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Los banqueros
 lo saben mejor que nadie

 

«Espero que el verano que viene podamos inaugurar un “Club” de Bancos Centrales, privado y ecléctico, pequeño al principio, grande en el futuro.»

De MONTAGU NORMAN, gobernador del Banco de Inglaterra,
 a
BENJAMIN STRONG, gobernador del Banco
 de la Reserva Federal de Nueva York, en 1925
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Un día del verano de 1929, Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra, descolgó el teléfono y habló con Walter Layton, director de The Economist. Impaciente, Norman le pidió a Layton que fuera a su despacho lo antes posible para hablar de un asunto muy importante.

Durante su etapa como gobernador, desde 1920 a 1944, Norman fue uno de los hombres más influyentes del mundo, un bastión en apariencia permanente del sistema financiero mundial. Sus escuetas declaraciones eran examinadas con lupa en busca de sentido. Cuando lo volvieron a nombrar gobernador en 1932, The New York Times lo describió diciendo que supervisaba el «imperio de riqueza invisible» de Gran Bretaña. «El patrón oro puede ir y venir», observaba el artículo, «pero Montagu Norman permanece».2 Era tal el poder de Norman que un único discurso suyo podía mover mercados. Cuando, en octubre de 1932, Norman proclamó, pesimista, en una cena de banqueros en Londres, que el desorden económico mundial estaba fuera del control de cualquier hombre, gobierno o país, las acciones y obligaciones y el dólar cayeron brusca y rápidamente en Nueva York.

A Layton no le sorprendió la agitación de Norman. El gobernador era un vástago de una vieja y respetada dinastía bancaria, pero su estado mental era un secreto a voces entre los financieros de la casa. Norman era un personaje voluble, maniaco depresivo y adicto al trabajo, famoso entre la gente de la casa por sus cambios de humor. Tímido e hipersensible, era introvertido hasta llegar a la neurosis. Antes de la Primera Guerra Mundial, había consultado con Carl Jung, suizo y fundador de la psicología analítica, para hablar de un tratamiento, sin ningún éxito. Jung había insinuado que Norman era intratable, lo cual no le fue de mucha ayuda.

El banquero más poderoso del mundo aborrecía la publicidad, que lo reconocieran o relacionarse socialmente y era propenso a sufrir desmayos. En una ocasión, le tiró un tintero a la cabeza a un empleado que no cumplió con sus rigurosos estándares. «Era un banquero muy insólito. Era más parecido a un noble o un pintor del siglo XVII», recordaba su hijastro, Peregrine Worsthorne. «Siempre fue muy neurótico y tenía crisis nerviosas graves. Era muy tímido y solitario. No le importaban las convenciones. Bajaba a cenar sin calcetines e iba a trabajar en metro, algo muy inusual en aquellos días».3

Tampoco tenía aspecto de ser un sobrio financiero, con su capa, su bien recortada barba como en un retrato de Van Dyke y su brillante aguja de corbata con piedras preciosas. Pero pese a su llamativa forma de vestir, desaprobaba las conductas extravagantes, decía Worsthorne. «Vivía muy austeramente y desalentaba todo signo de ostentación. Detestaba asistir a cócteles». El horror que sentía por la publicidad tenía precisamente el efecto contrario. Aunque cuando cruzaba el Atlántico, usaba un nombre ficticio, porque la prensa estaba pendiente de todo lo que hacía, hordas de periodistas y fotógrafos seguían esperándolo cuando desembarcaba en Nueva York.

Los meses cálidos de 1929 fueron el canto del cisne de los locos años veinte. El mercado alcista seguía creciendo en Estados Unidos. Los precios de las acciones iban en aumento. El valor de las acciones de Radio Corporation of America (RCA) subió casi un 50 por ciento sólo en un mes. Hasta los limpiabotas de Wall Street les pasaban consejos a sus clientes corredores de Bolsa. En agosto, una firma de corretaje anunció un nuevo servicio para los que iban a Europa en trasatlántico: realizar operaciones bursátiles a bordo durante la travesía de una semana de duración.

