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¿Qué es la empatía?

«Empatía» es un término empleado cada vez con más frecuencia, tanto por los científicos como en el habla corriente. De hecho, comprende varios estados mentales distintos que nos esforzaremos por precisar. La palabra «empatía» es una traducción de la palabra alemana Einfühlung, que remite a la ‘capacidad de sentir al otro desde el interior’; fue utilizada por primera vez por el psicólogo alemán Robert Vischer en 1873 para designar la proyección mental de uno mismo en un objeto exterior, una casa, un viejo árbol nudoso o una colina barrida por los vientos, al cual uno se asocia subjetivamente.10 El filósofo Theodor Lipps extendió luego la noción para describir el sentimiento de un artista que se proyecta por su imaginación no solamente en un objeto inanimado, sino también en la experiencia vivida de otra persona, y propuso el siguiente ejemplo para ilustrar el sentido de este vocablo: participamos intensamente en la caminata de un equilibrista por su cuerda rígida. No podemos evitar entrar en su cuerpo y dar mentalmente cada paso con él.1 Además, añadimos a eso sensaciones de inquietud y vértigo de las que el equilibrista está felizmente exento.

La empatía puede desencadenarse por una percepción afectiva de lo sentido por el otro o por la imaginación cognitiva de lo que vivió. En ambos casos, la persona hace una clara distinción entre lo que ha sentido ella misma y lo del otro, a diferencia del contagio emocional, durante el cual esa diferenciación es más borrosa.2

La empatía afectiva se produce, pues, espontáneamente cuando entramos en resonancia con la situación y los sentimientos de otra persona, con las emociones que se manifiestan en las expresiones de su rostro, su mirada, su tono de voz y su comportamiento.

La dimensión cognitiva de la empatía nace al evocar mentalmente una experiencia vivida por otra persona, ya sea imaginando lo que siente y la manera como su experiencia la afecta, ya sea imaginando lo que nosotros sentiríamos en su lugar.

La empatía puede conducir a una motivación altruista, pero también puede, cuando se ve enfrentada a los sufrimientos de otro, generar un sentimiento de de­samparo y de evitación que incita a replegarse en sí mismo o a apartarse de los sufrimientos de los que se es testigo.

Los significados atribuidos por algunos pensadores y diferentes investigadores a la palabra «empatía», así como a otros conceptos próximos, tales como la simpatía y la compasión, son múltiples y pueden, por eso, prestarse fácilmente a la confusión. Sin embargo, las investigaciones científicas llevadas a cabo en las décadas de 1970 y 1980 por los psicólogos Daniel Batson, Jack Dovidio y Nancy Eisenberg, así como, en fecha más reciente, por los neurocientíficos Jean Decety y Tania Singer, han permitido detectar los matices de este concepto y examinar sus vínculos con el altruismo.

Entrar en resonancia con el otro

La empatía afectiva consiste, pues, en entrar en resonancia con los sentimientos del otro, tanto la alegría como el sufrimiento. Inevitablemente nuestras propias emociones y proyecciones mentales se mezclan con la representación de los sentimientos del otro, a veces sin que se puedan distinguir unos de otros.

Según el psicólogo Paul Ekman, eminente especialista de las emociones, esta toma de conciencia empática se desarrolla en dos etapas: empezamos por reconocer lo que el otro siente, luego entramos en resonancia con sus sentimientos.3 Como mostró Darwin en su tratado titulado La expresión de las emociones en el hombre y los animales, la evolución nos proporcionó la capacidad de leer las emociones de otro en las expresiones de su rostro, según su tono de voz y su postura física.4 No obstante, este proceso es deformado por nuestras propias emociones y nuestros prejuicios, que actúan como filtros. Así, Darwin tardó un tiempo antes de militar con pasión por la abolición de la esclavitud. Para eso tuvo que sentirse profundamente afectado por la manera como trataban a los esclavos con los que se topó durante los años que pasó navegando en el Beagle. Según las teorías en curso en su época, los blancos y los negros tenían orígenes diferentes; estos últimos se hallaban en un plano intermedio entre el hombre y el animal, y eran tratados en consecuencia. Sólo después de haberse enfrentado al destino de los esclavos y haber sentido en lo más profundo de sí mismo sus sufrimientos, se convirtió Darwin en un ardiente abogado de la abolición de la esclavitud.

Resonancias convergentes y divergentes

Ekman distingue dos tipos de resonancia afectiva. La primera es la resonancia convergente: yo sufro cuando usted sufre, monto en cólera cuando lo veo encolerizado. Si, por ejemplo, su esposa vuelve a casa indignada porque su jefe se ha portado mal con ella, usted se indigna y exclama furioso: «De verdad, siento mucho que hayas tenido que soportar a semejante sinvergüenza, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Quieres una taza de té, o prefieres que salgamos a dar un paseo?» Su reacción acompaña las emociones de su esposa, pero en una tonalidad emocional diferente. El distanciamiento le permite ayudarla desmantelando los sentimientos de cólera y amargura de su esposa. En los dos casos, la gente mira con buenos ojos que nos preocupemos así de sus sentimientos.

