1. Un asesino serial de película:
Hannibal Lecter
Cada época caracteriza y desarrolla un tipo particular de discurso que atraviesa y construye la subjetividad de quienes la viven. A esto nos referimos con la categoría «subjetividad de la época». Las características que constituyen la subjetividad de una época no se pueden determinar como algo fijo y homogéneo, sino como una construcción dinámica y variable.
La subjetividad contemporánea, tal como se manifiesta actualmente en el cine y en la series de televisión, poseería algunas de las características definitorias de la hipermodernidad.
Siguiendo el planteo del semiólogo y psicoanalista Jorge Assef, tres factores determinarían la condición hipermoderna influyendo en la construcción de subjetividades5:
• La primacía de la ley del mercado como dominante de la discursividad social.
• La prevalencia de la imagen en la actualidad.
• El empuje al goce6.
Robin7 plantea que el concepto de «identidad narrativa» implica que las personas tienen necesidad de construir una narración sobre sí mismos. Esta narración es un síntoma, es algo de lo cual tenemos mucha necesidad: no se puede vivir sin esta narración. La narración viene de lo que cada uno aprendió en la escuela, «o simplemente de las películas que uno fue a ver, o de historias que se cuentan en familia».
El sujeto necesita atravesar, para constituirse, un proceso de diferentes identificaciones; las primeras de ellas son al lenguaje como tal.
Entonces, subjetividad de la época es una idea de subjetividad representada y también construida por los discursos que enmarcan un tiempo, y que es posible investigar a través de las diferentes narrativas en juego.
La subjetividad, según la pensamos desde el psicoanálisis, incluye dos cuestiones fundamentales: las identificaciones y la manera de gozar.
En las últimas décadas, la ficción televisiva y el cine nos confrontan con el semblante de la ciencia actual: una variedad de técnicos criminólogos, psicólogos forenses, psiquiatras aparecen en las distintas series que se proponen develar aquello que está escondido en dichas máscaras sociales, que son el saber y el poder.
El término asesino serial
Sara Martín, en su libro Monstruos al final del milenio8, plantea que los monstruos evolucionan y, aunque pueda parecer que son hijos ahistóricos del inconsciente colectivo, son de hecho síntomas muy claros de las preocupaciones de cada momento histórico.
Hoy, en el mundo globalizado y con las posibilidades de penetración cultural que brinda el desarrollo tecnológico, el discurso cinematográfico y el de las series de TV, particularmente el de los Estados Unidos, se ha convertido en uno de los modos más extendidos de discursividad social.
Isabel Santaularia9 plantea que Drácula, el monstruo de Frankenstein y otros monstruos vampíricos han sido sustituidos en la actualidad por un fenómeno mucho más terrorífico: el asesino serial, un hombre que eventualmente podríamos encontrar en cualquier esquina. El asesino en serie se ha convertido en uno de los personajes más recurrentes en la ficción contemporánea y en el protagonista de un marco genérico que lleva su nombre: la ficción de asesinos en serie. Su capacidad para asustar es grande, ya que no se trata de un ser ficticio ni sobrenatural, sino de un ser que existe en el mundo real. Son además asesinos anónimos que se esconden entre nosotros y pasan como vecinos, compañeros de trabajo, e incluso amigos o familiares. Sus asesinatos suelen ser atroces y matan además por motivos que solo son relevantes en la mente del asesino y, por lo tanto, sus víctimas son personas inocentes que han tenido la mala suerte de cruzarse en su camino. Por la naturaleza de este tipo de asesino y de sus crímenes, el asesino en serie es considerado el monstruo contemporáneo por excelencia.
La notoriedad mediática del asesino en serie y la fascinación que genera esta figura se ha traducido en innumerables historias de ficción protagonizadas por este tipo de asesino. El cine sobre todo, pero también otros medios —como la televisión, los cómics o las novelas— han contribuido a consolidar la popularidad del asesino en serie desde principios del siglo pasado. Seguramente El silencio de los inocentes10 en cine y Dexter11 en serie de televisión sean los ejemplos más paradigmáticos.
Sara Martín propone una clasificación de la monstruosidad mucho más amplia y divide a los monstruos en dos grandes categorías que se entremezclan en varias combinaciones: monstruos morales y monstruos físicos. Los primeros, como el nombre indica, incluyen a aquellos seres que presentan comportamientos que se encuentran fuera de los límites de lo que la sociedad considera un comportamiento aceptable y que ponen en evidencia, por un lado, la capacidad de maldad del hombre y, por otro lado, la fragilidad del mismo ante los males que le rodean. Los monstruos físicos, por otra parte, serían aquellos seres cuya apariencia se aparta de lo normal, ya sea por ser extremadamente bellos, por ser muy atroces o repulsivos, o por presentar malformaciones físicas.
