Capítulo 2

Marco de la comunicación institucional

2.1.Fundamentos de la comunicación en las instituciones

Cuando hablamos de comunicación institucional o comunicación corporativa (términos que, aunque pueden diferenciarse con sus propias connotaciones o matices, vamos a identificar en este manual), probablemente se entienda más o menos a qué nos referimos, pero si introducimos otros conceptos como relaciones públicas, imagen corporativa, identidad corporativa, reputación, o incluso propaganda, publicidad y marketing, lo más fácil es que nos encontremos ante un laberinto del que a veces ni nosotros mismos somos capaces de salir.

Si queremos definir una molécula, diremos que es “un conjunto de al menos dos átomos enlazados covalentemente que forman un sistema estable y eléctricamente neutro”. El logaritmo de un número es “el exponente al cual hay que elevar la base para obtener dicho número”. Y un año luz se define como “la distancia que recorrería un fotón en el vacío durante un año juliano (365,25 días de 86.400 s) a la velocidad de la luz (299.792.458 m/s), a una distancia infinita de cualquier campo gravitacional o campo magnético”. Y no hay discusión. En física, química o matemáticas, las definiciones son inequívocas e incontestables, y si se ponen en cuestión, entonces estamos ante la posibilidad de que lo que se refuta no sea consistente con las teorías científicas imperantes y por tanto haya que modificarlo con una nueva definición.

Sin embargo, en las ciencias sociales y humanas, y muy concretamente en el campo que nos ocupa, la terminología no invita a ser categórico, y eso genera con frecuencia una cierta confusión porque utilizamos las mismas palabras para hablar de cosas distintas.

2.1.1.Comunicación y relaciones públicas

Comunicación y relaciones públicas son ámbitos muy próximos y afines y a menudo imprecisos. De hecho, agencias y consultoras que se mueven en este mundo y ofrecen servicios similares se autodenominan indistintamente de uno u otro campo. La propia definición de comunicación corporativa que ofrece la asociación española de consultoras de relaciones públicas y comunicación, Adecec: “el conjunto de actividades que persiguen que la proyección de la imagen de una organización, tanto hacia el exterior como hacia el interior, sea siempre la correcta” (Adecec, 1997: 17), podría referirse igualmente a las relaciones públicas. Edward L. Bernays, auténtico pionero de las relaciones públicas a principios del siglo XX, en el primer libro publicado en el mundo sobre el tema, Crystallizing Public Opinion (1923), las definía por primera vez como “un campo de actividad que tiene que ver con la interacción entre un individuo, un grupo, una idea u otra unidad, con los públicos de que depende” (1990: 93). Se mueve Bernays en esa perspectiva amplia que considera que cualquier esfuerzo relativamente sistemático, ordenado y planificado para crear una opinión pública favorable a la empresa, grupo o persona en cuestión puede entenderse como relaciones públicas. La misma línea del profesor Sam Black (1994a: 19), que propone la definición de la práctica de las relaciones públicas como “el arte y la ciencia de alcanzar la armonía con el entorno, gracias a la comprensión mutua basada en la verdad y en una información total”.

Probablemente se entienda mejor el concepto si respetamos la traducción de la expresión public relations que más se ajusta a su sentido: “relaciones con los públicos”, mucho mejor que la ya universalmente acuñada en castellano “relaciones públicas”. Porque esa es su esencia: conocer, relacionarse con y gestionar los públicos de una organización. Cualquier institución, pública o privada, necesita saber quién es su público, relacionarse con él, conocer sus demandas, e interactuar para satisfacerlas de acuerdo con su función y finalidad. “Con esa nueva traducción se podrían haber evitado connotaciones tergiversadas sobre su función” (Castillo, 2010: 11). El hecho de que la mejor (y la primera) literatura sobre las relaciones públicas tenga origen anglosajón ha generado ese problema terminológico pocas veces detectado.

Es indudable que las relaciones públicas comparten objetivo, y en gran medida también medios, con la comunicación. Dice la profesora Otero (2001: 10) que las relaciones públicas constituyen el “para qué” de la comunicación de las organizaciones:

“Ser conocidas, ser entendidas, ser apoyadas. Independientemente de sus éxitos o fracasos económicos, todo grupo necesita un perfil institucional que le asegure la simpatía de aquellos con quienes se relaciona. Y popularidad no es equivalente a notoriedad. Se puede tener un altísimo índice de notoriedad mediática con perfil de popularidad negativa, y viceversa. Ser conocido no significa necesariamente ser entendido ni apoyado”.

En definitiva, las relaciones públicas encauzan y orientan de alguna manera la comunicación corporativa, como advierten los padres de las RRPP del nuevo milenio, James Grunig y Todd Hunt (2000: 55), cuando en su obra de 1984 Managing Public Relations las definen como “la dirección y gestión de la comunicación entre una organización y sus públicos”, acotando más las líneas marcadas por Cutlip y Center (2001: 37) en otro de los libros clásicos de la materia, Effective Public Relations, en 1952, al afirmar que son la “función directiva que establece y mantiene relaciones mutuamente beneficiosas entre una organización y los públicos de los que depende su éxito o fracaso”.

Dejando así de alguna manera delimitado el concepto de relaciones públicas, conviene centrarnos entonces en el de comunicación institucional, para el que también hay decenas de definiciones. Simplificando la que formula Fernando Martín (1998: 23) –inspirada en la que Grunig y Hunt proponen para las relaciones públicas–, podemos asumir que la comunicación institucional es la gestión interna y externa de la información de una organización, que afecta a un determinado público y se transmite a través de los medios de comunicación. Aporta al público conocimientos de la institución (productos, servicios, cultura), y se convierte en el enlace entre la fuente de la noticia (organización) y la sociedad (medios de comunicación).

