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El amor, emoción suprema

Hasta aquí hemos presentado el altruismo como una motivación, como el deseo de realizar el bien de otro. En este capítulo vamos a presentar las investigaciones de Barbara Fredrickson y otros psicólogos sobre una aproximación del amor, considerado aquí como una resonancia positiva entre dos o varias personas, una emoción sin duda pasajera, pero renovable al infinito. Esta emoción coincide con la noción de altruismo en numerosos puntos, pero difiere en otros.

Barbara Fredrickson, de la Universidad de Carolina del Norte, es, junto con Martin Seligman, una de las fundadoras de la psicología positiva. Fue una de las primeras psicólogas que llamó la atención sobre el hecho de que las emociones positivas, tales como la alegría, la satisfacción, la gratitud, la fascinación, el entusiasmo, la inspiración y el amor son mucho más que la simple ausencia de emociones negativas. La alegría no es la simple ausencia de tristeza, y la benevolencia no es una simple ausencia de malevolencia. Las emociones positivas conllevan una dimensión suplementaria que no se reduce a la neutralidad del espíritu: son fuente de profundas satisfacciones. Eso significa que, para expandirse en la existencia, no basta con neutralizar las emociones negativas y perturbadoras, también hay que favorecer la eclosión de emociones positivas.

Las investigaciones de Fredrickson han demostrado que esas emociones positivas nos abren el espíritu porque nos permiten hacer frente a las situaciones desde una perspectiva más amplia, ser más receptivos al otro y adoptar actitudes y comportamientos flexibles y creativos.1 En el polo opuesto de la depresión, que a menudo produce una caída en barrena, las emociones positivas generan una espiral ascendente. Nos vuelven asimismo más resistentes y nos permiten manejar mejor la adversidad.

Desde el punto de vista de la psicología contemporánea, una emoción es un estado mental con frecuencia intenso, que no dura sino unos instantes, pero es susceptible de reproducirse un sinnúmero de veces. Los especialistas de las emociones, Paul Ekman y Richard Lazarus en particular, han identificado cierto número de emociones fundamentales, entre las que figuran la alegría, la tristeza, la cólera, el miedo, la sorpresa, el asco y el desprecio —reconocibles por expresiones faciales y reacciones fisiológicas bien caracterizadas—, a las que se añaden el amor, la compasión, la curiosidad, el interés, el afecto y los sentimientos de vergüenza y culpabilidad.2 Con el tiempo, la acumulación de esas emociones momentáneas ejerce su influencia en nuestros humores, y la reiteración de los humores modifica poco a poco nuestras disposiciones mentales, nuestros rasgos de carácter. A la luz de investigaciones recientes, Barbara Fredrickson adelanta que, de todas las emociones positivas, el amor es la emoción suprema.

Los diccionarios lo definen como «la inclinación de una persona por otra» (Larousse), y más precisamente como una «disposición favorable de la afectividad de la voluntad frente a lo que se siente o reconoce como bueno» (Le Robert). Por otra parte, la variedad de las definiciones del amor no es de extrañar, pues como escribía la poetisa y novelista canadiense Margaret Atwood, «los esquimales tienen cincuenta y dos palabras para designar la nieve, dada la importancia que tiene para ellos. Debería haber un número igual de palabras para el amor».3

Barbara Fredrickson, por su parte, define el amor como una resonancia positiva que se manifiesta cuando tres hechos se dan simultáneamente: el compartir una o varias emociones positivas, una sincronía entre el comportamiento y las reacciones fisiológicas de dos personas, y la intención de contribuir al bienestar del otro, intención que genera una solicitud mutua.4 Esta resonancia de emociones positivas puede durar cierto tiempo, e incluso amplificarse como la reverberación de un eco hasta que, inevitablemente, como es el destino de todas las emociones, se desvanece.

Según esta definición, el amor es a la vez más amplio y más abierto, y su duración es más breve de lo que nos imaginamos generalmente: «El amor no dura. Es mucho más efímero de lo que la mayoría de nosotros quiere admitir. Por contra, es indefinidamente renovable». Las investigaciones de Fredrickson y sus colegas han demostrado, en efecto, que si el amor es muy sensible a las circunstancias y necesita ciertas condiciones previas, una vez que se han identificado dichas condiciones, se puede reproducir el sentimiento de amor un número incalculable de veces por día.5

