2

LA DISTRIBUCIÓN DE LA AUTORIDAD

 

«Una buena constitución es infinitamente preferible al mejor déspota.»

THOMAS BABINGTON MACAULAY, Milton

«Las investigaciones demuestran que cada vez que una ciudad dobla su tamaño, la innovación o productividad por habitante aumenta en un 15 por ciento. Pero cuando las empresas se hacen más grandes, la innovación o productividad por empleado generalmente desciende.»

Este dato fascinante me fue facilitado hace un par de años por un hombre de pelo negro cortado al rape que se me acercó poco después de que terminara mi exposición en una reunión de negocios. Muchos de los asistentes llevaban traje y corbata; el hombre en cuestión iba vestido con unos vaqueros y una camiseta, y, sin embargo, su aire de tranquila intensidad traicionaba su aspecto informal.

«Bueno —prosiguió—, lo que a mí me interesa es cómo podemos crear unas organizaciones que se parezcan más a las ciudades y menos a las empresas burocratizadas.»

El desconocido caballero me acribilló a preguntas más o menos durante los siguientes diez minutos. «¿Cree que la holacracia podría conseguirlo?» Respondí que sí. «¿Cuál es la mayor empresa con la que ha trabajado? ¿Cuántas empresas la están utilizando?» Hice todo lo que pude para responder a sus preguntas con un ojo puesto en el reloj, consciente de que llegaba tarde a la siguiente sesión. Mientras recorría el pasillo a toda prisa, me di cuenta que no le había preguntado su nombre en ningún momento ni tampoco la razón de que tuviera un interés tan apasionado en el tema.

Ese mismo día, algo más tarde, cuando ocupaba mi sitio para asistir a la conferencia principal de la noche, me sorprendió ver al hombre con el que había estado hablando antes, salir a escena entre una entusiástica salva de aplausos. Mi interrogador era Tony Hsieh, el humilde director general de la tienda virtual Zappos, autor de Delivering Happiness ¿Cómo hacer felices a tus empleados y duplicar tus beneficios?, y uno de los líderes más visionarios e innovadores del mundo de los negocios en la actualidad.

Tony y yo íbamos a poder continuar nuestra conversación más adelante durante la conferencia, y me contó más cosas de lo que estaba tratando de conseguir. «Zappos está creciendo —me dijo—. Hemos llegado a los mil quinientos empleados, y tenemos que ascender sin perder nuestra cultura empresarial ni empantanarnos en la burocracia. Así que estoy intentado encontrar una manera de dirigir Zappos más como una ciudad.»

«¡Sí!», respondí, feliz por encontrar a alguien que compartiera mi interés por esta clase de problemas. Hablamos sobre la diferencia entre la organización burocrática de una empresa y la organización autónoma de la gente en una ciudad. En un entorno urbano, las personas comparten el espacio y los recursos a nivel local, entendiendo las fronteras y responsabilidades territoriales. Como es natural, hay leyes y órganos de gobierno que definen y hacen cumplir esas leyes, pero la gente no tiene jefes que la esté mangoneando a todas horas. Si los habitantes de nuestras ciudades tuvieran que esperar la autorización del jefe para todas las decisiones que toman, la ciudad se paralizaría rápidamente. Sin embargo, en nuestras empresas, vemos que impera un principio organizativo muy distinto.

¿Cómo distribuyes la autoridad?

La analogía de Hsieh apunta a la cuestión esencial a la que me había enfrentado cuando trabajaba en la creación de un nuevo sistema operativo y organizativo más ágil y receptivo: ¿cómo capacitas a una organización para que se organice a sí misma de manera eficaz?

Otra de mis metáforas favoritas de lo que pretendo lograr dentro de una organización es un sistema que todos conocemos muy bien: el cuerpo humano. El más que milagroso cuerpo humano no funciona eficiente y eficazmente con un sistema jerarquizado de órdenes, sino con un sistema distribuido: una red de entidades organizadas autónomamente distribuidas por todo el organismo. Cada una de estas entidades, que no son otras que tus células, órganos y sistemas orgánicos, tiene capacidad para asimilar mensajes, procesarlos y generar un resultado. Todas y cada una tienen una función y la autonomía necesarias para organizar la manera de realizar esa función.

Piensa en la cantidad de información que procesa tu cuerpo a cada momento. Es extraordinaria. ¿Existe alguna manera de que el cuerpo pudiera funcionar si centralizara toda la información que procesa en lo más alto, en la mente consciente? Imagínate, por ejemplo, que tus glóbulos blancos, cuando detectaran una enfermedad, tuvieran que enviar la información a tu mente consciente y entonces esperar a que autorizaras la producción de anticuerpos. ¿O si tus glándulas suprarrenales, al detectar que estás reaccionando a un peligro, tuvieran que esperar tus órdenes antes de producir la adrenalina que te proporcionará la energía para luchar o huir? Esto no funcionaría en absoluto. Y, sin embargo, es como esperamos que funcionen nuestras organizaciones.

