3

Volver a casa me llevó un poco más de lo normal, pues no me sentía capaz de ir a pata a ningún lado, lo cual significaba subirme a un taxi y aguantar el tráfico de la ciudad. Aproveché el rato para llamar a Val, tranquilizarla y asegurarle discretamente —porque el taxista empezaba a lanzar miradas raras— que no estaba muerta o muriéndome en aquel momento ni iba a morirme en las próximas horas.

Que yo supiera.

—Tengo malas noticias —le dije según nos acercábamos al Garden District.

Val soltó un resoplido.

—¿Aparte de que un idiota te haya pegado un tiro?

Había optado por decirle que me había disparado un imbécil cualquiera en la calle, algo bastante creíble; los fae no eran las únicas cosas peligrosas en las calles de Nueva Orleans. El taxista había pegado un frenazo en aquel instante y yo pensé que iba a sacarme de una patada del coche o algo así.

—Sí, aparte de eso. No puedo trabajar el sábado por la noche. David me ha retirado del servicio.

—Encanto, en el momento en que me has dicho que te han disparado lo he dado por supuesto. Y, de hecho, es lo último de lo que tienes que preocuparte.

—Gracias —murmuré mirando por la ventanilla y luego me fijé mejor. Un tipo iba en un… monociclo por un lado de la carretera, vestido con… una capa azul. ¿Qué diantres?

Solo sucedía en Nueva Orleans.

—¿Quieres que te pase a ver antes de salir esta noche? —preguntó.

Miré al conductor.

—No. Voy a limpiar un poco y luego me iré a la cama.

—Llámame si necesitas algo. Promételo.

Me costaba resistirme a la necesidad de contarle lo que había sucedido la noche anterior. No solo porque me apetecía cotillear, sino para advertirle que estuviera alerta. Con un suspiro, agarré el móvil con fuerza.

—Lo prometo, pero, ey, ten cuidado, por favor.

Tal como salían las palabras de mi boca, un miedo gélido se retorció en mi pecho. Perder a Val, la única amiga de verdad que había hecho desde mi traslado aquí, era algo que ni quería considerar.

—Tú prométemelo, ¿vale?

La risa de Val sonó displicente.

—Siempre tengo cuidado.

Al colgar después de despedirnos me percaté de que ya estábamos en la calle Coliseum, aproximándonos al bordillo para parar junto a la sombra de los densos robles. Metí la mano en el bolso y saqué algo de efectivo antes de bajar.

El taxista parecía contento por salir de allí.

Tenía suerte con el piso que la Orden me había buscado cuando llegué a la ciudad. Aunque la mayoría de sus miembros vivían más cerca del Barrio Francés, yo estaba encantada de encontrarme en medio del Garden District, absolutamente sensacional con su tapiz de árboles, densa historia y casas antiguas.

La casa, a unos diez minutos andando del cementerio de Lafayette número uno, era un edificio construido antes de la guerra y convertido en dos apartamentos, uno arriba y el otro en la planta inferior. Tenía balcones separados, uno con la entrada a la planta baja por delante, y la entrada en mi piso por detrás, a la que se accedía a través de un patio precioso rebosante de macetas con plantas y flores.

La verja de hierro, con los típicos motivos de mazorcas de maíz rodeando toda la propiedad, era una ventaja añadida.

Bien, hasta ahora.

Un estremecimiento me recorrió poco a poco la columna mientras echaba el pasador a la verja detrás de mí. Antes de atravesar el patio miré los coches que circulaban por la calle. Una brisa cálida me levantó los rizos sueltos de la nuca y tiró de ellos mientras yo inspiraba con cierta inestabilidad.

La humanidad en general desconocía la existencia de los faes porque la Orden había sido capaz de protegerla hasta ahora. Sí, pese a algunas excepciones, en conjunto hacíamos un buen trabajo manteniéndolos a raya. Pero si ese fae con el que me había topado era un antiguo, y si otros andaban sueltos por ahí o si ya no eran vulnerables al hierro, estábamos jodidos.

Me pregunté si alguien podría hablarme de los antiguos. Era obvio que David no iba a ser de ayuda. La única persona que se me ocurrió fue la madre de Brighton Jussier, Merle, una mujer que sabía prácticamente de todo, aunque estaba más bien… ida.

Si había que hacer caso a los rumores, a Merle la sorprendió un fae sin la protección del trébol y aquello fue lo que le hizo perder la cabeza. Antes de eso, era considerada una mente brillante en la Orden, pero ahora su estado mental cambiaba a diario.

Aparté la vista de la carretera y me fui por el sendero adoquinado del patio. Lo normal era que me entretuviera arrancando pétalos marchitos, pero estaba más cansada de lo que me percataba.

Supuse que sangrar como un «cerdo ensartado» era agotador.

