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¿Es posible?

 

Sam Londe, un dependiente de zapatería jubilado que vivía en las afueras de Saint Louis a principios de la década de 1970, empezó a tener problemas de deglución.1 Al final fue a ver al médico y este descubrió que tenía un cáncer de esófago metastásico. En aquellos días este tipo de cáncer se consideraba incurable y nadie sobrevivía a él. Era una sentencia de muerte y el médico de Londe le comunicó la noticia con un tono sombrío.

Intentando alargarle la vida lo máximo posible, le dijo que lo mejor era extirparle el tejido canceroso del esófago y del estómago, donde el cáncer se había propagado. Confiando en él, Londe accedió y se sometió a la intervención. Por un tiempo le fue bien, pero al cabo de poco las cosas fueron de mal en peor. Una ecografía del hígado de Londe reveló más malas noticias: el cáncer se había extendido por todo el lóbulo izquierdo del hígado. El médico le dijo que por desgracia le quedaba como mucho solo unos meses de vida.

Londe y su nueva esposa, ambos septuagenarios, decidieron mudarse a Nashville, a unos 500 kilómetros de distancia, donde residían algunos familiares de ella. Al poco tiempo de trasladarse a Tennessee, Londe ingresó en un hospital donde lo asignaron al médico internista Clifton Meador. La primera vez que el doctor Meador entró en la habitación de Londe, encontró a un hombre canijo y sin afeitar acurrucado bajo una pila de mantas con aspecto de moribundo. Londe se mostraba huraño y poco comunicativo y las enfermeras le contaron al doctor Meador que había estado de ese modo desde que lo habían ingresado unos días antes.

Si bien Londe tenía altos niveles de glucosa en la sangre debido a su diabetes, los parámetros del resto de la analítica eran normales, salvo por unos niveles un tanto elevados de las enzimas hepáticas, lo cual era de esperar en alguien con cáncer de hígado. En las otras pruebas que le habían hecho todo salía bien, una gran suerte teniendo en cuenta el grave estado del paciente. Bajo las órdenes de su nuevo médico, Londe recibió a regañadientes una terapia física, una dieta reconstituyente a base de líquidos y cuidados y atenciones médicas. A los pocos días ya se sentía más fuerte y animado. Le empezó a contar su vida al doctor Meador.

Londe había estado casado antes con una mujer que había sido su verdadera media naranja. No pudieron tener hijos, pero habían disfrutado de la vida. Como les encantaba navegar, al jubilarse se compraron una casa junto a un gran lago artificial. Pero un día ya avanzada la noche, el muro de contención de tierra de la presa se rompió y una tromba de agua se llevó por delante su hogar. Londe sobrevivió de milagro al agarrarse a algunos escombros, pero el cuerpo de su mujer desapareció bajo el agua.

«Perdí todo lo que más quería en este mundo —le dijo al doctor Meador—. Aquella noche la tromba de agua se llevó también mi corazón y mi alma.»

A los seis meses de la muerte de su esposa, mientras todavía la lloraba sumido en una profunda depresión, le diagnosticaron el cáncer de esófago y le operaron para extirpárselo. Entonces fue cuando conoció a su segunda esposa y se casó con ella, una mujer bondadosa que sabía que él tenía una enfermedad terminal y que aceptó cuidarle durante el tiempo que le quedara de vida. Varios meses después de casarse, se mudaron a Nashville y el doctor Meador ya conocía el resto de la historia.

En cuanto Londe terminó de contársela, el médico, asombrado por lo que acababa de oír, le preguntó compasivamente: «¿Qué quiere que haga por usted?» Londe, que estaba a las puertas de la muerte, se quedó pensativo.

«Me gustaría vivir hasta Navidad para celebrarla con mi mujer y su familia, porque se han portado muy bien conmigo —contestó al fin—. Lo único que deseo es que me ayude a conseguirlo.» El doctor Meador le respondió que haría todo lo posible para que lo lograra.

Cuando le dieron de alta a finales de octubre, Londe se encontraba mucho mejor que al llegar. El doctor Meador se quedó sorprendido y contento a la vez por los progresos de su paciente. A partir de entonces lo fue visitando una vez al mes, y cada vez observaba que Londe seguía bien. Pero una semana después de Navidad (el día de Año Nuevo), su mujer volvió a llevarlo al hospital.

El doctor Meador se sorprendió al ver que Londe parecía volver a estar a punto de morir. Al hacerle un chequeo, lo único que encontró fue que tenía un poco de fiebre y una pequeña mancha oscura en un pulmón que indicaba una pulmonía, aunque Londe no parecía tener problemas respiratorios. Todas las analíticas salieron normales y las pruebas de cultivos que el médico pidió no indicaron que sufriera ninguna otra enfermedad. El doctor Meador le recetó antibióticos y le conectó a un tanque de oxígeno, esperando lo mejor, pero al cabo de veinticuatro horas Sam Londe murió.

Como habrás supuesto, esta historia trata de un diagnóstico típico de cáncer seguido de una desafortunada muerte a causa de una enfermedad mortal, ¿verdad?

Pues no es lo que parece.

Cuando le practicaron la autopsia en el hospital, descubrieron algo muy curioso. En realidad, el hígado de Londe no estaba invadido por el cáncer, solo tenía un diminuto nódulo cancerígeno en el lóbulo izquierdo y otro foco muy pequeño en el pulmón. La verdad es que ninguno de esos cánceres estaba lo bastante extendido como para causarle la muerte. Y de hecho la zona alrededor del esófago estaba totalmente sana. Por lo visto la ecografía que le habían hecho en el hospital de Saint Louis para ver si tenía cáncer en el hígado había dado un falso resultado positivo.

Sam Londe no murió de un cáncer esofágico o hepático. Ni tampoco por la pulmonía que pilló cuando volvieron a ingresarlo en el hospital. Simplemente se murió porque todas las personas de su entorno creyeron que tenía los días contados. El médico del hospital de Saint Louis creyó que Londe se estaba muriendo, y cuando el doctor Meador de Nashville pensó también lo mismo, la mujer y los familiares de Londe lo dieron por un caso perdido. Y lo más importante es que el propio Sam Londe pensó que se estaba muriendo. ¿Es posible que se muriera solo por el mero hecho de pensarlo? ¿Que ese pensamiento fuera tan poderoso? Y si es así, ¿se trata de un caso aislado?