Los líderes de la cultura empresarial contemporánea con visión de futuro también son muy conscientes de los problemas que plantea el jerarquizado paradigma del predice y controla. Ven sus limitaciones y notan sus insanas consecuencias. Pero ¿qué debe hacer el noble y bienintencionado jefe? Con frecuencia, intentar capacitar a los demás, igual que los buenos padres buscan capacitar a sus hijos. En la actualidad existe una opinión predominante de que mejorar las organizaciones significa poner al mando unos jefes responsables, sensatos y sumamente preparados que hagan las veces de unos «buenos padres».

El problema que entraña este planteamiento me fue expuesto con suma claridad por una obra de teatro que fui a ver hace varios años, escrita por uno de mis escritores de literatura económica favoritos, Barry Oshry. Se trataba de un brillante drama sobre las organizaciones, que contenía una escena que me impresionó de verdad. Un jefe muy querido acababa de ser despedido, y uno de los miembros de su equipo, lamentando la marcha de su jefe, se volvió hacia su compañero de trabajo y le preguntó: «¿Y quién nos capacitará ahora?»

La deliberada ironía que encierra la frase me pareció tan dolorosa como esclarecedora. Por descontado, la necesidad de que otro te capacite es una actitud victimista básicamente incapacitante, y apunta al desafortunado efecto secundario de la bienintencionada labor de ese jefe: al «fortalecer heroicamente a los demás» en el seno de una estructura empresarial inherentemente incapacitante, paradójicamente asigna a los demás el papel de víctimas.

Con independencia de cuántos de los mejores directivos actuales puedan querer capacitar a los demás y otorgarles voz, la estructura de poder formal en la mayoría de las empresas modernas es la de una dictadura. Como expresó uno de nuestros clientes: «Desde el principio, mi socio cofundador y yo quisimos dirigir nuestra empresa de una manera igualitaria, a fin de lograr que todos fuéramos una piña. Pero tal como estaba estructurada nuestra empresa y la manera en que se estableció el proceso, seguíamos tratando de “dirigirla” sobre la base de un organigrama, en virtud del cual la gente tenía que darme cuenta de su trabajo. No teníamos un proceso para enfocarlo de otra manera, ninguno en el que pudiéramos confiar para que hiciera funcionar el sistema».

Esta dependencia última en el director general o equivalente limita la capacidad para aprovechar todas las tensiones percibidas dentro de una organización, y crea un sencillo punto potencial de fracaso en la capacidad de esta para gobernarse a sí misma con eficacia. Como el escritor de literatura económica Gary Hamel escribió: «Dale a alguien una autoridad como la de un rey, y tarde o temprano se producirá un desastre real». Hamel continúa señalando que en la mayoría de los casos «los directivos más poderosos son los que están más alejados de las realidades del frente. Demasiado a menudo, las decisiones adoptadas en la cima de un Olimpo resultan ser impracticables en la base».5

Un amigo me contó una historia sobre una fábrica que había contratado recientemente a un nuevo director general y que ilustra este aspecto. Impaciente por dar ejemplo, el nuevo jefe bajó un día al taller. Una vez allí, vio a un grupo de trabajadores ocupados en sus puestos, mientras que un tipo apoyado en la pared sin hacer nada los observaba. El director general se dirigió con paso decidido hacia el individuo y le preguntó: «Usted, ¿cuánto dinero gana?» «Doscientos o trescientos pavos a la semana», le respondió el sujeto, que parecía un poco desconcertado. El director general sacó su cartera y le entregó 600 dólares. «Aquí tienes la paga de dos semanas; estás despedido.» Cuando el hombre abandonó a toda prisa el edificio, el director general se volvió hacia el taller y declaró: «Aquí no nos dedicamos a esto. ¡Aquí siempre estamos ocupados!» Mientras se dirigía de vuelta a su despacho, se detuvo para preguntar a unos de los asombrados operarios qué cometido tenía realmente aquel tipo en la empresa. La respuesta fue: «Ese era el repartidor de las pizzas».

Este es un ejemplo divertido, pero con demasiada frecuencia los resultados del poder autocrático no tienen nada de gracioso cuando este se ejerce en la esfera de otro. Crea tensiones que no hay manera de que se procesen eficazmente.

¿Qué haremos si queremos ir más allá de un modelo de gestión autocrático y de la necesidad de capacitar en el seno de un sistema incapacitante? ¿Cómo podemos obtener los beneficios de la verdadera autonomía, como hacemos en una ciudad o en nuestros organismos, al tiempo que también satisfacemos las legítimas necesidades para conseguir la armonía y el control en la organización? Algunas empresas abandonan audazmente la convención e intentan omitir completamente cualquier estructura de poder, o bien utilizan sólo una definida en sus mínimos términos. Eso puede funcionar hasta cierto punto, pero plantea un peligro avieso: si no hay una estructura de poder explícita, surgirá otra implícita. De una u otra manera, las decisiones tienen que tomarse y las expectativas han de fijarse, y las normas sociales se crearán en función de cómo se lleven a cabo esas funciones. Las organizaciones que intentan renunciar a una estructura de poder explícita acaban por consiguiente con una implícita, la cual suele ser bastante política y en cierto modo resistente al cambio. Esta estructura menos consciente podría seguir siendo más eficaz que una jerarquía directiva convencional en algunos ambientes, pero creo que podemos hacerlo mucho mejor.