En lo alto de las escaleras exteriores, gemí al ver tres cajitas de Amazon apiladas delante de la puerta, justo debajo del toldo.

—Oh, venga.

No había pedido nada a Amazon recientemente, pero apostaba a que sabía quién lo había hecho. Dios, necesitaba cambiar de una vez la clave de mi cuenta Prime y desactivar la opción de pedidos con un solo clic.

Maldiciendo en voz baja, sujeté las cajas. Eran ligeras, pero tenía la tripa sensible. Abrí la puerta y entré en el salón, inspeccionando al instante el sofá. La manta de color melocotón ya no estaba doblada sobre el respaldo, sino tirada medio en el suelo medio encima de un cojín.

La tele estaba encendida y emitía una película en la que un chico con gafas iba montado en una escoba, intentando escapar de un gran dragón muy cabreado. Mientras cerraba la puerta con cerrojo tras de mí, murmuré:

—¿Harry Potter… y el cáliz de fuego? ¿Qué cuernos…?

Suspiré.

Dejé las cajas en una hamaca baja situada junto a la puerta que tenía un reposapiés colocado delante. Luego me fui hasta la ventana detrás del sofá para tirar de la cuerda y descorrer las cortinas. Las flores de las macetas se mecieron con la brisa, pero las sillas de mimbre con aquellos cojines increíblemente mullidos que me habían costado un ojo de la cara estaban vacías.

Igual de vacío encontré el baño del pasillo, pero de todos modos agarré la cortina de la ducha —con el pez de color pastel— y la descorrí de golpe. La bañera también estaba vacía.

Al abrir la puerta del dormitorio, sentí un gran alivio al advertir que allí todo parecía seguir en su sitio y a mi gusto, tal y como lo había dejado: persianas y cortinas cerradas. En esta habitación hacía unos buenos seis grados menos que en cualquier otro lugar de mi apartamento; me moría de ganas de plantarme en la cama y acurrucarme con el supercubrecama de reconfortante felpilla.

Después de ducharme.

Había una segunda habitación más pequeña al otro lado de la cocina que daba a la calle Coliseum, con su propio balcón. A la gente le encantaban los balcones por esta parte del mundo. Entré en la cocina y de inmediato mi mirada se dirigió hacia la puerta abierta de la vitrina donde guardaba las cajas de cereales.

Las doce cajas al completo.

Me gustaba la variedad en lo que a cereales se refería.

Dejando caer la mochila sobre la silla, cerca de la mesa de comedor ubicada junto a la gran ventana que daba al patio inferior, rodeé la isla de la cocina y me detuve delante de la vitrina.

Sobre el mostrador, la caja de Lucky Charms —qué irónico— estaba volcada de lado con el envoltorio de plástico rasgado y el extremo superior apoyado sobre el borde de un gran cuenco azul y púrpura.

Sin la menor idea de lo que iba a encontrarme en realidad, me acerqué poco a poco al cuenco. Una risa de sorpresa brotó de mi garganta y me llevé la mano a la boca para sofocarla.

Tumbado en mi cuenco se hallaba un invitado que no sabía bien cómo había acabado en mi casa pero del cual no parecía poder librarme. Las diminutas piernas y brazos estaban despatarrados sobre un lecho de cereales. No había un malvavisco a la vista, pero apostaría todos mis ahorros a que una buena cantidad se encontraba en la tripa hinchada del duende que se había desmayado en mi cuenco de cereales.

¿Era posible la intoxicación por azúcar en los duendes?

Ni idea.

Hacía dos años y medio impedí que una niña cayera en la trampa de un fae que pretendía arrebatársela a su familia, y acabé persiguiendo a aquel asqueroso hijo de puta por el interior del Cementerio número uno de Saint Louis, donde conseguí mandarlo al Otro Mundo. Pero cuando ya estaba a punto de marcharme, me distrajo la que, según se rumoreaba, era la tumba de Marie Laveau. Y fue allí donde encontré al pequeño duende.

Los duendes eran una rareza en el reino de los mortales. Con franqueza, por lo que había oído, detestaban estar entre nosotros, se suponía que preferían los bosques de sus reinos, y para ser sinceros lo tenían complicado para ocultar lo que eran.

Digamos que las alas vaporosas les sobresalían un poco.

Los mitos siempre los retrataban sin alas, pero lo cierto era que las tenían. Además eran cositas diminutas del tamaño de una muñeca Barbie. Ese duende se encontraba herido, sufría un desgarro en sus frágiles alas y tenía una pierna rota. En el momento en que alzó la vista hacia mí con esos grandes ojos azules claros, supe que no podría dejarlo ahí, oculto tras un jarrón de flores secas que sobresalía entre el desorden de abalorios del Mardi Gras. Así que lo sujeté y me lo metí en la mochila.