Quizás la característica que más salta a la vista de la multiplicidad de sujetos que conforman lo monstruoso sea que son seres que se escapan de las reglas establecidas y de los parámetros de lo que se considera estándar. En una sociedad en la que se establecen clasificaciones para imponer orden, los monstruos son aquellos seres que no se ajustan a las categorías existentes por exhibir comportamientos anormales o por presentar contornos difusos, tener formas extrañas o ser aformes, incompletos o diferentes. Los monstruos se sitúan donde las categorías se desvanecen y donde los patrones de lo normal o lo correcto dejan de tener sentido.
Otra característica que comparten los monstruos es que provocan temor y se los considera seres peligrosos capaces de grandes dosis de violencia. En algunos casos, su apariencia atroz esconde una naturaleza buena y apacible. En otros es precisamente su violencia y naturaleza sangrienta lo que les confiere su estatus de monstruos aunque su apariencia pueda ser estándar o inofensiva. Otras veces se presentan como seres temibles y violentos pero, al ser personajes recurrentes u objeto de parodias, han perdido su capacidad de asustar.
El silencio de los corderos
El silencio de los inocentes12, de Thomas Harris, popularizó al asesino serial; fue llevado al cine por Jonathan Demme en una película protagonizada por Jodie Foster y Anthony Hopkins en los papeles principales.
Lo más impactante del film, o quizá lo más recordado, sea el personaje de Hannibal Lecter. La historia trata sobre la relación entre la agente del FBI Clarice Starling y el psiquiatra y asesino serial Hannibal Lecter, encarcelado en una prisión de máxima seguridad. El extraño vínculo entre estos personajes es el eje de la película, y su motor es la búsqueda del asesino en serie Jame Gumb, llamado Buffalo Bill.
¿Por qué traigo a Lecter? Primero, porque este personaje se ha convertido en un ícono del cine; segundo, porque es el prototipo de lo que se cree que es el asesino serial: un psicópata.
Hugo Marietan, psiquiatra argentino que se especializa en esta patología, plantea como rasgos principales de los psicópatas los siguientes:
• Trabajan siempre para sí mismos. A veces parece que fueran altruistas, generosos, desprendidos, pero es solo un montaje.
• No realizan acciones psicopáticas en el cien por cien de sus conductas. Esto confunde ya que se puede creer que un psicópata deber mostrarse constantemente en conductas atípicas o asociales. Al contrario, la mayoría de esas conductas son adaptadas y solo en un pequeño porcentaje se muestran como realmente son.
• Son de difícil identificación. Por lo general, pasan desapercibidos. Algunos son gentiles y amables.
• Convencen. Suelen ser carismáticos y seductores.
• Debilitan la autoestima del otro. Trabajan cual escultor tallando todos los valores del partenaire o complementario hasta eliminarle el sustento como persona (la dignidad) y convertirlo en un ser dependiente y demandante de los caprichos del psicópata.
El psicópata tiene una muy especial empatía con el semejante, y desde esta posición de identificación despliega sus habilidades de manipulación. Sabe captar cuáles son los elementos del deseo y del goce inconsciente de su partenaire.
Muchas veces se habla de psicopatía y perversión en forma indistinta. La noción de psicopatía fue desarrollada por primera vez por Philippe Pinel en 1809 en su Traité de la mente, en el que describe una forma clínica novedosa de enfermedad mental que denomina «manía razonante». Pinel plantea que el paciente no es un «enfermo de la inteligencia», pero sí de sus «instintos», se comporta de forma maligna respecto a las personas y su falta de educación es la causa principal de la patología. Fue el psiquiatra francés Morel (1828) el primero en llamarla «locura de los degenerados». En 1835, James Cowles Pritchard hizo célebre su expresión de moral insanity para aludir a los locos morales o personas sin sentimientos que no pueden controlarse y cuya ética es mínima y sui géneris. Su descripción coincide con el psicópata tal como se lo caracteriza en nuestros días.
No existe en el psicoanálisis una categoría, cuadro o estructura que corresponda a lo que se designa como psicópata. Lo que históricamente se ha llamado psicopatías constituye un campo demasiado amplio que, desde una perspectiva psicoanalítica, no puede ser abordada como una categoría unitaria. Muchas veces se han generado confusiones con respecto a la psicopatía y a las perversiones, disquisiciones que no son el objetivo a desarrollar. Sin embargo, si consideramos las características de ausencia de culpa y prevalencia de la impulsividad sin división subjetiva del psicópata, se acerca mucho a lo que entendemos como perversión. Aquí vamos a homologar los términos perversión y psicopatía con fines didácticos.
