¿Es el altruismo «la preocupación desinteresada por el bien ajeno», es decir, una motivación, un estado de ánimo momentáneo, como lo define el diccionario Larousse, o bien una disposición a interesarse y dedicarse con ahínco a cuidar de otra persona, según el diccionario Robert, indicando así un rasgo de carácter más duradero? Las definiciones abundan y a veces se contradicen. Si se quiere demostrar que el verdadero altruismo existe y favorecer su expansión en la sociedad, será indispensable esclarecer el significado de este término.
El término «altruismo», derivado del latín alter, ‘otro’, fue utilizado por primera vez en el siglo xix por Auguste Comte, uno de los padres de la sociología y el fundador del positivismo. El altruismo, según Comte, supone la «eliminación de los deseos egoístas y del egocentrismo, así como la culminación de una vida consagrada al bien del otro».1
El filósofo estadounidense Thomas Nagel precisa que el altruismo es una «proclividad a actuar teniendo en cuenta los intereses de otras personas y sin segundas intenciones».2 Es una determinación racional a actuar surgida de «la influencia directa que ejerce el interés de una persona sobre las acciones de otra, por el simple hecho de que el interés de la primera constituye la motivación del acto de la segunda».3
Otros pensadores, confiados en el potencial de benevolencia presente en el ser humano, van incluso más lejos y, como el filósofo estadounidense Stephen Post, definen el amor altruista como un «placer desinteresado producido por el bienestar de otro, asociado a los actos —cuidados y servicios— que se requieren con este fin. Un amor ilimitado extiende esta benevolencia a todos los seres sin excepción, y de forma duradera».4 El agapé del cristianismo es un amor incondicional por otros seres humanos, y el amor altruista y la compasión del budismo, maitri y karuna, se extienden a todos los seres sensibles, humanos y no humanos.
Algunos autores hacen hincapié en el hecho de pasar a la acción, mientras que otros consideran que es la motivación lo que define el altruismo y califica nuestros comportamientos. El psicólogo Daniel Batson, que ha consagrado su carrera al estudio del altruismo, precisa que «el altruismo es una motivación cuya finalidad última es incrementar el bienestar del otro».5 Distingue claramente el altruismo en tanto que finalidad última (mi objetivo es explícitamente hacer el bien a otro), y en tanto que medio (yo le hago el bien a otro con miras a conseguir mi propio bien). A sus ojos, para que una motivación sea altruista, el bien del otro debe constituir un objetivo en sí.8
Entre las otras modalidades del altruismo, la bondad corresponde a una manera de ser que se traduce espontáneamente en actos en cuanto las circunstancias lo permiten; la benevolencia, que viene del latín benevole, ‘querer el bien del otro’, es una disposición favorable hacia el otro, acompañada de una voluntad de pasar a la acción. La solicitud consiste en preocuparse de forma duradera y vigilante por el destino del otro: sentirse afectado por su situación, se intenta subvenir a sus necesidades, favorecer su bienestar y remediar sus sufrimientos. La entrega afectuosa consiste en ponerse con abnegación al servicio de ciertas personas o de una causa benéfica para la sociedad. La gentileza es una forma de dulce deferencia que se manifiesta en nuestra manera de comportarnos con los demás. La fraternidad (y la sororidad, para retomar una expresión de Jacques Attali) proviene del sentimiento de pertenecer a la gran familia humana, cada uno de cuyos representantes es percibido como un hermano o hermana cuyo destino nos importa; la fraternidad evoca también las nociones de buen entendimiento, cohesión y unión. La altruidad es definida por el biólogo Philippe Kourilsky como «el compromiso deliberado de actuar por la libertad de los otros».6 El sentimiento de solidaridad con un grupo más o menos amplio de personas nace cuando se debe hacer frente a desafíos y obstáculos comunes. Por extensión, este sentimiento puede experimentarse ante los más desposeídos de entre nosotros, los que se ven afectados por una catástrofe; es la comunidad de destino lo que nos une.