Y me llevé el duende a casa conmigo.

Yo sabía bien —Dios, lo sabía— que mi deber era acabar el trabajo. No permitíamos a ninguna criatura del Otro Mundo sobrevivir en el nuestro, pero no fui capaz de hacerlo, pese a saber que iba a meterme en un mundo de problemas, incluida mi expulsión de la Orden. Pero me lo llevé a casa, monté una tablilla para su pierna con palos de polo, y le vendé el ala con gasa mientras permanecía ahí sentado, con la mirada desamparada y un mohín en su encantador rostro. Ni siquiera sé por qué lo hice. Detestaba cualquier cosa procedente del Otro Mundo, tuviera el tamaño que tuviese o perteneciera a la raza que perteneciese, pero por algún motivo, cuidé del pequeño duende.

Y él se quedó conmigo.

Probablemente porque descubrió internet, la tele y la cuenta Premium de Amazon.

Pues sí, sabía con exactitud cómo había acabado quedándome con ese duende, pero no entendía por qué aquel diablillo al que había llamado Tink era mi punto flaco.

Solté un resoplido.

Tink detestaba ese apodo desde el día que le puse la peli de Peter Pan.**

Escudriñando el interior del cuenco, sacudí la cabeza. Iba sin camisa y el cereal se había pegado a sus alas blancas, pero al menos llevaba los pantalones puestos. Se había enfundado unos del muñeco Ken, negros con rayas de raso en los costados.

Lo toqué en la tripa.

Dio una sacudida e hizo volar sus brazos mientras se incorporaba, quitándose de encima mi dedo con unos maliciosos dientes afilados que estuvieron a punto de entrar en contacto conmigo.

—Muérdeme —le advertí— y te enterraré vivo en una caja de zapatos.

Se quedó boquiabierto mientras revoloteaba para salir del cuenco. Los trozos de cereales volaron por encima del mostrador mientras movía las alas sin hacer sonido alguno.

—¿Dónde has estado? No volviste anoche a casa. Pensaba que habías muerto, y nadie sabe de mí, o sea, que podía haberme quedado aquí olvidado. Muriéndome de hambre, Ivy. Muerto de hambre.

Doblé los brazos sobre el pecho.

—No parece que vayas a morirte de hambre. Más bien pareces una ardilla que acumula comida para el invierno.

—¡Tenía que comer para superar el estrés de haber sido abandonado! —gritó alzando una mano y esgrimiendo en mi dirección un puño del tamaño de la uña del pulgar—. No sabía dónde estabas, y tú no te tiras el rollo de chica-fácil-soy-toda-tuya, o sea, que siempre vuelves a casa.

Mis labios descendieron por las comisuras.

Tink continuó volando hasta situarse a la altura de mis ojos, agarrándose el vientre con las manos mientras me dedicaba esas miraditas.

—He comido tanto azúcar, tanto…

Sacudiendo la cabeza, me di la vuelta para empezar a recoger cereal del mostrador y meterlo en el cuenco.

—No quiero ni saber tu nivel de azúcar en la sangre.

—Es que no tenemos sangre en las venas.

Zumbó hasta mi hombro y se sentó. Sus deditos me sujetaron del lóbulo.

—Tenemos magia —me susurró al oído.

Me lo saqué de encima con una risa.

—Tú no tienes magia en las venas, Tink.

—O lo que sea. ¿Tú qué sabes?

Aterrizó sobre el mostrador y empezó a dar patadas a los cereales que lo cubría. Suspiré.

—Y así, ¿dónde andabas, Ivy Divy?

—Anoche me pegaron un tiro.

—¿Qué? —chilló Tink mientras se daba con las palmas en las mejillas—. ¿Te dispararon? ¿Qué? ¿Cómo? Pero ¿quién? —Voló como una flecha por el aire, a izquierda y derecha repetidas veces—. ¿Lloraste? Yo habría llorado. Mucho. Como un río de lágrimas.

Pasé medio minuto entero observándolo.

—Lo sé, normalmente ya pareces una hadita mariquita ciega de crack…

—¡Solo porque tenga alas no significa que sea un hada!

Entonces pasó a expresarse en una lengua que sonaba remotamente a gaélico antiguo para acabar diciendo:

—Tomé mucho azúcar, ¿vale? ¿Acaso es un delito? ¡Me dejaste aquí solo anoche! ¿Qué otra cosa se suponía que podía hacer?

—¿Tienen infartos los duendes? —pregunté un poco preocupada por la manera en que los vasos sanguíneos empezaban a sobresalir en sus sienes.

Ladeó la cabeza mientras hacía una mueca.

—¿Eso es cuando algo te explota en la cabeza? No lo sé. Espera. Oh, cielos, reina Mab, ¿crees que voy a sufrir un infarto?

