2
El hombre que me apuntaba con un arma no era humano, pues hasta donde yo sabía aún no teníamos habilidades tan impresionantes que nos permitieran hacer aparecer armas de la nada. No pensaba ni que tan siquiera los faes pudieran hacer eso.
Pero este hombre, esta cosa, tenía que ser un fae.
—Eso no me gusta.
Retrocedí sin molestarme ya en ocultar la estaca.
—Es de mal gusto sacar un arma en medio de una pelea con puñales —le dije.
Aquella cosa se rio y el sonido fue tan gélido como el invierno en el norte. Sin humor. Sin empatía ni humanidad.
—Sería de lo más estúpido dejarte andar tras de mí y apuñalarme como has hecho con el último.
—En eso llevas razón.
Fui retrocediendo poco a poco mientras el corazón aporreaba en mi pecho. Me estaba aproximando al otro extremo del callejón. Solo me quedaba una opción.
—No eres un fae normal.
Apareció una sonrisa forzada.
—¿Y me dirás que tú no eres más que una pobre bestia?
—¿Qué eres?
Pasé por alto el tono despreciativo con el que los faes se dirigían a los humanos. Pobre. Bestia. Para ellos no éramos más que su alimento. Nada más. Me habían llamado cosas peores.
Abrió la boca, y aquel segundo de distracción fue lo que yo necesitaba. Tal como había practicado un centenar de veces antes, me centré y ladeé hacia atrás el brazo. Dando un paso hacia delante, hice volar la estaca.
Dio en el blanco, como yo bien sabía que iba a suceder.
El extremo puntiagudo se incrustó a fondo en el pecho de la cosa, obligándolo a retroceder un paso. Una sonrisa de satisfacción separó lentamente mis labios.
—Espera, ahora ya sé qué eres: un fae muerto.
Bajó la mirada y elevó un poco los hombros con un suspiro profundo de irritación.
—¿De verdad?
Se detectaba malestar en su tono cuando levantó la mano libre y procedió a sacarse la vara del pecho, que arrojó a un lado. Abrí mucho los ojos mientras resonaba sobre el asfalto.
—¿Me crees tan débil, pobre bestia?
Alucinante.
Los faes no hacían eso. No podían hacerlo. Pero este sí, y la situación pintaba tan mal que no tenía gracia alguna. Hice lo único que me quedaba por hacer: demostrar que no era una bestia estúpida. Si no estás segura de poder ganar una pelea con un fae, cuando hay dudas… huye.
Me volví y eché a correr.
Eso es lo que nos enseñaban a hacer cuando hay tanta mierda por todas partes que, mala suerte, no ves más que mierda. Una buena guerrera sabía retirarse a tiempo, y este era uno de esos momentos, estaba claro.
La mochila me golpeteaba en la espalda cuando me marché precipitadamente, corriendo a toda velocidad mientras me acercaba a la estrecha salida del callejón. Algo reventó en mi espalda y casi de inmediato un dolor intenso explotó a lo largo del costado izquierdo de mi estómago, obligándome a expulsar el aire de los pulmones.
¡El muy cabrón me había disparado!
Durante un momento no pude ni creerlo. No era posible que me hubiera disparado con una bala de verdad de un arma de verdad. Pero el dolor me decía que sí.
Perdí el paso, pero no me detuve. En todo caso corrí más rápido, apreté la marcha aún más. El dolor aullaba por todo mi cuerpo y sentía como si llevara una cerilla encendida pegada al costado. Salí de la entrada del callejón sin mirar atrás.
Esquivando borrachos y turistas, me metí como una flecha por la acera abarrotada, sin dejar de correr mientras hundía la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros cortados y sacaba el móvil. Cruzando la calle Royal, tecleé el nombre de David y apenas pude oír el teléfono sonando con todo el ruido de mi corazón aporreando y el tráfico de la calle. Necesitaba contarle lo que había pasado, cómo este fae no requería de ninguna seducción y había sacado un arma de la nada. Esto era demasiado, un cambio total en las reglas del juego.
El teléfono sonó y sonó hasta que corté la llamada con una maldición. Con el móvil en la mano, bajé el ritmo, no porque quisiera, sino porque sentía un hormigueo en la punta de los pies y me faltaba el aliento.