¿Se puede sufrir una sobredosis con un placebo?

Fred Mason (no es su nombre real), un estudiante de posgrado de 26 años cayó en una depresión cuando su novia rompió con él.2 Pero de pronto vio en un periódico el anuncio de un ensayo clínico sobre un nuevo medicamento antidepresivo y decidió participar. Cuatro años antes había tenido un brote depresivo y el médico le había recetado un antidepresivo a base de amitriptilina (Elavil), pero se había visto obligado a dejarlo por la somnolencia y el embotamiento que le causaba. El medicamento era demasiado fuerte para él y ahora esperaba que ese nuevo fármaco tuviera menos efectos secundarios.

Cuando ya hacía cerca de un mes que participaba en el estudio, decidió llamar a su antigua novia. Los dos se pelearon por teléfono y Mason después de colgar, agarró en un arrebato el frasco de pastillas del ensayo clínico y se tragó las 29 que quedaban con la intención de suicidarse. Pero al instante se arrepintió. Salió de su casa corriendo y, tras pedir ayuda a gritos, se desplomó. Una vecina le oyó gritar y al salir al pasillo del edificio se lo encontró tendido en el suelo.

Retorciéndose de dolor, Mason le contó que había cometido un terrible error al tomarse las pastillas, pero que no se quería morir. Cuando le pidió que lo llevara al hospital, su vecina así lo hizo. Mason llegó a urgencias pálido y sudoroso, con una tensión de 80/40 y un ritmo cardíaco de 140 pulsaciones. Respirando agitadamente, no cesaba de exclamar: «¡No quiero morir!»

Cuando los médicos le examinaron, vieron que lo único que tenía era la tensión baja, el pulso acelerado y la respiración agitada. Aun así, Mason estaba aletargado y arrastraba las palabras al hablar. El equipo médico decidió administrarle suero intravenoso, le hicieron análisis de sangre y de orina, y le preguntaron cuál era el medicamento que había tomado. Mason no podía recordar el nombre del fármaco.

Les dijo que era el antidepresivo experimental de un ensayo clínico. Luego les entregó el frasco vacío, pero en la etiqueta no aparecía el nombre del medicamento, sino solo la información sobre el estudio. Así que no podían hacer más que esperar los resultados de los análisis, controlar sus constantes vitales para asegurarse de que no empeorase de golpe y esperar a que el personal del hospital pudiera contactar con los investigadores que estaban realizando el ensayo clínico.

Al cabo de cuatro horas, después de que los resultados de los análisis salieran totalmente normales, llegó un médico que había participado en el estudio del fármaco experimental. Al consultar el código de la etiqueta del frasco vacío de las pastillas de Mason, lo cotejó con la información recabada en el estudio. Les dijo que Mason había estado tomando un placebo y que las pastillas que había ingerido no contenían ningún fármaco. Milagrosamente, a los pocos minutos a Mason se le normalizó la tensión arterial y el pulso. Y como por arte de magia, dejó también de sentirse soñoliento. Mason había sido víctima del efecto nocebo: una sustancia inocua que, gracias a sus intensas expectativas, le había producido efectos perjudiciales.

¿Es posible que los síntomas se los hubiera provocado el hecho de esperar sufrirlos después de tragarse un buen puñado de antidepresivos? ¿Puede que su mente, como en el caso de Sam Londe, se hubiera apoderado de su cuerpo, llevada por las expectativas de lo que parecía ser la perspectiva más probable, hasta el punto de materializarla? ¿Le pudo haber ocurrido aunque esto significara que su mente se había ocupado de unas funciones que normalmente no están bajo nuestro control? Y si esto fuera posible y nuestros pensamientos pudieran hacernos enfermar, ¿acaso no podríamos también usarlos para curarnos?

La depresión crónica se esfuma por arte de magia

Janis Schonfeld, una interiorista de 46 años que vivía en California, había sufrido depresiones desde la adolescencia. Pero nunca había recurrido a ningún profesional en busca de ayuda hasta ver el anuncio de un periódico en 1997. El Instituto Neuropsiquiátrico de la UCLA estaba buscando voluntarios para probar en un ensayo clínico un nuevo antidepresivo a base de venlafaxina (Effexor). Schonfeld, esposa y madre, cuya depresión había empeorado hasta tal punto que se había planteado suicidarse, decidió aprovechar la oportunidad de participar en el estudio.

Cuando Schonfeld llegó al Instituto Neuropsiquiátrico por primera vez, un técnico le aplicó unos electrodos durante cuarenta y cinco minutos para monitorizar y registrar su actividad bioeléctrica cerebral con un electroencefalógrafo, y poco después ella se fue con el frasco de pastillas que le dieron en la farmacia del hospital. Sabía que aproximadamente la mitad del grupo de 51 participantes recibiría el fármaco, y la otra mitad, un placebo, aunque ni Schonfeld ni los médicos del estudio tenían idea de a cuál de los dos grupos la habían asignado al azar. En realidad, nadie lo sabría hasta que finalizara el estudio. Pero a ella no le importaba, porque estaba entusiasmada y esperaba que el fármaco experimental le ayudara después de haber estado luchando durante décadas contra una depresión clínica que hacía que de pronto se echara a llorar sin una razón aparente.

Schonfeld accedió a volver al Instituto cada semana a lo largo del estudio de dos meses de duración. Cada vez respondía a las preguntas de cómo se sentía y en varias ocasiones incluso le realizaron otro electroencefalograma (EEG). Al poco tiempo de empezar a tomar las pastillas, Schonfeld se comenzó a encontrar muchísimo mejor por primera vez en su vida. Y lo más curioso es que además sentía náuseas, pero esto era una buena noticia, porque sabía que era uno de los efectos secundarios del fármaco experimental. Como la depresión tendía a desaparecer y además notaba los efectos secundarios, estaba segura de que le había tocado el fármaco activo. Hasta la enfermera con la que hablaba al volver cada semana al Instituto creía que Schonfeld estaba tomando el medicamento real por los cambios que experimentaba.