Revoloteó hasta la lámpara del techo y desapareció tras la pantalla en forma de bóveda. Pasó un segundo, luego se asomó por el otro lado. Tenía el pelo rubio platino tieso en todas direcciones.

—Estoy sufriendo un infarto. Mierda.

—Baja de ahí, Tink, por Dios —farfullé mientras la lámpara se balanceaba—. No estás teniendo un infarto. Olvida lo que he dicho.

—Detesto que me llames Tink.

Sonreí.

—Lo sé.

—Mujer malvada.

Vaciló y luego regresó al mostrador, donde se sentó con los ojos entrecerrados.

—Entonces… dime, ¿te pegaron un tiro?

Asentí mientras acababa de recoger los cereales.

—Un fae me disparó.

—¿Cuándo han empezado a usar armas?

Agarrando la caja y el cuenco, fui hasta la basura y tiré los cereales. No iba a comerme eso después de que él se hubiera echado un sueñecito ahí. No era raro que hablara con Tink de mi trabajo. Parecía tomárselo bien.

—No lo sé, pero ese fae tampoco tenía la piel de plata.

Al ver que Tink no respondía, giré, medio esperando verlo desmayado, pero estaba despierto y con los ojos muy abiertos.

—Y el fae hizo aparecer un arma como por arte de magia —expliqué.

Tink tragó saliva.

—Y le clavé una estaca de hierro y no pasó nada —añadí andando hasta él.

Se levantó de un salto.

—Eso suena a un…

—¿Un antiguo?

Meneó la cabeza con gesto afirmativo:

—Son de mucho cuidado. Son espantosos y además tienen mala leche. —Se fue de puntillas hasta el extremo del mostrador—. ¿Se encontraba cerca de ti? Quiero decir, ¿desde qué distancia te disparó?

Eso era una pregunta extraña, pero, claro, se trataba de Tink.

—Estaba a una buena distancia de mí. Si hubiera estado cerca, dudo que me encontrara ahora aquí.

Se quedó pálido.

—Nunca he visto un antiguo por aquí.

—Exactamente, ¿cuánto llevas en este mundo, Tink?

Alzó un hombro. No es que yo esperara una contestación o que su respuesta fuera a servir de algo. Tink ni siquiera sabía a través de qué entrada había llegado o cómo había acabado aquí. Decía que se había despertado en este mundo, en el cementerio, y que no tenía ni idea de cómo había sucedido. Por el estado en que lo encontré y su personalidad, sospechaba que alguien habría decidido cortarle el rollo drásticamente y lo había lanzado a través del portal. Tink tampoco me había confiado nunca su nombre, ya que saber el nombre verdadero de cualquier criatura del Otro Mundo te otorgaba poder sobre ella, incluso con los faes. Lo único que yo sabía era que despreciaba a los fae tanto como la Orden. Por lo que había conseguido deducir, los faes habían perseguido a su especie casi hasta la extinción en el Otro Mundo, toda la familia de Tink había sido asesinada. Su odio hacia ellos nos ponía en el mismo equipo, pese a que otros miembros de la Orden no estarían de acuerdo en esto.

—He visto a los antiguos en el Otro Mundo —dijo modulando la voz—. He visto a su príncipe.

—¿De verdad?

Asintió.

—El príncipe… —Lanzando los brazos al aire describió pequeños círculos que te mareaban solo con mirarlos—. El príncipe es de ensueño.

Ah.

—Como lo son también la mayoría de los faes, ¿no crees? Preciosos pero mortíferos, unos cabrones arrogantes. —Dejó de dar vueltas—. El príncipe además da verdadero miedo.

Me apoyé contra el mostrador pasando por alto el dolor constante que aumentaba en mi estómago.

—¿Has visto al príncipe? O sea, ¿al verdadero príncipe del Otro Mundo?

—Eso mismo. Lo vi tres veces. —El entusiasmo se apoderó de su expresión—. Una vez estaba en aquel prado, algo así como el prado de esa película en que salen los vampiros centelleantes de pelo enloquecido.

Oh, Dios.

—No me vio, lo cual estuvo bien. La segunda vez fue en una ocasión en que yo me encontraba cerca de su palacio. Vaya sitio, como salido de ese programa que ves en el que se muere todo el mundo.

—¿Juego de tronos? —sugerí—. ¿Te refieres a Desembarco del Rey?

Dio un brinco y asintió.

—Y la tercera vez fue… bien, el príncipe estaba haciendo algo que tú nunca haces.

Había muchas cosas que yo no hacía nunca.

—¿Y qué era?

Colocándose las manos en torno a la boca, se estiró mientras formaba un arco con las alas tras él.

—Estaba practicando sexo.

—Tink —farfullé bajando la cabeza.

—Con tres parejas femeninas. Tres.