Layton, respondiendo a la llamada de Norman, se apresuró a acudir a la central del banco en Threadneedle Street, epicentro de la City, como se conoce el barrio financiero de Londres. Rodeada de un alto muro y ocupando la mayor parte de una manzana, la sede del banco estaba pensada para impresionar, incluso intimidar. Detrás de la gigantesca puerta de bronce se extendía un complejo de patios, zonas bancarias y un jardín con una fuente, una auténtica Alhambra de dinero, atestada de empleados y subordinados que iban y venían, afanosos, por los pasillos. Incluso la terminología era regia: el banco estaba gobernado no por un consejo, sino por una «corte».

Layton fue acompañado al despacho de Norman, donde éste estaba sentado ante una mesa de caoba, en el centro de una sala con paredes recubiertas de madera. Norman quería hablar de un nuevo banco, que se llamaría Bank for International Settlements (Banco de Pagos Internacionales). Lo estaban preparando en combinación con el Plan Young, el programa más reciente y, esperaban, definitivo para implementar el pago de las indemnizaciones que Alemania debía pagar por la Primera Guerra Mundial. Pero Norman tenía ideas mucho más ambiciosas. El BPI sería la primera institución financiera mundial. Sería un lugar de reunión para los representantes de los bancos centrales. Lejos de las exigencias de los políticos y las miradas curiosas de los periodistas entrometidos, los banqueros aportarían un orden y una coordinación muy necesarios al sistema financiero mundial. Pero para que el BPI tuviera éxito y desarrollara adecuadamente su potencial, Norman explicó que necesitaba la ayuda de Layton. Pronto se reuniría un subcomité en Baden-Baden, en Alemania, para redactar los estatutos del banco. El director de The Economist, dijo Norman, era justamente el hombre adecuado para elaborar la constitución del BPI, una constitución que, sobre todo, debía garantizar la independencia del banco respecto a los políticos.

 

 

Para comprender cómo y por qué el BPI ejerce tanta influencia hoy, es necesario remontarse a principios de la década de 1920 y a las discusiones sobre las indemnizaciones que Alemania tenía que pagar por la Primera Guerra Mundial. La culpabilidad de Alemania estaba consagrada en el Tratado de Versalles de 1919. Pero ninguna cantidad de dinero podía devolver la vida a los muertos, cuyo número era casi inconcebible. En julio de 1916, el primer día de la batalla del Somme, Gran Bretaña perdió 60.000 hombres, el equivalente a una ciudad de tamaño medio, acribillados en pocas horas. Francia perdió un total de 1,4 millones de soldados durante los cuatro años de la guerra, y Alemania, dos millones. Estados Unidos, que no entró en el conflicto hasta 1917, perdió 117.000 hombres.

Llegar a un acuerdo sobre las indemnizaciones alemanas era una tarea lenta, complicada y con enormes tensiones políticas. La Primera Guerra Mundial había internacionalizado el conflicto en un grado sin precedentes. Sus secuelas económicas se globalizaron de forma parecida. La guerra había cobrado un precio terrible a las economías europeas, además de a su población. El joven sistema financiero internacional no estaba diseñado para resolver las complejas demandas que se le hacían. ¿Dónde encontraría Alemania el dinero para pagar? ¿Cuáles serían los mecanismos por medio de los cuales lo haría? ¿Quién supervisaría y regularía el pago de las indemnizaciones? Estas crípticas discusiones moldearon el papel, la estructura y el privilegiado estatus legal del BPI.

En 1919 había, en términos generales —igual que las habría en 1945—, dos escuelas de pensamiento: los castigadores y los reconstructores. Francia encabezaba los primeros. «Les Boches», decían los franceses, deben pagar y pagarán por sus crímenes, muchos de los cuales fueron cometidos en suelo francés. Norman y los reconstructores, que incluían la mayor parte de Wall Street, opinaban lo contrario. Se podía reconstruir Europa, pero su futuro estaba en el comercio y la cooperación financiera. El objetivo no era reducir Alemania a la penuria, sino ayudarla a reparar su economía y empezar a comerciar de nuevo lo antes posible.