Al final de la octava semana del estudio, uno de los investigadores le reveló por fin la impactante verdad: Schonfeld, que después de haber tomado las pastillas ya no deseaba suicidarse y se sentía como una persona diferente, había formado parte en realidad del grupo del placebo. Se quedó de una pieza. Estaba segura de que el médico se había equivocado. No se podía creer que después de estar sufriendo durante tantos años una agobiante depresión, se sintiera ahora mucho mejor por haberse tomado un frasco de pastillas de azúcar. ¡Y hasta había sufrido los efectos secundarios y todo! Debía de ser un error. Le pidió al médico que volviera a revisar la información recabada. Él, riéndose afablemente, le aseguró que el frasco que se había llevado a casa, el que le había devuelto las ganas de vivir, no contenía más que pastillas placebo.

Mientras Schonfeld se quedaba de piedra, el médico le insistió en que el hecho de no haber recibido el medicamento auténtico no significaba que se hubiera imaginado su depresión o su mejoría, sino que simplemente no era el Effexor lo que le había hecho sentirse mejor.

Y ella no había sido la única. Los resultados del estudio revelaron al cabo de poco que el 38 por ciento de los participantes del grupo placebo se sentía mejor, comparados con el 52 por ciento del grupo que había recibido Effexor. Pero cuando el resto de la información salió a la luz, fueron los investigadores los que se quedaron sorprendidos: los pacientes como Schonfeld, que habían mejorado con el placebo, no se habían imaginado sentirse mejor, sino que los patrones de sus ondas cerebrales habían cambiado. Las electroencefalografías que les hicieron religiosamente a lo largo del estudio revelaban un aumento importante de actividad en la corteza prefrontal, la cual en los pacientes deprimidos solía ser muy baja.3

El efecto placebo, además de cambiar la mente de Schonfeld, le estaba modificando su biología. Es decir, no eran solo imaginaciones suyas, sino cambios reales en su cerebro. Además de sentirse bien, también se estaba poniendo bien. Al final del estudio, a Schonfeld le había cambiado el cerebro sin tomar ningún medicamento ni hacer nada distinto a lo de siempre. Era su mente la que había cambiado su cuerpo. Y doce años más tarde, Schonfeld seguía sintiéndose muchísimo mejor que antes.

¿Cómo es posible que una pastilla de azúcar pueda acabar con los síntomas de una depresión arraigada y provocar además efectos secundarios como náuseas? ¿Y qué significa que la misma sustancia inerte tenga el poder de cambiar la activación de las ondas cerebrales, aumentando la actividad en la parte del cerebro más afectada por la depresión? ¿Puede la mente subjetiva crear esta clase de cambios fisiológicos, objetivos y medibles? ¿Qué sucede en la mente y en el cuerpo que permite que un placebo actúe a la perfección como un fármaco? ¿Podrían darse los mismos fantásticos efectos curativos no solo en las enfermedades mentales crónicas, sino también en una afección tan grave como el cáncer?

Una cura «milagrosa»: ahora lo ves, y ahora no lo ves

En 1957 el psicólogo de UCLA Bruno Klopfer publicó un artículo en una publicación académica contando la historia de un hombre al que llamó «el señor Wright» aquejado de un linfoma avanzado, un cáncer en las glándulas linfáticas.4 El tipo tenía unos tumores enormes, algunos del tamaño de una naranja, en el cuello, la entrepierna y las axilas, y el cáncer no estaba respondiendo a los tratamientos convencionales. Llevaba semanas enfermo, «febril, respirando con dificultad y postrado en cama». Su médico, Philip West, lo había dado por un caso perdido, aunque el propio Wright siguiera luchando. Cuando este descubrió que el hospital donde lo estaban tratando (en Long Beach, California) era uno de los diez hospitales y centros de investigación del país donde se estaba evaluando el Krebiozen, un medicamento experimental extraído de la sangre de caballo, el hecho le entusiasmó. Wright le dio la lata sin descanso al doctor West durante varios días hasta que el médico aceptó administrarle el nuevo remedio (aunque Wright no pudiera participar formalmente en el ensayo clínico porque los pacientes debían tener como mínimo una esperanza de vida de tres meses).

Wright recibió la inyección de Krebiozen un viernes, y el lunes ya se había levantado de la cama y caminaba la mar de animado, riendo y bromeando con las enfermeras: parecía otra persona. El doctor West escribió en el informe médico que los tumores «se habían disuelto como bolas de nieve en una estufa encendida». A los tres días los tumores se habían reducido a la mitad. Y al cabo de otros diez, le dieron el alta: Wright se había curado. Parecía un milagro.

Pero dos meses más tarde los medios de comunicación anunciaron que los diez ensayos clínicos revelaban que el Krebiozen era un engaño. En cuanto Wright leyó las noticias empeoró en el acto al creer que el medicamento no servía para nada y los tumores le volvieron a aparecer al poco tiempo. El doctor West sospechó que la primera respuesta positiva de Wright se debía al efecto placebo, y sabiendo que su paciente tenía una enfermedad terminal, se dijo que tenía poco que perder —y Wright mucho que ganar— si ponía a prueba su teoría. Así que le dijo a este que no se creyera las noticias del periódico y que había recaído porque el Krebiozen que le habían administrado formaba parte de un lote de mala calidad. Además, le contó que estaba a punto de llegar al hospital una versión del medicamento «el doble de potente y de una calidad excelente» y que se la inyectaría en cuanto la recibiera.

Wright se sintió eufórico ante la posibilidad de curarse y a los pocos días recibió la inyección. Pero en esta ocasión el doctor West no le inyectó un fármaco experimental ni un placebo, sino simplemente agua destilada.

A Wright le volvieron a desaparecer los tumores como por arte de magia. Regresó a su casa y durante los dos siguientes meses se estuvo sintiendo la mar de bien, ya no tenía ningún tumor. Pero de pronto la Asociación Médica Americana anunció que el Krebiozen no servía para nada. La comunidad médica había sido víctima de un engaño. El «medicamento milagroso» había resultado ser un timo, no era más que aceite mineral que contenía un simple aminoácido. De hecho, a los fabricantes les habían condenado por fraude. Al oír la noticia Wright sufrió una recaída por última vez: había dejado de creer en la posibilidad de curarse. Volvió al hospital desesperanzado y a los dos días murió.