Tink se echó hacia atrás sacudiendo la cabeza maravillado. Y yo también estaba bastante maravillada. ¿Tres? ¿Un solo hombre? Pero por otro lado, no estaba sorprendida. Los faes irradiaban sexualidad. Otra arma que empleaban contra los mortales.

—¿Cómo es posible? —preguntó.

—Requiere talento —contesté observando al pequeño impertinente.

Dejé pasar un momento mientras él se echaba un bailecito.

—¿Sabías algo acerca de que los antiguos anduvieran por aquí?

Hizo un alto y alzó la vista.

—No.

—Entonces, ¿por qué de pronto un antiguo querría darse a conocer?

Negó con la cabeza.

—No tengo ni idea.

—Tú no me mentirías, ¿verdad, Tink?

—No. —Sonrió—. Tienes cuenta Premium en Amazon.

Solté un resoplido.

—Está bien saber que puedo contar con tu lealtad. —Me aparté del mostrador y busqué mi bolso—. Por cierto, mientras estabas desmayado, han traído unos paquetes para ti. Los he dejado en la silla junto a la puerta.

—¡Ah! —Voló por el aire—. ¿A qué esperabas para decírmelo? —Mientras se dirigía al salón, se detuvo a mi lado—. Pero estás bien, ¿no? ¿No vas a morirte mientras duermes? Nadie está enterado de mi existencia, o sea, que nadie sabrá que hay que venir a buscarme, y ya me he zampado todos los malvaviscos de los Lucky Charms.

Riéndome en voz baja, negué con la cabeza. Nadie había oído hablar de Tink, ni siquiera Val. Cada vez que alguien venía de visita, él sabía que le convenía ocultarse.

—Estoy bien. Solo un poco dolorida, pero me han dicho alguna cosa para aliviar el dolor. Voy a darme una ducha y luego lo más probable es que me vaya a dormir.

—Apenas son las cuatro de la tarde.

—Cuando he llegado tú estabas desfallecido, o sea, que no quiero oír ningún comentario al respecto.

Tomé el frasco de píldoras de un bolsillo de mi mochila, saqué una y la empujé con un refresco de raíces que saqué del frigo.

—No te enganches a eso. No quiero compartir piso con una yonki, que luego le dé a cosas duras como las llamadas sales de baño y acabaré en plan caníbal ¡comiéndome la cara!

Entonces salió volando de la habitación.

Tink… Qué raro era Tink.

Yo ya había llegado a la puerta de mi dormitorio cuando pasó volando a mi lado, sujetando un muñeco-gnomo teñido de colorines. Los coleccionaba, y yo en realidad no quería saber qué hacía con ellos.

Una vez en mi cuarto, dejé la bebida en la cajonera que tenía junto a la cama y encendí la luz de la mesilla. Aunque mantenía la habitación a oscuras, todo en su interior era brillante: las fundas fucsia de los cojines, la colcha de felpilla púrpura intenso, y el estampado de cachemir rosa del banco al pie de la cama. Incluso los dos tocadores y la cajonera estaban pintados de azul chillón.

Ya que no podía ponerme colores vivos como hacía Val, me sumergía en ellos.

Tras desvestirme, dejé la ropa en una pila junto a la puerta del baño privado de la habitación. Tenía suerte de contar con dos, sobre todo teniendo en cuenta que a Tink le gustaba convertir la bañera del baño del pasillo en una piscina. Este cuarto de baño era sencillo y precioso, y me encantaba la antigua bañera con patas en forma de garra y la vieja ducha de tubería.

Abrí el grifo dejando correr el agua todo lo caliente que pudiera soportar y me aseguré de que la venda que cubría mis puntos estaba bien puesta antes de meterme bajo el chorro humeante. Cuando el agua alcanzó mi piel, solté un gemido de puro gozo. Parecía que no me hubiera duchado en días.

El agua corrió con un color rosa intenso hasta que la bañera al final se quedó limpia una vez que toda la sangre seca desapareció. Me lavé el pelo dos veces y, mientras permanecía bajo el fuerte chorro, los sucesos de la noche anterior finalmente se apoderaron de mí.

Me llevé ambas manos al rostro, pero la oleada de emoción me dominó con rapidez, instalándose en la parte posterior de mi garganta. Los ojos me ardían mientras los cerraba con fuerza, negándome a que me saltaran las lágrimas.

No había llorado desde la noche en que asesinaron a mis padres adoptivos, la misma en que mataron a Shaun, y entonces seguramente lloré tanto que creí haber absorbido toda una vida de penas. El incidente del disparo parecía abrir las viejas heridas con un cuchillo para la mantequilla. No sabía exactamente por qué, más allá de haber vislumbrado la muerte, recordé las miradas sin vida de Holly y Adrian como si me encontrara otra vez frente a ellos. Luego vi a Shaun, tan pálido como…

Pasando los dedos sobre el símbolo de libertad que llevaba tatuado en la piel, en la cadera izquierda, me volví de espaldas a la ducha y me obligué a respirar hondo, con regularidad, hasta que el nudo que tenía en la garganta se aflojó y las imágenes de aquella noche nefasta se disiparon.