En abril de 1921, la Comisión de Reparaciones anunció que Alemania pagaría un total de 132.000 millones de marcos oro (31.500 millones de dólares), en cuotas de 2.000 millones de marcos al año. La comisión igual podría haber pedido diez veces más. Alemania todavía se tambaleaba después de su derrota, la sociedad se hundía, el desempleo se disparaba y había una grave escasez de comida. Los extremistas de extrema derecha —el Freikorps— luchaban contra los militantes marxistas en las calles. Los comités de trabajadores se hicieron con el control de Hamburgo, Bremen, Leipzig y el Berlín central. Éste no era el marxismo de salón de Greenwich Village o San Francisco, sino el auténtico; crudo y sangriento. Se tomaban rehenes, se ocupaban fábricas y se alineaba a los prisioneros contra una pared y se les fusilaba.

Las predicciones de Karl Marx sobre la inevitable destrucción del capitalismo parecían volverse más reales a cada hora que pasaba, especialmente en su patria. Los temores de los banqueros de que Alemania estuviera a punto de seguir a Rusia en el comunismo parecían enteramente justificados. La hiperinflación se desencadenó cuando el gobierno imprimió dinero para mantener el país en marcha. Los compradores usaban carretillas para trasladar los fajos de billetes necesarios para comprar productos básicos. Era preciso detener el caos. El 13 de noviembre de 1923, cinco días después de que Adolf Hitler fracasara en su intento de golpe de Estado (el Putsch de la Cervecería), en Munich, un alto e imperioso alemán empezó a trabajar como comisario de asuntos monetarios del Reich. Hjalmar Schacht exigió y consiguió poderes casi dictatoriales. Trabajando en un antiguo cuartito del portero, puso manos a la obra para estabilizar el valor de la nueva moneda de Alemania, el rentenmark. Por lo general, las monedas estaban respaldadas por el oro, pero el rentenmark lo estaba por el valor de la tierra y las explotaciones de Alemania, ya que no había oro disponible para cumplir esta función. Era una idea un tanto confusa: ¿por qué podía el poseedor de un rentenmark canjear su dinero? ¿Le darían un trocito de un campo?

Estas preocupaciones no tenían importancia. Mientras Schacht estuviera en el cargo, nadie querría canjear un rentenmark. Schacht entendía de forma brillante el aspecto clave de la psicología del dinero, que es tan válido hoy como lo fue en la hiperinflación de los años veinte: la apariencia de estabilidad financiera crea valor monetario. Si la gente creía que había alguien al mando, que el caos acabaría y que el rentenmark tenía valor, entonces lo valorarían. Los primeros billetes se imprimieron el 15 de noviembre de 1923. Se podía cambiar un rentenmark por un billón de los antiguos marcos (1.000.000.000.000). Un dólar valía 4,2 rentenmarks, una vuelta al tipo de cambio anterior a la Primera Guerra Mundial. El objetivo, dijo Schacht, era «conseguir que el dinero alemán fuera escaso y valioso». Fuera de la logística de imprimir y distribuir los billetes de banco y convencer a los colegas extranjeros de Schacht de que el orden había vuelto a la economía alemana, no implicaba mucho más.

Cuando unos periodistas alemanes le preguntaron a Clara Steffeck, la secretaria de Schacht, qué hacía éste a lo largo del día, respondió:

 

¿Que qué hacía? Permanecía sentado en su oscura habitación, que olía a viejos trapos de limpieza, y fumaba. ¿Leía cartas? No. Tampoco dictaba cartas. Pero telefoneaba mucho a todo el mundo, para hablar de divisas nacionales y extranjeras. Luego fumaba otra vez. No comía mucho. Solía marcharse tarde y cogía el transporte público para volver a casa. Eso era todo.4

 

No exactamente «todo». Los impuestos subieron y cuatrocientos mil funcionaros públicos fueron despedidos. Pero el rentenmark detuvo la inflación alemana con tanto éxito que el 22 de diciembre de 1923 Schacht fue ascendido al cargo de presidente del Reichsbank, aunque conservando su puesto como comisario de asuntos monetarios. Ahora podía asistir a las reuniones del gabinete. «En pocas semanas», observa John Weitz, biógrafo de Schacht, «prácticamente se había convertido en el dictador económico de Alemania».5