¿Es posible que Wright hubiera cambiado de algún modo su estado del ser no una vez sino dos, transformándose en alguien que se había librado del cáncer en cuestión de días? ¿Respondió su cuerpo al instante a ese nuevo estado mental? ¿Y pudo haber recuperado el estado mental de un hombre con cáncer en cuanto oyó que el medicamento en cuestión no servía para nada, y entonces su cuerpo creó de nuevo exactamente la misma química, con lo que los tumores volvieron a aparecer? ¿Es posible alcanzar ese nuevo estado bioquímico no solo tomando pastillas o recibiendo inyecciones, sino también por medio de algo tan invasivo como una cirugía?

La cirugía de rodilla que nunca se llevó a cabo

En 1996 el ortopedista Bruce Moseley, que por aquel entonces trabajaba en la Facultad de Medicina de Baylor y era uno de los expertos punteros de Houston en medicina deportiva ortopédica, publicó un ensayo clínico basado en su experiencia con diez voluntarios varones que habían servido en el ejército y padecían osteoartritis de rodilla.5 Debido a la gravedad de su enfermedad, muchos de ellos cojeaban ostensiblemente, caminaban con un bastón o necesitaban algún tipo de ayuda para desplazarse.

El estudio estaba concebido para analizar la cirugía artroscópica, una práctica muy corriente que consistía en anestesiar al paciente y hacerle luego una incisión diminuta para insertarle un artroscopio, un aparato provisto de una cámara para ver su articulación. En la cirugía de rodilla el médico limpia y enjuaga la articulación para eliminar cualquier fragmento de cartílago degenerado que se considera la causa de la inflamación y del dolor. En aquel tiempo cerca de tres cuartos de millón de pacientes se sometían a esta clase de intervención cada año.

En el estudio del doctor Moseley, a dos de los diez participantes les practicaron un desbridamiento, una cirugía muy común en la que el cirujano extrae los restos de cartílago lesionado de la articulación de la rodilla. Otros tres recibieron un lavado, un procedimiento en el que se inyecta agua a gran presión en la articulación de la rodilla para limpiar y eliminar el material artrítico deteriorado, y a los cinco restantes se les sometió a una cirugía falsa en la que el doctor Moseley se limitaba a hacerles una incisión con un escalpelo y a suturársela luego sin realizarles ninguna clase de cirugía. A ninguno de estos cinco pacientes les insertaron un artroscopio, ni les limpiaron la articulación de la rodilla, ni les eliminaron los fragmentos óseos con agua a presión, solo les hicieron una incisión y luego les cosieron la herida.

Los diez participantes siguieron el mismo protocolo al principio. Los llevaron en sillas de ruedas a la sala de operaciones y, a continuación, les aplicaron la anestesia general para que el doctor Moseley pudiera eliminar los desechos artríticos de la articulación. En cuanto el cirujano entraba en la sala de operaciones, encontraba un sobre sellado que contenía información que le indicaba a cuál de los tres grupos había sido asignado al azar el paciente que yacía en la mesa de operaciones. El doctor Moseley no tenía idea de la información que contenía el sobre hasta que lo abría.

Después de la cirugía, los diez pacientes del estudio afirmaron gozar de mayor movilidad y sufrir menos dolor. En realidad, los que fueron objeto de la cirugía «falsa» se sintieron igual de bien que los del desbridamiento o el lavado quirúrgico. No hubo ninguna diferencia en los resultados, ni siquiera seis meses más tarde. Y al cabo de seis años, cuando entrevistaron a dos de los participantes que habían recibido la cirugía placebo, afirmaron que seguían andando con normalidad, sin sentir dolor y que su movilidad había aumentado en gran medida.6 Dijeron que ahora podían realizar todas las actividades cotidianas que no podían hacer seis años atrás, cuando todavía no les habían operado. Todos opinaban que habían recuperado la calidad de vida de antes.

Fascinado por los resultados, el doctor Moseley publicó otro estudio en el 2002 sobre 180 pacientes a los que se les hizo un seguimiento de dos años de duración después de haberles practicado la intervención quirúrgica.7 Los tres grupos del estudio mejoraron, ya que tras la cirugía los pacientes empezaron a caminar sin que les doliera la rodilla o sin cojear. Pero ninguno de los participantes de los dos grupos había mejorado más que cualquiera de los pacientes sometidos a la cirugía placebo, incluso al cabo de dos años.

¿Es posible que esos pacientes mejoraran por confiar y creer en el poder curativo del cirujano, el hospital e incluso en el de la reluciente y moderna sala de operaciones? ¿Se imaginaron de algún modo una vida con una rodilla sana, entregándose simplemente a ese posible resultado y haciéndolo realidad literalmente? ¿Era el doctor Moseley una versión moderna de los antiguos «hechiceros», solo que llevaba una bata blanca? ¿Y es posible curarse también de un trastorno más grave, como por ejemplo uno que requiera una operación cardíaca?

La operación cardíaca falsa

A finales de la década de 1950 dos grupos de investigadores realizaron una serie de estudios para comparar la cirugía estándar en el tratamiento de la angina de pecho con un placebo.8 Fue mucho antes de utilizar el procedimiento conocido como derivación (bypass) aortocoronaria por injerto, el tipo de cirugía que más se utiliza hoy día. En aquella época a la mayoría de los pacientes con problemas cardíacos se les realizaba una ligadura de las arterias mamarias, un procedimiento que consistía en exponer las arterias dañadas y ligarlas. Los cirujanos creían que si bloqueaban el paso de la sangre con este sistema, obligarían al cuerpo a crear nuevos conductos vasculares, con lo que aumentaría el riego sanguíneo en el corazón. Este procedimiento quirúrgico daba muy buenos resultados en la mayoría de los pacientes, aunque los médicos no tuvieran ninguna prueba sólida de que se hubiera creado ningún nuevo vaso sanguíneo, y esa fue la razón que les llevó a realizar esos dos estudios.

Aquellos dos equipos de investigadores, uno de Kansas City y otro de Seattle, siguieron el mismo procedimiento dividiendo a los participantes del estudio en dos grupos. A los miembros de uno se les practicó la ligadura de las arterias mamarias y a los del otro, una cirugía falsa. Los cirujanos les hicieron a todos las mismas pequeñas incisiones en el pecho, exponiendo las arterias, la única diferencia era que a los pacientes de la cirugía falsa les cosían el corte y nada más.

Los resultados de ambos estudios fueron asombrosamente parecidos: el 67 por ciento de los pacientes operados sintieron menos dolor y necesitaron menos medicación, y el 83 por ciento de los que habían sido objeto de una intervención falsa obtuvieron también el mismo nivel de mejoría. ¡La cirugía placebo había dado mejores resultados que la cirugía real!