Una vez marcados los débiles límites entre comunicación y relaciones públicas, aceptaremos en la práctica esa identificación que se da entre ambas disciplinas, aunque no por ello dejemos de mantener que no son exactamente lo mismo. En cualquier caso, esa “dirección de la comunicación” que mencionaban Grunig y Hunt para referirse a las RRPP, o esa “gestión de la información” que una entidad, empresa o institución genera, que es la comunicación corporativa, obviamente deberá estar orientada a crear y mantener una imagen adecuada –y normalmente favorable–, o más bien una reputación corporativa, transmitiendo correctamente la identidad.

Por eso será también importante que quede lo más nítido posible el concepto de identidad corporativa, así como los de imagen y reputación corporativas.

2.1.2.Identidad, imagen, reputación

No es nada infrecuente que las nociones de identidad corporativa, imagen corporativa y reputación corporativa se confundan y se utilicen indistintamente la una por la otra, especialmente entre el público profano. Si tuviésemos que resumir, y como pórtico de entrada, se podría decir que la identidad es lo que una organización es e intenta transmitir de sí misma; la imagen es lo que termina transmitiendo y el público percibe; y la reputación es lo que le queda al público a medio/largo plazo, la imagen continuada.

Empezando por la identidad, nos sirven dos de las acepciones que da el DRAE: “Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás”; y “conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás”. En todo caso, se refiere a lo que uno es, y le distingue del resto, y a cómo se percibe cada uno. En el ámbito corporativo es muy similar:

“La identidad de una empresa es como la personalidad de un individuo. Se tiene, quiérase o no, se sepa o no, por el mero hecho de existir. Pero es un valor variable . . . Hay, pues, empresas con una identidad coherente, penetrante, bien afirmada y bien controlada, con una clara personalidad exclusiva, y por tanto, con un patrimonio de excelencia y un gran potencial de éxitos. Hay también empresas con una identidad débil o ambigua, por lo cual no se llegan a imponer y esa identidad es un freno para su desarrollo” (Costa, 1995: 42).

La identidad en este terreno se define como la personalidad corporativa, es decir, aquellos atributos distintivos y rasgos esenciales que diferencian a cada organización de las demás, y que se plasman en una forma determinada de presentarse, comunicarse y relacionarse.

El profesor Norberto Mínguez (2000: 307) señala cuatro factores que determinan la identidad corporativa global, todos ellos expresiones de la personalidad de la organización, de su realidad, su modo de percibirse a sí misma y su conducta: el comportamiento corporativo, la cultura corporativa, la identidad visual y la comunicación corporativa. Los dos primeros aluden a la esencia de la entidad, lo que la organización es; y los dos últimos, al modo en que lo intenta transmitir.

El primero, el comportamiento corporativo, se refiere a la actuación de la organización, a lo que se dedica: sus productos y servicios, sus procesos productivos, financieros, tecnológicos o comerciales, su sistema de toma de decisiones, su proyecto empresarial e incluso su historia. La cultura corporativa sería el conjunto de valores compartidos por la mayoría de quienes conforman la organización, que constituyen un elemento de integración interna. En tercer lugar, la identidad visual es un conjunto de signos que traducen gráficamente la esencia corporativa. Y por último, la comunicación corporativa es el conjunto de formas de expresión que presenta una organización, la otra cara de la moneda del primer elemento, el comportamiento, ya que prácticamente todos los actos cotidianos de una empresa son en última instancia actos comunicativos.

Por tanto, nos encontramos una vez más aquí otra posible confusión terminológica derivada de la expresión corporate identity, que en la bibliografía anglosajona es muy frecuentemente utilizado como sinónimo de identidad gráfica o visual de la organización. La manifestación física de la marca, el sistema de signos, formas y colores con el que intenta transmitir su personalidad es la identidad visual, y, como se ha visto, se trata de uno de los factores constitutivos y de expresión de esa identidad, pero no es la identidad. Generalmente incluye un logotipo y elementos de soporte coordinados por un conjunto de líneas maestras que se recogen en un código denominado manual de identidad corporativa. Se trata de un documento –un folleto o un libro– que regula y define las normas básicas que hay que seguir para utilizar el logo o la marca (colores, tipografía, proporciones, posición…) en los diferentes soportes. Explica con ejemplos gráficos cómo usarlo, y también especifica cómo no hacerlo, y detalla su aplicación a papelería (papel de carta, sobres, carpetas, facturas, tarjetas, carteles…) y cualquier otra plataforma, desde camiones o furgones de reparto hasta uniformes, señalización o merchandising.

En definitiva, la identidad corporativa tiene una dimensión esencial, que alude a la forma de ser, de actuar y de comunicarse. Pero, como es sabido, lo que algo o alguien es no siempre coincide con cómo es percibido, incluso a pesar de los esfuerzos que pueda hacer para controlar o redirigir esa percepción externa. Entramos en el terreno de la imagen, la capa que envuelve a la identidad. No es lo que es, sino cómo se ve: lo que la audiencia percibe y conforma su idea sobre la organización; el conjunto de impresiones, creencias y sentimientos que una entidad genera en la mente de los públicos, y que estos asocian con ella (Dowling, 1994: 8).

Es importante subrayar que la imagen no es un recurso de la empresa, ni es de su propiedad y tampoco es un instrumento de gestión, por lo que no puede manipularla fácilmente y controlar su transmisión a sus públicos, sino que es algo que está en los propios públicos y, por ello, es incontrolable en gran medida. “La imagen no es una cuestión de emisión, sino de recepción” (Capriotti, 2008: 25-26; 130). Es por eso por lo que la organización debe orientar su trabajo a establecer vínculos de relación y comunicación con los públicos, para intentar influir en la imagen que ellos se forman.