Algunas pequeñas empresas incipientes y otras sin ánimo de lucro intentan dirigir sus organizaciones a través del consenso. Probé esta fórmula en los albores de mi empresa de programación informática; andaba buscando un enfoque que permitiera que se escucharan todas las opiniones, así que parecía lógico darle a todos voz y voto en la toma de decisiones. La realidad, sin embargo, era que no se tomaban tantas decisiones, y que nos pasábamos todo el tiempo reunidos en lugar de hacer el trabajo. Como pude descubrir, hay una enorme diferencia entre tener voz y ser capaz de hacer algo con ella; ser capaz de convertir realmente lo que percibes en un cambio significativo. Y eso el consenso no lo logró. De hecho, todo se tradujo en unas largas y penosas reuniones donde tratábamos de obligar a todo el mundo a que vieran las cosas de la misma manera. Tal cosa no es útil ni saludable y no hace más que empeorar a medida que la organización crece.

Por consiguiente, el consenso no tiene un avance escalonado adecuado, y se requieren tales cantidades de tiempo y energías inútiles para tomar una decisión, que las más de las veces el sistema se acaba evitando. Esto deja a las organizaciones basadas en el consenso con los mismos problemas que aquellas sin una estructura explícita. Aun cuando se alcance el consenso, el resultado suele ser una decisión grupal descafeinada que se vuelve muy difícil de cambiar, endosando a los potenciales innovadores unas estructuras arraigadas poco ideales para abrirse camino. Mientras que los planteamientos basados en el consenso suelen venir motivados por un verdadero deseo de aceptar y atender las voces de más personas, rara vez sirven para un eficaz aprovechamiento de la verdadera organización autónoma y la agilidad en toda una empresa.

Si una organización quiere ser dinámica y tener capacidad de respuesta, entonces rechazar la autoridad autocrática por completo no dará resultado. De hecho, los individuos necesitan que se les otorgue el poder para reaccionar a los problemas «localmente» en el ámbito de su campo o trabajo, sin tener que estar a expensas de la aprobación de los demás o de la confianza de un jefe capacitador que les dé permiso. Para trascender los límites de la capacitación y la tiranía del consenso, necesitamos un sistema que capacite a todos.

Esto nos lleva de nuevo a la metáfora de la ciudad de Hsieh, y, de hecho, a la sociedad civil moderna en su conjunto. Como ciudadano, no necesitas a un dictador benevolente que te «capacite» para que actúes autónomamente; de entrada, en su lugar, el marco social que te rodea está diseñado para evitar que los demás reclamen tener poder sobre ti. Este es el cambio que está en el meollo de la holacracia: el reconocimiento de que cuando la estructura de autoridad central y los procesos de una organización fundamentalmente dejan espacio para que todos tengan y utilicen el poder, y no permiten que nadie —ni siquiera un jefe— se apropie del de los demás, entonces ya no necesitamos confiar en los jefes que capaciten a los demás. En su lugar tenemos algo mucho más poderoso: un espacio en el que todos podemos encontrar nuestra propia capacitación, y un sistema que protege ese espacio con independencia de las acciones de cualquier individuo, sea cual sea su posición.

Poder para el proceso

Con la holacracia, distribuir la autoridad no es sólo una cuestión de quitarle el poder de las manos a un jefe y dárselo a otro o incluso a un grupo. Antes bien, la sede del poder pasa de la persona que está en lo más alto a un proceso, el cual está definido de manera detallada en una constitución escrita. La constitución de la holacracia es un documento genérico aplicable a cualquier organización que desee utilizar el método; una vez adoptada formalmente, la constitución de la holacracia actúa como el reglamento básico de la organización. Sus normas y procesos ostentan la supremacía y prevalecen incluso sobre la persona que la adoptó. Al igual que un congreso constituido constitucionalmente que determina las leyes que ni siquiera puede ignorar un presidente, así también la constitución de la holacracia determina que la autoridad de la organización descansa en un proceso legislativo, y no en un legislador autocrático.

Puedes encontrar la constitución de la holacracia en la Red en holacracy.org/constitution, aunque no necesitas leerla para aprender la holacracia. Leerse un reglamento rara vez es el mejor planteamiento para aprender un juego nuevo y complejo; suele dar mejores resultados limitarse a aprender las directrices básicas y entonces empezar a jugar, acudiendo al reglamento como referencia cuando sea necesario. Aun así, es fundamental saber que hay un reglamento y aceptar atenerse a él; un juego no es tal cuando una persona se inventa las normas sobre la marcha. Cuando trabajo con una organización para la implantación de la holacracia, el primer paso es que el director adopte formalmente la constitución de esta y ceda su poder al sistema normativo. Al liberar heroicamente la autoridad en el seno del sistema, el jefe allana el camino para la verdadera distribución del poder entre todos los niveles de la organización.

