Vicente Méndez Hermán
La secuencia histórica de los talleres castellanos de escultura que laboraron durante los siglos del Barroco y hasta la llegada del Neoclasicismo es el objeto del presente capítulo, y a la sazón, un enfoque más dentro del carácter poliédrico que encierra el tema en sí mismo, según se desprende de la estructura del presente volumen. Deudoras de las regiones de Castilla la Vieja, León y Castilla la Nueva, a excepción de Madrid[1], las actuales autonomías de Castilla León y Castilla-La Mancha son, respectivamente, la primera y tercera en amplitud dentro del conjunto de comunidades españolas. Esta extensión territorial, junto a la indiscutible calidad de sus producciones artísticas en el panorama de la escultura barroca española, nos obligan a tener en cuenta dos factores a la hora de enfrentarnos a su estudio o, más bien, a la difícil pero obligada síntesis de su desarrollo[2]: por un lado, la importante historiografía artística sobre la que sustentamos nuestro conocimiento, y por otro, la abundancia de obra escultórica de tan amplia zona geográfica.
Enrique Serrano Fatigati (1845-1918) principiaba en 1908 su conocido y pionero trabajo sobre la escultura madrileña —en el que valoraba la importancia del centro peninsular en materia escultórica— con una amplia introducción dedicada a la plástica “castellana de diversas épocas“; bien es cierto que en ella abordaba la obra tanto de Gregorio Fernández como de Francisco Salzillo —por citar dos de los ejemplos más señeros—, pero la cita no deja de ser interesante por cuanto que constata el desarrollo que empezaban a cobrar entonces los trabajos dedicados al estudio de la escultura en general, y barroca en particular[3]. En esta línea se sitúan los trabajos de Georg Weise (1888-1978), que en 1931 hablaba del “movimiento de interés universal [existente] por todo lo que se refiere a la Historia del Arte español”[4], y que en su caso ya se había concretado —como señalara Martín González[5]— en la aportación de una rigurosa metodología para el estudio de nuestra escultura (1925-1929)[6]; si a las investigaciones sobre el arte español en Alemania —que se remontan sobre todo al siglo XIX[7]— sumamos la importancia de una cada vez más creciente historiografía española sobre el tema[8], cuyo desarrollo inicial ya recogía Serrano Fatigati, obtendremos como resultado una abundante historiografía artística, con la que se han logrado definir, materializar y ampliar de un modo notable los catálogos de los diversos escultores que se dan cita y protagonizan los centros artísticos que surgen a lo largo de las dos Castillas durante los siglos XVII y XVIII.
La ciudad del Pisuerga siempre ha destacado por sus importantes aportaciones en esa línea, desde la etapa finisecular del siglo XIX hasta el presente. Entre 1898 y 1901 José Martí y Monsó (1840-1912), pintor y director de la vallisoletana Escuela de Bellas Artes, publicaba sus monumentales Estudios histórico-artísticos relativos principalmente a Valladolid[9], basados en una ingente labor de archivo y en el apoyo de numerosos fotograbados con los que se sumaba a la metodología de Jacob Burckhardt que H.Wölfflin se encargó de glosar en 1940[10]; todo ello le hizo valedor de numerosas citas desde las páginas del prestigioso Boletín de la Sociedad Española de Excursiones. El historiador y arquitecto vallisoletano Juan Agapito y Revilla (1867-1944) también acometió, desde su cargo como presidente de la Comisión Provincial de Monumentos y director del Museo Nacional de Escultura, valiosas aportaciones, como su bien documentado trabajo dedicado a la obra de los maestros de la escultura vallisoletana[11]. El riosecano, y cronista de la ciudad de Valladolid, Esteban García Chico (1893-1969) fue un asiduo investigador en los archivos, hasta el punto que su trabajo documental —el cual abarca las provincias de Valladolid y Palencia, con incursiones en Madrid— es uno de los más copiosos que se han realizado por una única persona en nuestro país; destaquemos sus Documentos para el estudio del arte en Castilla[12], o la dirección de la primera etapa del Catálogo Monumental de la provincia vallisoletana (1956-1972), con la redacción de los cinco primeros tomos, el último en colaboración y editado de forma póstuma[13]. Juan José Martín González (1923-2009), prestigioso historiador del arte y catedrático de universidad, retomó el testigo de García Chico al hacerse cargo de dirigir el citado Catálogo Monumental. “Especialista en el barroco castellano y en sus artistas, se le considera el moderno constructor del concepto de arte castellano-leonés[14], y a su pluma debemos las líneas maestras para afrontar el tema que nos ocupa y que expuso en sucesivos trabajos, de entre los que cabe citar títulos como Escultura Barroca Castellana (1959 y 1971)[15], Gregorio Fernández (1980)[16] o Escultura Barroca en España (1983)[17]. A esta amplia pléyade de historiadores se suma el profesor Jesús Urrea Fernández (1946), director de la última etapa del Catálogo Monumental de Valladolid, y autor de un buen nutrido número de artículos y libros versados sobre el tema, de entre los que descuella la exposición que comisarió entre 1999 y 2000 dedicada al escultor Gregorio Fernández[18], y cuyo catálogo vino a ser el corolario —al menos de momento— de las obras publicadas hasta la actualidad sobre el artista.
Frente a Valladolid, debemos considerar la desigual atención que han tenido las distintas zonas geográficas por parte de los investigadores. A una relativa distancia de la ciudad del Pisuerga se sitúan, en función del número de trabajos existentes sobre las mismas y en relación con el tema que nos ocupa, las provincias de Salamanca —y los trabajos de Alfonso Rodríguez G. de Ceballos (1931)—, Zamora, Burgos y Toledo. Un tercer grupo está integrado por León, Palencia, Segovia, Soria y Ávila. Y ya, a muy larga distancia, se sitúan las provincias de Cuenca, Guadalajara, Albacete y Ciudad Real. Podemos apreciar, por tanto, la diferencia existente entre Castilla y León y Castilla-La Mancha. Uno de los factores que contribuyen a justificar esta circunstancia será la pujanza y proyección por las que se distinguirán los talleres ubicados en los principales centros de actividad escultórica, de mucha mayor intensidad en Castilla y León frente a la zona castellano-manchega, y siempre a excepción de Toledo debido al polo de atracción que ejerce la catedral primada. La importancia de un centro como Valladolid podemos cifrarla en ejemplos como el encargo que recibió el escultor Felipe de Espinabete (1719-1799) para realizar una serie de esculturas destinadas a ornar diversas iglesias abulenses a mediados del siglo XVIII[19].
Se añaden otro tipo de factores que también será necesario considerar; son los derivados de procesos como la destrucción patrimonial acaecida durante el desarrollo de la última Guerra Civil. Fue el caso, por ejemplo, de los masivos bombardeos que sufrió Albacete por razones consabidas de ubicación geográfica y situación de las tropas republicanas. En 1978, Agustín Bustamante recogía la siguiente valoración general sobre el patrimonio conservado en el entorno de la corte y la zona castellano-manchega: “La masa documental sobre obras de imaginería de la corte conservada en los Archivos Histórico Nacional e Histórico de Protocolos de Madrid es enorme; pero frente a la riqueza escrita contrasta la pobreza de lo conservado; las guerras y revoluciones de los siglos XIX y XX han esquilmado de forma inusitada el patrimonio artístico de la corte, esquilmación que afecta a la riquísima provincia de Toledo, a Guadalajara y a buena parte de La Mancha. Esta situación de penuria contrasta todavía más si se la compara con la numerosa riqueza conservada en Castilla la Vieja y Andalucía”[20]. En el informe que Antonio Gallego y Burín se encargó de redactar y publicar en 1938 sobre la destrucción patrimonial acaecida en España entre 1931 y 1937, utilizando para ello los datos que le remitieron las Comisiones Provinciales de Monumentos —siendo él presidente de la de Granada—, nos podemos hacer una idea de las consecuencias que tuvo el conflicto para las obras patrimoniales en las zonas señaladas; entre las comisiones ausentes en la firma del documento estaban las de Albacete, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, enfrentadas desde el inicio del conflicto a las tropas militares sublevadas[21].
Otras muchas circunstancias subyacen detrás de la destrucción patrimonial: el proceso de secularización en el que desembocó el siglo XVIII en su etapa finisecular, unido a los dicterios con los que se enfrentó el academicismo a las actuaciones que le habían precedido, o el desarrollismo, y las consecuencias que tuvieron para el arte los postulados del Concilio Vaticano II, ya en la década de 1960. Ibáñez Martínez llega a hacer para Cuenca el “bosquejo de un catálogo de devastaciones”[22]. Pero sin duda, la Desamortización fue el episodio que mayor repercusión tuvo en el patrimonio español, que, en el mejor de los casos, fue descontextualizado y hasta desvirtuado, y, en el peor de los escenarios, esquilmado[23]. Citemos como ejemplo el vallisoletano convento de Ntra. Sra. del Consuelo de Carmelitas Descalzos, a raíz de cuya definitiva desamortización en 1835 el edificio conventual se perdió, mientras que la iglesia se conservó como capilla del cementerio —que el ayuntamiento había ampliado utilizando los terrenos del convento—, si bien algunas de sus mejores piezas artísticas, como el relieve con el Bautismo de Cristo de Gregorio Fernández, fueron recogidas por la Comisión Clasificadora y hoy se encuentran en el Museo Nacional de Escultura (Fig.1). Originalmente, este relieve estuvo situado en un retablo que aún se conserva en la iglesia, que Urrea identificó y relacionó con el que hizo el ensamblador Juan de Maseras en 1624 para la capilla de San Juan Bautista, propiedad de D. Antonio de Camporredondo y Río[24]. Esta actuación fue un ejemplo de la tutela que se intentó ejercer sobre las obras de arte desamortizadas, que, con el correr de los años, darían lugar, gracias a la actuación de la Real Academia de Matemáticas y Nobles Artes de la Purísima Concepción de Valladolid, a la creación del Museo Provincial de Bellas Artes, germen del actual Museo Nacional de Escultura[25].
Fig. 1. Gregorio Fernández, Bautismo de Cristo, 1624. Valladolid, Museo Nacional de escultura. Relieve procedente de la iglesia del convento vallisoletano de Ntra. Sra. del Consuelo de Carmelitas Descalzos.
En síntesis de lo expuesto, y aunando los procesos derivados de la exclaustración y de la Guerra Civil de 1936, Francisco Layna Serrano ofrecía en 1944 las siguientes notas en su artículo dedicado a estudiar el Renacimiento y el Barroco en la provincia de Guadalajara: “[…] no pocos [altares] fueron destruidos tras la exclaustración de conventos en 1835[…]”, a lo que añade que “en la provincia de Guadalajara hubo hasta 1936 muchísimas y excelentes esculturas correspondientes a tal época [siglos XVII y XVIII], referidas a imaginería; salváronse […] casi todas las de tierras de Atienza, Molina y Sigüenza; pero, en cambio, pudieron librarse de la destrucción muy pocas en las comarcas central y meridional, donde abundaban las tallas de extraordinario mérito […]”[26].
El segundo de los factores a los que hacíamos referencia al plantear el tema que tenemos por objeto de estudio es la vasta amplitud geográfica de la zona castellana. Esto se va a traducir en una más que evidente sobreabundancia de obra escultórica, habida cuenta además de la gran popularidad que alcanza este tipo de producciones, cuya calidad, no obstante, estará reservada a una minoría, continuada de forma ineluctable por una amplia nómina de seguidores, con mayor o menor nombradía y acierto. Es un arte, por tanto, “que requiere la tarea de filtrado; demasiado frondoso el bosque, no deja ver los árboles. Deben buscarse las categorías”[27]. Durante el siglo XVII, y tras la muerte en 1608 de Pompeo Leoni en Madrid, no habrá ningún escultor de importancia entre Toledo y el norte de España aparte de Gregorio Fernández en Valladolid y Giraldo de Merlo, quien precisamente tenía abierto su obrador en la ciudad Imperial; la del Pisuerga se convertirá por ello en polo de atracción para aprendices y oficiales, además de para clientes y patronos. En el siglo XVIII tendremos las categorías artísticas que nos ofrecen las familias de los Churriguera o los Tomé, junto a otras dinastías, como la que inició Tomás de Sierra en Medina de Rioseco, y a escultores de la talla de Alejandro Carnicero o Felipe de Espinabete, de modo que el eje artístico gravitará en torno al área toresana, vallisoletana, riosecana, salmantina y también toledana, pues no podemos dejar atrás el famoso Transparente, la “octava maravilla” de la época, inaugurado en 1732.
A todo ello habrá que sumar el diálogo que de continuo se establece entre nuestra zona de estudio y otros talleres de España. Esta relación se materializa a veces por medio de artífices que se trasladan en busca de una mejor formación o de una clientela más pudiente, como es el caso de la proyección que la Merindad de Trasmiera tuvo en la zona burgalesa hasta bien entrado el siglo XVIII[28]. O bien, a través de las obras de escultura que llegan procedentes de la gubia o talleres de otros artistas. Es el caso de la producción conservada en Castilla de Pedro de Mena (1628-1688), y la consecuente generalización de sus modelos habida cuenta de ser el mayor creador de tipos en el siglo XVII[29]; no olvidemos el viaje que hizo a Madrid hacia mediados de 1662 y el nombramiento que recibió como escultor de la catedral de Toledo al año siguiente[30]. Junto a Mena, Andalucía sigue teniendo su representación a través de obras —entre otras— como el bello Nazareno que celosamente custodian las MM. Clarisas, vulgo Nazarenas, de la villa conquense de Sisante, una pieza original de Luisa Roldán (1654-1704/06), que Antonio Palomino pudo admirar en el obrador familiar después de la muerte de la artista en 1706, y que fue adquirida a sus herederos por don Cristóbal de Jesús Hortelano, fundador del convento[31]. Madrid también tuvo en Castilla una profunda proyección a través de Luis Salvador Carmona (1708-1767) y las obras que hizo para las provincias de Toledo, Salamanca, León, Zamora, Segovia, Ávila, Guadalajara o Valladolid[32], donde descuellan las tallas que hizo para el convento de los Sagrados Corazones de MM. Capuchinas en Nava del Rey, su localidad natal[33]. Murcia tuvo, asimismo, su presencia a través de la obra que llegó a la provincia de Albacete procedente del taller de Francisco Salzillo (1707-1783) y de su discípulo Roque López (1747-1811)[34].
Esta pléyade de artistas estará al servicio de una devota sociedad que se halla inmersa en la Contrarreforma trentina, y es copartícipe de la propaganda de la fe y de la cultura de la imagen sensible de la que hablaba Maravall[35]. La promoción de distintas empresas artísticas estará en función de la categoría que ocupe el mecenas o cliente dentro del orden estamental, razón por la cual tendrán especial relevancia las impulsadas por los reyes, nobles y las más altas jerarquías eclesiásticas. El mecenazgo regio está representado por el encargo que le hizo Felipe III a Gregorio Fernández del Cristo yacente de El Pardo (1614-1615), conservado en el convento de Capuchinos de Madrid y envuelto en leyendas piadosas, según las cuales el artista llegó a hacer dos imágenes previas hasta que logró alcanzar la perfección en la tercera, que fue la que entregó[36]; la cita es interesante como heraldo de la belleza de la escultura, uno de los más hermosos Yacentes que salieron del taller del escultor (Fig.2), y de la fama que siempre ha tenido. En su ánimo por emular al soberano, y atraída por la creciente nombradía de Gregorio Fernández, la nobleza se disputaba sus obras; entre sus clientes figuran el duque de Lerma, sus hijos los duques de Uceda, el duque de Ciudad Real, la duquesa de Frías, la duquesa de Terranova, la condesa de Nieva y su marido el marqués de Valderrábano, los condes de Fuensaldaña, y hasta el propio conde-duque de Olivares[37].
Fig. 2. Gregorio Fernández, Cristo Yacente, 1614-1615. Madrid, convento de Capuchinos de El Pardo.
No obstante, el siglo XVI había sido la centuria en la cual tanto la Corona como la nobleza habían ejercido un importante mecenazgo frente a lo que sucede en la centuria siguiente. Tras el hundimiento de la economía del Estado, el decaimiento de la nobleza y los gravámenes que se les pone al alto clero a través de una mayor carga tributaria, el arte fluye a través de la veta más popular, que propician los conventos y las parroquias, sin olvidar el protagonismo que ejercen las catedrales como centros impulsores de la actividad artística.
Germán Ramallo analiza e interpreta la catedral como guía mental y espiritual de la Europa barroca católica, resaltando, entre otros aspectos, la potenciación de las devociones que se impusieron tras finalizar el Concilio de Trento[38]. En esta línea se sitúan obras como la imagen de la Asunción que el toresano Esteban de Rueda contrató en 1624 para la catedral nueva de Salamanca (Fig.3)[39], o la actividad que el escultor Mariano Salvatierra desarrolla en la catedral de Toledo, alumbrando ya un cambio de rumbo estético[40].
Fig. 3. Esteban de Rueda, Asunción, 1624. Salamanca, Catedral Nueva.
Las numerosas órdenes religiosas que se establecen a lo largo y ancho de toda la zona castellana —ya sean masculinas o femeninas— procurarán y hasta competirán por alhajar los templos con las esculturas procedentes de los mejores talleres, y siempre tras la deliberación que derivaba de la llamada a capítulo a son de campana tañida. Agustinos, benedictinos, premostarenses o cistercienses, cartujos y jerónimos, las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, o las nuevas casas religiosas de jesuitas y carmelitas, se encargarán de materializar el impulso de la propia orden en materia artística o de hacer realidad la iniciativa de los más preclaros benefactores.
Con respeto a las parroquias, hasta la más modesta pugnaba por contratar una obra con la que demostrar la fe y devoción de sus convecinos. De hecho, es frecuente que las piezas se abonen mediante suscripción popular, bien con limosnas o a través del trabajo del pueblo en la dehesa boyal —unos días determinados— aplicado a tal fin. En ocasiones, son verdaderamente esplendorosas las obras que se acometen, y para las que incluso se llegó a recomendar a un escultor concreto; Vasallo Toranzo recuerda que los propios vicarios diocesanos aconsejaban a las parroquias y templos zamoranos la contratación del escultor Sebastián Ducete[41]. En definitiva, se trata de una riqueza extraída de los fieles, que a su vez ejercerán un mecenazgo a través de los hospitales de los que se hacen responsables, o por medio de la autoridad de los concejos e incluso agrupados en cofradías.
Las cofradías hunden sus raíces en la Edad Media y están íntimamente ligadas al gremio, constituyéndose en unidades básicas con las que cubrir las necesidades espirituales y materiales de sus asociados —pobreza, enfermedad (a través del hospital que solían sufragar), óbito, etc.—. El Concilio de Trento las potenció, sobre todo las de tipo penitencial —de disciplina o de Sangre—, de modo que abundan durante gran parte de la etapa en la que se prolonga el Barroco y hasta 1750, momento en el que entran en crisis fruto de su propia situación interna y de las reformas introducidas por Carlos III. En relación con la cofradía, hay que estudiar el paso procesional, muestra del culto exterior[42]. La imagen procesional y el paso —del latín passus, que significa sufrimiento— de una o varias figuras terminó por configurarse, tal y como hoy lo entendemos, entre finales del siglo XVI y principios del XVII, en paralelo a las primeras manifestaciones del realismo en nuestra plástica, y recogiendo una amplia tradición que se remonta al bajomedievo[43]. Fue entonces cuando se pasó a madera lo que hasta ese momento se había hecho en papelón o cartón y lino o sargas encoladas —debía ser el caso de aquellos grupos que no estuvieran expuestos de continuo a la devoción de los fieles—, dotándole de un estudio compositivo para lograr la multifocalidad[44], como así se pone de manifiesto en los conjuntos de Valladolid, Medina de Rioseco o Zamora[45], e iconografías como las del Nazareno[46], Cristo Varón de Dolores[47], Cristo yacente[48], el Cristo del Perdón[49] o la Virgen de las Angustias[50]. El empleo de la madera no supuso la desaparición de la tela encolada en la escultura, antes al contrario, pues se convirtió en un recurso más en la búsqueda del realismo[51].
Los pasos se montaban y desmontaban cada año, y era generalmente una tarea encomendada al mayordomo. En ciertos momentos, algunas cofradías dispusieron de un montador o atornillador, cargo de relevancia que llegaron a desempeñar algunos escultores y policromadores, como Francisco Díez de Tudanca o Tomás de Sierra. Sobre las continuas renovaciones —o rectificaciones ante las exigencias de los cofrades— a las que estuvieron sometidos los pasos, es interesante citar el ejemplo que nos ofrece el de la Crucifixión, la Lanzada o Longinos de Medina de Rioseco. La hechura se contrató con el vallisoletano Andrés de Oliveros Pesquera (1639-1689) en 1673 —y a él se deben las tallas de Cristo, caballo, Longinos y sayón de las riendas—, lo modificó parcialmente Francisco Díez de Tudanca en 1675 con la figura del centurión ante el descontento de la cofradía, y de nuevo Tomás de Sierra en 1696 con las imágenes del sayón de la lanza, la Virgen, san Juan y María Magdalena, las mejores del conjunto[52].
Para materializar esta ingente producción de obra escultórica, era frecuente que en los talleres hubiera colecciones de grabados que servían como fuente de inspiración, bien para la iconografía o bien para la composición de una escena o creación de figuras. En 1994, López-Barrajón Barrios retomaba para el campo escultórico esta línea de investigación que Angulo se encargó de iniciar para el de la pintura, y analizaba la influencia del grabado en el programa escultórico que Gregorio Fernández ejecutó para el retablo mayor de la monumental de Nava del Rey, dedicado a los santos Juanes —en 1620 estaba concluido en lo referente a arquitectura y escultura—[53]. Aunque no son muchos los estudios que hasta la fecha se han realizado sobre este tema, cabe citar el trabajo que Manuel Arias Martínez dedicó al análisis de la influencia de los grabados de Sadeler en el ámbito leonés, tanto en el plano escultórico como pictórico y aplicado a los siglos XVI y XVII[54]. O las interesantes aportaciones de Virginia Albarrán a la obra de Alejandro Carnicero y sus fuentes de inspiración[55].
El factor que contribuye a definir y justificar la tendencia general por la que camina la escultura durante los siglos XVII y XVIII descansa en el hecho de que el Renacimiento no supuso para España una interrupción de la escultura religiosa, sino más bien un cambio estético, bajo el cual siempre se mantuvo viva —en mayor o menor medida— la corriente espiritual gótica[56]; ésta conectó con la influencia del arte flamenco que empezó a proyectarse entonces sobre nuestro arte religioso, materializada en una intensidad expresiva y patética del sufrimiento extremo, que la policromía subrayó[57]. Este hilo conductor que podemos establecer entre las centurias se puso de manifiesto en la exposición que se celebró de mayo a septiembre de 2012 en el Museo de Bellas Artes de Sevilla bajo el elocuente título Cuerpos de dolor. La imagen de lo sagrado en la escultura española (1500-1750)[58].
De este modo, cuando los ideales artísticos del Renacimiento se encuentren ya en sus últimos estertores al finalizar el siglo XVI, la tradición manierista —el alargamiento del canon (estilizado por tanto) en las esculturas, el contrapposto con el que estas se conciben para potenciar su volumetría y lograr la integración de la figura en el espacio que la rodea, largos cuellos, etc.—, en el mejor de los casos, irá cediendo paso a la captación del natural, con un interés cada vez más creciente por el hombre individual y la vida que fluye en su entorno. Es el mismo proceso que se da también en la pintura, con José de Ribera (1591-1652) y sus singulares personajes, muchas veces sacados de los bajos fondos del puerto de Nápoles, o en la literatura, con Miguel de Cervantes (1547-1616), las comedias de Lope de Vega (1562-1635) o la sátira mordaz de Quevedo (1580-1645). Sin embargo, y como bien recordaba Pérez Sánchez, el fuerte acento religioso de la escultura española a finales del siglo XVI, controlada por la Iglesia y abocada a ilustrar de forma fiel y decorosa la mentalidad contrarreformista, no había tenido ocasión de desarrollar los caprichos manieristas, “de extrema imaginación, arrebatada y vibrante, que en su momento pareció iniciar Berruguete (muerto en 1561) y que, en pintura, hizo culminar en su soledad toledana El Greco”. El desarrollo de nuestra escultura finisecular del quinientos se había mantenido en un tomo mucho “más mesurado y digno, solemne y grandilocuente en sus gestos, tomados prestados a Miguel Ángel en muchas ocasiones, pero siempre en un tono de estricta verosimilitud, tal y como la sensibilidad contrarreformista exigía para la imagen de culto, atenta a una serena gravedad, contenida y equilibrada, que supo utilizar los modelos del clasicismo y rehuir todo artificioso capricho”[59].
El resultado de esa lucha entre los esquemas intelectuales del manierismo, con toda la rigidez que les caracteriza y sin perder de vista la salvedad señalada, y el cada vez más pujante naturalismo, conllevará a desembocar en un intenso realismo, no exento en algunas ocasiones de un clasicismo que, si bien no es lo más característico de la escuela castellana, al contrario de lo que sucede con un Martínez Montañés en Sevilla, sí habrá algunas obras que participen de esa tendencia. En esta línea, uno de los ejemplos con más fuerza es el que nos ofrece el Ecce-Homo de Gregorio Fernández conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, de hacia 1621; en la restauración de la pieza, que llevó a cabo el Ministerio de Cultura, se pudo contemplar, tras retirar el paño de pureza de lienzo encolado que le cubre, el desnudo completo que había ejecutado el artista inspirándose en las formas clásicas (Fig.4)[60], sugeridas por la estancia de Pompeo Leoni en la ciudad. El perizoma encolado sería deudor de la tradición de la escultura procesional, y de las figuras de papelón, que renovará Francisco Rincón en Valladolid[61], aunque también hay una evidente pretensión de realismo. El desnudo de la pieza es significativo del gusto de Fernández por la belleza misma del cuerpo humano y su sensibilidad, si bien no hay que olvidar que la imagen fue hecha para ser contemplada vestida.
Fig. 4. Gregorio Fernández, Ecce-Homo, hacia 1621. Valladolid, Museo Diocesano y Catedralicio. La obra completa junto a la fotografía obtenida en el transcurso del proceso de restauración de la pieza.
La insistente búsqueda del realismo contribuirá a la evolución de la policromía, en la que se irá renunciando progresivamente a la técnica del estofado renaciente, con abundante oro y ornato menudo, en favor de colores enteros para las vestiduras, con profusión de temas botánicos grabados o pintados, y las encarnaduras en mate. Como es bien sabido, los postizos alcanzan su ápice en Castilla, y su arraigo y difusión definitiva en el siglo XVIII, pues el deseo era que las tallas resultaran sobre todo vivas; de este modo, se incorporan a la obra ojos de cristal —de cuya colocación normalmente se encargaba un lapidario—, dientes —de hueso—, uñas —hechas de asta de toro, por ejemplo—, lágrimas, cabellos, llagas —con corcho adherido— y hasta telas, puntillas incluidas en las orillas, cuya última consecuencia será la imagen de vestir, un icono vivo donde solo se tallan la cabeza, manos y pies[62]; en suma, y según señala Concepción de la Peña Velasco, se trasciende de la idea de estatua para hacer figuras vivas, creando ambientes con los que se potencian los valores espaciales en el contexto del retablo, el camarín, la capilla y el templo en general, logrando una relación más próxima y persuasiva con el fiel devoto[63]. Se trataba de llevar la vida cotidiana al plano escultórico, de ver cómo lo sagrado se hacía real[64] y, por ende, de emplear la escultura como un instrumento contestatario frente a las tesis iconoclastas del protestantismo[65], máxime con la incorporación al repertorio iconográfico de los santos recientemente canonizados, junto a los tradicionales apóstoles, doctores y mártires.
Mientras tanto, los artistas italianos también han definido el Barroco frente al manierismo, aunque desde unos ideales bien distintos al realismo español. Se trata de un arte más plástico que expresivo, en el que las esculturas se agitan, buscan la línea curva, se impone la impresión de inestabilidad, el dinamismo contribuye a borrar las fronteras entre las artes, y todo ello se ve preso de efectistas juegos de luces. En este sentido, hay que citar la influencia que Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) ejercerá sobre nuestra escultura, cifrada, como señalan Mª Elena Gómez Moreno[66] y Alfonso Rodríguez G. de Ceballos[67], no ya en la influencia específica de las obras del artista, ni de su estilo, sino en un enriquecimiento de las fórmulas que hasta entonces se habían practicado, y que se plasmó en un mayor dinamismo manifestado en siluetas abiertas, paños y cabelleras volantes, actitudes inestables y cierta teatralidad efectista, muy decorativa pero nada más. Todo ello se incorpora a la evolución de nuestra escultura a finales del siglo XVII como otro ingrediente.
Con la llegada del siglo XVIII se introduce en el área castellana el plegado más dinámico y de corte agudo, influido, aunque casi con cincuenta años de retraso, por Bernini. Sin embargo, y como señala Martín González, “el pliegue castellano se distingue por ser menos profundo, y menos claroscurista por tanto; forma aristas fuertemente biseladas, como cortadas por rápidos golpes de gubia. Entre nosotros solemos decir que son paños cortados a cuchillo. Con esto adquiere la escultura un aire trepidante, muy barroco; es decir, entramos en el período barroco por antonomasia de nuestra escultura”[68]. Este tipo de plegado continuará hasta el segundo tercio del siglo XVIII; convive con otro más blando, pero también muy movido, y con el pliegue rococó, que evoca las rugosidades de las rocas.
La vía de llegada, tardía y esporádica, de esta serie de influencias se produjo no tanto a través de la escasez de obras berninescas conservadas en España, como por medio de los dibujos que atesoran la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y la Biblioteca Nacional, la llegada de sus discípulos a nuestro país, el viaje de patronos y artistas a Italia, o a través de la difusión de estampas[69].
Esta serie de características se mantendrán, aproximadamente, hasta mediados del siglo XVIII, y convivirán con unos retablos en los que se pierde la traza en damero —que había sido lo habitual, a grandes rasgos, durante la primera mitad del siglo XVII— para exaltar al santo o patrono del templo, o al sacramento de la Eucaristía, conviviendo con la columna salomónica, el estípite, las placas adventicias que se adhieren como películas decorativas al retablo, y un largo etcétera. Uno de los conjuntos de mayor importancia en el siglo XVIII español, deudor de la integración de las artes propugnada por Bernini, será el Transparente de la catedral de Toledo, obra de Narciso Tomé, inaugurada en 1732, mirabile composito que, además, acude al recurso berninesco de la iluminación teatral mediante un foco de luz que contribuye a difuminar las formas escultóricas que integran el todo (Fig.5). En orden a justificar el profundo conocimiento que este artista tenía de lo que se estaba haciendo en Europa, Nicolau Castro retoma y profundiza en la sugerente tesis de su viaje a Italia, cada vez más evidente[70].
Fig. 5. Narciso Tomé, Transparente de la catedral de Toledo, inaugurado en 1732.
Los ejemplos donde se torna evidente un mayor barroquismo son, por tanto, del primer tercio del siglo XVIII. Sin embargo, en estas fechas ya se empiezan a recibir también nuevas influencias procedentes de Italia y Francia, que vendrán a suavizar el tono y a abrir una nueva orientación hacia el preciosismo rococó o bien hacia el clasicismo, pero sin abandonar nunca el camino más definitorio por el que hasta ese momento había transitado nuestra escultura barroca. De hecho, imagineros del siglo XVI como Juan de Juni y la imagen de la Virgen de las Angustias que hizo para su iglesia en Valladolid causan admiración en artistas como Tomás de Sierra, quien toma el modelo y lo reinterpreta de forma magnífica en la Virgen Dolorosa que ejecutó hacia 1720 para la Cofradía de la Vera Cruz en Medina de Rioseco (Fig.6), habida cuenta del gusto de la época por la teatralidad de la propia Virgen, y la fama que tuvo el original a partir de su difusión con el grabado de Juan de Roelas, cuya plancha forma parte de la colección del Museo Nacional de Escultura[71]. Esta admiración por artistas pretéritos no se tradujo en involución, antes al contrario, los escultores supieron adaptarse y jugar con los pliegues berninescos o las fórmulas y dulzura rococós, como sucede con la obra de Alejandro Carnicero.
Fig. 6. Tomás de Sierra, Virgen Dolorosa (atribuida), hacia 1720. Medina de Rioseco (Valladolid), Museo de Semana Santa, procedente de la Cofradía de la Vera Cruz.
Valladolid destaca por ser el centro rector de la escultura castellana y epicentro de la española durante buena parte del siglo XVII, gracias a la importancia y proyección del taller que abrió en la ciudad Gregorio Fernández, quien vino a recoger ampliamente el testigo de Giraldo de Merlo en Toledo, y a llevar el clasicismo de este al más vigoroso naturalismo barroco. Por todo ello, no solo los artistas vallisoletanos, contemporáneos y sucesores, se verán seducidos por el atractivo de sus tipos y modelos. La importancia de los talleres ubicados en la ciudad del Pisuerga llegará a eclipsar a otros obradores de su entorno. Así sucede en Medina de Rioseco, donde no existía ningún escultor de entidad a mediados del siglo XVII tras la definitiva desaparición del taller de los Bolduque, activo hasta la década de 1620 y cuyos integrantes —Juan Mateo, Pedro y Mateo Enríquez— llegaron a trabajar con Juni o el propio Fernández. Los rescoldos que quedaron entonces, representados a través de obradores locales, como los de Alejandro Enríquez y Gabriel Alonso, volverán a dar su fruto en el siglo XVIII, cuando Medina de Rioseco retome su protagonismo con la dinastía de los Sierra[72].
No obstante, en los inicios del siglo XVII hubo talleres dotados con la entidad suficiente como para evolucionar hacia el Barroco desde un núcleo generatriz diferente al que estaba utilizando en Valladolid y en esos momentos iniciales de la centuria Gregorio Fernández, quien toma el testigo desde un romanismo atemperado por el elegante clasicismo de Pompeo Leoni e influido por el incipiente naturalismo de Francisco Rincón. Así sucede con los talleres del eje Madrid-Toledo, cuya evolución arranca de los escultores cortesanos manieristas. Sebastián Ducete lo hará en Toro (Zamora) a partir del manierismo de estirpe juniana. Por el contrario, los talleres salmantinos dependerán mayormente de Valladolid durante el siglo XVII, al igual que los leoneses, que principiaron su evolución desde el romanismo que había nutrido el aprendizaje del escultor astorgano Gregorio Español (†1631)[73].
Sin embargo, a medida que avance la centuria se irá imponiendo decididamente el arte fernandesco, de modo que la escultura castellana gravitará en torno al afamado obrador a partir de los comedios de la tercera década del siglo, momento en el que se impone una influencia cuya proyección se prolongará más allá del segundo tercio de la centuria a través de los discípulos y colaboradores del maestro, o bien a través de sus tipos, copiados hasta la saciedad.
Ya en el siglo XVIII, la importante familia de los Tomé recogerá en Toro el testigo que había dejado Esteban de Rueda tras su muerte en 1626. Lo mismo sucederá con Salamanca, que desde finales del siglo XVII se constituye en una de las grandes capitales de la plástica barroca gracias al establecimiento en su seno del taller de los Churriguera, lo que propiciará un cambio de miras hacia Madrid a tenor de la influencia de José de Larra Domínguez, cuñado de los afamados hermanos. Medina de Rioseco, como hemos visto, resurgirá en el siglo XVIII, reclamando la fama que tuvieron durante la centuria anterior los importantes talleres vallisoletanos. Y en Toledo también surgirá una importante colonia de artistas encabezados por Germán López Mejía, que retomará el testigo que dejaron los Tomé tras concluir el Transparente catedralicio. Lo mismo sucederá en el entorno vallisoletano con la obra de Pedro de Sierra, encargado de continuar con la estela de Narciso Tomé en tierras castellanas.
El interés del foco toledano reside en la nutrida colonia de artistas que se mantienen apegados a una estética clasicista que pronto sería sobrepasada por el vigoroso naturalismo del Barroco: los escultores Giraldo de Merlo, Juan Bautista Monegro (1545-1621), y Jorge Manuel Theotópuli (1578-1631), que citamos aunque en verdad su actividad descuella por el trabajo que desarrolló —sobre todo— al terminar algunos de los retablos que había contratado su padre, El Greco[74], y también como arquitecto[75]. Algo similar sucede con Juan Bautista Monegro, escultor y ensamblador cuya obra fundamental pertenece al siglo XVI[76].
Giraldo de Merlo (c.1574-†1620) fue un importante escultor de esta colonia y “el que más nombre tiene en el reyno” —según testimonios coetáneos— dentro del grupo de artistas protobarrocos y sin parangón en Castilla justo antes de la llegada de Gregorio Fernández. Su origen neerlandés lo confirmó Santos Márquez al situar su nacimiento en la ciudad de Utrecht[77] hacia el año 1574[78], fruto del matrimonio contraído entre Nicolás de Merlo y Xisberta Chanif. Su traslado a Amberes puede relacionarse con la independencia que las provincias del norte declararon en 1581 a los Habsburgo después de firmar el tratado de Utrecht en 1579, lo que dio lugar a la conversión al culto calvinista de los templos católicos, incluida la catedral de San Martín, donde Merlo declararía años más tarde que entonces era poseedor de un beneficio. Ante esta situación, cabe imaginar que el escultor, aún siendo muy joven, se trasladaría al sur católico de Flandes y es posible que a la ciudad de Amberes para iniciar su período de aprendizaje, habida cuenta que allí tenía a una parte de su familia dedicada al oficio artístico, como su primo el pintor Juan de Aesten[79]. Su posterior traslado a España debió hacerlo junto a algunos de los Aesten, a los que García Rey documentaba trabajando en Madrid a comienzos del siglo XVII[80].
Antes de su llegada a Toledo, Fernando Marías sugiere para Giraldo una posible estancia en la corte, vinculado al escultor Antón de Morales, a quien habría conocido en el monasterio de Guadalupe durante el transcurso de la realización de la escultura del Relicario. Sin abandonar sus contactos con Madrid, Giraldo de Merlo aparece en Toledo en 1602, fecha en la que contrae matrimonio con la toledana Teodora de Silva, lo que sin duda supuso estar ya más instalado en la ciudad[81]. La creciente fama que adquiere se deriva del amplio número de obras que contrata con los destinos más diversos, colaborando con los citados Juan Bautista Monegro, Jorge Manuel Theotocópuli y el propio Greco[82]: la catedral y las parroquias de Toledo y su provincia, junto a la de Cáceres o la corte.
De su amplia actividad escultórica destaca la imagen de san José que el arquitecto real Francisco de Mora le encomendó en 1608 para la fachada de la iglesia del convento carmelita abulense de esa misa advocación; el vínculo con el estilo de Antón de Morales es evidente, y la importancia de la imagen se deriva de ser una obra pionera en esta temática impulsada por la Orden del Carmelo[83]. También destacan el retablo mayor —el escultor Juan Muñoz contrató la obra en 1607, aunque Merlo no terminó su intervención hasta 1614— y la sillería del coro alto (1609) del convento dominico de San Pedro Mártir de Toledo, y las esculturas destinadas a los retablos mayores de la catedral de Sigüenza y el monasterio de Santa María de Guadalupe.
Después de concertar en 1609 la sillería del convento toledano de San Pedro Mártir, pasa a trabajar a Sigüenza al año siguiente, donde se ocupa de la escultura del magnífico retablo mayor catedralicio. Resuelve con maestría los paneles de las calles laterales, escultóricos y no ya de pintura, como es más propio de la escuela de Madrid y a diferencia de lo que sucede en la escuela castellana, más proclive por tanto a la madera. En la calle central destaca la custodia, la Inmaculada, para la que sigue el tipo impuesto en estos momentos, envuelta en rayos, y la Crucifixión en el ático. A través de los paneles (Fig.7) podemos ver que su estilo se caracteriza por un severo clasicismo, con figuras reposadas, pliegues recogidos y elegantes, en los que se hace evidente el influjo de Monegro.
Fig. 7. Giraldo de Merlo, retablo mayor de la catedral de Sigüenza, detalle del primer cuerpo, 1610.
En 1615 Giraldo de Merlo y Jorge Manuel Theotocópuli conciertan el retablo mayor del monasterio de Guadalupe, cuya traza había dado en 1614 el arquitecto real Juan Gómez de Mora. Los lienzos se contratan con Vicente Carducho y Eugenio Cajés. La escultura es obra de Merlo, que desarrolla una gran labor en el relieve central dedicado a san Jerónimo, o en el conjunto de las imágenes que pueblan este retablo por las calles laterales. También se ocupó en Guadalupe de realizar los bultos orantes de Enrique IV de Castilla y de su madre doña María de Aragón, en un claro propósito de los jerónimos por emular el presbiterio del monasterio de El Escorial, y tratar así de recuperar parte de la importancia que había perdido en aras de la fundación filipina; el contrato se firmó en 1617[84].
La importancia que habían adquirido durante el siglo XVI —en detrimento de Burgos— los talleres ubicados en la ciudad del Pisuerga, con Alonso Berruguete (c.1488-1561) o Juan de Juni (c.1507-1577) entre sus más célebres titulares, y con Esteban Jordán (c.1529-1598) actuando como puente hasta la llegada de Gregorio Fernández (c.1576-1636), se proyecta al siglo XVII y se materializa en el foco de atención en el que se convierte el obrador del pronto admirado Gregorio Fernández, situado, a la sazón, y desde su adquisición en mayo de 1615, en las casas y el taller que habían pertenecido a Juan Juni, convertidos desde entonces en punto de atención de eruditos y viajeros, al menos hasta el siglo XIX[85].
La pujanza artística de Valladolid como centro rector de la zona castellana se mantuvo por tanto durante la segunda mitad del siglo XVI, preparando el camino de lo que luego sería su segunda gran eclosión en la siguiente centuria. Coadyuvaron a ello factores como el hecho de seguir albergando en su seno a una nutrida y selecta nobleza, aunque las cortes ya no se reunieran en ella, junto a banqueros, asentistas y mercaderes con gustos y posibles, y a una Iglesia cada vez más pujante, que en 1595 veía convertida su colegiata en catedral[86]. Si a ello unimos factores como la fugaz presencia de la corte de Felipe III durante el validazgo del duque de Lerma entre 1601 y 1606[87], de gran repercusión no obstante debido a la llegada —entre otros factores— de numerosos artistas italianos que acudieron atraídos por la corte[88], con Pompeo Leoni a la cabeza, podremos argüir otro de los factores en orden a justificar la importancia de los talleres vallisoletanos durante —al menos— la primera mitad del siglo XVII, en el que se mantiene indeleble el magisterio de Gregorio Fernández a través de unos tipos escultóricos —la Inmaculada, Santa Teresa, etc.— que de continuo serán reclamados por patronos y clientes, y materializados por discípulos y seguidores. Citemos como ejemplo el Cristo yacente del escultor Francisco Fermín (1600-?) conservado en la iglesia zamorana de Santa María la Nueva (Fig.8); fue realizado entre 1632 y 1636 para la capilla funeraria que poseían don Nicolás Enríquez, Oidor de la Real Chancillería de Valladolid, y su esposa doña Isabel de Villagutierre en el desaparecido convento zamorano de San Ildefonso; y utilizado como modelo por el mismo Francisco Fermín para otro Yacente destinado a don Gonzalo Fajardo, conde consorte de Castro, y que Urrea identifica con la imagen de similares características conservada en el convento de Santa Ana de Valladolid, considerado hasta 1987 como obra de taller[89]. Si comparamos la imagen con otros Yacentes del maestro (Fig.2), de inmediato se advierte el modelo, y también al discípulo: el rostro del zamorano es más alargado que los de Fernández, la boca está demasiado abierta, la dentadura superior se ha trabajado de forma escasa y la policromía es menos fina, con exagerada presencia de sangre. Tras la muerte de Fernández en 1636, y alcanzada la mitad del siglo, asistiremos a un proceso de emancipación artística de los distintos obradores y núcleos de población.
Fig. 8. Francisco Fermín, Cristo yacente, 1632-1636. Zamora. Iglesia de Santa María la Nueva.