¿Podía ser que los pacientes sometidos a la operación falsa creyeran tanto que iban a mejorar que acabaran mejorando simplemente por el hecho de esperarlo? Y si fue así, ¿qué nos enseña esto sobre cómo nos afectan nuestros pensamientos cotidianos, ya sean positivos o negativos, en cuanto al cuerpo y la salud?

La actitud lo es todo

En la actualidad muchos estudios demuestran que nuestra actitud nos afecta a la salud, incluyendo la esperanza de vida. Por ejemplo, la Clínica Mayo publicó en el 2002 un estudio de un seguimiento realizado a 447 sujetos a lo largo de más de treinta años, revelando que las personas optimistas estaban más sanas física y mentalmente.9 Optimista significa literalmente «mejor», lo cual sugiere que aquellas personas del estudio se fijaban en el mejor aspecto del futuro. Es decir, tenían menos problemas con las actividades diarias como resultado de su buena salud física o de su estado emocional: experimentaban menos dolor, tenían más energía, gozaban más de las actividades sociales, y se sentían más contentas, tranquilas y serenas la mayor parte del tiempo. Este estudio llegó justo después de otro en el que la Clínica Mayo había hecho un seguimiento a más de ochocientas personas a lo largo de 30 años y había revelado que los sujetos optimistas vivían más años que los pesimistas.10

Los investigadores de la Universidad de Yale también hicieron un seguimiento a 660 personas de 50 años y de más edad, durante veintitrés años, y descubrieron que las que tenían una actitud positiva sobre el envejecimiento vivían siete años más que las que lo afrontaban con una actitud negativa.11 La actitud influía más en la longevidad que la tensión arterial, los niveles de colesterol, el tabaquismo, el sobrepeso o la cantidad de ejercicio físico.

Otros estudios han analizado la relación entre la salud del corazón y la actitud. Aproximadamente en la misma época, un estudio de la Universidad de Duke sobre 866 pacientes con problemas cardiovasculares desveló que los que más sentían a diario emociones positivas tenían un 20 por ciento más de probabilidades de seguir vivos al cabo de once años que los que habitualmente experimentaban más emociones negativas.12 Y más asombrosos todavía fueron los resultados de un estudio sobre 255 estudiantes de la Facultad de Medicina de Georgia a los que se les realizó un seguimiento durante veinticinco años. Los más hostiles tenían cinco veces más probabilidades de sufrir enfermedades coronarias.13 Y un estudio de la Universidad Johns Hopkins presentado en las Sesiones Científicas del 2001 de la Asociación Americana del Corazón, incluso reveló que una actitud positiva constituye la mejor protección conocida contra las enfermedades cardíacas en los adultos con riesgo por antecedentes familiares.14 Este estudio sugiere que adoptar la actitud adecuada funciona igual de bien o mejor incluso que seguir una dieta saludable, hacer la cantidad adecuada de ejercicio y mantener el peso ideal.

¿Cómo es que nuestra actitud diaria —ya sea más alegre y afectuosa o más hostil y negativa— ayuda a determinar los años que viviremos? ¿Es posible cambiar nuestra actitud? Y si lo lográramos ¿podríamos superar la forma en que nuestra mente ha sido condicionada por las experiencias del pasado? ¿O acaso esperar que vuelva a pasar algo negativo ayuda a que suceda?

Náuseas antes de recibir la inyección

Según el Instituto Nacional del Cáncer, cerca del 29 por ciento de los pacientes que se someten a quimioterapia al ser expuestos a los olores y las imágenes que les recuerdan los tratamientos de la quimio sufren un trastorno llamado náusea anticipatoria.15 Cerca del 11 por ciento de sujetos se sienten tan mal antes de los tratamientos que hasta vomitan. Algunos pacientes con cáncer ya empiezan a sentir náuseas cuando van en coche al ir a recibir la quimioterapia, antes de pisar siquiera el hospital, y otros vomitan mientras están en la sala de espera.

Un estudio del 2001 de la Universidad del Centro Rochester para el Cáncer, publicado en el Journal of Pain and Symptom Management, concluyó que esperar tener náuseas era el mayor factor predictor de que los pacientes las acabarían teniendo.16 La información de los científicos revelaba que el 40 por ciento de los pacientes que recibían quimioterapia y que pensaban que se sentirían mal —porque sus médicos les habían dicho que probablemente se sentirían mal después del tratamiento—, tuvieron náuseas antes de recibirlo. Un 13 por ciento adicional de los pacientes que dijeron no saber con exactitud qué esperar del tratamiento, también se sintieron mal. Pero ninguno de los sujetos que no esperaban tener náuseas las tuvo.

¿Cómo es posible que algunas personas estén tan convencidas de que los fármacos de la quimioterapia les harán sentirse mal que les llega a pasar antes de que se los administren? ¿Podría ser que se sintieran mal por el poder de sus propios pensamientos? Y si esto les ocurre al 40 por ciento de los pacientes tratados con quimioterapia, podría también el 40 por ciento de los pacientes mejorar fácilmente al cambiar sus pensamientos sobre lo que esperan en cuanto a su salud o a la jornada? ¿Podría un solo pensamiento que aceptamos hacernos ya sentir mejor?

Los problemas digestivos se esfuman

Hace poco, cuando estaba a punto de bajar del avión en Austin, conocí a una mujer que leía un libro que me llamó la atención. Mientras esperábamos de pie en el pasillo para desembarcar, lo vi asomando en su bolso, en el título aparecía la palabra creencia. Nos sonreímos y yo le pregunté de qué trataba el libro.

«De cristianismo y fe —me respondió—. ¿Por qué lo quieres saber?» Le repuse que estaba escribiendo un libro sobre el efecto placebo que trataba sobre las creencias.

«Te contaré una historia», me dijo. Y entonces me reveló que hacía años le diagnosticaron intolerancia al gluten, celiaquía, colitis y otros trastornos, y que además sufría dolor crónico. Había estado leyendo sobre sus dolencias y decidió ir a ver a distintos profesionales de la salud para pedirles consejo. Le aconsejaron no consumir ciertos alimentos y tomar determinados medicamentos, y ella así lo hizo, pero seguía doliéndole todo el cuerpo. También tenía insomnio, sarpullidos en la piel y problemas digestivos, y sufría una lista de otros desagradables síntomas. Al cabo de varios años fue a ver a otro médico que decidió hacerle varios análisis de sangre. Pero los resultados de las pruebas dieron negativo.