Sin ninguna duda, Schacht tenía el aspecto de un estricto banquero prusiano: se peinaba con raya exactamente en medio y el bigote llameaba brevemente bajo la nariz antes de detenerse en una boca enérgica. Los ojos miraban fijamente, suspicaces, a través de unos impertinentes. Caminaba de un modo rígido, casi militar, y llevaba camisas con cuellos altos de celuloide. De hecho, no era prusiano en absoluto, sino que había nacido en Schleswig del Norte, en una zona cuya posesión había ido y venido varias veces entre Alemania y Dinamarca. Con independencia de quién gobernara la provincia, sus habitantes eran personas tercas y resistentes. Se adaptaban fácilmente a sus señores alternativos, pero conservaban su tenacidad e independencia, unas cualidades que le serían útiles de Schacht. Su abuelo, Wilhelm, era un médico rural que crió a doce hijos y cobraba a cada paciente, rico o pobre, sesenta pfennigs. El padre de Schacht, también llamado Wilhelm, era un maestro que emigró a Estados Unidos. Trabajó en una fábrica de cerveza en Brooklyn y obtuvo la ciudadanía. La madre de Hjalmar era una impetuosa aristócrata, la baronesa Constanze von Eggers.

Los Schacht se instalaron en Nueva York, pero no prosperaron y Wilhelm llevó a su familia de vuelta a Europa. En 1876 se trasladaron a Tinglev, que hoy pertenece a Dinamarca; al año siguiente nació su segundo hijo. Al principio, querían llamarlo Horace Greeley, en homenaje a un influyente periodista y político que luchó contra la trata de esclavos. La baronesa estaba orgullosa de sus opiniones radicales: su padre había luchado para abolir la servidumbre en Dinamarca. La abuela del recién nacido dijo que el niño debía tener, por lo menos, un nombre propio debidamente danés, así que la familia llegó a un compromiso con Hjalmar Horace Greeley Schacht.

La familia se trasladaba constantemente. Vivieron un tiempo en Hamburgo y luego se mudaron a Berlín. Hjalmar demostró ser un estudiante aplicado. Se matriculó en la Universidad de Kiel y estudió economía política. Trabajó como periodista, probó en las relaciones públicas y luego se incorporó al Dresdner Bank. Su diligencia, atención al detalle y su actitud austera ayudaron a que pronto se apercibieran de él. Schacht viajó a Estados Unidos con otros cargos del banco. Se reunieron con el presidente Theodore Roosevelt y fueron invitados a almorzar en el comedor de los socios en J. P. Morgan. La comprensión que Schacht tenía del mundo fuera de Alemania y su soltura en inglés demostraron ser inestimables. Lo promocionaron al cargo de director adjunto del Dresdner Bank y se incorporó al consejo del Reichsbank.

Así pues, en 1923, con el rentenmark establecido, el siguiente paso era construir una reserva de oro para darle a la nueva moneda un auténtico respaldo. Esta es la razón de que, la tarde del 31 de diciembre, el presidente del Reichsbank bajara del tren en la estación de Liverpool Street, en el centro de Londres. Con gran sorpresa y alegría de Schacht, en el andén lo esperaba el propio Montagu Norman. «De verdad espero que lleguemos a ser amigos», dijo Norman, con una tímida sonrisa. Schacht le contó que deseaba que el Banco de Inglaterra prestara 25 millones de dólares a una nueva filial del Reichsbank, el Gold Discount Bank. El nuevo banco alteraría al instante la percepción mundial de las perspectivas financieras del país. El visto bueno del gobernador del Banco de Inglaterra le abriría las puertas de Wall Street y la City de Londres.

Tenaz como siempre, Schacht consiguió su dinero.

