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Extender el altruismo

El altruismo es como los círculos que se forman en el agua cuando se tira una piedra: son muy pequeños al principio, pero luego se amplían hasta abarcar la superficie entera del océano.

Alexandre Jollien1

A la mayoría de nosotros nos resulta natural mostrarnos sinceramente benévolos con un ser querido o con cualquier persona que demuestre tener buenas intenciones para con nosotros. Sin embargo, a priori parece más difícil extender esta benevolencia a numerosos individuos, y muy particularmente a quienes nos tratan mal, No obstante, tenemos la capacidad, por el raciocinio y el entrenamiento mental, de incluirlos en la esfera del altruismo, comprendiendo que la benevolencia y la compasión no son simplemente «recompensas» atribuidas en función de buenos comportamientos, sino que tienen por objetivo esencial promover la felicidad de los seres y remediar sus sufrimientos. Evocaré en particular los métodos propuestos por el budismo para lograr este objetivo. Al hacerlo no pretendo incitar al lector a que adopte esta vía espiritual, sino resaltar el valor universal de algunos puntos surgidos de la filosofía y la práctica del budismo. Esas cualidades se inscriben en lo que el Dalái Lama denomina la promoción de los valores humanos o la ética secular, una ética que, por principio, no se opone a las religiones, pero que tampoco depende de ninguna de ellas.2

El altruismo y la compasión tienen por vocación extenderse así lo más ampliamente posible. Es preciso comprender tan sólo que nuestro bien y el del mundo no pueden reposar en la indiferencia ante la felicidad del otro ni en la negativa a ver los sufrimientos a nuestro alrededor.3

Amor altruista, compasión y empatía

El budismo define el amor altruista como «el deseo de que todos los seres encuentren la felicidad y las causas de la felicidad». Por «felicidad» el budismo entiende no sólo un estado pasajero de bienestar o una sensación placentera, sino una manera de ser basada en un conjunto de cualidades que incluyen el altruismo, la libertad interior, la fuerza del alma, así como una visión justa de la realidad.4 Al hablar de las «causas de la felicidad», el budismo no se refiere sólo a las causas inmediatas del bienestar, sino a sus raíces profundas, a saber, la busca de la sabiduría y de una comprensión más justa de la realidad.

Este deseo altruista va acompañado de una constante disponibilidad hacia el otro, asociada a la determinación de hacer todo cuanto esté en nuestro poder para ayudar a cada ser en particular a conseguir una auténtica felicidad. En este punto el budismo coincide con Aristóteles, para quien «amar» consistía en «querer para alguien lo que creemos que está bien» y «ser capaz de procurárselo en la medida en que podamos».5

No se trata aquí de una simple posición dogmática que decretaría que «el sufrimiento es el mal», sino de tomar en consideración que es deseo de todo ser escapar al sufrimiento. Una actitud puramente normativa, cuyo objetivo fuera poner fin al sufrimiento como entidad abstracta, conllevaría el riesgo de que prestásemos menos atención a los seres mismos y a sus sufrimientos específicos. Por eso el Dalái Lama nos da este consejo:

Para sentir una compasión y una benevolencia verdaderas hacia los demás, debemos elegir una persona real como tema de meditación e incrementar nuestra compasión y nuestro amor benevolente para con esa persona, antes de extenderlos a otras. Trabajamos con una sola persona a la vez, de lo contrario, nuestra compasión corre el riesgo de diluirse en un sentimiento demasiado general y nuestra meditación perderá concentración y fuerza.6

Además, la historia nos ha demostrado que cuando se define el bien y el mal de manera dogmática, todas las derivas son posibles, desde la Inquisición hasta las dictaduras totalitarias. Como decía con frecuencia mi padre, Jean-François Revel: «Los regímenes totalitarios proclaman: “Nosotros sabemos cómo haceros felices. Basta con que sigáis nuestras directivas. Sin embargo, si no estáis de acuerdo, lamentaremos tener que eliminaros”».7

El amor altruista se caracteriza por una benevolencia incondicional frente a la totalidad de los seres, susceptible de expresarse a cualquier instante en favor de cada ser en particular. Impregna el espíritu y se expresa de manera apropiada según las circunstancias para subvenir a las necesidades de todos.