La psicopatía es una manera de ser, es una personalidad, una variante de los tipos humanos. En términos psicoanalíticos podríamos incluir a la psicopatía como una patología del superyó, en la medida en que esta instancia tiene como origen la internalización de ciertas pautas sociales, entre ellas, las éticas o morales.
En los últimos años, la hegemonía de la psiquiatría americana y su manual DSM-IV ha ido reemplazando el concepto de psicopatía por el de TAP (trastorno antisocial de la personalidad). La locura sin delirio, la locura de los degenerados, la moral insanity de otrora han sido reemplazadas por el trastorno antisocial de la personalidad.
Es importante distinguir, además, entre actos perversos y estructura perversa, puesto que algunos actos asociados a la estructura perversa se encuentran en personas que no lo son. Algunos neuróticos, por ejemplo, manifiestan a través de sus actos perversiones que Jacques Lacan denominó «perversiones transitorias». Los neuróticos, muchas veces, gozan con sus fantasías perversas y se verifica en su vida sexual la existencia de actos perversos.
Recuerdo el caso de un obsesivo que atendí hace años. En las relaciones sexuales que mantenía con su mujer se comportaba perversamente. Solo podía mantener relaciones si ella se «hacía la muerta», eso quería decir que la mujer tenía que mantenerse quieta, sin responder a ningún estímulo. Este acto que podríamos catalogar de «perverso» no correspondía a una estructura perversa. Cuando este paciente lo analizó, pudo remitirlo rápidamente. También encontramos perversiones en las psicosis, que muchas veces cumplen una función de estabilización en su estructura.
A diferencia de este paciente obsesivo, el perverso —como en el caso de Lecter, como sádico— no busca solo el sufrimiento del otro, sino también su angustia. Para ello transita por diferentes caminos que pueden ser los de la violencia física o verbal o los de una violencia mucho más indirecta y sutil.
Vamos ver cómo:
«La celda del doctor Lecter está considerablemente alejada de las demás, no tiene al otro lado del pasillo más que un armario y es excepcional por otras circunstancias.
El doctor Hannibal Lecter reclinado en su catre, absorto en la lectura de la edición italiana de Vogue. Sujetaba las páginas sueltas con la mano derecha y las iba poniendo una a una a su lado con la izquierda. El doctor Lecter tiene seis dedos en la mano izquierda.
Clarice Starling se detuvo cerca de los barrotes.
—Doctor Lecter —su propia voz le sonó muy aceptable.
Él alzó la vista de la lectura.
Durante un exagerado segundo Clarice tuvo la impresión de que la mirada del recluso zumbaba, pero no era más que su sangre lo que oía.
—Me llamo Clarice Starling. ¿Puedo hablar con usted? —la distancia y el tono de su voz implicaban cortesía.
Con un dedo apoyado sobre los labios fruncidos, el doctor Lecter reflexionó. Al cabo de un rato, cuando lo juzgó adecuado, se levantó, avanzó con suavidad por su jaula y se detuvo a escasos pasos de la red, cosa que hizo sin mirarla, como si hubiese calculado la distancia.
—Buenos días —dijo él como si hubiese salido a abrir la puerta. Su cultivada voz poseía una leve aspereza metálica, debida seguramente al desuso.
Los ojos del doctor Lecter son de un castaño granate y reflejan la luz con destellos de rojo. A veces los puntos de luz parecen volar como chispas hacia el centro de la pupila. Esos ojos tenían presa a Starling por entero.
—Doctor, la configuración de perfiles psicológicos nos plantea serios problemas. He venido a solicitar su ayuda.
—¿Puedo ver sus credenciales?
Clarice no se esperaba eso.
—Podría ser usted una periodista, autorizada a entrar aquí por el propio Chilton para cobrar. Creo que tengo derecho a examinar sus credenciales.
—De acuerdo —Clarice elevó la mano y le mostró su tarjeta de identificación plastificada.
—¿Una estudiante? Aquí dice «Estudiante». ¿Jack Crawford envía a una estudiante a entrevistarme? —golpeó la tarjeta contra su blanca y pequeña dentadura y aspiró su olor.
—Todavía estoy en la academia, sí —dijo Starling—, pero no estamos hablando del FBI; estamos hablando de psicología. ¿Es capaz usted de discernir, prescindiendo de títulos y diplomas, si estoy capacitada para hablar de este tema?
—Hummmm —replicó el doctor Lecter—. La verdad..., eso ha sido muy astuto. Barney, ¿cree que la agente Starling podría disponer de una silla?