La generación de escultores más jóvenes presentes en Valladolid en los últimos años del siglo XVI había sido la encargada de protagonizar el giro hacia un mayor naturalismo, abanderando de este modo los ideales que terminaron definiendo la etapa que ahora se inicia. Se trata de Francisco Rincón y Pedro de la Cuadra —a quien nos referiremos después de estudiar a Gregorio Fernández, dada la influencia que recibe de su producción escultórica—.
Francisco Rincón[90] era el escultor más importante con taller abierto en Valladolid durante el cambio de centuria, “el de más nervio” para Martí y Monsó; amigo o colaborador de los discípulos de Gaspar Becerra, Isaac de Juni y Manuel y Adrián Álvarez, y de su coetáneo Pedro de la Cuadra, aunque por corto espacio de tiempo; titular de un obrador con notable actividad artística, que era reclamado desde Palencia, Burgos, Medina de Rioseco, la propia Valladolid, Alaejos, etc.; y cuya importancia hay que valorar no solo en función de la calidad de su obra, sino también por el hecho de haber atraído a Gregorio Fernández desde Galicia para entrar en su taller en calidad de oficial, tal vez por mediación de los ensambladores Juan de Vila —a quien también se cita como escultor— y Juan de Muniátegui, yerno este de Isaac de Juni, y aquel colaborador de Rincón en Medina de Rioseco antes de su traslado a Galicia para realizar la sillería de la catedral de Santiago en colaboración con Gregorio Español en 1599. El obrador que regentaba Rincón se había convertido en el referente vallisoletano después de la muerte casi coetánea de Isaac de Juni (1597), Adrián Álvarez (1599) y Esteban Jordán (1598), artista del que heredó el clasicismo romanista que le sirvió de punto de partida para su ulterior evolución; sin embargo, su prematura muerte y la fama que pronto adquiriría Fernández terminaron por eclipsarle[91].
Francisco Rincón destaca por haber dado una orientación naturalista a la escultura, abriendo con ello el camino que luego seguirá y potenciará notablemente Gregorio Fernández. Entre las características de su obra destaca el plegado, blando y combado, elegante, con ritmo curvo y sin angulosidades, que tiende a ser cada vez más menudo. Se multiplican en su obra los detalles naturalistas, como los mechones de pelo que luego tomará Fernández; el lenguaje de las manos, que potencian la expresión; las barbas, serpenteantes, alejadas ya de las hirsutas y caudalosas del Romanismo. Entre los modelos que le proporciona a Fernández, recordemos el bello relieve de san Martín partiendo su capa, situado en el retablo —segundo cuerpo, lado del Evangelio— que hizo para el hospital de Simón Ruiz en Medina del Campo (1597) junto a Pedro de la Cuadra, y que Fernández retomará para el grupo del mismo tema en 1606, hoy conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid. Y se considera también uno de los principales impulsores para otra de las facetas en las que destacó Gregorio Fernández, los pasos procesionales, con los que sin duda este entró en contacto a través del paso de la Elevación de la Cruz (1604-1606, hoy en el Museo Nacional de Escultura) que hizo Francisco Rincón, y donde alcanza el cénit de la representación a lo vivo, como ya señaló Martín González (Fig.10). La asunción de los nuevos ideales también se pone de manifiesto en el San Jerónimo de la iglesia vallisoletana de Santiago, que le atribuye Urrea; de finales del siglo XVI, se trata de una escultura en la que Rincón se revela como un anatomista, a lo que se añade el deseo de inscribir la figura humana en un paisaje que quiere ser naturalista.
Fig. 10. Francisco Rincón, Paso de la Elevación de la Cruz, terminado en 1604. Valladolid, Museo Nacional de Escultura.
Francisco Rincón trabajó como escultor de madera policromada, piedra y alabastro. Citemos las obras que hizo para la vallisoletana iglesia penitencial de las Angustias. En 1605 concertó las esculturas de la fachada, con la Piedad y las figuras de san Pedro y san Pablo. Un año después, el ensamblador Cristóbal Velázquez terminaba el retablo mayor de esta misma iglesia, cuyas esculturas Martín González atribuyó a Rincón. Las imágenes exentas de san Agustín y san Lorenzo escoltan al magnífico relieve de la Anunciación, que se eleva sobre los evangelistas situados en el banco, y se acompaña en el ático por la Virgen de las Angustias, verdadero modelo también para Gregorio Fernández. En el tema de la Anunciación descuella el tratamiento naturalista con el que ya se conciben los rostros del Arcángel y de María, que ve cómo aquel irrumpe en la estancia para poder comunicar el anuncio; el plegado es menudo, animado, pretendiendo despegarse de los fríos pliegues manieristas (Fig.9).
Fig. 9. Francisco Rincón, Anunciación, relieve central del retablo mayor; el retablo estaba pagado en 1606. Valladolid, iglesia penitencial de Ntra. Sra. de las Angustias.
Francisco Rincón es también el autor del paso de la Exaltación de la Cruz del Museo Nacional de Escultura (Fig.10). La obra estaba terminada en 1604, y un reflejo de la fama que debió tener la recoge la historiografía artística, al insistir en que sirvió como modelo para el paso que en 1614 contrató el escultor Lucas Sanz de Torrecilla para Palencia[92]. Se trata del primer paso realizado en Valladolid con varias figuras de tamaño natural, para cuya hechura emplea la madera y no ya el papelón. El plegado es sobrio y sencillo, y los sayones describen, al incurvarse para elevar la cruz, una deformación corporal que permite introducir en el conjunto un elemento expresionista; el carácter caricaturesco con el que son tratados es un aspecto que retomará Fernández en sus conjuntos procesionales. Se insiste por ello en la concepción de la escena. Y en cuanto a la autoría del paso, Martín González sugiere la participación de Gregorio Fernández, que actuaría en calidad de oficial integrado en el taller de Rincón, poco antes de independizarse en 1605[93]. Francisco Rincón realizó también otra serie de imágenes de devoción, como el Nazareno de la colegiata de San Antolín, en Medina del Campo, que el profesor Urrea le atribuye habida cuenta de la relación estilística que tiene con otras obras del artista, y que advierte tanto en el rostro de Cristo como en la voluminosa corona de espinas tallada en la madera; la imagen capta el momento en que Jesús duda de poder llevar el peso, y vuelve la cabeza hacia el creyente invitándole a compartir la cruz, según una versión del Nazareno muy extendida en la Contrarreforma. También se le atribuye a Rincón la efigie de Cristo con la cruz a cuestas de Nava del Rey, de la Cofradía de la Santa Vera Cruz[94].
Francisco Rincón hizo asimismo una serie de crucifijos esculpidos. Se ha llamado la atención sobre el Cristo de los Carboneros, realizado para la ilustre Cofradía penitencial de las Angustias hacia 1608. La amplitud de la silueta curva y la corona tallada directamente en la cabeza son aún rasgos manieristas, frente a lo cual se alza el patetismo que se desprende del paño abierto, puntiagudo y no exento de una evidente profundidad, que acentúa el canon esbelto y alargado de la figura, de correcta anatomía. En todos los casos, se trata de un Cristo que ya ha expirado.
Recientemente, Pérez de Castro ha ampliado el catálogo de obras de nuestro escultor con el Calvario de la reja del coro de la catedral de Burgos, que le atribuye y que viene a ser el corolario para el conjunto fundido por el magnífico rejero, y empresario sobre todo, Juan Bautista Celma (c.1540-1608)[95].
Gregorio Fernández es uno de los escultores españoles cuya fama y consideración se han mantenido prácticamente indelebles a lo largo del tiempo, e incluso ha ido en aumento con el correr de los siglos. Antonio Palomino, Manuel Canesi, Antonio Ponz, Ceán Bermúdez, Bosarte, de la Viñaza y un largo etcétera, dejaron constancia de su admiración por la estela que había dejado tras de sí[96].
La crítica histórico-artística siempre ha mantenido el origen gallego que ya señalaran los primeros biógrafos para Gregorio Fernández, Antonio Palomino entre ellos. Así lo recogió Martín González, afirmando que nació en Sarria (Lugo)[97] hacia el mes de abril de 1576; bien es cierto que no hay prueba documental que precise la fecha, pero en abril de 1610 el artista declaraba de forma tajante tener treinta y cuatro años[98], y en el mes de noviembre de aquel mismo año decía ser de edad de treinta y cuatro años “poco más o menos”[99].
Vázquez Santos ha documentado recientemente la existencia de un obrador dedicado a la madera en Sarria, del que es probable que procediera nuestro insigne escultor. Este enclave urbano fue un pujante centro artístico durante el siglo XVI, gracias a los continuos encargos que se hacían desde el monasterio de la Magdalena y de otros centros cercanos, como el de San Julián de Samos y Monforte de Lemos. Entre los talleres que existían para atender a tales demandas estaba el del entallador y escultor Gregorio Fernández, avecindado en la localidad ya en 1562, y el pintor —y parece que también escultor— Benito Fernández, asentado en la villa en 1568 —en 1583 ambos eran aún vecinos de la localidad—; y lanza la verosímil hipótesis de señalar a los dos artistas como posibles padres o tíos de nuestro escultor[100], lo que vendría a confirmar la idea que ya lanzara Bouza Brey[101]. Además, debía ser un taller de cierta categoría, al decir de la cuantía que se les abonó por la ejecución del retablo mayor del monasterio de la Magdalena en Sarria, actual convento de la Merced, que se conserva con reformas efectuadas en el último tercio del siglo XVIII para adaptarlo a los nuevos tiempos.
Gregorio Fernández iniciaría su aprendizaje en el taller familiar de imaginería, y fue heredero de una tradición que contribuye a explicar sus alardes con el manejo de la gubia. Es posible que la madre enviudara de su primer marido y contrajera segundas nupcias —algo muy frecuente en la época, por otra parte—; de esta unión nacería el hermanastro de Fernández, cuyo trabajo se documenta en el taller vallisoletano y al que todos reconocían como hermano de madre del escultor, Juan Álvarez (†1630)[102].
El fallecimiento del padre, el inicio de toda una amplia actividad escultórica en Galicia desarrollada por artífices vallisoletanos o procedentes de la ciudad del Pisuerga —en Orense, Monforte de Lemos, Montederramo, Santiago de Compostela—, relacionados por diversos cauces con el taller de Francisco Rincón, como ya hemos visto, además de la importancia que empezó a cobrar Valladolid al ser señalada como ciudad donde instalar la corte, fueron los factores que debieron pesar en Gregorio Fernández para tomar la decisión de viajar hacia latitudes más meridionales. Martí y Monsó ya hablaba de una estancia en Madrid previa a su traslado a la del Pisuerga, tal vez atraído por las obras de El Escorial y el entorno cortesano del escultor milanés Pompeo Leoni. En Madrid conoció a la que sería su esposa, la joven María Pérez Palencia, viviendo junto a sus tres hermanos en la casa que sus padres tenían en la calle de la Paloma[103]. Fue entonces cuando debieron contraer matrimonio; Martí y Monsó lo sitúa a finales del siglo XVI[104], y Beatrice Gilman refrenda la hipótesis de su celebración en Madrid ante la ausencia de la correspondiente partida sacramental en Valladolid[105].
La relación de Fernández con el entorno de los artistas cortesanos nos la confirma el hecho de figurar en mayo de 1605 trabajando en la decoración del Palacio Real de Valladolid, con motivo de las fiestas organizadas para celebrar el natalicio del futuro Felipe IV. El diseño de la compleja arquitectura efímera corrió a cargo de Pompeo Leoni, y de su ayudante Milán Vimercato, la dirección. Conocemos el fastuoso montaje destinado a celebrar el sarao gracias a la descripción que hizo el diplomático y escritor portugués Tomé Pinheiro da Veiga (1566-1656) a su paso por la ciudad, asombrado de la complejidad de la sala que se instaló, y del trono situado en el testero de la misma, cual si de un arco triunfal se tratara, obra del ensamblador Cristóbal Velázquez, ornado además con las esculturas de tema profano de las que se encargó Gregorio Fernández. La cita es interesante, puesto que los emolumentos por su trabajo los recibió el propio Fernández, razón por la cual sabemos que ya se desempeñaba como maestro independiente[106]. Además, el contacto con Cristóbal Velázquez refrenda una amistad que se prolongaría durante toda su trayectoria artística, y que debió iniciarse en el taller mismo de Rincón, casado en segundas nupcias con Magdalena Velázquez y yerno por tanto del ensamblador Cristóbal. Los Velázquez serán los ensambladores con los que trabaje más asiduamente el escultor. Sobre su participación en el taller de los Leoni, cabe recordar que este lo había organizado manteniendo por un lado la estructura tradicional del taller español, y había añadido, por otro, la contrata de artistas que trabajaban a sueldo[107].
Para esa fecha Fernández ya estaba establecido en la ciudad del Pisuerga. Aunque el traslado de la corte no se hizo público hasta el 10 de enero de 1601, hacía ya tiempo que se rumoreaba que abandonaría Madrid para materializar el proyecto de Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, I Duque de Lerma (1553-1625)[108]. Fernández debía tener buenas referencias de Valladolid a través de Juan de Muniátegui y Juan de Vila[109], y el taller de Francisco Rincón supondría para él un punto de referencia, habida cuenta que era el escultor más importante de la ciudad. Su ingreso en el mismo tendría lugar en este corto intervalo de años, y lo haría en calidad de oficial o asociado. La diferencia que le separaba de la maestría era la de disponer o no de los emolumentos suficientes para abrir tienda, es decir, un taller, y es lógico pensar que en un principio tuviera la intención de tantear el ambiente, donde pudo comprobar que no había escultores que realmente pudieran hacerle sombra. A Valladolid llegó con el oficio aprendido, y aquí alcanzó la maestría antes de 1605, fecha en la que ya se había independizado de Rincón. Es posible que el deseo de tener familia viniera refrendado por el hecho de haber abierto su propio taller hacia 1604, naciendo poco después, a comienzos del mes de noviembre de 1605 —fue bautizado el día 6—, su primer hijo, al que llamaron Gregorio (†1610). Dos años después nacía su segunda hija, Damiana, a quien sacaba de pila Ana María de Juni —nieta del célebre escultor— el 21 de octubre de 1607; este madrinazgo viene a confirmar la estrecha amistad que existía entre Fernández y el citado ensamblador Juan de Muniátegui, que en 1600 se había convertido en esposo de la citada Ana María después de haber trabajado con su suegro Isaac de Juni en la talla de la sillería del capítulo del monasterio de Montederramo (Orense) en 1595[110]. No sería muy descabellado pensar que el enlace entre Muniátegui y la nieta de Juni, y, a resultas, la presencia de aquel en Valladolid en 1600, pudo ser un polo de atracción para Gregorio Fernández. Como bien recoge Fernández del Hoyo[111], a través de la descendencia de Isaac de Juni se creó una ligazón muy estrecha, social y en cierto modo profesional, entre Fernández y el propio Juan de Juni. Aquel estará presente además en los acontecimientos más importantes de la familia, lo mismo que esta, siendo curioso el hecho de encontrar a Benito Chamoso, mercader de hierro y segundo marido de la citada Ana María de Juni, y al hijo de ambos, Bartolomé Chamoso, actuando como garantes —el 28 de junio de 1625— del contrato que Fernández firmaría con el cabildo de Plasencia para hacerse cargo de la escultura del retablo mayor[112].
El ingreso de Fernández en el taller de Rincón es una vieja noticia, advertida por García Chico en 1952 y refrendada siete años después por Martín González[113], que conocemos a través de la copia dieciochesca del manuscrito que fray Matías de Sobremonte (1598-?) compiló en 1660 —informándose de personas notables, como el pintor Diego Valentín Díaz (1586-1660), amigo del artista— sobre la historia del monasterio observante de San Francisco, de Valladolid, y que hasta poco antes de 1904 había sido propiedad del que fuera capellán de las descalzas reales, y desde esa fecha forma parte de los anaqueles de la Biblioteca Nacional de España. Al describir la capilla de la Inmaculada, o de los Rivera, que estaba situada en el costado del evangelio del templo, Sobremonte refiere textualmente que la imagen titular “es hermosísima, hizola a lo que entendemos vn famoso escultor llamado Rincon Maestro del gran Gregorio Fernandez en sus principios”.[114] Ambos artistas debieron establecer íntimos afectos, pues no se entiende de otro modo que Fernández se hiciera cargo de tutelar al primogénito del que había sido su maestro —de quien también fue testamentario— cuando a este le sorprendió la muerte el 16 de agosto de 1608 contando solo cuarenta y un años de edad[115]. Francisco Rincón había tenido dos hijos; el mayor, Manuel, fruto de su primer matrimonio con Jerónima de Remesal (†1597), y el pequeño, Juan, nacido de sus segundas nupcias con Magdalena Velázquez. Las relaciones entre ambas familias debían estar bastante deterioradas para que Juan se quedara con su madre y se formara en el seno del taller de su tío materno Francisco Velázquez, y Manuel optara por formarse junto a Gregorio Fernández. Como bien señalara García Chico, este “lo fue todo para Manuel Rincón, tutor, maestro y compañero, que con cariño hace llevaderas dolorosas ausencias. Cuando se casa con Ana María Martínez, figura en el cortejo nupcial, más tarde, en el bautizo de su prole, actúa como padrino”.[116]
Gregorio Fernández tenía situado su taller en la calle del Sacramento (hoy de Paulina Harriet) desde —al menos— junio de 1606, muy cerca de la casa donde vivía Juana Martínez, viuda de Juan de Juni, junto a su hija Ana María y su yerno Muniátegui[117]; también vivía en las inmediaciones el pintor Pedro de Oña, casado con una hija de Esteban Jordán, como bien señalaba Martí y Monsó; y al lado estaba la parroquia de San Ildefonso, a la que tan vinculada estuvo la familia y donde fueron bautizados los dos hijos del matrimonio. En estos primeros años tenemos documentados en el taller no solo a su aprendiz Manuel Rincón, sino también al palentino Agustín Castaño y a los navarros Pedro Jiménez y Pedro Zaldívar, oficiales del maestro[118]. La creciente fama de Fernández y una clientela cada vez más numerosa, que llega a disputarse sus obras, harán necesaria la ampliación del obrador en 1615, fecha documentada de su traslado a las casas que habían sido propiedad de Juan de Juni, situadas en la acera de Sancti Spiritus (actual paseo Zorrilla); poco después adquiriría otras casas contiguas que habían sido propiedad de Ana María y Estefanía de Juni. El emplazamiento era privilegiado, situado en las inmediaciones de la calle del Sacramento, extramuros de la ciudad, junto al Campo Grande, que constituía la entrada principal a Valladolid por la puerta del Carmen[119].
El aumento de encargos hechos por parroquias, particulares, cofradías y comunidades religiosas llegará a provocar el colapso en la marcha puntual del obrador, siendo necesaria la continua incorporación de colaboradores. En la segunda década del siglo destacan Juan López, Pedro González o Pedro de Sobremonte (†1629) —a quien veremos trabajando en la provincia de Cáceres tras independizarse del maestro[120]—; estos aumentan en la década siguiente, con una amplia lista de procedencia muy dispar, entre los que destaca Francisco Fermín, autor del Yacente de Zamora (Fig.8), el navarro Miguel de Elizalde —primer marido de su hija, quien llegará a casar hasta en cuatro ocasiones—, o el asturiano Luis Fernández de la Vega.
En el taller de Fernández era frecuente el uso de fuentes y modelos procedentes de las colecciones de grabado de Alberto Durero, Cornelis Cort o los hermanos Wierix, junto a las estampas de libros contemporáneos, como las que ideó Juan de Jáuregui para el del jesuita Luis del Alcázar de 1614. En la actualidad, esta línea de investigación es, sin lugar a dudas, una de las más sugerentes[121]. Esta serie de modelos le serviría al maestro para hacer la serie de dibujos y bocetos en cera o arcilla, que sus oficiales se encargaban de desbastar y ejecutar siguiendo sus directrices. Fernández se reservaba especialmente la hechura de la cabeza y de las manos, aunque hubo ocasiones, como en el relieve central del retablo mayor de la catedral de Plasencia, dedicado a la Asunción de Ntra. Señora, en las que el cabildo puso especial acento en que la obra saliera enteramente de su mano (Fig.11). Además, como artista religioso y devoto, es sabido que para sus obras empleaba los escritos de san Ignacio de Loyola, fray Luis de Granada, el padre Luis de la Puente, las Revelaciones de Santa Brígida y la Biblia como fuente de inspiración.
Fig. 11. Gregorio Fernández y los hermanos Juan y Cristóbal Velázquez, retablo mayor de la catedral de Plasencia, ultimado en 1632.
Como escultor que es de la madera, según ha señalado en varias ocasiones el profesor Martín González, Gregorio Fernández apura su talla hasta alcanzar detalles del más logrado verismo. Las partes desnudas de sus obras delatan el conocimiento que tenía de la anatomía, al precisar venas, la hinchazón de la carne, etc., con especial acento en las manos y rostros, ya que en ellos recae la expresión de unas tallas que han de ser veristas, según exigencias de la clientela. A esto coadyuva la policromía, para la que contó con la colaboración de diversos pintores: su amigo Diego Valentín Díaz —a quien se atribuye el retrato del escultor conservado en el Museo Nacional de Escultura, ejecutado hacia 1623—, los hermanos Francisco y Marcelo Martínez (Descendimiento de las Angustias), Jerónimo de Calabria, Pedro Fuertes, etc. La policromía cobra especial relevancia en las tallas de efecto doloroso, al disponer de grandes regueros de sangre, heridas o carne necrosada. Para las carnaciones, el maestro prefiere el mate.
Uno de los rasgos que definen la producción de Fernández es el hecho de haber creado una serie de tipos escultóricos, cuyo éxito entre la clientela pronto dio lugar a un mayor número de contratos con el afamado maestro y a su proyección en la amplia serie de copias que se harán de los mismos: Cristo atado a la columna, Ecce-Homo, Cristo yacente, la Piedad, representaciones marianas como la Inmaculada o la Virgen del Carmen, además de la gran santa andariega, Teresa de Jesús, por citar un ejemplo del culto de dulía.
Como fiel testigo del cambio de centurias entre los siglos XVI y XVII, su producción va a estar sujeta a una lógica evolución, que en su caso es más plausible dadas las especiales cualidades de maestría que tenía con el manejo de la gubia. A grandes rasgos, se distingue a un primer Gregorio Fernández, continuador en cierto modo de la tradición del romanismo del siglo XVI, resultado de la influencia recibida de Francisco Rincón —naturalismo— y Pompeo Leoni —la serena perfección clásica—, del que incorpora a sus obras la gracia rítmica de los perfiles y el movimiento curvilíneo. El segundo Gregorio Fernández se revela a partir de 1615, tras su giro decisivo hacia el naturalismo y una vez que incorpora definitivamente los elementos que definen desde entonces su quehacer artístico: la fuerza de la expresión, el patetismo y el plegado. A medida que avanzaba el segundo decenio del siglo, los pliegues envolventes y redondeados de los escultores romanistas, o los mórbidos junianos, dan paso a otros muy angulosos, quebrados en grandes dobladuras y con profundas oquedades de potente claroscuro, similar a lo que entonces se estaba dando en pintura y que se relaciona con la tradición del influjo flamenco de la segunda mitad del siglo XV[122]. De este modo, “conseguía modelar con más intensidad la figura, que se hacía más rotunda y masiva, y crear una cierta inestabilidad emocional en el espectador, contrapuesta al sosiego emanado de las ejemplificadoras imágenes del clasicismo contrarreformista”[123]. Uno de los grandes difusores de este tipo de plegado en Castilla será precisamente Gregorio Fernández, que en sus obras finales hará más evidentes las angulosidades, hasta el punto de ser denominados pliegues a percusión, pues en verdad parece que se hubieran obtenido tras golpear una chapa metálica o tela encolada.
Para abordar el estudio de la amplia producción del escultor, Martín González dividió su trayectoria en seis períodos a través de los cuales transita la evolución de su plástica[124]. En la primera etapa (1605-1610) todavía tenemos a un Fernández contemporáneo de Rincón, lo que es necesario considerar por las posibles colaboraciones. No obstante, la primera gran obra de envergadura que saldrá de su obrador será el retablo mayor de la iglesia de San Miguel en Valladolid (1606), cuyo patronazgo ostentaba el municipio; de la arquitectura se hizo cargo el ensamblador Cristóbal Velázquez. La mayor parte de la copiosa obra escultórica se conserva, si bien el mal estado que presentaba la parroquia a finales del XVIII aconsejó su traslado a la que habían dejado libre los jesuitas, de modo que el retablo mayor actual surge de la fusión de los conjuntos originales que tenían ambas iglesias en sus testeros. Las figuras que se conservan muestran conexiones evidentes con la etapa manierista. Son obra personalísima del escultor los cuatro Apóstoles, como ya señalara en su momento Agapito y Revilla, y en ellas es patente el alargamiento del canon o el contrapposto; las de san Pedro y san Pablo figuraron en la exposición de las Edades del Hombre celebrada en Arévalo en 2013. La elegancia de san Miguel (Fig.12), obra diseñada según los estilemas manieristas y en relación con la producción de Pompeo Leoni, evoca para Urrea el grupo escultórico de Carlos V dominando al furor (Museo Nacional del Prado), original del broncista milanés[125].
Fig. 12. Gregorio Fernández, San Miguel, 1606. Valladolid, iglesia de San Miguel y San Julián, figura central del retablo mayor.
Gregorio Fernández también inicia en esta etapa la serie dedicada a Cristo yacente con el que guardan en clausura las monjas del convento de Santa Clara en Lerma (Burgos), muy relacionado con el Yacente del convento vallisoletano de San Pablo. La diferencia entre ambos estriba en el modelado, más suave en el primero y de tipo hercúleo en el segundo, de desnudo ya naturalista. El tema constituye una particularidad dentro de la obra del artista. La figura de Cristo se segrega del Santo Entierro, lo que ya era frecuente en Castilla desde la Baja Edad Media, mas la amplia serie que crea el autor es suficiente para contribuir a su popularización, de modo que será muy imitado. El citado de Lerma es el primero de la serie, y servía como receptáculo para la reliquia de la sangre de Cristo que la reina doña Margarita de Austria regaló al convento[126].
La creciente fama que el taller empieza a cosechar dentro y fuera de Valladolid avala la gran actividad que se documenta en el período comprendido entre 1611 y 1615, donde ya el artista recoge y potencia el testigo del giro que había experimentado hacia el naturalismo en la etapa precedente. La actividad se ejemplifica a través de los retablos que contrata. El mayor de la catedral de Miranda do Douro —que inicia en 1610— constituye una de las obras más espléndidas de la imaginería castellana para el marqués de Lozoya, y destaca por la escena principal con la Asunción de la Virgen concebida como un gigantesco cuadro. En el de Villaverde de Medina (Valladolid, 1612) sobresale el relieve del Nacimiento. Y en el mayor del convento de las Huelgas Reales de Valladolid, cuya escultura contrata Gregorio Fernández en 1613, descuella la imagen de Cristo desclavándose de la cruz para abrazar a san Bernardo; se trata de uno de los temas místicos más queridos por la Orden Bernarda, donde el escultor dio sobradas muestras del naturalismo con el que concibe la figura de Cristo, casi de bulto redondo. La coincidencia de la composición con la obra de Ribalta conservada en el Museo del Prado y titulada Visión de San Bernardo, hizo pensar a Martín González en el uso de un grabado por ambos artistas, realizado por Hieronymus Wierix según Palomero Páramo[127], la escena constituye una obra maestra (Fig.13), a caballo entre el misticismo y el naturalismo. En la clausura de este mismo monasterio se conserva el bellísimo relieve con el Nacimiento de Cristo, obra también de Fernández, que doña Isabel de Mendoza mandó ejecutar para su capilla privada, siguiendo las directrices del retablo mayor que también había costeado.
Fig. 13. Gregorio Fernández, Cristo desclavándose de la cruz para abrazar a San Bernardo, contratado en 1613. Valladolid, retablo mayor del convento de las Huelgas Reales.
En el retablo de la iglesia de los Santos Juanes, de Nava del Rey (Valladolid), se empleó a fondo durante los años 1613 y 1624, aunque la envergadura de la obra le obligaría a seguir trabajando durante más tiempo a fin de concluir el rico conjunto de relieves y tallas exentas que pueblan la arquitectura. La traza la diseñó el arquitecto real Francisco de Mora por especial empeño de los patronos, quedando a cargo de su ejecución el ensamblador Francisco Velázquez, quien terminaría traspasando el contrato a su padre Cristóbal y a su hermano Juan Velázquez —el diseño de este retablo sería ampliado para ejecutar el mayor de la catedral de Plasencia—. Y para el monasterio cisterciense de Valbuena (Valladolid) realizó los relieves con la Sagrada Familia y la Virgen ofreciendo leche a san Bernardo hacia 1615, y es muy probable que formaran parte de un retablo desaparecido[128].
En la imaginería de los santos también prodigan los tipos que fija el maestro, fruto de los procesos de beatificación y santificación de los que se resuelve la incorporación de nuevas figuras a los altares. Santa Teresa es una de las primeras, beatificada en 1614. Seguramente el escultor creó un prototipo con la imagen que se conserva en el santuario vallisoletano de Ntra. Sra. del Carmen Extramuros, hacia 1615 (Fig.14), lo que vendría justificado por tratarse de una obra destinada a un convento de Carmelitas Descalzos, interesados por tanto en difundir el culto a su reformadora. Sin embargo, y como bien señala Urrea, la talla que hizo el mismo Fernández entre 1624 y 1625 para el convento del Carmen Calzado, y que hoy se conserva en el Museo Nacional de Escultura, alcanzó un mayor éxito en cuanto a su repetición. El libro y la pluma que porta son símbolos de su condición de mística doctora; su mirada se dirige hacia lo alto para indicar que es presa de la inspiración divina. El hábito es el propio de una monja carmelita descalza, con su manto blanco y su velo, del que están ausentes las quebraduras que luego populariza; en el caso de la citada imagen del Museo Nacional de Escultura y las de su serie, el hábito se caracteriza por los alfileres con los que parece estar prendido, de lo que resulta una gran plasticidad, derivada a su vez de las dobleces a las que da lugar[129].
Fig. 14. Gregorio Fernández, Santa Teresa, c.1615. Valladolid, Santuario de Ntra. Sra. del Carmen Extramuros.
Junto a Santa Teresa, Gregorio Fernández también representó —entre 1610 y 1622 aproximadamente— las imágenes de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Francisco de Borja para los colegios jesuíticos de Vergara (Guipúzcoa), Oña (Burgos) y Valladolid. En muchas ocasiones, y con la finalidad de conceder una plasmación real a estas figuras, hubo de servirse de retratos, lo que demuestra la tendencia realista hacia la que camina el escultor, como bien señalara en su momento el padre Hornedo[130].
La aportación de Gregorio Fernández al género escultórico del paso procesional resulta decisiva a través de las obras que realiza desde 1612 para las cofradías penitenciales de la ciudad del Pisuerga. En ellas continúa evolucionando a partir del paso que había creado su maestro Francisco Rincón, consistente en componer escenas con varias figuras de tamaño natural, y en madera. No debemos olvidar que es muy posible que colaborara con Rincón en el paso de la Exaltación de la Cruz, ya que en esa etapa era oficial de su taller (Fig.10).
En 1614 concertó el paso Camino del Calvario, hoy conservado en el Museo Nacional de Escultura, en el que fija el modelo de lo que será la escena a partir de este momento. Prima el carácter de la representación, destinado a impactar en las gentes de la calle, que admiran y meditan al paso de la procesión; la novedad radica en la multiplicación de las figuras en aras de una mayor teatralidad para conmover a los fieles. Los gestos de los sayones están potenciados para aumentar el sufrimiento de Cristo, y también con la finalidad de caricaturizarlos. Martín González llamaba la atención sobre el Cirineo, un hombre vestido a la moda campesina —decía—, y que toma la cruz de Cristo con sus robustos y voluntariosos brazos[131].
La etapa se cierra con una obra magistral, el Cristo yacente del Pardo que realiza entre 1614 y 1615 por encargo de Felipe III, quien lo regaló al convento de Capuchinos (Fig.2). Al ser una pieza destinada en principio a la sola contemplación de la familia real, se entiende la calidad que presenta. El cuerpo desnudo de Cristo se ha tallado de forma conjunta con el lecho. En la cabeza se plasma un patetismo extremo, de angustiosa evidencia cadavérica, con los ojos de cristal entreabiertos y la boca también abierta, mostrando los dientes de marfil. Los mechones del pelo se disponen de forma ondulante sobre la almohada. La obra conlleva además un estudio anatómico perfecto, si bien la evidente estrechez de los hombros responde a un recurso sin duda voluntario dada la obligada visión lateral que eligió para acercar más la cabeza al espectador. La encarnación es mate, muy fina, y hay poca sangre, la propia de las heridas de manos, pies y costado. Para Ricardo de Orueta, “en los yacentes […] se acaban las atenuaciones de expresión y los matices. Estas estatuas no expresan más que una cosa: muerte”[132]. La veneración de este Yacente dará lugar a los encargos que ejecuta durante el siguiente período, destinados a los conventos de la Encarnación y de San Plácido, en Madrid, ambos fechables entre 1620 y 1625.
Fernández ha dejado atrás el manierismo en favor de un claro naturalismo con el que abre el tercer período de su producción (1616-1620), y se pone de manifiesto en el paso de la Piedad que realiza en 1616 para la Cofradía de las Angustias, hoy en el Museo Nacional de Escultura (Fig.15). Destaca la Piedad en sí, propia de la iconografía del maestro y de una exultante sobriedad castellana. A ambos lados se disponen los dos ladrones, que son al mismo tiempo una espléndida lección de anatomía y también de comprensión sociológica de los personajes: desesperación (Gestas) y bondad (Dimas). Se trata de un tema que evoluciona desde Juan de Juni, aunque el tipo arranca del gótico alemán, y a través de Flandes llega a España a mediados del siglo XV[133]. Los elementos que definen su representación son dos: la Virgen con los brazos levantados, y la incrustación del cuerpo exánime de su Hijo en el regazo, que llega a parecer que está colgado de su pierna derecha. El modelo más cercano para Fernández fue el que hizo Francisco Rincón para la fachada de las Angustias en Valladolid (1605). Y como hábil maestro que es, dará lugar a una gran variedad de formas a la hora de representar la Piedad, con el cuerpo de Cristo a izquierda o derecha mientras que la Virgen puede levantar dos brazos o uno solo. Será también un modelo muy copiado.
Fig. 15. Gregorio Fernández, Paso de la Piedad (detalle), 1616. Valladolid, Museo Nacional de Escultura, realizado para la Cofradía de las Angustias.
Dentro del ciclo de la Pasión, Fernández ultima en este período el tema de Cristo atado a la columna, que ya había nacido en la etapa anterior. Tenemos un ejemplo singular en la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, que ya estaba hecho en 1619 dentro del paso del Azotamiento que contrató para la cofradía[134]. El tema de la Flagelación, tan reclamado para las escenas de la Pasión, se acomete con las manos de Cristo atadas a una columna, cuya forma varía. Durante el siglo XVI fue habitual la columna alta, a diferencia de lo que vulgariza Gregorio Fernández, la columna baja, derivada de la que existía en la iglesia romana de Santa Práxedes, y que pudo conocer a través de algún grabado o por medio de algún sermón[135]. En el ejemplo citado, el verismo con el que fueron ejecutadas las llagas de la espalda hizo que estas se convirtieran en un motivo de veneración.
Otro de los tipos escultóricos que se definen ahora es el de la Inmaculada, a lo que contribuyen los encargos de los conventos franciscanos. Al igual que los anteriores, también será uno de los temas de mayor popularidad de Gregorio Fernández ante el fervor inmaculista existente en España[136], que pide imágenes para el culto. La serie de representaciones de este tema nos muestra a una Virgen con el rostro juvenil, cuyos largos cabellos caen por ambos lados y por la espalda, dispuestos de forma simétrica, jugando además con su ondulación. Las manos se disponen plegadas, orantes, dentro del quietismo y recogimiento que caracteriza su representación, y que es ejemplo de modestia y candor. La imagen apoya sobre un trono de ángeles o sobre la figura del dragón, símbolo del demonio vencido. Y en torno a ella, una aureola de rayos que contribuyen al efecto de conjunto, además de los plegados con los que van dotados el manto y la túnica de María. Destaquemos la belleza con la que ejecuta la Inmaculada destinada a la iglesia salmantina de la Vera Cruz, encargada en 1620. No obstante, el tipo ya lo había empezado a trabajar desde los inicios de su carrera, como así lo demuestra la Inmaculada del convento de Santa Clara de Palencia, de hacia 1610[137].
A esta primera etapa corresponde también el Nazareno conservado en la iglesia de Santa Nonia, en León, que se le atribuye, y que el escultor habría entregado hacia los últimos años de la década de 1610, y estaría en relación con el Nazareno, no conservado, que hizo para el citado paso del Camino del Calvario[138].
En el arco temporal comprendido entre 1621 y 1625, Gregorio Fernández se afianza en el naturalismo. El taller registra ya una creciente actividad, con un amplio abanico tanto de clientela como de producción escultórica, con presencia en el País Vasco —a donde había llegado a instancias de los franciscanos—. Una obra admirada de este momento es la Sagrada Familia de la vallisoletana iglesia de San Lorenzo (1620), siguiendo la línea que ya iniciara en el citado conjunto del monasterio de Valbuena. Fue un encargo de la Cofradía de San José, que tenía el cometido de velar por los niños expósitos. En 1624 trabaja en el relieve del Bautismo de Cristo destinado al convento del Carmen Descalzo de Valladolid, y al que ya nos hemos referido (Fig.1). El maestro alcanza su plenitud, haciendo el más perfecto de sus relieves, a juicio de Martín González, para quien “se dan armónica cita el culto al desnudo, la potencia de los ropajes, la unción del tema, la monumentalidad de los personajes, junto a un virtuosismo nada excesivo”. Continúa asimismo su actividad para las cofradías penitenciales, y en plena culminación de su carrera contrata el paso del Descendimiento (1623) para la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, un verdadero alarde de composición dentro del género[139].
En esta etapa ejecuta dos de las obras más hermosas de su producción, el Ecce-Homo del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid (hacia 1621) (Fig.4), y el Crucifijo de la iglesia del convento de monjas Benedictinas que se alza en San Pedro de las Dueñas (León), una obra fechada entre 1620 y 1625. En ambos casos, el maestro continúa trabajando en los tipos iconográficos. En el Ecce-Homo, Cristo se representa de pie, en el instante en que es presentado al pueblo por parte de Pilatos y tras haber sufrido la flagelación. En la composición de la pieza es clara la referencia al Doríforo de Policleto, lo que subraya aún más el intencionado equilibrio con el que ha sido concebida. Destaca el conocimiento anatómico del escultor, que hace un verdadero estudio, y su capacidad para situarla en el espacio con el enriquecimiento de puntos de visión al que da lugar el atemperado movimiento con el que se dota. Como ya veíamos, el paño de pureza es de tela de lino encolada; fue retirado durante la restauración, lo que permitió ver plenamente que se trata de un cuerpo desnudo y comprobar que Gregorio Fernández se recrea en la belleza del mismo. Recordemos que la obra fue concebida para ser vista con el perizoma, y nunca en su plena desnudez. Lo mismo ocurre con el Santo Ángel de hacia 1611 conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid; con el Cristo del paso del Descendimiento perteneciente a la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, contratado en 1623; o con el Yacente de la iglesia jesuita de San Miguel y San Julián en Valladolid, del período 1631-1636.
En lo que respecta al tema del Crucificado, Cristo en la cruz se representa exánime, falto de vida. La corona de espinas puede aparecer labrada en el bloque de madera (sobre todo en los primeros tiempos) o ser natural. Los pies aparecen sujetos por un solo clavo. Y el paño de pureza se amolda jugando con los profundos pliegues, anudados en un extremo. Ya que se trata de la iconografía que remata el ático de los retablos, se suelen incorporar la Virgen y san Juan, junto a María Magdalena en algunos casos, como el mayor de la catedral de Plasencia. Destaca la imagen citada del monasterio de monjas Benedictinas de San Pedro de las Dueñas (León), fechable entre 1620 y 1621, y el Crucificado de la capilla de los Valderas, en la iglesia de San Marcelo de León, ya del último período (1631). La principal aportación de Gregorio Fernández a este tema fue el carácter lacerante con el que le da forma plástica, abriendo una profunda herida en el costado, del que mana un chorro de sangre, y que se complementa con la que inunda el rostro fruto de las heridas causadas por el hundimiento en la carne de las espinas de la corona.
Junto a los temas de la pasión, el predicamento de los marianos sigue en aumento, y un ejemplo lo tenemos en la iconografía de la Virgen del Carmen. Con claras aportaciones del escultor, es un tema además muy reclamado por la Orden del Carmelo. Destaca el original conservado en el convento de San José en Medina de Rioseco, fechable en el decenio 1620-1630. La iconografía consiste en la figura de María vistiendo el hábito carmelitano, con el Niño en la izquierda y el escapulario que muestra en la diestra[140].
El período de mayor actividad del obrador de Fernández se desarrolla entre 1626 y 1630, lo que conllevará un creciente aumento del número de colaboradores, y el colapso del taller a la postre. En esta etapa contrata los conjuntos de escultura destinados a poblar los retablos mayores de la parroquial de San Miguel en Vitoria, en el que se comenzó a trabajar en 1627 y no se concluyó hasta 1632[141], y el monumental de la catedral de Plasencia (Fig.11), ultimado en 1632 y en el que destaca especialmente el relieve de la Asunción, dentro de un programa iconográfico que resulta muy expresivo de la España de la Contrarreforma[142].
La producción de Gregorio Fernández es tan amplia que llega hasta alcanzar las tierras americanas, donde se conserva el grupo de San Joaquín, Santa Ana y la Virgen, en la iglesia de San Pedro de Lima —ya estaba terminado en 1629—.
Entre las imágenes de devoción está la Piedad, conservada en la iglesia de Santa María de La Bañeza (León), aunque fue un concierto que hicieron los franciscanos del convento del Carmen de esta localidad con el escultor, el cual fue ratificado en 1628. La devoción a la Inmaculada sigue nutriendo contratos como el que establece para ejecutar la magnífica imagen de esta advocación destinada a la catedral de Astorga, y que ultima en 1626[143], o la Inmaculada que entregó en 1630 al convento zamorano de la Concepción, y que es posible que formara parte de la dote con la que profesó en 1630 doña Magdalena de Alarcón[144].
La talla de santo Domingo que hace para el convento vallisoletano de San Pablo en 1624 es una de las más originales del escultor, que concibe al santo en éxtasis activo y le rodea de los pliegues a percusión —característicos de esta etapa— a que da lugar la extrema angulosidad con la que se crean; o el San Isidro Labrador de la parroquial de Santa María en Dueñas (Palencia), de hacia 1628 y con el que Gregorio Fernández crea otro de los tipos iconográficos de mayor popularidad en Castilla[145], correspondiente a un santo labriego.
El último período de la producción del escultor transcurre entre 1631 y 1636, donde el desfallecimiento de sus energías, la acumulación de encargos, obras inacabadas y fallidas —el retablo mayor de la cartuja vallisoletana de Aniago— constituyen los parámetros definitorios de la recta final de su trayectoria. Aún estaban pendientes de ultimarse los retablos mayores de San Miguel en Vitoria y el catedralicio de Plasencia. Sus dos últimas intervenciones dentro de este género serán: el pequeño retablo concertado en 1628 para la capilla de don Alonso de Vargas en la parroquial de Braojos de la Sierra (Madrid), que no ultima hasta 1632 y en el que destaca la serena belleza de la Asunción —como señalara Pedro Navascués— y el relieve de la imposición de la casulla a san Ildefonso[146]; y el retablo mayor de la iglesia conventual de Santa Teresa en Ávila, del que ejecutaría en parte el relieve central (concertado en 1634). Para este mismo convento hizo un Cristo atado a la columna que supone la culminación del tipo iconográfico; la imagen fue concebida formando grupo con una escultura de Santa Teresa, para interpretar una de las visiones de la Pasión que tuvo la santa; para Martín González, la escultura de la andariega ya es obra de taller[147].
