palermo: “En el descanso le dije: ‘arregla esto como lo hiciste tantas veces’. Los goles que yo marqué fueron normales, los milagros los hace Palermo”. Puede leer la nota completa en:http://www.abc.es/20091012/deportes-futbol/palermo-salva-argentina-ultimo-20091012.html (Diario ABC de España)
22 http://www.youtube.com/watch?v=J–GiG0FC0GQ (desde 1:34 en adelante)
https://www.youtube.com/watch?v=khyy8_0cIhM
23 http://www.youtube.com/watch?v=9o04ImtzndQ
24 http://www.youtube.com/watch?v=6sXzyGE4TII
25 http://www.youtube.com/watch?v=XisW7oxk3KI
26 En la Libertadores de los años setenta, las semifinales consistían en una liguilla entre tres de los cuadros clasificados, y solo el vencedor obtenía el premio gordo de acceder a la final.
27 https://www.youtube.com/watch?v=jTJYSh8jUF8
28 https://www.youtube.com/watch?v=TMYgSqHM7mE (7:45 en adelante)
29 https://www.youtube.com/watch?v=MOJxLaeB6ZI
30 https://www.youtube.com/watch?v=Z6_sFK8450Y
31 http://www.youtube.com/watch?v=5uXrQTEl6pw (el título del video es ofensivo, pero la escasez de videos hace que lo incluyamos. Nuestras disculpas a la hinchada azul).
https://www.youtube.com/watch?v=E3WIX8ZZN-E (minuto 4:23)
32 https://www.youtube.com/watch?v=IYJiwcbveiM
https://www.youtube.com/watch?v=5sHT7vsPsW4
33 https://www.youtube.com/watch?v=Ea6hxH7-oWE
34 https://www.youtube.com/watch?v=PRIBKobuCNY
35 http://www.youtube.com/watch?v=O9Os2-5ePIk
36 http://www.youtube.com/watch?v=3h7hHr8TPHg
37 http://www.youtube.com/watch?v=K3LmQb8_GPA (desde 1:02 en adelante)
38 http://www.youtube.com/watch?v=oGPLOVNiFoQ