 

 

Schacht había engatusado a Norman, pero la cuestión de las reparaciones seguía sin resolverse. Estados Unidos estaba cansado de reñir a los europeos, que no podían poner orden en su casa, y también reconocía que no podría haber una prosperidad duradera mientras Europa fuera dando bandazos de una crisis financiera a otra. Se formó un nuevo comité de reparaciones bajo la presidencia de Charles Dawes, un irascible banquero estadounidense. El Comité Dawes se reunió en París en enero de 1924. Owen D. Young, presidente de la empresa y del consejo de administración de la General Electric Company y de la RCA, acompañaba a Dawes. Young era un diplomático consumado y tenía que serlo. Su tarea era convencer a Francia para que suavizara los términos del programa de reparaciones, que estaba destruyendo la economía alemana e impidiendo, así, la recuperación europea, y luego convencer a Alemania de que aceptara un control externo mucho más riguroso de sus finanzas.

El Comité Dawes publicó sus recomendaciones el 9 de abril. Los pagos de Alemania se reducirían durante un tiempo y se aumentarían después, cuando la economía se hubiera estabilizado. Esa estabilización se basaría en parte en un préstamo de 800 millones de marcos oro, que se colocarían en el mercado internacional. El gobierno alemán conservaría los fondos en marcos, que se ingresarían en una cuenta de garantía bloqueada en el Reichsbank. Esta cuenta estaría controlada por un funcionario extranjero denominado agente-general, que decidiría cómo se usaría el dinero y cuándo se liberaría, para evitar inundar los mercados y afectar el valor del Reichsmark. Se puso al Reichsbank bajo el control de un consejo de catorce hombres, formado por siete extranjeros y siete alemanes.

Las empresas de Estados Unidos se apresuraron a invertir en Alemania. La Gran Guerra había disparado un boom económico en Estados Unidos. A diferencia de Europa, el continente americano no había sufrido daños causados por la guerra. Sus fábricas y explotaciones agrícolas, sus minas y sus plantas industriales estaban intactas y funcionando a plena capacidad. En octubre se lanzó el empréstito del Plan Dawes en Nueva York y Londres y la demanda superó con creces y muy rápidamente a la oferta. Los bancos de Estados Unidos no tardaron en pelearse por financiar a las empresas que ahora invertían en la economía alemana.

Entre 1924 y 1928, Alemania tomó prestados 600 millones de dólares al año, la mitad de los cuales procedían de los bancos de Estados Unidos. Una gran parte volvió rápidamente al lugar de donde habían venido. Como los rescates modernos, el dinero iba y venía, subiendo y bajando balances, estimulando la confianza y manteniendo contentos a los mercados. Como escribió John Maynard Keynes: «Estados Unidos presta dinero a Alemania, Alemania transfiere su equivalente a los Aliados, los Aliados se lo devuelven al gobierno de Estados Unidos. No pasa nada real; nadie es un penique más pobre. Los troqueles de los grabadores y los moldes de los impresores están más activos. Pero nadie come menos, nadie trabaja más».6 Algunos, como Schacht, creían que nadie era un penique más rico, y tenía razón. Las enormes sumas eran meramente una cinta adhesiva financiera. Y, en octubre de 1929, cuando Wall Street se derrumbó, los inversores estadounidenses, en masa, se apresuraron a recuperar sus inversiones alemanas.

Una vez más, Alemania se enfrentaba al desastre económico. Pero si la Alemania de Weimar dejaba de pagar, la economía mundial podía irse a pique. Estaba claro que había que solucionar la cuestión de las reparaciones. Incluso Seymour Parker Gilbert, el agente general responsable de poner en práctica el Plan Dawes, defendió que era preciso que el país tomara el control de su destino financiero. Gilbert no era popular. En 1928, los nacionalistas alemanes organizaron su coronación paródica. Diez mil personas contemplaron su efigie coronada con la frase: «El nuevo káiser alemán que gobierna con un sombrero de copa por corona y un cortador de cupones como cetro».7

La respuesta a la interminable cuestión de las reparaciones alemanas fue, claro, otra conferencia. Ésta recibió el nombre de su presidente, Owen Young. Las delegaciones llegaron a París en febrero de 1929, en el invierno más frío en casi un siglo. La brecha entre Francia y Alemania respecto a la cuantía de las indemnizaciones de Alemania era más grande y tenebrosa que nunca. Schacht hizo su oferta inicial: 250 millones de dólares al año durante los treinta y siete años siguientes. Émile Moreau, el igualmente terco gobernador del Banco de Francia, exigió 600 millones de dólares al año, durante sesenta y dos años. Según informó a Young, quizá ni siquiera eso fuera suficiente. Podría ser que Francia no se conformara con menos de mil millones.