Para captar bien lo que estas investigaciones pueden aportarnos, es preciso tomar distancia frente a lo que llamamos habitualmente amor. No se trata aquí de amor filial o de amor romántico, ni de un compromiso por matrimonio o cualquier otro ritual de fidelidad. «El fundamento de mi noción de amor es la ciencia de las emociones», escribe Fredrickson en su obra reciente, publicada en los Estados Unidos, destinada al gran público, Love 2.0, que es una síntesis del conjunto de sus trabajos.6

Los psicólogos no niegan, por supuesto, que podamos considerar el amor como un vínculo profundo susceptible de durar años, incluso una vida entera; también han puesto en evidencia los considerables beneficios de esos vínculos para la salud física y mental.7 Piensan, sin embargo, que el estado duradero llamado amor por la mayoría de la gente es el resultado de la acumulación de innumerables momentos, mucho más breves, durante los cuales se experimenta esta resonancia emocional positiva.

Asimismo, es la acumulación de disonancias afectivas, momentos repetidos de compartir emociones negativas, lo que erosiona y acaba por destruir esos lazos profundos y de larga duración. En el caso del apego posesivo, por ejemplo, esa resonancia desaparece; en el caso de los celos, se envenena y se transforma en resonancia negativa.

El amor permite ver al otro con solicitud, benevolencia y compasión. Se vincula así al altruismo en la medida en que nos sentimos sinceramente afectados por el destino de otro y por su propio bien.8 Dista mucho de otros tipos de relaciones. En una etapa más temprana de su carrera, Fredrickson se había interesado por lo que considera en las antípodas del amor, a saber, el hecho de considerar a la mujer (o al hombre), como un «objeto sexual» que puede tener tantos efectos perjudiciales como el amor los tiene positivos. Aquí se trata, en efecto, de una inversión no en el bienestar del otro, sino en su apariencia física y en su sexualidad, no por el otro, que no es considerado entonces más que como un instrumento, sino por sí mismo, por su propio placer.9

En menor medida, el apego posesivo asfixia la resonancia positiva. No alimentar esos apegos no significa que amemos menos a alguien, sino que no estamos preocupados ante todo por el amor a nosotros mismos a través del amor que pretendemos dar al otro. El amor es altruista cuando se manifiesta como la alegría de compartir la vida de quienes nos rodean, amigos, compañeros, esposa o marido, y de contribuir a su felicidad un instante tras otro. En lugar de estar obsesionados por el otro, nos sentimos preocupados por su felicidad; en lugar de querer poseerlo, nos sentimos responsables de su bienestar; en vez de esperar ansiosamente una gratificación de su parte, sabemos dar y recibir con alegría y benevolencia.

Esta resonancia positiva pueden experimentarla en todo momento dos o más personas. Un amor semejante no está, pues, reservado a un cónyuge ni a una pareja, no se reduce a los sentimientos de ternura que se experimentan por los hijos, los padres o los parientes. Puede presentarse en cualquier momento, con una persona sentada a nuestro lado en un tren, cuando nuestra atención benévola ha suscitado una actitud análoga, en el respeto y la apreciación mutuas.

Este concepto de amor concebido como una resonancia mutua difiere, no obstante, del altruismo extendido tal como lo hemos definido más arriba y que, por su parte, consiste en una benevolencia incondicional, no necesariamente mutua, y que no depende de la manera como el otro nos trata o se comporta.

La biología del amor

El amor, en tanto que resonancia positiva, está profundamente inscrito en nuestra constitución biológica y resulta, en el plano fisiológico, de la interacción de la actividad de ciertas áreas cerebrales (vinculadas a la empatía, al amor maternal y al sentimiento de satisfacción), de la oxitocina (un péptido fabricado en el cerebro que influye en las interacciones sociales) y del nervio vago, que tiene por virtud calmar y facilitar la vinculación con el otro.

Los datos científicos obtenidos en el curso de las dos últimas décadas han demostrado cómo el amor, o su ausencia, modifica fundamentalmente nuestra fisiología y la regulación de un conjunto de sustancias bioquímicas que pueden incluso influir en la manera como nuestros genes se expresan en el seno de nuestras células. Este conjunto de interacciones complejas afecta profundamente nuestra salud física, nuestra vitalidad y nuestro bienestar.

Cuando dos cerebros se ponen de acuerdo

Ocurre con frecuencia que dos personas que conversan y pasan un rato juntas se sienten perfectamente en consonancia una con otra. En otros casos, la comunicación no se produce y no se aprecia en absoluto el tiempo compartido.