La compasión es la forma que adopta el amor altruista cuando es enfrentado a los sufrimientos de otro. El budismo la define como «el deseo de que todos los seres sean liberados del sufrimiento y de sus causas» o, como escribe poéticamente el monje budista Bhante Henepola Gunaratana: «El deshielo del corazón al pensar en el sufrimiento del otro».8 Esta aspiración debe ser seguida por la puesta en marcha de todos los medios posibles para remediar sus tormentos.

Aquí, una vez más, las «causas del sufrimiento» incluyen no solamente las causas inmediatas y visibles de los sufrimientos, sino también sus causas profundas, la ignorancia en primer lugar. La ignorancia es comprendida aquí como una comprensión errónea de la realidad que nos lleva a conservar estados mentales perturbadores tales como el odio y el deseo compulsivo, y actuar dominados por ellos. Este tipo de ignorancia nos conduce a perpetuar el ciclo del sufrimiento y a dar la espalda al bienestar duradero.

El amor benévolo y la compasión son, pues, las dos facetas del altruismo. Su objeto los distingue: el amor benévolo desea que todos los seres conozcan la felicidad, mientras que la compasión se centra en la erradicación de sus sufrimientos. El amor y la compasión deberán durar mientras haya seres y mientras éstos sufran.

Definiremos aquí la empatía como la capacidad de entrar en resonancia afectiva con los sentimientos del otro y ser conscientes de su situación. La empatía nos alerta en particular sobre la naturaleza y la intensidad de los sentimientos experimentados por el otro. Podría decirse que cataliza la transformación del amor altruista en compasión.

La importancia de la lucidez

El altruismo debe ser iluminado por la lucidez y la sabiduría. No se trata de aprobar desconsideradamente todos los deseos y caprichos de los demás. El amor verdadero consiste en asociar una benevolencia sin límites a un discernimiento sin fallos. El amor así definido debe tener en cuenta los pormenores de cada situación y preguntarse: ¿cuáles serán los beneficios y los inconvenientes a corto y largo plazo de lo que voy a hacer?, ¿afectará mi acción a un número pequeño o grande de individuos? Más allá de toda parcialidad, el amor altruista debe considerar lúcidamente la mejor manera de conseguir el bien de los demás. La imparcialidad exige no favorecer a alguien simplemente porque se siente por él más simpatía que por otra persona que está igualmente, o incluso más necesitada.

Alegrarse de la felicidad del otro y cultivar la imparcialidad

Al amor altruista y a la compasión, el budismo añade la alegría por la felicidad y las cualidades del otro, así como la imparcialidad.

El regocijo consiste en sentir en el fondo del corazón una alegría sincera por los logros y las cualidades del otro, por aquellos que obran en beneficio de otros y cuyos proyectos benévolos se ven coronados por el éxito, por quienes han culminado sus aspiraciones perseverando en sus esfuerzos, y por quienes poseen múltiples talentos. Esta alegría y esta apreciación van acompañadas por el deseo de que su bienestar y sus cualidades no declinen, sino que se perpetúen y acrecienten. Esta facultad de felicitarse por las cualidades del otro sirve asimismo como antídoto contra la comparación social, la envidia y los celos, que reflejan una incapacidad para alegrarse de la felicidad del otro. Constituye asimismo un remedio contra una visión sombría y desesperada del mundo y de la humanidad.

La imparcialidad es un componente esencial del altruismo, pues el deseo de que los seres encuentren la felicidad y sean liberados de sus sufrimientos no debe depender ni de nuestras ataduras personales ni de la manera como los demás nos tratan o se comportan con nosotros. La imparcialidad adopta la mirada de un médico benévolo y afectuoso que se alegra cuando los demás gozan de buena salud y se preocupa de la curación de todos los enfermos, quienesquiera que sean.

El altruismo puede, en efecto, verse influido por el sentimentalismo y dar origen a actitudes parciales. Si durante un viaje por un país pobre me topo con una pandilla de niños y uno de ellos me resulta más simpático que los otros, el hecho de concederle un trato de favor proviene de una intención benévola, pero da testimonio asimismo de falta de equidad y perspicacia. Podría ser que otros de los niños ahí presentes hubieran tenido más necesidad de mi ayuda.