Mínguez (2000: 313-315) distingue en la imagen corporativa cuatro componentes diferenciables: la imagen esencial, la contextual, la factual y la conceptual; cada uno de los cuales en un nivel distinto: identidad, entorno, conducta y comunicación. La primera, la imagen esencial, emana de lo que la organización es incluso antes de hacer o decir nada; básicamente remite a lo que define su misión y visión. La imagen contextual deriva del escenario en el que la organización se mueve, el marco social y cultural, económico, tecnológico o medioambiental: desde la imagen de su país de origen (el reloj suizo o el vino español tienen un terreno ganado del que carecen por ejemplo los productos made in China) hasta la del sector en el que opera.

Si la imagen esencial y la contextual son, de algún modo, previas, las otras dos (factual y conceptual) son resultado de movimientos de la organización. La imagen factual es consecuencia de una actuación (financiera, comercial, social, interna, institucional . . . ), y no necesariamente premeditada, de forma que no toda la imagen factual puede ser controlada. Y, por último, la imagen conceptual es la difundida por la organización a través de los distintos instrumentos de comunicación de que dispone, tratando de facilitar la percepción del estilo corporativo y los modos particulares de expresión que caracterizan a la organización y la diferencian de las demás.

Y, por otro lado, cabe distinguir la imagen de empresa (la institucional de la organización); la imagen de marca (conjunto de signos visuales y verbales que elige para identificarse, signos que representan a dicha organización en la mente de los públicos, asimilable al logo); y la imagen de producto (lugar que ocupan los productos y servicios que ofrece dicha organización frente a otros similares que puedan existir en el mercado).

Finalmente, la reputación trasciende el terreno de la pura imagen para entrar en el del juicio y la valoración a largo plazo: puede ayudar a comprender el concepto pensar en personajes como Adolfo Suárez, Vicente del Bosque, Michael Jackson, Amy Winehouse, Pelé, Maradona, Nelson Mandela, Joseph Goebbels, Rafa Nadal… La simple mención de su nombre no nos deja indiferentes, y evoca en cada uno de nosotros una opinión más o menos estable, fruto de la sucesión de información e imágenes que su evolución ha ido transmitiendo. Puede que esa opinión no coincida con su imagen puntual en determinados momentos, pero lo que queda después de todo, eso es su reputación.

En el ámbito corporativo, la reputación se puede definir como la opinión que el público se forma sobre una organización en función de la imagen continuada que esta transmite, y comparada con el estereotipo de la excelencia en su sector. “No es, pues, la imagen de una organización, sino un juicio o valoración que se efectúa sobre dicha imagen” (Mínguez, 2000: 316). Se trata de la percepción a largo plazo de los diversos grupos de interés con los que se relaciona la organización (stakeholders: clientes, empleados, accionistas si los hubiere, la comunidad en general), que reconocen el mayor o menor cumplimiento de los compromisos de la organización con ellos. Por tanto, no deja de ser resultado del comportamiento de la empresa a lo largo del tiempo.

Podemos decir que la reputación corporativa se desglosa en cinco componentes (Mínguez, 2000: 316-319): comercial, económicofinanciera, interna, sectorial y social. En primer lugar, la opinión que los clientes tengan sobre la calidad de los productos y servicios de una organización constituye su reputación comercial, y podrá influir sobre el precio que puedan tener en el mercado. Luego, los inversores también tienen una estimación sobre la solidez financiera de la empresa a largo plazo, lo cual influirá en el mayor o menor valor de dicha empresa. También la reputación se construye sobre la apreciación de los empleados: si una empresa es un lugar de trabajo apetecible, mayor será su capacidad para atraer y mantener talento que estará incluso dispuesto a cobrar un poco menos, pues la diferencia se traduce en términos de orgullo de pertenencia y de reputación también para ellos. Y, finalmente, la reputación está asimismo en la estimación y el juicio que una organización merece entre otras empresas de la competencia, asociaciones, administraciones públicas, medios de comunicación y líderes de opinión, así como de la sociedad en general.

2.1.3.Propaganda, publicidad, marketing

Para concluir este capítulo introductorio y de aclaración terminológica, es necesario referirse a conceptos que en ocasiones se confunden con la comunicación institucional, pero mucho más frecuentemente con las relaciones públicas: propaganda, publicidad y marketing.

La propaganda trata de “propagar ideas”, bien como arma de guerra, bien como instrumento político (o de otro tipo, como ocurre por ejemplo con la propagación de la fe: de hecho el impulsor del término hasta su adopción por los principales regímenes totalitarios del siglo XX –nazismo, fascismo, estalinismo– fue el papa Gregorio XV, que en 1622 creó la Sacra Congregatio de Propaganda Fide, una institución para la expansión del catolicismo). “La propaganda no se dirige a la conciencia del individuo, sino más bien a su subconsciente o a su inconsciente” (Boiry, 1998: 28-31).

De este modo, la propaganda se refiere al conjunto de acciones insertas en el mundo de la comunicación, organizadas para defender y difundir algo (un sistema de ideas, un ideal, una persona, una institución . . . ), y en cuya esencia está la finalidad persuasiva, que busca alcanzar una imagen positiva para conseguir seguidores y mantenerlos (Castillo, 2010: 48). Siendo, por tanto, conceptos diferentes, es cierto que, como señala Arceo (1988: 55), la aplicación de las relaciones públicas al campo predilecto de la propaganda (la política) es constante, ya que en gran medida comparten objetivos de “potenciación en el trabajo de la propia imagen y valoración de ésta y/o sobre lo propio de la competencia, respectivamente en líneas positiva y negativa”.

