
1. Jesús anuncia que Dios es padre
Jesús nos habla sobre su Padre, sobre el sentir paternal de su Padre. Ser padre y ser paternal no es lo mismo. ¡Cuántos padres desnaturalizados existen hoy! Pensemos, por ejemplo, en un padre alcohólico… Pues bien, Dios no puede ser así. En su caso, ser padre y tener un sentir paternal constituyen una sola realidad.
Escuchemos con atención lo que nos cuenta el Hijo sobre su Padre. Es la Buena Nueva de Jesús. Dios es nuestro Padre. El viene a su pueblo elegido, a Israel. ¿Y qué imagen de Dios halla en él? El fariseísmo se había difundido ampliamente y quería destacarse a toda costa en el cumplimiento de la Ley. En alas de ese legalismo había creado nuevas leyes. Los judíos fueron modelando así un Dios que estuviese en consonancia con la imagen que ellos tenían de sí mismos.
¿Cómo concebían los judíos a su Dios en tiempos de Jesús? Como un Dios tan ligado a la Ley como ellos. Como si este Dios tuviese en el cielo su propio Sanedrín, y cavilase con él todo el día sobre la Ley, sobre lo que aún podía permitirse o no. Un Dios que observa con exactitud la Ley, que cumple con el Sábado. En el cielo tiene además un Templo. Allí celebra su Sábado con sus filacterias.
En la concepción que se tenía de Dios en tiempos del Señor no se había dejado ya lugar para la bondad divina. En el antiguo Dios judío hallamos todavía rasgos de bondad. Pero luego la imagen de Dios se fue anquilosando, y pasó a ser figura de un severo Dios legislador y terrible. Y llega entonces Jesús, y enseña la noción de padre, si bien contemplando en el ser de Dios ese aspecto de seriedad y severidad. El concepto que Jesús tiene de Dios es simplemente el concepto de padre o bien una concepción fuertemente impregnada de la idea de la paternidad divina. “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Queremos conocer al Padre, por eso queremos ir a Jesús. Porque el concepto de Dios que tiene el Señor es sustancialmente un concepto de padre. De ahí que cuando Jesús habla de Dios, en su discurso encontramos casi continuamente el nombre padre.
Los israelitas comenzaban su oración diciendo: Señor, Dios de Israel, de Abraham, de Jacob, Dios Todopoderoso, etc. Cristo nos enseña a orar: “Padre nuestro…” “Padre, yo les he dado a conocer tu nombre”(Jn 17,6). Así habla Jesús. ¿Qué nombre emplea entonces para dirigirse a Dios? El de padre. He aquí la Buena Nueva. Por eso, a la servidumbre del Antiguo Testamento, San Pablo le contrapone, y con énfasis, la filialidad del Nuevo Testamento. En efecto, “siervo de Yahveh” era el término del Antiguo Testamento que definía la relación del creyente con Dios.
Dios es nuestro Padre. He aquí –repito– la Buena Nueva. Y por eso Dios está colmado de un auténtico sentir paternal. Jesús habla sobre el Padre de una manera que contagia entusiasmo, al punto que uno de sus discípulos exclama: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. (Jn 14, 8)
¿Dónde pone de manifiesto el Padre su sentir paternal? En todo, simplemente en todo. Por eso no hace falta pedir nada, ya que él sabe lo que necesitan. Pidan y se les dará. Llamen y se les abrirá. ¿Qué hombre le dará una piedra a su hijo que le pida pan? Si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan… (cf Mt 6,32).
A la hora de referirse al Padre, Jesús sabe hacerlo con acentos poéticos, brindándonos una imagen muy distinta de Dios. Ya no se trata del Dios que sólo quiere leyes. El es mi Padre y su paternidad no se ve perturbada por su justicia. Es justo y castiga a los pecadores porque ellos no se pliegan a sus designios paternales; él no premia ateniéndose con criterio rigorista a determinadas medidas o méritos, sino que da la recompensa plena, da el ciento por uno.
Dios quiere ser el Padre de todos, sin excepción. Y este concepto de Dios es muy distinto de aquél del judaísmo, tanto del judaísmo temprano como del tardío. He aquí la nota dominante de la religión de Jesús: entregarse filialmente al Padre, plegarse amorosamente a sus designios de Padre. Esta concepción de Dios habrá de transfigurar la cosmovisión humana.