Para el convento de Franciscanas Descalzas de Monforte de Lemos (Lugo) hace en esta etapa un Cristo yacente y una bonita Inmaculada, ambas obras de gran calidad y de las que recientemente Sáez González ha hallado la documentación —con los pagos que se realizan a favor del escultor— que confirma la autoría de Fernández[148].
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A partir de 1624, la salud de Gregorio Fernández había comenzado a deteriorarse, con episodios que se repiten en 1625 y 1627, y ante los cuales se ve obligado a dejar el trabajo momentáneamente; tal vez se trataba de la gota, ya que en el transcurso de la ejecución del retablo mayor de la catedral de Plasencia consta que había sufrido un “corrimiento en la rodilla”. Todo ello indujo a Fernández y a su esposa a otorgar testamento el 11 de diciembre de 1633[149]. El fallecimiento tuvo lugar el martes 22 de enero de 1636. Su mujer María Pérez le sobrevivió hasta 1663. Fue enterrado en la sepultura de su propiedad que poseía en el convento del Carmen Calzado; la lápida se conserva en el Museo Nacional de Escultura como testigo silente de la memoria del escultor[150].
El amplio reclamo de la producción escultórica del maestro explica la dispersión de la misma y la influencia que va a ejercer en las provincias limítrofes e incluso más alejadas, cual es el caso, por ejemplo, de la zona portuguesa[151]. En España, el área de influencia del maestro se ramifica desde el epicentro vallisoletano hasta Toro y Salamanca, Madrid, Navarra, País Vasco, el conjunto de Castilla-León, Galicia, Asturias, Extremadura y Portugal, Valencia, etc. En Oviedo trabaja Luis Fernández de la Vega tras formarse en el taller vallisoletano del maestro; recordemos la capilla de los Vigil en la catedral. Los ecos en la zona vasco-navarra se explican por las obras existentes del maestro, algunas de ellas ya perdidas. Destacan los retablos de los monasterios de Aránzazu y de los Franciscanos de Eibar, aunque en Navarra siempre pesó la influencia del romanismo de Juan de Anchieta hasta bien entrado el siglo XVII[152].
Asimismo, la huella de Gregorio Fernández se dejó sentir ampliamente en Castilla a través de sus discípulos y colaboradores, y de las numerosas obras que salieron del taller con los destinos más diversos, aunque en realidad no tuvo ningún discípulo o epígono con una personalidad fuerte e independiente. Entre sus coetáneos se encuentra el escultor Pedro de la Cuadra (†1629), quien evoluciona desde el romanismo manierista hasta recoger “del maestro lo puramente formal”, pues “sus figuras adolecen siempre de una cierta tosquedad”[153], visible en una producción tan amplia como desigual, en madera y alabastro.
Entre sus discípulos cabe destacar al escultor palentino Agustín Castaño (c.1585-1620) y también a su hijo Juan María Castaño, con obra documentada tanto en Valladolid como en Plasencia; al segoviano Juan Imberto (c.1580-1626)[154]; Andrés Solanes (c.1595-1635)[155]; o Manuel Rincón (c.1593-1638), el hijo de Francisco Rincón, de cuya tutela se hizo cargo el maestro y bajo cuyo magisterio aprendió el oficio de escultor que le facultó para realizar, entre su escasa producción conocida, la figura de san Blas para la iglesia placentina de San Martín, de 1637[156]. Mucho más independiente, aunque influido por Fernández, será el escultor Francisco Alonso de los Ríos (c. 1583-1660); padre del también escultor Pedro Alonso de los Ríos (1641-1720), que se instala en la corte.
Durante el segundo y último tercios del siglo XVII, la trascendencia de Gregorio Fernández continúa latiendo en los escultores y —sobre todo— en los clientes, que siguen solicitando copias de obras del maestro, aunque ahora las tallas se enriquecen en cuanto a pliegues fruto del camino que se ha iniciado hacia la consecución de un mayor barroquismo. Los gestos se hacen más discursivos y los perfiles más abiertos. En el plegado se produce una multiplicación en las dobladuras de un modo cada vez más convencional, lo que implica cierto amaneramiento. Esta tendencia se mantendrá hasta bien entrado el tercer tercio del siglo XVII, en que las dobleces empiezan a quedar relegadas a la zona inferior de las vestiduras, simulando el efecto de choque contra el suelo. El nuevo siglo se abrirá con una suavización en los pliegues, redondeados, sin renunciar a la presencia de algunas angulosidades.
Procedente de Salamanca, donde se estudiará, labora el escultor Juan Rodríguez (c.1610-c.1675) siguiendo los tipos de Fernández, aunque ya con un sentido más ornamental. La procedencia del escultor Francisco Díez de Tudanca (1616-1684) la sitúa García Chico[157] en el pueblo cántabro de Tudanca, de donde Fernández del Hoyo afirma que debía ser su familia al documentar que en realidad se trata de un artista nacido en Valladolid[158]. Debió formarse en el entorno de Gregorio Fernández, cuya influencia es manifiesta en su obra, pero, al decir de Martín González, se trata de un escultor poco inspirado que, no obstante, gozó de una gran fama en Valladolid y sabemos que fue maestro de numerosos discípulos. Aunque tiene una intensa actividad, destacan especialmente sus imágenes de Cristo del Perdón, cuya iconografía materializó en el que hizo para el vallisoletano colegio de Trinitarios Descalzos, hoy en el Museo Diocesano (anterior a 1664); y sus diversas intervenciones en pasos destinados a la Semana Santa: para Medina de Rioseco contrató en 1663 el paso del Descendimiento —que ya hemos visto— aceptando que fuera copia puntual del original de Gregorio Fernández; en Valladolid se conserva el paso del Azotamiento que hace en 1650 junto al escultor Antonio Ribera, y para León también ejecutó diversos pasos[159]. En relación con la iconografía del Cristo del Perdón hay que poner la homónima escultura que Bernardo Rincón (†1660), hijo de Manuel y nieto de Francisco Rincón, hizo para la iglesia vallisoletana de Santa María Magdalena en 1656 (Fig.16)[160]. A la órbita de seguidores de Gregorio Fernández también pertenece José Mayo, escultor oriundo de León, quien trabaja a comienzos de la década de 1670 en los retablos-relicarios de la colegiata de Villagarcía de Campos[161]. El taller de Alonso Fernández de Rozas (c.1625-1681, Oviedo?) pone de relieve el modo en que los modelos de Fernández siguen inspirando, hasta la extenuación. Su hijo José de Rozas (1662-1725) será el continuador del obrador y el encargado de pilotar el tránsito hacia la centuria siguiente, con formas más dulces y suaves. Juan Antonio de la Peña (c.1650-1708) procede del obispado de Mondoñedo, de donde se traslada a Valladolid atraído por su actividad. Su obra más importante es el Cristo de la Agonía, que contrata en 1684 para la vallisoletana Cofradía penitencial de Jesús Nazareno por la cantidad de 900 reales. Se trata de una de las escasas figuras del Crucificado que está en fase de agonía, y que se conservan en Castilla, donde predomina el Cristo ya muerto[162].
Fig. 16. Bernardo Rincón, Cristo del Perdón, 1656. Valladolid, iglesia de Santa María Magdalena.
Los Ávila constituyen otro linaje importante de escultores. El estilo de Juan de Ávila (1652-1702) se mantiene anclado en las austeras formas castellanas derivadas de la tradición que iniciara Gregorio Fernández, y que él lleva a una extrema rigidez; formas que superará su hijo Pedro de Ávila, quien abre ya el camino hacia el siglo XVIII. La trayectoria de Juan de Ávila se inicia en 1680 con el contrato de uno de los últimos pasos procesionales, el del Despojo, hoy en el Museo Nacional de Escultura, y de autoría compartida con Francisco Alonso de los Ríos. En 1692 concierta seis figuras para el retablo mayor de la iglesia de San Pedro, en Lerma, en donde descuella la imagen de san Pedro en Cátedra por las similitudes que presenta con el mismo tema ejecutado por Gregorio Fernández para el convento de Scala Coeli del Abrojo (algo posterior a 1620), y hoy custodiado en el Museo Nacional de Escultura[163]. Al círculo de los Ávila se adscribe el grupo con el Tránsito o Muerte de San José, conservado en el hospital de la Piedad de Benavente (Zamora) y fechado a fines del siglo XVII; se trata de un tema que no es muy frecuente en pintura e insólito en escultura. La amplitud y la teatralidad con la que se concibe, casi procesional a pesar del punto de vista frontal, dotan al grupo de un carácter extraordinario dentro de la imaginería barroca castellana[164].
La provincia zamorana se descubre durante el siglo XVII como un entorno muy proclive a la escultura, y en ella prenden centros que descuellan con luz propia, como es el caso de Toro. Entre los escultores que destacan en la etapa finisecular del siglo XVI se encuentra Juan de Montejo (†1601), quien nacería hacia mediados de la centuria de mil quinientos en Salamanca para trasladarse, hacia la década de 1570, a Fuentesáuco y Zamora, desde donde realiza una abundante obra para todo el obispado, incluida la vicaría de Zamora. La fama de su taller pronto se proyectó más allá de los estrechos límites diocesanos, de modo que en la última década del siglo XVI será llamado a Salamanca, Alba de Tormes o Medina del Campo. La obra de Juan de Montejo prepara sin duda el camino que luego habrán de seguir los grandes maestros de la Escuela de Toro[165]. Coetáneo de Montejo fue el escultor norteño Juan Ruiz de Zumeta (doc. 1585-c.1618), activo en Zamora en las últimas décadas del siglo XVI y autor del Cristo de la Buena Muerte, encargado por Juana Hidalgo para el convento de Franciscanos Descalzos y conservado hoy en la iglesia de San Vicente Mártir, con evidentes signos manieristas, como es la corona de espinas tallada en la cabeza, y una calidad excepcional[166].
Es muy interesante la evolución historiográfica que ha experimentado el taller de Toro y su progresivo conocimiento a cargo de la crítica histórico-artística. Don Manuel Gómez Moreno fue el primero en reparar sobre un grupo de esculturas de esta localidad zamorana “muy afine de Gregorio Fernández”[167]. Su hija María Elena Gómez Moreno dio en llamar Escuela de Toro a la compañía artística formada por los escultores Esteban de Rueda y Sebastián Ducete[168]. Navarro Talegón contribuyó a la definición del taller en 1979[169] y 1980[170]. Y en 2004, Vasallo Toranzo publicó la monografía definitiva sobre ambos artistas[171]. El problema, ya superado, que presentaba la producción de ambos escultores subyacía en el trabajo en común que desarrollaron tras ingresar Esteban de Rueda en el taller de Sebastián Ducete en 1598 como aprendiz, y alcanzar el grado de maestría en 1604[172], de lo que se infiere un trabajo en común que hacía difícil delimitar la actividad.
Sebastián Ducete nació en el seno de una vieja familia de escultores toresanos, bien capacitados para el ejercicio de la profesión a raíz de la larga trayectoria que ya entonces tenía el obrador, y cuyas últimas ramificaciones se produjeron tras emparentar el entallador Pedro Díez con el imaginero Juan Ducete el Viejo (c.1515-c.1583), a raíz de su matrimonio con Beatriz Díez, hija de aquel, y del que nacieron Pedro Ducete y Juan Ducete el Mozo (1549-1613). El nacimiento de Sebastián, hijo de Pedro Ducete, coincidió con la expansión del taller de su abuelo y el inicio de sus hijos como oficiales en el mismo, responsables de una interesante producción romanista durante la segunda mitad del siglo XVI, que vino a remediar en parte el declive experimentado por el ambiente escultórico debido a la influencia de los pintores[173].
Ducete es un escultor que se revela —durante su primera etapa, comprendida entre 1593 y 1608— claro seguidor de Juan de Juni[174], y prefiere un manierismo vivaz frente a la congelada poética del romanismo castellano. Sus tipos derivan de los junianos y también de las estampas manieristas en boga. El resultado, representaciones con un marcado carácter popular que buscan la cercanía con el fiel, combinadas con otra serie de esculturas más idealizadas, con desnudos de gran belleza. En ambos casos, el tratamiento mórbido de la carne es evidente, descartando ya la descripción de músculos, huesos y tendones tan del gusto de la escultura romanista, como bien señala Vasallo Toranzo. En cuanto a los paños, juega de forma aleatoria con el plegado, que nunca es estereotipado, y ello le conducirá hacia la búsqueda —ya en una segunda etapa— de pliegues muy facetados y de gran dureza[175].
En la segunda década del siglo XVII (etapa comprendida entre 1609 y 1620) se producen en el taller de Toro una serie de cambios que conducen la escultura de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda hacia el naturalismo. De un modo progresivo, las figuras adquieren mayor monumentalidad, ponderación en los movimientos, se experimenta con un nuevo tratamiento en los paños, y se aligeran de figuras las composiciones. Esta serie de cambios no puede explicarse por la participación de Esteban de Rueda en el taller, quien había estado contractualmente subordinado a Ducete hasta 1612. Y es poco probable que Esteban de Rueda hubiera trabajado fuera del obrador en el que se había formado. Es más posible que dicho cambio viniera inducido por el propio Sebastián Ducete, alentado tal vez por su discípulo y socio después. Y es probable que en todo ello jugaran un papel decisivo los contactos que establecen con Valladolid entre 1611 y 1612, aunque nunca negaron su marcado ascendiente juniano. Buen ejemplo de lo que decimos es la escultura de san Francisco Javier conservada en la colegiata de Villagarcía de Campos, de 1619, o el Ángel Custodio de la iglesia toresana de la Santísima Trinidad (Fig.17), donde se pone de manifiesto el tratamiento plástico del plegado al que antes hacíamos referencia. Estas obras constituyen un claro precedente para los monumentales bultos redondos del desaparecido retablo mayor de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca, 1618).
La influencia vallisoletana también justifica el nuevo tratamiento de los relieves, donde las figuras principales se adelantan al primer plano y se elimina todo lo superfluo. Sin embargo, y a pesar de esa serie de contactos con Valladolid, los escultores de Toro siempre mantuvieron indeleble una de las características más importantes de toda su producción: el desenfado y desenvoltura en las actitudes, junto a una evidente movilidad en las imágenes que las alejan de la severidad vallisoletana y nos permiten hablar de una alegría de vivir en su expresión. En el período siguiente esta característica alcanzará su plena dimensión, y se materializará sobre todo en las imágenes de Niños Jesús y en los ángeles que sirven de trono y acompañan a la Asunción de la catedral nueva de Salamanca (Fig.3).
Otra de las características de los maestros de Toro será el tratamiento de los plegados, a los que ya nos hemos referido. Los ensayos que había hecho Sebastián Ducete en la primera etapa dan sus frutos en 1611 con un tipo de pliegues que se caracterizan por la descomposición de las telas en múltiples facetas, según se evidencia en el Cristo a la columna de la iglesia burgalesa de San Gil. Estos pliegues evolucionarán hacia formas más amplias, como es evidente en el Ángel Custodio de la Trinidad de Toro (Fig.17) que ya hemos visto; se trata de un tipo de plegado con grandes oquedades, a base de aristas cortantes y angulosas, que crean un profundo y singular claroscuro[176].
Fig. 17. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda, Ángel Custodio, c. 1610-1620. Toro (Zamora), iglesia de la Santísima Trinidad.
La muerte de Sebastián Ducete (†1619) cierra la etapa más prolífica del taller de Toro, y abre una nueva en la que Esteban de Rueda actuará de un modo más libre y evolucionará hacia una sensibilidad más moderna y barroca una vez terminados los encargos que su maestro dejó sin concluir, elaborando modelos propios donde singulariza su progreso hacia el naturalismo. En 1618 ambos maestros contrataban el retablo mayor de la iglesia parroquial de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca) —desaparecido en el incendio que asoló la iglesia en 1971—, que Esteban de Rueda hubo de realizar en solitario materializando una traza ideada por él y su maestro. La arquitectura del conjunto le fue encomendada al ensamblador salmantino Antonio González Ramiro. Sorprende la maestría que despliega Rueda en los bultos redondos del retablo. Se recrea en las actitudes sinceras, alejado ya de las huecas torsiones, los exagerados contrappostos o las elegantes ondulaciones manieristas.
La ulterior evolución de Esteban de Rueda la podemos ejemplificar con la obra de la Asunción de la catedral de Salamanca, que contrata en 1624 (Fig.3) y que viene a ser una excelente muestra de la dirección que toma hacia un estilo mucho más ponderado y sosegado en los años finales de su carrera. Rueda abandona todo tipo de efectismos manieristas para centrar la atención del espectador en la escultura de la cabeza y las manos, espejos de una sentida religiosidad. Aunque la semejanza con el tipo creado con Fernández para las Inmaculadas es evidente, hay que tener en cuenta que, frente al perfil piramidal de aquellas, Rueda impone en la Asunción salmantina uno más ahusado y redondeado; el rostro es menos ovalado e infantil, y las manos no se disponen juntas en actitud de oración, sino abiertas e implorantes con las palmas hacia arriba[177].
Una de las obras maestras de Esteban de Rueda es el grupo de Santa Ana, la Virgen y el Niño que ejecuta en el primer tercio del siglo XVII y se conserva en la iglesia de Santa María, en Villavellid (Valladolid) (Fig.18). Sin duda, es uno de los conjuntos escultóricos más importantes conservados en la provincia vallisoletana, y obra de singular importancia dentro del panorama de la escultura barroca española, tanto por la técnica como por la forma de agrupar las figuras, la familiaridad que se desprende de las expresiones, y la rareza de este tipo de composiciones. El artista ha sabido muy bien captar el juego y la ternura de una escena íntima en la que se insiste en la escenificación de la genealogía de Cristo, de la que están ausentes san Joaquín y el propio san José. Interesa destacar la expresión del Niño, con su mueca entre alegre y triste, que presagia su trágico destino; o el rostro ensimismado de María, que anuncia la futura tragedia. También destaca el contraste entre la joven maternidad de la Virgen y la de santa Ana, caracterizada por sus profundas arrugas; es evidente el modelo que sigue el escultor a partir de la obra de Juan de Juni, con acento en la morbidez de la carne. El plegado se caracteriza por múltiples quebraduras, que se tornan en formas más amplias en el caso de María. En toda la escena hay un evidente costumbrismo que se pone de manifiesto a través de las tocas que llevan las figuras y los sillones en los que están sentadas, cuyo diseño está basado en el mobiliario del momento[178].
Fig. 18. Esteban de Rueda, Santa Ana, la Virgen y el Niño, primer tercio del siglo XVII. Villavellid (Valladolid), iglesia de Santa María.
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Con la muerte de Esteban de Rueda concluye la etapa creativa de los talleres toresanos. El vacío que deja lo llenarán artistas procedentes de Valladolid y Salamanca. La decadencia de los obradores escultóricos de Toro es paralela a la que experimenta el propio enclave urbano, y tendremos que esperar hasta el último tercio del siglo XVII para asistir al resurgir del mismo con la familia de los Tomé[179].
El inicio de la actividad de los talleres salmantinos se produce a partir de la intervención del escultor italiano Juan Antonio Ceroni —procedente de la zona del lago Como— en la iglesia del convento de San Esteban, para el que contrata en 1609 la ejecución del relieve del Martirio del titular, cinco esculturas y el Calvario, aunque la unidad que se desprende de la portada permite intuir que se ocuparía del conjunto de las esculturas. Con esta obra se abre ya el camino hacia el naturalismo, si bien aún de un modo algo tímido[180]. Otros artistas se suman a los inicios de los talleres salmantinos, como el ensamblador y escultor Cristóbal de Honorato el Viejo, luego continuado por su homónimo hijo[181].
Muy pronto se deja sentir en la ciudad del Tormes la influencia de Gregorio Fernández a través de la Inmaculada que contrata la Cofradía de la Vera Cruz en 1620 (Salamanca, convento de la Vera Cruz). Esta relación se hará todavía más evidente con el escultor Juan Rodríguez y la etapa que desarrolla en Valladolid previa al asiento definitivo de su taller en Salamanca hacia 1660.
Los hermanos Antonio (†1647) y Andrés de Paz (†1666) sobresalieron en el ejercicio de su actividad artística durante buena parte de la primera mitad del siglo XVII, Andrés como ensamblador y Antonio como escultor, llegando a ser uno de los maestros de mayor importancia en la ciudad. Antonio de Paz trabajó la piedra y la madera, y en él es patente el influjo de Gregorio Fernández y de Esteban de Rueda. Destacó en el género de la escultura funeraria, realizando sepulcros tanto de tipo yacente —los sepulcros de los Corrionero para su capilla en la catedral de Salamanca, estipulados en 1629— como orante —el sepulcro de fray Pedro de Herrera en la sacristía del convento de San Esteban, fechado por inscripción en 1630—. Y también fue un artista muy reclamado en su faceta como escultor de la madera, en la que solía colaborar con su hermano cuando se trataba de realizar el programa iconográfico destinado a un retablo. Así debió suceder cuando Andrés contrató en 1628 el que iba destinado a la capilla del doctor Antonio Almansa, canónigo de la catedral. Las dos esculturas que se exhiben bajo la advocación de Santiago y Santa Teresa deben ser de su hermano Antonio, quien sigue de cerca el modelo que Gregorio Fernández había difundido para representar a la santa carmelita, inspirándose en la del Carmen Calzado de Valladolid, si bien con variantes. Como es habitual, está representada como doctora, con el libro y una rama florecida en sustitución de la pluma[182].
En 1621 se le adjudicó al ensamblador Antonio González Ramiro y al escultor Antonio de Paz la ejecución del desaparecido retablo de la iglesia parroquial de San Martín, en Salamanca, que no se concluyó hasta 1635, y del que Rodríguez G. de Ceballos y Casaseca llaman la atención por el cúmulo de artífices de primer orden que se dieron cita en el mismo, y que sin duda aprovechó nuestro artista para su propia formación. La traza del conjunto fue ideada por Juan Gómez de Mora en 1621 a tenor de su estancia en la ciudad con motivo de las obras de la Clerecía, y el relieve de san Martín se contrató con Esteban de Rueda en 1624.
En 1644 contrató la escultura del imponente retablo mayor del convento salmantino de Sancti Spiritus, cuyo ensamblaje corrió a cargo de Antonio Martín. El conjunto está destinado a la exaltación de la vida del apóstol Santiago como protector de los españoles —habida cuenta que el templo pertenece a las comendadoras de Santiago— a través de los relieves que conforman el conjunto: la degollación de Santiago, la recepción de su cuerpo por la reina Tota, la aparición del Señor al apóstol antes de una batalla o la venida de la Virgen del Pilar de Zaragoza en presencia del santo en su iconografía como matamoros. En las hornacinas del primer cuerpo escoltan las efigies de san Pedro y san Pablo. Este ofrece unos cabellos y barbas ensortijados que responden claramente al influjo de Esteban de Rueda, aunque se hace necesario igualmente emparentar el tipo con Gregorio Fernández. No obstante, nuestro artista se distingue por la esbeltez que da a sus figuras, como se evidencia en el gran relieve central que se dedica al titular[183].
La obra del maestro se proyecta lejos, pues en 1639 le encargan una figura de santa Teresa para la catedral de León, donde de nuevo repite el tipo de Fernández; ha sido calificada como una de las obras más perfectas que salieron de su mano, hasta el punto de haberse adscrito a la producción de Gregorio Fernández en su última etapa. Aunque son evidentes las relaciones que tiene con la que hizo para la catedral nueva de Salamanca, al ser también la representación de una mujer madura con la expresión de boca anhelante y pupilas muy levantadas, según comentan Ceballos y Casaseca, difiere de aquella en el mayor vuelo y complicación del manto y los quebrados pliegues que indujeron a asignar la pieza a la gubia de Fernández.
Al final de sus días será reclamado por el convento trujillano de San Francisco (Cáceres), para el que hace una preciosa Inmaculada Concepción (Fig.19), donde sigue muy de cerca el tipo fernandesco. La obra fue contratada en marzo de 1647 junto a otra amplia serie de esculturas que no se han conservado: un san Clemente Papa vestido de pontifical y una santa Ana con la Virgen niña en brazos, de cuerpo entero y tamaño natural, además de dos tallas de medio cuerpo con las representaciones de san Antonio de Padua con el Niño en brazos y santa Teresa con el libro en la mano y una pluma en la otra[184].
Fig. 19. Antonio de Paz, Inmaculada, 1647. Trujillo (Cáceres), iglesia de San Francisco.
Jerónimo Pérez de Lorenzana (c.1570-doc.1646) desarrolla su actividad en el primer cuarto del siglo XVII. Ceballos y Casaseca han documentado que nace hacia 1570 en Alba de Tormes, desde donde se trasladaría a Salamanca en 1615 para instalar su obrador en las inmediaciones de la plaza Mayor, donde sabemos que tuvo varios aprendices. De su biografía conviene resaltar las segundas nupcias que estipuló con la salmantina Catalina de Robles y el hijo que nació de esta unión hacia 1621: Bernardo Pérez de Robles, escultor como su padre[185].
La obra que se ha conservado de Jerónimo Pérez es más bien escasa y, pese a todo, se puede caracterizar diciendo que se trata de un escultor de segunda fila; su técnica es tosca y su estilo mediocre, aunque se mueve dentro de los cauces que marcan el tránsito del manierismo de receta de finales del Renacimiento al incipiente naturalismo. Careció de la importancia de Antonio de Paz, y fue superado con creces por su hijo en la segunda mitad de la centuria de mil seiscientos.
En la actividad del escultor hay que citar los trabajos que hace en colaboración con Antonio de Paz. Así, en 1637 trabaja en la iglesia de las Agustinas de Salamanca, para la que hace los capiteles y cuatro relieves con las Virtudes Cardinales, tan afines a Paz que es incuestionable la colaboración de los dos maestros. También hay que citar la escultura que hizo nuestro artista para el retablo mayor de la iglesia de Santiago de la Puebla, dedicado al patrono de España.
No obstante lo dicho, el taller de Jerónimo Pérez fue bastante reclamado en su momento, llegando incluso a trasladarse a Medina del Campo en 1642 para atender las demandas del obispo de Oviedo don Bernardo Caballero de Paredes, quien le encarga la ejecución de cuatro figuras, dos de piedra y dos de madera, destinadas a su capilla situada en la iglesia mayor de San Antolín de aquella localidad vallisoletana, trasladadas con posterioridad al templo de monjas agustinas recoletas —del que era patrono el obispo— y que hoy ocupan los frailes carmelitas descalzos. Una de las figuras de piedra es el bulto funerario del obispo, donde es patente la versatilidad del artista[186].
Después de Antonio de Paz, Pedro Hernández (c.1580-1665) fue el artista más cotizado por la clientela salmantina, aunque su obra ofrece menos calidad al ser más discreta. Nacería en la década de 1580, y murió siendo muy anciano, cumplidos los ochenta años, en 1665. Debió iniciarse como artista en el taller que su padre, del mismo nombre, tenía abierto en Salamanca, dedicado a tareas de ensamblaje y carpintería. Independizado del obrador familiar, el suyo debió ser importante al decir de los aprendices que se le conocen, y que llegaron a alcanzar el grado de maestría: Miguel García (1619), Gabriel de Rubalcava (1628) o Juan de Paz (1630), sobrino de Antonio de Paz.
Desconocemos con quién se formó el artista[187]; su estilo parte de un manierismo bastante atemperado y evoluciona hacia un franco naturalismo barroco, fruto sin duda de sus contactos con Valladolid. A la ciudad del Pisuerga tuvo que desplazarse en varias ocasiones en 1619 al objeto de tomar como modelo la Inmaculada Concepción que Gregorio Fernández había hecho para el convento de San Francisco, y utilizarla como referente para la que había contratado con la Cofradía de la Vera Cruz, y que terminó fabricando, no obstante, el propio Fernández ante los retrasos que Pedro Hernández provocó en su entrega. El impacto que tuvo la obra del maestro vallisoletano hizo que la Cofradía de la Inmaculada, radicada en el convento salmantino de San Francisco el Real, le encomendara en 1622 la ejecución de la imagen titular con la premisa de imitar en todo punto la obra fernandesca de la Vera Cruz salmantina: “ymite en el rostro a la que está en dicho convento y en lo que toca al ropaxe conforme a la que está en la iglesia de la Cofradía de la Cruz”. Junto a Valladolid, en la conformación de su estilo también debió ser importante el conocimiento que tenía de la obra de Esteban de Rueda y Antonio de Paz.
Su amplia producción —más documentada que conservada— se inicia en 1610, con el Ángel de la Guarda que concertaron los oficiales de la Audiencia Real de Salamanca para el altar que poseían en la iglesia de Sancti Spiritu, donde se conserva. La obra es de sabor manierista, y sirvió de prototipo para otras muchas que realizó sobre el mismo tema (iglesia de Villanueva de Figueroa —1614—, San Miguel de Arcediano —1619—, etc.). Del año 1621 es la imagen de santa Ana con la Virgen Niña de la iglesia de Los Villares de la Reina, y de 1623 el san Antón de Zarapicos, obra en la que el escultor demuestra su aprendizaje en Valladolid. Encargo de mayores vuelos fue el que tomó en junio de 1624 para hacer un Santo Entierro de piedra para la iglesia salmantina de San Cristóbal, donde aún permanece (Fig.20). Descuella la figura de Cristo al ser lo más cuidado del conjunto, esculpido con finura y un eficaz naturalismo que le acerca a los Cristos yacentes de Gregorio Fernández. En su composición debió basarse en algún grabado, pues se trata de un tema muy frecuente en el siglo XVI. Cinco años más tarde se obligó a hacer una figura de Cristo con la cruz a cuestas para la ermita de su cofradía en Descargamaría, donde asimismo se conserva. Para el obispado de Plasencia también realizó los relieves del retablo mayor de Santa María de Béjar, las esculturas del mayor de Puerto de Béjar —donde destaca la Asunción de María (1628)—, y un san Marcos para La Garganta (Cáceres) del que solo existe constancia documental[188].
Fig. 20. Pedro Hernández, Santo Entierro, 1624. Salamanca, iglesia de San Cristóbal.
Juan Rodríguez (c.1610/15-c.1675) es un escultor natural de Salamanca cuya formación debió transcurrir en Valladolid, para desembocar seguidamente en una etapa importante de su trayectoria artística que también desarrolla en la ciudad del Pisuerga antes de asentarse definitivamente en Salamanca en 1661, reclamando tal vez el fruto de las relaciones artísticas que siempre mantuvo con su tierra natal[189]. En Valladolid estuvo relacionado, como documentaba el profesor Urrea, con el escultor Antonio de Ribera. Y fue allí donde contrajo matrimonio con Mariana de Oviedo (†1654) en 1636, unión de la que al menos nació una hija llamada Teresa[190]. Su obra fue muy demandada en varias ocasiones por una distinguida clientela vinculada a la Orden del Carmelo.
En Valladolid va a seguir un estilo donde se evidencia la huella de Fernández, que, por otra parte, era lo que demandaban los clientes aun después de los años transcurridos desde su fallecimiento, si bien Juan Rodríguez sobresale por el sentido más ornamental, movido y también claroscurista de su plástica. Fruto de su vinculación con la Orden del Carmelo, heredada probablemente del maestro, será la obra que realiza a mediados del siglo XVII para el convento de San José, de MM. Carmelitas Descalzas, de Medina de Rioseco; destaca la imagen de santa Teresa destinada a la iglesia, donde sigue el modelo creado por Fernández para el convento del Carmen Calzado de Valladolid (hoy conservada en el Museo Nacional de Escultura)[191]. En Valladolid también trabajó para diversos conventos y parroquias; citemos la talla que contrató en 1657 para el retablo mayor de Berceo (Valladolid), o las esculturas de Jesús y María que hizo en 1658 para el convento de esta misma advocación antes de regresar a Salamanca, y en clara referencia al tema de la Sagrada Familia tan demandado por la Contrarreforma[192].
Juan Rodríguez debió trasladarse a la ciudad del Tormes en 1661, después de firmar en Valladolid el concierto para ejecutar los relieves del Nacimiento y la Epifanía para la portada principal de la catedral Nueva (Fig.21). En ambos conjuntos se muestra como un fiel seguidor de las corrientes vallisoletanas procedentes de Gregorio Fernández, del que derivan sus paños, aunque movidos por un mayor barroquismo; de hecho, en el contrato que estipula en 1661 se hace constar que “el ropaje ha de ser volado y laborado con mucho aire, imitando el paño de Gregorio Hernández”[193]. En la catedral salmantina, Juan Rodríguez también interviene en la portada del Evangelio (de Ramos). Su estilo representa una fase más evolucionada en cuanto al barroquismo; su arte es más movido y los pliegues más alatonados, más incisos y, por tanto, de un mayor claroscuro.
Fig. 21. Juan Rodríguez, relieves de la Epifanía y el Nacimiento, 1661. Salamanca, catedral nueva, portada principal.
En 1674 contrató, en compañía de Juan Petí, escultor vecino de Salamanca vinculado a su entorno, la escultura del retablo mayor de la Clerecía, que hay que entenderlo como pieza clave en el desarrollo del Barroco en la provincia y, sobre todo, en la propia ciudad salmantina, precedente inmediato de la obra de los Churriguera[194]. Cuatro potentes columnas de orden gigante y salomónico enmarcan en las calles laterales las figuras de los Doctores Máximos, y ensalzan al centro el gran relieve con la Venida del Espíritu Santo. Desde el ático preside la aparición de la Virgen a San Ignacio de Loyola. Todo ello, bajo la obra del maestro arquitecto Juan Fernández. A comienzos de 1673, Juan Rodríguez se hará cargo de las esculturas destinadas a los retablos colaterales de la Clerecía, contratados un año antes que el retablo mayor[195].
El taller del escultor Bernardo Pérez de Robles será el encargado de aglutinar y atender las demandas de la clientela salmantina avanzada la mitad del siglo XVII. En esta ciudad nace, en el año 1621, fruto del matrimonio que Jerónimo Pérez de Lorenzana (c.1570-c.1642), escultor natural de Alba de Tormes, formó en segundas nupcias con Catalina de Robles. Su formación debió tener lugar en el obrador paterno, un artista sin embargo de medianos vuelos, a quien superará ampliamente su hijo Bernardo. En este confluye la circunstancia especial de haber sido uno de tantos aquellos aventureros que embarcaron rumbo a Indias en busca de fortuna, adquiriendo por tanto la condición de indiano o perulero, según la designación que entonces se empleaba para referirse a los que marchaban a Indias y sobre todo al Perú[196].
Una de las primeras noticias que tenemos sobre el artista nos permite documentar el trabajo que realizaba en 1637 dentro del taller paterno y formando parte del equipo de escultores y canteros encargados de esculpir los capiteles y otros trabajos pétreos destinados a la iglesia de las Agustinas recoletas de Salamanca[197]. Poco después se documenta en Perú la estancia de un Bernardo de Robles y Lorenzana como vecino de Lima en 1644, tras haber pasado un tiempo indeterminado en Sevilla —ciudad a la que es posible que llegara hacia 1642— tratando de lograr la licencia de embarque. En la ciudad limeña contrajo matrimonio con doña Ana Jiménez de Menacho —hija de un proveedor de carne en Lima—, unión de la que nacieron seis hijos, uno de los cuales continuó la profesión paterna, José Pérez de Robles[198].
Bernardo Pérez de Robles desarrolla en América una amplia labor como escultor, donde llega a convertirse en un especialista en la talla de los Crucificados. Hasta los años finales de la década de 1990, tan solo teníamos referencia de la bella imagen de la Inmaculada de la catedral de Lima, que laboró en 1655 junto al resto de esculturas y relieves del retablo de su capilla, y del Cristo de la Vera Cruz que hizo para la iglesia de Santo Domingo en Arequipa en 1662, donde se conserva[199]. Gracias a los recientes trabajos de Rafael Ramos Sosa, este catálogo se ha visto notablemente ampliado con los Crucificados de los monasterios de Santa Clara y de Ntra. Sra. del Prado, ambos en Lima, realizados hacia mediados del siglo XVII, y que le atribuye[200], además del que se conserva en el templo de la Compañía de Jesús en Ayacucho (Perú)[201]. Ramos Sosa intuye que nuestro escultor también debía dedicarse a algún negocio con pingües beneficios que le llevaría a recorrer los Andes. Tal circunstancia le permite explicar su traslado hasta Arequipa para realizar en 1662 el antes citado Cristo de la Vera Cruz para la iglesia de Santo Domingo. Junto a esta especialidad como escultor de Crucificados se une una amplia producción como imaginero, en la que descuella la imagen de san Francisco conservada en el monasterio limeño de Santa Clara[202], entre otras obras.
Bernardo Pérez de Robles regresará a España hacia 1670, adoptando de forma definitiva este nombre con el que va a ejercer su actividad en la ciudad de Salamanca tras ingresar como hermano terciario franciscano. Como ofrecimiento, en 1671 hizo varias imágenes para el convento salmantino de San Francisco, de las que se conserva el Cristo de la Agonía (Fig.22). El artista debió traer consigo esta admirada talla desde el otro lado del Atlántico; está fabricada en costoso nogal americano, razón por la que probablemente no se encarnó.
Fig. 22. Bernardo Pérez de Robles, Cristo de la Agonía, 1671. Salamanca, convento de San Francisco.
La crítica histórico-artística —D. Manuel Gómez Moreno y su hija María Elena[203]— ha subrayado la influencia de Martínez Montañés que se percibe en la obra, lo que viene a corroborar la estancia que hizo en Sevilla antes de embarcar rumbo a América. También debió ver las obras que se conservan en Lima procedentes del obrador del dios de la madera. De este deriva la esbeltez de las proporciones, la angostura de las caderas, junto a la serenidad del rostro, que conserva una imperturbable paz, a pesar de no tratarse de un Cristo muerto sino aún vivo, antes de entregar el espíritu al Padre en medio de atroces tormentos, según describe Rodríguez de Ceballos[204]. Pero la vigorosa insistencia —continúa describiendo el padre Ceballos— en el modelado anatómico de músculos, tendones y venas, que se resalta aún más por la ausencia de policromía, el hundimiento del vientre, lo que viene a subrayar mucho el arco torácico, junto a la pronunciada torsión del tronco en contrapposto con las piernas, lo alejan de los modelos montañesinos. El paño de pureza también va tallado en amplias curvas y abundantes y arremolinados pliegues, que no dejan ver la típica triangulación montañesina. Pende el perizoma de una cuerda ceñida con fuerza. La cabellera y la barba se disponen en finas guedejas muy onduladas y terminadas en punta, tal vez como recuerdo arcaizante de las que se hacían en Salamanca a comienzos del siglo XVII por parte del obrador de los maestros de Toro, según se ponía de manifiesto en el citado retablo desaparecido de Peñaranda de Bracamonte.
De la producción del artista cabe citar también las esculturas que hizo en 1667 destinadas al retablo mayor de la iglesia parroquial de Los Villares de la Reina: desde el ático domina el todo la imagen de un Crucificado en el que es evidente una mayor influencia del arte castellano, escoltado a ambos lados por dos arrebatados ángeles y en los costados del primer cuerpo por san Pedro y san Pablo, con el titular san Silvestre en el centro[205]. También se conserva de su mano la bella imagen de san Pedro de Alcántara que hizo para la catedral de Coria (Cáceres), y que ya estaba terminada en 1676[206].
A grandes rasgos, cabe afirmar que los restantes talleres castellanos van a depender de un modo u otro de la estela que dejó Gregorio Fernández tras su muerte, resuelta en un principio a través de sus propias esculturas o bien de las que pueden realizar sus imagineros, junto a las copias de sus modelos, y que, a la postre, se convertirán en la única vía para llegar a tener una pieza a lo fernandesco. Los talleres encargados de materializar tales encargos, sin embargo, no tendrán una personalidad lo suficientemente importante como para definir un quehacer artístico singular.
En Burgos, la influencia de Fernández y su escuela se testimonia a través de las diversas obras que se conservan procedentes de su taller en varias localidades de la provincia[207], y del magisterio que ejercieron los artistas afines a Fernández sobre algunos escultores burgaleses, que podemos ejemplificar a través de Gabriel de Rubalcaba (1610-1678), uno de los principales introductores del naturalismo escultórico del siglo XVII[208], y de la formación de Ventura Fernández (c.1640-1699) con Francisco Díez de Tudanca; dicho artista puede incluirse ya dentro del Barroco característico del último tercio del siglo XVII[209]. Asimismo, cabe reseñar la proyección que tuvieron los talleres madrileños en la propia catedral con el trasaltar que hizo Pedro Alonso de los Ríos entre 1681 y 1683[210]. Esta proyección se hizo mucho más efectiva en Segovia a través de los palacios reales y del retablo de Ntra. Sra. de la Fuencisla[211].
La pujanza que había tenido León durante el siglo XVI en torno a Juan de Juni, Gaspar Becerra y sus seguidores decae durante el Barroco. Como bien señala Fernando Llamazares, “pocos artistas nativos podemos espigar. Los trabajos de poca monta a estos se les encomendarán, mientras los de cierta importancia se solicitan fuera fundamentalmente a Gregorio Fernández y su escuela”[212]. Las obras del genial artista abren la marcha —la talla de san Juan de Sahagún, para Sahagún, o las tallas de la Inmaculada para la catedral de Astorga y san Marcelo de León, junto a la Piedad de la Bañeza—, y suponen la base del prestigio, que luego será seguido por otra serie de modelos de pasos y obras procedentes de los talleres de Pedro de la Cuadra —la talla de Cristo a la columna de Grajal de Campos—, José Mayo, Díez de Tudanca y José de Rozas. Entre los artistas de la zona, citemos a Diego de Gamboa, José de Ovalle o al más personal Bernaldo de Quirós, junto al astorgano Lucas Gutiérrez[213]. En la misma línea debemos situar el trabajo que desarrollan en Palencia los talleres de Lucas Sanz de Torrecilla (†1615), Juan de Rozadilla, Antonio de Amusco y los hermanos Juan y Mateo Sedano Enríquez (†1686); o en Guadalajara, los de Eugenio de Hervás, además de Juan López de la Cruz, Francisco de Torres y Agustín de Pena[214].
El marcado acento teresiano que tiene la escultura en Ávila se mantiene hasta finales del siglo XVII, según ha constatado Vázquez García a través de la imagen conservada en la parroquia de San Juan, realizada por Juan Rodríguez de Carmona, el escultor abulense más importante entre finales del siglo XVII y comienzos de la centuria siguiente. No sabemos la relación que pudo tener, y si la hubo, con el ya estudiado Juan Rodríguez, que trabaja en Valladolid y luego en Salamanca. Su estilo sigue la estela de Gregorio Fernández; maneja la gubia con soltura y sigue al maestro en el plegado de las telas[215], si bien aquel ya es mucho más movido, fruto de la etapa. Es uno de los artistas responsables de la intensa actividad escultórica que se documenta en los obradores abulenses durante el Barroco[216].
El período barroco dieciochesco tendrá en el área castellana a dos familias clave para su desarrollo y ulterior proyección: los Churriguera y los Tomé. Como ya hiciera Martín González en 1983[217], vamos a considerar a ambas dinastías como un todo, fruto de la importancia que tienen, si bien sumaremos al estudio de su trayectoria el análisis del desarrollo escultórico de los centros artísticos en los que trabajan, a excepción de Madrid, ciudad que los Churriguera alternarán con la de Salamanca en el ejercicio de su actividad, lo mismo que los Tomé y la presencia efectiva que tienen en Toro, Valladolid y Toledo.
La titularidad que ambas familias tuvieron como protagonistas indiscutibles de una de las etapas más características del arte español, les puso en el punto de mira de todo tipo de dicterios en la pluma de quienes contemplaban el Barroco como una etapa decadente y hasta delirante en sus decoraciones y estructuras arquitectónicas lignarias, contrarias por tanto a los ideales neoclásicos, cuyos adeptos eran sabedores, y muy a su pesar, de la amplia base de apoyo popular que tenían. Sin embargo, no todo fueron críticas, y la faceta que José Benito desarrolló como escultor fue valorada por Ceán Bermúdez, para quien sus obras no eran “tan malas como algunos quieren que sean”[218]. Sin perder de vista la importancia que tuvieron los Churriguera y los Tomé en el desarrollo del retablo barroco, nosotros incidiremos no obstante en la faceta que valoraba Ceán.
