Capítulo I

Entre el psicópata y el político en House of Cards

Jorge Martínez Lucena y Javier Cigüela

Una de las constantes de las teleseries de ficción contemporáneas es el hecho de que son protagonizadas por antihéroes. Una de sus posibles derivadas es la figura del psicópata. Quizás el privilegiado ejemplo de esto lo tenemos en Dexter, donde un asesino en serie se convierte en una especie de vengador de la sociedad capaz de llegar allí donde la policía no osa aventurarse, eliminando a los criminales que los tribunales no son capaces de inculpar (Tous-Rovirosa, 2010). El público se identifica con dicho personaje por su condición de justiciero. Sin embargo, en la adaptación americana de House of Cards (Netflix: 2013-), en sintonía con lo que ya se podía apreciar en la versión original de House of Cards (BBC: 1990), Frank Underwood es el protagonista, un político con claros visos de psicopatía, que tiene, junto con su mujer, un único objetivo, por el que está dispuesto a sacrificarlo todo y a todos: acumular cuotas cada vez mayores de poder. Este capítulo de libro intenta mostrar cuáles son los mecanismos por los cuales se produce la identificación del público con un personaje que, en abstracto, debería figurar entre el elenco de los antagonistas. En tiempos como los que vivimos, de desencanto y continua crítica a la clase política, quizás descubramos, entre las razones para nuestra identificación con dicho personaje, que somos mucho más partidarios de los ideales del político-psicópata de lo que creemos.

1.El antihéroe y la nueva libertad

Vivimos tiempos de antihéroes. La ficción posmoderna siempre ha sido un lugar donde los héroes clásicos no eran bienvenidos (Boggs & Pollard, 2001). La frontera entre el bien y el mal ha sido barrida tras el mayo del 68, la caída del muro de Berlín y los atentados de Al Qaeda contra el corazón del capitalismo. La caída de los grandes relatos (Lyotard, 1998) no es ya un suceso histórico, sino un hábito que se sucede en Occidente, donde la hegemonía cultural está constantemente sujeta a secretos e inesperados acontecimientos, y a sordos e imparables movimientos tectónicos.

En esta nueva configuración del escenario cultural, las convicciones morales ceden su espacio a los interrogantes y a los debates en torno a ellos. Se ha hablado de la inconmensurabilidad de los lenguajes rivales. Así, en el espacio moral «cada uno de los argumentos es lógicamente válido o puede desarrollarse con facilidad para que lo sea; las conclusiones se siguen efectivamente de las premisas. Pero las premisas rivales son tales, que no tenemos ninguna manera racional de sopesar las pretensiones de la una con las de la otra» (MacIntyre, 2001: 21). Con lo que llegamos a la imposibilidad de un diálogo productivo acerca de lo que sea lo bueno y lo malo racionalmente hablando y «en correspondencia con el carácter inacabable de la discusión pública aparece un trasfondo inquietante de arbitrariedad privada» (Ibídem: 22).

Ante esta incapacidad para llegar a consensos morales en nuestro mundo globalizado se han producido diversas transformaciones de nuestras narraciones. Una de ellas ha sido la construcción de protagonistas parecidos o identificables con el espectador mayoritario. Por eso, los nuevos héroes suelen no responder a modelos establecidos, sino que son ellos mismos buscadores al unísono de la propia identidad y de lo que sea lo mejor y lo peor en la propia experiencia. También ellos viven el proceso de personalización de la moral:

El derecho a la libertad, en teoría ilimitado pero hasta ahora circunscrito a lo económico, a lo político, al saber, se instala en las costumbres y en lo cotidiano. Vivir libremente sin represiones, escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo, la aspiración y el derecho más legítimos a los ojos de nuestros contemporáneos. (Lipovetsky, 1986: 8)

Si el antihéroe fuese simplemente un dispositivo narrativo al servicio de evitar el esquematismo ideológico consistente en inculcar en sus consumidores una visión determinada de la realidad, sería un mecanismo encomiable por el hecho de estar facilitando la construcción de la propia y auténtica identidad del espectador. Le estaría permitiendo ser fiel a sí mismo. Sería un refinado recurso en los «lenguajes más sutiles» (Taylor, 2006) que estaría estimulando su trabajo de juicio en un mundo que tiende a considerar la moral un campo propio de las emociones y de la lógica sentimental de lo íntimo ante lo que solo cabe la tolerancia.

Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. La retórica de las ideas puede haberse substituido por la fascinación de las imágenes. Igual que el capitalismo parece querer confundirse con la economía (Martínez Lucena, 2008) y vender la difícilmente defendible idea de que no lleva consigo un kit completo de interpretación ideológica de la realidad, los modos de manipulación en la era del audiovisual pueden haber incrementado su potencia dando un paso atrás hacia la inconsciencia. Así, potenciando la sensación de libertad (no condicionamiento) para el espectador que supone la figura del antihéroe, se estaría promoviendo, a través de los media (Balandier, 1994) y de un modo más o menos inconsciente, una concepción muy determinada de lo que se considera normal y anormal en nuestra sociedad, que no deja de ser un modo consuetudinario de afirmar una moral imperante.

Los imaginarios sociales son las imágenes o conjuntos de imágenes, conscientes e inconscientes, compartidas por una sociedad y que permiten a cada uno de los individuos que forman parte de esta saber lo que en ella es considerado normal y anormal, real e irreal. La teoría sociológica de los imaginarios defiende que la estabilidad de las nuevas sociedades globalizadas ya no puede ser explicada por la hegemonía de un determinado metarrelato, sino que la religión y la política han sido substituidas por los media, que son los responsables actuales de nuestras pertenencias a unos imaginarios comunes sin necesidad de consumir las mismas micromitologías (marcas, celebrities, películas, teleseries, videojuegos, videoclips, revistas, etc.) (Carretero, 2006: 123; Martínez Lucena, 2013: 118).

Las teleseries mainstream, en este sentido, son micromitos privilegiados, porque son narraciones audiovisuales con un gran poder educativo de la audiencia. Llegan a multitud de personas, que eligen exponerse a una gran cantidad de horas de esa ficción, que ocasionalmente se incrementarán por el número de horas que dedicarán a charlar transmediáticamente sobre dicha ficción.

El propósito de este capítulo es el de hacer un sucinto ejercicio en el que se pueda apreciar la pertinencia de esta teoría para analizar los valores ocultos que emanan de una ficción protagonizada por un inquietante antihéroe que se dedica a la política y que despierta en sus espectadores una sorprendente empatía que intentaremos explicar por la secreta coincidencia de su modo de ser y de actuar con nuestro modo de pensarnos o imaginarnos.

2.Frank Underwood: un antihéroe especial

En 1990, la BBC produjo una miniserie titulada House of Cards. Contaba la historia de Francis Urquhart, el parlamentario conservador británico encargado de la disciplina de voto, y sus nada ortodoxos métodos dentro del partido tory para protagonizar un fulmíneo ascenso hacia las cúpulas del poder, tras el abandono de Margaret Thatcher. Veintitrés años después, Netflix, el principal proveedor de contenidos streaming por internet que ha revolucionado el negocio de las teleseries gracias a la realización de contenidos, entre los cuales podemos encontrar teleseries como Arrested Development (2003-) u Orange is the New Black (2013), ha creado la versión norteamericana de House of Cards (2013-). No es más que una adaptación de lujo de aquella misma historia, adaptándola a los Estados Unidos de nuestros días, cambiándole el nombre al protagonista –ahora se llama Frank Underwood y es interpretado por Kevin Spacey– y dándole mayor relevancia al personaje de su esposa –Claire Underwood, que interpreta la actriz Robin Wright. El resultado va ya por su tercera temporada.

El Frank Underwood de House of Cards (Netflix: 2013-) sería un cruce de diversas razas televisivas. Tiene algo del «Jed» Bartlet de El ala oeste de la Casa Blanca (The West Wing, NBC: 1999-2006) pero en versión desengañada y truculenta. Tiene algo del Walter White de Breaking Bad (AMC: 2008-2013) porque intenta llevar a sus últimas consecuencias el sueño americano. Y tiene algo del protagonista de Dexter (Showtime: 2006-2013) porque, pese a no ser un asesino en serie, sí que es un psicópata de libro.

Frank Underwood es esencialmente un antihéroe extremo, de esos que hacen que uno se sorprenda sintiendo empatía o incluso simpatía por ellos y se plantee cuáles son los mecanismos ocultos que lo posibilitan. En el caso de Dexter, por ejemplo, sabemos que mata continua, sistemática y sádicamente, pero sus transgresiones quedan justificadas porque sus víctimas son los criminales que la democracia y su refinado sistema judicial no han conseguido condenar. Dexter apela, pues, a los más primitivos instintos justicieros del espectador, dándole carta de ciudadanía a la venganza como mecanismo liminar de depuración social. El fin justifica los medios. Siguiendo la doctrina que emana del 11-S en los Estados Unidos, la seguridad es más importante que la protección de la libertad.