La cosmovisión judía se había distorsionado. También en nuestra cosmovisión católica detectamos hoy muchos aspectos enfermizos. Jesús y su doctrina dan testimonio de otra cosa: Dios es el Padre. Todo lo que hace nuestra vida nos llega de sus manos divinas. Por eso debemos recorrer llenos de alegría el camino de la vida. Alegrémonos por todo lo bueno y hermoso, porque todo proviene del Padre.
Todos los apóstoles, y especialmente aquellos que supieron comprender mejor al Señor, abrazaron esta enseñanza. “No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15). Así como una madre le enseña a su hijo a pronunciar “¡mamá, papá!”, así también el Espíritu Santo clama en nosotros: ¡Abbá, Padre! Más aún, Dios nos persigue con su amor paternal.
El hombre moderno es un buscador de Dios. Ahora bien. ¿Qué tipo de Dios busca? ¿al del Antiguo o al del Nuevo Testamento? También nosotros buscamos a Dios. ¿A qué Dios hemos encontrado hasta ahora? Muchos hemos hallado al del Antiguo Testamento, al que nos infunde temor. Por eso hay tantas cosas enfermizas en nosotros, hombres modernos, también en nosotros, los sacerdotes. En efecto, hay muchas personas cuya fe gira en torno a obsesiones. No en vano se habla de una religión carente de alegría. En cambio la religión de Jesús es la de una razonable despreocupación.

Queremos llegar a ser sacerdotes, queremos hacer feliz a la gente. Llevemos al mundo el Dios del Nuevo Testamento. De lo contrario agravaremos su crisis religiosa. (Este puede ser un tema de brillantes conferencias capaces de motivar al público más exigente).
De ahí que nuestra consigna sea entonces descartar todo ritualismo vacío. No debemos asumir obligaciones a la manera tradicional. Las obligaciones que cultivamos en el Movimiento operan sólo a modo de un seguro, y nada más. Si no las concebimos como tales, estableceremos vínculos obligatorios según un criterio ya superado, que pronto nos retrotraerá a la antigua imagen de Dios.
Vivamos entonces como hijos de Dios y demos testimonio de esa vida en todas nuestras acciones, incluso en nuestra oración. Porque, hablando humanamente, ¿no parece como si Jesús hubiera venido en vano, como si debiese volver a traernos al Padre?
(De: Gotteskindschaft, 1 de junio de 1922, págs. 17-18)

2. Marcados rasgos de padre en la imagen de Dios que predica Jesús
Imagen paternal de Dios en el Nuevo Testamento
La imagen neotestamentaria de Dios tiene marcados rasgos de padre. De ello nos hemos convencido con tanta frecuencia y profundidad a lo largo de decenios, que basta con hacer una mención. Se ha hecho carne y sangre en nosotros la tarea del Señor de revelar esos rasgos a sus atónitos oyentes y a su séquito y sumergirlos, de una manera misteriosa, en su propia filialidad. En su oración sacerdotal, repasa toda su vida y da testimonio ante su Padre celestial: Yo he proclamado tu nombre a los hombres (Jn 17,6), tu nombre de Padre. Tal como él siempre y en todo giró en torno al Padre –en la oración, en el trabajo y en el sufrimiento-, así también atrae a todos los que le siguen hacia esa corriente de amor al Padre. Así lo hizo durante el transcurso de su vida. Así también lo hace ahora en la liturgia y a través de mociones interiores. Nadie llega al Padre si no es por él. Sólo entonces ha cumplido su misión, cuando todos los elegidos encuentren vitalmente, en su ser, en su actuar, el camino hacia el Padre. El pone el nombre del Padre en los labios y en el corazón de los suyos y les enseña a rezar: Padre nuestro.