—Bueno —dijo Lecter sentándose de lado ante su mesa para dar la cara a Clarice—, ¿qué le ha dicho Miggs?
—¿Quién?
—Múltiple Miggs, el de esa celda de ahí. Le siseó algo. ¿Qué le ha dicho?
—Me ha dicho: «Te huelo el coño».
—Ya. Yo no lo he conseguido. Usa usted crema hidratante Evyan y a veces lleva L’Air du Temps, pero hoy no. Hoy ha venido deliberadamente sin perfume. ¿Qué impresión le ha producido lo que le ha dicho Miggs?
—Pienso que por razones que desconozco se muestra hostil. Una lástima. Él se muestra hostil con la gente y la gente reacciona tratándole con hostilidad. Es un círculo vicioso.
— ¿Siente usted hostilidad hacia él?
—Lamento que tenga perturbadas sus facultades mentales. Dejando eso aparte, no me afecta más que un ruido. ¿Cómo ha averiguado lo del perfume?
—Una vaharada de su bolso cuando ha sacado la tarjeta. Ese bolso que lleva es precioso.
—Gracias.
—Ha traído el mejor bolso que tiene, ¿verdad?
—Sí.
—Es de calidad muy superior a sus zapatos.
—Tal vez algún día se pongan a la altura.
—No lo dudo.
— ¿Los dibujos de las paredes los ha hecho usted, doctor?
— ¿Cree que he llamado a un decorador?
—El que está encima del lavabo es una ciudad europea, ¿no es así?
—Florencia. El Palazzo Vecchio y el Duomo vistos desde el Belvedere.
— ¿Lo dibujó de memoria? ¿Todos esos detalles?
—La memoria, agente Starling, es lo único que tengo para sustituir la vista que ofrece una ventana.
—Permítame que le diga que más bien lo que pretendo es ir a por todas y embestir. He traído...
—No. Eso no, eso es una equivocación que denota una gran estupidez. En una fase de preludio no emplee nunca el humor. Mire, entender un comentario ocurrente y replicar en el mismo tono hace que el sujeto del análisis efectúe una transposición súbita y distanciada que es totalmente opuesta al clima que se ha creado. Y procedemos partiendo del clima que establecemos. Iba usted muy bien; se había mostrado cortés y receptiva a la cortesía; revelando la embarazosa verdad del comentario de Miggs había establecido un clima de confianza, y de pronto introduce un petulante retruécano a propósito de su cuestionario. Así no haremos nada.
— ¿Y qué razón habría de inducirme a hacer tal cosa?
—La curiosidad.
— ¿Curiosidad de qué?
—De saber por qué está usted aquí. De averiguar lo que le sucedió.
—No me sucedió nada, agente Starling. Yo sucedí. No acepto que se me reduzca a un conjunto de influencias. Míreme, agente. ¿Es capaz de afirmar que yo soy el mal? ¿Soy la maldad?
—Creo que ha sido usted destructivo, lo cual para mí equivale a lo mismo.
—¿Solamente la maldad es destructiva? Si las cosas son tan simples, según tal razonamiento las tormentas son la maldad. Y el fuego, que también existe, y el granizo. Los que así piensan ponen todo en la misma bolsa que lleva como nombre obra de Dios»13.
Este diálogo parece el primer round de una pelea de intelectos en la que Lecter es el claro favorito, ya que intimida con su saber. Esto ya nos habla de la perversión. Él no es sin ella. Reconoce en Clarice algo de sí. Por más increíble que parezca, la historia de Lecter es una historia de amor.
«—No soy capaz de explicar su personalidad, doctor, pero sé quién puede hacerlo.
—Cuánto le gustaría a usted evaluarme, agente Starling. Con lo ambiciosa que es, ¿verdad? ¿Sabe en qué me hace pensar con ese bolso tan caro y esos zapatos baratos? Me hace pensar en una pueblerina. Una pueblerina aseada y resuelta a triunfar que ha adquirido un poco de buen gusto. Sus ojos parecen gemas de poco precio que fulguran con brillo superficial en cuanto consigue anticipar una pequeña respuesta. Y es usted inteligente, ¿me equivoco? Desesperada por no parecerse a su madre. Una mejor nutrición le ha hecho aumentar de estatura, pero no hace más de una generación que salió de las minas. Agente Starling. Ser inteligente estropea muchas cosas, ¿no cree? Y el buen gusto desconoce la bondad.