A la llegada del siglo XVIII[219], Salamanca había configurado plenamente el Barroco gracias a la aportación de José Benito de Churriguera (1665-1725), que hizo de la ciudad un auténtico epicentro artístico y de vanguardia tras madurar y poner en práctica las soluciones que había aprendido en la corte, dando lugar a uno de los capítulos más genuinos del Barroco español con obras tan señaladas como el retablo mayor de la iglesia conventual de San Esteban (1692-1694), su proyecto para el templo mercedario de la Vera Cruz (c.1699)[220] o el destinado a la capilla del Colegio Mayor de Oviedo (1694-1699)[221], y en cuya difusión tendrán mucho que ver sus hermanos Joaquín (1674-1724) y Alberto (1676-1750)[222].
El clan de los Churriguera era extenso, contando arquitectos, ensambladores, escultores, decoradores, tallistas, quizá todo menos pintores, en palabras de Rodríguez G. de Ceballos. El único que abarcó y ejerció todos los oficios fue José de Churriguera, el patriarca de tan amplia y fecunda dinastía y el encargado de ir enseñándolos por separado a los distintos miembros de su clan. El profesor Bonet Correa estudió su faceta como escultor a tenor del trabajo que publicó en 1962 sobre los retablos de la iglesia de las Calatravas de Madrid[223], cuyas tallas le corresponden y para cuya inserción en el conjunto acomodó la traza del altar-baldaquino difundido por Oppenord y Lepautre, y utilizó el hueco central para disponer sobre el tabernáculo las imágenes de san Raimundo de Fitero —fundador de la Orden de Calatravas— y el Salvador, liberando las esculturas de las hornacinas e insistiendo en el efecto de conjunto; al programa se añaden las tallas de san Benito y san Bernardo que localizó la profesora García Gaínza, que hasta 1995 se creían perdidas y en las que es evidente la maestría del artista en la materia: “Las esculturas de ambos santos se hallan inmersas dentro de los modos del barroquismo imperante en Madrid en el primer tercio del siglo XVIII perceptible en la sinuosidad de los cuerpos, la valoración de los perfiles y la nueva sensibilidad en el tratamiento de los rostros suavizados de toda aspereza. La calidad de la ejecución excelente en algunos detalles —cabeza y mano de san Benito— hacen merecedor a José Benito de la fama de escultor que disfrutó en su época”.[224] A este conjunto de esculturas Bonet Correa añade las del retablo de San Esteban de Salamanca, y una amplia y notoria serie cuya definición definitiva aún está pendiente de ser abordada[225].
Sin embargo, el auténtico escultor del clan fue José de Larra Domínguez, cuyo ingreso en el mismo se produjo tras casarse con Mariana de Churriguera en 1689 y convertirse por tanto en cuñado de los tres afamados artistas, a cuya actividad estará estrechamente vinculado. José de Larra se había especializado en la escultura y el relieve de un modo exclusivo, y su presencia en Salamanca desde comienzos del siglo XVIII vino a remediar el notable decaimiento que se había experimentado en la actividad escultórica de la ciudad desde finales del siglo XVII tras la muerte de Bernardo Pérez de Robles, al tiempo que propició el abandono de los modelos que hasta entonces habían suministrado los talleres de Valladolid, a favor de los madrileños[226].
El nacimiento del artista en Valladolid o en su entorno y el posterior traslado a la corte para entrar en calidad de oficial en el taller de José Benito, donde conocería a su futura esposa, contribuyeron a definir el sosegado estilo escultórico de José de Larra, en el que sobresalen los pliegues redondeados, propios del momento, junto a los perfiles estilizados y elegantes de sus figuras, lignarias o pétreas. El enorme éxito de sus cuñados condicionó el traslado posterior de la familia Larra Churriguera a Salamanca entre 1693 y 1706, según Rodríguez G. de Ceballos, pasando entonces a colaborar de forma activa con el taller de Joaquín y Alberto, del mismo modo a como lo había hecho en Madrid hasta entonces en el de su otro cuñado José. Asimismo, en el entorno de los Churriguera trabajarán los escultores Francisco Martínez de Fuente y Jacinto Antonio Carrera, que a comienzos del siglo XVIII eran los escultores más capacitados para la labra en piedra junto con José de Larra.
El taller de José de Larra debía ser ya importante a comienzos de la centuria, con varios aprendices y oficiales, llegando a destacar como el mejor escultor dentro del panorama artístico salamantino, testigo que cederá a su discípulo Alejandro Carnicero a partir de la cuarta década de la centuria. De sus hijos, solo José Javier de Larra Churriguera fue escultor como su padre, y junto a él se formó trabajando en la sillería del coro de la catedral salmantina, para derivar posteriormente hacia el arte de la orfebrería. Entre sus vástagos destacó especialmente Manuel de Larra Churriguera, aunque en la faceta de arquitecto y ensamblador[227].
A partir de la década de 1710, su taller acumula numerosos encargos para destinos muy diversos, lo que le obliga a una mayor intervención de los miembros de su obrador. En enero de 1712 Joaquín de Churriguera contrató el retablo mayor de la catedral de Zamora, designando a su cuñado para la ejecución de la parte escultórica, en la que ya contó con la colaboración de Alejandro Carnicero. A juzgar por el precio de todo el conjunto, debía ser el más importante de los que realizaron ambos cuñados en colaboración, aunque nada perdura del mismo después de ser desmontado en 1758 para sustituirlo por otro neoclásico[228]. El retraso que sufrió el zamorano en su entrega debió venir suscitado por diversos factores, entre los que se encontraba el trabajo que al mismo tiempo Larra tenía que hacer para el altar baldaquino de San Segundo de la catedral de Ávila y el retablo de la ermita salmantina de la Vera Cruz.
En 1714 contrató el paso del Encuentro de Jesús con las hijas de Jerusalén (Fig.23) para la Cofradía penitencial de Jesús Nazareno que se servía en el desaparecido Colegio de Clérigos Menores, de Salamanca, y que actualmente se conserva en la iglesia de San Julián y Santa Basilia. En origen, ocho figuras integraban el paso, aunque remodelaciones posteriores determinaron su actual composición de cinco tallas. Es claro el precedente compositivo del paso del Camino del Calvario de Gregorio Fernández. Y es creación personal de José de Larra el Nazareno de vestir que centra el conjunto, del que son además señas personales del escultor los arcos superciliares y los pómulos. Aunque los sayones conservan el naturalismo, ya no incurren en la caricatura del siglo anterior[229].
Fig. 23. José de Larra Domínguez, Encuentro de Jesús con las hijas de Jerusalén, 1714-1716. Salamanca, iglesia de San Julián y Santa Basilia.
Con el nombramiento de Joaquín de Churriguera como maestro mayor de la catedral de Salamanca en marzo de 1714, José de Larra pasó a dirigir las labores escultóricas del templo bajo la supervisión de su cuñado y hasta la consagración de la catedral en agosto de 1733, con el apoyo de un amplio equipo formado por Francisco Antonio Martínez de la Fuente, Alejandro Carnicero, Francisco Esteban y Antonio Rodríguez, encargado de realizar la escultura para ornar el templo y la linterna del crucero, en cuyo tambor aún se conservan —a pesar de su desplome a raíz del terremoto de Lisboa en 1755— ocho relieves dedicados a la vida de la Virgen, obras de José de Larra. Tras fallecer Joaquín de Churriguera en setiembre de 1724, su hermano Alberto le sucedió en la maestría de la catedral y en la dirección de la inacabada sillería coral, para cuya realización siguió contando con su cuñado y la colaboración de los citados Francisco Martínez de la Maza y Alejandro Carnicero, entre otros artífices. Según Albarrán Martín, se pueden considerar obra personal de José de Larra los siete tableros centrales de la sillería junto a otras tallas como los ángeles mancebos que flanquean el templete sobre el asiento episcopal[230]. Antes de fallecer Joaquín, este también le había propiciado el contrato para que Larra ejecutara las esculturas destinadas a las fachadas de la Casa de Niños Expósitos y de la portería del convento de Agustinas Recoletas de Salamanca, que cometió en torno a 1720.
La colaboración entre Larra y su discípulo Alejandro Carnicero se irá haciendo cada vez más evidente tras el trabajo que ambos desarrollaron en la sillería salmantina o en la decoración del retablo de Ntra. Sra. de la Montaña de Cáceres (c.1724), de forma que Carnicero consolidó su prestigio a finales de la tercera década del siglo, habiendo incluso ocasiones en las que se prefiera su intervención a la de su maestro. Ambos colaborarán con Alberto Churriguera en la ejecución de los medallones decorativos de la plaza Mayor de Salamanca. Y es posible que Larra contara con sus colabores más asiduos para materializar la escultura del gran tabernáculo destinado al presbiterio de la catedral salmantina, cuyo proyecto había ideado Joaquín aunque fue su hermano Alberto el encargado de construirlo a partir del mes de octubre de 1726. De la mano de su cuñado también vino el encargo que Larra recibió para confeccionar los diseños que hizo entre 1732 y 1733 para las esculturas de los Padres de la Iglesia, la Asunción, San Pedro y San Pablo de la fachada catedralicia de Valladolid, y que los escultores Pedro de Bahamonde y Antonio Gautúa se encargaron de realizar.
La marcha de Alejandro Carnicero a Valladolid a comienzos de la década de 1730 hizo que el taller de Larra aglutinara la clientela que dejaba tras de sí en Salamanca. Sin embargo, no es posible que se ocupara de muchas obras puesto que se sabe que estuvo impedido varios años antes de fallecer en agosto de 1739.
Las primeras referencias sobre este artista se deben a su hijo Isidro Carnicero y a las notas que le hizo llegar a J.A. Ceán Bermúdez[231] sobre la trayectoria de su padre. Alejandro Carnicero nació en la localidad vallisoletana de Íscar en junio de 1693, y fue el hijo primogénito del matrimonio formado entre Diego Carnicero Pérez y Ana Miguel Merino[232]. Sin más referencias seguras sobre su infancia, su llegada a Salamanca debió producirse en torno a 1707 o 1708 para entrar como aprendiz del escultor José de Larra Domínguez, quien acababa de asentarse en la ciudad del Tormes[233]. El grado de oficial debió alcanzarlo en el contexto del proceso constructivo del retablo mayor de la catedral zamorana, lo que llevó a Ceán a afirmar que “aprendió su profesión en Zamora con D. Josef de Lara”[234]. Este había contratado la hechura de la obra en 1712 y fue la primera intervención significativa de nuestro escultor, razón de más para barajar esa fecha y situar en ella su paso a oficial.
No transcurrieron muchos años hasta alcanzar la maestría, pues en septiembre de 1715 figura con este título en las obras de la cúpula de la catedral Nueva salmantina[235]. Al igual que sucedió con Gregorio Fernández, según veíamos, la capacidad para contratar obras por sí mismo le confirió la estabilidad necesaria en orden a formar una familia, de modo que en 1716 desposaba a Feliciana Jiménez Montalvo. Alejandro Carnicero llegaría a contraer matrimonio en tres ocasiones más. De sus siete hijos, tres de ellos fallecidos a muy corta edad, Gregorio (1725-1765) e Isidro (1736-1803) siguieron el camino del padre, llegando a ser este último el discípulo más destacado entre sus vástagos, pues llegó a alcanzar en 1798 el puesto de Director General de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Los dos restantes, Antonio Nicanor y José Mateo, heredaron el amor por las artes. Antonio llegó a ser “pintor de cámara de S.M. y graba á buril”, mientras que José, “que aunque tiene principios de dibuxo y grabado en hueco, no sigue las bellas artes”[236].
Alejandro Carnicero fue un escultor versátil, que dominó la talla en piedra, en madera y que practicó también el grabado a buril. Destaca el que hizo con la imagen de san Miguel que él mismo había tallado en 1736 para el hospital de la misma advocación en Nava del Rey, hoy conservada en la iglesia de los Santos Juanes. Fue un hombre de acentuada religiosidad desde joven, lo que le hizo ingresar en varias cofradías y entrar como terciario carmelita de la Antigua Observancia en el convento de San Andrés de Salamanca, donde recibió el hábito en abril de 1726 y profesó un año después; en esta circunstancia debió mediar la recomendación de su maestro José de Larra, quien había recibido el hábito en 1725[237]. Esto no era sino el reflejo de las buenas relaciones que mantuvo con otros artistas salmantinos, y también de su creciente notoriedad, lo que le llevó a participar en 1727 en la fundación de la congregación de artistas de la ciudad, de San Lucas Evangelista, reflejo a su vez de la vitalidad que habían alcanzado los obradores del Tormes[238].
Educado en la escuela barroca vallisoletana y en la nueva sensibilidad del Barroco decorativo cortesano a través de su maestro José de Larra, en su obra se advierte una evolución hacia una sensibilidad mucho más refinada, que entra de lleno con el sentimiento rococó; así lo pregonan la belleza, dulzura y candor de su obra, y las actitudes de sus figuras. Asimismo, el abandono de los excesos dramáticos en favor de unas composiciones más equilibradas y calmadas, no exentas de gracia en los gestos o de un evidente virtuosismo a la hora de tratar las telas, hace que sus esculturas más avanzadas anticipen ya una estética que va a estar más en consonancia con el academicismo que poco a poco se abre paso en la segunda mitad del siglo XVIII.
Andrés Ordax resumía en 1980 las cuatro etapas en las que se desarrolla la trayectoria de Alejandro Carnicero[239], cuya obra se proyecta a Valladolid, Extremadura y Madrid. La primera se inicia en Salamanca y se desarrolla hasta 1733, en que se traslada a la ciudad del Pisuerga. Una vez alcanzada su independencia como escultor, Carnicero se va abriendo camino y comienza su prestigio como artista. Entre 1716 y 1730 se fecha el grupo de la Flagelación o los Azotes, que realiza para la ermita de la Vera Cruz, de Salamanca (Fig.24), claramente inspirado en el vallisoletano de Gregorio Fernández, de donde es evidente que bebe a la hora de concebir el paso en general, y el Cristo flagelado en particular. No obstante, Carnicero supo imprimir su sello personal al grupo, dotando a las figuras de un mayor dinamismo y —sobre todo— creando unos tipos de sayones que alcanzaron una gran popularidad. Los caracteriza como personajes rudos y feroces, e incluso algo grotescos en el caso del soldado romano. En todo el conjunto domina un claro sentido de elegancia y belleza próximo al espíritu rococó[240].
Fig. 24. Alejandro Carnicero, Paso de la Flagelación o los Azotes, 1716-1730. Salamanca, ermita de la Vera Cruz.
En estos años también participa con Joaquín de Churriguera en el coro de la catedral de Salamanca, haciendo los tableros de san Lucas Evangelista y santa Teresa de Jesús (1726-1727). Y ejecuta el bonito grupo de la Virgen del Carmen con San Simón Stock y un Ángel (1728), conservado en la capilla de la V.O.T. del Carmen en Salamanca, hoy iglesia del Carmen de Abajo. Según el contrato, todas las esculturas tenían que ser de bulto y habrían de llevar ojos de cristal. Para su composición, Alejandro Carnicero siguió el relieve de igual asunto tallado por Gregorio Fernández hacia 1630-1636 para el convento vallisoletano del Carmen Calzado, junto a otra serie de repertorios y estampas grabadas. Se trata de uno de los escasos grupos escultóricos del siglo XVIII que se han conservado. Aunque en un principio se concibió para presidir su altar dentro del convento, en 1759 se trasladó a la capilla que la V.O.T. había edificado junto al mismo, y se instaló en el retablo mayor fabricado por el ensamblador Miguel Martínez, en cuya traza de 1758 figura el grupo presidiendo el conjunto.
Su progresiva participación en las obras salmantinas le va a deparar reconocido prestigio en la década de 1730, lo que se verá recompensado al contratar la decoración escultórica de la plaza Mayor de Salamanca (1730/32-1746), cuya construcción, dirigida en un primer momento por Alberto de Churriguera, será la empresa más ambiciosa de ese momento. Para la ejecución de los medallones, Alejandro Carnicero se basó en los modelos de la serie de monarcas españoles que había grabado Jacques Blondeau (1655-1698) a partir de los dibujos de Ciro Ferri (1634-1689), publicada en Roma en 1685 y reproducida en la edición latina de la Historia de España del padre Juan de Mariana (1536-1624), que apareció en La Haya en 1729, el mimo año en que comenzó la construcción de la plaza, y que debió ser la edición que manejó el artista[241].
El paréntesis vallisoletano (1733-1738). En el verano de 1733 el artista se vio obligado a ingresar en el hospital de Inocentes o Dementes de la ciudad del Pisuerga a consecuencia de una repentina enfermedad. Decidió entonces instalarse en Valladolid hasta finales de 1738, ubicando su taller en la ciudad. En este marco acomete, en 1736, el bellísimo San Miguel Arcángel conservado en la iglesia de los Santos Juanes de Nava del Rey (Valladolid), procedente del hospital de San Miguel de la misma localidad (Fig.25). Representa a san Miguel derrotando al demonio, y es manifiesta la habilidad de Carnicero para hacer una estatua en equilibrio inestable, pues solo apoya sobre una pierna; incide pues en el espíritu barroco, todo gira y se mueve. Tanto el escudo como la clámide se disponen abiertos. Posiblemente, es el san Miguel concebido con mayor dificultad[242].
Fig. 25. Alejandro Carnicero, San Miguel Arcángel, 1733. Nava del Rey (Valladolid), iglesia de los Santos Juanes, procedente del hospital de San Miguel de la misma localidad. Foto: José Manuel Rodríguez, procedente del trabajo de Albarrán Martín, 2012, p. 237.
El regreso a Salamanca (1738-1750). Después de esta y otra serie de imágenes que Ceán Bermúdez no precisa, aunque indica que estaban destinadas a Valladolid, Carnicero abandona la ciudad del Pisuerga para instalarse de nuevo en Salamanca, donde, después de la muerte de José de Larra en agosto de 1739, la actividad escultórica quedará en sus manos. En la década de 1740 se desarrolla la etapa más fructífera de su trayectoria, recibiendo encargos procedentes de distintos puntos del país, lo que contribuirá a difundir fuera de Salamanca los caracteres propios de su estilo. Como ejemplo singular, citemos la imagen de santa Eulalia de Mérida que hace en 1743 para la catedral de Oviedo, dentro del proceso de modernización que experimenta la sede a partir del segundo tercio del siglo XVIII. Entre 1743 y 1744 ejecuta los tableros de la sillería del coro alto del monasterio de Guadalupe, en Cáceres, durante el priorato de fray José de Almadén (1742-1744), dentro del conjunto de obras que se emprendieron entonces en la iglesia; Manuel de Larra Churriguera, hijo del escultor José de Larra, presentó la traza y las condiciones para realizar la obra en julio de 1743 y el ajuste final se cerró en octubre de ese año. Según el acuerdo tomado, la sillería está labrada enteramente en madera de nogal, y se adapta a los cinco tramos en los que se desarrolla el ochavo del coro, siguiendo el modelo de la sillería de la catedral de Salamanca. Una vez más, es Ceán Bermúdez quien nos proporciona la noticia sobre la intervención de Alejandro Carnicero en esta obra, que habría subcontratado con Manuel de Larra y que él se encargó de dirigir en su totalidad y de realizar en su obrador de Salamanca. La asistencia de sus colaboradores en tan ardua empresa es clara en los relieves dedicados a las santas del coro bajo y en el conjunto de las labores de talla realizadas en la sillería. Sin embargo, a Alejandro Carnicero le corresponden los tableros de la parte superior, a excepción de los cinco centrales en los que se representan a El Salvador, san Jerónimo, san Pedro, san Juan Bautista y san Pablo, que debieron ser obra de algún aventajado alumno y razón para que Ceán dijera que solo eran de su mano un total de cuarenta relieves. La calidad descuella en la gubia de Carnicero a través del amplio repertorio de posturas y actitudes en las que resume buena parte de lo que hasta ese momento había hecho en su carrera. Son figuras elegantes, que concibe bien de frente o de tres cuartos, de perfil, de espaldas y con el dinámico contrapposto[243].
En 1745 realiza las figuras alegóricas destinadas a decorar el órgano de la catedral de León, obra del célebre maestro organero Pedro de Liborna Echeverría (1696-1771) en lo tocante a la parte musical, y bajo cuya dirección el tallista salmantino Luis González hizo la caja con los diseños que Simón Gabilán Tomé —que entonces ostentaba el cargo de maestro mayor de la sede— debió proporcionarle. Las esculturas de Alejandro Carnicero para el órgano son parte de lo más destacado de su producción, dada la calidad formal y planteamiento iconográfico de las mismas. Hasta la fecha no había sido frecuente introducir alegorías musicales en la caja de un órgano, las cuales representa el artista y sitúa junto a santa Cecilia, que se acompaña por tanto de la Música, la Mensura y la Armonía. Al igual que sucedió con el retablo mayor catedralicio, según veremos al analizar la trayectoria de Simón Gabilán Tomé —y que hoy se conserva en el monasterio leonés de los Padres Capuchinos—, el órgano fue trasladado a la iglesia de San Juan y San Pedro de Renueva de León, si bien las esculturas de Carnicero permanecieron en la catedral hasta que Javier Rivera las relacionó con su gubia y publicó en 1978[244].
También se encarga en esta etapa de realizar la decoración escultórica del retablo mayor de la catedral de Coria (1746-1748), en el que figuran san Pedro de Alcántara, por ser patrono de la diócesis cauriense, y santa Teresa de Jesús, que tuvo en el santo a su director espiritual. Se acompañan de san José, san Francisco de Paula, junto a la Asunción de María y la Piedad en la calle principal, además de las esculturas del tabernáculo. Sin duda, el grupo de la Piedad llama la atención por ser obra maestra del artista y el más monumental de cuantos tallara. Su inclusión en el ático del retablo se decidió en el transcurso de la obra, ya que en un principio iba un Calvario en su lugar. Martín González adujo en 1959 que la razón para este cambio debía estar en el precedente que supondría la instalación de una escultura de similares características en el retablo de la capilla de la Buena Muerte de la Casa Profesa de Valladolid[245].
Alejandro Carnicero contaba por entonces con un amplio y activo taller desde donde remitía sus obras, y del que también saldrían un buen número de discípulos, como Manuel Álvarez el Griego[246], el más importante al ser uno de los escultores que protagonizan la segunda mitad del siglo XVIII.
La etapa final en la Corte (1750-1756). El momento cumbre de su carrera llegaría en 1749 y a la edad de 56 años, tras ser llamado a la corte para trabajar en la decoración escultórica del palacio real nuevo de Madrid junto a los artistas más importantes llegados de todo el país, lo que sin duda suponía el reconocimiento definitivo a su carrera profesional. Una vez más, sabemos por Ceán que Alejandro Carnicero fue convocado a tal empresa por el secretario de estado don José de Carvajal y Lancáster (1698-1754)[247] en el verano de 1749[248]. En este gran proyecto, trabajó a las órdenes del escultor Felipe de Castro (1711-1775), y acometió las esculturas de Sisebuto y Wamba (1750-1751) que iban situadas en la balaustrada superior del palacio —hoy en el parque de Sisebuto y en el Paseo de la Vega Alta de Toledo, respectivamente—, la de Sancho el Mayor de Navarra (1751-1753), ubicada en la fachada este del edificio palaciego, además de los relieves destinados al corredor del piso principal con los temas del Consejo de Castilla (1753-1755) y el Consejo de las Órdenes Militares que realiza junto a su hijo Isidro, y conservados, el de Castilla, en el Museo Nacional del Prado, y el segundo, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando[249].
El desarrollo de la escultura en los obradores salmantinos a partir de mediados del siglo XVIII lo podemos seguir a través de los maestros que se citan en el Catastro del marqués de la Ensenada (1750-1754). De los ocho escultores que se registran en la ciudad en junio de 1753, al menos tres se habían formado con Alejandro Carnicero: su hijo Gregorio, Domingo Esteban y José Francisco Fernández; se añaden Mateo de Larra —hijo de Manuel de Larra Churriguera y nieto de José de Larra— y Manuel Benito, que estaban vinculados al obrador; junto a Simón Gabilán Tomé, Juan de Múgica —que había trabajado en la sillería coral salmantina al lado de Carnicero— y el tallista Alonso González. Simón Gabilán acaba de abrir su taller en Salamanca tras ganar en 1750 la plaza de arquitecto del Colegio de Oviedo[250], y es posible que albergara el ánimo de llenar el vacío que había dejado Carnicero tras su marcha a Madrid —a él nos referiremos en el marco de la familia de los Tomé—. Ninguno de los discípulos llegó a hacer sombra al maestro. Además, Manuel Álvarez y su hijo Isidro —los más aventajados— se habían trasladado a la corte a finales de la década de 1740, donde asimilarán la estética académica[251].
Uno de los discípulos más importantes de Alejandro Carnicero en Salamanca fue su hijo Gregorio (1725-1765), escultor y grabador en hueco según Ceán, aunque no se conocen obras de la última modalidad[252]. Con el traslado de su padre a Madrid pasó a regentar el obrador, y es seguro que continuara recibiendo encargos en los que sigue muy de cerca las enseñanzas que había recibido desde niño. De su obra escultórica en Salamanca solo tenemos documentados los dos mancebos que hizo para flanquear el vano principal del segundo cuerpo de la fachada del pabellón de la casa consistorial de Salamanca[253]. El matrimonio que Gregorio contrajo con la hija del ensamblador y tallista Agustín Pérez Monroy, llamada Teresa Monroy Fontela, ha suscitado la atribución que se le hace de las cuatro esculturas del retablo mayor de la parroquia de San Cipriano en Fontiveros, Ávila, que contrató el ensamblador Miguel Martínez con el citado Pérez Monroy en marzo de 1753: san Cipriano, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús y san Segundo[254]. La ausencia de más obras de este escultor hay que ponerla en relación con el traslado que hizo de su taller a mediados del siglo XVIII a Madrid, donde se documenta su participación en la decoración del Palacio Real, para el que hizo la medalla de La Gramática destinada a la galería inferior del edificio (1756-1758)[255], y en el que es manifiesta la calidad del artista.
Domingo Esteban fue otro de los escultores cuya formación se documenta en el taller de Alejandro Carnicero entre 1727 y 1733 aproximadamente. Nacido en Salamanca en torno a 1714, su escasa obra conservada nos permite determinar que fue, no obstante, un escultor de mérito, grado de maestría para el que ya estaba acreditado en 1739. De su producción destaca la Virgen Dolorosa que hizo para la ermita del Cristo de la Vera Cruz, de Rasueros (Ávila), en 1755, para la que siguió fielmente la escultura de igual asunto atribuida a Felipe del Corral y conservada en la salmantina ermita de la Vera Cruz, y que parte, en todo caso, del consabido modelo juniano. En la abulense, Domingo Esteban demuestra el dominio que tenía de la técnica escultórica a través de una obra perfectamente equilibrada, el jugoso tratamiento del plegado y el realismo que imprime en el rostro de María. La parroquia de Rasueros debió quedar satisfecha con el encargo, razón por la cual volvió a acudir al artista entre 1771 y 1772 para que se hiciera cargo de cuatro esculturas destinadas al retablo mayor: san Andrés, san Pedro, san Pablo y san Miguel, de tamaño natural y acusado realismo en rostros y manos.
José Francisco Fernández era hijo del tallista y ensamblador Gaspar Fernández, y junto a su padre parece ser que trabajó asociado tras formarse con Alejandro Carnicero y en calidad de escultor de los retablos contratados en el taller familiar. Entre sus obras, citemos la decoración de la sacristía de capellanes de la catedral de Salamanca (1755), y los relieves que hicieron en madera entre 1765 y 1767 para el retablo de la capilla de la Universidad salmantina, con diseños de Simón Gabilán Tomé[256].
La localidad zamorana de Toro es el centro donde radica el taller que dirige Antonio Tomé (1664-1730) desde las últimas décadas del siglo XVII tras recoger el testigo que habían dejado Esteban de Rueda y Sebastián Ducete, y que proyectará a la centuria siguiente a través de la obra de sus hijos, sobre todo de Narciso. Dicho obrador surgió entre los tallistas que entonces trabajaban en la ciudad, como los notables entalladores Alonso Rodríguez y Alonso de Entrala y Rueda, autores del retablo mayor de la iglesia toresana del Santo Sepulcro (1691), presidido por un Resucitado que Antonio Tomé hizo para el nicho central entre 1691 y 1692[257]; y autores también de los tres retablos de la cabecera del convento de Sancti Spiritus, en Toro, de cuyas esculturas y relieves se encargó Antonio Tomé a comienzos del siglo XVIII[258].
Antonio Tomé fue el creador de un importante linaje de artistas. Nacido en Toro en 1664 y casado con Ana Martín, será padre de ocho hijos, de los cuales tres se dedicaron al arte: pintor fue Andrés (1688-1761); Narciso (1694-1742) se dedicó a la arquitectura y la escultura, y fue el que más fama acaparó; y Diego (1696-1762) ejerció el oficio de su padre como escultor. El dato relativo a que la familia vivió habitualmente en Toro no es incompatible con la proyección que tendrá su obra, repartida entre las provincias de Zamora, Valladolid, Segovia y Toledo, un taller, a fin de cuentas, itinerante con centro en la localidad toresana, y con una amplia huella[259].
Antonio Tomé era además hermano de Juana Tomé y, ambos, hijos del matrimonio formado entre el labrador Simón Tomé y Mariana Diego. Juana Tomé casará con el tejero Simón Gabilán, y de esta unión nacerá el también arquitecto y escultor, e incluso pintor, Simón Gabilán Tomé (1708-1781)[260], cuya amplia producción se reparte entre las provincias de Zamora, Salamanca, León y Segovia, lo mismo que en el caso de su tío y sus primos.
La actividad escultórica que Antonio Tomé desarrolló tuvo su refrendo en los apodos por los que era conocido según se recoge en documentos del siglo XVIII, como el Santero o Antonio de Santa Catalina. Sus inicios en el arte aún no se han clarificado, y son objeto de atención de los distintos investigadores que han abordado el estudio de su obra. Como quiera que sea, lo que sí parece claro es que debió tener una sólida formación artística, y una capacitación suficiente para encarar empresas de cierta envergadura. En su obra se aprecia un reflejo no disimulado de Juan de Juni y Gregorio Fernández a través de Esteban de Rueda y Sebastián Ducete, o bien de forma directa en la propia ciudad del Pisuerga, donde pudo contemplar la obra del maestro[261].
En su trayectoria se distingue un primer estilo, que es previo a la entrada en escena de su hijo Narciso. Los modos del primer Tomé se caracterizan por un tradicionalismo anclado aún en las formas del siglo XVII, sin gran personalidad y con un estilo aún muy poco definido[262], según pone de manifiesto en obras como el relieve de la Trinidad, que preside el retablo de la iglesia toresana de la misma advocación, encargado en el último año del siglo XVII[263]. Sin embargo, en el programa escultórico que hizo para los tres retablos del citado convento de Sancti Spiritus en los primeros años del siglo XVIII, o en las tallas que hace en 1708 para la iglesia de San Esteban de Fuentesecas (Zamora), donde pudieron ayudarle sus hijos, se aprecia una evolución hacia una mayor estilización de las figuras, como se constata en el san Antonio de Padua del convento toresano de Santa Clara (c.1710)[264], y aún más en el programa escultórico de la iglesia parroquial de San Miguel Arcángel en Villavendimio (Zamora), que pudo concluir en 1714 y en el que se diferencian dos estilos: una mano más sensible y delicada en las imágenes de bulto, precedente del rococó, con rostros de rasgos finos y menudos y gestos lánguidos y pausados; y otra más inexperta, ruda y tradicional en los relieves. Prados García afirma que por estas fechas ya estaban plenamente activos sus tres vástagos, por lo que es evidente la participación de todo el taller en la elaboración del programa[265].
La forma conjunta de plantear los encargos define la producción de los Tomé y hace muy difícil distinguir el estilo de cada uno de ellos, sobre todo teniendo en cuenta que Antonio debió ejercer un control absoluto sobre los modelos. Sin embargo, hubo obras en las que parece clara su intervención directa, y a partir de ellas se hace evidente la evolución que su estilo había experimentado, tal vez en un intento de asimilar la versatilidad y gracilidad que Narciso y Diego demostrarán poco después en los relieves de la fachada de la Universidad de Valladolid, que realizan a partir de 1716. Como ejemplo, citemos la última obra que se ha dado a conocer recientemente de la trayectoria de Antonio, el retablo mayor de la iglesia de la Trinidad Calzada de Zamora —hoy parroquia de San Torcuato—, que el ensamblador toresano Francisco Pérez de la Carrera contrató en 1710 y cuya talla figurativa encomendó a Antonio Tomé, quien debió concluirla en 1714[266].
La cercanía de Toro a la ciudad de Valladolid, y las relaciones que existían desde antaño entre los dos enclaves en materia artística, justifican la presencia de los Tomé en la ciudad del Pisuerga para ejecutar la fachada de la Universidad de Valladolid a partir del año 1715, dentro de la ampliación que se planteó entonces del edificio fruto del impulso de Felipe V. Para ello, se eligió el proyecto que había presentado el arquitecto fray Pedro de la Visitación, quien trabajó en la obra junto a Hernando Antonio entre agosto de 1715 y abril de 1718[267]. Paralelamente se iniciaron también las labores de escultura, recayendo en Antonio Tomé y sus hijos la ejecución de las estatuas, escudos y capiteles. En las cuentas figuran pagos a favor de Antonio y no de sus hijos Diego o Narciso, que trabajarían por tanto como oficiales a las órdenes del padre, si bien, y como veremos, fueron los autores materiales de las esculturas a partir de 1716. La decoración de talla, desplegada en frisos, canecillos, tarjetas y guirnaldas fue obra de un equipo de tallistas entre los que figuraba Alonso Carnicero —de cuya relación de parentesco con el escultor Alejandro Carnicero no existe constancia documental[268]—.
El esquema arquitectónico de la fachada, dispuesto horizontalmente con dos cuerpos, de los que sobresale el imafronte con una solemne peineta, se ha puesto en relación con el colegio de la orden militar de Calatrava en Salamanca, obra que inició Joaquín de Churriguera en 1717 y terminó su hermano Alberto. Dada su cronología, Martín González se inclinó en su momento a pensar en la pertenencia de ambas obras a la misma escuela salmantina[269]. El programa iconográfico se sitúa principalmente en el tramo central de la fachada, concebido por tanto como un monumental retablo. La idea es mostrar una universidad enriquecida por la nobleza, aunque se respeta su carácter pontificio. La Sabiduría y la Teología presiden la fachada y al resto de las ciencias —Retórica (Fig.26), Geometría, el Derecho Canónico, el Derecho Civil, etc.—, que se acogen a ellas. Coronando las pilastras, sobre la balaustrada, se yerguen las estatuas de los reyes que se han caracterizado por su protección a la universidad: Juan I, Alfonso VIII, Enrique III y Felipe II.
Fig. 26. Narciso y Diego Tomé, La Retórica, ejecutada a partir de 1716. Valladolid, fachada de la Universidad.
La alta calidad de las esculturas de la fachada y un testimonio contemporáneo —que nos suministró Ventura Pérez en su Diario de Valladolid, comenzado a escribir en 1720[270]—, según el cual habrían sido Diego y Narciso los ejecutores materiales de las mismas, indujo a Prados García a pensar en la dirección del padre pero en el trabajo real de sus dos hijos, que se habrían encargado del programa mientras Antonio y su hijo Andrés se trasladaban a Segovia con el fin de realizar el tabernáculo-ostensorio para la capilla del Sagrario o de los Ayala de la catedral, firmando las condiciones el 1 de agosto de 1718[271]. Avala la hipótesis el que Andrés se llegara a avencindar en la ciudad y a casar con una segoviana. Desde luego, la calidad de las esculturas se manifiesta por el movimiento y la esbeltez que presentan, la delicadeza en el trabajo de ropajes y los rostros, que son muy distintos a los que hace habitualmente el padre de la saga.
En el contexto de su obra vallisoletana, los Tomé también se encargaron de ejecutar el grupo de San Martín y el pobre para la fachada de la iglesia de la misma advocación, inspirada en la escultura en madera y del mismo tema que hizo Gregorio Fernández en 1606, hoy conservada en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid. Esteban García Chico describía la obra del tenor siguiente en 1941: “Es grupo bien compuesto, henchido de movimiento y sobre todo de hondo sentido realista. El Santo mancebo inclínase con elegancia y mira con ternura a la figura vencida del mendigo. El caballo es, quizá, la parte menos cuidada. Antaño llevó toques de oro en el arnés y en el fondo de la hornacina un motivo pictórico”.[272] En opinión también de Prados García, el grupo de San Martín debe ser obra de Antonio, que habría sido su primer trabajo en piedra y no exento, por tanto, de las torpezas que ya advertía García Chico[273].
El Transparente de la catedral de Toledo (Fig.5) es la mayor empresa de los Tomé, el culmen del barroquismo español y una obra de significación europea, pues enlaza con los presupuestos del Barroco continental e italiano en particular[274]. De hecho, Nicolau Castro sugiere una hipotética formación artística en Europa para Narciso a través de un posible viaje a Italia, y así poder explicar el giro que da en el arte castellano con la ejecución del Transparente catedralicio de Toledo, pleno de gusto y sensibilidad rococó; e insiste en el conocimiento que el artista tenía de lo que se estaba haciendo en Italia, Francia y Europa Central[275]. Como quiera que sea, lo cierto es que la incógnita a la que Chueca Goitia se refería en 1962 al hablar de Narciso Tomé aún es hoy evidente, sobre todo en lo que respecta a su formación: “lo discordante con nuestras tradiciones es el Transparente”, que para Nikolaus Pevsner —continúa Chueca— “figura entre las obras de categoría universal que mejor representan el afán barroco de superar la realidad por la ilusión de confundir el espacio real, limitado, con otro creado con los recursos ilusorios del arte”.[276]
La ilusión y el efectismo barroco derivan de la concepción misma de la obra. Su génesis parte del propósito de trasdosar el Santísimo Sacramento para que pudiera ser contemplado en el altar mayor y en la girola por las comunidades eclesial y laica —respectivamente— y de un modo sincrónico. Para ello, entre el presbiterio y la girola se practica un camarín dotado con puerta de acceso a la custodia del retablo mayor y con una ventana situada en el retablo de la girola. Se añade un segundo transparente, materializado por medio de la claraboya abierta en la bóveda gótica a fin de iluminar todo el conjunto. El precedente de la obra se remonta a los primeros años del siglo XVI, momento en el que se documenta la existencia de un pequeño camarín situado entre el retablo mayor y la pared de la girola destinado a guardar las formas eucarísticas, aunque carecía de decoración exterior. El proyecto de realizar un rico transparente surge en el último tercio del siglo XVII gracias a la iniciativa del cardenal don Pascual de Aragón (1626-1677), y cincuenta años antes de la llegada de Narciso Tomé. Para esta empresa, Francisco Rizzi —entonces pintor de la catedral— realizó dos trazas, y también se trajeron de Génova cinco esculturas para materializar el proyectado enriquecimiento del entorno al que daba la ventana del camarín del Santísimo. Sin embargo, la obra no se pudo terminar a raíz de la muerte del cardenal, ocurrida en 1677 y tres meses antes de la llegada de las piezas escultóricas que se habían adquirido en Génova para tal efecto. Posteriormente, Narciso se encargaría de situar estas estatuas en el lugar para el que fueron concebidas; se trata de las Virtudes Teologales —Fe, Esperanza y Caridad— que coronan el conjunto en el remate del retablo, y de la pareja dedicada a los Santos Arzobispos patronos de Toledo, dispuestos en el segundo piso sobre la cornisa del entablamento. Nicolau Castro sitúa la hechura de tales piezas en el entorno del escultor genovés Anselmo Quadro[277].
Uno de los primeros intentos de retomar el proyecto en el siglo XVIII corrió a cargo del propio cabildo toledano, que llegó a encargar dos trazas a Teodoro Ardemans (1661-1726), maestro mayor de la catedral, y que nunca entregó.El profesor Bonet Correa las ha relacionado con el dibujo del mismo autor que se conserva en el Museo Británico con una apoteósica gloria barroca[278]. La amplia serie de cargos que Ardemans llegó a acaparar al final de su vida fue determinante para que el cardenal don Diego de Astorga y Céspedes, tras llegar al pontificado toledano en agosto de 1720, y confirmar en sus cargos de obrero mayor de la catedral a don Fernando Merino Franco, natural de la ciudad de Toro, decidiera, a instancias de este y en virtud de los muchos cargos que tenía Ardemans, encargar una nueva traza para el proyecto del Transparente a la familia Tomé, recayendo en Narciso todo el protagonismo. En el mes de julio de 1721 se presentaba al cabildo el proyecto que habían planteado Antonio y su hijo Narciso, si bien las trazas están firmadas solo por este último y además el nombre de Antonio se silenciará a partir de este momento —prácticamente— de las actas capitulares. Es posible, como afirma Prados García, que el padre dejara el camino libre a su hijo y su prometedora carrera[279], aunque sin duda colaboraron sus hermanos Andrés y Diego. El cabildo desde luego quedó muy conforme, pues en octubre de 1721 Narciso era nombrado maestro mayor de la catedral ante las ausencias de Ardemans, y a finales de ese mismo año presentaba una segunda traza referida al interior del camarín, que tiene muy poco que ver con el actual, más sencillo. Hubo un tercer dibujo de 1724 con la apoteosis de las pinturas de la bóveda, que sí llegó a realizarse, conllevando la perforación de la crucería gótica —el segundo transparente—.
Poco después de presentar el proyecto al cabildo dieron comienzo los trabajos con un modelo del conjunto, en el que se trabajó entre 1721 y 1723. En barro cocido y policromado está realizada la Virgen del Transparente conservada en la colegiata de Toro, que Navarro Talegón identifica como el boceto del grupo en mármol que preside el altar del retablo del Transparente[280]. La obra se inició a continuación con el transporte de los materiales. Tenemos constancia del viaje que hizo Narciso en junio de 1724 a Madrid, El Paular y Valsaín a inspeccionar mármoles y seleccionar los más convenientes para el proyecto. No solo se trata, pues, de un tracista, sino también de un director de obras, que sin duda aprovechó aquel viaje para tomar buena nota de lo que Francisco Hurtado Izquierdo (1669-1725) había proyectado en 1718, y estaba ultimando en ese año de 1724 para el Sagrario de la Cartuja del Paular (Rascafría, Madrid), con un complicado sistema espacial y lumínico, y el tratamiento de los más diversos materiales a base de jaspes, mármoles y piedras semipreciosas[281]. Se documentan otra serie de viajes para seleccionar los mármoles destinados al altar del Transparente, en cuyo trabajo consta la intervención de una amplia nómina de canteros. Pese a la envergadura de la obra, la marcha de los trabajos fue rápida, y la inauguración tuvo lugar en el mes de junio de 1732[282].
El proyecto supone la creación de un retablo en el lado de la girola, donde se combinan labores de arquitectura y escultura; en alzado, se divide en dos cuerpos y ático, y está recorrido por un tipo de columna imaginado, cuyas estrías permanecen en parte ocultas por la película recortada e irregular, a modo de pergamino, pellejo o tegumento que sirve de soporte para cabezas de ángeles semejantes a los que pueblan el tercio inferior de dichos soportes. Las calles del retablo parecen ingrávidas, fruto del juego de curvas y superficies alabeadas, lo mismo que el cierre del retablo, sometido a una desbordante imaginación. La parte baja está presidida por una bellísima imagen de la Virgen con el Niño, que alcanzará su gloria en la zona superior del conjunto: aquí se funden las calles en una sola para acrisolar el rompimiento de gloria con el que se enmarca el camarín, acompañado de los arcángeles; encima se representa la Última Cena, y cerrando el todo se disponen las Virtudes Teologales traídas desde Génova. Como heraldos de esta Gloria, los profetas Daniel, Isaías, Jeremías y Ezequiel pueblan el segundo transparente abierto en la girola; ellos habían anunciado el triunfo de la Eucaristía, de modo que asistimos a la perfecta unión del Antiguo y Nuevo Testamento. Toda la iconografía de la obra gira en torno al tema eucarístico; Ayala Mallory incluso advierte en el diseño del retablo la forma de un cáliz-custodia[283], cuya profundidad se logra además mediante una ilusión al estilo de Bernini y Borromini.