Por eso, con un entusiasmo arrebatador y mediante coloridas imágenes, anuncia no sólo el mensaje de la Providencia general del Padre, sino también, y sobre todo, de su Providencia especial. La Providencia general era conocida por sus oyentes, que habían pasado por la escuela del Antiguo Testamento. No era novedad para ellos que Yahvé se preocupara de toda la creación, que alimentara las aves del cielo y vistiera los lirios del campo. Ellos sabían que Israel era el favorito de Yahvé, su pueblo elegido. También conocían suficientes casos de su historia, en los cuales había actuado una Providencia especialísima de Dios. Sólo tenían que pensar en los patriarcas y en los profetas. Con cuánta frecuencia se había repetido en el curso de los siglos pasados, de una u otra forma, lo que la Sagrada Escritura cuenta de Moisés: “que el Señor le hablaba cara a cara, como un hombre le habla a sus amigos” (Ex 33,11).
Novedad era para ellos que el Padre está personalmente interesado al máximo por cada ínfima pequeñez de cada persona en particular, que se preocupa paternalmente de ello, de tal modo que no se cae ni un cabello de la cabeza sin que él lo sepa, sin su conocimiento ni voluntad, sin su quehacer (Mt 10,30). Este es el mensaje de la divina Providencia especial o individual. Nos hace prestar atención al hecho que Dios no sólo abarca todo el gran acontecer mundial con sus leyes inherentes y activas y que lo conduce sabiamente a una gran meta planeada; al hecho que con ello no sólo tiene ante su mirada a algunos grandes jefes del pueblo, sino que, simultáneamente y de igual modo, se preocupa solícito por cada uno en particular.
¿Qué nos dice Jesús sobre la fe en la Providencia, tal como la bosquejamos? Primero, escuchamos un par de enseñanzas de Jesús y tratamos luego de condensarlas en una doctrina general sintetizándola en pocas frases.
“Vuestro Padre sabe lo que necesitáis, antes de pedírselo” (Mt 6,8). ¿Qué debemos presuponer al escuchar estas palabras? Toda la doctrina de la Divina Providencia. Dicho de modo más exacto, se trata de la doctrina que nos dice que el Padre Dios ha proyectado un plan –expresado en forma humana– que lo ha sopesado todo en forma cuidadosa… ¿De qué modo he sido creado? ¿Cómo son los distintos caminos del destino en mi vida? Todo esto está previsto. Si yo digo: “predeterminado”, entonces, de todos modos, debo decir “predeterminado en un recto sentido”. Todo previamente planeado, todo previsto, todo predeterminado; pero también, y al mismo tiempo, precalculadas las gracias que se pondrán a mi disposición para tener la capacidad de descubrir este plan en detalle. Pero no sólo para descubrirlo, sino también para realizarlo. Entonces, escuchen nuevamente: “El Padre sabe.” Y es así porque él lo planeó todo por sí mismo, porque todo lo previó y porque tiene en su mano la realización hasta en el menor detalle. El conduce mi vida. Pienso que deberíamos grabarnos la frase: “conducción de mi vida”. El la conduce y la ha conducido. Y por eso –cuando esto así sucede, como consta teológicamente– podemos comprender la frase: “El Padre sabe lo que ustedes necesitan”. El lo sabe, él ha establecido que yo necesito tal cosa y él está dispuesto a dármelo todo. Es por eso que agrega: “sin que se lo pidan”. Por lo tanto, yo no necesito decirle que me falta algo; no debo hacerle ver que ahora lo necesito. Esto es algo evidente en sí mismo.
Otras formulaciones van aún más lejos. Acentúan intensamente algo que a los oyentes de aquel entonces también les era extraño: Dios no se preocupa sólo del pueblo elegido. Sus oyentes estaban convencidos de este solo pensamiento: Israel es el pueblo elegido. Esta fe iba tan lejos que los israelitas pensaban que los demás pueblos no eran objeto de su Providencia y de su amor. ¡Pueblo elegido! Pero el pueblo en su conjunto, no cada uno en particular. Esto deben tenerlo presente como telón de fondo y entonces comprenderán lo que significa: el Padre no sólo se preocupa del pueblo de Israel en su conjunto, no sólo de cada israelita en particular, no sólo se preocupa de cada miembro del pueblo de Israel, de cada pequeñez, sino que, aún más allá, se preocupa de todo lo creado, y especialmente de todos los hombres. No hay nada en mi vida, ni lo más mínimo, que no esté contemplado en este plan.