Este cambio del liderazgo personal al poder derivado de la constitución es parte esencial del nuevo paradigma de la holacracia. Incluso con las mejores intenciones y unos jefes fantásticos, el sistema jerarquizado de autoridad conduce, casi inevitablemente, a que entre el jefe y el empleado se instale una dinámica paterno-filial. Los arquetipos familiares son casi imposibles de evitar; el resultado es que los trabajadores se sienten unas víctimas incapacitadas y los directivos se ven abrumados por la sensación de que es cosa suya asumir toda la responsabilidad y ocuparse de las tensiones de todos. La holacracia le dice a los jefes: «Ya no es cosa tuya resolver los problemas de todos y asumir la responsabilidad de todo». Y a los trabajadores les dice: «Tienes la responsabilidad, y la autoridad, para ocuparte de tus propias tensiones». Este sencillo cambio saca a todos los implicados de la dinámica paterno-filial que está tan profundamente enraizada en nuestra cultura organizativa y los introduce en una relación funcional entre adultos autónomos y autogestionarios, cada uno de los cuales tiene el poder para «dirigir» su propia función al servicio del propósito de la organización.

Cuando en las empresas con las que he trabajado se produce este cambio, se manifiesta como una revelación y un desafío para todos los implicados. Los trabajadores se dan cuenta que ya no son unos meros empleados que obedecen órdenes; ahora tienen un poder y una autoridad reales, que llegan acompañados de la responsabilidad. Ya no tienen a un jefe, que es como un padre, que les resuelve los problemas. Los jefes, por su parte, se suelen sentir liberados de la carga de la gestión, aunque tienen que encontrar un nuevo sentido a su propio valor y contribución y cambiar la manera en que acostumbran a utilizar y conservar la autoridad. Uno de los aspectos más interesantes de mi trabajo consiste en recordar a los directores generales que han adoptado recientemente la holacracia que «ya no tienen la autoridad para tomar esa decisión». Y, por otra parte, también tengo que recordar a los demás que «tienes la responsabilidad y la autoridad para tomar esa decisión; eso es cosa tuya, y no es labor del jefe decirte lo que tienes que hacer ni bendecir tu decisión».

Curiosamente, la mayoría de los directores generales con los que he trabajado encuentran que este cambio les supone un alivio tremendo. Puede que esto sea una sorpresa para algunos. Bernard Marie Chiquet, un profesor de holacracia que vive en París y que él mismo fue director general, dice que la gente suele pensar que debe ser difícil convencer a un director general a renunciar a su poder, y, sin embargo, eso no se corresponde con su experiencia. Antes al contrario, se ha encontrado con que a muchos directores generales experimentados les seduce la idea de ceder el poder que les corresponde personalmente a un proceso organizativo, siempre que puedan encontrar la manera segura de hacerlo para que eso satisfaga las necesidades de la organización de la manera más efectiva. Por mi parte, puedo decir lo mismo. Durante una comida que mantuvimos juntos, Evan Williams, cofundador de Twitter y, más recientemente, de Medium, me describió el miedo que le invadió cuando, después de marcharse de Twitter, consideró la idea de crear otra empresa desempeñando el papel de un director general tradicional, con todas sus cargas y distracciones del trabajo que más disfrutaba, el creativo. Si adoptó la holacracia en Medium fue en parte para que ese peso no cayera exclusivamente sobre sus hombros; lejos de tener que «convencerse», lo que concretamente le atrajo de la holacracia fue su distribución de la autoridad.

Esto es también lo que intrigaba a Hsieh de Zappos sobre la holacracia: su promesa de una manera segura y práctica de distribuir el poder real y, por consiguiente, de permitir la organización autónoma, por medio de un proceso de gobernanza definido constitucionalmente. Después de nuestro primer encuentro, Hsieh me invitó a conocer a su equipo y decidió implantar la holacracia experimentalmente en un pequeño departamento de su organización. La experiencia fue lo bastante satisfactoria para que, en 2013, decidiera extender el sistema a toda su empresa. Yo estaba emocionado… y un poquito inquieto. Esa sería, de lejos, nuestra mayor adopción hasta el momento. ¿Cómo funcionaría la holacracia a una escala de una empresa de mil quinientos empleados? ¿Crearía el entorno de organización autónoma y colaboración al estilo de una ciudad que Hsieh andaba buscando? Yo sabía que el sistema poseía el potencial para hacerlo exactamente así en organizaciones más pequeñas, de forma que estaba impaciente por verla actuar en ese escenario mayor.