En cambio, si usted no entra fácilmente en resonancia con los sentimientos de su esposa, le dirá algo así como: «¿Pasaste un mal rato? ¡Y a mí qué! Ya verás cómo te las arreglas», lo que no le aportará ningún consuelo.

Empatía y simpatía

En español, en la lengua corriente, la palabra «simpatía» ha conservado su sentido etimológico, que proviene del griego sympatheia, ‘afinidad natural’. Sentir simpatía por alguien significa que sentimos cierta afinidad con esa persona, que nos sentimos de acuerdo con sus sentimientos y que la consideramos con benevolencia.11

La simpatía nos abre al otro y reduce las barreras que nos separan de él. Cuando decimos a alguien: «Cuenta usted con toda mi simpatía», significa que comprendemos las dificultades en las que se encuentra esa persona y convenimos en que sus aspiraciones a liberarse de ellas están justificadas, o incluso que le manifestamos un apoyo benévolo.

Sin embargo, Darwin, al igual que algunos psicólogos, como Nancy Eisenberg,5 una pionera en el estudio del altruismo, definen más precisamente la simpatía como la solicitud o la compasión hacia otra persona, sentimiento que nos lleva a desear que sea feliz o que su destino mejore.

Según Nancy Eisenberg, empezamos por sentir una resonancia emocional generalmente asociada a una resonancia cognitiva que nos lleva a tener en cuenta la situación y el punto de vista del otro. El recuerdo de nuestras propias experiencias pasadas se suma a esos sentimientos para desencadenar una movilización interior. La totalidad de este proceso conlleva una reacción frente al destino del otro. Esta reacción dependerá particularmente de la intensidad de nuestras emociones y de la manera como las controlemos. Una reacción de aversión o de evitación también puede producirse.

Según los casos, estas reacciones conducirán a la simpatía y a los comportamientos sociales altruistas, o bien al desánimo egocéntrico, que se traducirá ya sea en un comportamiento de evitación, ya sea en una reacción egoísta prosocial que nos impulsa a ayudar sobre todo para calmar nuestra ansiedad.

El primatólogo Frans de Waal, a su vez, considera la simpatía como una forma activa de la empatía: «La empatía es el proceso por el cual reunimos informaciones sobre otra persona. La simpatía, en cambio, refleja el hecho de sentirnos interesados por el otro y el deseo de mejorar su situación».6 Intentemos precisar las relaciones entre la empatía y el altruismo para ver con más claridad todas estas definiciones.

¿Es necesario sentir lo que el otro siente para manifestar altruismo hacia él?

Entrar en resonancia afectiva con otro puede sin duda ayudar a desencadenar una actitud altruista, pero no es en absoluto indispensable que yo sienta lo que el otro siente. Imaginemos que voy sentado en un avión junto a una persona aterrorizada por los viajes aéreos y visiblemente atenazada por un malestar inexpresable. Hace buen tiempo, el piloto es experimentado y aunque yo me siento personalmente a gusto, eso no me impide sentir y manifestar una solicitud sincera hacia esa persona y tranquilizarla lo mejor posible con una presencia de ánimo tranquila y cálida. Por mi parte, al no sentir ninguna ansiedad, no estoy perturbado por lo que ella siente, pero siento solicitud hacia ella y lo que siente. Y es precisamente esa calma lo que me permite ofrecerle ese acompañamiento y tranquilizarla.

Del mismo modo, si sé que la persona que se encuentra frente a mí tiene una enfermedad grave, aunque ella todavía no lo sepa ni sufra aún físicamente por eso, yo siento un poderoso sentimiento de compasión y de amor. En este caso, no se trata de sentir lo que ella siente, pues aún no está sufriendo.

Dicho esto, imaginar lo que otro siente entrando en resonancia afectiva con él puede despertar en mí una compasión más intensa y una solicitud empática más activa, pues habré tomado conciencia claramente de sus necesidades por mi experiencia personal. Es esa capacidad de sentir lo que el otro siente lo que les falta a los indiferentes ante el destino de los otros, a los psicópatas en particular.

Ponerse en el lugar del otro

Imaginarse en el lugar del otro, preguntarse cuáles son sus esperanzas y sus miedos, y considerar la situación desde su punto de vista son, cuando nos tomamos la molestia de hacer esta gestión, poderosos medios para experimentar empatía. Para sentirse interesado por el destino de otro, es esencial considerar atentamente su situación, adoptar su punto de vista y darse cuenta de lo que sentiríamos si nos encontrásemos en esa situación. Como apuntaba Jean-Jacques Rousseau: «El rico apenas tiene compasión por el pobre porque no puede imaginarse pobre».