El se preocupa de cada pequeñez en lo que nos atañe a cada uno y en cada uno. Presupongamos esto y entenderemos de inmediato las enseñanzas que el Señor nos quiere impartir.
Dos gorriones por una moneda
Cristo se expresa en forma práctica (él es, por lo demás, muy popular en sus descripciones, se adapta al pueblo, es decir, a sus oyentes) y dice: “¿No se venden dos gorriones por unas monedas?” (Mt 10,29). No es difícil trasladarnos a las circunstancias de entonces. Evidentemente, para la mentalidad de esa época, si no nos equivocamos, y quizás más que en la actualidad, el mundo de los pájaros tenía muy escasa importancia. No se trata sólo de que se pueda comprar dos gorriones por una moneda, sino que lo más importante, lo más esencial, es que “ninguno de los gorriones cae al suelo sin el consentimiento del Padre”. ¿Puede expresarse esto en forma más sencilla? De modo que de estos seres insignificantes, de los que nadie se preocupa, se preocupa el Padre, y ninguno cae al suelo sin que así esté en el plan del Padre. “¡Cuánto más se preocupará de vosotros!”.
Todos los cabellos están contados.
“Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados.” (Mt 10,30). ¿Qué significa esto? Dios debe ser un estupendo contador. El conoce, por lo tanto, todos y cada uno de los cabellos de mi cabeza. Los exégetas acostumbran a explicar la frase: “Todos los cabellos de vuestra cabeza”, diciendo que se trata de esos pequeños vellos que tenemos comúnmente en el cuello, es decir, ni siquiera los cabellos de la cabeza, sino que esos pequeños vellos en el cuello; de eso se trata. Si esto es así. así parece ser. ¿o será solamente una imagen cualquiera? Y si fuera sólo una imagen, entonces la imagen es en verdad suficientemente explícita. Si esta imagen tiene un valor simbólico, entonces nuevamente, en la práctica, sólo puede significar: El se preocupa de mí, él sabe de mí. Y todo lo que se realiza en mi vida, él lo previó y lo planificó. Pero todo por amor, para el amor y a través del amor. Todo esto debe reforzar mi vinculación amorosa a él.
Los lirios del campo
Una última enseñanza va en la misma dirección: Se nos llama la atención con un nuevo ejemplo de la vida práctica. Dice que observemos cómo se viste a los lirios del campo y cómo se cuida de los pájaros del cielo. Salomón, en todo su esplendor, no se vestía como los lirios del campo (cf Mt 6, 28-29). Los pájaros del cielo no siembran ni cosechan; están solamente entregados a la Divina Providencia, y el Padre se preocupa de todos ellos, sin excepción.
(De: Texte zum Vorsehungsglauben, Patris-Verlag, págs.93-99)

3. Jesús y la misión de revelar al Padre
En realidad debería bastar lo que les expuse al comienzo, ya que vivimos en ese mundo. Cada palabra que apunte a la meta fijada debiera estar saturada de significado para nosotros. No obstante añadiré algunos pensamientos sobre la misión del Señor. En este punto podría decirles, de manera suscinta, lo siguiente: Según la Sagrada Escritura, el Padre del Cielo le confirió muy claramente a Jesús la misión de revelar al Padre. Y esta misión fue cumplida en tres etapas distintas.
A la primera podríamos intitularla “Dios es Padre”; a la segunda, “Dios es mi Padre”; y a la tercera, “Dios es también el Padre de ustedes, por lo tanto es nuestro Padre”.
Dios es Padre
Para examinar este punto con todo detalle abran el Evangelio y fíjense lo que nos relata San Mateo sobre el Sermón de la Montaña. Advertirán entonces que todo lo que Jesús dice allí está orientado conscientemente en una dirección y puede resumirse en un solo término: Padre. Mediten pues los capítulos quinto a séptimo de San Mateo.
En el comienzo del Sermón de la Montaña, en la perícopa de las ocho Bienaventuranzas, observen que, luego de exponer–las, Jesús nos exhorta a hacer “brillar así nuestra luz delante de los hombres, para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” (cf Mt 5,16).