La acción sola no define el altruismo
En su obra titulada The Heart of Altruism (‘La esencia del altruismo’), Kristen Monroe, profesora de ciencias políticas y filosofía de la Univesidad de Irvine (California), propone reservar el término «altruismo» para las acciones realizadas por el bien de otro, asumiendo algún riesgo y sin esperar nada a cambio. Según ella, las buenas intenciones son indispensables para el altruismo, pero no bastan. También hay que actuar, y la acción debe tener un objetivo preciso, el de contribuir al bienestar de otro.7
Monroe reconoce, no obstante, que los motivos de la acción cuentan más que sus consecuencias.8 Nos parece, pues, preferible no restringir el uso del término altruismo a comportamientos exteriores, pues no permiten, por sí mismos, conocer con certeza la motivación que los inspiró. Así como la aparición de consecuencias indeseables e imprevistas no pone en tela de juicio la naturaleza altruista de una acción destinada al bien de otro, el impedimento a pasar a la acción, independiente de la voluntad de quien quiere actuar, no disminuye en nada el carácter altruista de su motivación.
Además, para Monroe un acto no puede ser considerado altruista si no conlleva un riesgo ni tiene ningún «costo», real o potencial, para quien lo realiza. Un individuo altruista estará, sin duda, dispuesto a asumir riesgos por el bien de otro, pero el mero hecho de asumir riesgos por el bien de otro no es ni necesario ni suficiente para calificar el comportamiento de altruista. Podemos imaginar que un individuo se exponga a peligros para ayudar a alguien con la idea de ganarse su confianza y obtener de él beneficios personales suficientemente importantes como para justificar los peligros a los que se expuso. Además, hay personas que aceptan exponerse a un peligro por razones puramente egoístas, por ejemplo, para buscar la gloria realizando una proeza peligrosa. Por el contrario, un comportamiento puede estar sinceramente destinado al bien del otro sin por ello conllevar ningún riesgo importante. Aquel que, impulsado por la benevolencia, dona una parte de su fortuna o bien pasa años en el seno de una organización caritativa para ayudar a gente que atraviesa momentos difíciles no asume necesariamente un riesgo y, sin embargo, su comportamiento merece, a nuestro parecer, ser calificado de altruista.
Es la motivación lo que da color a nuestros actos
Nuestras motivaciones, ya sean benévolas, malévolas o neutras, dan color a nuestros actos como un tejido da color al trozo de cristal sobre el cual se encuentra. La sola apariencia de los actos no permite distinguir un comportamiento altruista de uno egoísta; una mentira destinada a hacer el bien, de otra dicha para perjudicar. Si una madre empuja bruscamente a su hijo hacia el bordillo de la acera para impedir que un coche lo atropelle, su acto sólo es violento en apariencia. Si alguien nos aborda con una gran sonrisa y nos cubre de elogios con el único objetivo de timarnos, su conducta puede parecer benévola, pero sus intenciones son manifiestamente egoístas.
En su obra Altruism in Humans (‘El altruismo en los seres humanos’), Daniel Batson propone un conjunto de criterios que permiten calificar nuestras motivaciones de altruismo.9
El altruismo exige una motivación: un reflejo instintivo o un comportamiento automático no pueden ser calificados de altruista o egoísta, sean cuales sean sus consecuencias, benéficas o perjudiciales.
Puede ocurrir también que busquemos el bien de otro por razones que no son ni altruistas ni egoístas, particularmente por sentido del deber o para hacer respetar la justicia.
La diferencia entre el altruismo y el egoísmo es cualitativa y no cuantitativa, es la calidad de nuestra motivación, y no su intensidad lo que determina su naturaleza altruista.
Distintas motivaciones, altruistas y egoístas, coexisten en nuestro espíritu y pueden neutralizarse cuando consideramos simultáneamente nuestros intereses y los de otro.
El paso a la acción depende de las circunstancias y no califica la naturaleza altruista o egoísta de nuestras motivaciones.
El altruismo no requiere un sacrificio personal; puede incluso generar beneficios personales en la medida en que éstos no constituyan la finalidad última de nuestros comportamientos, sino que sean únicamente sus consecuencias secundarias.
