¿Monstruos?
Albert Fish fue uno de los asesinos seriales más crueles y estremecedores del siglo XX. Este hombre con apariencia de abuelo dócil fue sentenciado a la silla eléctrica por matar y torturar a más de quince niños. Sus vecinos nunca se enteraron de esto, lo consideraban un hombre apacible, religioso, abstemio y amable. Muchas veces los asesinos seriales se presentan como personas comunes y corrientes. La vida de Fish aparecía sin estridencias hasta que fue descubierto su mundo de horror.
Estando ya preso, la madre del niño Billy Gaffney, una de sus víctimas, concurrió a la correccional de Sing Sing solo para preguntarle acerca del paradero de su hijo, ya que el cuerpo nunca fue hallado. La respuesta del Maníaco de la Luna1 no se hizo esperar:
«Lo llevé a los basureros de Avenida Riker. Ahí hay una casa abandonada, no lejos de donde lo capturé. Llevé al chico ahí, lo desnudé y até sus manos y pies, lo amordacé con un trapo sucio que encontré en el basurero. Entonces quemé sus ropas, tiré sus zapatos. Regresé y tomé el tranvía de la calle 59 a las 2 a.m. y caminé de ahí a casa. Al siguiente día cerca de las 2 p.m., llevé herramientas y un muy buen azote casero con mango corto. Corté uno de mis cinturones a la mitad, corté esas mitades en seis tiras de cerca de veinte centímetros de largo. Azoté su trasero descubierto hasta que la sangre corrió por sus piernas. Corté las orejas, la nariz, corté la boca de oreja a oreja. Le saqué los ojos. Estaba muerto entonces. Enterré el cuchillo en su vientre, acerqué mi boca a su cuerpo y bebí su sangre.
Recogí cuatro bolsas viejas y reuní una pila de piedras. Entonces lo corté en pedazos. Puse su nariz, orejas y unas cuantas tiras del vientre en mi puño. Entonces lo corté por el centro del cuerpo, apenas debajo del ombligo. Después, a través de sus piernas, aproximadamente cinco centímetros debajo de su trasero. Le corté la cabeza, pies, brazos, manos y las piernas debajo de la rodilla. Coloqué todo esto dentro de las bolsas llenas de piedras, las até y las arrojé en las corrientes de agua pantanosa que hay a lo largo del camino que va a North Beach. Regresé a casa con mi carne. Me quedé con el frente de su cuerpo que me gustaba, su mono (pene) y pee wees (testículos) y un agradable y gordo trasero, para asar en el horno y comer. Hice un estofado con sus orejas y nariz, pedazos de su cara y el vientre. Puse cebollas, zanahorias, nabos, apio, sal y pimienta. Estaban buenos. Entonces partí su trasero, corté su pene y testículos, los lavé primero. Puse tiras de tocino en cada nalga y las llevé al horno. Elegí cuatro cebollas y cuando la carne se había asado cerca de un cuarto de hora, vertí un poco de agua para la salsa de la carne y agregué las cebollas. A intervalos frecuentes, rocié su trasero, con una cuchara de madera, así la carne sería agradable y jugosa. Nunca comí algún pavo asado que tuviera la mitad del sabor que este dulce, gordo y pequeño trasero. Comí cada bocado de carne en cerca de cuatro días. Su pequeño mono era dulce como la nuez, pero sus pee wees no pude masticarlos. Los arrojé al inodoro».
¿Cómo pensar psicopatológicamente a Albert Fish después de leer esta carta? Quizás lo más cercano sería lo que Michel Foucault plantea como monstruo. Foucault en «Los Anormales», curso dictado en el Collège de France entre enero y marzo de 1975, sitúa al monstruo dentro del ámbito de las anomalías, y lo refiere como el producto de la violación a las leyes de la sociedad y de la naturaleza.
Albert Fish, como otros casos que vamos a plantear en este libro, podría inscribirse en esta categoría. Después de ser arrestado se le hizo una serie de exámenes clínicos, entre ellos una radiografía que mostró la presencia de veintisiete agujas en su cuerpo. Habían sido insertadas en la piel por él mismo; algunas se encontraban en zonas extremadamente peligrosas, como el colon, el recto y la vesícula.