De manera similar, si nos preocupa el destino de ciertos animales simplemente porque son «bonitos», y permanecemos indiferentes ante el sufrimiento de los que nos parecen repugnantes, se trata de un falso pretexto de altruismo, inducido por prejuicios y preferencias afectivas. De ahí la importancia de la noción de imparcialidad. Según el budismo, el altruismo debe extenderse a la totalidad de los seres sensibles, cualquiera que sea su aspecto, su comportamiento y su grado de proximidad a nosotros.

Como la imagen del sol que reluce de manera igual tanto sobre los «buenos» como sobre los «malos», sobre un paisaje magnífico como sobre un montón de basura, la imparcialidad se extiende a todos los seres sin distinción. Cuando la compasión así concebida recae en una persona malintencionada, no consiste en tolerar, y menos aún en fomentar, no haciendo nada, su actitud malévola y sus actos perjudiciales, sino en considerar gravemente enferma o víctima de la locura a esa persona y desear que sea liberada de la ignorancia y de la hostilidad que habitan en ella. Dicho con otras palabras, no se trata de contemplar con ecuanimidad, e incluso con indiferencia, los actos dañinos, sino de comprender que es posible erradicar sus causas como se pueden eliminar las causas de una enfermedad.

El carácter universal del altruismo extendido no lo convierte por ello en un sentimiento vago y abstracto, desconectado de los seres y de la realidad. No nos impide evaluar con lucidez el contexto y las circunstancias. En vez de diluirse entre la multitud y la diversidad de los seres, el altruismo extendido se ve reforzado por su número y la variedad de sus necesidades particulares. Se aplica espontáneamente y de manera pragmática a cada ser que se presenta en el campo de nuestra atención.

Además, no exige obtener un éxito inmediato. Nadie puede esperar que todos los seres dejen de sufrir de un día para otro, como por milagro. A la inmensidad de la tarea debe, pues, responder la magnitud del valor. Lo que hace decir a Shantideva, maestro budista indio del siglo vii:

¡Mientras perdure el espacio,

y mientras haya seres,

ojalá también pueda yo existir

para disipar el sufrimiento del mundo!

Superar el miedo

Uno de los aspectos importantes del amor altruista es el valor. Un verdadero altruista está dispuesto a ir sin miedo ni titubeos hacia los demás. El sentimiento de inseguridad y el miedo son obstáculos mayores para el altruismo. Si nos sentimos afectados por la menor contrariedad, desaire, crítica o insulto, nos encontramos debilitados y pensamos sobre todo en protegernos. El sentimiento de inseguridad nos incita a encerrarnos en nosotros mismos y a guardar distancia frente a los demás. Para volvernos más altruistas, tendremos que desarrollar una fuerza interior capaz de darnos el sentimiento de disponer de los recursos interiores que nos permitan enfrentarnos a las circunstancias continuamente cambiantes de la existencia. Fortalecidos con esta confianza, estaremos entonces listos para abrirnos a los demás y a manifestar el altruismo. Por eso se habla en el budismo de «compasión valerosa». Gandhi también decía: «El amor no teme nada ni a nadie. Corta el miedo en su raíz misma».

Extender la comprensión de las necesidades del otro

Cuanto más nos concierne el destino de quien está atravesando dificultades, más se refuerza la motivación para aliviarlo. Pero es importante identificar clara y correctamente las necesidades del otro y comprender lo que realmente necesita, a fin de satisfacer sus diferentes grados de bienestar.9 Según el budismo, la necesidad última de todo ser humano es liberarse del sufrimiento en todas sus formas, incluyendo las que no son inmediatamente visibles y proceden de la ignorancia.

Reconocer que esa necesidad es compartida por todos los seres permite extender el altruismo tanto a los amigos como a los enemigos, a los familiares como a los desconocidos, a los seres humanos como a todos los seres vivos. En el caso de un enemigo, por ejemplo, la necesidad que se tiene en cuenta no es sin duda el cumplimiento de sus designios malévolos, sino la necesidad de arrancar de cuajo las causas que los originaron.

Del altruismo biológico al altruismo extendido

El Dalái Lama distingue dos tipos de amor altruista: el primero se manifiesta espontáneamente con las disposiciones biológicas que hemos heredado de la evolución. Refleja nuestro instinto de cuidar de nuestros hijos, de nuestros parientes y, en un plano más general, de quienes nos tratan con benevolencia.