Nunca antes me habían disparado. ¿Apuñalado? Sí. ¿Zarandeado por ahí? Desde luego. ¿Casi pegado fuego? Eso también. Pero dispararme… vaya, esto era una putada de dimensiones colosales.
Con la otra mano me apreté el estómago mientras rodeaba a dos tipos en edad universitaria que estuve a punto de derribar. Con expresión de dolor, mi visión fluctuó por un segundo y luego regresó difusa antes de poder volver a ver con claridad.
¡Oh, cielos!
Dudando de que pudiera llegar a un hospital a tiempo, me metí a la izquierda para ir por Dauphine Street. El cuartel general de la Orden se encontraba en St. Phillips, encima de una tienda de regalos propiedad de la Orden llamada Mama Lousy, que vendía todo tipo de objetos vistosos de hierro en medio de una cantidad obscena de falsas tonterías vudú y auténticas especias y pralinés de naulíns.*
Dios, me hubiera encantado un praliné en aquel momento. Me metería incluso dos en la boca.
Si no fuera porque había muchas posibilidades de que me estuviera desangrando.
En la parte posterior de mi cabeza, pensaba que podría haber sido buena idea hacer una llamada a Val, pero no quería preocuparla. De cualquier modo, estaba tan cerca de la Orden que solo tenía que seguir andando.
Respiraba con dificultad, y notaba mi mano pegada al estómago demasiado mojada y pegajosa, pero mientras escudriñaba el edificio de tres pisos de fachada borgoña intenso con su intrincada verja de hierro forjado y espesos arbustos de helecho, me dije que podía conseguirlo. Un par de pasos más y me encontraría bien. La herida no podía ser tan seria. Dudaba que hubiera conseguido llegar tan lejos si lo fuera. Doc Harris estaría ahí. Dado que tenía un apartamento pequeño de una habitación en el segundo piso, siempre estaba ahí.
El resto del camino fue un borrón de caras y sonidos. Cerrada ya a estas horas, la tienda estaba oscura e inhóspita cuando pasé junto a la entrada para llegar hasta la puerta lateral. Agarré la manilla con mano temblorosa, la abrí con brusquedad y entré dando traspiés en la escalera poco iluminada jadeando mientras el dolor se volvía constante y apagado.
No quería, pero debía parar un momento antes de subir las malditas escaleras. Parecían tan largas, y era como si la puerta se encontrara a un kilómetro de distancia. Gritar no tendría sentido. El vestíbulo estaba insonorizado, igual que las habitaciones superiores.
«Sube esas escaleras. Sube esas malditas escaleras», me dije.
Poner un pie delante del otro fue duro. Avancé seis escalones antes de que el sudor en mi frente se enfriara y aparecieran estallidos diminutos y fríos de luz blanca danzando ante mis ojos. Eso no podía ser nada bueno.
Los escalones aumentaron rápidamente como aproximados por un teleobjetivo y mis rodillas se volvieron de gelatina. Me agarré con una mano antes de darme de bruces, luego noté el brazo todo tembloroso y sin tiempo a saberlo me encontré cayendo de espaldas deslizándome un par de escalones. Ni siquiera me enteré del dolor de la caída traqueteante.
Maldición, tanto avanzar para nada.
El móvil vibró en mi mano. Tal vez fuese David que por fin devolvía la llamada. O podría ser Val restregándome por la cara que ya se había cargado a dos, tal vez a tres. Y aquí estaba yo, sangrando sobre los peldaños que olían como a azúcar glasé… y pies.
Uh.
Necesitaba contestar el teléfono, pero el zumbido cesó antes de que encontrara la energía para acercar el móvil hasta un punto donde consiguiera usarlo.
Alguien me descubriría. Al final. Quiero decir, había una cámara de seguridad en lo alto de las escaleras, y Harris tendría que comprobar el monitor en algún momento. Además, otros miembros de la Orden entrarían o saldrían durante la noche.
Tal vez me echara una siesta, así de sencillo.
En el fondo de mi cabeza, una vocecilla me lanzó una perorata sobre lo mala que era esa idea, pero estaba muy cansada y los escalones se volvieron sorprendentemente cómodos.