Es muy recomendable encuadrar en el marco de la Sagrada Escritura todos los procesos de vida, las vivencias y regalos que recibimos en la interioridad del alma. En el Sermón de la Montaña Jesús nos da la nota dominante de su enseñanza. Pero el Señor no se conforma con hablar sólo de obras exteriores sino que su interés se centra, para decirlo sin rodeos en nuestro propio lenguaje, en que esas obras broten de una profunda actitud. Reparen en el énfasis que pone Jesús en ello, y cómo lo fundamenta de un modo singular. En efecto, nos dice que el Padre ve en lo secreto, en lo oscuro; su mirada cala hasta el fondo de nuestra alma. Se trata pues del Padre. Dios es Padre. ¿Quién es padre? Dios es Padre, Dios es bueno, bueno es todo lo que él hace.
Pero sigamos adelante. Como comprenderán, lo importante es presentar las ideas esenciales. Cuando Jesús enseña a orar, propone una única oración que les repite a los suyos y lega como herencia. ¿Qué tipo de oración es ésta? Una oración filial, una oración dirigida al Padre.
Podríamos detenernos más en este punto para meditar sobre las razones dogmáticas que llevan a Jesús a volverse hacia el Padre. Creo que no se nos hará fatigoso hacerlo.
La liturgia es representación de las acciones de Cristo y, por eso, siempre gira en torno al Padre, al menos así lo observamos en las oraciones litúrgicas tradicionales. Por otra parte, el Movimiento Litúrgico ha comenzado a rescatar gradualmente esta gran constante del estilo y de las oraciones de la liturgia. Y nos preguntamos por la razón de tal viraje. Porque en cuanto a la vida cristiana y al estilo oracional, el Movimiento Litúrgico se limitó durante décadas sólo a la mística crística. Sin embargo, ¡todo tiende por último hacia el Padre!
A la luz de todas las observaciones que estoy enumerando comprendemos cuán importante era para Jesús la misión de revelar al Padre y el fervor que puso en ella.
De lo dicho podemos extraer la siguiente conclusión y consigna: Encendámonos personalmente y encendámonos los unos a los otros de entusiasmo por esta misión de revelar al Padre. Que nuestra oración, nuestro amor, nuestra vida, que todo de alguna manera palpite por Dios Padre, que vuelva a estar inspirado por él, centrado y concentrado en él.
Prosigamos… Preguntémonos asimismo cómo fundamenta Jesús su enseñanza sobre la perfección. Hemos escuchado a menudo esas palabras suyas, pero pocas veces las hemos puesto en este contexto tan profundo. Repasémoslas: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).
¿Por qué otro motivo habremos de aspirar también a tal perfección? Por la razón de que Jesús mismo, con toda su vida, su empeño, su pensamiento y su amor, sólo quiso una sola cosa: ser igual a su Padre.
Hemos enfocado el primer tramo de las enseñanzas del Señor durante su vida pública. Si lo hemos hecho con acierto, si hemos entendido cabalmente a Jesús y los textos citados, cabe preguntarse entonces, a modo de resumen: ¿Qué es lo que enseñó el Señor? ¿Qué debía enseñar alguien que estaba tan colmado por la misión de revelar al Padre? Que ese Dios es Padre.
Dios es mi Padre
En la segunda etapa el Señor no se cansa de repetirles a su pueblo, oyentes, discípulos y apóstoles la gran verdad de que Dios es también su Padre. Que lo es de una manera incomparable. Que él, Jesús, es el Hijo Unigénito del Padre y consubstancial al Padre. Como solía hacerlo siempre, también en este punto el Señor evitó proceder con precipitación. Fue preparando lentamente al pueblo para esta revelación. Lo hizo a través de una serie de milagros, de intervenciones divinas en el orden natural. Y el pueblo que lo contemplaba, que vivía junto a él, se maravillaba. Jesús procuró crear el espacio en el cual dar su testimonio. ¿Qué testimonio? Que él era el Hijo consubstancial del Padre Eterno.
Paso a citarles dos sencillas escenas del Evangelio para que volvamos a tener una mayor claridad en este campo. Hablando humanamente, era comprensible que en ciertas ocasiones el Señor les preguntase a los suyos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (Mt 16, 13). Esta pregunta estaba unida a una intención pedagógica de parte de Jesús. Y los apóstoles dieron varias respuestas.