Lo que el equipo de Zappos experimentó a lo largo del siguiente año, como en muchas empresas más pequeñas antes que ellos, es que la holacracia es capaz de capacitar verdaderamente a todos. «El poder que tenían los jefes se distribuye ahora entre cada uno de los empleados», son palabras de Alexis Gonzales-Black, que trabajaba en el equipo que encabezó la puesta en marcha. «Ahora todos son responsables de usar su experiencia laboral para hacer avanzar la empresa.» El cambio no fue fácil: «Formar a los jefes para que den un paso atrás, y a la gente para que de un paso al frente es realmente difícil», observa Gonzales-Black. «Con la holacracia en funcionamiento, cada individuo puede dar un paso adelante para resolver su propia tensión y procesarla abierta y libremente. Pero esta no es una habilidad que la gente adquiera de manera natural. Cuanto más practiques la holacracia, mejor llegarás a ser en ella; es un músculo que tienes que crear y entrenar.» Cuando los empleados se acostumbraron a su nueva autoridad, lo que Alexis observó fue una mentalidad de emprendedor en la que todo el mundo se siente motivado a preguntarse: «Si esta empresa fuera mía, ¿qué haría?»6

Al distribuir el poder de esta manera, la holacracia da libertad a los que están dentro de la organización para que sean simultáneamente más autónomos y colaboradores. En una organización impulsada por la holacracia, no hay más jefes, lo cual, como expresó uno de mis clientes recientemente, «suena como a caos democrático, aunque la verdad es que es bastante autocrático». Con la autoridad evidente y distribuida, nadie tiene que andar con pies de plomo con un asunto para lograr el consenso, ni presionar para conseguir que los demás vean las cosas como las ve uno. Esto libera a las personas para actuar con confianza, sabedoras de que un proceso legislativo les ha concedido esa autoridad con las aportaciones y consideración debidas. Y, al mismo tiempo, alguien con una autonomía evidente es libre de pedir ayuda, aportaciones y diálogo, y los demás son libres de darlas y de exponer sus ideas, sin riesgo alguno de que el proceso llegue a un punto muerto consensuado o a un decreto autocrático de un jefe ocupado y demasiado alejado del asunto. En cuanto el que tiene la autoridad recibe suficientes aportaciones para tomar una decisión con confianza, puede cortar cómodamente el diálogo, dar las gracias a los implicados, y tomar esa decisión. Y todo esto genera unas mayores cotas de flexibilidad, capacidad de reacción, y adaptabilidad en el seno de la organización.

Pero esto también libera la energía creativa de los antiguos jefes de unas formas sorprendentes y de gran alcance. Volviendo a nuestra anterior analogía, si el cuerpo humano no fuera un sistema de autoridad distribuida, donde las diferentes células, órganos y sistemas tiene cada uno autonomía, autoridad y responsabilidades evidentes, la mente consciente tendría una enorme carga de gestión. Pero dado que nuestra energía consciente no es necesaria para la toma permanente de decisiones de nuestro funcionamiento físico, esto la libera para ocuparse de todas las iniciativas creativas extraordinarias que definen la cultura humana. A mi modo de ver, esto también es cierto en las organizaciones. Cuando consigues que todas las partes de la organización posean y gestionen localmente la responsabilidad real, reaccionando autónoma y eficazmente, esto libera a los antiguos «jefes» para que se centren en un nivel completamente distinto: implicarse en las cuestiones creativas más importantes sobre la manera de manifestar el propósito de la organización en el mundo.

La introducción de la gobernanza

Existe un término técnico para denominar el proceso por el cual asignamos poder o autoridad dentro de una organización: la «gobernanza». En la mayoría de las organizaciones que funcionan sin la holacracia, puede que en lo más alto se desempeñe alguna gobernanza o esté establecida en los estatutos, pero por lo demás se presta escasa atención consciente a definir con claridad las autoridades y responsabilidades. Y cuando se presta esa atención, el contexto suele ser una gran reorganización que origina tantos problemas como los que resuelve y que acaba desconectada de las verdaderas necesidades de la realización del trabajo. Con la holacracia en funcionamiento, la gobernanza se da consciente y regularmente, distribuida por toda la organización. Ya no se trata de la función de ningún jefe único, sino que se convierte en un proceso continuo que ocurre a un nivel de equipo por equipo en unas «reuniones de gobernanza» especiales.

De esta manera, la holacracia toma parte de las funciones de diseño organizativo que tradicionalmente conviven con un director general o un equipo directivo y las sitúa en unos procesos que se promulgan por toda la organización con la participación de todos. Este proceso de gobernanza distribuye la autoridad y aclara las expectativas por toda la organización, y es dirigido por los que hacen el trabajo de esta y perciben las tensiones sobre la marcha. En la gobernanza se aprovechan las tensiones para aclarar no sólo cuestiones como: «¿Quién toma qué decisiones y dentro de qué límites?», sino también las expectativas que los demás puedan tener sobre aquellos mientras hacen uso de esa autoridad. La gobernanza genera claridad organizativa, y luego la hace evolucionar permanentemente para incorporar los últimos conocimientos del equipo y ajustar sus realidades cambiantes.