«Aquel día descubrí que no tenía ninguna enfermedad y que no me pasaba nada y me dije estoy bien, y a partir de entonces mis síntomas se esfumaron como por arte de magia. Al instante me sentí de maravilla y podía comer lo que quisiera», me contó haciendo un gesto triunfal. «¿Qué te parece?», añadió sonriendo.

Al descubrir una información nueva y ver que lo que creíamos sobre nosotros mismos no es cierto, nuestros síntomas se pueden esfumar, pero ¿qué sucede en nuestro cuerpo cuando esto nos ocurre? ¿Cuál es exactamente la relación entre mente y cuerpo? ¿Es posible que esas nuevas creencias nos cambien el cerebro y la química del cuerpo, creando las nuevas rutas neuronales de quien creemos ser y alterando nuestra expresión genética? ¿Podríamos llegar a convertirnos en otra persona?

El párkinson frente a un placebo

La enfermedad de Parkinson es un trastorno neurológico caracterizado por una degeneración gradual de las células nerviosas en los ganglios basales, una zona del mesencéfalo que controla los movimientos físicos. El cerebro de los que tienen esta terrible enfermedad no produce bastante dopamina, el neurotransmisor que necesitan los ganglios basales para funcionar adecuadamente. Los síntomas tempranos del párkinson, una enfermedad que en la actualidad se considera incurable, incluyen problemas motores como rigidez muscular, temblores y cambios en el modo de andar y hablar que van más allá de nuestro control.

En un estudio, un grupo de investigadores de la Universidad de Columbia Británica en Vancouver, informaron a un grupo de pacientes con párkinson que les administrarían un medicamento que haría que sus síntomas mejoraran mucho.17 En realidad, recibieron un placebo, una mera inyección salina. Incluso a la mitad de los que no habían tomado ningún fármaco les mejoró el control de la función motora después de recibir la inyección.

Los investigadores generaron imágenes del cerebro de los pacientes con un escáner para entender mejor lo que les había sucedido, y descubrieron que quienes habían respondido positivamente al placebo eran los que estaban fabricando dopamina en su cerebro: un 200 por ciento más que antes. Para obtener el mismo efecto con un medicamento, se tendría que recibir una dosis entera de anfetaminas, un fármaco que sube el estado de ánimo y que también aumenta la dopamina.

Por lo visto el simple hecho de esperar mejorar desencadenó en los pacientes con párkinson un poder sin explotar que activó la producción de dopamina, exactamente la cantidad que su cuerpo necesitaba para mejorar. Y si esto es cierto, ¿cuál es el proceso por el que un simple pensamiento logra producir la dopamina que el cerebro necesita? ¿Es posible que esta clase de estado mental, creado por la combinación de una clara intención con un estado emocional más intenso, nos hiciera invencibles a ciertas situaciones al activar nuestro almacén interior de fármacos y superar las circunstancias genéticas de la enfermedad que creíamos no poder controlar?

Sobre serpientes mortales y estricnina

En la región de los Apalaches existen focos de un ritual religioso centenario conocido como la manipulación de serpientes o «toma de las sierpes».18 Aunque West Virginia (Virginia Occidental) sea el único estado donde es legal todavía, esto no impide que la policía local de otros estados haga la vista gorda a esta práctica. En las iglesias pequeñas y modestas, mientras los fieles se reúnen para celebrar el servicio religioso, el predicador entra con una o más cajas de madera en forma de maletín provistas de bisagras y puertas de plástico transparente con agujeros de ventilación, y las deposita cuidadosamente en el estrado, ante el presbiterio o en la sala, cerca del púlpito. Al poco tiempo la música empieza a sonar, una vibrante mezcla de música country, ranchera y folk de Kentucky con una letra sumamente religiosa sobre la salvación y el amor de Jesús. Cantando enfervorecidos, los músicos interpretan melodías con teclados, guitarras eléctricas e incluso baterías que cualquier banda musical de adolescentes envidiaría, mientras los feligreses agitan las panderetas movidos por el espíritu que se ha apoderado del ambiente. A medida que la energía va aumentando, el predicador prende una llama en un recipiente colocado sobre el púlpito y pone la mano encima, dejando que la llama le lama la palma antes de coger el recipiente y pasárselo lentamente por encima de los antebrazos desnudos para que la llama los roce. Se está «calentando».

Al cabo de poco los feligreses empiezan a balancearse y a posar las manos unos sobre otros, hablando en lenguas desconocidas, dando saltos y bailando al ritmo de la música alabando a su Salvador. Han sido poseídos por el espíritu, lo que ellos llaman «el ungimiento». Entonces el predicador abre una de las cajas de madera, mete la mano dentro y saca una serpiente venenosa, normalmente una serpiente cascabel, una boca de algodón, o una víbora cobriza. Él también se pone a bailar y a saltar hasta sudar, mientras sostiene la serpiente viva por la mitad del cuerpo para que la cabeza del animal quede terroríficamente cerca de su propia cabeza y de su garganta.

A veces sostiene la serpiente en lo alto antes de acercársela al cuerpo, bailando todo el rato mientras el animal se le enrosca con la mitad inferior del cuerpo alrededor del brazo y gira en el aire la parte superior a su antojo. El predicador puede sacar una segunda o incluso una tercera serpiente de otras cajas de madera y los feligreses, tanto hombres como mujeres, empiezan también a cogerlas mientras sienten que son «ungidos». En algunos servicios religiosos, el predicador ingiere veneno de un vaso, como por ejemplo estricnina, sin sufrir ninguno de sus mortíferos efectos.

Si bien las serpientes muerden a veces a algunos de los que las cogen, no ocurre con tanta frecuencia como sería de esperar, considerando los miles de servicios religiosos en los que los fieles meten febrilmente la mano en las cajas de madera provistas de bisagras sin una pizca de duda o de temor. E incluso cuando les pasa no siempre se mueren aunque no vayan corriendo al hospital, prefieren que los otros fieles se apiñen a su alrededor para rezar por ellos. ¿Por qué las serpientes no les muerden más a menudo? ¿Y por qué solo unos pocos se mueren cuando les ocurre? ¿Cómo pueden entrar en un estado mental en el que no les dan miedo esas serpientes venenosas cuando todos sabemos que su mordedura es letal, y cómo puede protegerles este estado mental?