En cambio, la publicidad y el marketing se mueven en el terreno de lo que Boiry (1998: 25-28) llama “el hombre económico”: “es publicidad si se dirige al consumidor para crear un deseo de compra, para estimular la demanda”; y “es marketing si, siguiendo un proceso idéntico a las relaciones públicas, se utiliza un conjunto de técnicas que permiten conocer mejor las expectativas de los consumidores a fin de adaptar adecuadamente los productos o los servicios de una compañía”.

Por eso, teniendo en cuenta que las acciones y objetivos de las relaciones públicas trascienden al área comercial del marketing, aquellas no pertenecen a este, aunque no pocas veces encontremos el departamento de relaciones públicas o de comunicación inserto en el de marketing. Pero tampoco puede decirse que el marketing forme parte de las relaciones públicas, ya que estas deben centrarse en la política comunicativa de cada departamento, pero no inmiscuirse en sus asuntos concretos. Lo cual no quiere decir que no deba existir una conexión y coordinación, pues “las actividades y decisiones mercadológicas deben ser llevadas a cabo en no pocas ocasiones en combinación con las de relaciones públicas, en pro de una mayor eficacia en los objetivos y fines de la compañía” (Arceo, 1988: 50-51).

Y en cuanto a la publicidad, entendida como “comunicación persuasiva, fundamentalmente de masas, de carácter comercial e impulsada por un anunciante con el fin de difundir sus bienes o servicios para una posterior venta o contratación de éstos” (Arceo, 1988: 51), también se ve normalmente complementada por las relaciones públicas y la comunicación, si bien siempre en vías paralelas. Las diferencias entre ambas disciplinas –que también comparten determinados aspectos– son importantes, y podríamos centrarlas en los siguientes ámbitos (Sanz de la Tajada, 1986: 363-371):

Objetivos: la publicidad incide sobre el producto o marca, y la intención de compra, frente al cuidado de la imagen y la reputación y la percepción que tengan los públicos de la organización, en que trabajan las RRPP. No siempre es así, ya que existe también la publicidad institucional, que aunque Arceo (1988: 51) afirme que son relaciones públicas, lo cierto es que desde el momento en que exige el pago de espacios, deja de serlo.

Públicos: la publicidad solo tiene destinatarios externos, mientras que el público de las RRPP es más amplio: los grupos de interés o stakeholders (accionistas, empleados, administraciones, simpatizantes, clientes, socios, medios de comunicación, instituciones internacionales . . . ).

Medios y soportes: la publicidad recurre a espacios concretos, definidos, tarifados y perfectamente identificados, con un control cuasi absoluto del mensaje que va a llegar a los públicos en cuanto al momento, el contenido, la ubicación, el espacio y el formato. Por el contrario, la comunicación actúa en el terreno de la incertidumbre puesto que únicamente se tiene certeza del mensaje elaborado, pero no existe control sobre qué va a aparecer en el medio, ni cuándo, ni cómo, ni dónde, todo según decida el propio periodista. Esto hace complicado presupuestar esta actividad: las tarifas suelen referirse al trabajo y tiempo dedicado por el profesional, además del coste de recurrir a determinados servicios.

Mensaje: el lenguaje publicitario debe ser impactante, innovador y lo más sucinto posible incitando al consumo del producto o del servicio. No pasa ningún tipo de tamiz por parte de los medios, mientras que el mensaje de la comunicación institucional es filtrado por los periodistas. Es teóricamente más variado por la amplitud de sus públicos (stakeholders) y el uso de diferentes lenguajes para dirigirse a ellos (financiero, periodístico, del protocolo, etc.), y también más racional (argumentos, datos, estadísticas . . . ).

Cadencia de los mensajes: la publicidad necesita fijar un calendario en los mensajes, puesto que depende de la repetición. La comunicación institucional no suele repetir en el tiempo un mismo mensaje: una vez remitido un comunicado de prensa o realizado un anuncio, aunque no tenga reflejo en los medios de comunicación no se vuelve a enviar.

Medición y evaluación: en la publicidad, la efectividad puede medirse a través de diversos parámetros, entre ellos el aumento de ventas. En cambio, los resultados de las acciones de relaciones públicas son más difíciles de evaluar, lo que supone uno de los principales inconvenientes para justificar la asignación de recursos.

2.2.Breve historia de la comunicación institucional

Corría el año 1882. El Daily Tribune de Chicago entrevistaba al magnate de los ferrocarriles William Henry Vanderbilt, en ese momento el hombre más rico del mundo. Preguntaba el periodista sobre la rentabilidad de la línea que unía Nueva York y Chicago de la New York Central Railroad: “La mantengo solo porque la tiene la Pennsylvania Railroad [su competencia directa]; me obligan a competir, si no, la eliminaría”. “Pero ¿no la mantiene en alguna medida para favorecer al público?” “¡El público que se fastidie! No saco nada en esa estupidez de trabajar por el beneficio de nadie que no sea el propio”.1

Cincuenta años antes, un curioso personaje estadounidense, Phineas T. Barnum (1810-1891), empresario de espectáculos y director de circo, pionero en el manejo de los agentes de prensa para la promoción de los negocios, también se convirtió en paradigma de cómo se entendían las relaciones públicas en aquel momento. En la década de 1830, Barnum exhibía en su circo a Joice Heth, una esclava negra que, supuestamente, cien años antes había sido niñera de George Washington. Se dice que él mismo escribía cartas apócrifas a los periódicos, unas acusando su espectáculo de fraude y otras defendiéndolo. Cuando murió Heth, la autopsia reveló que no llegaba a los ochenta años, en vez de los 161 con que se anunciaba. El empresario se lamentó de haber sido la primera víctima del engaño. Pero ya se había embolsado sus buenos 1.500 dólares semanales por la atracción. En su autobiografía afirma con toda naturalidad que “la polémica social y mediática sobre el asunto sirvió a mi propósito como showman de que mi nombre siguiera sonando entre el público” (Barnum, 1855: 176). Lo cual encaja con la frase más famosa que se le atribuye:2 “No me importa lo que la prensa diga de mí, mientras escriban bien mi nombre”.