Es precisamente lo que ha estudiado el equipo de Uri Hasson en la Universidad de Princeton. Esos neurocientíficos han podido demostrar cómo los cerebros de dos personas vinculadas por una conversación adoptan configuraciones neuronales muy similares y entran en resonancia. Han comprobado que el simple hecho de escuchar atentamente las palabras de otro y hablarle desencadena la activación de las mismas áreas cerebrales en ambos cerebros de modo notablemente sincrónico.16 Hasson habla de «un mismo acto realizado por dos cerebros». En lenguaje corriente se dirá que «dos espíritus se encuentran». Hasson piensa que ese acoplamiento de los cerebros es esencial para la comunicación.10 También ha demostrado que se hallaba muy pronunciado en la ínsula, un área del cerebro que, como hemos visto,17 se encuentra en el meollo de la empatía e indica una resonancia emocional.11 La sincronización es particularmente elevada en los momentos más emocionales de la conversación.12

Esos resultados han llevado a Fredrickson a deducir que los micromomentos de amor, de resonancia positiva, son, también ellos, un solo acto realizado por dos cerebros. Una buena comprensión mutua es, según ella, fuente de una solicitud mutua, a partir de la cual las intenciones y las acciones benévolas van a manifestarse de manera espontánea.13 Nuestra experiencia subjetiva pasa así de una atención habitualmente centrada en el «Yo» a una atención más generosa y abierta al «nosotros».14

Pero eso no es todo. El equipo de Uri Hasson también ha demostrado que nuestro cerebro llega incluso a anticipar unos cuantos segundos la expresión de la actividad del cerebro del otro. Una conversación durante la cual se produce una resonancia empática positiva conlleva así una anticipación emocional de lo que la otra persona está a punto de decir. Es un hecho que estar muy atento al otro nos lleva, la mayor parte del tiempo, a anticipar lo que va a contarnos y los sentimientos que va a expresar.

Se ha hablado mucho del fenómeno de las «neuronas espejo». Están presentes en áreas minúsculas del cerebro y son activadas cuando vemos, por ejemplo, que otro hace un gesto que nos interesa.15 Esas neuronas fueron descubiertas por casualidad en el laboratorio de Giacomo Rizzolatti, en Parma (Italia). Los investigadores estudiaban la activación de un tipo particular de neuronas en el mono que coge un plátano. Y resulta que cuando estaban comiendo en el laboratorio, en presencia de los monos, se dieron cuenta de que la grabadora crepitaba cada vez que un investigador se llevaba comida a la boca: las neuronas de los monos también eran activadas. Este descubrimiento revelaba que las mismas zonas cerebrales son activadas en una persona que realiza un gesto y en la que la observa. Las neuronas espejo pueden, pues, suministrar una base elemental a la imitación y a la resonancia intersubjetiva. Sin embargo, el fenómeno de la empatía, que incluye aspectos emocionales y aspectos cognitivos, es mucho más complejo e implica numerosas áreas del cerebro.

La oxitocina y las interacciones sociales

Las investigaciones en el ámbito de la química del cerebro han llevado asimismo a interesantes descubrimientos en el ámbito de las interacciones sociales, después de que Sue Carter y sus colaboradores pusieran de manifiesto los efectos de un péptido, la oxitocina, fabricado en el cerebro por el hipotálamo, y que circula también por todo el cuerpo. Esos investigadores estudiaban a los campañoles o ratones de campo, que son monógamos a diferencia de sus homólogos de las montañas. Comprobaron que el nivel de oxitocina era más elevado en el cerebro de los primeros que en el de los segundos. A continuación demostraron que si se aumenta artificialmente el nivel de oxitocina en el cerebro de los ratones de las praderas, su tendencia a permanecer juntos y acurrucarse unos contra otros es aún más fuerte que la acostumbrada. En cambio, si se inhibe la producción de oxitocina en los machos de las praderas, se vuelven tan volubles como sus primos de las montañas.16

La oxitocina también está vinculada al amor maternal. Si se inhibe la producción de oxitocina en las ovejas, descuidan a sus crías recién nacidas. En cambio, cuando una rata lame a sus pequeños y se ocupa de ellos atentamente, aumenta17 el número de receptores sensibles a la oxitocina en la amígdala (un área pequeña del cerebro, esencial para la expresión de las emociones) y en las regiones subcorticales del cerebro. Los ratoncillos así tratados con afecto demuestran luego ser más tranquilos, más curiosos y menos ansiosos que los otros. Los trabajos de Michael Meaney también han demostrado que en los ratoncillos que son bien cuidados por su madre durante sus diez primeros días de vida, la expresión de los genes que inducen al estrés está bloqueada.18