—Es usted muy perspicaz, doctor Lecter. No voy a negar nada de lo que ha dicho. Pero voy a hacerle una pregunta que tendrá que contestar ahora mismo, tanto si quiere como si no: ¿Tiene usted la fortaleza suficiente para aplicar esa potente perspicacia sobre sí mismo? Es difícil de afrontar. Lo acabo de descubrir en estos últimos minutos. ¿Qué le parece? Contémplese a sí mismo y escriba la verdad. ¿Qué tema más adecuado o complejo podría usted encontrar? ¿O es que tiene miedo de sí mismo?
—Qué rigurosa es usted, agente Starling.
—Creo que bastante.
—Ahora tenga la bondad de disculparme. Adiós, agente Starling».14
Lecter, con dos frases, la conmociona emocionalmente. El tema de la cartera y los zapatos, por lo general, para las mujeres es un tema importante, es un tema casi exclusivo para algunas, entonces que un hombre le diga «¡qué linda cartera que tienes!», cuando esa cartera era el objeto más preciado de Clarice, y al mismo tiempo le diga que esos zapatos son un desastre, tiene como objetivo denigrarla. Lecter capta algo de la esencia del otro. El rasgo particular y específico que toman los perversos es el de no experimentar angustia ni vacilación alguna, como aparece en este diálogo. Lecter permanece inalterable mientras persigue el goce de una manera peculiar, encarnada con fuerza y voluntad frente a Clarice.
A la psicopatía sería necesario distinguirla en dos categorías: la sociopatía y la psicopatía propiamente dicha. En la sociopatía el individuo utiliza la violencia física y la coerción contra la voluntad del otro. Esta categoría está regida por las conductas antisociales, la agresividad, la destructividad y falta del control de impulsos. En cambio en la psicopatía se ejerce otro tipo de violencia: la emocional. Aun en el caso de que pudiera hablarse de un acto delictivo, este se produce estimulando la intervención del otro hasta obtener su complicidad y no por el lado de la fuerza física. Los rasgos distintivos de esta categoría son: la locuacidad, la falta de remordimientos y la renuencia a aceptar responsabilidades.
Es fundamental remarcar la diferencia entre lo que se entiende como sociópata y psicópata; el primero en su acto coercitivo atraviesa lo íntimo, lo privado y lo público sin pedir permiso; en cambio el psicópata, aunque también lo atraviese, busca la complicidad y la anuencia del otro. Lecter pertenece al grupo de los psicópatas, ya que tiene una especie de intuición con la que capta la angustia y los puntos débiles, y por ahí ejerce sutilmente esa violencia emocional, en este caso de Clarice. A esto el psicoanalista Jacques Lacan lo llama «voluntad de goce».
Los psicoanalistas argentinos Silvia Tendlarz y Carlos García plantean que la voluntad de goce es la forma particular que toma el deseo en la perversión. Se trataría de la imposición aparente de una voluntad de dominio que introduce una semejanza entre el deseo y la voluntad. El deseo como voluntad de goce expresa que el perverso sabe lo que quiere como goce y está convencido de ello. Para el perverso no existe el significante de la falta del Otro, por lo tanto no existe el Otro. La voluntad de goce no es equivalente a una voluntad como tal; se intenta ir más allá del placer a partir de una experiencia de dolor. Esto que parece tan lacaniano y difícil se reduce a esta cuestión: el perverso se ocupa sobre todo de la repetición fija de la escena perversa que sostiene desde su particular posición. Esto es lo paradójico, el perverso es esclavo de la repetición de la escena perversa.
Respecto de la modalidad de estructuración perversa, como en el caso de Hannibal Lecter y su relación con Clarice, se trata de un sujeto que logra, con gran pericia, conmover al otro y movilizarlo hacia la angustia. Se desempeña con celeridad y eficacia, sin arrepentimientos y sin la torpeza y las dudas que surgen en el neurótico.
Clarice se presenta como fuerte y parece ser una rival digna. Lecter había sido entrevistado por mucha gente sin éxito, y sin embargo una primeriza es la única que puede acercarse a él, ¿por qué?, quizás por esa fortaleza que esta mujer expresa. Él le dice cosas terribles como: «en realidad eres una campesina, eres una mujer de una gran ambición, quieres salir desesperadamente del lugar donde estás». Todo lo que le dice en ese primer encuentro es devastador. Sin embargo ella puede responder, no queda petrificada en la angustia como le pasaría a la mayoría. Le contesta: «usted que es tan hábil que realmente captó mi esencia, ¿por qué no se mira a sí mismo?». Es en el punto que ella lo enfrenta donde Lecter se engancha.