Moreau se negó a ceder ni un ápice, y lo mismo hizo Schacht. Cualquier optimismo inicial pronto se enfrió. Los alemanes estaban nerviosos porque la policía secreta francesa les pinchaba el teléfono. Schacht y sus colegas se comunicaban con Berlín mediante telegramas en clave. Él volvía cada quince días para consultar con el gobierno. Lord Revelstoke, segundo al mando de la delegación británica, escribió en su diario que Schacht había recuperado «su actitud más negativa» y «no estaba nada dispuesto a ayudar». Con su «hacha de guerra, su cara teutona, su cuello musculoso y el cuello de la camisa que no le ajustaba bien», se parecía «a un león marino del zoo».8

Con independencia de la suma que se acordara finalmente, por lo menos había un cierto consenso en que sería necesario un nuevo banco para gestionar las indemnizaciones alemanas. Schacht y Norman defendían que ese nuevo banco mantendría aquella cuestión fuera de la política y la gestionaría con una base puramente financiera. Era algo poco probable, ya que no había cuestiones con una carga política mayor que las reparaciones, pero mostraba que los dos gobernadores veían los beneficios de un banco libre de constreñimientos políticos. Años más tarde, Schacht tituló su autobiografía Confesiones del viejo brujo. No hay ninguna duda de que hechizó a Owen Young. Alemania pagaba sus reparaciones tomando dinero prestado de otros países, le explicó Schacht al presidente de la conferencia. Un sistema así ya no era viable. Si los Aliados querían realmente que Alemania pudiera cumplir con sus obligaciones, el país tenía que volver a ser productivo. En lugar de prestarle dinero a Alemania, los Aliados se lo deberían prestar a los países subdesarrollados para que éstos pudieran comprar su equipo industrial a Alemania.

Young preguntó cómo se podía poner en práctica un plan así. Schacht tenía una respuesta preparada: creando un banco. «Un banco de esta clase», razonó Schacht, «exigirá una cooperación financiera entre vencedores y vencidos, que llevará a una comunidad de intereses, la cual, a su vez, generará confianza y comprensión mutuas y, así, promoverá y garantizará la paz». Schacht recoge la escena en sus memorias:

 

Owen Young, sentado en su sillón, daba caladas a la pipa, con las piernas estiradas, los enormes ojos verdes fijos, sin parpadear, en mí. Como es mi costumbre cuando presento ese tipo de argumentos, yo recorría arriba y abajo, firme y tranquilo, el «puente de mando». Cuando acabé, hubo una breve pausa. Luego se le iluminó la cara y su resolución se expresó con las siguientes palabras: «Dr. Schacht, me ha dado una idea maravillosa y voy a vendérsela al mundo».9

 

Los Aliados presentaron su propuesta: Alemania pagaría 525 millones de dólares al año durante treinta y siete años y 400 millones al año durante los siguientes veintiún años.

Schacht la rechazó de plano. Proclamó que para cumplir esas condiciones, Alemania debía tomar posesión de nuevo de todas sus antiguas colonias, la mayoría de las cuales estaban en África. También exigió la devolución del corredor de Danzig, que unía Polonia con el mar Báltico, lo cual rompería en pedazos el tratado de paz de la posguerra. Cuando Moreau oyó esto, dio un puñetazo en la mesa y tiró un tintero al otro lado de la habitación. Una caricatura de un periódico francés resumía el estado de ánimo nacional. Mostraba a Moreau preguntándole a Schacht: «De acuerdo, Excelencia, ¿cuánto le debemos?»

El 19 de abril de 1929, lord Revelstoke murió de repente. La Conferencia Young fue suspendida. Todas las partes llegaron, finalmente, a un acuerdo el 7 de junio. Alemania pagaría casi veintinueve mil millones de dólares en cincuenta y ocho años. Se le devolvía a Berlín el control de la política económica alemana. Un nuevo banco administraría los pagos. Schacht escribió sobre su nacimiento: «Entretanto, mi idea de un Banco de Pagos Internacionales había encontrado una respuesta tan entusiasta de todos los que tomaban parte en la Conferencia Young que, al poco tiempo, no había ninguno entre ellos al que no le habría gustado reclamar la idea como propia».10 Mientras los delegados firmaban la versión final, las cortinas de la sala de reuniones se incendiaron.