Es importante, en efecto, dar un rostro al sufrimiento del otro: éste no es una entidad abstracta, un objeto, un individuo lejano y fundamentalmente separado de todo. A veces oímos hablar de situaciones trágicas que para nosotros siguen siendo desencarnadas. Luego vemos imágenes, miradas, escuchamos voces, y todo cambia. Más que las llamadas de las organizaciones humanitarias, las caras demacradas y los cuerpos esqueléticos de los niños de Biafra, difundidos por esas organizaciones y los medios del mundo entero, contribuyeron a movilizar a las naciones e incitarlas a remediar la trágica hambruna que causó estragos entre 1968 y 1970.12 Cuando percibimos el sufrimiento del otro de manera palpable, la cuestión ya no se plantea: yo le concedo valor espontáneamente y me siento interesado por su destino.

Un catedrático estadounidense cuenta cómo, durante los primeros años de la epidemia del sida, cuando la enfermedad llevaba la impronta de la infamia, la mayoría de los jóvenes de su clase adoptaban una actitud muy negativa ante los enfermos atacados por ese mal. Algunos hasta llegaban a decir que «esos merecían morir». Otros preferían alejarse de ellos diciendo: «No quiero tener nada que ver con esa gente». Pero después de que el catedrático proyectara un documental sobre el sida, que daba un rostro a los sufrimientos de los moribundos, la mayoría de los alumnos quedaron conmovidos y algunos incluso tenían lágrimas en los ojos.7

Numerosos soldados han relatado que al encontrar en los bolsillos o en el macuto del adversario las fotos de su familia, visualizaban de pronto la vida de ese hombre y comprendían que era su semejante. En su novela Sin novedad en el frente, inspirada en sus propias experiencias, Erich Maria Remarque describe los sentimientos de un joven soldado alemán que acaba de matar a un enemigo con sus propias manos y se dirige a él:

Tú no has sido para mí sino una idea, una combinación surgida en mi cerebro y que ha suscitado en mí una resolución. Es esa combinación la que yo he apuñalado. Ahora caigo en la cuenta por primera vez de que eres un hombre como yo. Había pensado en tus granadas, en tu bayoneta y en tus armas. Ahora es tu mujer a la que veo, así como tu cara y lo que hay de común en nosotros. Perdóname, camarada. Siempre vemos las cosas demasiado tarde. ¿Por qué no nos dicen sin cesar que vosotros también sois unos pobres perros como nosotros, que vuestras madres se atormentan como las nuestras y que todos tenemos el mismo miedo a la muerte, la misma manera de morir y los mismos sufrimientos? Perdóname, camarada. ¿Cómo has podido ser mi enemigo?8

El filósofo estadounidense Charlie Dunbar Broad constata muy acertadamente: «Gran parte de la crueldad que la gente aplaude o tolera lo es únicamente porque esas personas son demasiado estúpidas para imaginarse ellas mismas en la situación de las víctimas, o se abstienen deliberadamente de hacerlo».9

¿Es necesario reflexionar mucho tiempo para imaginarse el suplicio de una mujer adúltera lapidada piedra tras piedra, o los sentimientos de un condenado a muerte, culpable o inocente, que está a punto de ser ejecutado, o incluso la desesperación de una madre que ve morir a su hijo? ¿Debemos esperar a que el sufrimiento del otro se nos imponga con una intensidad tal que ya no nos sea posible ignorarlo? ¿No es la misma ceguera lo que conduce al crimen y a la guerra? Kafka escribió a este respecto: «La guerra es una falta de imaginación monstruosa».

En mi infancia viví varios años con una de mis abuelas, que tenía todas las características de una abuela «buenaza». Cuando estábamos de vacaciones en Bretaña, esa buena abuela solía pasar sus tardes pescando con su caña en los muelles del puerto de Croisic, junto a un grupo de ancianas bretonas tocadas con la cofia de encaje blanco típica de la región de Bigoudens. Nunca se me habría ocurrido pensar que esas encantadoras damas pudieran entregarse a algo que no fuese una actividad perfectamente honorable. ¿Cómo hubiera podido mi abuela hacerle daño a alguien? Los pececillos retozones que sacaba del agua parecían juguetes que centelleaban a la luz del sol. Cierto es que había un momento penoso en el que se asfixiaban en la cesta de mimbre y sus ojos se ponían vidriosos, pero yo desviaba la mirada y prefería observar el pequeño corcho que flotaba en la superficie del agua, esperando que se hundiera, signo anunciador de que otro pez había picado. ¡Desde luego, no me hubiera imaginado estar un solo instante en la piel del pez!

Algunos años más tarde, cuando yo tenía trece, una amiga me espetó a bocajarro: «¡Cómo! ¿Tú pescas?» Su tono de asombro y reprobación a la vez, y su mirada eran suficientemente elocuentes. «¿Tú pescas?» Y de pronto la escena se me apareció en toda su realidad: el pez arrancado de su elemento vital por un gancho metálico que le atravesaba la boca, «ahogándose» en el aire como nosotros en el agua. Para atraer al pez hacia el anzuelo, yo también había atravesado a una lombriz, convirtiéndola en carnada, sacrificando así una vida para sacrificar más fácilmente otra.