Hay un tema importante: la moral en los perversos. El perverso es como un hombre de fe, un Cruzado. Como plantea Lacan, cree fervientemente en el goce del Otro y se dedica con ahínco a producirlo. Lo perverso del perverso es la perversidad, es decir, la voluntad plenamente consciente de torcer la ley e incluso la lógica. Y disfrutarlo. Esto es lo que de manera permanente hace el psiquiatra Lecter. Por ejemplo, se horroriza ante la descortesía del masturbador Miggs, aquel recluso que le tira semen en la cara a Clarice. Inmediatamente actúa contra lo que encuentra «moralmente incorrecto». Lecter se erige como el último caballero que protege las buenas costumbres. Por eso presiona a Miggs para que se suicide. Una paradoja absoluta la que encierra la moral de Lecter.
«—Llevo en esta celda ocho años, Clarice. Sé que jamás me dejarán salir vivo de aquí. Lo que quiero es una ventana con vista. Una ventana que me permita ver un árbol o incluso agua. Quiero que me trasladen a una prisión federal, quiero recuperar mis libros y quiero disponer de una ventana. Pagaré un buen precio por ello. Crawford podría conseguirlo. Pídaselo.
—Puedo explicarle lo que usted ha dicho.
—No hará caso. Y Buffalo Bill seguirá asesinando. Espere a que desuelle a una nueva víctima y ya me dirá si le gusta. Hmmmm... Le voy a decir algo de Buffalo Bill, sin haber estudiado los datos del caso, para que dentro de unos años, cuando lo capturen, si es que lo consiguen, se dé usted cuenta de que mis palabras eran ciertas y hubiera podido ayudarles. Hubiera podido salvar vidas. ¿Clarice?
—¿Sí?
—Buffalo Bill vive en una casa —declaró el doctor Lecter apagando la luz.
No volvió a pronunciar palabra»15.
En el primer encuentro ella ponía una distancia física importante. Sin embargo, en este segundo encuentro ya no está lejos de él, en la película la escena se desarrolla con Clarice sentada en el piso con las piernas cruzadas al lado de la celda de Lecter. Tiene el pelo mojado y él le alcanza una toalla seca. Increíble escena, de una ternura contradictoria. Clarice elige sentarse en el piso para estar más cerca de Lecter, aunque tiene la posibilidad de sentarse en una silla, como correspondería a un técnico del FBI. No hay duda de que Lecter ya consiguió generarle confianza. Él demanda, impone formas sutiles de exigencia e incita a Clarice a sentir culpa y lástima por él. Tiene un discurso lleno de matices, en el cual la seguridad, la convicción y la rapidez están presentes. El psicópata actúa y hace actuar, porque «inocula» la complementariedad.
Lecter no busca respuestas, sino hacer de Clarice su par complementario; porque esta situación en espejo la mueve a hacer lo que él no asume.
«—A lo mejor se la revelo a cambio de cierta información sobre usted. Un trueque. ¿Sí o no?
—Oigamos su pregunta.
—¿Sí o no? Catherine está esperando, ¿no es así?, oyendo la piedra de afilar. ¿Qué cree que le pediría que hiciese, Clarice?
—Oigamos su pregunta.
—¿Cuál es el peor recuerdo de su infancia? Está muy cerca de la forma de atraparle, Clarice; ¿se da usted cuenta?
—No, doctor Lecter.
—Perfecto. Entonces no le importará contarme qué le sucedió a usted después de la muerte de su padre.
Starling se quedó mirando las marcas que aparecían en el tablero de tomar apuntes.
—No creo que halle la respuesta en sus papeles, Clarice»16.
Lacan se refiere al psicopático como «un canalla». En el libro Radiofonía y televisión plantea que hay que rehusar el psicoanálisis a los canallas ya que se vuelven necios. ¿Qué es lo que Lacan define como canalla? Se refiere a su posición en tanto ocupa el lugar del gran Otro con relación a los pequeños Otros. Esto está planteado en el sentido de que al psicópata se le atribuye la capacidad de manipular a las personas.
Lecter sabe exactamente lo que hace y por qué lo hace. Conoce la ley, distingue entre el bien y el mal y es plenamente consciente de sus actos en el momento de accionar. El canalla carece de culpa y responsabilidad en su posición de sujeto. La culpa para él es siempre de los otros. Su convencimiento y seguridad proviene de no aceptar al Otro con mayúscula. Él es el Otro con mayúscula. El Otro pequeño es nada, no merece nada, Clarice es nada.
Algunos psiquiatras hablan de que el psicópata «cosifica»; en la cosificación se trata de quitarle la jerarquía de persona al otro. Algo para usar y tirar, algo descartable. El psicópata tiene la capacidad —ocupando el lugar del gran Otro— de mandar sobre el deseo y el goce de los demás. Esto es lo que permitiría asimilar el concepto de canalla al de psicópata.