Estas dos anécdotas ilustran el trasfondo de las relaciones que empresas, instituciones y organizaciones mantenían con sus públicos hasta que comienza a vislumbrarse el nacimiento de las relaciones públicas profesionales, a finales del siglo XIX. Los usuarios no importaban más que para generar beneficios, se los usaba sistemáticamente e incluso se los engañaba, y aparentemente sin demasiado pudor, porque lo importante era aparecer en los medios y estar en boca de la gente.

2.2.1.La prehistoria de las relaciones públicas

Que sea un presidente de los Estados Unidos como Thomas Jefferson, segundo sucesor de George Washington, a quien se le atribuye el primer uso en la historia de la locución public relations,3 no es casual. El proceso de independencia como colonia inglesa incubó en aquel territorio los primeros precedentes de las relaciones públicas en el mundo. Algunos autores se remontan al inicio de la civilización, con las acciones de persuasión que en culturas como la griega, la babilonia o la romana se realizaban para que el pueblo aceptara la autoridad de los gobernantes; la piedra Rosetta como un instrumento de publicity4 sobre los logros del faraón; las actas diarias del Senado que Julio César mandaba colgar por toda la ciudad; o las andanzas y las cartas de san Pablo como gran propagador de la doctrina cristiana (Wilcox, 2006: 53). Pero la mayoría de los teóricos sitúa los primeros precedentes de las actuales relaciones públicas en torno a la independencia norteamericana, o incluso ochenta años después, en la segunda mitad del siglo XIX.

Samuel Adams (1722-1803), uno de los hombres que lideraron la lucha contra la política colonial de la Corona británica, es también uno de los pioneros, con acciones propagandísticas y de relaciones públicas tan trascendentes como el célebre Motín del Té (Boston Tea Party) de 1773, calificado por la revista PRWeek como “la mayor y más conocida actividad de publicity de todos los tiempos”.5 Aquel acto en el que alrededor de un centenar de colonos disfrazados de indios mohawk arrojaron al mar 45 toneladas de té de un barco de la Compañía Británica de las Indias Orientales como protesta por los abusivos impuestos, se convirtió en una inspiración para muchas otras acciones de boicot a los ingleses y demostró con el tiempo ser uno de los desencadenantes de la guerra de la Independencia.

El siglo XIX fue la edad dorada de los llamados agentes de prensa, personas contratadas para conseguir publicity para un individuo o una organización, y que lograron hacer famosos en todo el país a personajes como Davy Crockett, Buffalo Bill, Annie Oakley, Calamity Jane, Wyatt Earp, Wild Bill Hickock o Daniel Boone, entre otros. El agente de prensa, germen de las relaciones públicas actuales, utilizaba hábilmente los medios para promocionar a alguien o su causa, un producto o un servicio. El ya mencionado Barnum, maestro en el arte de la propaganda y la publicity, recoge en su autobiografía la frase que podría haber sido su lema: “Recuerda: todo lo que se necesita para asegurar el éxito es mala fama”6 (1855: 183).

Los agentes de prensa, contratados tanto para promocionar a un candidato político como para impulsar un negocio o poblar el Oeste de los Estados Unidos, eran normalmente periodistas veteranos que cambiaban la información por la publicity, actividad más lucrativa pero también mucho más al margen de la verdad. La expansión de los ferrocarriles, por ejemplo, dependía de convencer a la gente para convertirse en colonos del Oeste, y se apoyaba en gran medida en la publicity. Así, las compañías ferroviarias contrataban los servicios de “observadores independientes” que describían y contaban las glorias del Oeste americano como una tierra de oportunidades. Un folleto sobre Nebraska describía el territorio como “el ideal donde emigrar… acotado al norte por la aurora boreal y al sur por el Día del Juicio final” (Wilcox, 2006: 58).

El desarrollo del ferrocarril, de la prensa, del telégrafo y de los grandes monopolios, después de la Guerra de Secesión, abre la “Edad de oro” del mundo de los negocios en Estados Unidos. La industria crece rápidamente y el empresario se vuelve cada vez más poderoso, mientras los obreros son explotados. Es el momento en que, aunque escandalice, a nadie extraña que un magnate diga que la opinión pública le es indiferente. Pero también surgen acciones de relaciones públicas, como la inauguración, en 1870, de la línea Nueva York-San Francisco de la Pacific Railroad, con ciento cincuenta personalidades invitadas y la edición de un periódico para la ocasión. O la campaña que en 1884 realiza la American Medical Society para defender la vivisección. O la guerra de agentes de prensa de 1889 entre George Westinghouse, que promovía la implantación en el país de corriente eléctrica alterna, y Thomas Alva Edison, que impulsaba la corriente continua (a raíz de esta controversia, la Westinghouse contrata a E. H. Heinrichs para crear ese mismo año el primer departamento de relaciones públicas del mundo).7

Mientras el país empieza a convertirse en una gran potencia industrial y empresarial, atrayendo a miles de inmigrantes, las condiciones de vida de los trabajadores empeoran, azotados por las crisis económicas de 1873 y 1884. Se extiende el paro y la miseria, caldo de cultivo de la delincuencia, que también es azuzada por la llegada masiva de inmigrantes sin recursos económicos. El patrono, apenas afectado por la situación, es cada vez peor visto por el gran público. El escenario es proclive para el surgimiento de los muckrakers8 que aunque no alcanzarán su auge hasta la segunda década del siglo XX, ya empezaron a introducir cierto temor en las clases dirigentes, desvelando al público que las familias más poderosas también tenían cosas que ocultar. Y así, atacados y acosados, los empresarios y financieros se dieron cuenta de la necesidad de responder, lo cual dio lugar a la aparición de la auténtica antesala de las relaciones públicas con la profesionalización del agente de prensa.