Esa dulce abuela no era, pues, una «buenaza» para todo el mundo. Ni ella ni yo nos habíamos tomado hasta entonces la molestia de ponernos uno en el lugar del otro. ¿Cómo había podido yo apartar tanto tiempo la mirada de esos sufrimientos? Con el corazón contrito, renuncié de inmediato a la pesca, que no era para mí sino un pasatiempo siniestro, y unos años después me volví vegetariano por el resto de mi vida.

Sé que esas preocupaciones por pececillos pueden parecer excesivas o irrisorias en comparación con los dramas que arrasan con la vida de tantos seres humanos en el mundo, pero me parece importante comprender que la compasión verdadera no debe conocer barreras. Si no sentimos compasión por algunos sufrimientos de algunos seres, corremos el riesgo de carecer de compasión por todos los sufrimientos y todos los seres. Espontáneamente somos más proclives a sentir simpatía por alguien en quien percibimos los vínculos comunes que tienen con nosotros, vínculos que pueden ser de orden familiar, étnico, nacional, religioso, o reflejar simplemente nuestras afinidades. No obstante, la empatía debería extenderse hasta convertirse en una resonancia que nazca de nuestra humanidad compartida y del hecho de que compartimos con todos los seres sensibles la misma aversión hacia el sufrimiento.10

En la vida cotidiana, ponerse en el lugar de los otros y mirar las cosas desde su punto de vista es una necesidad si queremos vivir en armonía con nuestros semejantes. De lo contrario, corremos el riesgo de encerrarnos en nuestras fabricaciones mentales que deforman la realidad y generan tormentos inútiles. Si creo que el conductor de la unidad del metro me cierra la portezuela en la nariz, quedo contrariado y me pregunto: «¿Por qué la cierra justo delante de mí? ¡Hubiera podido dejarme pasar!» En este caso, he omitido adoptar el punto de vista del conductor, que no ve sino una oleada continua de pasajeros anónimos y cerrará forzosamente las portezuelas delante de quien sea, antes de poner en marcha la unidad.

Las diversas formas de empatía: el punto de vista de las ciencias humanas

El psicólogo Daniel Batson ha demostrado que las distintas acepciones de la palabra «empatía» proceden finalmente de dos cuestiones: ¿cómo puedo yo conocer lo que el otro piensa y siente? y ¿cuáles son los factores que me llevan a sentirme interesado por el destino del otro y a responderle con solicitud y sensibilidad?11

Batson enumeró ocho modalidades diferentes del término «empatía», que están vinculadas pero no constituyen simplemente aspectos diversos del mismo fenómeno.12 Después de analizarlas, llegó a la conclusión de que sólo una de esas formas, que él llama «solicitud empática», es a la vez necesaria y suficiente para generar una motivación altruista.13

La primera forma, el conocimiento del estado interior del otro, puede proporcionarnos razones para sentir solicitud hacia él, pero no es ni suficiente ni indispensable para hacer que surja una motivación altruista. Podemos, en efecto, ser conscientes de lo que alguien piensa o siente, permaneciendo indiferentes a su destino.

La segunda forma es la imitación motriz y neuronal. Preston y De Waal fueron los primeros en proponer un modelo teórico para los mecanismos neuronales que subyacen a la empatía y el contagio emocional. Según estos investigadores, el hecho de percibir a alguien en una situación dada induce a nuestro sistema neuronal a adoptar un estado análogo al suyo, lo que conlleva un mimetismo corporal y facial acompañado de sensaciones similares a las del otro.14 Este proceso de imitación por observación de los comportamientos físicos se encuentra también en la base de los procesos de aprendizaje transmitidos de un individuo a otro. Según la neurocientífica Tania Singer, este modelo no distingue claramente la empatía, en la que se establece sin ambigüedad la diferencia entre sí mismo y el otro, de un simple contagio emocional, en el que confundimos nuestras emociones con las del otro. Según Batson, este proceso puede contribuir a generar sentimientos de empatía, pero no basta para explicarlos. En efecto, no imitamos sistemáticamente las acciones de los otros: reaccionamos con intensidad al observar a un futbolista que mete un gol, pero no nos sentimos forzosamente proclives a imitar ni a resonar emocionalmente con alguien que está ordenando sus papeles o comiendo un plato que no nos gusta.

La tercera forma, la resonancia emocional, nos permite sentir lo que el otro siente, sin importar que ese sentimiento sea de alegría o tristeza.15 Nos es imposible vivir exactamente la misma experiencia que otro, pero podemos sentir emociones similares. Nada mejor para ponernos de buen humor que observar la gran alegría de un grupo de amigos que se reencuentran; y al contrario, el espectáculo de personas que son presa de una enorme tristeza nos conmueve y hasta hace brotar lágrimas de nuestros ojos. Sentir de manera aproximada lo que ha vivido el otro puede desencadenar una motivación altruista, pero aquí también, este tipo de emoción no es ni indispensable ni suficiente.16 En algunos casos, el hecho de sentir la emoción del otro corre el riesgo de inhibir nuestra solicitud. Si frente a una persona aterrorizada empezamos también nosotros a sentir miedo, podremos sentirnos más concernidos por nuestra propia ansiedad que por el destino del otro.17Además, para generar una motivación semejante, basta con tomar conciencia del sufrimiento del otro, sin que sea necesario sufrir uno mismo.