El dolor en el estómago había empezado a desvanecerse cuando salí de la ducha y me sequé, pero la sensación inquieta que siempre acompañaba los pensamientos sobre lo ocurrido aquella noche había aflorado a la superficie y ahora cobraba fuerza. Igual que la sensación de desasosiego mientras me dirigía a mi fresco dormitorio. Un fae antiguo podía andar suelto por ahí, justo ahora, haciendo Dios sabe qué, ¿y me iba a meter en la cama?

Ni siquiera eran las seis de la tarde, pero la cama era lo más apetecible. Cuando eché un vistazo al tocador, mi mirada saltó sobre los puñales ordenados con gran pulcritud. Se diferenciaban poco de una estaca. La hoja era más fina y el mango facilitaba su uso.

Enrollando los dedos en el extremo de la toalla, solté un resoplido de disgusto. Sabía lo que quería hacer, pero David me mandaría azotar el culo después de haberme dicho claramente que descansara hasta el miércoles.

Pero no me había dicho que me quedara en casa.

Una sonrisa apareció en mis labios mientras me encaminaba hacia el armario. Técnicamente no iba a trabajar, solo estaría dando un paseo nocturno, y si daba la casualidad de que me topaba con un fae, incluso un posible antiguo o lo que fuera, eso no sería culpa mía.

Mientras daba vueltas a ese pensamiento, me cambié de pantalones y me puse una camiseta floja que Tink había comprado online para mí unos meses atrás. Era negra con la imagen de un hada borracha en ella. Era cosa de Tink encontrar una camisa así en internet…, y era mi tarjeta la que usaba para pagar.

Me metí una daga dentro de la bota, luego bajé el dobladillo del vaquero y tras recogerme el pelo en un nudo que sujeté con una horquilla bien grande, entré en la cocina y saqué los libros de texto de la mochila para que no pesara tanto. No se veía a Tink por ningún lado.

Me encaminé hacia la puerta cerrada de su dormitorio y llamé con los nudillos.

—¿Tink?

—¡Estoy ocupado! —fue el grito inmediato de respuesta.

Me vino a la cabeza el muñeco-gnomo que había metido antes en su cuarto, y mentalmente rehuí ese pensamiento a toda prisa.

—Salgo, ¿vale?

Un segundo después la puerta se abría de golpe y Tink sacaba su rubia cabeza con los ojos azules claros entrecerrados.

—No irás a trabajar, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Solo salgo. —Que no era mentira del todo—. No vendré tarde.

Frunció los labios.

—No te creo. Ya estás con tus chanchullos otra vez. Lo veo venir.

—¿Quieres que te traiga unos buñuelos?

Tink abrió mucho los ojos y una mirada de regocijo infantil se coló en su expresión.

—¿Buñuelos? ¿Para mí? ¿Un plato entero solo para mí? ¿Ninguno para ti?

Entorné los ojos.

—Sí, Tink.

—¿Del Café du Monde?

—Sí —suspiré.

—¡Entonces lárgate ya de mi vista y ponte en marcha! —exclamó y cerró la puerta de golpe.

—De nada —mascullé sacudiendo la cabeza.

Para no quemar demasiada energía, me subí a un tranvía que iba a la calle Canal, y al bajar me metí bajo una palmera confiando en no toparme con David. Nadie como él conseguía hacerte sentir como una treceañera traviesa. Crucé la calle en dirección hacia Royal. El cielo estaba tapado y el aire cargado de humedad. Me moría de ganas de que el tiempo refrescara.

Mientras me dirigía hacia el Barrio, pensé en Ojos Verdes. ¿Andaría él por aquí esta noche? ¿Y quién coño era? ¿Cómo dijo David que se llamaba?

¿Por qué pensaba siquiera en él?

Apostaría lo que fuera a que en cuanto Val le echara el ojo no iba a dejarlo tranquilo.

Para ser jueves por la noche, el Barrio estaba a tope, pero después de tres horas dando vueltas no había detectado ni un solo fae. Todo estaba resultando un descalabro, pero eso podía considerarse buenas noticias, ¿no?

Pero era… extraño.

Una oscuridad persistente impregnaba la ciudad, como una sensación tangible de que algo se tramaba en un segundo plano, algo que no era tan guay. Durante el último par de semanas lo había percibido. Y hasta algunos de los otros miembros de la Orden lo mencionaron. Pocos días antes, Val había dicho que le recordaba a la sensación previa que tenías cuando una mala tormenta amenazaba la ciudad. Yo no sabía qué significaba esa sensación en realidad, pero no podía evitar pensar que tenía algo que ver con el fae con el que me había topado la noche anterior.