También existen los estallidos de «fuerza histérica», la manifestación de una fuerza física sobrehumana en situaciones de emergencia. En abril del 2013, por ejemplo, Hannah Smith, una adolescente de 16 años y su hermana Haylee de 14, que vivían en Lebanon (Oregón), levantaron un tractor de casi 1.400 kilos de peso para liberar a su padre, Jeff Smith, que había quedado atrapado debajo.19 ¿Y qué hay de los que caminan sobre brasas, como los miembros de tribus indígenas que practican rituales sagrados y los occidentales que asisten a esta clase de talleres? ¿O incluso los artistas de los carnavales o los bailarines javaneses en trance que sienten el irreprimible deseo de masticar cristales y tragárselos (un trastorno conocido como hialofagia)?

¿Cómo son posibles semejantes hazañas sobrehumanas y qué es lo que tienen en común de esencial? ¿Podría ser que al creer a ciegas en algo les cambia el cuerpo hasta el punto de volverse inmunes a su entorno? ¿Y es posible que esas férreas convicciones que otorgan poder a los que manejan serpientes y caminan sobre brasas pudieran actuar también a la inversa, dañándonos —e incluso causándonos la muerte— sin ser conscientes de ello?

Acabar con un hechizo vudú

En 1938 un hombre de 60 años de la zona rural de Tennessee se pasó cuatro meses enfermo, yendo de mal en peor, hasta que su mujer lo llevó a un hospital con capacidad para 15 camas en las afueras de la ciudad.20 A esas alturas Vance Vanders (no es su nombre real) había perdido más de 22 kilos y parecía encontrarse a las puertas de la muerte. El doctor Drayton Doherty sospechó que Vanders sufría tuberculosis o un posible cáncer, pero en las numerosas pruebas y radiografías que le realizaron no apareció ninguna anomalía. La revisión médica del doctor Doherty reveló que su paciente estaba perfectamente. Como Vanders se negaba a comer, lo alimentaron mediante una sonda, pero él vomitaba tercamente todo cuanto le introducían por ella. Siguió empeorando, convencido de que se iba a morir y al final apenas podía hablar. Aunque pareciera que su muerte era inminente, el doctor Doherty aún no tenía idea de cuál era la dolencia de su paciente.

La angustiada mujer de Vanders le dijo al doctor que quería hablar con él en privado, y al asegurarle Doherty que no le revelaría la conversación a nadie, ella le contó que a su esposo le habían hecho «vudú». Por lo visto Vanders, que vivía en una comunidad donde las prácticas de vudú eran muy habituales, se había peleado con un sacerdote vudú local. El sacerdote, tras quedar con él en un cementerio a altas horas de la noche, le había echado un maleficio agitando una botella con un líquido pestilente ante su cara y le había soltado que moriría al poco tiempo y que nadie podría salvarlo. Eso fue lo que ocurrió. Y Vanders, convencido de que tenía los días contados, había creído en esa nueva y sombría realidad. El pobre hombre volvió abatido a casa negándose a comer. Hasta que su esposa lo llevó al hospital.

Tras oír la historia, al doctor Doherty se le ocurrió un plan muy poco ortodoxo para tratar a su paciente. Por la mañana reunió a los familiares al pie de la cama de Vanders y les dijo que estaba seguro de tener el remedio para curarlo. Los familiares le escucharon atentamente mientras él les contaba la siguiente patraña. Les dijo que la noche anterior había conseguido con una treta que el sacerdote vudú se reuniera con él en el cementerio y le desvelara cómo le había echado el maleficio a Vanders. No le había resultado fácil, les contó. El sacerdote se había negado a colaborar, pero él, agarrándolo del pescuezo, lo había empujado contra un árbol para obligarlo a hablar.

Les dijo que el sacerdote le confesó que había untado la piel de Vanders con huevos de lagartija para que se le metieran en la barriga y le eclosionaran en las entrañas. La mayoría de las lagartijas habían muerto, pero una muy gorda había sobrevivido y ahora se lo estaba comiendo por dentro. El doctor les anunció que, en cuanto le sacara la lagartija del cuerpo, Vanders se curaría.

Entonces llamó a la enfermera y esta le trajo diligentemente una jeringuilla enorme llena de una poderosa medicina, según les dijo el doctor Doherty. Pero en realidad contenía un medicamento vomitivo. El doctor Doherty inspeccionó atentamente la jeringuilla para asegurarse de que funcionara bien y luego le inyectó el líquido ceremoniosamente a su asustado paciente. A continuación con un gesto grandilocuente, abandonó la habitación sin decir una palabra a los familiares, que se quedaron atónitos.

Al cabo de poco al paciente le entraron ganas de vomitar. La enfermera le entregó una palangana y Vanders sintiendo arcadas y náuseas, la agarró gimiendo justo a tiempo. Cuando el doctor Doherty juzgó que su paciente ya casi había terminado de vomitar, entró resuelto a la habitación a grandes zancadas. Luego se acercó a la cama, sacó a escondidas de su maletín negro una lagartija verde, y en cuanto Vanders volvió a vomitar, la echó en la palangana sin que nadie se percatara.

«¡Mira, Vance! —exclamó con el mayor dramatismo del que fue capaz—. ¡Mira lo que tenías en la barriga! Ahora estás curado. ¡El hechizo vudú se ha acabado!»

En la habitación hubo un gran revuelo. Algunos familiares se desplomaron al suelo, gimiendo impactados. Vanders se apartó de la palangana con los ojos desorbitados. A los pocos minutos se había sumido en un profundo sueño que duró más de doce horas.

Cuando por fin despertó, estaba hambriento y se tragó ávidamente tanta comida que el médico temió que se le reventara el estómago. Al cabo de una semana, Vanders había recuperado el peso y la fuerza. Se fue del hospital sintiéndose de maravilla y vivió diez años más.