La cuarta forma consiste en proyectarse intuitivamente en la situación del otro. Es la experiencia a la cual se refería Theodor Lipps al utilizar la palabra Einfühlung. Sin embargo, para sentirse interesado por el destino del otro no es necesario imaginarse todos los detalles de su experiencia: basta con saber que sufre. Además, corremos el riesgo de equivocarnos imaginando lo que el otro siente.

La quinta forma es la de representarnos lo más claramente posible los sentimientos del otro en función de lo que nos dice, de lo que observamos, y de nuestro conocimiento de esa persona, de sus valores y aspiraciones. Sin embargo, el simple hecho de representarse así el estado interior de otro no garantiza el surgimiento de una motivación altruista.18 Una persona calculadora y malintencionada puede utilizar el conocimiento de lo que usted ha vivido interiormente para manipularlo y hacerle daño.

La sexta forma consiste en imaginar lo que sentiríamos si estuviéramos en el lugar del otro con nuestro propio carácter, nuestras aspiraciones y nuestra visión del mundo. Si uno de sus amigos es muy aficionado a la ópera o al rock and roll y usted no soporta ese género de música, podrá usted sin duda imaginarse que él siente placer y alegrarse por ello, pero si usted mismo estuviera sentado en la primera fila, no sentiría sino irritación. Por eso George Bernard Shaw escribió: «No hagáis a los otros lo que desearíais que os hagan, pues no tienen necesariamente los mismos gustos que vosotros».

La séptima forma es el desamparo empático que sentimos cuando somos testigos del sufrimiento de otro o lo evocamos. Esta forma de empatía corre más riesgo de culminar en un comportamiento de evitación que en una actitud altruista. En efecto, no se trata de una preocupación por el otro ni de ponerse en el lugar del otro, sino de una ansiedad personal desencadenada por el otro.19

Un sentimiento de desamparo semejante no conllevará necesariamente una reac­ción de solicitud ni una respuesta apropiada al sufrimiento del otro, sobre todo si podemos reducir nuestra ansiedad apartando nuestra atención del dolor que él siente.

Algunas personas no soportan ver imágenes conmovedoras. Prefieren apartar la mirada de dichas representaciones, que les hacen daño, antes que tomar nota de la realidad. Ahora bien, elegir una escapatoria física o psicológica no es en absoluto útil para las víctimas y sería mejor tomar conciencia plenamente de los hechos y actuar con miras a remediarlos.

Así, cuando la pensadora Myriam Revault d’Allonnes escribe: «Es para no sufrir yo por lo que no quiero que el otro sufra, y me intereso por él por amor a mí misma […] la compasión no es, por lo tanto, un sentimiento altruista»,20 describe el desamparo empático y no la compasión en el sentido en que la entendemos en esta obra, a saber, un estado de ánimo que procede directamente del amor altruista y se manifiesta cuando este amor es enfrentado al sufrimiento. La compasión verdadera está centrada en el otro y no en uno mismo.

Cuando estamos preocupados principalmente por nosotros mismos nos volvemos vulnerables a todo lo que pueda afectarnos. Prisionero de este estado de ánimo, nuestro valor es minado por la contemplación egocéntrica del dolor de los otros, sentido como un lastre que sólo aumenta nuestro desamparo. En el caso de la compasión, al contrario, la contemplación altruista del sufrimiento de los otros decuplica nuestro valor, nuestra disponibilidad y nuestra determinación de remediar esos tormentos.

Si ocurre que la resonancia con el sufrimiento del otro conlleva un desamparo personal, tendremos que dirigir de nuevo nuestra atención hacia el otro y reavivar nuestra capacidad de bondad y amor altruista. Para ilustrar esto, me gustaría relatar la historia siguiente, que me confió una amiga psicóloga:

En Nepal, un día, vino a mi consulta una joven, Sita, porque su hermana se acababa de suicidar ahorcándose. La atormentaba el remordimiento por no haber podido impedir un acto semejante, y se sentía perseguida por las imágenes de su hermana, a la que buscaba en todas partes entre las multitudes y aguardaba por las noches. Incapaz de concentrarse, se pasaba el día entero llorando, y cuando ya no tenía lágrimas, quedaba sumida en una postración de la que era difícil sacarla. Durante una de nuestras sesiones, me miró fijamente a los ojos; era la encarnación del sufrimiento. Y de pronto me espetó a bocajarro: «¿Sabe usted lo que es perder a una hermana de esa manera? Nunca me recuperaré; desde que nací compartíamos la misma habitación, lo hacíamos todo juntas. No supe retenerla».