Para Nina Ayala Mallory es evidente la influencia de Bernini y la Cátedra de San Pedro, con la gloria que diseñó en esta obra, así como el sistema que ideó para iluminar el Éxtasis de Santa Teresa en la capilla Cornaro de Roma[284]. También hay que tener en cuenta la relación que Narciso Tomé tuvo con la estética de la rocalla en Valsaín, que va en paralelo con los citados tegumentos a los que se adhieren las cabezas de ángeles. En la difusión de esta serie de modelos e ideas debieron jugar un papel importante los grabados, con especial predicamento de los centroeuropeos, como bien señaló García Prados, si bien se trataría de un paralelismo y no de influjo ni dependencia[285].
Para la catedral de Toledo Narciso Tomé realizará una amplia serie de trabajos fruto de su versatilidad como artista: los retablos-estación de la sede[286], una bellísima peana para la custodia de Enrique de Arfe, la sillería del coro de la capilla de San Pedro, la lámpara del Transparente, los bronces del Ochavo, o algunos proyectos para el retablo mayor de la capilla de San Ildefonso, aparte de la malograda reforma del trascoro[287]. Se añaden otra serie de obras existentes en la ciudad, y que Nicolau Castro le adjudica a él o a su círculo[288], si bien, y en lo que respecta a las esculturas, no son obras de una extraordinaria calidad. Citemos el Nazareno que se conserva en la iglesia parroquial de Orgaz, en Toledo. Terminado en 1733, fue ejecutado con la ayuda de su hermano Andrés y algún otro discípulo. Añadamos las dos hermosas esculturas que, firmadas por Narciso Tomé, se conservan en la Fundación Selgas-Fagalde de Cudillero, en Asturias, y que debieron realizarse en Toledo. Se trata de una Virgen y un san José procedentes de un Nacimiento, del que falta el Niño. La calidad de ambas obras es plausible y se pone de manifiesto en la relación que Nicolau advierte en la imagen de la Virgen con Luis Salvador Carmona, casi contemporáneo de nuestro artista, y con el que debió coincidir en algún momento[289].
Narciso también hizo otra serie de retablos fuera del entorno toledano[290]. Destaca el mayor de la catedral de León, que se encargó de trazar en 1737, ejecutó materialmente su primo Simón Gabilán Tomé —según veremos— y actualmente se conserva en la iglesia de San Francisco de León.
Simón Gabilán Tomé nació en Toro en 1708, fruto del matrimonio formado entre Juana Tomé y Antonio Gabilán —como ya hemos visto—. Al quedar huérfano de padre a los seis años, es lógico pensar que ingresara en el taller de su tío Antonio Tomé para recibir una primera formación artística en compañía de sus primos Andrés, Narciso y Diego, junto a los que aprende a desenvolverse bien en las labores de arquitectura y escultura, faceta esta última en la que estará capacitado para trabajar tanto la piedra como la madera.
En 1729 contrajo matrimonio en primeras nupcias con Águeda de Sierra en la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco. Águeda era hija del también escultor José y nieta del célebre Tomás de Sierra, patriarca de esta importante dinastía, cuyo oficio continuarán dos de los cinco hijos de la joven pareja, Fernando y Lesmes, que alternará también, y al igual que su padre, los trabajos de arquitectura y escultura. Llamazares Rodríguez ha llamado la atención sobre las buenas relaciones que tuvieron yerno y suegro, Simón y José de Sierra, cuyos hijos se incorporarán al activo taller del toresano, y quien a su vez se verá beneficiado económicamente por la familia de su esposa[291]. A partir de ese momento, el artista empieza a desarrollar una amplia actividad, sobre todo de carácter escultórico, atendiendo encargos por toda la mitad occidental de Castilla y León.
De todo lo expuesto se derivan dos circunstancias que habrá que valorar en su trayectoria: la relación familiar que tiene con dos importantes dinastías de artistas del siglo XVIII, los Tomé y los Sierra, y el carácter itinerante —podríamos decir— de su taller en determinadas etapas y al igual que su primo Narciso Tomé, a quien ayudará en la elaboración del conocido Transparente toledano[292].
Sus inicios como escultor radican en Toro, donde debió instalar un taller cuya actividad ya se documenta en 1731, año en que envía cinco esculturas para la iglesia de San Miguel Arcángel de Villavendimio, en Zamora. Para Navarro Talegón, son cinco esculturas barrocas —san Juan Bautista, san Joaquín y santa Ana, san Jerónimo y Ntra. Sra. de Egipto— muy dinámicas, llenas de nervio, en las que se aprecia la capacidad del artista con la gubia ya a la edad de 23 años[293]. Coincidiendo con la marcha de Alejandro Carnicero a Valladolid en 1733, Simón Gabilán se traslada a Salamanca ese mismo año para concertar el relieve marmóreo con el tema de los Desposorios místicos de Santa Catalina, destinado al retablo que Agustín de Vargas había fabricado en la iglesia de la Compañía de Jesús (Fig.27); aquí supo mostrar su temprana experiencia en la talla del mármol, que había adquirido en San Ildefonso de la Granja y en el Transparente de la catedral de Toledo y que era excepcional en Castilla, de ahí que se acudiera al artista. La factura del relieve no presenta grandes excesos barrocos, razón por la cual Gómez Moreno asignó su autoría al escultor neoclásico Juan Adán[294]. La obra es una de las mejores de su producción, junto a las figuras de los evangelistas y los relieves que hará para el retablo mayor de la catedral de León.
Fig. 27. Simón Gabilán Tomé, Desposorios místicos de Santa Catalina, 1733. Salamanca, iglesia de la Compañía de Jesús.
La actividad que Simón Gabilán desarrolló en Salamanca, y el consecuente prestigio que logró adquirir, le hizo ampliar su taller con la admisión en 1735 de José Francisco Fernández y Manuel Álvarez como aprendices, y quienes permanecieron a su lado hasta 1737 en que el maestro marchó a León, a raíz de lo cual se vieron obligados a entrar en el obrador de Alejandro Carnicero —en 1738 regresaba a la ciudad del Tormes procedente de Valladolid—. El segundo de los citados llegará a ser director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, como ya veíamos[295]. Y es posible que en la ciudad de Salamanca Simón Gabilán aprendiera del maestro Lorenzo de Montamán los rudimentos de la técnica calcográfica que ocasionalmente practicó[296], como se puede ejemplificar con el grabado dedicado a san Juan de Sahagún de 1745[297].
En marzo de 1738 Simón Gabilán dejaba atrás Salamanca para trasladarse a León con el objetivo de hacerse cargo del retablo catedralicio que había trazado su primo Narciso Tomé el año anterior. Al igual que había hecho este en Toledo, entre 1738 y 1739 Simón se encargó de supervisar el trabajo de la madera, los mármoles y otros materiales que iban llegando, para luego ocuparse de la parte escultórica entre 1741 y 1744, haciendo los relieves marianos repartidos por las calles laterales del conjunto —de los que solo perduran dos, la Presentación de María en el templo y los Desposorios—, las figuras de los evangelistas, el nutrido grupo de ángeles que poblaba la estructura y el grupo de la Trinidad del remate. A su primo Andrés Tomé le correspondió la ejecución del Colegio Apostólico, cuyos miembros contemplaban en la calle central la Asunción de María, una imagen tal vez de finales del siglo XVII según Prados García. Andrés envío las imágenes desde Toledo, y en ellas es evidente la calidad y el recuerdo del Transparente toledano. Con respecto a la obra de Simón Gabilán, se ha dicho acertadamente que es de lo mejor de su producción. La delicadeza de los rostros en los dos citados relieves marianos que aún perduran, el plegado ajustándose a las formas anatómicas y manifestando su dinamismo, o la composición de las escenas, son características que coadyuvan a confirmar la calidad de su gubia. De gran suavidad son los rostros de san Joaquín y santa Ana en la Presentación, propia ya de la estética rococó en la que nos encontramos. Lo mismo cabe decir de las cabezas de serafines con alas adventicias que decoran la típicas columnas propagadas por los Tomé. Para la ejecución de esta serie de trabajos, Simón Gabilán contó con la colaboración de un equipo en el que se cita con insistencia la participación de su suegro José de Sierra[298]; sin embargo, y frente a estos, que desdeñan el detalle en favor del efecto de conjunto, la gracia del movimiento y la fluidez de planos son notas que caracterizan las realizaciones de Gabilán.
A finales del siglo XIX, con motivo de las obras de restauración que se emprenden en la catedral, el cabildo acordó en 1880 seguir la recomendación que hizo el arquitecto Demetrio de los Ríos (1827-1892) para poder encimbrar la cabecera del templo y restaurarla, abatiendo y desmontando el retablo, que fue trasladado a la iglesia de San Francisco de Padres Capuchinos, donde hoy se conserva de forma fragmentaria. No obstante, hoy conocemos con bastante exactitud cómo era el conjunto gracias al lienzo que se conserva con su representación en el convento de monjas Clarisas de Villalpando (Zamora), y que realizó el propio Simón Gabilán Tomé en su faceta de pintor, más esporádica[299].
Cuando estaba a punto de concluir el retablo leonés, en agosto de 1744 surgieron algunos problemas para la realización completa de la traza, por lo que el cabildo decidió su cese como maestro de la catedral y recurrir a Giacomo Pavía (1699-1750), escenógrafo, arquitecto y pintor, que en realidad había acudido a la sede para solventar el problema surgido con la capilla del Carmen, cuya amenaza de ruina no había logrado solventar el toresano ante sus limitaciones en el campo de la arquitectura. Pese a todo, Simón Gabilán compaginaría su labor escultórica con intervenciones cada vez más frecuentes en aquel terreno.
En 1750 se encuentra de nuevo en Salamanca. Recordemos que Alejandro Carnicero se había marchado a Madrid a trabajar en la obra escultórica del nuevo Palacio Real, y que en esa fecha nuestro artista había ganado la plaza de arquitecto del salmantino Colegio de Oviedo, por orden de la Real Academia de San Fernando y mediando informe del arquitecto Juan Bautista Sacchetti (1690-1764)[300]. Entre las esculturas que ejecuta a partir de entonces, citemos las imágenes que contrata en 1754 para la iglesia de Santa María de la Hiniesta (Zamora) —santa Bárbara, san Antonio de Padua, san Antonio Abad, san Roque y san Sebastián—, y que debieron hacerse, según afirman Ceballos y Nieto, de un modo estandarizado en el taller[301]. Y la escultura de santa Águeda que hizo en 1774 para la parroquia de Castilblanco en Ávila, en la que también se documenta un retablo de su hijo Fernando Gabilán Sierra[302].
Los obradores de Valladolid ven reducido su ámbito de influencia a partir del siglo XVIII dada la pujanza que empiezan a tener otros focos, como Medina de Rioseco, o la corte. Esta se caracteriza por la arrolladora capacidad de trabajo de sus obradores, desde los que Luis Salvador Carmona suministra mucha obra escultórica a Castilla, tierra además de la que era oriundo. En Medina de Rioseco tiene gran predicamento la familia de los Sierra, que consigue una notable clientela y gran proyección. Sin embargo, Valladolid logra notoriedad con el modelo de retablos que crean Juan y su hijo Pedro Correas o el escultor y ensamblador Pedro de Bahamonde.
El tránsito entre las centurias está protagonizado por el escultor José de Rozas (1662-1725), a quien ya nos hemos referido brevemente, si bien es interesante retomarlo para constatar el cambio que se produce en la forma de trabajar de los escultores. En este caso, cabe recordar los pliegues cortantes en aristas pronunciadas por los que se caracteriza su obra, los cuales entran de pleno en la evolución que será característica en el plegado durante la centuria de mil setecientos; citemos la Virgen de los Dolores de la iglesia Astorgana de San Bartolomé (1706).
Pedro de Ávila es uno de los escultores más interesantes de la escuela vallisoletana en la primera mitad del siglo XVIII. Hijo del también escultor Pedro de Ávila —como ya veíamos— y de Francisca de Ezquerra, tiene un estilo diferente al de su padre tras superar con creces las influencias de Gregorio Fernández, todavía presentes no obstante en su primer estilo. En 1700 contrajo matrimonio con María Lorenzana de la Peña, hija del escultor Juan Antonio de la Peña, en cuyo entorno realiza sus primeros encargos —en 1702 hace una Piedad para el colegio de Ingleses de Valladolid— y a cuyas formas se adapta al menos en sus inicios. La diferente sensibilidad de nuestro artista pronto le conducirá a un concepto plástico más refinado, y hasta elegante, en plena sintonía con el inicio de la nueva centuria. Su hermano Manuel de Ávila (†1733) también fue escultor, y en su obra conocida siguió muy de cerca el estilo de Juan[303].
En la producción de Pedro de Ávila destaca el Cristo Resucitado que realiza hacia 1714 y se conserva en la iglesia-museo de San Francisco, en Ampudia (Palencia) (Fig.28). En la obra destacan sobre todo los pliegues a cuchillo ya propios del siglo XVIII, que combina con los ondulados para restar quietud a la representación de Cristo triunfante sobre la muerte. Es obra de sobresaliente factura, concebida en forma de desnudo de bulto y resuelta en un canon de armoniosa y serena elegancia[304]. En ella se materializa el cambio de estilo que desarrolla el maestro en su etapa de madurez tras fijarlo en 1714 con la espléndida figura de san Miguel que hizo para la iglesia de Castil de Vela en Palencia[305].
Fig. 28. Pedro de Ávila, Cristo Resucitado, c. 1714. Ampudia (Palencia), iglesia-museo de San Francisco. Foto Fundación Edades del Hombre.
Nuestro artista se caracteriza por la difusión en la zona del típico plegado barroco de borde cortante, que maneja con alarde en la que tal vez sea su obra maestra, la bella Inmaculada de la iglesia de San Felipe de Neri, en Valladolid. La imagen data de 1720, y en ella el escultor ha logrado depurar su forma de trabajar. Estiliza las líneas, el rostro adopta una disposición ovalada, pero sobre todo descuella el ropaje, que presenta un tipo de pliegues de cortante arista y hondas concavidades que acentúa e intensifica aún más el claroscuro; la obra parece inspirada en imágenes pictóricas. La figura se inclina hacia un lado, moviéndose los brazos en sentido opuesto. Los colores son planos, azul y blanco, y la encarnación es brillante, a pulimento. La modestia con la que concibe la imagen hace conmover al fiel. La Virgen se mantiene recogida, con los ojos bajos. Y en el trono, las tres figuras de serafines tan frecuentes[306]. De esta obra se conserva una réplica en el convento de Franciscanas Descalzas de Fuensaldaña, lo que prueba la difusión del modelo[307].
La citada Inmaculada de San Felipe de Neri formaba parte del conjunto de esculturas que le encargaron en 1720 para diferentes retablos: las imágenes de san Pedro y san Pablo situadas en las calles laterales del mayor; el Cristo del Olvido, de modelado natural y paño de pureza volandero; o la escultura de María Magdalena —depositada en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid— contemplando el Crucifijo, que concibe vestida con túnica y manto, absorta en su diálogo con Cristo y dotada de un movimiento de gran elegancia[308]. El tipo lo repite en la imagen que hace para la catedral de Valladolid, aunque cambia el Crucifijo por la calavera y añade el tarro de los perfumes. Hará una tercera versión para la iglesia de Matapozuelos (Valladolid) con ligeras diferencias, ya que la imagen de la Magdalena es muy joven, casi una niña, de ahí que sus facciones sean más redondeadas; el pañuelo que lleva en la mano es símbolo del sufrimiento que padeció para redimir sus culpas en penitente soledad, dentro de la iconografía más difundida por la Contrarreforma; y aunque los ropajes adolecen de cierta rigidez, también en ellos son evidentes los típicos pliegues del artista[309].
En Valladolid prospera un tipo de busto prolongado con brazos que responde al modelo de Pedro de Mena, al menos formalmente. Del taller de Pedro de Ávila proceden los del Ecce-Homo y la Dolorosa del convento vallisoletano de Santa Brígida. La imagen de María lleva la espada que atraviesa su corazón, explayando las manos, y la cabeza del Ecce-Homo aún tiene su correspondencia con el quehacer de Gregorio Fernández, pese a la distancia temporal[310].
Felipe de Espinabete fue el último gran escultor barroco del foco vallisoletano. Nació en Tordesillas en mayo de 1719, como ha demostrado el profesor Urrea, quien señala además que su familia era originaria de Aragón, si bien llevaba asentada en esa localidad vallisoletana varias generaciones, en el barrio de Santa María. Nuestro artista se casó en su pueblo natal con María Tejero en 1744, cuando contaba 24 años de edad, unión de la que nacieron cinco hijos, los dos mayores en Tordesillas. Sabemos que la familia se trasladó a Valladolid después de 1747, ciudad en la que terminarían instalando su residencia en el céntrico barrio de Santiago. Empero, la muerte de su esposa, ocurrida en 1786, y sus raíces familiares son razones que explican la decisión que tomó nuestro escultor de abandonar Valladolid en 1790 para instalarse nuevamente en Tordesillas, buscando el amparo de su hijo Félix, cura párroco de San Antolín —entre otros títulos—, y cuya muerte, no obstante, en 1798 obligó a que el anciano escultor regresara de nuevo a Valladolid para albergarse en casa de su otro hijo Blas, que había abandonado el ejercicio de la escultura para dedicarse al cargo de fiel registro de la Puerta Real de Tudela; y fue allí donde murió el día 29 de agosto de 1799[311].
El aprendizaje de Felipe de Espinabete debió desarrollarse en Tordesillas. A su llegada a Valladolid el escultor Pedro de Ávila ya había fallecido, de modo que el nuevo taller que ahora se abría debió ocupar el vacío artístico que este había dejado tras su muerte, sobre todo si tenemos en cuenta que Felipe de Espinabete contaba ya entonces con cierto prestigio, de ahí que en el censo del marqués de la Ensenada (1752) le regulen diez reales como ingresos diarios. En la ciudad del Pisuerga entró en contacto con la obra de los Sierra, que sin duda le influyen, y que por esas fechas se encontraban concluyendo la sillería coral del convento de San Francisco[312]. Espinabete es además un artista ejemplar al representar el tipo de escultor, pues en 1784 fue elegido miembro de la Real Academia de la Purísima Concepción de Valladolid, en la que desempeñó el cargo de teniente en la especialidad de dibujo.
La fama de Felipe de Espinabete ha estado cimentada por el modelo de cabeza de santo degollado en el que se especializó, y materializó, entre otras, en las de san Pablo (1760) y san Juan Bautista (1774)[313], conservada la primera en el Museo Nacional de Escultura (Fig.29) y la segunda en la iglesia parroquial de Santibáñez del Val (Burgos). El tipo responde a la predilección que hubo durante el Barroco por el tema de las cabezas degolladas; la vía del dolor estaba muy impuesta, y ese sangriento corte y la expresión dolorosa del rostro era sin duda un atractivo para mover a los fieles hacia la piedad y compasión. Martín González ha señalado en varias ocasiones que el escultor debió quedar sorprendido por la cabeza degollada de san Pablo, de Villabrille y Ron, que se hallaba en el convento vallisoletano de la misma titularidad, y hoy se expone en el Museo Nacional de Escultura[314]. Un rasgo característico de todas las testas que realizó está en el hecho de llevar incorporada una cartela o papel adherido con su firma. Otra serie de obras de este mismo tipo podemos añadir con la cabeza de san Juan Bautista procedente de la iglesia vallisoletana de San Andrés, de 1773[315], o la que se conserva de este profeta en el monasterio de la Santa Espina, de Valladolid, fechada en 1779[316], un año antes que las cabezas de san Pablo y el Bautista del convento vallisoletano de Las Lauras, procedentes tal vez de una donación, pues en esta casa profesó la hija de Espinabete, llamada Narcisa[317]; el cierre de este cenobio hace ya algunos años deparó la dispersión de su patrimonio, razón por la cual la citada cabeza de san Pablo se conserva actualmente en el convento de madres dominicas de San Pedro, en Mayorga de Campos[318].
Fig. 29. Felipe de Espinabete, cabeza degollada de San Pablo, 1760. Valladolid, Museo Nacional de Escultura.
Su obra más considerable son las dos sillerías de coro que realizó. Una de ellas la hizo para el convento de la Espina en Valladolid (Fig.30), que, tras la exclaustración, se vendió a la parroquia de Villavendimio (Zamora); se le encargó en 1766, y Espinabete se obligaba a esculpir escenas de la vida de san Benito y san Bernardo. En ellas se puede ver cómo el escultor gusta de desplegar los mantos formando grandes ondulaciones. La segunda sillería fue la que estuvo en el coro alto del convento vallisoletano de San Benito, de 1764, hoy repartida entre el Museo Diocesano y Catedralicio y el Museo Nacional de Escultura, e identificada a partir de las relaciones estilísticas que guarda con la anterior[319].
Fig. 30. Felipe de Espinabete, tableros de la sillería coral realizada para el monasterio de La Espina en Valladolid, hoy en la iglesia parroquial de San Miguel, Villavendimio (Zamora). 1766.
También ejecutó un buen número de imágenes para diversas iglesias. Entre las que envió para Ávila, llama la atención la escultura de san Miguel conservada en la parroquia de Solana de Rioalmar, que aparece documentada en las cuentas de fábrica libradas entre 1778 y 1780. Tiene gran parecido con la obra del mismo tema que existía en la iglesia vallisoletana de San Nicolás antes de su venta —hoy en paradero desconocido—, si bien la abulense es obra más floja[320]. Del año 1787 es el San Francisco de Asís procedente del Museo de San Antolín de Tordesillas[321]. Y destaquemos la soberbia talla de san Antonio Abad, de la segunda mitad del siglo XVIII, procedente de la iglesia del hospital vallisoletano de San Antonio Abad, y hoy en la iglesia de la Asunción de Ntra. Sra. del monasterio vallisoletano de Santa María de Valbuena. Se trata de una magnífica imagen barroca del santo, que se yergue sobre un dragón cubierto de escamas verdosas y cabezas en forma de serpientes, que hacen muecas sarcásticas y burlescas, símbolo de los siete pecados capitales y reflejo de las tribulaciones del santo cuando anduvo por el desierto atormentado por los demonios. Descuella el rostro de san Antonio, transmisor de una vigorosa energía, cubierto de un amplio manto y hábito de arremolinadas telas agitadas al viento, cíngulo y escapulario donde lleva la tau. En la ejecución de la talla destacan los pliegues en arista, muy profundos, que le confieren un claroscuro potente[322].
En el convento de Santa María Magdalena de MM. Agustinas, en Medina del Campo, Arias Martínez, Hernández Redondo y Sánchez del Barrio han catalogado una interesante serie de piezas que atribuyen al artista y a su taller, con una calidad evidente aunque variable, pero que sin duda alguna son exponentes del último gran taller del barroco vallisoletano. La hechura de las piezas se sitúa en torno a 1777, y su iconografía gira en torno a la Orden de San Agustín; se añade una bonita imagen de santa María Magdalena (c.1775), que sigue el tipo iconográfico de Pedro de Mena, y la Inmaculada Concepción que se exhibe en su retablo (1777), dotada de un impetuoso dinamismo y un plegado muy plástico, jugoso y menudo[323].
Espinabete también fue autor de varios pasos procesionales. Podemos decir que hizo los últimos antes de la diáspora de la desamortización. Es autor de los pasos nuevos del Azotamiento (1766) y de Jesús Nazareno (1768) que se conservan en Tordesillas; en el primero, la figura de Cristo va rodeada de los que le flagelan[324]. Para Toro hizo varios pasos, uno de ellos dedicado a la Soledad, que pereció en un incendio en 1957. Y también se conservan en Santa María de Nieva, Segovia, dos pasos de 1792 dedicados a Jesús atado a la columna y al Ecce-Homo[325].
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Otro de los escultores que es necesario citar dentro de los talleres que laboran en el siglo XVIII en Valladolid, dada la calidad que presenta su producción, aún no muy conocida, es Fernando González (1725-?), a quien ha documentado Jesús Urrea y a cuya gubia debemos las bellísimas imágenes del retablo mayor de la iglesia parroquial de El Salvador en Valladolid, cuyas labores de dorado se ultimaban en 1756[326].
Medina de Rioseco, la ciudad de los Almirantes hasta que en 1726 Felipe V la desposeyó de este título, se revela en el siglo XVIII como un centro artístico de primer orden en el panorama castellano a raíz de la instalación en su seno del obrador de Tomás de Sierra, que de este modo daba principio a una importante saga de artistas. Pero los Sierra no fueron los únicos titulares de los talleres riosecanos durante la nueva centuria, pues allí también se encontraban avecindados los ensambladores Carlos Carnicero, Melchor García, Manuel Benavente, Sebastián de la Iglesia, Bernardo Quirós, Florencio Pasto y el burgalés Bernardo López de Frías[327].
La dinastía de los Sierra alcanza durante el siglo XVIII un protagonismo que podemos poner en relación con otras dos de las familias más importantes del barroco dieciochesco, como son lógicamente los Churriguera y los Tomé; tres sagas de artistas, por tanto, que presentan en común la amplitud del obrador en el cual se enmarca su trabajo, los múltiples encargos que les llegan, e incluso los parentescos familiares, pues los Tomé quedarán unidos a los Sierra cuando Simón Gabilán despose en 1729 a Águeda de Sierra, hija de José y nieta del célebre Tomás de Sierra.
Esta distinguida e importante familia de escultores radicaron en Medina de Rioseco tras el asiento de Tomás de Sierra Vidal en la ciudad de los Almirantes. El profesor Urrea clarificó en 2001 la génesis y desarrollo de la saga, cuyo inicio corresponde al citado Tomás. Este nacería hacia 1654 en Santalla (El Bierzo, León), obispado de Astorga, fruto del matrimonio establecido entre Baltasar de Sierra Vidal y Catalina Rodríguez. De aquí pasaría a Valladolid y después a Medina de Rioseco, donde se instala y contrae matrimonio en enero de 1681 con Inés de Oviedo Calla. El que figuren entre los testigos de este enlace los conocidos ensambladores Juan de Medina Argüelles y Juan Fernández es sintomático para pensar en la buena relación que ya había entablado con el ambiente artístico de la ciudad. Y la estabilidad en la misma se constata a partir de la llegada de otros miembros de la familia Sierra a vivir en su seno[328].
El matrimonio alumbró diez hijos, la mayoría de los cuales ejercieron un oficio artístico o estuvieron muy relacionados con el arte, salvo las excepciones de los cuatro niños muertos a corta edad. Francisco fue clérigo presbítero y escultor; Tomás ejerció de pintor policromador; José fue también escultor como su padre; Jacinto profesó como franciscano y fue ensamblador; Pedro, cuya maestría en el arte de la escultura le convirtió en el mejor heredero de Tomás; y Josefa, la única niña que vivió de las tres que tuvo el matrimonio, a la que desposó en 1709 el zamorano Cayetano Carrascal Álvarez, quien trabajó como oficial en el obrador del suegro tras haberse formado con él como aprendiz. El taller aún se perpetuará durante la tercera generación, de la que tenemos documentada la actividad que ejerce como escultor Santiago de Sierra, nieto del fundador de la dinastía[329].
La formación de los hijos de Tomás en las distintas especialidades artísticas citadas nos permite hablar de un taller familiar con gran capacidad para atender todo tipo de encargos, dado el número de integrantes y el alto grado de especialización de los mismos. Como bien señala Jesús Urrea, se añade la circunstancia de contar en su seno con un clérigo y un franciscano, que sin duda actuarían como garantes para atraer nuevos contratos. En virtud del inventario que se hace de los bienes de Tomás de Sierra tras su muerte, ocurrida en enero de 1725, nos podemos hacer una idea aproximada del sistema de trabajo que imperaba en su obrador, de la importante serie de elementos auxiliares con los que trabajaba, sobre todo los modelos en barro y cera y las estampas, y justificar de este modo el que llegara a industrializarse —el mismo tipo de escultura se repite con asiduidad—: 302 modelos de barro cocido y crudo, entre grandes, medianos y pequeños; 82 modelos de yeso y otros de cera, entre los que se encontraban cabezas, brazos y otros miembros; 125 estampas grandes, 532 medianas, 192 pequeñas, junto a 50 libros grandes y pequeños[330].
La especialización que se alcanzó en el seno del taller nos la corrobora el encargo que le llegó a su titular desde el pueblo zamorano de Rabanales, que en 1715 daban cumplida libranza de 830 reales por las imágenes de san Francisco Javier y san Antonio de Padua: 500 abonados al escultor por la hechura y los 330 restantes por las tareas de estofado y dorado de su hijo, el homónimo pintor policromador. La fama alcanzada hizo que los parroquianos se deshicieran en elogios, hasta el punto de considerarle uno “de los mejores maestros de Castilla” y uno “de los primeros de España”[331].
En el momento de fallecer, Tomás de Sierra tenía en su casa 39 esculturas destinadas tal vez a la venta directa, y más de 20 ya ultimadas y pendientes de entrega para dar cumplimiento a los contratos establecidos. Entre ellas se encontraban dos imágenes estofadas y doradas para la catedral de Burgo de Osma, una dedicada a san Sebastián y otra a san Antonio de Padua, que se conservan en la actualidad, además de las cinco efigies que en su momento había contratado don Miguel Martín, prior de la catedral de León, para el templo parroquial de Abanco (Soria), y que Llamazares Rodríguez ha identificado con las efigies de san Francisco, san Antonio de Padua, santa Águeda, santa Apolonia y santa Bárbara[332]. Del amplio número de esculturas que estaban aún pendientes de venta o de entrega en el momento de su muerte se desprende que Tomás de Sierra fue un artista muy prolífico. Con todo, el catálogo de su obra aún está pendiente de precisar, línea en la que ya inició importantes trabajos el profesor Martín González[333], y a los que han seguido otras muchas publicaciones fruto de tan amplia y fecunda actividad artística. En su estilo, nuestro artífice buscó un camino propio, y se dejó influir por el arte de Juan de Juni.
La trayectoria de nuestro artista se inicia con las obras que le encarga la Cofradía riosecana de la Quinta Angustia para su ermita, en cuyo retablo trabaja junto al ensamblador Alonso del Manzano en 1692, además de retocar otras esculturas, aligerar el paso de Longinos y hacer las efigies de Ntra. Sra., san Juan, la Magdalena y un soldado (1696)[334], según vimos. Al año siguiente nuestro escultor se comprometió a realizar el relieve de Santiago en Clavijo para el cascarón del retablo de la iglesia vallisoletana de Villalba de los Alcores, utilizando para ello el dibujo que había realizado Cristóbal de Honorato el Joven, escultor y ensamblador procedente de Salamanca. Esta obra es en todo punto interesante por dos motivos, tanto por la relación que establece con este artífice de la ciudad del Tormes, como por el precedente que la obra supone para el monumental retablo de Santiago que posteriormente contratará para su iglesia en Medina de Rioseco. La estrecha colaboración con el citado Alonso del Manzano se volvería a establecer para ejecutar el retablo mayor de la iglesia de San Pedro en Villalón de Campos (Valladolid), a cuya ejecución el ensamblador se obligaba en agosto de 1693, y en el que Parrado del Olmo identifica como obras de Tomás de Sierra las efigies de san Pedro y san Pablo, san Andrés, la Asunción y un ángel portaestandarte[335].
Aquel mismo año de 1692 nuestro escultor emprendió su trabajo para el relicario de la colegiata de Villagarcía de Campos, fecha en la que se documentan los bustos de los tres mártires cuyas reliquias se habían incorporado en 1690 a este conjunto dedicado a ensalzar la memoria de quienes murieron por la fe: Marcos, Eutimio y Vicente[336]. El trabajo para este relicario lo volvió a retomar entre los años 1695 y 1696, y en 1706, período en el que se documenta el envío de numerosas esculturas que fueron a sumarse a los trabajos realizados por la amplia pléyade de artistas que los jesuitas habían contratado para tal fin[337], junto a los relieves del retablo de la capilla del Noviciado, que también le pertenecen[338]. Recordemos que el fomento del culto a las reliquias, que había potenciado el Concilio de Trento, se reactivó durante el siglo XVIII y tuvo su mejor aliado en la emoción que suscitaba la contemplación de unas esculturas realizadas para dar forma plástica a la vida de los santos que reposaban en el relicario. A todo ello contribuyó la Compañía de Jesús, que propagó de forma entusiasta este tipo de culto en el que se reverencian las sagradas reliquias.
Las esculturas tenían que ir situadas en pequeños receptáculos —tecas o celdillas—, lo que motivó su reducida escala. Citemos como ejemplo las imágenes de san Benito de Nursia, abad, y san Bernardo de Claraval, abad, que Tomás de Sierra realizó en 1695. En ambas descuella el tratamiento expresivo y formal, lo que prueba la pericia del escultor, máxime en un reducido tamaño —35x23 cm y 35x33 cm, respectivamente—. El plegado es minucioso, y el movimiento, contenido[339]. Asimismo, una de las obras que descuella dentro del conjunto de piezas que Tomás de Sierra envió a la colegiata jesuita de San Luis —que estaba bajo el patronazgo de Dña. Inés de Salazar y Mendoza—, es el bello relieve dedicado al Éxtasis de Santo Tomás de Aquino (Fig.31). El santo se representa con un libro en la mano; ha detenido su lectura por sentir la llamada de Dios, de ahí el éxtasis. La escena se desarrolla en su celda, donde se aprecia un sillón frailero, la mesa de trabajo con un tintero y los anaqueles. Se trata en verdad de una escena que rebosa dulzura[340].
Fig. 31. Tomás de Sierra, Éxtasis de Santo Tomás de Aquino, abad, 1695. Villagarcía de Campos (Valladolid), colegiata de San Luis.
En 1699 realiza las bellas imágenes, con plegados igualmente menudos, de san Lorenzo y san Francisco de Paula para la iglesia de Santa María, en Villamuriel de Cerrato (Palencia)[341]. En torno a estas mismas fechas ejecuta las efigies de los Padres de la Iglesia para el retablo de la iglesia de Baquerín de Campos, también en Palencia[342], lo que da muestras de la proyección de su taller, ya consolidada.
En 1704 firma el contrato para hacerse cargo de la escultura del retablo mayor de la iglesia de Santiago, en Medina de Rioseco, que Joaquín de Churriguera había materializado en 1703 en lo tocante a la arquitectura. El vasto programa iconográfico al que se compromete el artista, poblado de estatuas y relieves, puso a prueba la habilidad del maestro en un trabajo de semejante alcance. El conjunto ofrece un relato completo de la historia de Santiago Apóstol, que se representa en el cascarón a caballo en la faceta donde descarga la espada contra los infieles, y cuyo precedente se sitúa en el citado retablo de Villalba de los Alcores, si bien el riosecano tiene mayor fuerza a raíz de la experiencia acumulada por el artista. Hay que valorar el conjunto en el contexto de la reacción que se había producido en España a mediados del siglo XVII para devolver al santo el patronato único de la nación[343].
Entre 1711 y 1719 se realizó el retablo mayor de la ermita del Amparo de Boadilla de Rioseco (Palencia), obra en la que colaboran el ensamblador Santiago Carnicero y Tomás de Sierra, cuyas esculturas, no obstante, manifiestan un tratamiento menos delicado de lo que es usual en este maestro[344]. Añadamos a su catálogo las esculturas del retablo mayor de Valverde de Campos (1714), la imagen titular para la Cofradía del Nazareno de Palencia (1716), las esculturas del retablo mayor de Herrín de Campos (1720) o la Asunción que preside el retablo de Valdearcos de la Vega (1724)[345].
El recuerdo a Juan de Juni se pone de manifiesto en obras como la Dolorosa que se conserva en el Museo de la Semana Santa de Medina de Rioseco, realizada hacia 1720 y procedente de la Cofradía de la Vera Cruz (Fig.6). No obstante, y pese a ser más que evidente el modelo juniano —materializado en la vallisoletana obra de la Virgen de las Angustias—, Tomás de Sierra hace una reinterpretación magistral; talla un rostro más dulce y afilado, más natural, en suma. Los pliegues son muy finos, muchos de ellos a cuchillo, menos orgánicos. La fuerza dramática de la imagen se hace más delicada, más dieciochesca y más melancólica, en plena sintonía con el momento hacia el que nos acercamos. También debe ser suya la bonita Virgen de los Pobres de la iglesia riosecana de la Cruz. Se trata de una versión de la Virgen de la Misericordia, aunque bajo su manto se cobije un hombre arrodillado, por la que el profesor Martín González llamó la atención sobre la influencia de Juni: “La disposición en redondo del movimiento y ese ángel niño de la parte inferior acreditan tal inspiración, que se explica porque Juni tiene importante obra en Medina de Rioseco”. Con todo, nuestro artífice logra hacer una escultura amable, poseída ya de la dulzura del estilo rococó[346].
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Con la muerte de Tomás de Sierra en 1725 es posible que el obrador, plenamente activo, pasara a ser dirigido por el primogénito Francisco en colaboración con sus hermanos, el escultor José y el pintor Tomás. Jacinto, franciscano y ensamblador, debió desarrollar su actividad desde alguno de los conventos de su orden[347], mientras que Pedro, el más sobresaliente de los hijos de Tomás de Sierra, se encontraba en esos momentos trabajando en los reales sitios de Valsaín y La Granja de San Ildefonso.
La obra de Pedro de Sierra (1702-† antes de 1760)
El conocimiento de la personalidad y trayectoria de Pedro de Sierra Vidal y Oviedo lo debemos a las aportaciones de Esteban García Chico[348] y Martín González[349]. Fue arquitecto y sobre todo un excelente escultor[350], que nace en Medina de Rioseco en mayo de 1702. Se formó en el arte de la escultura en el seno del taller que dirigía su padre, quien, sabedor de las buenas cualidades del joven, debió inducirle para que se alistara en los trabajos reales y completar de este modo su magisterio. Hemos visto que en el momento de fallecer Tomás de Sierra en 1725, Pedro se encontraba en el palacio real de San Ildefonso y en Valsaín, donde radicaba el taller cortesano de escultura; Martín González llamó la atención sobre esta coincidencia dada la importancia que tendrá en la trayectoria de nuestro artista, al tratarse de la etapa en la que se está haciendo la primera gran serie escultórica para el palacio segoviano con la intervención de los franceses, y maestros de la rocalla, René Frémin (1672-1744) y Jean Thierry (1669-1739), lo que supondrá la introducción de la corriente rococó europea en el arte de Pedro de Sierra.
De Segovia pasa a Toledo, de donde declara ser vecino en marzo de 1726, año también en el que contrata las obras de reparo y el trabajo de escultura para mejorar y embellecer la fachada de la iglesia riosecana de Santa Cruz[351]. El programa iconográfico gira en torno al tema de la invención y exaltación de la Santa Cruz, a la que se advoca el templo[352]. Para ejecutar las estatuas y relieves, Pedro de Sierra empleó un tipo de plegado quebrado, con gran acento de movimiento y claroscuro, si bien el dinamismo está ya tamizado por la dulzura rococó[353].
La estancia en Toledo se prolongó al menos hasta 1736, fecha en la que se hizo cargo de “una imagen de Nuestra Señora con el Niño en el regazo” para la Cofradía de la Piedad en Valladolid[354]. El año anterior había terminado la hermosa sillería del convento vallisoletano de San Francisco, según veremos. Y en enero de 1739 se encontraba en Medina de Rioseco a raíz de la obra que estaba realizando como remate de la torre de la iglesia de Santa María[355]. Es posible que el artista tanteara entonces el ambiente, o sencillamente que aprovechara la amplia serie de contratos que le reportaba el buen nombre de su familia; como quiera que sea, el cambio de vecindad, para instalarse en la ciudad del Pisuerga, no consta documentalmente hasta febrero de 1741, en que ofrece traza y condiciones para hacerse cargo de la ejecución del retablo mayor de la iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción de Rueda[356]. Este largo período de tiempo que transcurrió en Toledo —o trabajando desde aquí—, unos diez o quince años, dio para mucho; de hecho, su estancia corrió en paralelo a la ejecución del famoso Transparente catedralicio por los Tomé, de modo que en su arte se produjo un enriquecimiento que vino a sumarse a lo que ya había aprendido en La Granja. Sus contactos con los reales sitios no terminaron aquí, pues Nicolau Castro documenta a nuestro artista residiendo en Aranjuez en marzo de 1733[357], a donde pudo haber sido llamado en plena etapa constructiva del palacio a raíz de los contactos que habría establecido en Segovia.
Toledo fue una ciudad muy especial para Pedro de Sierra, pues fue aquí donde debió conocer a la mujer que se convertiría en su esposa, Josefa Sevilla Majano, natural de la villa de Los Yébenes (Toledo), con quien ya estaba casado en marzo de 1726[358]. Nicolau nos aporta algunos datos de la vida del matrimonio, como la obligación que contrajeron en enero de 1732, haciéndose cargo de una niña expósita. Sin embargo, parece ser que el deseo de la pareja de tener hijos no se vio recompensado a largo plazo, razón por la cual Josefa Sevilla terminaría regresando a su tierra natal tras enviudar y encontrarse sin ningún vástago; así consta en la escritura que otorgó en junio de 1761 disponiendo lo necesario para vender una casa que poseía en Medina de Rioseco. Otorgó testamento en noviembre de 1761 y en junio de 1765, nombrando heredera a una hermana[359].
De la actividad artística que Pedro de Sierra desarrolló en Toledo señalemos las dos bonitas esculturas dedicadas a los santos Justo y Pastor en la iglesia toledana de esta advocación, situadas sobre la hornacina de la puerta principal del templo y por las que recibió 1.200 reales en 1739; son de plomo vaciado, y después se pintarían imitando bronce. Como bien señala Nicolau Castro, son dos estatuas plenas de gracia rococó, y que revelan hasta qué punto el escultor asimiló los modelos franceses de La Granja y el estilo de los Tomé; de hecho, cabe recordar que la noticia la recogía en 1920 Ramírez de Arellano, y ya entonces dejaba constancia de que ambas obras se habían atribuido hasta entonces a Narciso Tomé[360].
Con esta serie de influencias ya aprendidas inicia la soberbia sillería rococó del convento vallisoletano de San Francisco, hoy conservada en el Museo Nacional de Escultura a raíz de su desamortización (Fig.32). Las noticias sobre esta obra proceden de un autor contemporáneo que trabajó en el equipo encargado de su ejecución, el ensamblador Ventura Pérez, quien tenía la costumbre de anotar en un libro los acontecimientos más importantes de la ciudad, publicado en el año 1885[361]. Según recoge, la sillería se inauguró en diciembre de 1735, y de su ejecución se hizo cargo el ensamblador fray Jacinto de Sierra, hermano de Pedro y quien sin duda le reportó a este el contrato de la obra escultórica. La participación de nuestro artífice la recogía fray Matías de Sobremonte en su manuscrito, quien sin embargo aportaba la fecha de 1742[362]; por un sermón escrito en junio de 1740 y publicado al año siguiente, sabemos que la sillería estaba plenamente ultimada en este año[363]. En la obra hay que destacar los tableros de la sillería alta, donde las figuras de cuerpo entero se agitan con gracia y dinamismo. Los pliegues son también motivo de atención; fluyen con dinamismo, se multiplican y destacan por su diseño en arista. Dentro del conjunto de las sillerías españolas, esta ocupa un puesto cimero para Martín González. Y en ella descuella el tema de las cabezas de serafines dispuestas sobre placas recortadas[364].
Fig. 32. Pedro de Sierra, sillería del convento de San Francisco de Valladolid, terminada en 1735. Valladolid, Museo Nacional de Escultura.