Cómo funciona

Es más fácil comprender la gobernanza en relación a la otra esfera de la vida organizativa con la que generalmente estamos más acostumbrados: las «operaciones». Las operaciones tienen que ver con la realización del trabajo: identificar resultados a conseguir, tomar decisiones concretas, asignar recursos, adoptar acciones y coordinar estas acciones con otras. La gobernanza tiene que ver con la forma de trabajar: el patrón de organización que seguimos, a diferencia de las decisiones concretas que tomamos dentro de dicho patrón. Se trata de una estrategia de nivel meta para la empresa. La gobernanza trata de la estructura del trabajo de la organización, y de las autoridades y expectativas que la acompañan. Tanto la gobernanza como las operaciones pueden estar impregnadas de una estrategia relevante, lo que significa tener una norma general o tema principal para aplicar a un equipo cuando avanza paulatinamente hacia la expresión del propósito de la organización.

Un sencillo ejemplo extraído de mi empresa puede ilustrar la diferencia entre estas dos esferas de la actividad. Nosotros proporcionamos, entre otros servicios, formación pública en holacracia, y, como es natural, tenemos que escoger un hotel para que nos sirva de escenario. Cada alternativa tendrá sus propias ventajas e inconvenientes, y la elección es un ejemplo de propuesta y decisión operativa. Ahora bien, la propuesta de la gobernanza sería: «¿Qué función tiene la autoridad para tomar esa decisión, con qué limitaciones y qué podemos esperar de esa función como condición para que tenga esa autoridad?» Quienquiera que desempeñe esa función usará esa autoridad, concedida en gobernanza, para tomar la decisión operativa concreta de qué hotel utilizar para un curso de formación determinado. La persona también puede aplicar una estrategia más amplia como directriz general que le ayude a tomar la decisión, tema este sobre el que volveremos más adelante.

Casi cualquiera que forme parte de una organización ha intervenido en operaciones y tomado decisiones, y probablemente haya aplicado algún tipo de estrategia para guiar sus decisiones. Sin embargo, para la mayoría de las personas participar en la gobernanza es un gran cambio, porque la mayor parte de las organizaciones andan escasas en lo que se refiere a un proceso de gobernanza explícito o a la claridad que tales procesos generan; que la gobernanza exista suele ser irrelevante e ignorado (por ejemplo, la típica «descripción del puesto de trabajo»), si no hay un proceso claro para actualizarla dinámicamente. No obstante, la claridad de la gobernanza que mantiene su pertinencia tiene una tremenda influencia, y responde a preguntas tales como:

¿Cuáles son las actividades actuales a las que tenemos que prestar atención y a quién pertenecerá cada una?

¿Qué expectativas puedo esperar razonablemente de los demás, y viceversa?

¿Quién tomará qué decisiones y con qué limitaciones?

¿Qué decisiones puedo tomar y qué acciones puedo realizar sin tener que convocar una reunión?

¿Qué políticas o limitaciones respetaremos en nuestro trabajo en común?

¿Cómo podemos cambiar las respuestas a estas preguntas a medida que aprendamos mejores maneras de trabajar juntos?

Cuando un grupo cualquiera de personas se junta para realizar una tarea o misión específica, surgen preguntas de este jaez, y aunque no las discutamos, hacemos conjeturas acerca de las respuestas. No tienes más que observar a un grupo de niños que estén jugando a un juego: la gobernanza implícita define las normas, funciones y parámetros que delimitan su juego. En muchas situaciones, la gobernanza implícita funciona perfectamente, hasta que, por alguna razón, ya no funciona más. Puede que las suposiciones implícitas entren en conflicto, o que quizá alguien quiera desarrollar la norma históricamente operativa para incorporar algún nuevo conocimiento. Siempre que haya necesidad de adaptar o desarrollar las normas y conjeturas implícitas, un proceso de gobernanza explícito puede resultar transformador.

Empero, la mayoría de las organizaciones actuales carecen de tales procesos explícitos, al menos más allá de un nivel de consejo de administración. Por el contrario, la mayoría de los reglamentos organizativos (o su equivalente) otorgan formalmente el poder de gestionar las operaciones de la organización a algunos de los jefes de mayor rango, un director general, director gerente o cualquiera que sea la denominación utilizada. Este director general puede entonces definir las autoridades y expectativas para toda la empresa, o delegar parte del poder para hacerlo, aunque rara vez esta definición o delegación se hace con alguna claridad significativa o lo bastante deprisa para seguir el ritmo a todas las oportunidades de aprendizaje disponibles. En un mundo que cambia cada día más deprisa, la gobernanza tiene que convertirse en una parte permanente de la manera de funcionar de una organización, y las preguntas relativas a ella son igual de pertinentes en el taller que en la sala de juntas. Aun es más, las personas que trabajan en primera línea suelen estar mejor situadas para impulsar las mejoras continuas dentro de su contexto y controlar los resultados de un día para otro. Volviendo a nuestro ejemplo anterior, el encargado del taller es improbable que despidiera al repartidor de las pizzas. Pero sin un proceso de gobernanza explícito para cada equipo, las oportunidades para mejorar los patrones organizativos, seguirán en buena medida centralizados: permanecerán con el jefe que tiene el poder de dictar autocráticamente la estructura de la organización, la persona que está en lo más alto.