En los humanos, la tasa de oxitocina aumenta mucho durante las relaciones sexuales, pero también en el parto y justo antes de la lactancia. Aunque las fluctuaciones más sutiles de la oxitocina en los seres humanos sean difíciles de estudiar con técnicas no invasivas, las investigaciones se han visto enormemente facilitadas cuando se comprobó que la oxitocina inhalada por vaporización llegaba hasta el cerebro. Esta técnica ha permitido mostrar que las personas que respiraron una bocanada de oxitocina percibían mejor las señales interpersonales, miraban más a menudo a los ojos de los otros y prestaban más atención a sus sonrisas y a los sutiles matices emocionales que expresaban sus caras. Así manifestaban una mayor capacidad para captar correctamente los sentimientos del otro.19

En el laboratorio de Ernst Fehr, en Zúrich, Michael Kosfeld y Markus Heinrichs pidieron a unos voluntarios que participaran en un «juego de confianza», después de haber inhalado u oxitocina o un placebo.20 En el juego tenían que decidir qué suma aceptaban prestarle al que jugaba con él, quien luego podía o bien devolverles el dinero, o bien quedárselo. A pesar del riesgo de deslealtad, los que habían inhalado oxitocina tenían dos veces más confianza en su compañero de juego que quienes habían aspirado un placebo.18 Otros investigadores han demostrado que, al compartir una información que debía seguir siendo confidencial, la confianza en el otro había aumentado un 44 % después de una inhalación de oxitocina.21 Un conjunto de trabajos ha corroborado ahora que inhalar bocanadas de oxitocina vuelve a la gente más confiada, más generosa, más cooperativa, más sensible a las emociones de otro, más constructiva en las comunicaciones y más caritativa en sus juicios.

Los neurocientíficos han demostrado incluso que una sola inhalación de oxitocina bastaba para inhibir la parte de la amígdala que se activa cuando sentimos cólera, miedo y nos sentimos amenazados, así como para estimular la parte de la amígdala que normalmente se activa cuando hay interacciones sociales positivas.22

De manera más general, los investigadores han demostrado que la oxitocina desempeña un papel importante en las reacciones que consisten en «calmar y conectar», en los comportamientos que llevan a un apaciguamiento y a un «relacionar», por oposición al reflejo de huida o ataque.23 Apacigua, en efecto, las fobias sociales y estimula nuestra capacidad para vincularnos a los otros.24 Como los seres necesitan vínculos enriquecedores, no solamente para reproducirse, sino también para sobrevivir y prosperar, la oxitocina ha sido calificada por los neurobiólogos como «gran facilitadora de vida».25

La oxitocina conoció, pues, su hora de celebridad después de haber sido bautizada por los medios como «hormona del amor» y «hormona de los mimosos». La situación es, de hecho, más compleja. La oxitocina tiene un efecto indudable sobre la naturaleza de las interacciones sociales, pero no únicamente de manera positiva. Se ha demostrado que, si bien refuerza la confianza y la generosidad en ciertas situaciones y para ciertas personas, en otras circunstancias y para individuos dotados de rasgos de carácter diferentes, puede igualmente aumentar los celos, la tendencia a alegrarse de la desgracia de los otros, así como el favoritismo hacia los miembros de su propio clan.26 Así, un estudio demostró que después de haber inhalado oxitocina, algunos voluntarios eran más cooperadores con quienes consideraban como pertenecientes a «los suyos», pero menos cooperadores con quienes pertenecían a otros grupos.27

Parece, pues, que según las situaciones y los individuos, la oxitocina puede en ciertos casos reforzar nuestros comportamientos a favor de las obras sociales, y en otros, nuestras tendencias a discriminar entre nuestros parientes y quienes no pertenecen a nuestro grupo. La observación de estos efectos en apariencia contradictorios ha llevado a Sue Carter a aventurar la hipótesis de que este péptido cerebral participaría en un sistema de regulación de los comportamientos sociales, y que su acción se imprimiría sobre el telón de fondo de nuestra historia personal y nuestros rasgos emocionales. La oxitocina actuaría también intensificando nuestra atención por los indicios sociales, ayudándonos así a resaltarlos. Bajo el efecto de este neuropéptido, una naturaleza sociable se manifestará plenamente, mientras que en un temperamento ansioso o celoso, la oxitocina no hará sino exacerbar esos sentimientos. Hasta ahora no se ha hecho ningún estudio específico sobre los efectos potenciales de la oxitocina en nuestras motivaciones altruistas, y queda, pues, mucho por explorar acerca de su papel en las relaciones humanas.