Una vez instalado en Valladolid, en febrero de 1741 proporciona traza y condiciones con el fin de materializar un nuevo retablo (Fig.33) para la recién terminada iglesia parroquial de Rueda, que se le adjudica, y cuya obra arquitectónica y escultórica le corresponde, tareas ambas por las que otorgó carta de pago en agosto de 1749[365]. El retablo se organiza a base de un cuerpo principal con cuatro columnas gigantes que rematan en cascarón, desarrollando una planta de tipo mixtilíneo; en los soportes descuellan las cabezas de ángeles sobre placas adventicias, procedentes del influjo de Narciso Tomé. La imagen de la Asunción cobra en verdad protagonismo, pues queda flotando en el espacio del camarín como si se tratara de una pintura; este camarín-transparente recibe luz de la sacristía. En el ático se sitúa la Coronación de María. Como ya es propio del Barroco, no hay límites entre la obra arquitectónica y la escultórica. El agitado dinamismo de las esculturas, el canon esbelto de las figuras, las posturas sinuosas y graciosamente onduladas o el tamaño reducido de las cabezas, son señas personales del escultor. También dio trazas para ejecutar los retablos laterales, de cuya materialización se hizo cargo Francisco de Ochagavía[366].
Fig. 33. Pedro de Sierra, retablo mayor de la iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción, ultimado en 1749. Rueda (Valladolid).
Y entre las obras que se atribuyen a Pedro de Sierra, la Inmaculada de la iglesia de los Jesuitas de Valladolid (1733) está considerada como pieza cimera del arte español del siglo XVIII. En la concepción de la figura destaca el adelgazamiento hacia la base con la que ha sido trazada. La cabeza es diminuta —algo que es característico de su obra—, aunque animada con gran vivacidad. En los agitados paños descuella el tratamiento de los pliegues a cuchillo, en arista. El trono hace las veces de peana, construido a base de nubes y cabezas de ángeles[367].
Pedro de Sierra figuraba en 1752 en el Catastro del marqués de la Ensenada con la nada despreciable cantidad de diez reales como ganancia al día. Sin embargo, y como recogía Martín González, ya no figura en el censo de 1760, lo que prueba que ya había fallecido[368]. Su muerte fue sin duda la que indujo a su viuda Josefa Sevilla a trasladarse a su toledana tierra natal, donde consta que ya se encontraba en 1761, según hemos visto.
Ya veíamos que a la muerte de Tomás de Sierra es muy posible que su obrador pasara a ser dirigido por el primogénito Francisco en colaboración con sus hermanos, el escultor José y el pintor Tomás. De hecho, y tras el fallecimiento de su padre, Francisco reclama ciertas cantidades dinerarias por el trabajo en particular que había realizado en el seno del taller, aduciendo además que debía ser compensado por su dedicación “de diez años continuos al arte de escultura a que se anegaba el cuidado en el cumplimiento de las obras […]”[369]. En el funcionamiento del taller durante esta nueva etapa, debió jugar un papel importante el ensamblador y franciscano fray Jacinto de Sierra, cuya influencia, determinación y reconocida autoridad en materia artística dentro de la orden hizo que la actividad del obrador de sus hermanos se extendiera al País Vasco a través de su intervención en el retablo mayor de franciscanas de Segura (Guipúzcoa), de donde pasó a dirigir también la obra del retablo mayor de franciscanas de Bidaurreta, en Oñate, en cuyo convento se instaló y en el que ya trabaja en 1751[370].
Francisco, José y Tomás de Sierra siempre estuvieron avecindados en su natal Medina de Rioseco. Francisco simultaneó las labores de dirección del taller de escultura con su condición de clérigo presbítero. En su estilo es patente el magisterio del progenitor, si bien el plegado ya es más movido, de corte en arista y frecuentemente en dirección oblicua. En 1735 realiza un san Antonio de Padua y una imagen de santa Bárbara para la iglesia de Castil de Vela, en Palencia; y en 1743 ejecuta la escultura de san Pedro para la parroquial vallisoletana de Mucientes. Una buena muestra de su estilo la tenemos en la bella imagen de otro san Antonio de Padua que hizo para la iglesia palentina de Guardo, advocada a santa Bárbara y san Juan Bautista (Fig.34)[371]. Se representa el tema más conocido de la iconografía del santo desde Trento, al simplificar la visión que tuvo cuando se le apareció la Virgen y le entregó a su Hijo. San Antonio lleva en sus manos al Niño, con el que entabla una especie de tierno coloquio al haber descartado poner a Jesús de pie junto al santo. Este viste un hábito con numerosas dobladuras y decorado con temas botánicos. En la peana se disponen tres cabezas de ángeles y la placa en la que consta, por inscripción, que Francisco de Sierra hizo la obra a instancias de D. Bernardo Gala[372].
Fig. 34. Francisco de Sierra, San Antonio de Padua con el Niño Jesús, s.f. Guardo (Palencia), iglesia de Santa Bárbara y San Juan Bautista.
Los lazos familiares de los miembros del taller debían estar muy consolidados para que Francisco de Sierra, en su condición de clérigo, fuera el encargado de oficiar el enlace matrimonial entre su sobrina Águeda de Sierra, nacida de la unión de José y María Cornejo, con el escultor Simón Gabilán Tomé en 1729. Sabemos de las buenas relaciones que tuvieron yerno y suegro, Simón y José de Sierra, quien no escatimó en beneficios económicos para la familia de su hija, mientras que el toresano abrió las puertas de su obrador para recibir a sus cuñados[373].
Una de las primeras noticias conocidas sobre la actividad escultórica de José de Sierra es el encargo que acometió en 1724 destinado a la Cofradía palentina de Jesús Nazareno, para cuyo retablo hizo tres imágenes con la representación de la Virgen de las Angustias, san Juan Bautista y la Magdalena. García Cuesta señala el barroquismo de la indumentaria como rasgo común de las tres efigies, tallada con profusión a base de pliegues angulosos en múltiples direcciones, si bien no alcanza la calidad de su padre; recordemos que este ya había trabajado para esta misma congregación en 1716 haciendo la imagen del Nazareno que actualmente se conserva[374].
La amplitud geográfica que abarcó el taller de los Sierra se constata asimismo con el importante número de imágenes que José hizo para la provincia de Ávila, y que se conservan. En 1728 ejecutó las efigies de san José, san Joaquín y cuatro figuras de niños para el retablo mayor de la iglesia de San Nicolás en Madrigal de las Altas Torres, localidad para cuyo hospital también realizó al año siguiente los serafines del retablo del Cristo de las Injurias que se venera en el altar mayor de la capilla, y en 1738 los relieves de san Martín y Santiago. En la parroquia de Barromán se conservan los medallones de relieves escultóricos que ejecutó entre 1735 y 1737 para los áticos de los retablos mayor y colaterales[375].
En 1732 se fecha la imagen de san Buenaventura que hizo para el retablo de la iglesia del antiguo convento palentino de San Francisco, y que hoy se guarda en el cenobio de Santa Clara de la misma ciudad. La autoría, conocida a través de la inscripción que lleva la imagen en su zona posterior, ha permitido constatar que José de Sierra fue también el autor del resto de las esculturas del retablo, y validar aún más la atribución que se había hecho a la órbita del taller riosecano de las tallas que pueblan el conjunto retablístico del citado convento de Santa Clara[376].
También se atribuye a nuestro escultor la bonita escultura de san Antonio de Padua con el Niño Jesús en brazos (Fig.35), que realizaría hacia 1732 y que se conserva en la iglesia palentina de San Francisco. La reiteración del tema de san Antonio se debe a la gran popularidad que gozó después de san Francisco. La obra responde al consolidado tipo iconográfico antoniano, que nuestro taller riosecano contribuyó a difundir. Aparece como franciscano, con pelo ensortijado, sin barba y de constitución normal. Se representa el momento preferido de su iconografía a partir de fines del siglo XV, cual es el de su coloquio con el Niño Jesús. Se trata de una simplificación del favor que recibió san Antonio cuando estaba predicando en el desierto y se le apareció el Niño. La tierna relación del amor divino coincide con la de su fundador san Francisco y el Crucificado, un tema, por otro lado, que reflejan los escritos de Santa Teresa y san Juan de la Cruz. A ese sentido espiritual contribuyen los angelitos que se disponen a su alrededor, y que elevan al santo en una singular asunción. El libro abierto que muestra uno de los ángeles desde la peana debe interpretarse bien como la documentación del milagro mediante el Liber Miracolorum del santo, o bien como el libro que habitualmente leía el franciscano[377].
Fig. 35. José de Sierra, San Antonio de Padua con el Niño Jesús en brazos (atribuida), hacia 1732. Palencia, iglesia de San Francisco.
A pesar de la difícil situación demográfica y económica que vive Toledo en el siglo XVIII, se sigue construyendo y se decoran los nuevos edificios siguiendo las modas imperantes que llegan fundamentalmente de Madrid[378]. Como es de imaginar, el centro más dinámico y activo es la catedral, merced a sus cuantiosas rentas, siendo el Transparente el ejemplo más costoso de la centuria (Fig.5). Se suman como clientes las órdenes religiosas de jesuitas, dominicos, etc., además de las numerosas cofradías existentes en las parroquias e iglesias de la ciudad, que también se reforman, junto a los colegios.
En el panorama artístico toledano del siglo XVIII, la figura de Germán López Mejía (c.1709-1764) resulta particularmente atractiva. Además de maestro escultor, como aparece citado en la documentación, también fue maestro ensamblador. Sin embargo, es un artista con una obra ampliamente documentada y también escasamente conservada. Dentro del tema mariano que tanto cultivó, destaca la imagen de la Virgen del Socorro que hoy preside la capilla del relicario de la iglesia de la Compañía. La iconografía representa a María con el Niño en un brazo, mientras blande con la mano derecha una lanza en ademán de herir al dragón que, situado bajo sus pies, parece atacar al Infante (Fig.36). El modo en que dispone la cabellera es un sello personal del artista: cae ampliamente, dejando libres las orejas; sobre ella se dispone un breve velo que enmarca levemente la cabeza. El modo de tratar las vestiduras también es nota personal del autor: se compone de ligera camisa, que solo aparece en las mangas, y vestido ceñido a la cintura de amplio escote y bordeado por el típico cuello fruncido; se añade el pesado manto sujeto por el hombro derecho, y que cae por la espalda. Contribuye al efecto de conjunto la rica policromía. Hijos de Germán López Mejía son los también escultores Eugenio y Roque López Durango, quienes, al igual que su padre, tienen una amplia obra documentada, pero no es tanto lo que se conserva[379].
Fig. 36. Germán López Mejía, Virgen del Socorro, s.f. Toledo, iglesia de los PP. Jesuitas. Foto Nicolau Castro.
Mariano Salvatierra Serrano (1752-1808) y su taller de escultura marcan ya el tránsito hacia la calma clasicista. Su obra nos es fundamentalmente conocida a través de la ingente labor que realizó para la catedral de Toledo, de la que fue elegido escultor en junio de 1789 por el cardenal don Francisco Antonio Lorenzana (1722-1804), cuando contaba 36 años de edad. Antes de esa fecha sabemos que había realizado bastante obra en madera destinada a parroquias y conventos, y de la que no poseemos constancia hasta el momento; tengamos en cuenta que en 1769, a la corta edad de 16 años, fue nombrado escultor de la Cofradía del Cristo de las Aguas y de la Vera Cruz de la parroquia de la Magdalena, por lo que se nos muestra como un artista precoz, que luego completaría su formación en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1776 se encontraba ya en Toledo contratando diferentes pasos procesionales para las cofradías de la ciudad.
Para la catedral toledana realiza abundante obra en materiales nobles. Citemos como ejemplo su intervención en la famosa portada de los Leones, que completa en 1790 con la conocida escultura de la Asunción de Ntra. Sra., y en la que podemos ver cómo se mantiene un plegado barroco junto a una serenidad que se constituye ya en heraldo de los nuevos tiempos[380].
Citemos, para terminar, a José Antonio Vinacer o Finacer, escultor que trabaja en Toledo en los últimos años del siglo XVIII, aunque de él sabemos más bien poco. Como típico escultor de la época, trabajó la piedra, el estuco y la madera.
Durante el siglo XVIII, Palencia se mueve entre la influencia de Valladolid y Medina de Rioseco, y la pujanza de sus propios talleres, especializados mayormente en el arte del ensamblaje. En esta línea, cabe citar a maestros como Gregorio Portilla, Pedro de Villazán y, sobre todo, Juan Manuel Becerril, quien ya se mueve dentro de un Barroco avanzando, con el empleo de las rocallas de forma reiterada.
La influencia de Valladolid y Medina de Rioseco se proyecta a través de las obras que llegan hasta tierras palentinas. Entre los ensambladores vallisoletanos están Alonso del Manzano, Pedro de Bahamonde y Pedro de Correas. Y entre los del foco riosecano destacan los Sierra, cuyas obras menudean en toda la zona.
En Burgos, citemos a Bernardo López de Frías el Viejo, o el taller de Juan Baldor, cuyas obras de talla exenta se caracterizan por un notable movimiento. Otro de los escultores de importancia es Manuel Romero Puelles Elcarreta, fundador de una familia que va a llenar con su producción buena parte del siglo XVIII. Su estilo se caracteriza por una mayor calidad formal; gusta de obras movidas, y las poses son teatrales y abiertas. El tratamiento de los paños es sumamente menudo y nervioso, y se caracterizan por su evidente ampulosidad. Como ejemplo, citemos la escultura de san Antonio de la iglesia de Tabanera de Cerrato (Palencia), de 1736, de la que se desprende también la proyección que tuvo su obrador[381].
León y su provincia carecen de escultores de renombre durante la centuria de mil setecientos, según señala Fernando Llamazares. Las obras importantes vendrán de fuera —Alejandro Carnicero o Luis Salvador Carmona—, y el eje artístico girará en estos momentos en torno a la catedral y al retablo mayor, que había ideado Narciso Tomé[382].
En Segovia, la catedral continúa ejerciendo una importancia singular para el desarrollo del barroco dieciochesco. Por lo general, son obras importadas, para las que se acude a los talleres de Luis Salvador Carmona o José Galván, escultor avecindado también en Madrid. Asimismo, no debemos olvidar la importancia que va a tener en Segovia el desarrollo de la escultura vinculada a núcleos palaciegos como el de La Granja.
En Ávila sucede algo similar, es decir, la clientela se deja seducir por talleres foráneos, madrileños sobre todo, dada su proximidad a la corte. Tal vez lo más granado del siglo XVIII sea el retablo de la capilla del Santísimo, de la iglesia de San Antonio en Ávila, que evoca el Transparente de la catedral toledana. Las columnas se decoran con cabezas de serafines adheridas por medio de tarjetas, que cobran la forma de nubes.
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[1] Si bien es necesario recordar que Madrid pertenecía a la archidiócesis de Toledo hasta 1885, en que se erigió en diócesis independiente por bula del papa León XIII: NIETO MÁRQUEZ MARÍN, Pedro. “La diócesis de Madrid. Historia de las negociaciones hasta su erección”. Cuadernos de Historia y Arte, Centenario de la Diócesis de Madrid-Alcalá, 1985, núm. 1, p. 9-38. Citado por NICOLAU CASTRO, Juan. “Un conjunto de arte toledano en la localidad madrileña de Villa del Prado”. BSAA, 1994, vol. LX, p. 489, n. 1.
[2] El lector comprenderá que no es posible, por lógicas razones de espacio, hacer referencia a todas las obras y profundizar en todos los artistas de los que tenemos constancia. Tampoco es factible hacer una completa referencia a la amplia bibliografía que existe sobre el tema.
[3] SERRANO FATIGATI, Enrique. “Escultura en Madrid desde la segunda mitad del siglo XVI hasta nuestros días. I”. Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, 1908, Tº XVI, p. 222-280, passim. El trabajo de Serrano Fatigati se publicó entre 1908 y 1912, dándolo por concluido en el tomo XX del citado Boletín, p. 20-45.
[4] WEISE, Georg. La escultura castellana en la época del Renacimiento y de la Contrarreforma. Madrid: Centro de Intercambio Intelectual Germano-Español, 1931, p. 1.
[5] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Historiografía de la escultura barroca”. En: VII Jornadas de Arte. Historiografía del arte español en los siglos XIX y XX. Madrid: Alpuerto, 1995, p. 197-198.
[6] WEISE, Georg. Spanische Plastik aus sieben Jahrhunderten. Reutlingen: Gryphius, 1925-1939. 4 tomos en 6 volúmenes.
[7] Sobre este particular, véase el trabajo de HELLWIG, Karin. “Carl Justi y los comienzos de la investigación sobre el arte español en Alemania”. En: VII Jornadas de Arte. Historiografía del arte español en los siglos XIX y XX. Madrid: Alpuerto, 1995, p. 312-314.
[8] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Historiografía de la escultura barroca”. En: VII Jornadas de Arte. Historiografía del arte español en los siglos XIX y XX. Madrid: Alpuerto, 1995, p. 197-207, passim.
[9] MARTÍ Y MONSÓ, José. Estudios histórico-artísticos relativos principalmente a Valladolid basados en la investigación de diversos archivos. Valladolid: Ed. Leonardo Miñón, 1898-1901. Valladolid: Ámbito Ediciones, ed. facsímil, 1992.
[10] WÖLFFLIN, Heinrich. “Jacob Burckhardt y el arte”. En: WÖLFFLIN, Heinrich. Reflexiones sobre la Historia del Arte. Barcelona: Península, 1988 [obra publicada originalmente en 1940], p. 153.
[11] AGAPITO Y REVILLA, Juan. La obra de los Maestros de la Escultura Vallisoletana. II. Fernández-Adiciones y correcciones. Valladolid: Casa Santarén, 1929.
[12] GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941.
[13] Cito la obra de forma general, incluyendo los cinco primeros volúmenes referenciados, además de la nueva edición que se hizo de los mismos a partir de 2002, y que vino a ampliar el catálogo a un total de 20 volúmenes: AA. VV. Catálogo Monumental de la Provincia de Valladolid. Valladolid: Diputación Provincial, 1956-2006. 20 vols.
[14] PEIRÓ MARTÍN, Ignacio y PASAMAR ALZURIA, Gonzalo. Diccionario Akal de historiadores españoles contemporáneos (1840-1980). Madrid: Akal, p. 390-391.
[15] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959. MARTÍN GÓNZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Segunda parte. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1971.
[16] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980.
[17] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983.
[18] URREA, Jesús (dir.). Gregorio Fernández 1576-1636. Madrid: Fundación Santander Central Hispano, Diputación Provincial de Valladolid, Obispado de Valladolid, 1999. URREA, Jesús. El escultor Gregorio Fernández 1576-1636 (apuntes para un libro). Valladolid: Universidad de Valladolid, 2014.
[19] VÁZQUEZ GARCÍA, Francisco. “Varias esculturas de Felipe de Espinabete en iglesias abulenses”. BSAA, 1991, vol. LVII, p. 445-452.
[20] BUSTAMENTE GARCÍA, Agustín. “Datos documentales de los siglos XVI y XVII”. BSAA, 1978, vol. XLIV, p. 307.
[21] GALLEGO Y BURÍN, Antonio. La destrucción del Tesoro Artístico de España. Informe sobre la obra destructora realizada por el marxismo en el Patrimonio Español de Arte, de 1931 a 1937. Granada: Impr. H.º de Paulino Ventura, 1938, p. 5-9.
[22] IBÁÑEZ MARTÍNEZ, Pedro Miguel. “Cuenca, la destrucción de un patrimonio”. En: Actas del XII Congreso Nacional del Comité Español de Historia del Arte. Arte e Identidades Culturales. Oviedo: Universidad de Oviedo, Vicerrectorado de Extensión Universitaria, 1998, p. 483-485. Vid., etiam, VEGA ALMAGRO, Víctor de la. Tesoro artístico y guerra civil. El caso de Cuenca. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2007.
[23] Sobre el tema de la Desamortización, vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Problemática de la Desamortización en el Arte Español”. En: Actas del II Congreso Español de Historia del Arte. Valladolid: CEHA, 1978, p. 23-33. Vid., etiam, FERNÁNDEZ PARDO, Francisco. Dispersión y Destrucción del Patrimonio Artístico Español. T.ºII: Desamortizaciones (1815-1868). Madrid: Fundación Universitaria Española, 2007, p. 53 y ss.
[24] Sobre el convento, vid. FERNÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. Patrimonio perdido. Conventos desaparecidos de Valladolid. Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 1998, p. 381-418; sobre la fundación de la familia Camporredondo, p. 395-398; la imagen de la reconstrucción del retablo con el relieve del Bautismo en p. 409; datos sobre la desamortización en p. 384-386: aunque los retablos de la iglesia fueron reclamados a la administración de los bienes nacionales por el contratista de maderas doradas D. José de Ocaña, el retablo citado se conserva gracias a la negativa de la Comisión de Monumentos, alegando curiosamente que carecían de mérito artístico. Sobre la intervención de Gregorio Fernández en el cenobio, URREA, Jesús. “Gregorio Fernández y el monasterio del Carmen Descalzo”. BSAA, 1972, vol. XXXVIII, p. 546-553. Sobre la recogida del relieve por la Comisión Clasificadora, vid. AGAPITO Y REVILLA, Juan. La obra de los Maestros de la Escultura Vallisoletana. II. Fernández-Adiciones y correcciones. Valladolid: Casa Santarén, 1929, pp. 128-129. Un amplio trabajo sobre la obra en sí misma, con la planta de la iglesia y la ubicación del retablo, en MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 118-122.
[25] No podemos desarrollar más este apartado, para cuya ampliación remitimos al trabajo de RENDONDO CANTERA, Mª José. “Los comienzos del Museo Provincial de Valladolid en el Colegio de Santa Cruz (1837-1850)”. BSAA, 2011, vol. LXXVII, p. 199-226.
[26] LAYNA SERRANO, Francisco. “Los estilos Renacimiento y Barroco en la provincia de Guadalajara”. Arte Español, 1944, Tº XV, núm. 4, p. 161 y 168.
[27] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Escultura”. En: TOVAR MARTÍN, Virginia y MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El Arte del Barroco. La Arquitectura y Escultura. Madrid: Taurus, 1990, p. 187. Este hecho, unido a las lógicas limitaciones de un trabajo de este tipo, nos ayuda a justificar las breves referencias a las que en ocasiones nos hemos tenido que ajustar a la hora de estudiar a los escultores. Sobre el rico patrimonio de Castilla y León, citemos además el exponente que para ello suponen las exposiciones que celebra la Fundación las Edades del Hombre, desde la primera que organizara en 1988 titulada “El arte en la iglesia de Castilla y León”. En 2013 se celebró el vigésimo quinto aniversario de la Fundación con la muestra celebrada en Arévalo bajo el título “Credo”.
[28] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José e IGLESIAS ROUCO, Lena Saladina. “La escultura en Burgos. Siglos XVII-XVIII”. En: MONTENEGRO DUQUE, Ángel (dir.) y NEBREDA PÉREZ, Sabino (coor. del vol. III). Historia de Burgos. Tº III: Edad Moderna (3ª parte). Burgos: Caja de Ahorros Municipal de Burgos, 1999, p. 208.
[29] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 208.
[30] ORUETA Y DUARTE, Ricardo de. La vida y obra de Pedro de Mena y Medrano. Madrid: Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, Centro de Estudios Históricos, MCMXIV, p. 77-78. LUNA MORENO, Luis. “En torno a Pedro de Mena y la escultura castellana”. En: AA. VV. Pedro de Mena y Castilla. Exposición celebrada en el Museo Nacional de Escultura, Palacio de Villena, entre los meses de diciembre de 1989 y enero de 1990. Madrid: Ministerio de Cultura, Dirección General de Bellas Artes y Archivos, Dirección de los Museos Estatales; Valladolid: Museo Nacional de Escultura, 1989, p. 9-16. No olvidemos que la obra de Pedro de Mena es la más diseminada por el territorio español, según señalaba GÓMEZ-MORENO, Mª Elena. Escultura del siglo XVII. Vol. XVI de la Col. Ars Hispaniae. Madrid: Plus Ultra, 1963, p. 227: desde “su taller atiende encargos de toda España, hasta el punto de que ninguno de nuestros escultores tiene tan dispersa su obra”.
[31] PLEGUEZUELO, Alfonso. “Luisa Roldán y la iconografía de Jesús Nazareno”. En: IBÁÑEZ MARTÍNEZ, Pedro M. y MARTÍNEZ SORIA, C. Julián (Eds.). La imagen devocional barroca. En torno al arte religioso de Sisante. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2010, p. 189-194.
[32] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Luis Salvador Carmona. Escultor y académico. Madrid: Alpuerto, 1990, p. 201 y ss. GACÍA GAÍNZA, Mª Concepción: El escultor Luis Salvador Carmona. Navarra: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1990, p. 80 y ss.
[33] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Luis Salvador Carmona y el convento de Capuchinas de Nava del Rey”. Academia, 1991, núm. 72, p. 55-79. URREA, Jesús (dir.). Luis Salvador Carmona (1708-1767). Catálogo de la exposición celebrada en el convento de MM. Capuchinas de Nava del Rey. Valladolid: Diputación de Valladolid y Ayuntamiento de Nava del Rey, 2009, pp. 18-23, 27-29 y 39-41.
[34] GARCÍA-SAÚCO BELÉNDEZ, Luis G. Francisco Salzillo y la escultura salzillesca en la provincia de Albacete. Albacete: Instituto de Estudios Albacetenses, CSIC y Confederación Española de Centros de Estudios Locales, 1985, p. 28-85, para la obra de Salzillo y su taller; y p. 98-163, para la obra de Roque López. Vid., etiam, el trabajo de SÁNCHEZ MORENO, José. Vida y obra de Francisco Salzillo. Murcia: Editoria Regional de Murcia, 1983 (1ª ed. de 1945), segunda edición revisada y ampliada por Mª Concepción Sánchez Meseguer y Pedro Olivares Galván, p. 121, 132-134, 150 y 151.
[35] MARAVALL, José Antonio. La Cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica. Madrid: Ariel, 1975, p. 497 y ss.
[36] ANÓNIMO. Compendio de la Historia del Santísimo Cristo de El Pardo, que se venera en el convento de Capuchinos sito en este Real Bosque así llamado. S/l [Madrid]: Imprenta de José del Collado, 1807, 40-41. La documentación de la obra la publicó MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 154 y 156.
[37] Sobre este aspecto, vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El artista en la sociedad española del siglo XVII: Madrid: Cátedra, 1984, p. 135.
[38] RAMALLO ASENSIO, Germán (coor.). La catedral guía mental y espiritual de la Europa Barroca Católica. Murcia: Editum, ediciones de la Universidad de Murcia, 2010, p. 11-12.
[39] CASASECA CASASECA, Antonio. “La Asunción del altar mayor de la catedral nueva de Salamanca”. BSAA, 1979, vol. XLV, p. 454-462.
[40] NICOLAU CASTRO, Juan. “Mariano Salvatierra Serrano, escultor de la Catedral de Toledo”. Goya, 1988, núm. 204, p. 337-342. NICOLAU CASTRO, Juan. “Mariano Salvatierra Serrano, escultor de la Catedral de Toledo”. Toletum. Boletín de la Real Academia de BB.AA. y Ciencias Históricas de Toledo, 1996, núm. 34, p. 135-162.
[41] VASALLO TORANZO, Luis. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda. Escultores entre el Manierismo y el Barroco. Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 2004, p. 105.
[42] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 105-109. SÁNCHEZ HERRERO, José. “Las cofradías de Semana Santa durante la modernidad. Siglos XV a XVIII”. En: I Congreso Nacional de Cofradías de Semana Santa. Zamora: Diputación Provincial y Patronato Provincial de Turismo, 1987, p. 27-68, passim; sobre el auge que adquieren después de Trento, p. 48-49; sobre las cofradías barrocas (1570-1750), p. 54 y ss.; sobre su decadencia, p. 64 y ss. Una interesante reflexión sobre el arte procesional del Barroco en HENARES CUÉLLAR, Ignacio. “Estética y modernidad artística en el Barroco. A propósito del arte procesional”. En: PARADO DEL OLMO, Jesús Mª. y GUTIÉRREZ BAÑOS, Fernando (coords.). Estudios de Historia del Arte. Homenaje al profesor de la Plaza Santiago. Valladolid: Universidad de Valladolid; Diputación Provincial de Valladolid. 2009, p. 101-106. Sobre el arte procesional en el Barroco, véase PORTELA SANDOVAL, Francisco José. “La imaginería procesional en el Barroco español”. En: IV Congreso Nacional de Cofradías de Semana Santa. Salamanca: Junta de Cofradías, Hermandades y Congregaciones de la Semana Santa de Salamanca, 2002, p. 367-393.
[43] Véase el trabajo de ANDRÉS ORDAX, Salvador. “La imaginería pasionista en Castilla y León”. En: ARANDA DONCEL, Juan (coor.). Actas del III Congreso Nacional de Cofradías de Semana Santa. Tº II: Arte. Córdoba: Publicaciones Obra Social y Cultural Cajasur, 1997, p. 8-11.
[44] RAMALLO ASENSIO, Germán. “Estudio de composición en el paso procesional del Barroco español. A la búsqueda de la multifocalidad”. En: II Congreso Internacional de Cofradías y Hermandades. Murcia: Universidad Católica San Antonio, 2008, p. 109 y ss.
[45] MATEOS RODRÍGUEZ, Miguel A. (coor.). La Semana Santa en Castilla y León. León: Edilesa, 1995, p. 27-103.
[46] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “El ‘Nazareno’ en la escultura barroca castellana”. En: IBÁÑEZ MARTÍNEZ, Pedro M. y MARTÍNEZ SORIA, C. Julián (Eds.). La imagen devocional barroca. En torno al arte religioso de Sisante. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2010, p. 63-109.
[47] BURRIEZA SÁNCHEZ, Javier. Varón de Dolores. Exposición de la Junta de Cofradías de Semana Santa. Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 2005.
[48] URREA FERNÁNDEZ, Jesús. “Los Cristos Yacentes en Castilla y León”. En: AA. VV. Tercer encuentro para el estudio del arte cofradiero: en torno al Santo Sepulcro (1993). Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 1995, p. 18-29.
[49] HERNÁNDEZ PERERA, Jesús. “El Cristo del Perdón de Manuel Pereira”. En: Homenaje al Profesor Martín González. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1995, p. 365-372, donde el autor ofrece una amplia panorámica de la difusión de esta interesante iconografía.
[50] HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. “La representación escultórica de la Virgen de las Angustias en Castilla y León”. En: II Congreso Andaluz sobre Patrimonio Histórico. Estepa: Ayuntamiento de Estepa, 2011, p. 38-43. LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “Iconografía escultórica de la Virgen de las Angustias en Castilla-La Mancha”. En: II Congreso Andaluz sobre Patrimonio Histórico. Estepa: Ayuntamiento de Estepa, 2011, p. 152-155.
[51] Así se pone de manifiesto en las tres esculturas realizadas en madera y tela encolada, conservadas en la iglesia de Olivares de Duero (Valladolid), con la representación de san Luis Gonzaga y dos ángeles, del entorno de Gregorio Fernández y fechadas hacia 1615: HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. “Tres esculturas en madera y tela encolada del entorno de Gregorio Fernández y su restauración”. Boletín de la Real Academia de BB.AA. de la Purísima Concepción de Valladolid, 2009, núm. 44, p. 39-45.
[52] ASENSIO MARTÍNEZ, Virginia y PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “La Semana Santa en Medina de Rioseco: jerarquía y ritos procesionales (siglos XV-XVIII)”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Medina de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 167 para el cargo de montador o atornillador; y p. 203-208 para todo lo relativo al paso citado, donde los autores recogen la bibliografía existente y las nuevas aportaciones documentales al respecto. Vid., etiam, URREA, Jesús. Semana Santa. Col. Cuadernos Vallisoletanos, núm. 24. Valladolid: Obra Cultural de la Caja de Ahorros Popular, 1987, p. 12-14.
[53] LÓPEZ-BARRAJÓN BARRIOS, Mario. “El retablo de los Santos Juanes de Nava del Rey: un ejemplo de la influencia del grabado en la escultura del siglo XVII”. Archivo Español de Arte, 1994, vol. LXVII, núm. 268, p. 391-396. Para más referencias sobre el influjo de las fuentes grabadas en la obra de Fernández, véanse las notas que incluimos en la pequeña monografía que le dedicamos.
[54] ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. “La fortuna de los grabados de Sadeler en el ámbito leonés. Algunos ejemplos de su seguimiento en escultura y pintura entre los siglos XVI y XVII”. De Arte, 2002, núm. 1, p. 89-106.
[55] ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 256-257, donde se plasma, por ejemplo, la relación entre varios tableros altos del coro del monasterio de Guadalupe y algunos grabados de M. Raimondi o J. Wierix.
[56] Tomo algunas notas para este capítulo del libro de GÓMEZ MORENO, Mª Elena. Escultura del siglo XVII. Vol. XVI de la Col. Ars Hispaniae. Madrid: Plus Ultra, 1963, p. 11.
[57] Sobre este aspecto, es muy interesante el ensayo de BRAY, Xavier. “El choque de lo real: la influencia del arte flamenco sobre la escultura policromada española”. En: AA. VV. La senda española de los artistas flamencos. Madrid: Galaxia de Gutenberg, Círculo de Lectores, 2009, p. 249-264. Vid., etiam, ORUETA, Ricardo. La expresión de dolor en la escultura castellana. Discurso de ingreso del autor. Madrid: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1924. Hay edición reciente a cargo del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, de 2013, publicada junto a la obra que el mismo autor dedicó a Gregorio Hernández (1920).
[58] ARIAS MARTÍNEZ, Manuel, MARCOS VILLÁN, Miguel A. y FILIPE PIMENTEL, Antonio. Cuerpos de dolor. La imagen de lo sagrado en la escultura española (1500-1750). [s.l.]: Junta de Andalucía, Consejería de Cultura, 2012, p. 48-101 para el catálogo de obras.
[59] PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio. “Escultura y pintura”. En: JOVER ZAMORA, José Mª. El siglo del Quijote (1580-1680), II: Las Letras. Las Artes, vol. XXVI (II) de la Historia de España de Ramón Menéndez Pidal. Madrid: Espasa-Calpe, 1986, p. 731.
[60] La imagen se reproduce, por ejemplo, en el trabajo de ÁLVAREZ VICENTE, Andrés y GARCÍA RODRÍGUEZ, Julio César. Gregorio Fernández: la gubia del Barroco. Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 2009, p. 143, de donde tomo la referencia sobre la restauración de la pieza a partir de la fotografía que obra en poder del Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE), Ministerio de Cultura.
[61] Sobre la obra, vid. URREA, Jesús. “Un Ecce Homo de Gregorio Fernández”. BSAA, 1972, vol. XXXVIII, p. 554-556. La fecha de la obra la tomo de la nueva propuesta que hizo Jesús Urrea en el catálogo de la exposición celebrada en 1999 y 2000: URREA, Jesús (dir.). Gregorio Fernández 1576-1636. Madrid: Fundación Santander Central Hispano, Diputación Provincial de Valladolid, Obispado de Valladolid, 1999, pp. 134-135.
[62] GÓMEZ MORENO, Mª Elena. La policromía en la escultura española. Madrid: Publicaciones de la Escuela de Artes y Oficios Artísticos de Madrid, 1943, p. 23 y ss. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “La policromía en la escultura castellana”. Archivo Español de Arte, 1953, vol. XXVI, núm. 104, p. 303 y 307-311.
[63] PEÑA VELASCO, Concepción de la. “El lugar elocuente en la escultura barroca”. En: FERNÁNDEZ GRACIA, Ricardo (coord.). Pvlchrvm. Scripta varia in honorem Mª Concepción García Gaínza. Pamplona: Gobierno de Navarra; Universidad de Navarra, 2011, p. 238-247; la cita la tomo de la p. 245; en este trabajo se aporta abundante bibliografía sobre el tema.
[64] Pensemos en la exposición que se celebró con este título en Londres, Washington y Valladolid durante 2010: BRAY, Xavier (Comisario). Lo Sagrado Hecho Real. Pintura y Escultura Española 1600-1700. Valladolid: Museo Nacional Colegio de San Gregorio, Ministerio de Cultura, y, The National Gallery, 2010. Sobre la exposición, vid., etiam, AA. VV. “Lo Sagrado Hecho Real. Pintura y Escultura Española. 1600-1700”. Atticus, 2010, monográfico núm. 2 dedicado a la exposición celebrada en 2010 en el Museo Nacional Colegio San Gregorio de Valladolid, p. 17 y ss.
[65] LAFUENTE FERRARI, Enrique. “La interpretación del Barroco y sus valores españoles”. En: WEISBACH, Werner. El Barroco. Arte de la Contrarreforma. Traducción y ensayo preliminar de Enrique Lafuente Ferrari. Madrid: Espasa-Calpe, 1948 — texto original de 1921—, p. 19-24, donde el autor se refiere a los valores españoles en el arte de la contrarreforma. Vid., etiam, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Los ideales artísticos en la imaginería castellana”. Revista de Ideas Estéticas, 1954, vol. XII, núm. 48, p. 319-329.
[66] GÓMEZ MORENO, Mª Elena. Escultura del siglo XVII. Vol. XVI de la Col. Ars Hispaniae. Madrid: Plus Ultra, 1963, p. 13 y 281.
[67] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “La huella de Bernini en España”. En: HIBBARD, Howard. Bernini. Madrid: Xarait Ediciones, 1982, p. XXI.
[68] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 19.
[69] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “La huella de Bernini en España”. En: HIBBARD, Howard: Bernini. Madrid: Xarait Ediciones, 1982, p. X y ss. Vid., etiam, CARRIÓ-INVERNIZZI, Diana. “Bernini en la imaginación de los españoles. La embajada del Cardenal Pascual de Aragón (1662-1664). Y la fiesta de la Chinea de 1663”. En: Modelos, Intercambios y Recepción Artística (de las rutas marítimas a la navegación en red). Actas del XV Congreso del Comité Español de Historia del Arte. Palma de Mallorca: Universidad de las Islas Baleares, 2008, vol. 1, p. 285-298.
[70] NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/escultor. Madrid: Arco/Libros, 2009, p. 12 y ss.
[71] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 244-249 para las copias junianas; y p. 376 y 381 para la Dolorosa de Medina de Rioseco. Sobre el grabado de Roelas, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Sobre el grabado de Roelas de la Virgen de las Angustias”. BSAA, 1981, vol. XLVII, p. 472-474. Sobre la proyección del tema mariano, vid., etiam, HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. “La representación escultórica de la Virgen de las Angustias en Castilla y León”. En: II Congreso Andaluz sobre Patrimonio Histórico. Estepa: Ayuntamiento de Estepa, 2011, p. 38-43.
[72] Sobre los Bolduque, vid. el reciente trabajo de PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “El escultor Pedro de Bolduque: orígenes y primeras obras”. BSAA, 2012, vol. LXXVIII, p. 69-98, donde se aporta abundante bibliografía sobre el tema. En cuanto a su presencia en Medina de Rioseco, PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “La huella de Gregorio Fernández y la escultura del siglo XVII en Medina de Rioseco”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Medina de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 161-164, donde también recoge referencias de los talleres locales de Alejandro Enríquez y Gabriel Alonso.
[73] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “Gregorio español, un escultor leonés desconocido”. Tierras de León, 1981, núm. 42, p. 57-73.
[74] SÁNCHEZ-PALENCIA MANCEBO, Almudena. “Los Theotocópuli y su mundo: Jorge Manuel, Gaspar Cerezo, Juan Ruiz de Castañeda, Francisco de Espinosa, Carvajal y Monegro”. Anales Toledanos, del Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, 1983, núm. 17, p. 73-86. SUÁREZ QUEVEDO, Diego. “Jorge Manuel Theotocópuli, tracista y arquitecto de la iglesia de la Santísima Trinidad de Toledo, versus parroquia de San Marcos”. Archivo Español de Arte, 1998, vol. LXXI, núm. 284, p. 407-409.
[75] SUÁREZ QUEVEDO, Diego. “La iglesia de la Santísima Trinidad de Toledo (parroquia de San Marcos), obra de Jorge Manuel Theotocópuli”. Anales Toledanos, del Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, 2001, núm. 38, p. 61-82.
[76] En el camino hacia la conquista del siglo XVII hay que citar la actividad finisecular que desarrolla el obrador de escultura de Rafael de León y Luis de Villoldo y que ha sido analizado por Rodríguez Quintana: RODRÍGUEZ QUINTANA, Milagros I. El obrador de escultura de Rafael de León y Luis de Villoldo. Toledo: Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, Diputación Provincial de Toledo, 1991.
[77] SANTOS MÁRQUEZ, Antonio Joaquín. “Giraldo de Merlo. Sus orígenes familiares y nuevas adiciones a su quehacer artístico”. Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, 2009, vol. LIV, p. 503.
[78] MARÍAS, Fernando: “Giraldo de Merlo, precisiones documentales”. Archivo Español de Arte, 1981, vol. LIV, núm. 214, p. 163.
[79] SANTOS MÁRQUEZ, Antonio Joaquín. “Giraldo de Merlo. Sus orígenes familiares y nuevas adiciones a su quehacer artístico”. Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, 2009, vol. LIV, p. 503-505.
[80] GARCÍA REY, Comandante. “Obras de artistas extranjeros en Madrid y su provincia”. Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo de Madrid, 1929, núm. 22, p. 176-177; y p. 170-175 sobre la actuación de Giraldo de Merlo en Madrid a partir de 1607.
[81] Sigo el trabajo de MARÍAS, Fernando. “Giraldo de Merlo, precisiones documentales”. Archivo Español de Arte, 1981, vol. LIV, núm. 214, p. 163-184; la cita en p. 164-165.
[82] Es interesante citar al respecto el trabajo de GUTIÉRREZ GARCÍA-BRAZALES, Manuel. “Contrato entre Jorge Manuel y Giraldo de Merlo para los retablos del Hospital Tavera”. Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, 1983, vol. XI-XII, p. 55-60.
[83] MARÍAS, Fernando. “Giraldo de Merlo, precisiones documentales”. Archivo Español de Arte, 1981, vol. LIV, núm. 214, p. 167. Las referencias que siguen en el texto a la obra de Merlo proceden del trabajo de Fernando Marías, p. 166-184, passim. Sobre su intervención en Ávila, BUSTAMENTE GARCÍA, Agustín. “Papeletas de arte castellano. Juan de Porres y Giraldo de Merlo en Ávila. El convento de San José”. BSAA, 1970, vol. XXXVI, p. 507-513.
[84] También es necesario citar sobre el artista el trabajo de RAMÍREZ DE ARELLANO, Rafael. “Giraldo de Merlo”. Arte Español, 1915, núm. 5, p. 251-263; en p. 255-260 para los retablos de Sigüenza y Guadalupe. Sobre el retablo mayor del monasterio de Guadalupe, vid. las referencias en ANDRÉS, Patricia. Guadalupe, un centro histórico de desarrollo artístico y cultural. Cáceres: Institución Cultural “El Brocense”, 2001, p. 293-298.
[85] AGAPITO Y REVILLA, Juan. Las calles de Valladolid. Nomenclátor histórico. Valladolid: Talleres Tipográficos “Casa Martín”, 1937, p. 215-216. FERNÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. Juan de Juni, escultor. Valladolid: Universidad de Valladolid, 2012, p. 60-61.
[86] MARTÍ Y MONSÓ, José. “Gregorio Fernández. Su vida y sus obras (1576?-1636)”. Musevm. Revista mensual de Arte Español Antiguo y Moderno y de la vida artística contemporánea, 1912, vol. 2, núm. 6, p. 212-214. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Esteban Jordán. Valladolid: Server-Cuesta, 1952, p. 17-18. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 33-39.
[87] URREA FERNÁNDEZ, Jesús (dir.). Valladolid. Capital de la Corte (1601-1606). Catálogo de la muestra celebrada en la Sala Municipal de Exposiciones La Pasión, entre los meses de octubre de 2002 y enero de 2003. Valladolid: Cámara Oficial de Comercio e Industria de Valladolid, 2002, p. 16 y ss.