¿Es posible que un hombre se acurruque en la cama y se muera simplemente por creer que ha sido víctima de un maleficio? ¿Acaso un «brujo» actual, adornado con un estetoscopio en el cuello y un recetario en la mano, no habla con la misma convicción con la que el sacerdote vudú le habló a Vanders, y nosotros también nos creemos al pie de la letra lo que nos dice? Y si es posible que una persona, a un nivel, decida morir, ¿no podría también otra con una enfermedad terminal decidir vivir? ¿Es posible cambiar nuestro estado interior permanentemente —despojándonos de nuestra identidad como víctimas del cáncer, de artritis, de cardiopatías o del párkinson—, y adquirir un cuerpo sano con la misma soltura con la que nos quitamos una prenda de ropa y nos ponemos otra? En los siguientes capítulos verás lo que es realmente posible y cómo esto se aplica a tu vida.

 

1 C. K. Meador, «Hex Death: Voodoo Magic or Persuasion?», Southern Medical Journal, vol. 85, n.º 3, págs. 244-247, 1992.

 

2 R. R. Reeves, M. E. Ladner, R. H. Hart, et al., «Nocebo Effects with Antidepressant Clinical Drug Trial Placebos», General Hospital Psychiatry, vol. 29, n.º 3, págs. 275-277, 2007; C. K. Meador, True Medical Detective Stories, North Charleston, SC, CreateSpace, 2012.

 

3 A. F. Leuchter, I. A. Cook, E. A. Witte, et al., «Changes in Brain Function of Depressed Subjects During Treatment with Placebo», American Journal of Psychiatry, vol. 159, n.º 1, págs. 122-129, 2002.

 

4 B. Klopfer, «Psychological Variables in Human Cancer», Journal of Protective Techniques, vol. 21, n.º 4, págs. 331-340, 1957.

 

5 J. B. Moseley, Jr., N. P. Wray, D. Kuykendall, et al., «Arthroscopic Treatment of Osteoarthritis of the Knee, A Prospective, Randomized, Placebo-Controlled Trial. Results of a Pilot Study», American Journal of Sports Medicine, vol. 24, n.º 1, págs. 28-34, 1996.

 

6 Discovery Health Channel, Discovery Networks Europe, Discovery Channel University, et al., Placebo: Mind Over Medicine? Este documental, dirigido por J. Arrison, se emitió en el 2002. Films for the Humanities & Sciences, Princeton, Nueva Jersey, 2004, DVD.

 

7 J. B. Moseley, Jr., K. O’Malley, N. J., Petersen, et al., «A Controlled Trial of Arthroscopic Surgery for Osteoarthritis of the Knee», New England Journal of Medicine, vol. 347, n.º 2, págs. 81-88, 2002. El siguiente estudio independiente también reveló los mismos resultados: A. Kirkley, T. B. Birmingham, R. B. Litchfield, et al., «A Randomized Trial of Arthroscopic Surgery for Osteoarthritis of the Knee», New England Journal of Medicine, vol. 359, n.º 11, págs. 1097-1107, 2008.

 

8 L. A. Cobb, G. I. Thomas, D. H. Dillard, et al., «An Evaluation of Internal-Mammary-Artery Ligation by a Double-Blind Technic», New England Journal of Medicine, vol. 260, n.º 22, págs. 1115-1118, 1959; E. G. Diamond, C. F. Kittle y J. E. Crockett, «Comparison of Internal Mammary Artery Ligation and Sham Operation for Angina Pectoris», American Journal of Cardiology, vol. 5, n.º 4, págs. 483-486, 1960.

 

9 T. Maruta, R. C. Colligan, M. Malinchoc, et al., «Optimism-Pessimism Assessed in the 1960s and Self-Reported Health Status 30 Years Later», Mayo Clinic Proceedings, vol. 77, n.º 8, págs. 748-753, 2002.

 

10 T. Maruta, R. C. Colligan, M. Malinchoc, et al., «Optimists vs. Pessimists: Survival Rate Among Medical Patients over a 30-Year Period», Mayo Clinic Proceedings, vol. 75, n.º 2, págs. 140-143, 2000.

 

11 B. R. Levy, M. D. Slade, S. R. Kunkel, et al., «Longevity Increased by Positive Self-Perceptions of Aging», Journal of Personality and Social Psychology, vol. 83, n.º 2, págs. 261-270, 2002.

 

12 I. C. Siegler, P. T. Costa, B. H. Brummett, et al., «Patterns of Change in Hostility from College to Midlife in the UNC Alumni Heart Study Predict High-Risk Status», Psychosomatic Medicine, vol. 65, n.º 5, págs. 738-745, 2003.

 

13 J. C. Barefoot, W. G. Dahlstrom y R. B. Williams, Jr., «Hostility CHD Incidence, and Total Mortality: A 25-Year Follow-Up Studiy of 255 Physicians», Psychosomatic Medicine, vol. 45, n.º 1, págs. 59-63, 1983.

 

14 D. M. Becker, L. R. Yanek, T. F. Moy, et al., «General Well-Being is Strongly Protective Against Future Coronary Heart Disease Events in an Apparently Healthy High-Risk Population», resumen n.º 103966 presentado en las Sesiones Científicas de la Asociación Americana del Corazón, Anaheim, California, 12 de noviembre del 2001.

 

15 National Cancer Institute, «Anticipatory Nausea and Vomiting (Emesis)», 2013, www.cancer.gov/cancertopics/pdq/supportivecare/nausea/HealthProfessional/page4#Reference4.2.

 

16 J. T. Hickok, J. A. Roscoe y G. R. Morrow, «The Role of Patients’ Expectations in the Development of Anticipatory Nausea Related to Chemotherapy for Cancer», Journal of Pain and Symptom Management, vol. 22, n.º 4, págs. 843-850, 2011.

 

17 R. de la Fuente-Fernández, T. J. Ruth, V. Sossi, et al., «Expectation and Dopamine Release: Mechanism of the Placebo Effect in Parkinson’s Disease», Science, vol. 293, n.º 5532, págs. 1164-1166, 2001.

 

18 C. R. Hall, «The Law, the Lord, and the Snake Handlers: Why a Knox County Congregation Defies the State, The Devil, and Death», Louisville Courier Journal, 21 de agosto de 1988; véase también: www.wku.edu/agriculture/thelaw.pdf.

 

19 K. Dolak, «Teen Daughters Lift 3,000-Pound Tractor Off Dad», ABC News, (10 de abril, 2013), http://abcnews.go.com/blogs/headlines/2013/04/teendaughters-lift-3000-pound-tractor-off-dad.

 

20 Véase la nota 1.