Pero no todos los psicópatas son asesinos en serie. La mayoría de ellos son ciudadanos ejemplares (o casi). Los criterios más usados para definir a los psicópatas son los definidos por la Psychopathy Checklist Revised (PCL-R) (Hare, 1993) y el Psychopathic Personality Inventory (PPI) (Lilienfeld & Andrews, 1996). En síntesis, lo que define al psicópata es un haz de características: ausencia de empatía, emociones superficiales, culpabilización de otros, conducta mentirosa, encanto superficial, excesiva confianza en uno mismo, egocentricidad patológica, baja tolerancia a la frustración, impulsividad y bajo umbral para el desencadenamiento de la agresividad (Hirstein, 2013).

No tenemos aquí el espacio para realizar una evaluación psiquiátrica de Frank Underwood, pero consideramos que la conducta que muestra a lo largo de los distintos episodios de la serie hace pensar que lo es. Podemos ilustrarlo mínimamente. Es alguien que no sufre con el dolor del prójimo. Es perfectamente capaz de asesinar con sus propias manos a Zoe (Kate Mara), una periodista que ha sido su amante de conveniencia durante la primera temporada y que amenaza con una investigación para destapar la implicación de Frank Underwood en la muerte de Peter Russo (Corey Stoll) (1.12). La empuja fríamente a la vía del metro sin sentir atisbo de culpa por ello (2.2). También domina perfectamente las formas y los registros y sabe comportarse como alguien encantador, cautivando las simpatías de los personajes que le interesa camelar. Por ejemplo, es perfectamente capaz, junto a su esposa, de subyugar al matrimonio presidencial de los Walker, cuando lo que tienen en mente es precisamente usurparles el puesto (2.7). Además, en sus continuas rupturas de la cuarta pared, se dirige al público de un modo petulante («Lo que un mártir anhela más que nada es una espada en la que caer. Así que afilas la espada, la mantienes en el ángulo correcto y entonces 3, 2, 1…»)1, convencido de que su inteligencia es superior a la de todos los demás. Juega a ser un Dios con respecto al devenir de la trama, señalando especialmente aquellos momentos en los que se le reconoce su importancia, como por ejemplo cuando se le pone su nombre a una biblioteca en su antigua escuela militar (1.8).

3.¿Por qué admiramos a Frank Underwood?

Siendo el espectador consciente de todas las características poco amables que Frank Underwood comparte con el colectivo de los psicópatas, el hecho es que sigue sintiendo una completa empatía con él, incluso una cierta simpatía y admiración.

Una forma de conseguir esta identificación consiste en invocar el concepto de esquema narrativo (Shafer & Raney, 2012: 1043), que es una representación mental compleja que incluye expectativas acerca de la estructura interna de cierto tipo de narración y del modo en que esta se desarrollará. Así, podemos sentir simpatía y vivir una experiencia de fidelidad hacia protagonistas de ficción como Jack Bauer de 24 (FOX: 2001-2010), Carrie Mathison de Homeland (Showtime: 2011-), Walter White de Breaking Bad o el matrimonio Jennings de The Americans (FX: 2013-), porque tienen todavía redención posible. El espectador no los juzga únicamente a través de lo que ya han hecho, sino que tiene en cuenta el esquema narrativo de la redención ya presente en su experiencia, obtenido mediante el repetido visionado de este tipo de historias de antihéroes. Sin embargo, cuando, como en el caso que nos ocupa, la frontera entre el antihéroe y el villano está más que difuminada y el protagonista es un psicópata, parece no bastar esta explicación de los esquemas narrativos.

Esta simpatía por Frank Underwood también es algo que podemos intentar explicar desde las propias características del personaje y de la narración que este protagoniza. Tenemos, en primer lugar, la brillante y poderosa interpretación hecha por Kevin Spacey (García, 2013). Esta resulta innegablemente atractiva y podría provocar la confusión del continente con el contenido.

Alberto N. García también habla de un triple mecanismo presente en los guiones para acercarnos emocionalmente a los antihéroes: la victimización del personaje, la perversidad del antagonista y la presencia de la familia.