[88] FERNÁNDEZ MARTÍN, Luis. Nueva miscelánea vallisoletana. Valladolid: Ediciones Grapheus, 1998, p. 103-104. De este trabajo hay que reseñar el capítulo titulado “La colonia italiana de Valladolid, Corte de Felipe III”, p. 89-118, donde da cuenta, por ejemplo, de las familias procedentes de Italia arraigadas en Valladolid, el cuerpo de funcionarios, los miembros de la Iglesia, junto a una amplia nómina de mercaderes, hombres de negocio y banqueros, que sin duda hicieron posible el aumento de la importancia de la ciudad.
[89] FERNÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. “El taller de Gregorio Fernández”. En: URREA, Jesús (Comisario). Gregorio Fernández. 1576-1636. Catálogo de la exposición celebrada en las salas de la Fundación Santander Central Hispano, entre los meses de noviembre de 1999 y enero de 2000. Madrid: Fundación Santander Central-Hispano, 1999, p. 50. URREA, Jesús. “El Cristo Yacente de Zamora”. En: Actas del primer Congreso Nacional de Cofradías de Semana Santa. Zamora: Diputación Provincial de Zamora y Patronato Provincial de Turismo, 1987, p. 687-690. URREA, Jesús. “Los Cristos yacentes de Castilla y León”. En: Tercer encuentro para el estudio del arte cofradiero: en torno al Santo Sepulcro (1993). Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 1995, p. 28-29. NAVARRO TALEGÓN, José: “Francisco Fermín, autor del Yacente de Zamora”. Barandales (Zamora), 1995, núm. 4, p. 34-38. PLAZA SANTIAGO, Fco Javier de la y REDONDO CANTERA, Mª José. “Cristo yacente”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Remembranza —Zamora—. Zamora: Fundación las Edades del Hombre, 2001, p. 237-239.
[90] Francisco Rincón, o Francisco de Rincón, que es el nombre completo con el que firma los documentos: ALONSO CORTÉS, Narciso. “Datos para la biografía artística de los siglos XVI y XVII (Continuación)”. Boletín de la Real Academia de la Historia, 1922, vol. 80, cuad. 2, p. 132.
[91] Sobre Francisco Rincón cabe citar, entre otros, los siguientes trabajos: MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 170-182. ÍDEM. Escultura Barroca en España 1600-1770. Madrid: Cátedra, 1983, p. 39-42. URREA, Jesús. “El escultor Francisco Rincón”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, p. 491-500. Sobre la hipótesis de la llegada de Gregorio Fernández a Valladolid, vid. URREA, Jesús (dir.). Gregorio Fernández 1576-1636. Madrid: Fundación Santander Central Hispano, Diputación Provincial de Valladolid, Obispado de Valladolid, 1999, p. 17-18.
[92] MARTÍNEZ GONZÁLEZ, Rafael Ángel. Las cofradías penitenciales de Palencia. Palencia: Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Palencia, 1979, p. 63.
[93] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura 1980, p. 47.
[94] URREA, Jesús. Semana Santa. Col. Cuadernos Vallisoletanos, núm. 24. Valladolid: Obra Cultural de la Caja de Ahorros Popular, 1987, p. 7 y 18. Sobre el Nazareno de Medina del Campo, vid., etiam, ARIAS MARTÍNEZ, Manuel, HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio y SÁNCHEZ DEL BARRIO, Antonio. Semana Santa en Medina del Campo. Historia y obras artísticas. Valladolid: Junta de Semana Santa de Medina del Campo, 1996, p. 92-93.
[95] PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “El escultor Francisco Rincón en la Catedral de Burgos”. En: ZALAMA, Miguel Ángel (coor.) y MOGOLLÓN CANO-CORTÉS, Pilar (coor.). Alma Ars. Estudios de Arte e Historia en Homenaje al Dr. Salvador Andrés Ordax. Valladolid: Servicios de Publicaciones de las universidades de Valladolid y Extremadura, 2013, p. 71-78; en p. 74-75, nota 30, el autor aporta una extensa bibliografía sobre el artista.
[96] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 59-68. Una aproximación reciente a la semblanza del escultor, BURRIEZA SÁNCHEZ, Javier. “Gregorio Fernández: retrato histórico de un escultor en Valladolid”. En: ALONSO PONGA, José Luis (coor.) y PANERO GARCÍA, Pilar (coor.). Gregorio Fernández: Antropología, Historia y Estética en el Barroco. Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 2008, p. 245-299.
[97] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 17. Sobre el nacimiento en Sarria, vid. PLAZA SANTIAGO, F.co Javier de la: “El pueblo natal de Gregorio Fernández”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, 1973, p. 505-509.
[98] El dato lo adelantaba por vez primera Martí y Monsó, prometiendo una futura publicación que, creo, no vio la luz: MARTÍ Y MONSÓ, José. “Gregorio Fernández. Su vida y sus obras (1576?-1636)”. Musevm. Revista mensual de Arte Español Antiguo y Moderno y de la vida artística contemporánea, 1912, vol. 2, núm. 6, p. 217 y nota 2. La documentación completa la publicaría, como es bien sabido, y en lo relativo al pleito que sostuvo Pedro de la Cuadra con Fabio Nelli de Espinosa en 1609, ALONSO CORTÉS, Narciso. “Datos para la biografía artística de los siglos XVI y XVII (Continuación)”. Boletín de la Real Academia de la Historia, 1922, vol. 80, cuad. 3, p. 268 y ss. Sin embargo, el asiento documental con el dato que nos interesa, esto es, la declaración de Fernández, fue dado a conocer por MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 29, nota 6.
[99] GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 153.
[100] VÁZQUEZ SANTOS, Rosa. “Gregorio Fernández, un entallador del siglo XVI. Nuevos datos sobre el origen y familia del escultor Gregorio Fernández”. BSAA, 1999, vol. LXV, p. 259-261. ÍDEM. “Gregorio Fernández y Sarria: nuevas claves del taller familiar y su obra”. Goya, 2008, núm. 322, pp. 47-52. En estos dos trabajos se recoge la amplia bibliografía existente sobre el tema.
[101] BOUZA-BREY TRILLO, Fermín. “Sobre familia y cuna del escultor Gregorio Fernández”. En: Homenaje al profesor Cayetano de Mergelina. Murcia: Universidad de Murcia, 1961-1962. p. 1-5.
[102] Los datos sobre la familia del artista, además de otras importantes aportaciones, en MARTÍ Y MONSÓ, José. Estudios histórico-artísticos relativos principalmente a Valladolid basados en la investigación de diversos archivos. Valladolid: Ed. Leonardo Miñón, 1898-1901. Valladolid: Ámbito Ediciones, ed. facsímil, 1992, p. 401 y ss.
[103] MARTÍ Y MONSÓ, José. “Gregorio Fernández. Su vida y sus obras (1576?-1636)”. Musevm. Revista mensual de Arte Español Antiguo y Moderno y de la vida artística contemporánea, 1912, vol. 2, núm. 6, p. 218.
[104] MARTÍ Y MONSÓ, José. “Gregorio Fernández. Su vida y sus obras (1576?-1636)”. Musevm. Revista mensual de Arte Español Antiguo y Moderno y de la vida artística contemporánea, 1912, vol. 2, núm. 6, p. 218.
[105] PROSKE, Beatrice Gilman. Gregorio Fernández. New York: The Hispanic Society of America, 1926, p. 17.
[106] El dato lo dio a conocer MARTÍ Y MONSÓ, José. Estudios histórico-artísticos relativos principalmente a Valladolid basados en la investigación de diversos archivos. Valladolid: Ed. Leonardo Miñón, 1898-1901. Valladolid: Ámbito Ediciones, ed. facsímil, 1992, p. 393-394. La descripción del templete nos la ofreció Narciso Alonso Cortés en el Boletín de la Sociedad Castellana de excursiones, entre los años 1914 (vol. 6) y 1915 (vol. 7), y luego la publicó en trabajo independiente: PINHEIRO DA VEIGA, Tomé. Fastiginia o Fastos Geniales. Traducido del portugués por Narciso Alonso Cortés. Valladolid: Imprenta del Colegio de Santiago, 1916, p. 90-92, la cita de Fernández y Velázquez en p. 91, y nota 2. Posteriormente, Urrea reparó en la independencia del maestro: URREA, Jesús. “En torno a Gregorio Fernández”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, p. 247. ÍDEM. “La plaza de San Pablo escenario de la Corte”. En: Valladolid. Historia de una ciudad. Actas del Congreso Internacional, vol. I: La ciudad y el arte, Valladolid villa (época medieval). Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 1999, p. 27-41.
[107] BUSTAMENTE GARCÍA, Agustín. “Juan Muñoz, escultor”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, p. 272.
[108] URREA FERNÁNDEZ, Jesús (dir.): Valladolid. Capital de la Corte (1601-1606). Catálogo de la muestra celebrada en la Sala Municipal de Exposiciones La Pasión, entre los meses de octubre de 2002 y enero de 2003. Valladolid: Cámara Oficial de Comercio e Industria de Valladolid, 2002, p. 15-16.
[109] URREA, Jesús. “En torno a Gregorio Fernández”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, p. 247.
[110] Muniátegui se estableció en la ciudad del Pisuerga a partir de 1603, y hasta su muerte en 1612. Sobre el mismo, vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 274.
[111] FERNÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. Juan de Juni, escultor. Valladolid: Universidad de Valladolid, 2012, p. 26-29.
[112] Para las referencias de este conjunto: MÉNDEZ HERNÁN, Vicente. El retablo en la Diócesis de Plasencia. Siglos XVII y XVIII. Cáceres: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2004, p. 457.
[113] GARCÍA CHICO, Esteban. Gregorio Fernández. Valladolid: Ediciones de la Escuela de Artes y Oficios, 1952, p. 10. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 170.
[114] La obra la daba a conocer NICOLÁS, Antonio de. “Un manuscrito curioso”. Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones, 1904, vol. I (1903-1904), núm. 18, p. 323-330. Las referencias artísticas las publicaba poco después MARTÍ Y MONSÓ, José. “Nuevas noticias de Arte extraidas y comentadas de un libro hasta hace poco inédito”. Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones, 1905, vol. II (1905-1906), núm. 25, p. 2-11, la cita de Fernández en p. 3. Sobre la evolución de la capilla del propio convento y de las obras que antaño la ornaron, vid. FERNÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. Patrimonio perdido. Conventos desaparecidos de Valladolid. Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 1998, p. 72-76. Veamos la cita completa del manuscrito: SOBREMONTE, Matías de. Noticias chronographicas y topographicas del real y religiosísimo convento de los frailes menores observantes de San Francisco de Valladolid, cabeza de la Provincia de la Inmaculada Concepción de N.ª S.ª Recogidas y escritas por fr. Matias de Sobremonte, indigno fraile menor, y el menor de los moradores del mismo convento. Año de MDCLX, copia del siglo XVIII. Madrid: Biblioteca Nacional, Mss/19351, fol. 220, de donde tomo la transcripción.
[115] URREA, Jesús. Gregorio Fernández. Valladolid: Caja de Ahorros Popular de Valladolid, 1984. Colección de Semblanzas Biográficas, n. 31, p. 91.
[116] El documento de la curaduría, fechado el 24 de noviembre de 1608, y el de aprendizaje, con fecha de 6 de diciembre del mismo año 1608, los publicó GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 147-152. El entrecomillado del texto en GARCÍA CHICO, Esteban. Gregorio Fernández. Valladolid: Ediciones de la Escuela de Artes y Oficios, 1952, p. 10, y en p. 43-44, vuelve a reproducir los documentos con la tutela y la escritura de aprendizaje (documentos n.os 1 y 2). El deterioro de las relaciones entre ambas familias ya lo advirtió URREA, Jesús. “El escultor Francisco Rincón”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, p. 496-497.
[117] ALONSO CORTÉS, Narciso. “Datos para la biografía artística de los siglos XVI y XVII (Continuación)”. Boletín de la Real Academia de la Historia, 1922, vol. 80, cuad. 2, p. 132. Los datos sobre el inmueble que ocupó Fernández con su taller, y la evolución de la propiedad, en MARTÍ Y MONSÓ, José. Estudios histórico-artísticos relativos principalmente a Valladolid basados en la investigación de diversos archivos. Valladolid: Ed. Leonardo Miñón, 1898-1901. Valladolid: Ámbito Ediciones, ed. facsímil, 1992, p. 414-422.
[118] FERNÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. “El taller de Gregorio Fernández”. En URREA, Jesús (dir.). Gregorio Fernández 1576-1636. Madrid: Fundación Santander Central Hispano, Diputación Provincial de Valladolid, Obispado de Valladolid, 1999. p. 43-53, donde se aporta la bibliografía existente al respecto. Vid., etiam, BURRIEZA SÁNCHEZ, Javier. “Gregorio Fernández: retrato histórico de un escultor en Valladolid”. En: ALONSO PONGA, José Luis (coor.) y PANERO GARCÍA, Pilar (coor.). Gregorio Fernández: Antropología, Historia y Estética en el Barroco. Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 2008, p. 273 y ss.
[119] Con todo lujo de detalles nos describe Martín González el inmueble, que llegó a conocer Bosarte: MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 20-21.
[120] MÉNDEZ HERNÁN, Vicente. El retablo en la Diócesis de Plasencia. Siglos XVII y XVIII. Cáceres: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2004, p. 359-370.
[121] NAVARRETE PRIETO, Benito. “Fuentes y modelos en la obra de Gregorio Fernández”. En: URREA, Jesús (Comisario). Gregorio Fernández. 1576-1636. Catálogo de la exposición celebrada en las salas de la Fundación Santander Central Hispano, entre los meses de noviembre de 1999 y enero de 2000. Madrid: Fundación Santander Central-Hispano, 1999, p. 54-66. Citemos también el trabajo de ANDRÉS, Patricia. “Gregorio Fernández, Imberto y Wierix y el retablo mayor de las “Isabeles” de Valladolid. Precisiones documentales y fuentes compositivas”. BSAA, 1999, vol. LXV, p. 264-282.
[122] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 18.
[123] VASALLO TORANZO, Luis. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda. Escultores entre el Manierismo y el Barroco. Salamanca: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 2004, p. 82.
[124] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 69-77.
[125] Sobre el conjunto, remitimos al trabajo actual de Jesús Urrea, donde se aporta la bibliografía que existe sobre el mismo: URREA, Jesús. Retablo mayor de San Miguel de Valladolid. Col. Cuadernos de Restauración, núm. 3. Valladolid: Fundación del Patrimonio Histórico de Castilla y León, 2007, p. 16 y ss.; p. 46 y ss.; en p. 23-24 el autor señala la posibilidad de que el Calvario original, perdido, sea el que actualmente se conserva en la vallisoletana iglesia de San Andrés, relación que ya planteaba en 1973: URREA, Jesús. “En torno a Gregorio Fernández”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, p. 249-250. Sobre la citada exposición de las Edades del Hombre: AA. VV. Credo —Arévalo (Ávila)—. S/l [Salamanca]: Fundación las Edades del Hombre, 2013, p. 274-277.
[126] Sobre ambas piezas, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 190-193.
[127] PALOMERO PÁRAMO, Jesús Miguel. “Iconografía franciscana en España y América”. En: AA. VV. Los franciscanos y el Nuevo Mundo. Sevilla: Ed. Guadalquivir, 1992, p. 134.
[128] Sobre los conjuntos citados, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 93-116, p. 220-221 y 239. Sobre el conjunto de Miranda do Douro, LOZOYA, Marqués de. “Un retablo vallisoletano en Portugal”. Archivo Español de Arte, 1940-1941, vol. XIV, núm. 42, p. 127-128; en p. 128 destaca especialmente el relieve de la Asunción. Sobre el retablo de las Huelgas Reales y la relación entre el relieve de Cristo con la obra citada de Ribalta, SÁNCHEZ CANTÓN, Fco. Javier. “Gregorio Fernández y Francisco Ribalta”. Archivo Español de Arte, 1942, vol. XV, núm. 51, p. 147-150.
[129] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 260-261, y p. 261-262 para la citada imagen de santa Teresa del Museo Nacional de Escultura. URREA, Jesús. “Gregorio Fernández y el monasterio del Carmen Descalzo”. BSAA, 1972, vol. XXXVIII, p. 552-553. Vid., etiam, RODRÍGUEZ, Luis. URREA, Jesús. Santa Teresa en Valladolid y Medina del Campo. Valladolid: Caja de Ahorros Popular de Valladolid, 1982.
[130] HORNEDO, Rafael María de. “Tallas ignacianas de Gregorio Fernández y sus imitadores”. Razón y Fe. Revista mensual hispanoamericana, 1956, vol. 153, núms. 696-701, enero-junio, p. 305-330, y p. 309-312, donde documenta la tendencia realista que hemos anotado.
[131] Sobre la obra, remitimos al reciente trabajo de URREA FERNÁNDEZ, Jesús (dir.). Pasos restaurados. Museo Nacional de Escultura. Valladolid: Museo Nacional de Escultura, Ministerio de Educación y Cultura y Amigos del Museo Nacional de Escultura, 2000, p. 53-63. VASALLO TORANZO, Luis. “El paso del Camino del Calvario de Gregorio Fernández”. Boletín del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, 2007, núm. 11, p. 16-21.
[132] ORUETA, Ricardo. Gregorio Hernández. Madrid: Editorial Saturnino Calleja, 1920, p. 27. De esta obra hay edición reciente, de 2013, a cargo del Museo Nacional de Escultura, publicada junto a la obra que el mismo autor dedicó a La expresión de dolor en la escultura castellana (1924).
[133] GÓMEZ MORENO, Mª Elena. Gregorio Fernández. Madrid: Instituto Diego Velázquez del CSIC, 1953, p. 26.
[134] Sobre las imágenes estudiadas, vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 185-186 y 215-218, para la Piedad; y p. 169, para el Cristo atado a la columna de la iglesia vallisoletana de la Vera Cruz.
[135] MÂLE, Emile. El Barroco. Arte religioso del siglo XVII. Italia, Francia, España, Flandes, Madrid: Ediciones Encuentro, 1985 [19321, 19512], p. 211-213. Sobre este particular, abunda MELENDRERAS GIMENO, J. Luis. “Algunos ejemplos inspirados en la columna de la flagelación de la iglesia de Santa Práxedes de Roma en la escultura barroca española e italiana”. Pasos de Arte y Cultura, 2010, núm. 13, p. 33-35, donde realiza una amplia panorámica sobre el empleo de la columna en la escultura barroca española, junto al ejemplo que nos proporciona el escultor genovés, discípulo de Bernini, Filippo Parodi (1630-1702).
[136] Sobre el tema remitimos al conocido trabajo de STRATTON, Suzanne. La Inmaculada Concepción en el arte español. Madrid: Fundación Universitaria Española, tirada aparte de los Cuadernos de Arte e Iconografía, 1989, p. 9 y ss.
[137] PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “Una Inmaculada de Gregorio Fernández en el convento de Santa Clara de Palencia”. En: PARADO DEL OLMO, Jesús Mª. y GUTIÉRREZ BAÑOS, Fernando (coords.). Estudios de Historia del Arte. Homenaje al profesor de la Plaza Santiago. Valladolid: Universidad de Valladolid; Diputación Provincial de Valladolid. 2009. p. 173-178.
[138] GARCÍA ÁLVAREZ, Cesar y ÁLVAREZ ALLER, Eduardo. “El Nazareno de León y la obra de Gregorio Fernández”. De Arte, 2012, núm. 11, p. 109-130, y p. 119 sobre el modelo en sí.
[139] Sobre las imágenes estudiadas, vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 221-22 (Sagrada Familia); p. 118-122 (relieve del Bautismo de Cristo), la cita en p. 74; p. 212-215 (el paso del Descendimiento).
[140] Sobre las imágenes estudiadas, vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 174-175 (para el Ecce-Homo); p. 179 (para el Crucificado de la benedictinas de León); p. 180 (Crucificado de la iglesia de San Marcelo de León); p. 236 (para la Virgen del Carmen).
[141] ANDRÉS ORDAX, Salvador. Gregorio Fernández en Álava. Vitoria: Diputación Foral de Álava, Consejo de Cultura, 1976, p. 22-40.
[142] Sobre el retablo mayor de la catedral de Plasencia, remitimos a nuestro trabajo: MÉNDEZ HERNÁN, Vicente. El retablo en la Diócesis de Plasencia. Siglos XVII y XVIII. Cáceres: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2004, p. 444-478, donde se aporta la bibliografía existente sobre el tema.
[143] ESCANCIANO NOGUEIRA, Servando. “Una Inmaculada de Gregorio Fernández en la Catedral de Astorga”. Archivo Español de Arte, 1950, vol. XXIII, núm. 89, p. 73-76, y en p. 75 la referencia a la autoría de Fernández.
[144] VASALLO TORANZO, Luis y LORENZO PINAR, F.co Javier. “Otra Inmaculada inédita de Gregorio Fernández”. Boletín del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, 2001, núm. 5, p. 11-13.
[145] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 219 (sobre el citado grupo limeño); p. 225-226 (Inmaculada de Astorga); p. 252-253 (Santo Domingo del convento de San Pablo); p. 247-249 (San Isidro). Sobre la Piedad de La Bañeza: LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “La Piedad de Santa María de la Bañeza. Obra documentada de Gregorio Fernández”. Tierras de León, 1986, vol. 26, núm. 65, pp. 111-126.
[146] NAVASCUÉS PALACIO, Pedro. “Un retablo inédito de Gregorio Fernández”. Archivo Español de Arte, 1967, vol. XL, núm. 159, p. 241.
[147] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El escultor Gregorio Fernández. Madrid: Ministerio de Cultura, 1980, p. 155-158 (retablo de Santa Teresa); p. 172-173 y 262-263 (grupo de Cristo a la columna y Santa Teresa).
[148] SÁEZ GONZÁLEZ, Manuela. “La Inmaculada y el Cristo Yacente de Gregorio Fernández de Monforte de Lemos”. Boletín del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, 2006, núm. 10, p. 36-41; la documentación en p. 39-41.
[149] MÉNDEZ HERNÁN, Vicente. “El testamento del escultor Gregorio Fernández y el proceso de culminación del retablo mayor de la Catedral de Plasencia (Cáceres)”. Archivo Español de Arte, 2012, vol. LXXXV, núm. 339, p. 273-279.
[150] Sobre el particular, VALERO COLLANTES, Ana Cristina. “La memoria perdida de un gran escultor”. En: ALONSO PONGA, José Luis (coor.); PANERO GARCÍA, Pilar (coor.). Gregorio Fernández: Antropología, Historia y Estética en el Barroco. Valladolid: Ayuntamiento de Valladolid, 2008, p. 511-524.
[151] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. La huella española en la escultura portuguesa. Valladolid: Sever-Cuesta, 1961.
[152] GARCÍA GAÍNZA, Mª Concepción. “La influencia de Gregorio Fernández en la escultura navarra y vascongada”. BSAA, 1972, vol. XXXVIII, p. 371-389. Vid., etiam, VÉLEZ CHAURRI, José Javier. “Gregorio Fernández en el País Vasco. Clientes, oficiales, aprendices y seguidores”. En: FERNÁNDEZ GRACIA, Ricardo (coord.). Pvlchrvm. Scripta varia in honorem Mª Concepción García Gaínza. Pamplona: Gobierno de Navarra; Universidad de Navarra, 2011. p. 818-827.
[153] GARCÍA CHICO, Esteban. Pedro de la Cuadra. Valladolid: Ediciones de la Escuela de Artes y Oficios Artísticos de Valladolid, 1960, p. 17.
[154] HERAS GARCÍA, Felipe. “Marcos de Garay, Juan Imberto y el retablo de Matilla”. BSAA, 1973, vol. XXXIX, p. 261-268.
[155] URREA, Jesús. “Nuevos datos y obras del escultor Andrés Solanes (†1635)”. BSAA. 1989, vol. LV, p. 481-488.
[156] MÉNDEZ HERNÁN, Vicente. El retablo en la Diócesis de Plasencia. Siglos XVII-XVIII. Cáceres: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2004, p. 478-488.
[157] GARCÍA CHICO, Esteban. “Francisco Díez de Tudanca, escultor”. Altamira, 1954, núms. 1, 2 y 3, p. 38-56.
[158] FERNÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. “El escultor vallisoletano Francisco Díez de Tudanca (1616-?)”. BSAA, 1984, vol. L, p. 371-390.
[159] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 283-287. LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “El escultor Francisco Díez de Tudanca en la ciudad de León”. Tierras de León, 1979, vol. 19, núms. 34-35, p. 55-57. Sobre el autor, vid., etiam, el reciente trabajo de BALANDRÓN ALONSO, Javier. “Nuevas noticias de Francisco Díez de Tudanca y otros datos de escultores barrocos vallisoletanos”. BSAA, 2012, vol. LXXVIII, p. 153-170.
[160] FERÁNDEZ DEL HOYO, Mª Antonia. “El Cristo del Perdón, obra de Bernardo del Rincón”. BSAA, 1983, vol. XLIX, p. 476-481.
[161] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Documentación de las obras de escultura de la capilla del Relicario de la Colegiata de Villagarcía de Campos”. BSAA, 1955, vol. XX, p. 207. LLAMAZARES, Fernando. José Mayo. “Las esculturas del monasterio de Santa María de Carriazo”. Tierras de León, 1975, vol. 15, núm. 21, p. 17-22.
[162] URREA, Jesús. “La biografía al servicio del conocimiento artístico. El escultor Juan Antonio de la Peña (h. 1650-1708)”. Boletín de la Real Academia de BB.AA. de la Purísima Concepción de Valladolid, 2007, núm. 42, p. 43-56. También recoge importantes noticias sobre el escultor ARRIBAS ARRANZ, Filemón. La Cofradía Penitencial de N.P. Jesús Nazareno de Valladolid. Valladolid: Imprenta y Librería Casa Martín, 1946, p. 83 y ss.
[163] Sobre ambas obras vid. URREA, Jesús. “Gregorio Fernández en el convento de Scala Coeli del Abrojo”. Boletín del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, 1998-1999, núm. 3, p. 23-31.
[164] Sobre esta obra vid. REGERA GRANDE, Fernando y MARTÍN BENITO, José Ignacio. “Tránsito o muerte de San José”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Remembranza —Zamora—. Zamora: Fundación las Edades del Hombre, 2001, p. 550-551, donde también se aporta bibliografía.
[165] Por ejemplo, sus paños quedan ya lejos de los abultados y envolventes del mundo manierista al combinar la amplitud y profundidad de unos, con lo más menudo y aristado de otros, indicativo además de la pericia del artista. Demuestra una preocupación por los desnudos masculinos que se concreta en las pormenorizadas anatomías de crucificados y yacentes. En estos es característico el perizoma, abierto en uno de sus lados, como podemos ver en el magnífico Crucificado que se conserva en el convento de MM. Carmelitas Descalzas de Cabrerizos (Salamanca), de finales del siglo XVI. Sobre este escultor vid. el trabajo de VASALLO TORANZO, Luis. “A propósito del escultor Juan de Montejo”. Goya, 2004, núm. 299, p. 68-79.
[166] Un amplio panorama sobre el desarrollo de la escultura en Zamora durante el último tercio del siglo XVI, en NAVARRO TALEGÓN, José. “Manifestaciones artísticas de la Edad Moderna”. En: ALBA LÓPEZ, Juan Carlos (coord.). Historia de Zamora. Tº II: La Edad Moderna. Zamora: Diputación Provincial de Zamora, 1995, p. 550-554; la cita de Juan Ruiz de Zumeta en p. 553 y nota 160, donde se recoge la bibliografía sobre la obra.
[167] GÓMEZ MORENO, Manuel. Catálogo Monumental de la Provincia de Zamora. Madrid: Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, 1927. León: ed. facsímil a cargo de la editorial Nebrija, 1980, p. 215, 220 y 237-239, donde habla, por ejemplo, de un “escultor de Toro”.
[168] GÓMEZ MORENO, Mª Elena. Escultura del siglo XVII. Vol. XVI de la Col. Ars Hispaniae. Madrid: Plus Ultra, 1963, p. 88.
[169] NAVARRO TALEGÓN, José. Escultura del primer cuarto del siglo XVII en los talleres de Toro. Zamora: Caja Provincial de Ahorros de Zamora, 1979, s/p.
[170] NAVARRO TALEGÓN, José. Catálogo Monumental de Toro y su Alfoz. Zamora: Caja de Ahorros Provincial de Zamora, 1980, varias páginas.
[171] VASALLO TORANZO, Luis. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda. Escultores entre el Manierismo y el Barroco. Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 2004. El catálogo, no obstante, y como es lógico en obradores de tanta producción, continúa ampliándose en la actualidad: HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. “Nuevas atribuciones a los maestros de Toro”. Boletín de la Real Academia de BB.AA. de la Purísima Concepción de Valladolid, 2008, núm. 43, p. 35-40. VASALLO TORANZO, Luis. “Sebastián Ducete, nuevas noticias y obras”. En: PARADO DEL OLMO, Jesús Mª. y GUTIÉRREZ BAÑOS, Fernando (coords.). Estudios de Historia del Arte. Homenaje al profesor de la Plaza Santiago. Valladolid: Universidad de Valladolid; Diputación Provincial de Valladolid, 2009, p. 191-195.
[172] VASALLO TORANZO, Luis. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda. Escultores entre el Manierismo y el Barroco. Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 2004, p. 131-132. Sigo este trabajo para la exposición de las características de la escultura de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda.
[173] VASALLO TORANZO, Luis. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda. Escultores entre el Manierismo y el Barroco. Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 2004, p. 23.
[174] NIETO GONZÁLEZ, José Ramón. “La huella de Juni en el escultor Sebastián de Ucete”. BSAA, 1977, vol. XLIII, p. 445-452.
[175] VASALLO TORANZO, Luis. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda. Escultores entre el Manierismo y el Barroco. Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 2004, p. 75.
[176] VASALLO TORANZO, Luis. Sebastián Ducete y Esteban de Rueda. Escultores entre el Manierismo y el Barroco. Zamora: Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, 2004, p. 80-82.
[177] CASASECA CASASECA, Antonio. “La Asunción del altar mayor de la catedral nueva de Salamanca”. BSAA, 1979, vol. XLV, p. 454-462.
[178] URREA FERNÁNDEZ, Jesús (dir. y coor.). Patrimonio Restaurado de la Provincia de Valladolid. Del olvido a la memoria, vol. I: Pintura y Escultura. Valladolid: Diputación Provincial, 2008, p. 120-121.
[179] Una panorámica de esta serie de intervenciones en CASASECA CASASECA, Antonio. “Arte Moderno y Contemporáneo”. En: AGERO, Juan (dir.): Castilla y León. Tº IX: Zamora. Madrid: Mediterráneo, 1991, p. 138-140.
[180] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. La iglesia y el convento de San Esteban de Salamanca. Estudio documentado de su construcción. Salamanca: Centro de Estudios Salamantinos, 1987, p. 57, 58, 165-167.
[181] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y CASASECA CASASECA, Antonio. “Escultores y ensambladores salmantinos de la segunda mitad del siglo XVII”. BSAA, 1986, vol. LII, p. 322-331.
[182] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y CASASECA CASASECA, Antonio. “Antonio y Andrés de Paz y la escultura de la primera mitad del siglo XVII en Salamanca”. BSAA, 1979, vol. XLV, p. 387-416.
[183] GONZÁLEZ, Julio. “El retablo mayor de Sancti Spiritus de Salamanca”. Archivo Español de Arte, 1943, vol. XVI, p. 410-414.
[184] MÉNDEZ HERNÁN, Vicente. El Retablo en la Diócesis de Plasencia. Siglos XVII-XVIII. Cáceres: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2004, p. 496. La documentación la debemos a RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y CASASECA CASASECA, Antonio. “Antonio y Andrés de Paz y la escultura de la primera mitad del siglo XVII en Salamanca”. BSAA, 1979, vol. XLV, p. 412, n. 92.
[185] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y CASASECA CASASECA, Antonio. “Escultores salmantinos del siglo XVII: Jerónimo Pérez”. BSAA, 1981, vol. XLVII, p. 321-334.
[186] URREA FERNÁNDEZ, Jesús. “Nuevas obras del escultor barroco salmantino Jerónimo Pérez”. Boletín del Museo Nacional de Escultura, 2002, núm. 6, p. 22-26.
[187] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y CASASECA CASASECA, Antonio. “Escultores salmantinos del siglo XVII: Pedro Hernández”. BSAA, 1980, vol. XLVI, p. 407-424, de donde tomamos los datos aportados en estas líneas sobre el artista; la cita en p. 409.
[188] MÉNDEZ HERNÁN, Vicente. El Retablo en la Diócesis de Plasencia. Siglos XVII-XVIII. Cáceres: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2004, p. 498 y ss.
[189] PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “La huella de Gregorio Fernández y la escultura del siglo XVII en Medina de Rioseco”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón; GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Medina de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 164, donde apunta la hipótesis de su formación vallisoletana; de hecho, en los documentos en los que se hace referencia a Juan Rodríguez este figura citado como imaginero de Gregorio Fernández.
[190] URREA, Jesús. “Escultores coetáneos y discípulos de Gregorio Fernández, en Valladolid”. BSAA, 1984, vol. L, p. 364-367.
[191] PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “La huella de Gregorio Fernández y la escultura del siglo XVII en Medina de Rioseco”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Medina de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 164-165. Vid., etiam, ARIAS MARTÍNEZ, Manuel, HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio y SÁNCHEZ DEL BARRIO, Antonio (dirs.). Clausuras. “El Patrimonio de los conventos de la provincia de Valladolid”. III, Medina de Rioseco — Mayorga de Campos — Tordesillas — Fuensaldaña — Villafrechós. Valladolid: Diputación de Valladolid y Obispado de Valladolid, 2004. p. 37-38 y 151 del inventario de obras.
[192] Sobre el artista, vid., etiam, URREA, Jesús. “Escultores coetáneos y discípulos de Gregorio Fernández, en Valladolid”. BSAA, 1984, vol. L, p. 364-367.
[193] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca Castellana. Segunda Parte. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1971, p. 38, nota 13. En las figuras de las arquivoltas también se documenta la intervención de Antonio de Paz.
[194] GONZÁLEZ, Julio. “El retablo mayor de la iglesia de la Clerecía de Salamanca”. Archivo Español de Arte, 1942, vol. XV, p. 348-350. RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. Estudios del Barroco Salmantino. El Colegio de la Real Compañía de Jesús (1617-1779). Salamanca: Centro de Estudios Salmantino, 2005 (1ª edición de 1969), p. 93-94.
[195] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. Estudios del Barroco Salmantino. El Colegio de la Real Compañía de Jesús (1617-1779). Salamanca: Centro de Estudios Salmantino, 2005 (1ª edición de 1969), p. 95 y 97. ARAMBURU-ZABALA, Miguel Ángel. “Arquitectura y arte en el colegio”. En: GONZÁLEZ ECHEGARAY, Joaquín (coor.): El Colegio de la Compañía de Jesús en Salamanca (Universidad Pontificia). S/l [Salamanca]: Servicio de Publicaciones de la Universidad Pontificia, 2000, p. 369-373; obra citada por PÉREZ HERNÁNDEZ, Manuel. “San Jerónimo”, “San Ambrosio”, “San Gregorio”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Paisaje Interior —Soria—. Soria: Fundación las Edades del Hombre, 2009, p. 409-412. Vid., etiam, sobre la etapa salmantina del escultor, el trabajo de RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y CASASECA CASASECA, Antonio. “Escultores y ensambladores salmantinos de la segunda mitad del siglo XVII”. BSAA, 1986, vol. LII, p. 331-337.
[196] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “El escultor indiano Bernardo Pérez de Robles”. BSAA, 1971, vol. XXXVII, p. 312-325.
[197] RAMOS SOSA, Rafael. “Nuevas noticias del escultor Bernardo Pérez de Robles en Perú”. Laboratorio de Arte, 2003, núm. 16, p. 455.
[198] RAMOS SOSA, Rafael. “Nuevas noticias del escultor Bernardo Pérez de Robles en Perú”. Laboratorio de Arte, 2003, núm. 16, p. 453-464; sobre la estancia en Sevilla, p. 457.
[199] Los primeros datos sobre ambas imágenes los proporcionó HARTH-TERRÉ, Emilio. “Una escultura de Martínez Montañés en Lima. Comentario a un importante descubrimiento”. Cuadernos Hispanoamericanos, 1962, vols. 152-153, p. 265-266, n. 19. Sobre la evolución posterior de la historiografía sobre estas piezas vid., RAMOS SOSA, Rafael: “Nuevas noticias del escultor Bernardo Pérez de Robles en Perú”. Laboratorio de Arte, 2003, núm. 16, p. 453-464; sobre las piezas, p. 458-460, donde aporta la bibliografía existente sobre la Inmaculada. RAMOS SOSA, Rafael. “Un especialista en Crucificados: la obra del escultor Bernardo Pérez de Robles en Arequipa”. Laboratorio de Arte, 1999, núm. 12, p. 154-155, donde se aporta la bibliografía sobre el Cristo de la Vera Cruz.
[200] RAMOS SOSA, Rafael. “El escultor Bernardo Pérez de Robles en Perú (1644-1670)”. Boletín del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, 1997-1998, núm. 2, p. 11-16.
[201] RAMOS SOSA, Rafael. “El Crucificado de la Compañía en Ayacucho (Perú): una propuesta de atribución a Bernardo Pérez de Robles”. Laboratorio de Arte, 1998, núm. 11, p. 511-519.
[202] RAMOS SOSA, Rafael. “Un especialista en Crucificados: la obra del escultor Bernardo Pérez de Robles en Arequipa”. Laboratorio de Arte, 1999, núm. 12, p. 153-162.
[203] GÓMEZ MORENO, Manuel. Catálogo Monumental de España. Provincia de Salamanca. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia, 1967. Salamanca: Caja Duero, 2003, ed. facsímil con estudio introductorio a cargo de José Ramón Nieto González, p. 186. GÓMEZ-MORENO, Mª Elena. Escultura del siglo XVII. Vol. XVI de la Col. Ars Hispaniae. Madrid: Plus Ultra, 1963, p. 330.
[204] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “El escultor indiano Bernardo Pérez de Robles”. BSAA, 1971, vol. XXXVII, p. 315.
[205] Sobre la intervención en Los Villares de Reina, MARTÍN GÓNZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Segunda parte. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1971, p. 38.
[206] ANDRÉS ORDAX, Salvador. “Introducción a la escultura altoextremeña del Renacimiento y el Barroco”. En: Actas del VI Congreso de Estudios Extremeños. Cáceres: Institución Cultural “El Brocense” de la Diputación Provincial de Cáceres; Institución Cultural “Pedro de Valencia” de la Diputación Provincial de Badajoz, p. 18-19.
[207] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José e IGLESIAS ROUCO, Lena Saladina. “La escultura en Burgos. Siglos XVII-XVIII”. En: MONTENEGRO DUQUE, Ángel (dir.) y NEBREDA PÉREZ, Sabino (coor. del vol. III). Historia de Burgos. Tº III: Edad Moderna (3ª parte). Burgos: Caja de Ahorros Municipal de Burgos, 1999, p. 242-245.
[208] POLO SÁNCHEZ, Julio J. “Gabriel de Rubalcaba y la escultura funeraria del siglo XVII en el Arzobispado de Burgos: aportaciones a su estudio”. En: ZALAMA, Miguel Ángel (coor.) y MOGOLLÓN CANO-CORTÉS, Pilar (coor.). Alma Ars. Estudios de Arte e Historia en Homenaje al Dr. Salvador Andrés Ordax. Valladolid: Servicios de Publicaciones de las Universidades de Valladolid y Extremadura, 2013, p. 121-129.
[209] PAYO HERNANZ, René-Jesús. El retablo en Burgos y su comarca durante los siglos XVII y XVIII. Burgos: Diputación Provincial de Burgos, 1997, Tº II, p. 98; sobre el artista, p. 98-107.
[210] IGLESIAS ROUCO, Lena Saladina. “Sobre la obra del trasaltar de la catedral de Burgos”. BSAA, 1977, vol. XLIII, p. 470-475. BARRIO MOYA, José Luis. “Los relieves del trasaltar de la catedral de Burgos, obra de Pedro Alonso de los Ríos, y otras noticias sobre el artista”. BSAA, 2001, vol. LXVII, p. 247-258.
[211] CATURLA, Mª Luisa. “Noticias sobre el retablo de Nuestra Señora de la Fuencisla”. Estudios Segovianos, 1949, vol. I, núms. 2-3, p. 247-250. MARCOS, Alberto. “El retablo mayor del Santuario de la Fuencisla. Su arquitecto, escultor, doradores, estofadores y pintores”. Estudios Segovianos, 1949, vol. I, núms. 2-3, p. 251-254.
[212] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “La escultura barroca en León”. En: Historia del Arte en León. Cuadernillo nº 15. León: Diario de León, 1990, p. 243.
[213] GONZÁLEZ GARCÍA, Miguel Ángel. “Nuevos datos sobre el escultor astorgano del siglo XVII, Lucas Gutiérrez”. En: Homenaje al Profesor Martín González. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1995, p. 357-363.
[214] PRADILLO ESTEBAN, Pedro J. “Primeras noticias documentales de pasos de Semana Santa en Guadalajara (1553-1621)”. BSAA, 1996, vol. LXII, p. 348-353, passim.
[215] VÁZQUEZ GARCÍA, Francisco. “La escultura de Santa Teresa de la iglesia de San Juan de Ávila”. BSAA, 1998, vol. LXIV, p. 365-368, y p. 366, n.3.
[216] VÁZQUEZ GARCÍA, Francisco. “Una imagen de Simón Gabilán Tomé y un retablo de Fernando Gabilán Sierra en la iglesia de Castilblanco (Ávila)”. BSAA, 2001, vol. LXVII, p. 259.
[217] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 353.
[218] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 329.
[219] Sobre el panorama artístico salmantino en la primera mitad del siglo XVIII, vid. el trabajo de ALBARRÁN MARTÍN, Virginia: “Aproximación al desarrollo artístico en Salamanca durante la primera mitad del siglo XVIII”. BSAA, 2012, vol. LXXVIII, p. 171-196.
[220] URREA FERNÁNDEZ, Jesús. “Identificación y precisiones sobre dibujos de José de Churriguera”. En: FERNÁNDEZ GRACIA, Ricardo (coord.). Pulchrum Scripta varia in honorem Mª Concepción García Gainza. Pamplona: Gobierno de Navarra; Universidad de Navarra, 2011, p. 802-805.
[221] RUPÉREZ ALMAJANO, Mª Nieves. “La capilla del Colegio de Oviedo, templo de la Ciencia y la virtud”. Archivo Español de Arte, 2002, vol. LXXV, núm. 300, p 397-405.
[222] García y Bellido, en su ya clásica monografía de 1929 (GARCÍA BELLIDO, Antonio. “Estudios del Barroco español. Avances para una monografía de los Churrigueras”. Archivo Español de Arte y Arqueología, 1929, vol. V, núm. 13, p. 21-86) y 1930 (GARCÍA BELLIDO, Antonio. “Estudios del Barroco español. Avances para una monografía de los Churrigueras. II Nuevas aportaciones”. Archivo Español de Arte y Arqueología, 1930, vol. VI, núm. 17, p. 135-187) —seguida de la que publicó Rodríguez de Ceballos en 1971 (RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. Los Churriguera. Madrid: Instituto Diego Velázquez, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1971)—, trazó el origen catalán de esta familia y su posterior establecimiento en Madrid, donde el escultor, también catalán, José de Ratés y Dalmau se hará cargo de los tres hermanos tras perder estos a su padre José Simón de Churriguera (†1679). El posterior traslado a Salamanca de sus tres hijos será un hecho de gran repercusión para el desarrollo del retablo baroco en Castilla, aunque no hay que perder de vista que alternarán los encargos con los de su clientela en Madrid. Uno de los motivos que indujeron al traslado fue sin duda la ejecución del ya citado retablo mayor del convento de San Esteban en Salamanca. Sobre esta obra vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El retablo barroco en España. Madrid: Alpuerto, 1993, p. 105-107. Sobre los Churriguera, vid. etiam, en cuanto a obras generales, los siguientes trabajos: SALTILLO, Marqués de. “Los Churrigueras. Datos y noticias inéditas (1679-1727)”. Arte Español, 1945, Tº. XVI, núm. 3, p. 83-106. DAMISCH, Hubert. “L´oeuvre des Churriguera: la «catégorie» du masque”. Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, 1960, 15e année, núm. 3, p. 466-484. Sobre los restantes miembros del clan son muchos los trabajos que se han publicado, a raíz de la fecunda actividad artística que desarrollaron, y cuya proyección recoge el interesante trabajo de GARCÍA MENÉNDEZ, Bárbara. “Un heresiarca en la Academia. La formación de Diego de Villanueva como escultor y retablista en el entorno del churriguerismo”. Goya, 2001, núm. 337, p. 312-323.