Cuando de hecho distribuimos el poder entre los que están en primera línea, aumentamos espectacularmente la capacidad de la organización para aprovechar las aportaciones y apresar el conocimiento, resolviendo así un problema con el que tienen que lidiar muchos líderes cuando sus empresas empiezan a crecer. Evan Williams lo expresó de esta manera: «Antes, contrataba a estas personas increíbles, pero, a medida que la empresa se hacía más grande, tenía la impresión de que cada vez obtenía menos de ellas. En parte, esto se debía a que tenían ideas o preocupaciones o puntos de vista que eran pertinentes fuera de su área particular, pero no estaba claro qué hacer con eso».7 Con demasiada frecuencia, esta incapacidad para implicarse deja a los trabajadores en situación de indefensión y desconectados, desprovistos de una salida útil o saludable para mejorar el estado de las cosas. Williams describía la manera en que la holacracia «te permite aprovechar realmente las perspectivas e ideas de todo el mundo, y aunque no las aceptes todas, al menos eso rebaja la angustia de la gente porque hay un camino para procesarlas, y además hay transparencia».

Mientras que a los que están en lo más bajo del escalafón de las organizaciones convencionales puede parecerles que la holacracia les alivia la frustración de no ser oídos, a los que están en lo más alto, que suelen estar igual de frustrados, también puede parecerles que es un tremendo alivio. Los jefes se enfrentan a una complejidad y sobrecarga abrumadoras, con más problemas e información de los que pueden procesar con eficacia. David Allen, creador de la metodología GTD, es uno de los expertos más destacados en organización y productividad personal, y, sin embargo, admite incluso que las expectativas depositadas en él como director general convencional fueron imposibles de controlar. «Como la persona situada en lo más alto —me contó—, apenas tenía el ancho de banda para tomar una pequeña parte de las decisiones que se me planteaban desde abajo. Así que o no estaba disponible para tomar esas decisiones o no podía tomarlas con responsabilidad.»8 Al distribuir el trabajo de desarrollar la organización por toda la empresa, la holacracia disminuye la sobrecarga en lo más alto y la falta de compromiso hallada en otras partes, mientras inculca nuevas capacidades para el aprendizaje y la adaptabilidad por toda la organización. David siguió describiéndome los resultados de adoptar la holacracia en su empresa como «un enorme alivio. Este cambio de paradigma me ha quitado un enorme peso psicológico, e incluso físico».

Michael Gerber, autor del clásico manual de iniciativa empresarial El mito del emprendedor, señala que uno de los mayores errores que suelen cometer los emprendedores es el de quedarse atrapados trabajando en sus empresas en lugar de trabajando por sus empresas.9 Trabajar por la empresa constituye la esencia de la gobernanza, y la constitución de la holacracia dispone explícitamente el proceso a todos los niveles de la organización y para todas las personas involucradas. El resultado de este proceso de gobernanza permite entonces a la gente trabajar en la empresa —dirigir su operaciones— con mayor autonomía y rapidez. Es mucho más fácil y seguro ejecutar con rapidez y autonomía y hacer el trabajo cuando sabes exactamente la autoridad que tienes, qué es lo que se espera de ti y qué límites tienes que respetar, y además tienes un proceso para actualizar este conocimiento a medida que tiene lugar el aprendizaje y el entorno va cambiando.

El descubrimiento del propósito

He mencionado repetidamente el concepto «propósito» de una organización. Aunque hoy día esto no sea tan raro en un libro sobre empresa, vale la pena dedicar un momento a explicar a qué me refiero cuando hablo de «propósito», y a qué no. A veces, cuando estoy trabajando con un grupo de fundadores, socios o miembros del consejo, especialmente de organizaciones orientadas a las personas, en un momento u otro les pido a cada una de esas personas que me cuenten sus esperanzas, sueños, ambiciones y deseos más íntimos para la organización. El momento en que los presentes cuentan lo que más anhelan que haga y sea en el mundo la organización, es siempre un momento vigoroso, pletórico de autenticidad e inspiración. Y entonces digo: «Permite que te señale el mayor obstáculo para revelar el propósito de esta organización: es todo lo que acabas de decir: tus esperanzas, deseos, etcétera».

La gente se suele quedar sorprendida al oír esta afirmación, pero en cuanto entienden la idea, la cosa puede ser bastante reveladora. Por supuesto que sus esperanzas, sueños, ambiciones y deseos no tienen nada de malo, y, sin embargo, estas cosas son a menudo proyectadas en la organización y oscurecen su propósito. Volviendo a la metáfora que he utilizado antes, esta gente corre el riesgo de tratar a la organización como un padre autoritario podría tratar a un hijo. La mayoría de los padres con los que trabajo entienden que proyectar sus esperanzas y sueños en sus hijos limitará a estos para que encuentren su propio camino en la vida. Socialmente, hemos llegado a aceptar que los hijos no son una propiedad que tenga que ser moldeada a voluntad de sus padres; son seres independientes con habilidades, talentos y pasiones exclusivas. Y cuando intentamos imponerles nuestras visiones, nos estamos resistiendo a esta realidad, a menudo en detrimento de ambas partes, y sin duda en detrimento de la relación. Me parece que otro tanto es válido para nuestras organizaciones y sus relaciones con los fundadores, jefes y otros responsables.