“Por tanto, lo que sí sobresale en los antecedentes inmediatos del nacimiento de las relaciones públicas es la prominencia del tal ‘press agent’. El auge del periodismo, su difusión masiva, incorporó poco a poco a algunos de sus profesionales ‘al otro lado’, ya fuese cerca de un político, en la Administración Pública o en la empresa privada. Pero, eso sí, desde la intuición y el olfato que deparaban los años de profesión escribiendo y dirigiéndose al gran público a través de la letra impresa” (Arceo Vacas, 1988: 28).

La cada vez más negativa opinión que los ciudadanos tenían de los magnates de los negocios va generando trabajo para los agentes de prensa. Muchos se mantienen independientes, pero otros van agrupándose, creando las primeras agencias, como la pionera Publicity Bureau, abierta en Boston en 1900 por Georges Michaelis y un equipo de periodistas locales, que combatió las medidas antitrust de la administración Roosevelt por encargo de las compañías ferroviarias; y otras en Washington, Nueva York y California. Hacían un trabajo por lo general opaco (no se sabía para quién trabajaban); confundiendo los límites de la publicidad con la publicity y las relaciones públicas, y con estrategias fundamentalmente defensivas, todo ello basado en la intuición, las relaciones personales o la veteranía como único bagaje teórico y técnico.

Henry Ford, como industrial, y el presidente Theodore Roosevelt, en la política, fueron dos campeones de la publicity, que utilizaron magistralmente para sus intereses. Ford montó carreras para promocionar sus modelos; fabricó por primera vez automóviles para el gran público, tirando los precios, con lo que se convirtió en noticia; y se dejaba entrevistar sobre cualquier tema. Roosevelt fue el primer presidente que se sirvió habitualmente de entrevistas y conferencias de prensa, y llevaba periodistas y fotógrafos a todos sus actos.

2.2.2.El nacimiento de las relaciones públicas profesionales

El despertar del siglo XX marca también el punto de partida en el camino de la profesionalización de la comunicación institucional. Hasta ese momento, todos los pasos dados realizan una valiosa aportación en el proceso y van sentando las bases para el nacimiento de las relaciones públicas, pero no pueden calificarse todavía como tales. El nombre de Ivy Ledbetter Lee (1877-1934), considerado el padre de las relaciones públicas, está indisociablemente ligado a estos albores.

Tras sus inicios como redactor en el New York American, el New York Times y el New York World de Joseph Pulitzer, Lee deja en 1903, con apenas 26 años, el mundo del periodismo para, primero, ayudar en la campaña para alcalde de Nueva York de Seth Low, y luego trabajar para el Comité Nacional Demócrata en la campaña presidencial del juez Alton Parker (que pierde frente a Theodore Roosevelt). En 1904 crea, junto con George Parker, la tercera agencia de relaciones públicas del país, Parker & Lee (que no durará muchos años), y en 1906 logra su primer gran éxito: sacar reforzada la imagen pública de la Pennsylvania Railroad después de un accidente ferroviario que costó la vida a 53 pasajeros. En contra de la política habitual de silencio y ocultamiento, Ivy Lee informa con detalle de los hechos en la considerada primera nota de prensa de la historia, e incluso convence a la compañía de que disponga un tren especial para que los periodistas cubran la noticia in situ; pero, yendo mucho más allá, facilita datos y estadísticas a los medios sobre los accidentes de los ferrocarriles en función del número de viajeros que los utilizan.

Impresionados por la rompedora iniciativa, periódicos como el New York Times publicaron el comunicado al pie de la letra el 30 de octubre de 1906 como un “remitido”, elogiando la transparencia y honestidad de la Pennsylvania Railroad. Lee consiguió darle la vuelta a la noticia de la catástrofe, y convenció al público de que el ferrocarril era el transporte del futuro y que garantizaba la seguridad de los viajeros. Seis años después, pasaría a formar parte de la plantilla de la empresa ferroviaria.

Pero el mismo año del accidente, Lee va a sufrir un importante revés. Contratado por la Anthracite Coal Roads & Mine Company para paliar los efectos negativos de la huelga minera, sus notas de prensa son rechazadas por los periodistas y tachadas de propagandísticas. Los empresarios de la minería eran casi peor vistos que los ferroviarios, no sin cierta razón después de que en la anterior gran huelga, en 1902 (en la que tuvo que intermediar el propio Roosevelt), el portavoz de los patronos, George F. Baer, de la Philadelphia & Reading Railway, no tuviera rubor en afirmar que los mineros “no sufren, la mayoría ni siquiera habla inglés”, y dejara esta declaración para la posteridad: “Los derechos e intereses de los trabajadores serán protegidos y atendidos, no por los agitadores laborales, sino por los hombres cristianos a quienes Dios, en su infinita sabiduría, ha dotado del control de los intereses de la propiedad de la nación, y sobre la exitosa gestión, de la que tanto depende”.9

El fracaso con los mineros tuvo su contrapartida: animó a Lee a publicar su famosa “Declaración de principios”, que sentó las bases del paso de las antiguas agencias de publicity a las modernas de relaciones públicas:

“Esto no es un gabinete de prensa secreto. Toda nuestra labor se realiza abiertamente. Nuestro objetivo es proporcionar noticias. No somos una agencia de publicidad. Nuestra información es correcta. Proporcionaremos lo antes posible más detalles de cualquier información, y atenderemos a cualquier redactor en su tarea de verificar declaraciones o datos. En resumen, nuestra labor es proporcionar franca y abiertamente, en nombre de los negocios y de instituciones públicas, información rápida y precisa a la prensa y al público de los Estados Unidos sobre los temas cuyo conocimiento sea de valor e interés para el público”.10

He aquí la clave del salto: fuera secretismos, separación tajante de la publicidad, transparencia y precisión en la información y anteposición del interés público. Fue lo que aplicó, con gran éxito, en su trabajo más reconocido: transformar a los patrones peor considerados de América, los Rockefeller –que llegaron a no poder salir de su residencia sin escolta–, en sinónimo de altruismo, función social, mecenazgo y creación de empleo.