Este altruismo natural e innato no necesita ningún entrenamiento. Su forma más poderosa es el amor de los padres. No obstante, sigue siendo limitado y parcial, pues depende generalmente de nuestros vínculos de parentesco o de la manera como percibimos a los demás, favorable o desfavorablemente, así como de la manera como ellos nos tratan.

La solicitud que se da a un niño, a una persona mayor o a un enfermo, nace a menudo de nuestra percepción de su vulnerabilidad y de su necesidad de protección. Cierto es que tenemos la capacidad de emocionarnos con el destino de niños que no sean los nuestros y de personas que no sean parientes nuestros, pero el altruismo natural no se extiende fácilmente a desconocidos, y menos aún a nuestros enemigos. Es asimismo inconstante porque puede desaparecer cuando un amigo o un pariente que hasta entonces se había mostrado bien dispuesto hacia nosotros, cambia de actitud y nos trata de pronto con indiferencia, o incluso hostilidad.

El altruismo extendido, en cambio, es imparcial. En la mayoría de la gente no es espontáneo y exige ser cultivado. «La simpatía, aunque adquirida como instinto, también se fortalece mucho con el ejercicio y la costumbre»,9 escribía Darwin. Sea cual sea nuestro punto de partida, todos tenemos la posibilidad de cultivar el altruismo y trascender los límites que lo confinan al círculo de nuestros parientes.

El altruismo instintivo, adquirido en el curso de nuestra evolución, en particular el de la madre por su hijo, puede servir de base al altruismo más extendido, aunque ésa no haya sido su función inicial. Esta idea ha sido defendida por numerosos psicólogos, como William McDougall, Daniel Batson y Paul Ekman, y sostenida por algunos filósofos, entre ellos Elliott Sober y el especialista en evolución David Sloan Wilson.10

Esta extensión comporta dos etapas principales: de un lado, se perciben las necesidades de un número más grande de seres, muy particularmente de los que hasta entonces se habían considerado extraños o enemigos. De otro lado, se da valor a un conjunto de seres sensibles mucho más amplio, que supera el círculo de nuestros parientes, del grupo social, étnico, religioso y nacional que es el nuestro, y que se extiende incluso más allá de la especie humana.11

Es interesante anotar que Darwin no sólo se interesaba por esta expansión, sino que la consideraba necesaria: «La simpatía, por las causas que ya hemos indicado, tiende siempre a ser más amplia y universal. No podríamos restringir nuestra simpatía, aun admitiendo que la inflexible razón nos lo impusiera como ley, sin perjudicar la parte más noble de nuestra naturaleza».12

Era también el ideal expresado por Einstein en una carta escrita en 1921:

El ser humano es una parte del todo que llamamos el universo, una parte limitada por el tiempo y el espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y sus sentimientos como acontecimientos separados del resto, eso es una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una forma de prisión para nosotros, pues nos restringe a nuestros deseos personales y nos obliga a reservar nuestro afecto a las pocas personas que están más cerca de nosotros. Nuestra tarea debería consistir en liberarnos de esa prisión ampliando el círculo de compasión de tal manera que incluyamos en él a todas las criaturas vivas y a toda la naturaleza en su belleza.13

Esta actividad comienza con la toma de conciencia siguiente: si miro la zona más profunda de mí mismo, deseo no sufrir. No me despierto por la mañana pensando: «¡Ojalá pudiera sufrir todo el día y, si es posible, toda mi vida!» Cuando he reconocido esta aspiración en mí mismo, ¿qué ocurre si me proyecto mentalmente en la conciencia de otro ser? Como yo, tal vez él esté dominado por toda suerte de tormentos y una gran confusión mental, pero, al igual que yo, ¿no preferiría acaso no sufrir, si le fuera posible? Comparte mi deseo de escapar al sufrimiento y ese deseo es digno de respeto.

Lamentablemente, hay personas que, al no haber podido beneficiarse de condiciones que les habrían permitido expandirse, se perjudican a sí mismas voluntariamente y se automutilan o cometen actos de desesperación que van hasta el suicidio.14 La falta de amor, de sensatez, de confianza en sí mismo, y la ausencia de una dirección clara en su vida son tan agobiantes que las llevan en ocasiones a la autodes­trucción. Esos actos extremos son a veces un grito de desesperación, una llamada al socorro, una manera de expresarse para quienes no saben cómo encontrar la felicidad, o no han podido encontrarla debido a la brutalidad de las condiciones exteriores.