No tengo ni idea sobre cuánto tiempo más pasó, pero oí una puerta que se abría arriba y pensé que me llegaba la voz y el acento de Harris reverberando por el hueco de la escalera. Quería levantar el brazo y hacerle un pequeño saludo de alegría, pero eso requería un esfuerzo. Entonces oí otra voz profunda. Una que no reconocía.
Parpadeé, o pensé que eso era lo único que hacía, y al abrir los ojos consideré en serio que podía haberme muerto.
Aunque suene raro, cuando mi visión enfocó a quien tenía encima, me encontré observando el rostro de un ángel. O al menos eso es lo que los cuadros de ángeles del millón de iglesias de la ciudad me decían sobre su aspecto.
El tipo no podía ser mucho mayor que yo, o tal vez la cabeza llena de cabello castaño rizado era lo que le hacía parecer tan joven. Una ceja del mismo color se arqueó cuando miré unos ojos del tono de las hojas en primavera: un verde intenso y casi antinatural. Tenía amplios pómulos, mandíbula fuerte como tallada en mármol, y esos labios carnosos hasta lo imposible mientras esbozaban una lenta sonrisa ladeada, revelando un profundo hoyuelo en la mejilla derecha.
Shaun tenía hoyuelos.
Se me cortó la respiración de súbito mientras la punzada de dolor que siempre acompañaba los pensamientos sobre Shaun pugnaba con mi costado por acaparar mi atención.
La mirada extraordinariamente esmeralda de aquel chico se apartó de la mía para dirigirse de repente escaleras arriba.
—Está viva.
Esa voz. Guau. Profunda. Clara. Refinada. ¡Mmm, exquisita!
—Y me observa con verdadero interés, qué inquietante, en plan mirada inexpresiva de sociópata.
Fruncí el ceño.
—¿Quién es? —preguntó otra vez, y sí, había sido Harris—. En el monitor no distingo quién es y no llevo las gafas puestas.
Harris no podía ver a medio metro de su cara sin sus gafas.
Ojos Verdes encontró otra vez mi mirada, y el verde se propagó por su cara. Maldición. Lo del hoyuelo era por duplicado.
—¿Cómo voy a saberlo? Pero me mira más bien como la chica de la película Brave. Ya sabes, la pelirroja con el cabello tan rizado.
Qué diablos…
—Aunque tiene unos ojos azules bonitos de verdad.
Aunque. ¿Aunque? Como si eso compensara el pelo crespo como el de un personaje de Disney.
—Mierda —dijo Harris. Sus pisadas descendieron sordas por las escaleras—. Tiene que ser Ivy Morgan.
¿En serio? ¿Así me reconoce la gente? ¿Alguien decía que parecía la chica de Brave y empezaban «Oh, es Ivy»?
Debía teñirme de una vez esa mata de pelo.
Espera, ¿por qué este chico veía películas de Disney?
Ojos Verdes continuaba encima, con la cabeza inclinada a un lado mientras miraba hacia el otro.
—Sangra por el estómago. —Estiró la mano entre nosotros—. Creo que está…
Surgí con brusquedad de aquel extraño estupor en que estaba sumida y, con un repentino acceso de energía, conseguí sujetarle la muñeca antes de que fuera demasiado lejos. Tenía la piel cálida y lisa.
—No me toques —dije entre dientes.
Volvió a encontrar mis ojos y, por un momento, no se movió. De nuevo su belleza me impresionó. No era frecuente ver un mortal que rivalizara en belleza con los faes. Entonces se soltó la mano con facilidad y permaneció arrodillado balanceándose en el peldaño inferior. Alzó las manos.
—No es que oiga esto habitualmente de una dama, pero sus deseos son órdenes.
Yo habría entornado los ojos si no estuviera concentrada en no ver doble.
—Eso es… muy original.
Una risita profunda y musical resonó en él mientras apoyaba las manos en sus rodillas dobladas.
—Aunque funcione, no te creas que es mi mantra.
—Qué clase —dije con aspereza mientras plantaba las manos en el peldaño.
—Yo no lo haría si fuera tú —comentó servicial.
Sin hacerle caso, me incorporé para sentarme, y un violento estallido de aire separó mis labios mientras el dolor sordo prendía fuego.