John D. Rockefeller contrata los servicios de Ivy Lee tras la conocida como Masacre de Ludlow, en la que, en abril de 1914, la Guardia Nacional de Colorado cargó contra los mineros en huelga de la Colorado Fuel and Iron Company de Rockefeller y provocaron veinte muertos (entre ellos once niños y dos mujeres). El episodio puso a todo el país contra los propietarios, e incluso se llegó a crear una comisión de investigación en el Senado.

Lee se da cuenta de que los mineros divulgaban su punto de vista, porque hablaban con los periodistas, mientras que los directivos de la empresa no, y permanecían ocultos y en silencio. Así que lanza una ofensiva informativa, creando boletines para contrarrestar las versiones de los sindicatos y los remite a los líderes de opinión de Colorado, e incluso convence al gobernador del Estado para que escriba un artículo favorable a la empresa. Y al mismo tiempo, persuade al propio Rockefeller para visitar la fábrica y hablar con los mineros y sus familias: picó en la mina, se tomó una cerveza con los mineros… todo ante la prensa, que se llevó la imagen de un Rockefeller humano, cercano y preocupado por sus trabajadores. Pero lo más importante es la estrategia a largo plazo, que convierte el flanco por donde es más atacado su cliente (su riqueza y su emporio monopolístico) en su fortaleza: hace pública la cifra de impuestos que paga al Estado y la que destina a salarios, conectando su actividad a la generación de empleo y a la subsistencia de miles de familias, y el efecto positivo para el progreso del país. En definitiva, puso de manifiesto la importancia de la función social y económica de empresarios como Rockefeller para los Estados Unidos. Y en paralelo, convierte a la familia en pionera en filantropía con la creación de la Fundación Rockefeller, y la apertura de un hospital en Nueva York. El trust del magnate neoyorquino quedaba así vinculado a la idea de beneficios para la sociedad. Y todo a partir de manejar información, poner fin al secretismo, desvincularse de la publicidad, humanizar los negocios y tener en cuenta los intereses del público.

“Para Lee, una buena prensa –que es fundamental para unas buenas relaciones públicas–, no se lograba sobornando a los reporteros con entradas, sino proporcionándoles la información que necesitaban para escribir sus historias y realizar su trabajo. También era fundamental que la organización contara su versión de los hechos. Luego, con una prensa óptima, debían contarse las dos versiones y el público podía tener una imagen más justa con la que formarse una idea mejor” (Hiebert, 1966: 57-58).

La segunda década del siglo será testigo del ascenso de otro periodista, George Creel, que aplicó un modelo similar (de información pública). Tras ayudar en 1916 a Woodrow Wilson a ser reelegido como presidente de Estados Unidos, este le colocó al frente del Comité de Información Pública que creó una semana después de entrar en la Primera Guerra Mundial, para convencer al pueblo americano de que no podían permanecer al margen. A la campaña de relaciones públicas, en este caso, le vino de perlas que un año antes los submarinos alemanes hubieran hundido el trasatlántico británico Lusitania y hubieran provocado casi 1.200 víctimas mortales.

Después de Lee, el otro gran padre de las relaciones públicas modernas es Edward L. Bernays (1891-1995), que sentó sus bases científicas como una profesión sustentada en un cuerpo teórico que él mismo estableció. Formado precisamente en el comité de Creel, Bernays publicó en 1923 el primer libro de RRPP: Crystallizing Public Opinion11 (después vino una veintena más), e inauguró en la New York University la primera cátedra de enseñanza sobre esta materia. Aparte de estos logros, sus aportaciones al mundo de las relaciones públicas en sus casi ocho décadas de dedicación son múltiples: integrar la práctica de las RRPP a la empresa moderna; introducir la ética y la deontología, planteando esta actividad como una herramienta para mejorar la sociedad y las instituciones y apuntando el inicio de la responsabilidad social corporativa; impulsar la integración de la mujer a la profesión; e incluso convertir las relaciones públicas en instrumento de mediación para la paz en el mundo, interviniendo en varios conflictos bélicos (Bernays participó en persona, por ejemplo, en la firma de los tratados que pusieron fin a la Primera Guerra Mundial en París).

Además, al convertirse él mismo en noticia (solo en el New York Times apareció casi 180 veces, así como en muchos otros medios de todo el mundo) potenció la imagen e importancia de las RRPP, y contribuyó a la creación de una gran industria, que genera millones de puestos de trabajo y mueve miles de millones de dólares en el planeta.

Si P.T. Barnum sería el exponente de la primera era (más bien prehistoria) de las relaciones públicas, dominada por la publicity y la propaganda (el agente de prensa), prácticamente hasta finales del siglo XIX, y Ivy Lee representa el nuevo período llamado de información pública, desde principios de siglo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, Bernays será el referente (en su propia evolución teórica) de las dos fases siguientes, ambas por primera vez bidireccionales, según los cuatro modelos12 que plantean en 1984 Grunig y Hunt (2000: 62, 73 y ss) en la ya mencionada Managing Public Relations: el tercero de estos modelos, asimétrico de doble sentido o bidireccional (desde los años veinte a los sesenta), utiliza la persuasión científica que preconizaba Bernays para que el público cambie sus actitudes y acepte o respalde a la organización de la organización. La comunicación es de doble sentido (del emisor al receptor, y viceversa), pero el poder reside en el emisor. La organización no cambia con el proceso. Se realizan investigaciones para establecer las actitudes del público, de forma que la campaña puede formarse (de ahí la expresión investigación formativa) para que sea lo más eficaz posible.