Albert Fish nunca dio una explicación del porqué de su monstruosidad, apenas podemos rastrear un indicio que aparece en una carta anónima que envió a los padres de una de las víctimas en la que cuenta sus aficiones por el canibalismo:
«Estimada Señora Budd. En 1894 un amigo mío fue enviado como asistente de plataforma en el barco de vapor Tacoma, del capitán John Davis. Viajaron de San Francisco a Hong Kong, China. Al llegar ahí, él y otros fueron a tierra y se embriagaron. Cuando regresaron el barco se había marchado. En aquel tiempo había hambruna en China. La carne de cualquier tipo costaba de 1 a 3 dólares por medio kilo. Tan grande era el sufrimiento entre los más pobres que todos los niños menores de doce años eran vendidos como alimentos en orden de mantener a los demás libres de morir de hambre. Los menores no estaban seguros en las calles. Uno podía entrar a cualquier tienda y pedir un corte en filete o carne de estofado. La parte del cuerpo desnudo de un chico o chica sería expuesta y lo que uno quisiera sería cortado de él. El trasero de un niño, que es la parte más dulce del cuerpo, era vendida como chuleta de ternera a un precio muy alto. John permaneció ahí durante mucho tiempo adquiriendo gusto por la carne humana. A su regreso a Nueva York, secuestró a dos chicos, uno de siete y uno de once años de edad. Los llevó a su casa, los desnudó y los ató a un armario. Entonces quemó todo lo que ellos portaban. Varias veces cada día y cada noche los azotó –los torturó– para hacer su carne buena y tierna. Primero mató al chico de once años de edad porque tenía el trasero más gordo y, por supuesto, una mayor cantidad de carne en él. Cada parte de su cuerpo fue cocinada y comida excepto la cabeza, huesos e intestinos. Fue asado en el horno, hervido, frito y estofado. El chico pequeño fue el siguiente, de la misma manera. En aquel tiempo, yo vivía en la calle 409 E 100 cercana a la derecha. Él me decía tan frecuentemente cuán buena era la carne humana, que decidí probarla.
El domingo 3 de junio de 1928, yo la visité en el 406 W 15 de la calle Brought, usted me ofreció queso y fresas. Almorzamos, Grace se sentó en mi regazo y me besó. Decidí comerla. Por eso inventé lo de llevarla a una fiesta. Usted dijo que sí, que ella podría ir. La llevé a una casa vacía en Westchester que yo ya había escogido. Llegamos y le dije que se quedara afuera. Ella recogió flores, subí y me quité mis ropas. Yo sabía que no debía tener sangre en ellas. Cuando todo estuvo listo, me asomé a la ventana y la llamé. Entonces me oculté en un armario hasta que ella estuvo en la habitación. En cuanto me vio completamente desnudo comenzó a llorar y a tratar de correr escaleras abajo. La atrapé y me dijo que se lo diría a su mamá. La desnudé. Pateó y me rasguñó. La estrangulé y entonces la corté en pequeños pedazos para poder llevarme la carne a mis habitaciones. La cociné y comí. ¡Cuán dulce y tierno fue su trasero asado en el horno! Me llevó nueve días comer su cuerpo entero. No la violé como hubiera deseado. Murió virgen».
Albert Fish confesó ante el perito psiquiatra que por «orden divina» se veía obligado a torturar y matar niños. El comérselos le provocaba un éxtasis sexual muy prolongado.
«Cuando no las comprendía, trataba de interpretarlas con mis lecturas de la Biblia [...] “Entonces supe que debería ofrecer uno de mis hijos en sacrificio para purificarme a los ojos de Dios de las abominaciones y los pecados que he cometido.” Tenía visiones de cuerpos torturados en cualquier lugar del Infierno.»
El delirio místico pareció evidente a los expertos pero lo declararon en sanas facultades mentales cuando cometió los asesinatos. También reveló que le gustaba comerse sus propios excrementos e introducirse trozos de algodón empapados con alcohol dentro del recto y prenderles fuego. Horas antes de ser ejecutado en la silla eléctrica, manifestó: «No soy un demente, solo soy un excéntrico. A veces ni yo mismo me comprendo».
Albert Fish tenía una psicosis compensada en forma perversa, las alucinaciones verbales, en este caso la voz de Dios, le habían ordenado el sacrificio de niños, como así también la castración de dos jóvenes. No hay dudas de que Albert Fish estaba, por sobre todas las cosas, loco, aunque era una locura enigmática y feroz.
Hace años cuando trabajaba como psicólogo en el penal de Libertad, entrevisté a un recluso procesado por homicidio. Había entrevistado a varios, pero su caso era particular. Se trataba de un homicida que había matado salvajemente a su esposa a tijeretazos, había herido a dos policías y luego se había automutilado. La escena había sido terrible, la impresión que uno tenía, era que se encontraba frente a un ser destructivo y cruel, un verdadero monstruo. Después de atacar a su mujer y a los policías, se cortó el abdomen y estuvo al borde de la muerte. Quedó en cuidados intensivos en coma farmacológico por dos semanas. Cuando despertó, lo primero que hizo fue preguntar por su esposa.
No tenía registro alguno de lo que había pasado. Sin embargo la primera vez que lo vi daba una sensación de fragilidad indescriptible. Este hombre era un psicótico, un loco que nunca había delirado, ni antes ni después del homicidio, simplemente explotó en un acto feroz. Los psicoanalistas llamamos a eso «pasaje al acto». Este homicidio se inscribió bajo el modo de la urgencia y lo enigmático. De ahí la dificultad para poder entenderlo.
Tanto este recluso como los asesinos seriales que vamos a analizar tienen en común la locura, la muerte y lo enigmático. El desafío que tenemos es intentar acercarnos a su subjetividad para poder entender algo de esta monstruosa locura, que no deja de ser humana.
1 El sobrenombre Maníaco de la Luna tenía que ver con su necesidad de comer carne cruda las noches de luna llena.