—Te lo dije.
Desplacé mi mirada entrecerrada hacia el tipo de la mirada verde, pero antes de poder decir algo Harris apareció a mi lado con su cuerpo enorme ocupando el hueco de la escalera.
—¿Qué te ha pasado, muchacha?
—Me han pegado un tiro.
Alcé la barbilla con la boca seca como un desierto. Ya que Ojos Verdes estaba con Harris, no me costó mucho atar cabos lógicos y supuse que pertenecía a la Orden.
—Me ha disparado un fae.
Harris se inclinó y me apoyó una mano en el hombro. Las profundas arrugas que rodeaban sus ojos se multiplicaron.
—Chica, los faes no usan armas. No sé bien por qué, pero nunca lo han hecho, por suerte para nosotros.
Hice un gesto en dirección a mi estómago con la mano manchada de sangre.
—Es obvio que me han… tiroteado, y era un fae… o un fae que no necesitaba nada de seducción.
—¿Qué? —preguntó Ojos Verdes con interés, y lo miré.
Su rostro empezaba a tornarse un poco confuso por los lados, pero eso no le restaba atractivo.
—Este fae no tenía la piel plateada. No alcancé a… ver sus orejas, pero sus ojos eran de fae. No vi que recurriera a la seducción en ningún momento. Y… sacó un arma como por arte de magia.
Las cejas de Ojos Verdes se alzaron de repente.
—De acuerdo. Me da que tal vez te hayas golpeado en la cabeza —dijo Harris agarrándome por el brazo—. Mejor te subimos al piso superior para echarte un vistazo.
—No me he golpeado en la cabeza. Estoy… diciendo lo que vi. Era un fae y…
Mientras Harris me ponía en pie, Ojos Verdes se levantó y el hueco de la escalera fluctuó vacilante por un momento con un breve estallido de luz.
—Aaayy.
Harris dijo algo, pero lo único que pude oír fue aquel extraño estruendo, como si el suelo se moviera por debajo y se alzara para alcanzarme. Abrí la mano, pero sentí mi lengua pesada, ajena e inútil por completo.
Todo el edificio pareció dar vueltas, y lo último que oí antes de que el mundo se fundiera en negro fue la brusca maldición de Ojos Verdes. Y el último pensamiento en mi cabeza, que si yo iba a ser la cuarta en morir.
Cuando abrí los ojos, había partículas de polvo danzando con la luz del día que entraba por las ventanas que tenía enfrente. Por un momento no supe dónde me encontraba ni cómo había llegado hasta allí, pero mientras observaba esas diminutas partículas relucientes cayendo, mis recuerdos se reconstruyeron de nuevo.
Me encontraba en el cuartel general de la Orden, probablemente en el tercer piso, lejos de todas las salas de reuniones y de entrenamiento tan bulliciosas y activas durante el día. Era una enfermería enorme, preparada para acoger a varios pacientes a la vez. Había otro cuarto, junto al baño, en el que nunca había entrado. Dudaba de que alguien entrara en ese cuarto aparte de David. Val y yo estábamos convencidas de que ahí ocultaban el tesoro de toda una nación.
El camastro en el que me encontraba tendida no era el más confortable del mundo, pero bastante mejor que tener clavado el extremo del peldaño en la espalda, y alguien me había tapado con una manta fina.
Probablemente Harris. Era todo un hombretón, pero tenía su punto débil, un corazón del tamaño del lago Pontchartrain.
Me habían disparado.
Oh, Dios, tiroteada por un fae que no tenía la piel plateada y que podía sacar un arma de la nada. Eran novedades importantes, lo cambiaban todo. Si los faes ya no necesitaban seducir a los humanos, ¿cómo podríamos distinguirlos? No es que fueran los únicos que tenían los ojos claros. También había una cosa llamada «lentes de contacto». Y aún más importante, lo que había olvidado decirle a Harris era que yo había apuñalado al fae y no había servido de nada.
Se abrió una puerta, atrayendo de inmediato mi atención. Entrecerré los ojos cuando apareció una forma que atravesó los rayos brillantes de luz en dirección a mi cama. En mis pensamientos se formó una imagen de Ojos Verdes, el extraño tan parecido a un ángel, y una rara sensación de vahído se apoderó de mi estómago.