Le tomé la mano y, frente a la intensidad insostenible de su sufrimiento, me sentí vacilante. Me vino a la memoria el suicidio de mi prima hermana a los dieciséis años y tuve que hacer un enorme esfuerzo para no romper a llorar yo también. Una resonancia emocional consciente me había afectado de lleno. Sabía que si lloraba con Sita, no podría ayudarla. Esperé un momento, reteniendo sus manos entre las mías, le pedí que llorara hasta quedarse sin lágrimas y respirara lentamente. Yo hacía lo mismo para calmar mi propia emoción. Era consciente de ser invadida por los asaltos de su desesperación. Conseguí calmarme y mirarla, y no hacerle caso a mi corazón, que latía con fuerza, ni a mis ojos, anegados en lágrimas, y tampoco seguir recordando a esa prima.

Por último, cuando el punto culminante emocional hubo pasado y sentí que Sita se iba liberando poco a poco del predominio de las imágenes traumáticas, le dije simplemente: «Comprendo su aflicción, pero ¿sabe?, usted no es la única que está en este caso». Esperé un momento para comprobar si me escuchaba, antes de proseguir: «Yo también perdí una prima casi a la misma edad que usted. Sé lo doloroso que es. Pero comprendí y acepté que no podía haber hecho nada en aquel momento, que no era culpa mía, y que ese dolor se puede curar». Sita levantó de golpe la cabeza para escrutarme de nuevo directamente a los ojos, por ver si decía la verdad y, más allá de eso, para verificar si era de veras posible reponerse de un mazazo semejante. Para mi gran sorpresa, se levantó y me abrazó murmurando: «Voy a intentarlo. Gracias».

En la primera parte de la consulta, la terapeuta se vio claramente dominada por el desamparo empático. Durante unos cuantos minutos, y aunque sintiese compasión, era impotente para ayudar a su paciente, a tal punto había comunidad y proyección de afectos. Sólo cuando se recuperó y volvió a concentrarse en el otro y en su dolor, fue capaz de encontrar las palabras susceptibles de ayudarlo a superar su sufrimiento.

La octava forma, la solicitud empática, consiste en tomar conciencia de las necesidades del otro y sentir luego un deseo sincero de ayudarlo. Según Daniel Batson,21 sólo esta solicitud empática es una respuesta volcada hacia el otro —y no hacia uno mismo—, respuesta que es al mismo tiempo necesaria y suficiente para desembocar en una motivación altruista. En efecto, frente al desamparo de una persona, lo esencial es adoptar la actitud que le aporte el máximo consuelo y decidir qué acción es la más apropiada para remediar sus sufrimientos. Es secundario que usted esté o no consternado, que sienta o no las mismas emociones que ella.

Daniel Batson concluye, pues, afirmando que las seis primeras formas de empatía pueden, cada una, contribuir a generar una motivación altruista, pero que ninguna de ellas garantiza el surgimiento de una motivación semejante. La séptima, el desamparo empático, por su lado, va claramente en contra del altruismo. Sólo la última, la solicitud empática, es a la vez necesaria y suficiente para hacer surgir una motivación altruista en nuestro espíritu e incitarnos a la acción.

Piedad y compasión

La piedad es un sentimiento de conmiseración egocéntrico, a menudo condescendiente, que no indica en absoluto una motivación altruista. Por ejemplo, haremos caridad imbuidos por un sentimiento de superioridad. Como dice un proverbio africano: «La mano que da está siempre más arriba que la que recibe». El filósofo Alexandre Jollien precisa: «En la piedad hay, pues, una humillación para quien la recibe. El altruismo y la compasión proceden dentro de la igualdad, sin humillar al otro». Parafraseando a Spinoza, Alexandre añade: «En la piedad, lo primero es la tristeza. Estoy triste de que el otro sufra, pero no lo amo de verdad. En la compasión, lo primero es el amor».22

El novelista Stefan Zweig también había captado bien esta diferencia cuando escribía que la piedad sentimental no es en realidad sino «la impaciencia del corazón por desembarazarse lo antes posible de la penosa emoción que nos embarga ante el sufrimiento ajeno, que no es en absoluto la compasión, sino un movimiento instintivo de defensa del alma contra el sufrimiento ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la piedad no sentimental, sino creadora, que sabe lo que quiere y está decidida a perseverar hasta el límite extremo de las fuerzas humanas».23 La piedad sentimental está emparentada con el desamparo empático que hemos descrito más arriba.

El punto de vista de la neurociencia: contagio emocional, empatía y compasión

Una nomenclatura y un análisis ligeramente diferentes han sido propuestos por la neurocientífica Tania Singer, directora del Instituto Max Planck de neurociencia de Leipzig, y la filósofa Frédérique de Vignemont. Basándose en el estudio del cerebro, han distinguido tres estados: el contagio emocional, la empatía y la compasión.24 Para ellas, estos tres estados afectivos se diferencian de una representación cognitiva, que consiste en hacerse una idea de los pensamientos y las intenciones del otro y adoptar su perspectiva subjetiva, sin por ello entrar en resonancia afectiva con él.13

Singer y Vignemont definen la empatía como (1) un estado afectivo (2) similar (isomorfo, en lenguaje científico) al estado afectivo del otro (3) desencadenado por la observación o la imaginación del estado afectivo del otro y que implica (4) la toma de conciencia de que el otro es la fuente de nuestro estado afectivo.25 Una aproximación semejante a la empatía no es fundamentalmente diferente de la propuesta por Daniel Batson, pero nos ayuda a captar mejor las modalidades de ese estado mental complejo.