Por último, el cuarto modelo, simétrico bidireccional (desde los años sesenta hasta hoy), parte del ideal de la comprensión mutua. Es realmente de doble sentido, en forma de una especie de diálogo entre la organización y el público; ambas partes son capaces de ser persuadidas para que modifiquen sus actitudes o comportamientos a raíz de la actividad de relaciones públicas. Edward Bernays, en una etapa de mayor madurez, fue el máximo exponente de este modelo, al igual que los académicos y los organismos profesionales actuales. La investigación pretende evaluar la comprensión.

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Figura 1: Los cuatro modelos de RRPP de Grunig y Hunt.

 

1Hatch, Rufus: “Hatch on Vanderbilt”, en el Chicago Daily Tribune, 17 de octubre de 1882, p. 12. La expresión literal es: “The public be damned!”, traducido en algunas versiones por “El público me importa un pepino”. La entrevista pudo haber sido inventada por un freelance, que consiguió vender la pieza al Daily Tribune, según mantuvo desde el principio el propio Vanderbilt, quien llegó a colocar en la puerta de su mansión de Nueva York un letrero diciendo “Nunca dije nada de todo eso”. En cualquier caso, la expresión se hizo famosa y el público la citaba cuando tenía queja de los ferrocarriles (cf. Grant, H. Roger (2012): Railroads and the American People. Bloomington (Indiana), Indiana University Press, pp. 254-255). Joseph Pulitzer, parodiando la contumaz actitud del magnate ferroviario, sostuvo en 1883 una campaña periodística con el eslogan “The public be informed”.

2Michael Turney llega a la conclusión, tras rastrear el origen de la cita, de que es Barnum quien con más probabilidad la mencionase por primera vez, antes que el político Big Tim Sullivan y los escritores Oscar Wilde y Mark Twain, a quienes también se les atribuye con frecuencia (cf. http://www.nku.edu/~turney/prclass/readings/3eras1x.html).

3Fue en 1802, en un escrito sobre el estado del espíritu ciudadano en el seno de una comunidad política, que al parecer nunca llegó a utilizar en el Congreso. Sin embargo, la expresión no se usó en el sentido que tiene hoy hasta marzo de 1908, cuando el presidente de la American Telephone and Telegraph (AT&T), Newton Vail, la incluyó en su presentación del informe anual de la sociedad (Arceo Vacas, 1988: 26-27).

4El término publicity se define como “la información divulgada por una persona u organización con el fin de crear un clima favorable hacia ella, elaborada con criterios periodísticos y difundida por un medio de comunicación” (http://www.rrppnet.com.ar/publicity.htm). Pese a la semejanza del término, no se traduce como “publicidad” (advertising), sino que está más próximo al concepto de notoriedad, al intento de conseguir la atención de los medios para que estos hablen de la organización.

5Shortman, Melanie; BLOOM, Jonah: “The greatest campaigns ever?” PRWeek , 15 de julio de 2002.

6La frase (“Remember, all we need to insure success is notoriety”) se la dicen después de que están a punto de lincharle, confundiéndole con un famoso y buscado asesino, el reverendo Avery, que había matado a Miss Cornell no muy lejos de allí, en un caso que indignó al país. Al llegar con su espectáculo a un nuevo pueblo donde nadie los conocía, el socio de Barnum aprovechó que este acababa de comprarse un traje negro para hacer correr el rumor. Barnum logró convencer in extremis al pueblo de que él no era Avery, y luego, para calmarle, la gente le aseguró que la “broma” que le había gastado su socio daría mucho que hablar y los haría famosos muy rápidamente (Barnum, 1855: 180-183).

7Se considera el primero, aunque seis años antes, en 1883, Theodore Vail, presidente de la AT&T, había contratado a Charles J. Smith para gestionar los conflictos de la compañía con el público, y en 1888 la Mutual Life Insurance Company fichó al mismo Smith para redactar comunicados de prensa.

8Literalmente “removedores de basura” o, más al pie de la letra, “rastrilladores de estiércol”. Son periodistas especializados en sacar escándalos a la luz, desvelar los métodos turbios utilizados para construir los emporios empresariales y denunciar las pésimas condiciones de trabajo de los obreros. Theodore Roosevelt se apropió del concepto en 1906 en su discurso “El hombre con el rastrillo de estiércol” para criticar la ligereza con que, en su opinión, acusaban los periódicos de corrupción a políticos y empresarios. El término lo toma del Pilgrim’s Progress (1678), relato religioso del inglés John Bunyan, donde se aplica al hombre que prefiere recoger la inmundicia y rechaza la salvación (ver http://salonkritik.net/08-09/2008/12/el_petroleo_que_sale_con_sangr.php, que cita la Autobiography of Lincoln Steffens (1931), editor y periodista, prototipo de muckraker en la revista McClure’s).

9Citado en Sullivan, Mark (1927): Our times: America finding herself. New York and London, Charles Scribner’s Sons, p. 426.

10En: http://pr.wikia.com/wiki/Declaration_of_Principles.

11Un año antes, el periodista e intelectual norteamericano Walter Lippman publicaba su obra cumbre, Public Opinion, uno de los tratados más importantes e influyentes sobre la teoría de la comunicación escritos hasta el momento, y a día de hoy de plena vigencia.

12“Los modelos nos ayudan a entender diferentes fases de las RRPP […] y a comprender la diversidad actual de su práctica” (Grunig, 2000: 62). Aunque se refieren a etapas históricas, también siguen en mayor o menor medida vigentes en la actualidad.