A continuación hallamos la clave, la meta de la educación que el Señor impartía a los suyos: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Como sabemos, es San Pedro quien le respondió entonces: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 15 s).
Naturalmente nuestros exégetas se dedicarán a desentrañar lo que esta confesión significa en particular. Sea como fuere, prestemos atención a lo que el Señor le dice a Pedro y nos dice también a nosotros mismos. Es realmente una onfirmación: “No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).
Estas palabras constituyen un testimonio contra tanto pensamiento religioso, o mejor dicho, teñido de religiosidad, que abunda en estos tiempos modernos. No la carne ni la sangre, no el pensamiento terrenal-natural. Porque el pensamiento terrenal-natural no toma en cuenta todo eso.
“No te ha revelado esto la carne ni la sangre sino mi Padre que está en los cielos.”
En otra oportunidad Jesús fue exhortado públicamente a decir si era el Cristo, el Hijo de Dios (Mt 26, 63). El Señor hubiese podido esquivar la respuesta, y cometer una traición como quizás muchos de nosotros la cometerían si se viesen en una situación similar. En cambio Jesús, en aquella hora, se yergue en toda su majestad y responde: “Sí, tú lo has dicho” (Mt 26,64). Y a continuación expone cómo él mismo habrá de venir un día sobre las nubes del cielo.
En suma, un aspecto de su misión era demostrar que él es el Hijo Unigénito y consubstancial del Padre. Para completar el panorama podemos decir que su misión admitía otro aspecto. En cuanto a su naturaleza humana, resulta evidente que Jesús sólo tenía una gran misión: la de entregarse totalmente por amor al género humano, para llevar así a los hombres hacia el Padre.
Repasen la oración sacerdotal de Jesús. ¡Pero, háganlo, por favor, realmente! ¿Qué perciben en ella? ¿De qué tomamos conciencia al leerla y meditarla? En ella se nos revela toda la riqueza de su corazón de Hijo frente a su Padre. Un corazón que, en su relación con los hombres, se muestra como un corazón paternal transido de suma calidez y lleno de un extraordinario espíritu de sacrificio.
Pues bien, no sé ahora qué texto podríamos examinar en particular. Quizás habría que enfocar ante todo aquel otro: “He manifestado tu Nombre a los hombres” (Jn 17, 6). Tomen estas palabras del Señor al pie de la letra, como plena confirmación, expresión, afirmación y confesión. Al contemplar su vida, ¿qué es lo que él ha llevado a cabo? ¡Cumplió su misión! “He manifestado tu Nombre (el nombre de padre) a los hombres”.
Observen además la calidez de su discurso cuando habla de su Padre. Fíjense en cuántas frases comienzan y concluyen con la palabra padre. Sí, “Padre, Padre, Padre…”. Ora se trata del Padre justo, ora del Padre que ama a los suyos. Jesús gira continuamente en torno al Padre.
Para tener otro ejemplo sobre el tema, relean asimismo el versículo: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Jn 17,4).
¡La obra! ¿A qué obra se refiere? La de establecer el Reino del Padre. La obra y sólo la obra. Considerado desde un punto de vista puramente humano, ¡cuánto hubiera podido hacer Jesús en alas de su inteligencia y talento! Sin embargo se limitó sólo a una cosa: “He llevado a cabo la obra que me encomendaste realizar”.
¿Podré decir lo mismo el día en que Dios me llame a su presencia? ¿He anunciado yo por todas partes el Reino del Padre tal como Jesús lo hiciera, vale decir, como una misión recibida de Dios, de Dios Padre? Sea como fuere, les anticipo ya que se trata de Dios Padre y del Reino del Padre contemplados en el contexto y marco de una visión global orgánica. Examinen ustedes mismos lo que esto significa en detalle.
“Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29).
¿Perciben la riqueza de contenidos de estas palabras? Nos hablan de un estilo de vida patrocéntrico; y de la actitud fundamental que cultivara Jesús: Hacer siempre lo que le agrada a su Padre.
Dios es nuestro Padre
En resumen, en la primera etapa se nos presenta por excelencia la doctrina sobre Dios Padre; en la segunda se pone de relieve la sabiduría de Jesús que enseña a los hombres: Yo soy el Hijo Unigénito del Padre.