No me gustó aquella sensación.
Pero no fue Ojos Verdes quien cobró forma cuando la figura se acercó a la cama. Era nuestro audaz líder, David Faustin, y parecía molesto como siempre.
Por David no parecían pasar los años, igual podía tener cuarenta y pico, que cincuenta y pico o incluso sesenta, nadie lo sabía. Su piel, un tono o dos más oscura que la de Val, estaba prácticamente libre de arrugas, y mantenía el cuerpo en una forma estricta. No sonrió cuando agarró una silla plegable y la dejó caer junto a mi cama.
Se acomodó en ella con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Estás viva.
—Te noto simpático y efusivo —gemí con voz ronca.
Arqueó una ceja oscura.
—Deduzco que por esto me llamaste anoche. Habría contestado, pero a Laurie le habría cabreado que la dejara colgada, no sé si me entiendes.
Arrugué la nariz. No necesitaba en absoluto esa imagen que acababa de pintarse en mi cabeza. David y Laurie llevaban casados una década más o menos, pues se habían conocido cuando ella fue transferida a la Orden de Nueva Orleans. Que dos miembros de la Orden terminaran juntos solía ser casi siempre la norma, ya que el conocimiento del fae y de nuestro deber se transmitía de una generación a otra, y nuestras expectativas de vida no eran mayúsculas. Muchos miembros de la Orden no se casaban jamás. Y los que lo hacían y tenían hijos, como mis padres verdaderos, acababan asesinados. Entonces otra familia implicada en la Orden se ocupaba de sus hijos.
Tras haber perdido a mis verdaderos padres y también a los adoptivos, y a mi… novio a manos de los faes, no podía pensar en enamorarme otra vez. Ya era bastante arriesgado acercarme a Val y a otros pocos en la Orden, porque sabía que en cualquier momento podrían morir haciendo su trabajo. De modo que me resultaba duro ver a tantos miembros allí formando parejas y abriéndose a un mundo de dolor que nunca se debilitaba en realidad por mucho que pasara el tiempo.
Pero Laurie y David estaban profundamente enamorados pese a todo eso, aunque él tuviera la personalidad de un chupacabras rabioso y Laurie fuera dulce como un praliné.
—Hablé con Harris cuando me llamó. Dijo que solo era una herida superficial pero que sangraba mucho, y que empeoró posiblemente cuando saliste corriendo.
Mis mejillas se ruborizaron al mirar directamente a David.
—No corrí por cobardía. Tenían…
—No he dicho que hayas sido una cobarde, Ivy. El hombre tenía un arma, y no puedes pelear contra una bala.
Aun así el tono de voz de David lastimaba como el aguijón de un avispón. Me humedecí los labios:
—No era un hombre.
David me observó durante un segundo y luego bajó la mano hacia la mesita junto a la cama.
—¿Tienes sed?
—Sí. Tengo la lengua como si fuera de lija.
Sirvió agua en el vaso de plástico y ese simple sonido tintineante fue suficiente para volverme loca.
—¿Necesitas ayuda para sentarte?
Los miembros de la Orden no eran débiles, por lo tanto respiré hondo mientras sacudía la cabeza y me obligaba a incorporarme. Noté una punzada sorda de dolor en el lado izquierdo del estómago pero no tan terrible como esperaba.
—Harris te ha puesto una inyección mientras estabas desvanecida, no debería dolerte tanto ya.
David tomó nota de lo que debía de estar leyendo en mi mente mientras me tendía el agua.
—Te sentará mejor beber esto despacio.
En el momento en que aquella sustancia húmeda y fría tocó mis labios, resultó complicado no beberla de un trago, pero conseguí no parecer un caballo en un abrevadero.
David se reclinó hacia atrás, sacando un frasco del bolsillo.
—Aquí hay más medicinas para cuando empiece a dolerte el estómago, como Harris ha dicho que sucederá durante un día más o menos, ya que tuvo que coserte.
Me echó el frasco en el regazo donde aterrizó con un pequeño traqueteo.
—Te voy a retirar de la rotación hasta el próximo miércoles.
Bajé la taza vacía.