Una característica esencial de la empatía es, pues, el entrar en resonancia afectiva con el otro, pero estableciendo claramente la distinción entre uno mismo y él: yo sé que lo que siento viene del otro, pero no confundo mis sentimientos con los suyos. Resulta que las personas a las que les cuesta distinguir claramente sus emociones de las del otro pueden verse inundadas fácilmente por el contagio emocional y, debido a ello, no acceden a la empatía, que es la etapa siguiente.26

La intensidad, la claridad y la cualidad, positiva o negativa, de la emoción manifestada por el otro, así como la existencia de lazos afectivos con la persona que sufre, pueden tener una gran influencia sobre la intensidad de la respuesta empática del observador.27 Las similitudes y el grado de intimidad entre los protagonistas, la evaluación precisa de las necesidades del otro28 y la actitud de la persona que sufre frente a la que percibe su sufrimiento (el hecho, por ejemplo, de que la persona que sufre monte en cólera contra su interlocutor) constituyen otros factores que modularán la intensidad de la empatía.

Las características de la persona que siente la empatía también van a influenciar; por ejemplo, yo no tengo vértigo, y me costará entrar en resonancia empática con una persona víctima de ese mal, pero eso no me impedirá tomar conciencia del hecho de que necesita ayuda o consuelo.

El contexto también tendrá su importancia. Si, por ejemplo, considero que la alegría de alguien es inapropiada, e incluso está fuera de lugar (en el caso de alguien que se felicita por un acto de venganza, por ejemplo), no entraré en resonancia afectiva con esa persona.29

En el caso del contagio emocional, siento de manera automática la emoción del otro sin saber que es él quien la provoca ni ser realmente consciente de lo que me ocurre. Según los casos, el diámetro de mi pupila cambia, las palpitaciones de mi corazón se aceleran o aminoran su ritmo, o bien miro a la derecha y a la izquierda con inquietud, sin ser consciente de esas manifestaciones físicas. Desde el momento en que pienso: «Estoy ansioso porque él está ansioso», no se habla más de contagio emocional, sino de empatía, de resonancia afectiva consciente.

El contagio emocional, el desamparo, por ejemplo, existe en los animales y en los niños pequeños. Así, un bebé empieza a llorar cuando oye llorar a otro bebé; pero eso no significa necesariamente que experimenten empatía, ni que se sientan afectados uno por el otro. Habría que saber si pueden distinguir entre sí mismos y otros, lo que no es fácil de determinar porque no podemos interrogarlos. En los bebés, los primeros signos de distinción entre ellos mismos y otros aparecen entre los dieciocho y los veinticuatro meses.

La compasión es definida aquí por Tania Singer y sus colegas como la motivación altruista de intervenir en favor de quien sufre o está necesitado. Es, por tanto, una toma de conciencia profunda del sufrimiento del otro, unida al deseo de aliviarlo y hacer algo por su bien. La compasión implica, pues, un sentimiento cálido y sincero de solicitud, pero no exige que se sienta el sufrimiento del otro, como es el caso en la empatía.30

Olga Klimecki, que por entonces era una investigadora del laboratorio de Tania Singer, resume así el punto de vista de los investigadores: en la dimensión afectiva, experimento un sentimiento hacia vosotros, en la dimensión cognitiva, os comprendo, y en la dimensión de la motivación, quiero ayudaros.31

Para ilustrar estos diferentes estados mentales, tomemos el ejemplo de una mujer a cuyo marido le aterrorizan los vuelos en avión, y consideremos las distintas reacciones que esa mujer puede tener ante él.

1. Está sentada al lado de su marido, sin prestarle atención. Pero a medida que él comienza a respirar más deprisa, y sin que ella se dé verdaderamente cuenta, su respiración se acelera y se vuelve más agitada. Se trata aquí de un contagio emocional. En efecto, si alguien le pregunta cómo se siente, ella podrá responder: «Estoy bien», o a lo sumo: «No sé por qué, pero no me encuentro muy a gusto». Ahora bien, si le mide usted el ritmo cardíaco, la dilatación de la pupila u otros parámetros fisiológicos, comprobará la presencia de signos de ansiedad. Presa del contagio emocional, esa mujer no es, pues, consciente de los sentimientos del otro y sólo tiene una percepción confusa de los suyos.

2. Se da cuenta de que se siente preocupada por el hecho de que su marido está muy ansioso. Ahora siente empatía por él. Ella misma siente cierto malestar, y que su respiración y su pulso se aceleran. Es consciente de sentir desamparo porque su marido es víctima de esa emoción. No hay confusión entre ella y él. Ella entra en resonancia afectiva con él, pero no intentará necesariamente ayudarlo. Ésas son las características de la empatía. Y ésta no ha generado aún una motivación altruista.