Lecter no se angustia, pero no le ahorra esa experiencia a Clarice. Por eso asume un papel activo para sumir al Otro en esa experiencia. Ella lo necesita; en ese punto son una verdadera pareja. Se ubica en dependencia a su demanda. Esto es común en algunas neurosis, es en ese punto donde podemos ubicar a Clarice. Ella, en definitiva, participa activamente de la escena. Podría negarse a escuchar o podría ser ingenua; sin embargo, deja que Lecter le sugiera. Son todas diferentes formas de la demanda con las que espera sobre todo obtener el reconocimiento del Otro. Clarice se constituye en víctima aceptando un destino que está marcado.
Poco a poco Clarice se va entregando a Lecter:
«—¿Le gustó Montana, Clarice?
—Era bonito.
—¿Se entendía bien con la prima de su madre?
—Éramos diferentes.
—¿Cómo eran ella y su familia?
—Gente agotada de trabajar.
—¿Había más niños?
—No.
—¿Dónde vivían?
—En un rancho.
—¿Un rancho dedicado a la cría de ovejas?
—Ovejas y caballos.
—¿Cuánto tiempo pasó usted allí?
—Siete meses.
—¿Cuántos años tenía?
—Diez.
—¿Adónde fue después de allí?
—Al Hogar Luterano de Bozeman.
—Dígame la verdad.
—Le estoy diciendo la verdad.
—Está usted brincando alrededor de la verdad. Si está cansada, podemos hablar el fin de semana. Yo estoy bastante aburrido. ¿O prefiere que hablemos ahora?
—Ahora, doctor Lecter.
—Muy bien. Una niña es enviada por su madre a un rancho de Montana. Un rancho de ovejas y caballos. Echando de menos a la madre, excitada por la presencia de los animales... —el doctor Lecter abrió las manos invitando a Starling a continuar.
—Era maravilloso. Tenía un cuarto para mí sola, había una estera india en el suelo. Me dejaban montar un caballo, tenía permiso para pasear por el patio. Era una yegua; tenía algo en la vista y veía poco. Todos los caballos tenían alguna cosa; estaban enfermos o cojeaban. Algunos se habían criado en compañía de niños y, ¿sabe?, por la mañana, cuando salía para tomar el autobús de la escuela, me saludaban con un relincho.
—¿Pero qué ocurrió?
—Descubrí una cosa extraña en el establo. Justo al lado había un cuarto donde guardaban trastos. Esa cosa era como una especie de casco. Me extrañó, lo cogí y vi que tenía grabada una inscripción que decía «W.W. Greener. Matadero caballar». Era como una caperuza de metal acampanada que en la parte de arriba tenía una cámara para alojar un cartucho. Más o menos del calibre 32.
—¿En ese rancho cebaban caballos para el matadero, Clarice?
—Sí.
—¿Los mataban en el rancho?
—Los que iban a servir para fabricar cola y abonos, sí. En un camión, bien amontonados, caben seis caballos muertos. A los destinados a convertirse en comida para perros se los llevaban vivos.
—¿Y el que usted montaba por el patio?
—Nos escapamos juntos. Me escapé con él.
—¿Hasta dónde llegaron?
—Hasta aquí; no voy a decirle nada más hasta que me explique lo de los diagnósticos.
—De acuerdo.
—Entonces dígame cómo...
—Le toca a usted decirme cosas, Clarice. Ya no tiene el recurso de ofrecerme vacaciones en esa isla cuyo mayor atractivo es el Centro de Veterinaria. A partir de ahora, la conversación se desarrolla en términos de un riguroso intercambio. No puedo hacer tratos con usted a la ligera. Dígame, Clarice.
—¿Que le diga qué?
—Qué le ocurrió a usted y al caballo, y cómo domina su rabia.
—Doctor Lecter, cuando tenga tiempo estaré...
—Usted y yo no contamos el tiempo de la misma manera. Este momento es todo el tiempo de que puede disponer.
—Se lo diré luego. Escuche, yo...
—Soy yo el que ahora va a escuchar. Dos años después de la muerte de su padre, Clarice, su madre la envió a vivir con la familia de su prima a un rancho de Montana. Tenía usted diez años. Allí descubrió que se dedicaban al negocio de engordar caballos para el matadero. Usted escapó con un caballo que estaba medio ciego. ¿Y? ¿Su padrastro de Montana follaba con usted, Clarice?
—No.
—¿Lo intentó alguna vez?
—No.