[223] BONET CORREA, Antonio. “Los retablos de la iglesia de las Calatravas de Madrid”. Archivo Español de Arte, 1962, vol. XXXV, núm. 137, p. 36-39. Para la faceta de José Benito como escultor vid., etiam, RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. Los Churriguera. Madrid: Instituto Diego Velázquez, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1971, p. 34-35.
[224] GARCÍA GAÍNZA, Mª Concepción. “Sobre el retablo de las Calatravas de Madrid. Dos esculturas ‘perdidas’ de José Benito de Churriguera”. En: Homenaje al Profesor Martín González. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1995, p. 339-341 para el conjunto del trabajo; la cita en p. 340-341.
[225] Así lo constataba RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. Los Churriguera. Madrid: Instituto Diego Velázquez, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1971, p. 34. Vid., etiam, la opinión al respecto de Jesús Urrea, quien en 1977 indicaba que José Benito solía subarrendar las esculturas que iban destinadas a sus retablos, incluidas las de las Calatravas: URREA, Jesús. “Una propuesta para el escultor Pablo González Velázquez”. BSAA, 1977, vol. XLIII, p. 486.
[226] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “El escultor José de Larra Domínguez, cuñado de los Churriguera”. Archivo Español de Arte, 1986, vol. LIX, núm. 233, p. 1-2; y p. 4-6 para todo lo relativo a la familia Larra Churriguera, que no podemos detallar más por razones de espacio. Las notas que aporto sobre el escultor parten de este trabajo y del nuevo enfoque de ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 103-118. A ambos estudios remitimos para las referencias documentales y textuales.
[227] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “El escultor José de Larra Domínguez, cuñado de los Churriguera”. Archivo Español de Arte, 1986, vol. LIX, núm. 233, p. 5-6.
[228] Sobre esta obra vid. RAMOS DE CASTRO, Guadalupe. La Catedral de Zamora. Zamora: Fundación Ramos de Castro, 1982, p. 139-151, passim.
[229] Sobre el paso y sus pormenores remitimos al trabajo de RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “El escultor José de Larra Domínguez, cuñado de los Churriguera”. Archivo Español de Arte, 1986, vol. LIX, núm. 233, p. 20-21. Vid., etiam, ANDRÉS MATÍAS, Juan José. Semana Santa en Salamanca. Historia de una tradición. Salamanca: Junta Permanente de Semana Santa, 1986, p. 63-64.
[230] ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 112.
[231] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 258-259.
[232] VELASCO, Balbino. “Esculturas de Alejandro Carnicero en Salamanca”. BSAA, 1975, vol. XL-XLI, p. 679, n. 1.
[233] LÓPEZ-BORREGO, Rafael Manuel. “Aportaciones a la vida y obra de Alejandro Carnicero, escultor del siglo XVIII”. BSAA, vol. LXIII, 1997, p. 428.
[234] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 258.
[235] ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 32, donde también se recoge el acceso al grado de oficial que veíamos en las líneas precedentes.
[236] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 259.
[237] VELASCO, Balbino. “Esculturas de Alejandro Carnicero en Salamanca”. BSAA, 1975, vol. XL-XLI, p. 679-680.
[238] ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 38-43, sobre la religiosidad y devociones del escultor; p. 43-48, sobre sus relaciones con el resto de profesionales que entonces se daban cita en Salamanca; y p. 119-137 para todo lo relativo a la Congregación de San Lucas Evangelista en Salamanca.
[239] ANDRÉS ORDAX, Salvador. “El escultor Alejandro Carnicero: su obra en Extremadura”. Norba. Revista de Arte, Geografía e Historia, 1890, vol. I, p. 11-15.
[240] Ya recogía Ceán la referencia a este paso: CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 258. MORALES IZQUIERDO, Francisco. La ermita de la Vera Cruz de Salamanca. Arte y arquitectura. Salamanca: Centro de Estudios Salmantinos, 2007, p. 184-186. ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 180-192.
[241] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. La plaza mayor de Salamanca. Salamanca: Centro de Estudios Salmantinos, 1991 (1ª ed. de 1977), p. 67. AZOFRA AGUSTÍN, Eduardo: Programa iconográfico original de la Plaza Mayor de Salamanca. Salamanca: Caja Duero, 2005, p. 18-19. Vid., etiam, ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 192-211 (sillería salmantina); p. 212-219 (grupo de la Virgen del Carmen); y p. 220-235 (para los medallones salmantinos).
[242] El dato, de nuevo, ya lo recogía Ceán en 1800: CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 258. ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 235-244.
[243] Sobre la sillería, vid., entre otras obras, los trabajos de ANDRÉS ORDAX, Salvador. “El escultor Alejandro Carnicero: su obra en Extremadura”. Norba. Revista de Arte, Geografía e Historia, 1980, vol. I, p.15-18; en p. 18 advertía la diferencia, en cuanto a calidad, de los cinco relieves citados. MARTÍNEZ DÍAZ, José María y GARCÍA ARRANZ, José Julio. “Precisiones documentales sobre la actividad de Manuel de Larra Churriguera en el Monasterio de Guadalupe”. Norba-Arte, 1994-1995, vol. XIV-XV, p. 175-193. ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 249-262.
[244] RIVERA, J. Javier. “Alejandro Carnicero y el órgano de la Catedral de León”. BSAA, 1978, vol. XLIV, p. 485-490. Sobre el paradero posterior del órgano, BARRERO BALADRÓN, José Mª; GRAAF, Gerard A.C. de. El órgano de Santa María la Real de León y la familia de Echevarría, organeros del Rey. León: Universidad de León, Secretariado de Publicaciones, 2004, p. 93.
[245] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 390-391.
[246] Uno de los últimos trabajos sobre el particular, VASALLO TORANZO, Luis. “El escultor Manuel Álvarez de la Peña”. Academia, 1999, núm. 89, p. 85-116. Vid., etiam, RUPÉREZ ALMAJANO, Mª Nieves y LÓPEZ BORREGO, Rafael. “Manuel Álvarez y otros aprendices de Alejandro Carnicero en Salamanca”. BSAA, 1997, vol. LXIII, p. 441-445, donde también se aporta amplia bibliografía sobre el tema.
[247] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 259.
[248] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. “Sobre el escultor Manuel Álvarez y su familia”. Archivo Español de Arte, 1970, vol. XLIII, núm. 169, p. 89-93.
[249] Sobre la obra vid. PLAZA SANTIAGO, Fco. Javier de la. Investigaciones sobre el Palacio Real Nuevo de Madrid. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1975, p. 183-187, 190-221 y 403-404. TÁRRAGA BALDÓ, Mª Luisa. Giovan Domenico Olivieri y el taller de escultura del Palacio Real. Madrid: Patrimonio Nacional-CSIC, 1992, Tº II, p. 105-118 y Tº III, p. 817-818. IDEM. “Los relieves labrados para las sobrepuertas de la Galería principal del Palacio Real”. Archivo Español de Arte, 1996, vol. LXIX, núm. 273, p. 5 y 61-67. ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 301-336.
[250] ABBAD, Francisco. “Un manuscrito de Simón Gabilán”. Archivo Español de Arte, 1949, vol. XXII, núm. 87, p. 259.
[251] ARTOLA, Miguel. Salamanca 1753. Según las respuestas Generales del Catastro de Ensenada, Madrid: Centro de Gestión Catastral y Cooperación Tributaria; Tabapres, 1991, p.182. Sobre los aprendices, vid. ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 535 y ss.
[252] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Madrid: En la Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1800, Tº I, p. 259.
[253] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso. La plaza mayor de Salamanca. Salamanca: Centro de Estudios Salmantinos, 1991 (1ª ed. de 1977), p. 132.
[254] NIETO GONZÁLEZ, José Ramón y PAREDES GIRALDO, Mª del Camino. “Contribución al estudio del retablista Miguel Martínez (1700-c.1783)”. Cuadernos Abulenses, 1987, núm. 8, p. 98.
[255] TÁRRAGA BALDÓ, Mª Luisa. “Los relieves labrados para las sobrepuertas de la Galería principal del Palacio Real”. Archivo Español de Arte, 1996, vol. LXIX, núm. 273, p. 61-62.
[256] Para las referencias de la obra de Domingo Esteban vid. ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 540-543; y p. 543-544 para José Francisco Fernández.
[257] NAVARRO TALEGÓN, José. “Cristo Crucificado”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Kyrios —Ciudad Rodrigo—. Salamanca: Fundación las Edades del Hombre, 2006, p. 385-386.
[258] NAVARRO TALEGÓN, José. “Manifestaciones artísticas de la Edad Moderna”. En: ALBA LÓPEZ, Juan Carlos (coord.). Historia de Zamora. Tº II: La Edad Moderna. Zamora: Diputación Provincial de Zamora, 1995, p. 557. NAVARRO TALEGÓN, José. Catálogo Monumental de Toro y su Alfoz. Zamora: Caja de Ahorros Provincial de Zamora, 1980, p. 140-141 y p. 234-235, respectivamente.
[259] PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 2, p. 685-755.
[260] Sobre el linaje de los Tomé, vid. PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 40-102.
[261] Sobre el particular, vid. VASALLO TORANZO, Luis y ALMARAZ VÁZQUEZ, Mª de las Mercedes. “Antonio Tomé en el retablo de los Trinitarios de Zamora”. BSAA, 2005, vol. LXXI, p. 228-229. PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 143.
[262] PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 210 y ss.
[263] NAVARRO TALEGÓN, José. Catálogo Monumental de Toro y su Alfoz. Zamora: Caja de Ahorros Provincial de Zamora, 1980, p. 198-199.
[264] La referencia y cronología de esta obra la tomamos del trabajo de VASALLO TORANZO, Luis y ALMARAZ VÁZQUEZ, Mª de las Mercedes. “Antonio Tomé en el retablo de los Trinitarios de Zamora”. BSAA, 2005, vol. LXXI, p. 229, y n. 58.
[265] PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 218-219.
[266] VASALLO TORANZO, Luis y ALMARAZ VÁZQUEZ, Mª de las Mercedes. “Antonio Tomé en el retablo de los Trinitarios de Zamora”. BSAA, 2005, vol. LXXI, p. 230-231.
[267] Los datos sobre esta obra y la intervención de los Tomé los he tomado del trabajo de PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 222-233, donde también se aportan las referencias relativas al tema. Sobre la obra, vid., etiam, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Catálogo Monumental de la Provincia de Valladolid. Tº XIII: Monumentos civiles de la ciudad de Valladolid. Valladolid: Institución Cultural Simancas, 1976, p. 114-121.
[268] ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. El escultor Alejandro Carnicero entre Valladolid y la Corte (1693-1756). Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2012, p. 30.
[269] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Arquitectura barroca vallisoletana. Valladolid: Diputación Provincial, 1967, p. 123-127.
[270] PÉREZ, Ventura. Diario de Valladolid escrito por… Valladolid: Imp. y Librería Nacional y Extranjera de Hijos de Rodríguez, Libreros de la Universidad y del Instituto, 1885, p. 45; sobre la universidad, p. 44-45.
[271] Sobre esta obra remitimos al trabajo de PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 237-251.
[272] GARCÍA CHICO, Esteban. “Los Tomé, en Valladolid”. BSAA, 1941, vol. VII, p. 120.
[273] PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 231.
[274] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 365.
[275] NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 11-12.
[276] CHUECA GOITIA, Fernando. “Narciso Tomé: una incógnita del barroco español”. Goya, 1962, núm. 49, p. 14 y 13 respectivamente. La obra que cita de PEVSNER, Nikolaus: Esquema de la arquitectura europea. Traducción a cargo de René Taylor. Buenos Aires: Ediciones Infinito, 1957. Sobre este particular insistirá AYALA MALLORY, Nina. “El Transparente de la Catedral de Toledo”. Archivo Español de Arte, 1969, vol. XLII, núm. 167, p. 271-277.
[277] Sobre el precedente de la obra, y entre otros trabajos, vid. PÉREZ HIGUERA, Mª Teresa. “El retablo mayor y el primer transparente de la catedral de Toledo”. Anales de Historia del Arte, 1993-1994, núm. 4, p. 471-480. Sobre las citadas esculturas genovesas, NICOLAU CASTRO, Juan. “Las esculturas italianas del Transparente de la Catedral de Toledo”. Archivo Español de Arte, 1996, vol. LXVI, núm. 273, p. 97-106, y p. 104 para la hipótesis de la autoría de las esculturas genovesas. Para el desarrollo de lo que hasta ahora hemos visto, PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 258-264. NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 36-49.
[278] BONET CORREA, Antonio. “Proyecto y ostentación barroca en un dibujo de D. Teodoro Ardemans”. En: El arte en las Cortes Europeas del siglo XVIII. Actas del Congreso celebrado en Madrid y Aranjuez en 1987. Madrid: Dirección General de Patrimonio Cultural, 1989, p. 147-151.
[279] PRADOS, José Mª. “Las trazas del Transparente y otros dibujos de Narciso Tomé para la Catedral de Toledo”. Archivo Español de Arte, 1976, vol. XLIX, núm. 196, p. 387-416; la cita en p. 392.
[280] NAVARRO TALEGÓN, José. “Virgen del Transparente”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Remembranza —Zamora—. Zamora: Fundación las Edades del Hombre, 2001, p. 583-584; y en: AA. VV. Las Edades del Hombre. Paisaje Interior —Soria—. Soria: Fundación las Edades del Hombre, 2009, p. 617-618.
[281] TAYLOR, René. “Francisco Hurtado and his School”. The Art Bulletin, 1950, vol. XXXII, p. 38-39. En esta idea insiste NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 60.
[282] MORA DEL POZO, Gabriel. “Festejos por la inauguración del Transparente de la Catedral de Toledo”. Anales Toledanos, del Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, 1982, núm. 14, p. 109-154.
[283] AYALA MALLORY, Nina. “El Transparente de la Catedral de Toledo”. Archivo Español de Arte, 1969, vol. XLII, núm. 167, p. 266-271.
[284] AYALA MALLORY, Nina. “El Transparente de la Catedral de Toledo”. Archivo Español de Arte, 1969, vol. XLII, núm. 167, p. 270-277.
[285] PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 139-142.
[286] Para el que utilizó como fuente de inspiración la estampa anónima de santa Sabina, san Vicente y santa Cristeta publicada en el libro de Francisco de Barriales y Úcar en 1679: SÁNCHEZ RIVERA, Jesús Ángel. “La fuente iconográfica de un retablo de Narciso Tomé”. Cuadernos de Arte e Iconografía, 2010, vol. 19, núm. 38, p. 453-468.
[287] SAN ROMÁN, Francisco de Borja. “Unos proyectos malogrados de Narciso Tomé en la Catedral de Toledo”. Archivo Español de Arte, 1940-1941, vol. XIV, núm. 47, p. 429-444; el autor publicaba los bonitos dibujos que hizo Narciso: figs. 1 y 3, que también reproduce NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 200-203.
[288] NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 204 y ss.
[289] NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 230-231.
[290] Para ampliar este particular, vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 371. NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 233 y ss.
[291] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “Simón Gavilán Tomé y su relación con el escultor José de Sierra”. Norba Arte, 2007, vol. XXVII, p. 123-143.
[292] Sobre Simón Gabilán Tomé, vid. RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y NIETO GONZÁLEZ, José Ramón. “Aportaciones a Simón Gabilán Tomé”. Archivo Español de Arte, 1981, vol. LIV, núm. 213, p. 29-60. RUPÉREZ ALMAJANO, Nieves. “Los libros del arquitecto salmantino Lesmes Gabilán Sierra a finales del siglo XVIII”. BSAA, 1989, vol. LV, p. 466-471. PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 94-102. Una muy buena biografía sobre el artista se publicó en 2004 con motivo de la edición facsímil del manuscrito de su mano hallado en Salamanca: BRASAS EGIDO, José Carlos y RUPÉREZ ALMAJANO, Nieves. Cartas históricas serijocosas de Simón Gabilán Tomé. Un manuscrito inédito sobre arquitectura del siglo XVIII en Salamanca. Salamanca: Caja Duero, 2004, p. 23-50; en p. 51-63 la cronología del artista; y en p. 64-74, la biblioteca. Una recopilación bibliográfica muy útil en MARCOS VALLAURE, Emilio. “Notas bibliográficas. Simón Gavilán Tomé en León”. Tierras de León, 1975, vol. 15, núm. 22, p. 31-37.
[293] NAVARRO TALEGÓN, José. Catálogo Monumental de Toro y su Alfoz. Zamora: Caja de Ahorros Provincial de Zamora, 1980, p. 433, n. 499. NAVARRO TALEGÓN, José: “San Juan Bautista”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Remembranza —Zamora—. Zamora: Fundación las Edades del Hombre, 2001, p. 418-419.
[294] BRASAS EGIDO, José Carlos y RUPÉREZ ALMAJANO, Nieves. Cartas históricas serijocosas de Simón Gabilán Tomé. Un manuscrito inédito sobre arquitectura del siglo XVIII en Salamanca. Salamanca: Caja Duero, 2004, p. 25 y p. 132-133, y n. 33.
[295] VASALLO TORANZO, Luis. “El escultor Manuel Álvarez de la Peña”. Academia, 1999, núm. 89, p. 100.
[296] BRASAS EGIDO, José Carlos y RUPÉREZ ALMAJANO, Nieves. Cartas históricas serijocosas de Simón Gabilán Tomé. Un manuscrito inédito sobre arquitectura del siglo XVIII en Salamanca. Salamanca: Caja Duero, 2004, p. 27.
[297] MARCOS VALLAURE, Emilio. “Notas bibliográficas. Simón Gavilán Tomé en León”. Tierras de León, 1975, vol. 15, núm. 22, p. 35, donde se reproduce la lámina.
[298] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. El retablo barroco en la provincia de León. León: Universidad de León, Servicio de Publicaciones, 1991, p. 362-374.
[299] Sobre el retablo catedralicio de León, además del trabajo citado de Llamazares Rodríguez, vid. PRADOS GARCÍA, José Mª. Los Tomé. Una familia de artistas españoles del siglo XVIII. Col. Tesis Doctorales. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1990, Tº I, vol. 1, p. 97-98; vol. 2, p. 537-548, passim. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. El retablo barroco en España. Madrid: Alpuerto, 1993, p. 170-173. NICOLAU CASTRO, Juan. Narciso Tomé. Arquitecto/Escultor 1694-1749. Col. Ars Hispanica. Madrid: Arco Libros, 2009, p. 239-270, donde se reproducen las piezas que actualmente se conservan. Vid., etiam, sobre la evolución de los retablos en la catedral leonesa, ÁLVAREZ, Francisco. “La pulcra leonina y su retablo de la capilla mayor”. Archivos Leoneses: revista de estudios y documentación de los Reinos Hispano-Occidentales, 1952, núm. 12, p. 94-109; en p. 107 lo relativo al desmontaje de la obra.
[300] ABBAD, Francisco. “Un manuscrito de Simón Gabilán”. Archivo Español de Arte, 1949, vol. XXII, núm. 87, p. 259.
[301] RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso y NIETO GONZÁLEZ, José Ramón. “Aportaciones a Simón Gabilán Tomé”. Archivo Español de Arte, 1981, vol. LIV, núm. 213, p. 58.
[302] VÁZQUEZ GARCÍA, Francisco. “Una imagen de Simón Gabilán Tomé y un retablo de Fernando Gabilán Sierra en la iglesia de Castilblanco (Ávila)”. BSAA, 2001, vol. LXVII, p. 260-264.
[303] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 324.
[304] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José (dir.). Inventario artístico de Palencia y su provincia. Tº I: Ciudad de Palencia, antiguos partidos judiciales de Palencia, Astudillo, Baltanás y Frechilla. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia, 1977, p. 60. PARRADO DEL OLMO, Jesús María. Ampudia. Iglesia de San Miguel. Col. Raíces palentinas, núm. 4. Palencia: Diputación Provincial de Palencia, 1991, p. 19. PORRAS GIL, Mª Concepción. “Cristo Resucitado”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Passio —Medina del Campo y Medina de Rioseco—. S/l: Fundación las Edades del Hombre, 2011, p. 278-279.
[305] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José (dir.). Inventario artístico de Palencia y su provincia. Tº I: Ciudad de Palencia, antiguos partidos judiciales de Palencia, Astudillo, Baltanás y Frechilla. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia, 1977, p. 123 (capítulo a cargo de Jesús Urrea).
[306] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José y URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Catálogo Monumental de la Provincia de Valladolid. Tº XIV: Monumentos religiosos de la ciudad de Valladolid. Parte Primera (Catedral, Parroquias, Cofradías y Santuarios). Valladolid: Diputación Provincial, 1985, p. 295. Sobre la pieza, vid., etiam, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José (com.). Escultura de Castilla y León. Siglos XVI-XVIII. Zaragoza: Museo e Instituto «Camón Aznar», 1989, p. 52-53.
[307] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Catálogo Monumental de la Provincia de Valladolid. Tº VI: Antiguo Partido Judicial de Valladolid. Valladolid: Diputación Provincial, 1973, p. 35.
[308] DURRUTY ROMAY, Inés. “El Cristo del Olvido. Escultura de Pedro de Ávila”. BSAA, 1941, vol. VII, p. 205-209. Fue uno de los primeros trabajos que se hicieron sobre el artista, del que esbozaba una pequeña biografía en p. 205-206.
[309] URREA FERNÁNDEZ, Jesús (dir. y coor.). Patrimonio Restaurado de la Provincia de Valladolid. Del olvido a la memoria, vol. I: Pintura y Escultura. Valladolid: Diputación Provincial, 2008, p. 132-133.
[310] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 448-449.
[311] Los datos aportados proceden del trabajo de URREA, Jesús. “Nuevos datos y obras del escultor Felipe de Espinabete (1719-1799)”. BSAA, 1985, vol. LI, p. 508-510. Y del estudio de BRASAS EGIDO, José Carlos. “Noticias sobre Espinabete”. BSAA, 1979, vol. XLV, p. 495-498.
[312] URREA, Jesús. “Nuevos datos y obras del escultor Felipe de Espinabete (1719-1799)”. BSAA, 1985, vol. LI, p. 511.
[313] YARZA LUACES, Joaquín. “Un San Juan Bautista degollado de Felipe de Espinabete en Santibáñez del Val (Burgos)”. BSAA, 1972, vol. XXXVIII, p. 560-562.
[314] Sobre el tema vid. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Cabezas de santos degollados en la escultura barroca española”. Goya, 1957, núm. 16, p. 210-213. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 453-545.
[315] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 350.
[316] BRASAS EGIDO, José Carlos. “Noticias sobre Espinabete”. BSAA, 1979, vol. XLV, p. 495.
[317] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 350 y 355. BRASAS EGIDO, José Carlos. “Noticias sobre Espinabete”. BSAA, 1979, vol. XLV, p. 495-496.
[318] ARIAS MARTÍNEZ, Manuel, HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio y SÁNCHEZ DEL BARRIO, Antonio (dirs.). Clausuras. “El Patrimonio de los conventos de la provincia de Valladolid”. III, Medina de Rioseco — Mayorga de Campos — Tordesillas — Fuensaldaña — Villafrechós. Valladolid: Diputación de Valladolid; Obispado de Valladolid, 2004, p. 46 y 187.
[319] BRASAS EGIDO, José Carlos. “Felipe de Espinabete: nuevas obras”. BSAA, 1977, vol. XLIII, p. 479-484.
[320] VÁZQUEZ GARCÍA, Francisco. “Varias esculturas de Felipe de Espinabete en iglesias abulenses”. BSAA, 1991, vol. LVII, p. 445-452, y p. 449-450 para la citada imagen de san Miguel.
[321] ALBARRÁN MARTÍN, Virginia. “Un San Francisco del escultor Felipe de Espinabete (1719-1799)”. Boletín de la Real Academia de BB.AA. de la Purísima Concepción de Valladolid, 2010, núm. 45, p. 65-68.
[322] La obra la dio a conocer URREA, Jesús. “Nuevos datos y obras del escultor Felipe de Espinabete (1719-1799)”. BSAA, 1985, vol. LI, p. 511. La calidad de la pieza suscitó su presencia en la edición de 2012 de la Exposición que organiza la Fundación las Edades del Hombre, vid. VELASCO GALLEGO, Santiago. “San Antonio Abad”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Monacatus —Oña (Burgos)—. S/l [Salamanca]: Fundación las Edades del Hombre, 2012, p. 200-201.
[323] ARIAS MARTÍNEZ, Manuel, HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio y SÁNCHEZ DEL BARRIO, Antonio (dirs.). Clausuras. “El Patrimonio de los conventos de la provincia de Valladolid”. I, Medina del Campo. Valladolid: Diputación de Valladolid; Obispado de Valladolid, 1999, p. 73, p. 75, p. 106-107, p. 108-109, p. 152-153, p. 156-157, p. 157, p. 162, p. 170, p. 187.
[324] URREA, Jesús. “Tordesillas en el siglo XVIII. Su Semana Santa”. Boletín de la Real Academia de BB.AA. de la Purísima Concepción de Valladolid, 2002, núm. 37, p. 101 y s.
[325] FRUTOS SASTRE, Leticia Mª. “Dos nuevos pasos procesionales de Felipe de Espinabete en la provincia de Segovia”. Boletín de la Real Academia de BB.AA. de la Purísima Concepción de Valladolid, 2002, núm. 37, p. 107-112.
[326] URREA, Jesús. “El escultor Fernando González (1725-?)”. BSAA, 1993, vol. LIX, p.465-470.
[327] URREA FERNÁNDEZ, Jesús. “Arte y sociedad en Medina de Rioseco durante el siglo XVIII”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 99.
[328] Los datos que señalo sobre Tomás de Sierra, y los que siguen, los tomo del trabajo de URREA FERNÁNDEZ, Jesús. “Arte y sociedad en Medina de Rioseco durante el siglo XVIII”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 92. GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 392-426.
[329] NIETO GONZÁLEZ, José Ramón. “Nuevas obras de Tomás de Sierra”. En: Homenaje al Profesor Martín González. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1995. p. 393.
[330] El inventario lo publicaba GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 405-410. Una síntesis del mismo en URREA FERNÁNDEZ, Jesús. “Arte y sociedad en Medina de Rioseco durante el siglo XVIII”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 96.
[331] NIETO GONZÁLEZ, José Ramón. “Nuevas obras de Tomás de Sierra”. En: Homenaje al Profesor Martín González. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1995. p. 391-392; la cita textual en p. 391.
[332] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “Alonso del Manzano y Tomás de Sierra en tierras sorianas”. Liño. Revista Anual de Historia del Arte, 2009, vol. 15, p. 47 y 55 para las imágenes de la catedral oxomense, y p. 47-54 para las esculturas de la iglesia de Abanco y las esculturas que incluye en su catálogo procedentes de este templo.
[333] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 362-399; ÍDEM. “Escultores del barroco castellano: los Sierra”. Goya, 1972, núm. 107, p. 282-289. ÍDEM. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 455-468.
[334] GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 394-395. Sobre el retablo de la ermita aporta nuevos datos PARRADO DEL OLMO, Jesús Mª. “La colaboración entre ensambladores en los proyectos de retablos de finales del siglo XVII y unas obras inéditas de Tomás de Sierra”. BSAA, 1996, vol. LXII, p. 402. ASENSIO MARTÍNEZ, Virginia y PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “La Semana Santa en Medina de Rioseco: jerarquía y ritos procesionales (siglos XV-XVIII”). En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Medina de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 203-208 para todo lo relativo al paso citado, donde los autores recogen la bibliografía existente.
[335] PARRADO DEL OLMO, Jesús Mª. “La colaboración entre ensambladores en los proyectos de retablos de finales del siglo XVII y unas obras inéditas de Tomás de Sierra”. BSAA, 1996, vol. LXII, p. 403-413.
[336] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Documentación de las obras de escultura de la capilla del Relicario de la Colegiata de Villagarcía de Campos”. BSAA, 1955, vol. XX, p. 208. URREA, Jesús (dir.): Patrimonio provincial restaurado 2006-2008. Valladolid: Junta de Castilla y León; Diputación de Valladolid; Arzobispado de Valladolid, 2009, p. 36-39. Vid., etiam, GARCÍA CHICO, Esteban. “Los artistas de la colegiata de Villagarcía de Campos”. BSAA, 1955, vol. XX, p. 43-80, y p. 54.
[337] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Documentación de las obras de escultura de la capilla del Relicario de la Colegiata de Villagarcía de Campos”. BSAA, 1955, vol. XX, p. 208-209. Sobre el relicario, vid., etiam, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “El relicario de la Colegiata de Villagarcía de Campos (Valladolid)”. BSAA, 1952, vol. XVIII, p. 43-52.
[338] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Tomás de Sierra en la capilla del Noviciado de la colegiata de Villagarcía de Campos”. BSAA, 1989, vol. LV, p. 478-480, donde se aporta la bibliografía correspondiente, constatando por documentos lo que hasta esa fecha había sido una atribución —la de los relieves— más que fundada.
[339] La calidad de ambas piezas suscitó su presencia, por ejemplo, en la exposición que la Fundación las Edades del Hombre celebró en Ponferrada en 2007: ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. “San Benito de Nursia, abad” y “San Bernardo de Claraval, abad”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Yo Camino —Ponferrada—. Salamanca: Fundación las Edades del Hombre, 2007, p. 132-133 y 133-134, respectivamente.
[340] En dos ocasiones ha figurado esta pieza en las exposiciones de Las Edades del Hombre celebradas en nuestro país, en 1993 y 2004. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Tomás de Sierra. Éxtasis de Santo Tomás de Aquino”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. El Contrapunto y su morada —Salamanca—. Valladolid: Fundación las Edades del Hombre, 1993, p. 156-157. VASALLO TORANZO, Luis. “Santo Tomás de Aquino en éxtasis”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Testigos —Ávila—. Salamanca: Fundación las Edades del Hombre, 2004, p. 228-230.
[341] GARCÍA CHICO, Esteban. “Artistas que trabajan en la iglesia de Villamuriel de Cerrato”. BSAA, 1952, vol. XVIII, p. 132-133.
[342] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 371.
[343] Sobre la obra, vid. GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 395-403. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 371-375. URREA FERNÁNDEZ, Jesús. “Arte y sociedad en Medina de Rioseco durante el siglo XVIII”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 90.
[344] PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “Un retablo en Boadilla de Rioseco (Palencia) de Santiago Carnicero y Tomás de Sierra”. BSAA, 2005, vol. LXXI, p. 241-257, en p. 246 el asiento documental donde consta la participación de Tomás de Sierra.
[345] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 459-460.
[346] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 245, 376 y 381. La cita textual procede de MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: “Tomás de Sierra. Escultura de la Virgen de los pobres”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. El arte en las iglesias de Castilla y León —Valladolid—. Salamanca: Fundación las Edades del Hombre, 1988, p. 296. En la línea de esta obra, se adscribe a Tomás de Sierra la Dolorosa de Antoñanes del Páramo (León): FRANCO, Ángela. “La Dolorosa de Antoñanes de Páramo (León) atribuible a Tomás de Sierra”. Archivo Español de Arte, 1984, vol. LVII, núm. 228, p. 380-383.
[347] Sobre este ensamblador, vid., entre otros, los trabajos de MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Fray Jacinto de Sierra en el núcleo de una familia de artistas”. BSAA, 1993, vol. LIX, p. 449-454. ASTIAZARAÍN, Mª Isabel. “El franciscano fray Jacinto Sierra, un artista de Medina de Rioseco en Guipúzcoa: el retablo mayor del Convento de Concepcionistas de Segura”. En: AA. VV. Homenaje al Profesor Hernández Perera. Madrid: Departamento de Hª del Arte II (Moderno) de la Universidad Complutense de Madrid, 1992, p. 35-45.
[348] GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 416-426.
[349] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 383-399. ÍDEM. “Escultores del barroco castellano: los Sierra”. Goya, 1972, núm. 107, p. 286-289. ÍDEM. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 460-467.
[350] La versatilidad del artista también se pone de manifiesto a través del modelo que hizo para las nuevas andas de plata destinadas a la Cofradía del Santísimo que se servía en la iglesia riosecana de Santiago, y cuya ejecución se escrituraba en febrero de 1742 con el platero salmantino Manuel García Crespo: GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Plateros de los siglos XVI, XVII y XVIII. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1963, p. 159-160.
[351] Ambas noticias las suministraba GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 417, donde publicaba la carta de pago en la que consta su vecindad en Toledo en 1726; y p. 418-425, para los documentos referidos a la citada fachada eclesial riosecana de Santa Cruz.
[352] La iconografía de la portada ha sido clarificada por WATTENBERG GARCÍA, Eloísa. Catálogo Monumental de la Provincia de Valladolid. Tº XVII: Medina de Rioseco. Ciudad. Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2003, p. 56: “Se sitúan en el cuerpo superior, en los nichos mayores, el emperador Heraclio y el rey Alfonso VII. En los nichos pequeños, Santa Elena y Constantino el Grande. En los laterales, el rey David y el profeta Isaías. En el cuerpo bajo, en dos relieves, se presentan: Santa Elena hallando la Santa Cruz en el Gólgota y santa Elena con el obispo Macario constatando la veracidad de la Santa Cruz al sanar milagrosamente a una enferma, ambas escenas según el relato de Rufino de Aquilea, con algún elemento de la Leyenda Dorada. En los nichos, las sibilas Cumana y Samia”, que profetizaron la muerte de Cristo en la Cruz.
[353] La valoración de su actividad en las esculturas de la fachada para la iglesia riosecana en MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 383-386.
[354] ALARCOS LLORACH, Emilio y COBOS RUBIO, Alfredo de los. “Obras y artistas que se citan en los libros de la Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad de Valladolid”. BSAA, 1941, vol. VII, p. 203. Según Agapito y Revilla, la iglesia de la Piedad fue demolida en 1791, y la cofradía y sus objetos pasaron entonces a la iglesia de San Antonio Abad, que correría igual suerte en 1939. Sobre el traslado de la cofradía y otros aspectos vid. AGAPITO Y REVILLA, Juan. Las cofradías, las procesiones y los pasos de Semana Santa en Valladolid. Valladolid: Imprenta Castellana, 1926, p. 17, n. 1. Publicado originalmente en el Boletín del Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, 1925-1926, núms. 1 y ss. Existe edición facsímil, Valladolid: Ediciones Maxtor Librería, 2007.
[355] Se trata de una de las escasas intervenciones arquitectónicas en las que trabaja el artista. Para Martín González, se trata de uno de los más bellos diseños del siglo XVIII realizados para rematar una torre. La escritura citada y una reproducción de las trazas en GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo I. Arquitectos. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1940, p. 233-234, y Lám. XXV, con el diseño de Pedro de Sierra para el remate de la citada torre. Vid., etiam, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Arquitectura barroca vallisoletana. Valladolid: Diputación Provincial, 1967, p. 198. También debemos tener en cuenta que en el título de maestro de arquitectura entraba su actividad como maestro de retablos.
[356] PÉREZ VILLANUEVA, J. “Papeletas de arte barroco. II. Los Churriguera en la provincia de Valladolid. Otros maestros barrocos castellanos”. BSAA, 1935, fascículos VIII y IX, p. 386 y 400, Documento V.
[357] NICOLAU CASTRO, Juan. “Nuevos datos documentales sobre Pedro de Sierra”. BSAA, 1983, vol. XLIX, p. 509-510.
[358] GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 417.
[359] NICOLAU CASTRO, Juan. “Nuevos datos documentales sobre Pedro de Sierra”. BSAA, 1983, vol. XLIX, p. 509 y p. 512-513.
[360] NICOLAU CASTRO, Juan. “Nuevos datos documentales sobre Pedro de Sierra”. BSAA, 1983, vol. XLIX, p. 511, donde, a su vez, recoge la referencia a la obra de RAMÍREZ DE ARELLANO, Rafael. Catálogo de Artífices que trabajaron en Toledo, y cuyos nombres y obras aparecen en los Archivos de sus Parroquias. Toledo: Imprenta Provincial, 1920. Toledo: ed. facsímil del Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, Diputación Provincial de Toledo, 2002, p. 284.
[361] PÉREZ, Ventura. Diario de Valladolid escrito por… Valladolid: Imp. y Librería Nacional y Extranjera de Hijos de Rodríguez, Libreros de la Universidad y del Instituto, 1885, p. 133, donde recoge que el equipo de artistas encargados de la obra y a las órdenes de los Sierra se componía por Tomás Rey, Manuel Villa, Manuel Mazariegos, Juan de Paredes, Manuel Conde, José García y el propio Ventura Pérez.
[362] La documentación sobre la obra en GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 425.
[363] DÁVILA FERNÁNDEZ, Mª del Pilar. Los sermones y el arte. Valladolid: Publicaciones del Departamento de Historia del Arte, 1980, p. 254. La participación de fray Jacinto Sierra en la sillería fue puesta en duda por Martín González al cuestionar la veracidad de los datos aportados por Ventura Pérez, los cuales, no obstante, concuerdan con las fechas del sermón. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Fray Jacinto de Sierra en el núcleo de una familia de artistas”. BSAA, 1993, vol. LIX, p. 449-454.
[364] Un estudio de la sillería en MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca en España. 1600-1770. Madrid: Cátedra, 1983, p. 464-466.
[365] La dilación en el finiquito se debió al hundimiento que sufrió la iglesia en 1743 y que ocasionó un considerable retraso en las tareas emprendidas. Vid., para más datos, PÉREZ DE CASTRO, Ramón. “San Agustín. San Gregorio. San Jerónimo. San Ambrosio”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Testigos —Ávila—. Salamanca: Fundación las Edades del Hombre, 2004, p. 219-221.
[366] PÉREZ VILLANUEVA, J. “Papeletas de arte barroco. II. Los Churriguera en la provincia de Valladolid. Otros maestros barrocos castellanos”. BSAA, 1935, fascículos VIII y IX, p. 386 y 400-401 (Documentos V-VIII), y p. 402 (Documento IX). Vid., etiam, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 386-388.
[367] Véase, por ejemplo, MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José (com.). Escultura de Castilla y León. Siglos XVI-XVIII. Zaragoza: Museo e Instituto «Camón Aznar», 1989, p. 58.
[368] MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura barroca castellana. Madrid: Fundación Lázaro Galdiano, 1959, p. 399.
[369] GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos para el estudio del arte en Castilla. Tomo II. Escultores. Valladolid: Universidad de Valladolid, Seminario de Arte y Arqueología, 1941, p. 413.
[370] Sobre ambas obras existe amplia bibliografía, que resumimos en los siguientes títulos y a los que remitimos para su ampliación: ASTIAZARAIN, Mª Isabel. “Un nuevo ensayo estructural para la retablística guipuzcoana: la obra de los Sierra en el convento de Bidaurreta en Oñate”. BSAA, 1991, vol. LVII, p. 453-470. MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. “Fray Jacinto de Sierra en el núcleo de una familia de artistas”. BSAA, 1993, vol. LIX, p. 449-454. CENDOYA ECHÁNIZ, Ignacio. “La aportación del taller de los Sierra a la escultura barroca en Gipuzkoa”. Ondare: cuadernos de artes plásticas y monumentales, 2000, núm. 19, p. 521-531. LANZAGORTA ARCO, Mª José. “Los hermanos Sierra: de Medina de Rioseco a Guipúzcoa”. En: PÉREZ DE CASTRO, Ramón y GARCÍA MARBÁN, Miguel. Cultura y arte en Tierra de Campos. I Jornadas de Medina de Rioseco en su Historia. Valladolid: Diputación de Valladolid, 2001, p. 183-194.
[371] La referencia a estas obras en MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Escultura Barroca en España. 1600-1770. Madrid. Cátedra, 1983, p. 467.
[372] La belleza de la imagen justificó su exposición en 1999: ANDRÉS ORDAX, Salvador. “Francisco de Sierra. San Antonio de Padua con el Niño Jesús”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Memorias y Esplendores —Palencia—. Salamanca: Fundación las Edades del Hombre, 1999, p. 348-349.
[373] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “Simón Gavilán Tomé y su relación con el escultor José de Sierra”. Norba Arte, 2007, vol. XXVII, p. 123-143.
[374] GARCÍA CUESTA, Timoteo. “La cofradía de Jesús Nazareno en Palencia”. BSAA, 1970, vol. XXXVI, p. 96-97; sobre la intervención de Tomás de Sierra, p. 91.
[375] VÁZQUEZ GARCÍA, Francisco. “Obras del escultor José de Sierra en iglesias de Ávila”. BSAA, 1993, vol. LIX, p. 439-448.
[376] MARTÍNEZ, Rafael. “José de Sierra y el retablo mayor de San Francisco de Palencia”. BSAA, 1988, vol. LIV, p. 478-482, donde se aporta la bibliografía correspondiente.
[377] ANDRÉS ORDAX, Salvador. “José de Sierra. San Antonio de Padua con el Niño Jesús”. En: AA. VV. Las Edades del Hombre. Memorias y Esplendores —Palencia—. Salamanca: Fundación las Edades del Hombre, 1999, p. 346-347.
[378] NICOLAU CASTRO, Juan. Escultura Toledana del siglo XVIII. Toledo: Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, Diputación Provincial de Toledo, 1991, p. 16-19.
[379] NICOLAU CASTRO, Juan. Escultura Toledana del siglo XVIII. Toledo: Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, Diputación Provincial de Toledo, 1991, p. 159 y ss.
[380] NICOLAU CASTRO, Juan. “Mariano Salvatierra Serrano, escultor de la Catedral de Toledo”. Goya, 1988, núm. 204, p. 337-342. NICOLAU CASTRO, Juan. “Mariano Salvatierra Serrano, ‘escultor de la Catedral de Toledo”. Toletum. Boletín de la Real Academia de BB.AA. y Ciencias Históricas de Toledo, 1996, núm. 34, p. 135-162.
[381] PAYO HERNANZ, René-Jesús. El retablo en Burgos y su comarca durante los siglos XVII y XVIII. Burgos: Diputación Provincial de Burgos, 1997, Tº II, p. 137 y ss.
[382] LLAMAZARES RODRÍGUEZ, Fernando. “La escultura barroca en León”. En: Historia del Arte en León. Cuadernillo nº 15. León: Diario de León, 1990. p. 255.
[383] El lector debe comprender la obligada síntesis bibliográfica que hemos realizado por razones obvias de espacio, y en la que hemos intentado que prime la actualización de la bibliografía. No obstante, remitimos a las notas a pie de página para obtener un mayor número de referencias. Asimismo, y con la finalidad de ofrecer una síntesis bibliográfica, sin renunciar a la profundidad que requiere el tema objeto de nuestro estudio, hemos procedido del siguiente modo. Se ha tomado como obra de referencia el trabajo de MARTÍN GONZÁLEZ sobre la escultura barroca en España (1983), de forma que la bibliografía específica publicada con anterioridad a este trabajo no la citamos, por entender que en este libro está recogida en su práctica totalidad y, además, ordenada por escuelas. Ello no es óbice, sin embargo, para que hagamos referencia a determinados trabajos de especial relevancia.
[384] Para la selección bibliográfica tomamos como obra de referencia el trabajo que el profesor Jesús Urrea publicó en 2014 sobre el escultor; ello no es óbice, sin embargo, para citar otros trabajos igualmente importantes y anteriores a esa fecha.
[385] Tomamos como referencia la obra de Vasallo Toranzo de 2004.
[386] Tomamos como referencia la obra de Prados García de 1990.
[387] Para la bibliografía de esta sección tomamos como referencia (en lo que respecta a su actualización) el trabajo de Nicolau Castro sobre la escultura toledana del siglo XVIII (1991), en los casos en los que sea necesario.