Calmar y abrirse a los otros: el papel del nervio vago

El nervio vago une el cerebro con el corazón y varios otros órganos. En situaciones de miedo, cuando el corazón se nos sale del pecho y estamos dispuestos a huir o a enfrentarnos a un adversario, él es el que vuelve a calmar nuestro organismo y facilita la comunicación con el otro.

Además, el nervio vago estimula los músculos faciales, permitiéndonos adoptar expresiones en armonía con las de nuestro interlocutor y mirarlo con frecuencia a los ojos. Ajusta asimismo los diminutos músculos de la oreja mediana, que permiten concentrarse en la voz de alguien en medio del ruido que nos rodea. Su actividad favorece así los intercambios y aumenta las posibilidades de resonancia positiva.28

El tono vagal refleja la actividad del nervio vago y puede ser evaluado midiendo la influencia del ritmo respiratorio sobre el ritmo cardíaco. Un tono vagal elevado es bueno para la salud física y mental. Acelera las palpitaciones del corazón cuando aspiramos (lo cual permite distribuir con rapidez la sangre oxigenada poco antes), y las aminora cuando espiramos (tratándolo con miramientos en un momento en que es inútil hacer circular la sangre con rapidez). Normalmente, nuestro tono vagal es en extremo estable de un año a otro e influye en nuestra salud con el tiempo. No obstante, difiere notablemente de una persona a otra.

Se ha comprobado que quienes tienen un tono vagal elevado se adaptan mejor física y mentalmente a circunstancias cambiantes, son más aptos para regular sus procesos fisiológicos internos (azúcar en la sangre, respuesta inflamatoria), así como sus emociones, su atención y su comportamiento. Están menos expuestos a las crisis cardíacas y se recuperan más rápidamente en casos de infarto.29 El tono vagal es también un indicador de la solidez del sistema inmunitario. Además, un tono vagal elevado se asocia a una disminución de la inflamación crónica que, a su vez, aumenta los riesgos de accidente vascular cerebral, diabetes y ciertos tipos de cáncer.30

Estos datos un tanto técnicos adquieren una importancia particular cuando se sabe que Barbara Fredrickson y su equipo han demostrado que era posible mejorar considerablemente el tono vagal recurriendo a la meditación sobre el amor altruista.

Cultivar el amor a lo cotidiano

Tras haber comprobado las cualidades de las emociones positivas en general y del amor en particular, Barbara Fredrickson se preguntó cómo poner de manifiesto las relaciones de causa-efecto (y no simples correlaciones) entre el incremento del amor altruista y el aumento de las cualidades que hemos descrito en este capítulo: la alegría, la serenidad y la gratitud, por ejemplo. Fredrickson decidió comparar en condiciones rigurosas a un grupo destinado a sentir cada día más amor y otras emociones benéficas con un grupo testigo, haciendo por sorteo el reparto entre los dos grupos. Quedaba por saber cómo hacer que los sujetos de uno de los grupos sintiera más emociones positivas.

La investigadora se interesó entonces por una técnica ancestral practicada desde hace dos mil quinientos años por los meditadores budistas: el entrenamiento en el amor benévolo, o amor altruista, a menudo enseñado en Occidente bajo el nombre de metta (un término pali, la lengua original del budismo). Fredrickson se dio cuenta de que esta práctica, cuyo objetivo es precisamente producir al hilo del tiempo un cambio metódico y voluntario, correspondía exactamente a lo que estaba investigando.31

Para el experimento contrató a ciento cuarenta adultos que gozaban de buena salud (setenta en cada grupo), sin inclinación espiritual particular ni experiencia en la meditación. El experimento duró siete semanas. Durante ese tiempo, los sujetos del primer grupo, repartidos en equipos de una veintena de personas, recibieron un cursillo sobre la meditación del amor altruista impartido por un instructor calificado, y practicaron luego, generalmente solos y durante unos veinte minutos por día, lo que habían aprendido. Durante la primera semana, se hizo hincapié en el amor benévolo hacia uno mismo, durante la segunda, hacia los parientes, y durante las cinco últimas semanas la meditación tuvo por objeto no solamente los parientes de los participantes, sino también a todos los conocidos, desconocidos y, finalmente, a la totalidad de los seres.