Aspectos emocionales y cognitivos del altruismo y de la compasión

Sentirse emocionado por el sufrimiento del otro, sentir uno mismo sufrimiento porque él sufre, alegrarse cuando está alegre y entristecerse cuando está afligido son cosas que dependen de la resonancia emocional.

En cambio, discernir las causas inmediatas o duraderas, superficiales o profundas de los sufrimientos del otro y generar la determinación de remediarlas es algo que depende del conocimiento y de la compasión «cognitiva». Ésta se halla vinculada a la comprensión de la totalidad de las causas del sufrimiento. Por eso su dimensión es más amplia y sus efectos son más importantes. Estos dos aspectos del altruismo, el afectivo y el cognitivo, son complementarios y no constituyen dos actitudes mentales separadas y estancas. En ciertas personas, en un primer tiempo el altruismo adopta la forma de una experiencia emocional más o menos fuerte, susceptible de transformarse luego en altruismo cognitivo cuando la persona comienza a analizar las causas del sufrimiento. Sin embargo, el altruismo queda limitado si es reducido sólo a su componente emocional.

En efecto, según el budismo, la causa fundamental del sufrimiento es la ignorancia, esa confusión mental que deforma la realidad y genera una pléyade de sucesos mentales perturbadores, que van del odio al deseo compulsivo, pasando por los celos y la arrogancia. Si nos interesamos únicamente por las causas secundarias del sufrimiento, es decir, por sus manifestaciones visibles, nunca podremos remediarlas plenamente.

Si un barco tiene una avería, no basta con evacuar el agua de las calas y bodegas con personal de refuerzo. Es indispensable tapar la brecha por la que se cuela el agua.

El amor y la compasión basados en el discernimiento

Para extender el altruismo, es necesario tomar conciencia de los distintos grados del sufrimiento. Cuando Buda hablaba de «identificar el sufrimiento», no se refería a los sufrimientos evidentes de los que con tanta frecuencia somos testigos o víctimas: las enfermedades, las guerras, las hambrunas, la injusticia o la pérdida de un ser querido. Estos sufrimientos, los que nos afectan directamente (a nuestros parientes, a nosotros) e indirectamente (a través de los medios o de nuestras experiencias vividas), y los sufrimientos que surgen de las injusticias socioeconómicas, de las discriminaciones y de las guerras son manifiestos a los ojos de todos. Son las causas latentes del sufrimiento lo que Buda deseaba sacar a la luz, causas que pueden no manifestarse enseguida bajo la forma de experiencias penosas, mas no por ello dejan de constituir una fuente constante de sufrimientos.

En efecto, muchos de nuestros sufrimientos tienen sus raíces en el odio, la avidez, el egoísmo, el orgullo, los celos y otros estados mentales que el budismo agrupa bajo el apelativo de «toxinas mentales», porque envenenan literalmente nuestra existencia y la de los demás. Según Buda, el origen de estas perturbaciones mentales es la ignorancia. Pero esta ignorancia no se debe a una simple falta de información, sino a una visión distorsionada de la realidad y a una incomprensión de las causas primeras del sufrimiento. Como explica el maestro tibetano contemporáneo Chö­gyam Trungpa: «Cuando hablamos de ignorancia, no se trata en absoluto de estupidez. En cierto sentido, la ignorancia es muy inteligente, pero es una inteligencia completamente de sentido único, reaccionamos tan sólo a nuestras propias proyecciones en lugar de ver simplemente lo que es».15

La ignorancia está, en efecto, vinculada a un desconocimiento de la realidad, es decir, de la naturaleza de las cosas, libre de las fabricaciones mentales que le imponemos. Esas fabricaciones cavan un foso entre la manera como se nos presentan las cosas y su naturaleza verdadera: consideramos permanente lo que es efímero, y felicidad, lo que, la mayoría de las veces, no es sino fuente de sufrimiento: la sed de riquezas, de poder, de fama y de placeres pasajeros.