A este respecto, no parece usarse demasiado la estrategia de victimizar a Frank Underwood, como sí se hace en otras series protagonizadas por políticos como Boss (Starz: 2011-2012), en la que el protagonista sufre una enfermedad degenerativa e incurable que puede ganarse los corazones del público, según la figura del héroe-enfermo o protagonista-paciente (Tous-Rovirosa, 2013). En segundo lugar, en House of Cards no hay nadie que le pueda hacer sombra en cuanto a maldad a Frank Underwood. El único que lo intenta es Raymond Tusk y no parece que lo consiga durante demasiados episodios. Solo observamos claramente en funcionamiento la tercera de las estrategias mencionadas, ya que el matrimonio Underwood mantiene una lealtad mutua bastante sui generis, que no se traduce en fidelidad pero sí en ciertos momentos deliciosamente estéticos, los cuales suelen transcurrir de noche mientras fuman y charlan en la ventana, para no llenar la casa de humo.

Además, tenemos en Frank Underwood ciertos atributos que resultan sobresalientes en nuestra sociedad (García, 2013). Es inteligente, profesionalmente eficiente, trabajador y muy elegante. Podríamos decir que su moral es curiosamente coincidente con algunos de los aspectos de la moral dominante en la posmodernidad. Se preocupa por la salud –practica el remo en una máquina que le compra Claire durante la primera temporada y el footing también con su esposa en la segunda. Es un hedonista –no deja de fumarse un cigarro al día con su esposa o a hurtadillas, o de comerse las deliciosas chuletas de cerdo en el garito de Freddy. Y es también un narcisista –solo hay que leer algunas de las frases que espeta en sus intervenciones metaficticias, como: «El poder se parece mucho a la inmobiliaria. Es todo sobre ubicación, ubicación, ubicación. Mientas más cerca estés de la fuente, mayor será el valor de tu propiedad. Cuando la gente vea estas fotos siglos más tarde, ¿a quién verán sonriendo al borde del cuadro?»2.

Otra de las características sorprendentes de Frank Underwood es el hecho de que, como Walter White de Breaking Bad, encarna al sueño americano con altas dosis de cinismo y desengaño. Frank Underwood no es en absoluto un idealista («La generosidad también es una forma de poder»3 o, referente a su esposa, «Amo a esa mujer. La amo más de lo que los tiburones adoran la sangre»)4; es, más bien, un pragmático («Si te quieres ganar mi confianza, entonces tendrás que ofrecerme la tuya a cambio»)5. Se considera formando parte de una oligarquía que conoce determinadas verdades, como que «la democracia está sobrevalorada»6 o que lo que hay que perseguir es el poder, no el dinero. Afirma: «Qué desperdicio de talento. Él eligió el dinero en vez del poder, un error que casi todos cometen. Dinero es la gran mansión en Sarasota que empieza a caerse a pedazos después de diez años. Poder es el viejo edificio de roca que resiste por siglos. No puedo respetar a alguien que no entienda la diferencia»7. Es el hombre que se ha hecho a sí mismo y que ha llegado nada más y nada menos que al puesto de mayor poder sobre la tierra: el de presidente de los Estados Unidos de América. Y eso también lo hace amable, en la medida en que en Occidente estamos imbuidos de la cultura americana.

4.Le queremos porque es un psicópata

Lo sorprendente de Frank Underwood es que las características que lo hacen más admirable para los espectadores coinciden, o por lo menos en algunos casos no son en absoluto contradictorias, con los rasgos propios de su psicopatía. Con ello se verificaría precisamente cierta bibliografía acerca de la psicopatía.

Ya en 1978, el psicólogo Robert J. Smith hacía afirmaciones como las que siguen: «La psicopatía puede ser mucho más fructífera mirada en la lógica extrema de lo que las sociedades occidentales no solo han tolerado en nosotros, sino que virtualmente han demandado de nosotros para ganar fama y fortuna» (Smith, 1978: X); o bien, «hemos evolucionado hacia un orden social en el cual el psicópata está admirablemente adaptado» (Ibídem: 79). Aserciones que se van radicalizando a medida que nos vamos acercando a nuestros días, en libros de psiquiatras de prestigio como el titulado The Wisdom of Psychopaths: What Saints, Spies, and Serial Killers Can Teach Us About Success (Dutton, 2012), cuyo título es de sobras ilustrativo y donde el psicópata es considerado más como un recurso social que como un miembro necesariamente disfuncional de nuestra sociedad.