Estuve dando vueltas por Bourbon, donde se congregaban habitualmente los fae. A esas alturas, debería haber visto al menos tres. Era extraño, y la sensación de inquietud iba en aumento, como un goteo por mis venas parecido a la lluvia gélida del norte que antes detestaba.

Al pensar en el bar del que había visto salir al fae tambaleante la noche anterior, me giré en redondo y casi me doy de bruces con un hombre mayor.

—¡Lo siento!

Lo esquivé, aunque estaba segura de que ni se había enterado de que casi me estrello contra él.

Aminoré la marcha a medida que me acercaba al bar. Desde el exterior parecía un garito cualquiera de Bourbon: un poco cutre, ligeramente destartalado y abarrotado de gente en varias fases de su borrachera. Por regla general me quedaba fuera de los bares porque mi paciencia se agotaba rápido, pero respiré hondo y crucé la puerta abierta.

De inmediato me arrepentí.

El olor a cerveza pasada y a moho me abofeteó en la cara. ¡Puaj! Intentando no respirar demasiado hondo, me moví sin mezclarme con el grupo que rodeaba la barra. Un televisor colgado del techo transmitía un partido de béisbol. La concurrencia estalló en un griterío. Los brazos se alzaron en el aire y volaron gotas de cerveza en todas direcciones. Retrocedí con la esperanza de no empaparme.

—Ivy.

Apreté con los dedos la correa del bolso. Reconocía esa voz. Mierda. Me volví para ver a Trent Frost, miembro de la Orden y un idiota redomado.

Forcé una sonrisa en mi rostro que me resultó dolorosa.

—Ey…

Trent me miró a los ojos durante dos segundos completos antes de que su mirada descendiera a mis senos. Típico.

—¿No te habían pegado un tiro?

Qué bien que la noticia de lo que había sucedido la noche pasada hubiera corrido tan rápido por toda la Orden.

—Sí, pero no alcanzó ningún órgano.

Me volví para mirar otra vez en dirección a la barra. Iba a tener que apartar a la gente a lo kung-fu para conseguir ver a los camareros.

—Nada importante —añadí.

—Además te han quitado de la rotación hasta el miércoles —dijo.

—Así es, no estoy trabajando.

Trent era como un lobo acorralando un conejillo.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

Me encogí de hombros.

—¿Y tú?

—Quería ver el resultado del partido.

Me volví hacia él arqueando la ceja.

—¿En serio?

Sus ojos negros descendieron otra vez y yo me resistí a la necesidad apremiante de darle un puñetazo.

—De hecho, no. Detecté un par de faes saliendo de este bar la semana pasada. Quería hacer una comprobación.

Bien, qué cuernos, entonces yo no era la única que lo había advertido. Trent podía ser un pervertido y un mirón, pero era bueno en su trabajo. La profunda cicatriz que tenía bajo el labio hablaba de todas las veces que se había enredado con los faes.

—Vi uno salir de aquí anoche, así que sentí curiosidad por saber lo que pasaba —le comenté.

—Pensaba que no estabas trabajando.

Le dirigí una mirada de fastidio.

—Solo porque esté echando un vistazo no significa que esté trabajando.

—Ja ja ja. —Soltó una risita mientras hacía un ademán en dirección a la barra—. Los camareros esta noche son normales. No estoy seguro de que siempre sea así o de que alguno de ellos no trabaje para un fae.

Cruzó sus brazos musculosos sobre el enorme pecho. Lo que le faltaba de altura lo compensaba sin duda con su amplitud. Seguro que este hombre podía derribar una pequeña casa con todos esos músculos que tenía.

—Sea como sea, voy a quedarme un rato a ver si encuentro algo.

—Las calles están muertas hoy, ¿verdad? —pregunté mientras un hombre me daba en el hombro.

Trent asintió.

—He oído que dijiste que te disparó un fae —comentó.

Maldije en voz baja. Harris tenía que haberse ido de la lengua porque dudaba que David lo hubiera hecho. Si alguien se dedicaba a largar era difícil que yo mantuviera oculto lo que había sucedido. Quería cumplir las órdenes de David y no hablar del tema, pero no pude evitar pensar de nuevo que eso era un error que podía poner en peligro a otros miembros de la Orden.

Mierda.

Me volví hacia Trent.

—Claro que me disparó un fae, y estoy segura de que ya sabes que hizo aparecer un arma de la nada. No era un fae normal, Trent. Le clavé el hierro y no le pasó nada.

Torció los labios mientras miraba la pantalla detrás de la barra por encima de mi cabeza.

—Suena… a locura total. Una locura como las que suelta Merle.