Percibimos el mundo exterior como un conjunto de entidades autónomas a las que atribuimos características que, según creemos, les son propias. Las cosas nos parecen ser intrínsecamente «agradables» o «desagradables» y clasificamos rígidamente a la gente en «buenos» y «malos», «amigos» o «enemigos», como si se tratara de características inherentes a esas personas. El «Yo», o el ego que las percibe, nos parece igualmente real y concreto. Este yerro generará poderosos reflejos de afecto y de aversión, y, mientras nuestro espíritu permanezca oscurecido por esa falta de discernimiento, caerá bajo el dominio del odio, del afecto, de la avidez, de los celos o de la arrogancia, y el sufrimiento estará siempre dispuesto a surgir.

Si nos referimos a la definición de altruismo formulada por Daniel Batson como un estado mental vinculado a la percepción de una necesidad particular en el otro, la necesidad última enunciada por el budismo consiste en disipar esa visión errónea de la realidad. No se trata en absoluto de imponer una visión dogmática particular de lo que ésta es, sino de suministrar los conocimientos necesarios para poder, a través de una investigación rigurosa, llenar el vacío que existe entre la percepción de las cosas y su verdadera naturaleza. Esta actitud consiste, por ejemplo, en no considerar permanente lo que es de naturaleza cambiante, en no percibir entidades independientes en lo que no son sino relaciones interdependientes, y en no imaginar un «Yo» unitario, autónomo y constante en lo que no es sino un flujo de experiencias que cambian sin cesar, dependiendo de innumerables causas. Buda decía siempre: «No aceptéis mis enseñanzas por simple respeto hacia mí, examinadlas como se somete a prueba el oro, frotándolo, martillándolo y haciéndolo fundir en el crisol». Y al hacer esto, ofrece simplemente una carta o una tarjeta de viaje que permitía seguir las huellas de alguien que ya había recorrido el camino que uno deseaba seguir.

Desde este punto de vista, el conocimiento, o la sabiduría, es la comprensión justa de la realidad, a saber, el hecho de que todos los fenómenos resultan del concurso de un número ilimitado de causas y de condiciones que cambian sin cesar. Como un arcoíris que se forma cuando el sol brilla sobre una cortina de lluvia y se desvanece en cuanto una de esas condiciones desaparece, los fenómenos existen de un modo esencialmente interdependiente y no tienen una existencia autónoma y permanente. Este conocimiento no satisface únicamente una curiosidad intelectual, su objetivo es esencialmente terapéutico. Comprender la interdependencia permite sobre todo destruir el muro ilusorio que nuestro espíritu ha levantado entre él mismo y los demás. Eso pone de manifiesto los fundamentos erróneos del orgullo, los celos y la malevolencia. Al ser interdependientes todos los seres, su felicidad y su sufrimiento nos conciernen de manera íntima. Querer construir la propia felicidad sobre el sufrimiento de otros es no solamente inmoral, sino también irreal. El amor y la compasión universales son consecuencias directas de una comprensión justa de esta interdependencia.

No es, por tanto, necesario sentir emocionalmente los estados de ánimo del otro para alimentar una actitud altruista. Es, en cambio, indispensable ser consciente de su deseo de evadirse del sufrimiento, concederle valor y sentirse íntimamente concernido por la realización de sus aspiraciones profundas. Cuanto más sean de tipo cognitivo el amor altruista y la compasión, más amplitud darán al altruismo y menos afectadas estarán por las perturbaciones emocionales tales como el desamparo generado por la percepción del sufrimiento del otro. En vez de generar benevolencia, esta percepción del dolor puede incitar a replegarse en sí mismo, o incluso a favorecer el surgimiento de un sentimentalismo que corre el riesgo de desviar el altruismo hacia el favoritismo.

Adoptar la actitud del médico

El altruismo extendido no depende de la manera como se comportan aquellos a quienes se dirige, pues se sitúa en un plano más fundamental. Se manifiesta cuando somos plenamente conscientes del hecho de que los seres se comportan de manera nociva porque están dominados por la ignorancia y los venenos mentales que ésta genera. Entonces somos capaces de superar nuestras reacciones instintivas frente a los comportamientos malévolos, pues comprendemos que éstos no se diferencian en nada de los de un enfermo mental que agrede a quienes lo rodean: nos comportamos entonces a la manera de un médico. Si un paciente que padece de trastornos mentales golpea al practicante que lo está examinando, éste no lo golpeará a su vez, sino que, al contrario, lo cuidará.