En esencia, el altruismo reside en la motivación que anima un comportamiento. Puede ser considerado auténtico mientras el deseo del bien de otro constituya nuestra preocupación principal, aunque esta preocupación aún no se haya concretado en actos.
El egoísta, en cambio, no contento con estar centrado en sí mismo, considera a los demás como instrumentos al servicio de sus propios intereses. No duda en descuidar, e incluso en sacrificar, el bien de otro cuando esto resulta ser útil para conseguir sus fines.
Habida cuenta de nuestra limitada capacidad para controlar los acontecimientos exteriores y de nuestra ignorancia con respecto al giro que pueden tomar a largo plazo, tampoco podemos calificar un acto de egoísta o altruista basándonos en la simple comprobación de sus consecuencias inmediatas. Dar droga o una bebida alcohólica a alguien que está siguiendo una cura de desintoxicación con el pretexto de que sufre con el síndrome de abstinencia, le procurará sin duda un apreciable alivio momentáneo, pero un gesto semejante no le hará ningún bien a largo plazo.
En cualquier circunstancia, en cambio, nos resulta posible examinar atenta y honestamente nuestra motivación y determinar si es egoísta o altruista. El elemento esencial es, pues, la intención que subyace a nuestros actos. La elección de los métodos depende de los conocimientos adquiridos, de nuestra perspicacia y de nuestras capacidades para actuar.
Darle toda su importancia al valor del otro
Conceder valor al otro y sentirse afectado por su situación son los dos componentes esenciales del altruismo. Cuando esta actitud prevalece en nosotros, se manifiesta bajo la forma de la benevolencia para con quienes penetran en el ámbito de nuestra atención, y se traduce en la disponibilidad y la voluntad de hacerse cargo de ellos.
Cuando comprobamos que el otro tiene una necesidad o un deseo particulares cuya satisfacción le permitiría no sufrir y sentir cierto bienestar, la empatía nos hace sentir primero espontáneamente esa necesidad. Luego, la preocupación por el otro genera la voluntad de ayudar a satisfacerla. Si, por el contrario, concedemos poco valor al otro, nos será indiferente; no tendremos en cuenta sus necesidades y tal vez ni siquiera las notaremos.10
El altruismo no exige «sacrificio»
El hecho de sentir alegría por hacer el bien a otros, y de obtener, por añadidura, beneficios para sí mismo no hace que un acto se vuelva, en sí, egoísta. El altruismo auténtico no exige que suframos ayudando a los demás, y no pierde su autenticidad si va acompañado de un sentimiento de profunda satisfacción. Además, la noción misma de sacrificio es muy relativa. Lo que a algunos les parece un sacrificio es sentido por otros como una culminación, tal como ilustra la siguiente historia.
Sanjit Bunker Roy, con quien colabora nuestra asociación humanitaria Karuna-Shechen, cuenta que a la edad de veinte años, siendo él un hijo de buena familia, educado en uno de los colegios más prestigiosos de la India, estaba destinado a estudiar una buena carrera, su madre ya lo veía médico, ingeniero o funcionario del Banco Mundial. Aquel año, 1965, una terrible hambruna se abatió sobre la provincia de Bihar, una de las más pobres de la India. Bunker, inspirado por Jai Prakash Narayan, amigo de Gandhi y gran figura moral india, decidió ir a ver con unos amigos de su edad lo que estaba pasando en las aldeas más afectadas. Regresó al cabo de unas semanas, transformado, y declaró a su madre que quería irse a vivir a una aldea. Tras un momento de silencio consternado, su madre le preguntó:
—¿Y qué vas a hacer en una aldea?
Bunker respondió:
—Trabajar como obrero no calificado cavando pozos.
«Mi madre estuvo a punto de caer en coma», cuenta Bunker. Los otros miembros de la familia intentaron tranquilizarla diciéndole:
—No te preocupes, como todos los adolescentes, está atravesando su crisis de idealismo. Después de haber padecido unas cuantas semanas en uno de esos lugares, se desencantará y volverá.