3. No está ansiosa; experimenta más bien una sensación cálida de solicitud y la motivación de hacer algo para atenuar los tormentos del marido. Piensa: «Yo estoy bien, pero mi esposo está consternado, ¿qué hacer para que no esté afectado hasta ese punto? Voy a tomar su mano y tratar de calmarlo y consolarlo». Se trata aquí, según Tania Singer, de compasión.

4. Cuando la perspectiva es puramente cognitiva, el componente afectivo está ausente. La mujer no funciona sino en un modo conceptual. Se dice: «Sé que mi marido tiene miedo en los aviones. Tengo que cuidarlo y ser muy atenta con él». No siente ni ansiedad ni un sentimiento cálido. Tan sólo tiene un esquema mental que le recuerda que la gente que le tiene fobia a viajar en avión no se siente bien a bordo y deduce que tal es el caso de su marido, por eso le toma la mano, pensando que eso le hará bien.

Las investigaciones de Tania Singer y de su equipo han demostrado que la empatía, la compasión y la perspectiva cognitiva reposan todas en bases neuronales diferentes y corresponden, por tanto, a estados mentales claramente distintos.32

Los beneficios de la empatía

Los neurocientíficos consideran que la empatía presenta dos ventajas importantes. En primer lugar, comparada con la aproximación cognitiva, la empatía afectiva ofrece sin duda un camino más directo y preciso para predecir el comportamiento de otro. Hemos observado, en efecto, que el hecho de compartir con otro emociones similares activa en nosotros reacciones mejor adaptadas a lo que él siente y a sus necesidades.

En segundo lugar, la empatía nos permite adquirir conocimientos útiles sobre nuestro entorno. Si, por ejemplo, veo que alguien sufre después de haberse quemado con una máquina, el hecho de entrar en resonancia afectiva con él me hace experimentar un sentimiento de aversión hacia esa máquina, sin tener que pasar yo por la experiencia dolorosa de la quemadura. Así, la empatía es una herramienta eficaz para evaluar, por medio de la experiencia de otro, el mundo que me rodea. Finalmente, la empatía es también un valioso útil de comunicación con el otro.14

¿Qué estado mental conduce al altruismo?

Ya hemos visto antes que, entre los ocho tipos de empatía enumerados por Daniel Batson, sólo la solicitud empática era necesaria y suficiente para generar una motivación altruista. ¿Qué ocurre con las categorías investigadas por Tania Singer y sus colegas neurocientíficos?

El contagio emocional puede servir de precursor a la empatía, pero, en sí mismo, no ayuda en nada a generar una motivación altruista, pues va acompañado por una confusión entre uno mismo y el otro. Puede incluso constituir un obstáculo al altruismo, cuando estamos inundados por ese contagio emocional y, desorientados, no nos preocupamos sino de nosotros mismos.

La empatía, o resonancia afectiva, también es neutra a priori. Según las circunstancias y los individuos, puede evolucionar para convertirse en solicitud y generar el deseo de subvenir a las necesidades de otro. Pero la empatía también puede de­sencadenar un desamparo que centre nuestra atención en nosotros mismos y nos aparte de las necesidades del otro. Por esta razón, la empatía no basta por sí misma para generar el altruismo.

La aproximación cognitiva puede, en cambio, constituir una etapa hacia el altruismo, aunque, como la empatía, no es ni necesaria ni suficiente para generar una motivación altruista. Corre asimismo el riesgo de generar comportamientos totalmente egoístas, como en el caso de los psicópatas, que no sienten ni empatía ni compasión, pero son expertos en adivinar los pensamientos de otro y utilizan esa facultad con el fin de manipularlos.

Queda, pues, la compasión, cuya esencia es una motivación altruista, necesaria y suficiente para que deseemos el bien del otro y generemos la voluntad de darle cumplimiento mediante la acción. En efecto, esta compasión es consciente de la situación del otro y está asociada al deseo de aliviar su sufrimiento y procurarle bienestar. Por último, no está lastrada por una confusión entre las emociones sentidas por el otro y las nuestras.

Así pues, la importancia de la compasión abierta a todos los seres que sufren es puesta de manifiesto por los psicólogos, que hablan de solicitud empática, por los neurocientíficos y por el budismo, en el cual ocupa una posición central.


10 El término inglés empathy fue utilizado por primera vez a principios del siglo xx para traducir Einfühlung, por el psicólogo Edward Titchener.

11 Es interesante advertir que la palabra griega sympatheia significa asimismo ‘interdependencia mutua’.

12 En nuestros días, la abundancia y la repetición regular de estas imágenes en los medios han terminado por desgastar la reacción empática, generando una resignación apática en el seno de la opinión pública. Véase Boltanski, L.(2007), La Souffrance à distance, Gallimard, Folio.

13 Lo que los especialistas llaman «teoría del espíritu».

14 En diversas patologías —el narcisismo, la psicopatía y los trastornos de la personalidad—, una serie de componentes de la cadena de las reacciones afectivas implicadas en las interacciones sociales no funcionan normalmente y la empatía es inhibida. Véase capítulo 27, «Las carencias de la empatía».