A primera vista, puede parecer incongruente tratar a un enemigo con benevolencia, «Si él no quiere mi bien, ¿por qué habría yo de querer el suyo?». La respuesta del budismo es simple: «Porque él tampoco quiere sufrir, porque él también está dominado por la ignorancia». Frente al malhechor, el verdadero altruismo consiste en desear que éste tome conciencia de su desviación y deje de causar daño a sus semejantes. Esta reacción, que es lo opuesto del deseo de vengarse, de castigar infligiendo otro sufrimiento, no es una prueba de debilidad, sino de sabiduría.

La compasión no excluye hacer todo lo posible para impedir que el otro vuelva a causar perjuicios. No impide utilizar todos los medios disponibles para poner fin a los crímenes de un dictador sanguinario, por ejemplo, pero irá necesariamente acompañada por el deseo de que el odio y la crueldad desaparezcan de su espíritu. En ausencia de cualquier otra solución, no se prohibirá recurrir a la fuerza, a condición de que ésta no sea inspirada por el odio, sino por la necesidad de prevenir sufrimientos más grandes.

El altruismo tampoco consiste en minimizar o tolerar las fechorías de los demás, sino en remediar el sufrimiento en todas sus formas. El objetivo es romper el ciclo del odio en vez de aplicar la ley del talión. Si devolviéramos «ojo por ojo y diente por diente —decía Gandhi—, el mundo pronto estaría ciego y desdentado». Más sutilmente, Shantideva escribía: «¿A cuántos malhechores mataría yo? Los hay por todas partes y jamás se podrá acabar con ellos. Pero si mato el odio, venceré a todos mis enemigos».16

«Por muy horrible que sea la vida de un hombre, lo primero que hay que hacer es intentar comprenderlo»,17 escribe el filósofo estadounidense Alfie Kohn. Asbjorn Rachlew, el oficial de policía que supervisó el interrogatorio de Anders Breivik, el fanático autor de los asesinatos en masa perpetrados recientemente en Noruega, declaró: «Nosotros no golpeamos la mesa con el puño, como se ve en el cine, debemos dejar que la persona hable el máximo posible, y practicar activamente el arte de escuchar, y luego, al final, le preguntamos: “¿Cómo explica usted lo que ha hecho?”»18 Si queremos prevenir el resurgimiento del mal, resulta esencial saber primero por qué y cómo pudo surgir.

El altruismo no es ni una recompensa ni un juicio moral

La práctica del amor altruista y de la compasión no tiene como objetivo recompensar una buena conducta, y su ausencia no es una sanción que castigue comportamientos reprensibles. El altruismo y la compasión no están fundados en juicios morales, aunque no los excluyan. Como escribe André Comte-Sponville: «Sólo tenemos necesidad de moral a falta de amor». La compasión, en particular, tiene como objetivo eliminar todos los sufrimientos individuales, sean los que sean, dondequiera que estén, y sean cuales sean sus causas. Considerados así, el altruismo y la compasión pueden ser imparciales e ilimitados.

La posibilidad de poner fin a los sufrimientos de los seres refuerza el altruismo

«Nos cansamos de la piedad cuando la piedad es inútil»,19 escribía Camus. La piedad impotente y distante se convierte en compasión, es decir, en deseo intenso de liberar al otro de sus sufrimientos, cuando se toma conciencia de la posibilidad de eliminar esos sufrimientos y se reconocen los medios para conseguir ese objetivo. Esas distintas etapas corresponden a las Cuatro Verdades Nobles formuladas por Buda durante su primera enseñanza en el parque de las Ciervas, en Senath, cerca de Benarés. La primera es la verdad del sufrimiento que debe ser reconocida por lo que es, bajo todas sus formas, visibles y sutiles. La segunda es la verdad de las causas del sufrimiento, la ignorancia que conlleva la malevolencia, la avidez y muchos otros estados mentales perturbadores. Al tener estos venenos mentales causas que pueden ser eliminadas, la cesación del sufrimiento, la tercera verdad, es, por consiguiente, posible. La cuarta verdad es la de la vía que transforma esa posibilidad en realidad. Esta vía es el proceso que pone en acción todos los métodos que permiten eliminar las causas fundamentales del sufrimiento.