—¿Por qué motivo huyó usted con la yegua?
—Porque iban a matarla.
—¿Sabía usted cuándo?
—No exactamente. Pero me angustiaba mucho. Hannah estaba engordando bastante.
—¿Qué la impulsó a escapar? ¿Por qué huyó aquel día en concreto?
—No lo sé.
—Creo que sí lo sabe.
—Estaba muy angustiada.
—¿Qué fue lo que la impulsó, Clarice? ¿A qué hora se marchó?
—Muy temprano. Aun no había amanecido.
—Algo la despertó. ¿Qué fue lo que la despertó? ¿Soñaba usted? ¿Qué soñaba?
—Me desperté oyendo balar a los corderos. Me desperté a media noche y los corderos balaban.
—¿Estaban matando a los corderos lechales?
—Sí.
—¿Y qué hizo usted?
—No podía hacer nada por ellos. Yo no era más que una...
—Todavía se despierta, ¿verdad? Todavía se despierta a media noche oyendo a los corderos.
—A veces.
—¿Cree usted que si apresase a Buffalo Bill y salvase a Catherine conseguiría que los corderos dejasen de balar? ¿Cree que entonces los corderos estarían a salvo y usted no volvería a despertarse a media noche oyéndolos balar? ¿Clarice?
—Sí. No lo sé. Quizá.
—Gracias, Clarice.
Curiosamente el doctor Lecter parecía en paz».17
Increíble escena. Lecter noquea a Clarice sin piedad. Y le agradece. ¿Qué le agradece?
Obtiene lo que quiere, que increíblemente no es su libertad. Simplemente lo que desea es demostrarle a Clarice que no es nada, que es solo una pobre pueblerina que intenta escapar de un trauma. Un trauma con relación a una muerte y a un abandono. El psicoanálisis es el arte de lo obvio, decía Bruno Bettelheim. Lo obvio es que Lecter está preso de por vida, tiene cero posibilidades de salir, vive en una celda sin ventanas y atormentado por el director de la institución. Cuando tiene la posibilidad de negociar con su saber mejores condiciones de vida, elige torturar emocionalmente y angustiar a Clarice. Eso es lo que pretende, y lo logra.
Los psicópatas, como es el caso de Lecter, están atrapados en su propio goce, no pueden escapar de su propio horror. El goce de Lecter consiste en apropiarse y destruir la intimidad de Clarice. Destruye su caparazón fálica. Desde el primer encuentro esto se pone en juego: «eres ambiciosa, eres una campesina que te crees más de lo que es».
Se podría concluir que la ayudó a descubrir algo acerca de su trauma infantil. Pero nada más alejado de esto. La necesidad de este hombre no es diferente a lo que podría ser una violación, si cambiamos la escena de lo físico por lo emocional. Eso es lo que hace Lecter, y para eso está dispuesto a renunciar a los beneficios personales. Prefiere destruir a alguien emocionalmente que obtener un beneficio.
Clarice está detrás de un padre que la guíe. Ella necesita de un padre, y de alguna forma, transferencialmente Lecter se apropia de ese lugar. «Yo seré tu padre, yo te voy a guiar, yo seré tu maestro», parece decir Lecter. Pero en vez de ayudarla, la destruye. En este sentido, su libreto es más una parodia trágica para la posibilidad de un goce ilimitado. Por esta razón, Lecter es en primerísimo lugar víctima de su propio montaje.
5 Assef, J., (2013) La subjetividad hipermoderna, Buenos Aires, Ed. Grama.
6 Este concepto del psicoanalista Jacques A. Miller lo desarrollaremos mas adelante.
7 Robin, R., (1996) Identidad, memoria y relato. La imposible narración de sí mismo. Bs As, Secretaría de postgrado de la Facultad de Ciencias Sociales/CBC.
8 Martin, S., (2005) Monstruos al final del milenio, Barcelona, Alberto Santos Editor.
9 Santauaria, I., (2009) El monstruo humano: una introducción a la ficción de los asesinos en serie, Barcelona, Ed. Laertes.
10 Demme, J. (Director). (1998) El silencio de los corderos, Strong Heart/Demme Production, Orion Pictures Corporation (Distribución) Ultramar Silence Editores S.A.
11 Phillips, C., Dexter, (2006) Serie Televisión, USA, Showtime.
12Thomas Harris, El silencio de los inocentes, Ultramar Silence Editores, S.A., Barcelona, 1988.
13 Ibídem, pp.34-36.
14Ibídem, pp. 36-37.
15 Ibídem, pp. 54-55.
16 Ibídem, pp. 95-96.
17 Ibídem, pp. 198-200.