Nuestra intención, lejos de participar aquí en el debate académico acerca del estatuto social de los psicópatas, entre la concepción más clásica, que suele asociarlos a depredadores despiadados, y esta nueva y controvertida visión de los «psicópatas de éxito» (Stevens et al., 2012), es la de documentar que ciertas características de la personalidad psicopática son muy apreciadas en nuestra sociedad. Paradójicamente, consideramos que los psicópatas son extremadamente dañinos para cualquier organización (Boddy, 2010), pero, a la vez, su conducta habitual puede ser fácilmente considerada como meramente ambiciosa, porque «la cultura que persigue el éxito favorece tales conductas personales dentro del puesto de trabajo» (Andrews & Furniss, 2009: 24).

Así pues, la atracción por psicópatas como Frank Underwood podría tener que ver con nuestro apego a ciertos imaginarios como el del éxito, la competitividad, la fama y el sueño americano desencantado de sí mismo; como también con la caída de determinados valores morales, cívicos y religiosos originarios, substituidos por una ética indolora del bienestar y del cuidado del sí (salud, deporte, autocontrol, etc.), en la que el espectador posmoderno se siente confortablemente identificado.

5.Conclusiones: de la política a la antropología

Frank Underwood y House of Cards constituirían, en realidad, micromitos o cristalizaciones de determinados imaginarios sociales ampliamente compartidos en nuestra sociedad, lo cual explicaría el alto grado de identificación del público con un personaje de estas características.

Teniendo en cuenta la doble función de los imaginarios –por un lado, colaboran en la estabilización de una sociedad, y por otro son un vector subversivo que en ocasiones nos permite revolucionar la normalidad– House of Cards parece fundamentalmente estabilizadora, en tanto supone básicamente una descripción de nuestras sociedades posmodernas, de los ciudadanos que en ellas habitamos. La serie retrata de un modo entusiasta el modo en que tendemos a imaginar nuestra realización personal en relación con imágenes como el éxito profesional, el poder y la fama. En cuanto a su posible dimensión subversiva con respecto al statu quo solo se nos ocurre señalar aquí que el hecho de que el protagonista, Frank Underwood, sea un psicópata, puede desencadenar en el espectador atento un pensamiento crítico capaz de hacer emerger el verdadero contenido de nuestros imaginarios, y de tomar una postura consciente y libre con respecto a ellos.

Son muchas las teleseries dramáticas de éxito actuales cuyas tramas tocan de un modo central o lateral los temas de la política y la corrupción: Scandal (ABC: 2012-), The Killing (AMC: 2011-), Boss o, las analizadas en este libro, The Good Wife (CBS: 2009-), The Thick of It (BBC: 2005-) o Crematorio (Canal+: 2011). Cuando en estas ficciones el protagonista es un antihéroe posmoderno cuya extrema condición desafía claramente la clásica distinción entre héroe y villano, como es el caso de House of Cards, cuyo personaje principal parece no ser superado en su sofisticada maldad por ningún otro, se estarían posibilitando en el espectador atento dos tipos de toma de conciencia:

En primer lugar, en la medida en que nos identificamos plenamente con el protagonista, nos señalarían hasta qué punto somos copartícipes o correligionarios de unos determinados valores individualistas e insolidarios orientados al propio éxito por encima de otras consideraciones morales. Podría hacernos reflexionar acerca de la validez de determinados valores ampliamente asumidos en nuestra sociedad capitalista, como la competitividad extrema, la flexibilidad, el sentimiento de poder o la apatía moral, en la medida en que esos mismos valores son los que encarna el antihéroe que protagoniza la serie.

En segundo lugar, dentro del panorama de escándalos de corrupción política que se suceden en nuestra actualidad, el visionado de este tipo de ficciones podría suponer una toma de conciencia respecto de las verdaderas dimensiones culturales del problema al que nos enfrentamos. La serie permite comprender que el problema no se deja explicar exhaustivamente por esquemas maniqueos y populistas, que no se trata de un problema encuadrable en la tensión liberalismo-marxismo, izquierda-derecha, sino que pertenece a la esencia misma de la antropología del infectado (Martínez Lucena, 2013), a la tensión permanente de nuestra existencia bifronte y de nuestra supervivencia imposible como humanos. Es decir, que el espectador pueda darse cuenta de que la empatía o incluso simpatía que siente ante determinados personajes de perfil claramente psicopático es el indicador de que el binomio moral puro-impuro no es válido para un análisis exhaustivo del fenómeno de la corrupción en los campos empresariales o políticos. Para entender matizadamente dicho problema habrá que remontarse a nuestra antropología, a nuestra connatural indigencia de buscadores de nosotros mismos (Taylor, 2006); como también habrá que remontarse a determinados rasgos de nuestra cultura capitalista, a lo que ambicionamos como individuos en una sociedad donde los rasgos personales que pueden llevarle a uno al éxito coinciden con los del psicópata. Precisamente en esa delgada y compleja línea que separa lo normal de lo anormal, lo deseable de lo repudiable, la heroicidad del envilecimiento, es donde se mueve House of Cards.