Puesto que la ignorancia no es finalmente sino un yerro, siempre es posible disiparla. Confundir, en la penumbra, una cuerda con una serpiente genera miedo, pero en cuanto se ilumina esa cuerda y se reconoce su verdadera naturaleza, ese miedo ya no tiene razón de ser.

La ignorancia es, pues, un fenómeno adventicio que no afecta la naturaleza última de las cosas: simplemente la sustrae de nuestra comprensión. Por eso el conocimiento es liberador. Como puede leerse en el Ornamento de los sutras: «La liberación es el agotamiento del yerro».

Si el sufrimiento fuera una fatalidad vinculada a la condición humana, inquietarse por él sin cesar no haría sino aumentar inútilmente nuestros tormentos. Como decía el Dalái Lama en un tono ligero: «Si no hay ningún remedio al sufrimiento, pensad en él lo menos posible, idos a la playa y bebed una buena cerveza». En cambio, si las causas de nuestros sufrimientos pueden ser eliminadas, sería lamentable ignorar esta posibilidad. Como escribía en el siglo xviii el séptimo Dalái Lama:

Si existe un medio para liberarse del sufrimiento,

es adecuado utilizar cada instante para conseguirlo.

Sólo los insensatos desean sufrir más.

¿No es triste ingerir veneno a sabiendas?20

Desde el punto de vista del budismo, el nirvana no es una extinción, sino el hecho, para un ser particular, de alcanzar el Despertar y liberarse así de la ignorancia y del sufrimiento. Eso no significa que el sufrimiento dejará de existir como fenómeno universal en lo que el budismo denomina samsara, o mundo condicionado por el dolor, sino que cada ser tendrá individualmente la posibilidad de liberarse de él. La toma de conciencia de esta posibilidad otorga a la compasión una dimensión totalmente distinta, que la diferencia de la piedad impotente. En un curso dado en París en 2003, el Dalái Lama propone el ejemplo siguiente:

Imagínese que desde la cabina de un pequeño avión de turismo que vuela a poca altitud ve usted un náufrago que está nadando en medio del océano Pacífico: le es imposible socorrerlo o alertar a quien sea. Si usted piensa: «¡Qué lástima!», su piedad se caracteriza por un sentimiento de impotencia.

Si entonces usted vislumbra una isla que el náufrago no puede ver debido a la niebla, pero a la cual podría llegar si nadase en la buena dirección, su piedad se transformará en compasión, y consciente de la posibilidad de que el infeliz sobreviva, usted deseará de todo corazón que vislumbre esa isla tan cercana e intentará por todos los medios posibles darle alguna señal.

El altruismo auténtico reposa, pues, en la comprensión de las causas del sufrimiento y en la convicción de que cada cual tiene el potencial necesario para liberarse de él. Como se apoya más en el discernimiento que en las emociones, no se manifiesta necesariamente en el sabio por las emociones intensas que suelen acompañar la expresión de la empatía afectiva. Además, presenta la característica de estar exento de ataduras egocéntricas fundadas en los conceptos de sujeto y objeto considerados como entidades autónomas. En fin, el altruismo se aplica a la totalidad de los seres.

Por eso, en la vía del budismo, el amor altruista y la compasión conducen a la inquebrantable determinación de alcanzar el Despertar (la comprensión de la realidad última asociada a la liberación de la ignorancia y de las aflicciones mentales) para el bien de los seres. Esta resolución valerosa, llamada bodhicitta tiene, pues, dos objetivos: el Despertar y el bien de los seres. Nos liberamos nosotros mismos de la ignorancia para ser capaces de liberar a los otros de las causas del sufrimiento.

Esta visión de las cosas conduce igualmente a considerar la posibilidad de cultivar el altruismo. En efecto, tenemos la capacidad de familiarizarnos con nuevas maneras de pensar y con cualidades presentes en nosotros en estado embrionario, pero sólo las desarrollaremos mediante un entrenamiento. Contemplar los beneficios del altruismo nos anima a comprometernos en esa gestión. Además, comprender mejor los mecanismos de un entrenamiento semejante nos permite medir plenamente nuestro potencial de cambio.


9 Para Daniel Batson, la solicitud empática es una emoción orientada hacia otro, generada por la percepción de que el otro está atravesando dificultades, y en armonía con esa percepción. Véase Batson, C. D. (2011), Altruism in Humans, Oxford Univ. Press, p. 11.