—¿Qué? ¿Por qué? No puedo…
—La herida podría reabrirse si tienes que pelear. No conviene que vayas sangrando por ahí de nuevo como un cerdo ensartado. Estás de baja hasta el próximo miércoles.
Estaba perdiendo puntos por falta de empatía.
—Pero cubro a Val este sábado.
—Ya no. Tendrá que buscarse otro suplente o hacerlo ella misma. No es tu problema.
Me volvió a llenar la taza con la jarra.
—¿Tienes clase hoy?
Tardé un momento en entender lo que me estaba preguntando y en calcular qué día de la semana era.
—Es jueves, ¿cierto? No vuelvo a tener clase hasta mañana.
Normalmente, trabajaba de lunes a viernes y tenía los fines de semana libres.
—Sobre lo que sucedió anoche, David, el fae…
—Ya sé lo que le has contado a Harris y a Ren, pero…
—¿Ren? ¿Quién es Ren?
Luego me acordé y en silencio mi lengua articuló su nombre.
—¿Es el tipo de los ojos verdes? —pregunté.
David ladeó la cabeza con un ceño.
—Bien, en realidad no me he fijado en el color de ojos del chico, pero estaba con Harris anoche cuando me manchaste los escalones de sangre.
—No sangré en tus escalones a posta —solté.
Alzó las cejas.
—¿Me levantas la voz? Mira que me llevo la taza de agua…
—No la soltaré. —Acuné la taza contra mi pecho mientras le observaba—. Nunca.
Los labios de David se tensaron como si quisiera sonreír, pero era demasiado frío para eso. De hecho era un témpano de hielo.
—Pues bien, Ren Owens es de Colorado, transferido a nuestra secta.
Oh. Colorado. Nunca había estado ahí, pero siempre quise hacer una visita. ¿Y qué clase de nombre era Ren Owens?
—Pero volviendo a lo que dijiste que viste, no hay manera de que sucediera algo así —dijo—. El fae debía de llevar el arma por algún motivo y, sí, es preocupante, pero es algo que esperábamos. Sabíamos que finalmente empezarían a usar armas humanas.
La frustración me provocó un escozor, como un sarpullido.
—El fae no intentó fascinarme. O tal vez lo hiciera, pero tanto da. No tenía la piel plateada. Era… no sé, un moreno intenso. Más bien… un color aceitunado.
Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
—¿Estás segura de que era un fae, Ivy?
—¡Sí! Estoy segura, David. Hizo aparecer un arma como por arte de magia y yo le arrojé la estaca. Le dio en el pecho y no le afectó en absoluto. Se la sacó y la arrojó a un lado.
David abrió la boca y pareció quedarse sin palabras mientras me observaba con atención.
—Sí. Exacto. No era humano, David. Era un fae sin la piel plateada, capaz de hacer aparecer de la nada un arma, y la estaca de hierro no sirvió para nada contra él. No lo quemó. No lo envió al Otro Mundo. No le hizo nada.
—Imposible —respondió él tras un momento, y mis hombros se tensaron con irritación.
—Sé lo que he visto. Y tú me conoces, soy de fiar. Ni una vez te he hecho dudar de mí, ni…
—Excepto la vez que acabaste en la cárcel.
—De acuerdo. Excepto aquella vez, pero lo que te estoy diciendo es la verdad. No sé qué significa, pero…
Una gota de miedo atravesó mis venas, formando una bola de inquietud en la boca del estómago. Bajé el vaso de agua y aparté la taza de plástico, pero la sensación no se calmó.
—Si el hierro no les hace nada, se volverán imparables.
—No, en ese caso serían antiguos —replicó David y entonces se levantó.
Abrí mucho los ojos por aquella palabra que no oía pronunciar hacía mucho tiempo, desde que era una niña y Holly y su marido Adrian me explicaban historias de la raza de los faes más viejos y mortíferos: los caballeros guerreros de sus cortes, las princesas y príncipes, y los reyes y reinas. Faes que podían cambiar de forma y figura, cuyas habilidades superaban nuestra comprensión. Ninguno de los faes que recorrían el mundo de los mortales vivía tanto como los antiguos del Otro Mundo, al menos hasta donde nosotros sabíamos. Básicamente, los antiguos eran la clase de faes que harían estragos sin precedentes en el mundo mortal si alguna vez se acercaran. En ningún momento se me había ocurrido pensar que la noche pasada quizá me había enfrentado a un antiguo.