Me quedé tiesa como si me hubieran echado cemento por la columna. Sentía mucha simpatía por esa mujer. Una gran parte de mí… bien, podía entenderla, y no me gustaba oír hablar de ella de ese modo.

—Eso es de mala educación —repliqué con voz tranquila pese a estar tentada a hacer una demostración del poder de mi gancho precisamente sobre su rostro—. Ella era miembro de la Orden, deberías respetar todo lo que esa mujer ha sacrificado.

Trent echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa nasal.

—Con respeto o no, eso no cambia el hecho de que esté como una cabra.

Sacudiendo la cabeza, fijó su mirada en la mía y luego descendió a mi pecho.

—Vaya, tengo que decir que fue una mala idea que la Orden decidiera permitir la entrada a las mujeres. No sabéis cómo tomaros…

Ni siquiera lo pensé.

Tomándolo por los hombros con ambas manos para sujetarlo, levanté la rodilla, adelantándola para meterla entre sus piernas. El aire escapó de sus pulmones junto con una maldición ofensiva. Tras soltarle los hombros, retrocedí con una sonrisa mientras él se doblaba.

—Toma esa, imbécil.

Luego giré sobre mis talones y por sentido práctico salí airada del bar.

Sin duda me iban a soltar una buena bronca por esto si Trent se iba de la lengua, pero cualquier reprimenda a la que me enfrentara merecería la pena. Vaya cerdo de mierda. Lo triste era que muchos integrantes de la Orden pensaban como él. Idiotas.

El sol se había puesto hacía rato y el olor a lluvia se percibía en el aire mientras me dirigía hacia la plaza Jackson. Era hora de retirarse, comprar unos buñuelos y volver a casa. Atravesé el cruce y, mientras miraba a la izquierda, me quedé clavada en medio de la calle.

Dios.

Ahí mismo, justo en medio de la avenida Orleans, estaba el fae de la pasada noche. No podía creerlo, pero era él. El corazón se me aceleró en el pecho mientras me apresuraba a volverme hacia la izquierda para alcanzar la acera y ponerme a cubierto pegada a los edificios.

El fae estaba de pie, ladeado hacia mí, justo delante de una tienda de puros. Un humano varón iba con él, y el tamaño gigantesco del fae era justo lo que hacía pensar que el humano podría salir volando con una ventolera por toda la plaza. Era larguirucho y débil, de aspecto enfermizo al lado del otro, con la piel del rostro irritada por encima de la barba de un día. El fae que me disparó se volvió de espaldas y el humano intentó seguirlo, pero tropezó y se cayó de la acera, dándose de rodillas contra el asfalto.

Ese era el efecto cuando un fae se alimentaba de la esencia de un mortal y le despojaba poco a poco de la vida hasta dejar solo polvo y huesos.

Él ni siquiera volvió la vista hacia el mortal mientras se ponía a andar por la avenida Orleans en dirección a Royal. Aceleré el paso al tiempo que el pobre tipo conseguía levantarse. Desorientado, describió un amplio círculo hasta que detectó al fae varios metros más adelante. Se fue dando bandazos tras él como un cachorro perdido: un cachorro famélico y plagado de pulgas.

Qué crueldad tan increíble.

La furia bulló en mí tan rápido como la llegada de una fuerte tormenta. Todo mi ser estaba concentrado en aquel hijo de puta cuando me lancé tras él a grandes zancadas. Había dado un par de pasos cuando de pronto algo —una persona— surgió de entre los dos edificios y me agarró.

Un brazo me rodeó la cintura, justo por debajo de los pechos, sujetándome los brazos pegados a los costados. En un nanosegundo me había levantado para sacarme de la acera, llevándome hasta el estrecho sendero que discurría entre los dos edificios. Con la mano me tapó la boca. El instinto acudió en mi rescate, y levanté las rodillas planeando arrojar todo mi peso hacia delante.

—Yo no haría eso —dijo una voz grave y profunda directamente a mi oído—. Voy a bajarte ahora, pero no vas a darte la vuelta para soltarme un puñetazo o una patada, ¿entendido?

¿Cómo pensaba que iba a decirle si lo entendía o no? ¡Me tapaba la boca con la mano!

—Vamos, Merida. Asiente con la cabeza si me entiendes.

¿Quién demonios era Merida? Daba igual. Solo quería que me soltara. Y no iba a darle ningún puñetazo ni patada: iba a sacarle a ese tipo toda la mierda a golpes. Asentí.

—Me fío de ti. Lo último que quiero ver es que te hagas daño —me dijo.

Un segundo después desaparecía el brazo que me rodeaba la cintura, y también la mano. Sin vacilación me di media vuelta y alcé la vista para encontrar un par de ojos de un asombroso color esmeralda.


** Tinker Bell es el personaje de Campanilla (N. de la T.)