6.Bibliografía

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BALANDIER, G. (1994). El poder en escenas: de la representación del poder al poder de la representación. Barcelona: Paidós.

BODDY, C. (2010). «Corporate Psychopaths and Productivity. Management Services, Spring, 26-30.

BOGGS, C. & POLLARD, T. (2001). «Postmodern Cinema and Hollywood Culture in an Age of corporate Colonization». Democracy & Nature, 7, 159-181.

CARRETERO, A. E. (2006). «La persistencia del mito y de lo imaginario en la cultura contemporánea». Política y Sociedad, 43(2), 107-126.

DUTTON, K. (2012). The Wisdom of Psychopaths: What Saints, Spies, and Serial Killers Can Teach Us About Success. New York: Scientific American.

GARCÍA, A. N. (2013, November). Sympathy for the Devil: Adorable Antiheroes in Contemporary TV Series. Keynote paper delivered at the Workshop Identity and Emotions in Contemporary TV Series at Universidad de Navarra, Pamplona, Spain.

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LILIENFELD, S. O. & ANDREWS, B. P. (1996). «Development and preliminary validation of a self-report measure of psychopathic personality traits in non-criminal populations». Journal of Personality Assessment, 66, 563-575.

LIPOVETSKY, G. (1986). La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.

LYOTARD, J. F. (1996). La condición posmoderna. Madrid: Cátedra.

MACINTYRE, A. (2001). Tras la virtud. Barcelona: Crítica.

MARTÍNEZ LUCENA, J. (2008). Los antifaces de Dory. Retrato en « collage» del sujeto posmoderno. Barcelona: Scire.

MARTÍNEZ LUCENA, J. (2013). «Infectados: el imaginario de lo humano en The Walking Dead». Comunicación y Hombre, 9, 115-127.

SHAFER D. M. & RANEY A. A. (2012). «Exploring How We Enjoy

Antihero Narratives». Journal of Communication, 62, 1028-1046. SMITH, R. J. (1978). The Psychopath in Society. New York: Academic Press.

STEVENS, G. W., DEULING J. K. & ARMENAKIS A. A. (2012). «Successful Psychopaths: Are They Unethical Decision-Makers and Why?». J Bus Ethics, 105, 139-149.

TAYLOR, C. (2006). Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna. Barcelona: Paidós.

TOUS-ROVIROSA, A. (2010). «Dexter y la figura del héroe en la narrativa estadounidense. ¿Un héroe posmoderno?», en Trapero, P. (ed.). Dexter. Ética y estética de un asesino en serie. Barcelona: Laertes, 83-100.

TOUS-ROVIROSA, A. (2013). Mites en sèrie. Els temes clau de la televisió. Barcelona: Trípodos.

 

1«What a martyr craves more than anything is a sword to fall on, so you sharpen the blade, hold it at just the right angle, and then 3-2-1…» (1.2).

2Frank Underwood: «Power is a lot like real estate, it’s all about location, location, location. The closer you are to the source, the higher your property value. Centuries from now, when people watch this footage, who will they see smiling just at the edge of the frame?» (1.1).

3Frank Underwood: «Generosity is its own form of power» (1.7).

4Frank Underwood: «I love that woman. I love her more than sharks love blood» (1.1).

5Frank Underwood: «If you want to earn my loyalty, then you have to offer yours in return» (1.13).

6Frank Underwood: «Democracy is so overrated» (2.2.).

7Frank Underwood: «Such a waste of talent. He chose money over power - in this town, a mistake nearly everyone makes. Money is the McMansion in Sarasota that starts falling apart after 10 years. Power is the old stone building that stands for centuries. I cannot respect someone who does not see the difference» (1.2).