Pero Bunker no regresó, sino que se quedó cuarenta años en las aldeas. Durante seis años cavó trescientos pozos con una perforadora en las campiñas de Rajastán. Su madre no volvió a dirigirle la palabra durante años. Cuando Bunker se instaló en la aldea de Tilonia, las autoridades locales tampoco lo comprendían:
—¿Le persigue la policía?
—No.
—¿Le han suspendido en los exámenes? ¿No consiguió un puesto de funcionario?
—Tampoco.
Alguien de su extracción social y con un grado de instrucción semejante estaba fuera de lugar en una aldea pobre.
Bunker cayó en la cuenta de que podía hacer algo más que cavar pozos. Observó que los hombres que habían hecho estudios partían hacia las ciudades y ya no contribuían en absoluto a ayudar a sus aldeas. «Los hombres son inutilizables», proclamó con malicia. Más valía, pues, educar a las mujeres, particularmente a las jóvenes abuelas (treinta y cinco-cincuenta años) que disponían de más tiempo que las madres de familia. Aunque fuesen analfabetas, era posible educarlas para que llegasen a ser «ingenieros solares», competentes en la fabricación de paneles fotovoltaicos. Además, había poco riesgo de que se marcharan de su aldea.
Bunker fue largo tiempo ignorado, luego criticado por las autoridades locales y los organismos internacionales, incluido el Banco Mundial. Pero él perseveró y formó a cientos de abuelas analfabetas que aseguraron la electrificación solar de casi un millar de aldeas en la India y otros países. Sus actividades son apoyadas ahora por el Gobierno indio y otras organizaciones; son citadas como ejemplo en todas partes. Bunker concibió asimismo programas destinados a utilizar la sabiduría ancestral de los campesinos, sobre todo la manera de recoger el agua de lluvia para alimentar cisternas con capacidad suficiente para subvenir a las necesidades anuales de los aldeanos. Antes, las mujeres debían caminar varias horas cada día para traer pesadas tinajas de agua a menudo polucionada. En Rajastán, Bunker fundó el Barefoot College («Colegio de los descalzos»), en el que los integrantes del personal docente no tienen ningún diploma, pero comparten su experiencia fundada en años de práctica. Todo el mundo vive allí de manera sencilla, en el estilo de las comunidades de Gandhi, y nadie cobra más de cien euros al mes.
Por supuesto que se ha reconciliado con su familia, que ahora está orgullosa de él. Así, durante muchos años, lo que había parecido a sus parientes un sacrificio insensato, se ha convertido para él en un logro que lo colma de entusiasmo y de satisfacción. Lejos de desanimarlo, las dificultades con las que se había topado en su camino no hicieron más que estimular su inteligencia y sus facultades creadoras. Hasta hoy, y desde hace cuarenta años, Bunker ha realizado con éxito un gran número de proyectos notables en veintisiete países. Y mucho más: todo su ser irradia la alegría de una vida coronada por el éxito.
Para instruir a los aldeanos de manera viva, Bunker y sus colaboradores organizan representaciones en las que salen al escenario grandes marionetas de cartón piedra. Como una especie de guiño a quienes lo miraban por encima del hombro, esas marionetas son fabricadas con informes reciclados del Banco Mundial. Bunker cita a Gandhi: «Primero os ignoran, luego se ríen de vosotros, luego os combaten, y entonces ganáis».
Estar atento y tener muy en cuenta las necesidades del otro
Según el filósofo Alexandre Jollien, «la primera cualidad del amor altruista es escuchar atentamente las necesidades del otro. El altruismo nace de las necesidades del otro y las hace suyas».11 Y, refiriéndose al sabio indio Swami Prajnanpad, Alexandre añade:
El altruismo es un arte de la precisión, no consiste en darlo todo a granel y en desorden, sino en estar cerca del otro y de sus necesidades. Cuando Swami Prajnanpad afirma que «el amor es cálculo», se está refiriendo a un cálculo de precisión que permite adaptarse perfectamente a la realidad y a las necesidades del otro. Muy a menudo nos hacemos una idea del bien y se la endilgamos al otro. Decimos: «Eso es tu bien» e imponemos dicho bien al otro. Pero amar al otro no es amar a un álter ego. Tenemos que dejar que el otro sea otro y despojarnos de todo lo que podamos proyectar sobre él, despojarnos de nosotros mismos para ir al encuentro del otro, escuchándolo con benevolencia.