El Plan Young fue aceptado en principio en la Primera Conferencia de La Haya, y se crearon siete comités para decidir los detalles técnicos. A propuesta de Schacht, el séptimo, el Comité de Organización, se reunió en Baden-Baden. Era el comité más importante y era responsable de redactar los estatutos del nuevo banco y sus relaciones con el país anfitrión, que regularía su estatus legal. Los delegados discutieron sobre gobernanza, el cometido de los directores y administradores, incluso el idioma oficial de los estatutos del nuevo banco. Finalmente, se acordó que los textos francés e inglés serían auténticos. El banco guardaría el oro y los depósitos de divisas convertibles de los bancos centrales. Estos depósitos se podrían usar para hacer pagos internacionales sin tener que mover físicamente el oro entre bancos ni negociar la moneda a través del mercado de divisas. El BPI sería una cámara de compensación internacional para los bancos centrales, la primera del mundo. Una vez establecidas las líneas generales, la siguiente cuestión era dónde se debía establecer el banco. Montagu Norman y el gobierno británico presionaban a favor de Londres. Francia objetaba, por principio, y defendía que el nuevo banco se instalara en un país pequeño. Se habló de Ámsterdam y, finalmente, los delegados se decidieron por Basilea (Suiza), que estaba situada convenientemente en la intersección de varias líneas internacionales de ferrocarril y en las fronteras de Francia y Alemania.

 

 

Mientras tanto, en Londres, Walter Layton, director de The Economist, seguía batallando con la constitución del nuevo banco. El punto clave, recordaba Layton, era «conseguir algún tipo de redactado que situara al banco fuera del alcance de los gobiernos». Layton se «esforzó sin resultado» y tuvo que decirle a Norman que había fracasado.

—¿Por qué insiste en que no se puede hacer? —preguntó Norman, irritado.

—Porque todo gobierno democrático tiene derecho a reservarse su libertad de acción —respondió Layton, un argumento que resonaría a lo largo de décadas.11 Layton reconoció su fracaso. Al final, la constitución fue redactada por uno de los muchos comités creados para fundar el BPI. Pero Norman triunfó: los estatutos del banco, todavía vigentes hoy, consagraron su absoluta independencia de la interferencia de políticos y gobiernos. En cuanto a Schacht, escarmentado y descontento por las exigencias de las indemnizaciones del Plan Young, viajó al balneario de Marienbad, en Checoslovaquia, para pasar un tiempo con su esposa, Luise. Estrecha de miras, rígida e intensamente prusiana (como él la describiría más tarde), Luise lo esperaba en la estación del tren. Le gritó: «No deberías haber firmado, nunca».

Pero Schacht y Montagu Norman tenían su banco.

 

1Gianni Toniolo, Central Bank Co-operation at the Bank for International Settlements 1930-1973, Cambridge University Press, Londres, 2005, 30.

 

2Kathleen Woodward, «Montagu Norman: Banker and Legend», The New York Times, 17 abril 1932.

 

3Entrevista de Peregrine Worsthorne con Rosie Whitehouse, realizada para el autor en Hedgerley, Inglaterra, marzo 2012.

 

4John Weitz, Hitler’s Banker, Warner Books, Londres, 1999, 71.

 

5Op. cit., 73.

 

6Liaquat Ahamed, Lords of Finance, Windmill Books, Londres, 2010, 216. (Editado en español con el título Los señores de las finanzas, Deusto, Barcelona, 2010.)

 

7Op. cit., 327.

 

8Ibid, 332.

 

9Hjalmar Schacht, Confessions of the Old Wizard, Houghton Mifflin, Nueva York, 1956, 232.

 

10Op. cit., 235.

 

11Andrew Boyle, Montagu Norman, Cassell, Londres, 1967, 247.