Cada organización tiene cierto potencial o capacidad creativa que es el más idóneo para expresarse de forma duradera ante el mundo, teniendo en cuenta todo aquello de lo que dispone: historia, empleados, recursos, fundadores, marca, capital, relaciones… Esto es a lo que me refiero cuando hablo de su propósito o raison d’être: su razón de ser. Esto no es necesariamente el propósito que nosotros, fundadores o líderes, queremos para la organización, aunque normalmente son los fundadores los que siembran la semilla; los años de formación de una empresa, «todo de lo que dispone» quizá no sea mucho más que las pasiones de los fundadores, y estas moldearán el propósito, al menos durante algún tiempo. Cuando los padres se desprenden de los sueños personales que tienen para sus hijos, crean el espacio necesario para averiguar para qué nacieron realmente esos hijos, cuál es el impulso creativo que está esperando a expresarse a través de cada vástago. De la misma manera, cuando nos liberamos de la idea «quiero que mi empresa haga equis», entonces podemos encontrar el propio impulso creativo de la organización, ese potencial o capacidad creativa más profunda que puede expresarse duraderamente ante el mundo, teniendo en cuenta todo aquello de lo que dispone. En otras palabras: ¿qué es lo que esta organización quiere ser en el mundo, y qué es lo que el mundo necesita que sea esta organización?

Esto no quiere decir que todas las organizaciones vayan a tener un propósito visionario, creativo y hermoso. Algunas expresiones del propósito que son de hecho banales, son no obstante auténticas para la organización. El propósito de una empresa de triturado de basuras quizá sea simplemente «crear ciudades más limpias», lo cual tal vez no sea glamuroso, pero con todo insinúa la «razón» que está detrás de lo que hace la empresa y expresa el potencial para el que está capacitada para producir en el mundo. En HolacracyOne, hemos apresado lo que mejor entendemos como propósito de nuestra organización en dos palabras: «Organización Exquisita».

Llegar ahí fue todo un proceso de descubrimiento: no decidimos ese propósito, lo descubrimos. Y digo «descubrimos» y no «decidimos» porque llegar a tener claro el propósito es más una labor detectivesca que un trabajo creativo. Lo que estás buscando ya está ahí, esperando a que lo encuentren, y no tiene más de decisión de lo que tiene el propósito de tu hijo. No tienes más que preguntarte: «Teniendo en cuenta nuestro entorno actual, y los recursos, talentos y capacidades de los que disponemos, los productos o servicios que ofrecemos, la historia de la empresa y su espacio en el mercado, etcétera, ¿cuál es el potencial más profundo que esto puede ayudar a crear o a manifestarse en el mundo? ¿Y por qué lo necesita el mundo?

Si no se te ocurre inmediatamente una sucinta frase que capte el propósito de tu organización, no te preocupes. Como pasa con todo en la holacracia, descubrir el propósito es un proceso dinámico y continuado, y la aplicación práctica de tu propósito es mucho más importante que la elegancia de su formulación. El propósito no es algo que enmarques y pongas en la pared para inspirarte; es una herramienta que utilizas a diario mientras te ocupas de tu negocio. Cuando cambias a un modelo de autoridad distribuida, el propósito se convierte en el sostén de la toma de decisiones a todos los niveles y en cada una de las esferas de actividad. La gobernanza trata de la forma en que estructuramos la organización y sus funciones para expresar de la mejor manera ese propósito, y las operaciones tienen que ver con la utilización de esa estructura para proporcionar ese propósito al mundo. El objetivo de la holacracia es permitir que una organización exprese mejor su propósito. Por esto y por otras muchas razones, la holacracia no es un proceso de gobernanza «de las personas, por las personas y en aras de las personas», sino de gobernanza de la organización, por medio de las personas y en aras del propósito.

 

5 Hamel, Gary, «First, Let’s Fire All the Managers», Harvard Business Review, https://hbr.org/2011/12/first-lets-fire-all-the-managers, consultado en diciembre de 2014.

 

6 Las observaciones de Alexis Gonzales-Black están extraídas de la entrada de Zappos Insights «What Does Leadership in Self-Organization Look Like?», 8 de octubre de 2014, http://www.zapposinsights.com/blog/item/what-does-leadership-in-selforganization-look-like, consultado en octubre de 2014; y de Alexis Gonzales-Black, «Holacracy at Zappos. The First Year of Adoption», entrevista realizada en Internet por Anna McGrath, 29 de octubre de 2014.

 

7 Williams, Evan, hablando en la conferencia Wisdom 2.0, 2013.

 

8 Allen, David, «What If We All Had Accountability?», podcast de GTD Times, septiembre de 2011

 

9 Gerber, Michael, El mito del emprendedor: por qué no funcionan las pequeñas empresas y qué hacer para que funcionen, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011, pp. 97-115.