Los resultados fueron muy claros: este grupo, que sólo estaba constituido, sin embargo, por novicios en materia de meditación, había aprendido a calmar su espíritu y, más aún, a desarrollar notablemente su capacidad de amor y de benevolencia. Comparados con las personas del grupo testigo (a las que se les ofreció participar en el mismo entrenamiento una vez que terminara el experimento), los sujetos que habían practicado la meditación sentían más amor y compromiso en sus actividades cotidianas, más serenidad, alegría y otras emociones benéficas.32 En el curso del entrenamiento, Fredrickson advirtió asimismo que los efectos positivos de la meditación sobre el amor altruista persistían durante el día, fuera de la sesión de meditación, y que, día tras día, se observaba un efecto acumulativo.

Las mediciones de la condición física de los participantes demostraron también que su estado de salud había experimentado una neta mejoría. Incluso su tono vagal, que como hemos visto no cambiaba normalmente en el curso del tiempo, había aumentado.33 Hasta el punto de que el psicólogo Paul Ekman, en uno de nuestros encuentros, sugirió crear «gimnasios del amor altruista»; aludía a esos salones de cultura física que encontramos por todas partes en las ciudades, debido a los beneficios, también ampliamente demostrados, del ejercicio físico regular sobre la salud.

Amor y altruismo: emoción pasajera y disposición duradera

Al término de este capítulo se imponen unas cuantas reflexiones. Los trabajos de investigación que acabamos de mencionar son a buen seguro apasionantes, y las diversas prácticas que describe Barbara Fredrickson son susceptibles de mejorar considerablemente la calidad de vida de cada uno de nosotros. Para Barbara, con quien tuve la ocasión de comentar estas cuestiones, «el amor es ante todo una emoción, un estado momentáneo que surge para impregnar tanto el espíritu como el cuerpo».34 Exige también, según ella, la presencia del otro:

Eso significa que cuando tú, a solas, piensas en aquellos a quienes amas, reflexionas sobre tus relaciones amorosas pasadas, aspiras a más amor, o incluso cuando practicas la meditación sobre el altruismo o bien escribes una carta de amor apasionada, en ese momento preciso no tienes la experiencia del amor verdadero. Cierto es que las fuertes sensaciones que experimentas estando solo son importantes y desempeñan un papel absolutamente esencial para tu salud y tu bienestar. Pero no están (aún) compartidas y les falta, pues, el ingrediente esencial e innegablemente físico de la resonancia. La presencia física es la clave del amor, de la resonancia positiva.35

Sin negar en absoluto la importancia y la cualidad muy particulares de las interacciones físicas con otro ser humano, no hay que perder de vista por ello dos dimensiones suplementarias y esenciales del altruismo.

Si, en cambio, las emociones no duran, su repetición acaba por generar disposiciones más duraderas. Cuando una persona dotada de una disposición altruista entra en resonancia con otra, esta resonancia estará siempre impregnada de benevolencia. Cuando esta disposición es débil, las resonancias positivas momentáneas pueden estar, en los instantes que siguen, asociadas a motivaciones egoístas que limitarán sus efectos positivos. De ahí la importancia, como es el caso en la meditación budista estudiada por Barbara Fredrickson, de cultivar con perseverancia no solamente los momentos de resonancia positiva, sino también una motivación altruista duradera.

Eso nos lleva a la segunda dimensión: el aspecto cognitivo, más amplio aún que el aspecto emocional y menos vulnerable a los cambios de humor. Esta dimensión cognitiva permite extender a un gran número de seres, incluyendo aquellos con los que nunca tendremos la ocasión de toparnos, un altruismo sin límites. Es también integrando estas distintas dimensiones vinculadas a las emociones momentáneas y renovables, a los procesos cognitivos y a las disposiciones duraderas como el amor altruista podrá alcanzar su punto óptimo.


16 Se trata de reacciones al contenido de la conversación y no sólo al sonido de la voz del otro o de la propia voz cuando es uno el que habla. En efecto, la sincronización de las actividades cerebrales cesa si la otra persona habla una lengua extranjera, como el ruso, que el que escucha no comprende.

17 En el capítulo 4, «De la empatía a la compasión en un laboratorio de neurociencias».

18 Estos investigadores han demostrado que la oxitocina no aumenta la disposición a correr riesgos en general (por ejemplo, saltar en paracaídas), sino más específicamente a aceptar correr un riesgo cuando decidimos confiar en otro, estando en juego nuestros intereses.