—Pensaba que estaban todos encerrados en el Otro Mundo —dije—. Cuando se cerraron los portales ellos…
—Estaban.
David se fue hasta la ventana y descorrió la ligerísima cortina azul claro.
—Cabe la posibilidad —continuó— de que unos pocos se quedaran aquí sin ser detectados, pero no es muy probable.
La bola de inquietud duplicó su tamaño.
—Pero ¿no imposible?
Dejando que la cortina volviera a su sitio, se frotó con la mano sus ensortijados y cortos rizos.
—Muy poco probable. Sería inverosímil que uno hubiera sobrevivido todo este tiempo sin nosotros saberlo… sin que nadie lo viera.
—Yo lo vi —dije—. Y podría pasar desapercibido con facilidad. Si no lo miras directamente, prestando atención, ni siquiera sabrías que es un fae.
David se volvió hacia mí.
—No sabemos qué viste en realidad.
Alzó la mano cuando yo abrí la boca para protestar.
—No, no lo sabemos, Ivy. Pero eso no significa que no tenga en cuenta la información que me facilitas. Voy a contactar con las otras sectas para ver si han tenido alguna experiencia como esta, pero hasta que me den noticias, es mejor que nadie sepa nada de esto.
Al menos empezaba a tomar en serio lo que había sucedido. Me sentí agradecida. Estirando el brazo, me aparté la manta de las piernas, que bajé con cuidado desde el extremo de la cama.
—¿No deberíamos advertir a los otros?
—¿Y crear una situación de pánico, con miembros matando humanos por pensar que pudieran ser antiguos?
—Pero…
—Ivy —advirtió—. No puedo permitir que ninguno de nuestros miembros entre en pánico ni la pérdida de vidas inocentes.
No me gustaba lo que oía, pero cedí.
—No hablaré con nadie.
La duda cruzó la expresión de David.
—Eso también significa no contárselo a Valerie, a quien, por cierto, tal vez quieras llamar con antelación para que no le dé un ataque.
—Hombre de poca fe —murmuré tirando de la camisa manchada de sangre.
Gracias a Dios era negra o anoche hubiera espantado a cualquiera que se hubiera cruzado en mi camino, corriendo toda ensangrentada.
—Hablo en serio. —Me perforó con mirada severa—. No se lo digas a nadie hasta que sepamos a qué nos enfrentamos, sobre todo después del número de bajas que hemos sufrido este año. ¿Me entiendes?
Cuando me miraba así me sentía en cierto modo como una niña que se ha portado mal. Era un hombre de trato difícil, pero desde que había perdido a mi familia él era lo más parecido a… la figura de un padre.
—Entiendo, David.
—Confiaba en que lo hicieras. —Se puso en jarras—. Mira, tómate el tiempo que necesites aquí, luego puedes irte a casa. Recuerda, no trabajas hasta el miércoles, pero espero verte en la reunión de mañana.
El Niño Jesús podía aterrizar aquí mismo, pero yo no me perdería la sesión semanal.
Faustin hizo ademán de marcharse, pero se detuvo.
—¿Ese fae te dijo algo?
Me bajé de la cama pasando por alto el tirón en la piel sobre el estómago:
—En realidad, nada. Quiero decir, se acercó a mí después de deshacerme de otro fae, uno normal que dijo la misma tontería de siempre: «Tu mundo está a punto de acabarse», pero ¿este? Me llamó «pobre bestia», eso es todo.
David asintió, casi distraído, y tras otro rápido recordatorio sobre mi exclusión de la rotación, salió del cuarto y me dejó mirando la nada. Mientras buscaba las botas, no pude evitar advertir la sensación de inquietud que no me había desaparecido del estómago, pese a la intención de David de contactar con las otras sectas.
La cuestión era —encontré por fin las botas bajo la pequeña mesilla— que no me sacudía la sensación de que, a pesar de no ver demasiado preocupado a David por la posibilidad de que un antiguo anduviera por la zona, esto era solo el principio de algo importante.
* Manera en que pronuncian los turistas el nombre de la ciudad (N. de la T.)