A mi padre, Jean-François Revel, se le cayó el alma a los pies cuando le anuncié que iba a dejar mi carrera científica para irme a vivir al Himalaya, cerca de mi maestro espiritual. Pero tuvo la bondad de respetar mi elección y permanecer en silencio. Después de la publicación del libro El monje y el filósofo explicó que «a los veintiséis años, Matthieu era un adulto y tenía pleno derecho a decidir qué hacer con su vida».
En el mundo de la ayuda humanitaria no es, sin embargo, raro que ciertas organizaciones bienintencionadas decidan sobre la manera de «hacer el bien» en algunas poblaciones, sin escuchar verdaderamente los deseos y necesidades reales de los beneficiarios potenciales. La distancia entre los programas de ayuda y las aspiraciones de las poblaciones locales es a veces considerable.
Estados mentales momentáneos y disposiciones duraderas
Para Daniel Batson, el altruismo no es tanto una manera de ser como una fuerza motivadora orientada hacia un objetivo, una fuerza que desaparece cuando se alcanza ese objetivo. Batson considera así el altruismo como un estado mental momentáneo vinculado a la percepción de una necesidad particular en otra persona, más que como una disposición duradera. Prefiere hablar de altruismo que de altruistas ya que, en todo momento, una persona puede tener dentro de sí una mezcla de motivaciones altruistas hacia ciertas personas, y egoístas hacia otras. El interés personal puede así entrar en competencia con el interés del otro y crear un conflicto interior.
No obstante, nos parece legítimo hablar asimismo de disposiciones altruistas o egoístas según los estados mentales que predominen habitualmente en una persona, pues todos los grados entre el altruismo incondicional y el egoísmo limitado son concebibles. El filósofo escocés Francis Hutcheson decía sobre el altruismo que no era un «movimiento accidental de compasión, de afecto natural o gratitud, sino una humanidad constante, o el deseo del bien público de todos aquellos a los que puede llegar nuestra influencia, deseo que nos incita de modo uniforme a realizar obras de beneficencia y nos impulsa a informarnos correctamente sobre la mejor manera de ponerse al servicio de los intereses de la humanidad».12
A su vez, el historiador estadounidense Philip Hallie piensa que «la bondad no es una doctrina ni un principio, sino una manera de vivir».13
Esta disposición interior duradera va acompañada de una visión particular del mundo. Según Kristen Monroe, «los altruistas tienen simplemente una manera diferente de ver las cosas. Allí donde nosotros vemos un extraño, ellos ven un ser humano, uno de sus semejantes… Es esa perspectiva la que constituye el corazón del altruismo».14
Los psicólogos Jean-François Deschamps y Rémi Finkelstein han demostrado asimismo la existencia de un vínculo entre el altruismo considerado como un valor personal y los comportamientos prosociales, sobre todo el voluntariado.15
Además, nuestras reacciones espontáneas frente a circunstancias imprevisibles reflejan nuestras disposiciones profundas y nuestro grado de preparación interior. La mayoría de nosotros tenderá la mano a quien acaba de caerse al agua. Un psicópata o una persona dominada por el odio tal vez mirarán ahogarse al infeliz sin mover un solo dedo, e incluso con una satisfacción sádica.
Fundamentalmente, en la medida en que el altruismo impregna nuestro espíritu, se expresa enseguida cuando nos vemos enfrentados a las necesidades del otro. Como escribía el filósofo estadounidense Charles Taylor, «la ética no concierne sólo a lo que es bueno hacer, sino a lo que es bueno ser».16 Esta visión de las cosas permite inscribir el altruismo dentro de una perspectiva más amplia y contar con la posibilidad de cultivarlo como manera de ser.
8 Batson coincide en este punto con Immanuel Kant, que escribía: «Actúa siempre de manera que trates a la humanidad […] como un fin y nunca simplemente como un medio», Fundamentos de la metafísica de las costumbres (1785).