¿Y la tercera? Ahora la comprendemos cabalmente: Estamos arraigados en el Padre Eterno, integrados misteriosamente a la filiación divina del Hijo; por eso Dios es también nuestro Padre.
(De: Ansprache am Heiligen Abend die Schönstattfamilie, 1967, págs. 17-27)
4. El Padrenuestro, una escuela de oración
“Padre nuestro.”: Me encuentro aquí ante Dios como Dios Padre, como Dios Trino. “Padre”, Padre del Hijo, Padre del Unigénito, pero también Padre de nosotros. Sí, Padre nuestro. Yo estoy como hijo, como hijo adoptivo ante Dios, mi Padre. Por eso es tan importante meditar nuevamente sobre el “tú” que tengo frente a mí. ¿Acaso no perciben cómo la luz que se irradia de este tú ilumina mi pequeño yo, ennobleciéndolo, haciéndome levantar los ojos hacia lo alto, elevando todo mi ser? Y yo, por mi parte, me apoyo en él, en Dios Padre.
“Padre nuestro”… nuestro Padre… Estas palabras me hacen sentir espontáneamente miembro de la gran familia de Dios, y no tanto como individuo aislado.
“Padre nuestro que estás en los cielos”: A nivel popular sabemos bien lo que significan estas palabras, ¿no es cierto? Ellas nos recuerdan la omnipotencia de Dios. Dios se nos aparece como la bondad y la amabilidad personificadas. Pero esta frase “que estás en los cielos” nos llama además la atención sobre la omnipotencia divina. De ahí que ante Dios debamos mantener una actitud de respeto y a la vez de amor. Con toda nuestra alma, desde lo más hondo, acogemos, abrazamos al otro polo, al tú divino, con un movimiento en el que se observa una línea que va y otra que vuelve.
Traten de profundizar más en esta introducción del Padrenuestro. No se precipiten en sacar enseguida consecuencias éticas, sino dediquen más tiempo a sentir y gustar esta gran realidad de la inhabitación divina, de la Santísima Trinidad morando en el alma, de nuestra propia entrega al Dios Trino que habita en nosotros. Esta vinculación al Dios que está en nosotros es ya oración en el sentido más eminente del término.
En efecto, necesitamos vincularnos a Dios. Procuremos por lo tanto que ese proceso de vinculación sea siempre lo esencial, lo excelso, en nuestra oración. No pongamos enseguida la mira en las exigencias éticas, sino más bien procuremos lograr una honda vinculación que cale en nuestro ser. Busquemos pues a Dios en las moradas más recónditas del alma. He aquí la oración por excelencia. Quizás no podemos orar porque tenemos una concepción equivocada de lo que es oración.
Pasemos a la parte central del Padrenuestro, a las principales peticiones. “Santificado sea tu nombre”. Aquí se trata de honrar la majestad divina, de glorificar a Dios. Lo importante no es que me vaya bien a mí; lo único que cuenta es que le vaya bien a Dios, que Dios sea reconocido por los hombres. He aquí el sentido y el fin último de la creación. Que esta consigna dé alas y remonte hacia lo alto todo nuestro corazón, toda nuestra vida.
Sólo una es la meta a alcanzar: “Santificado sea tu nombre”. Consumámonos por ese objetivo, trabajando, orando, haciendo sacrificios día y noche. Que Tú, Dios de majestad, seas reconocido y glorificado. Y si Tú quieres alcanzar esa glorificación a través de las circunstancias políticas… “santificado sea tu nombre”. glorificación a través de las circunstancias políticas… “santificado sea tu nombre”.
Pero a este objetivo se agrega un segundo: Que Tú seas santificado en mí mismo. “Venga a nosotros tu Reino”. Venga también a mí tu Reino, a nuestra familia, a fin de que seas glorificado por nosotros.
Enfoquemos ahora los grandes medios. “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. En este punto se trata de la conformidad con la voluntad divina. La gloria de Dios aumenta en la medida en que mi propia voluntad asuma la forma de la voluntad divina. “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
“Danos hoy nuestro pan de cada día”. Aquí se hace referencia tanto al pan sobrenatural como a los medios naturales necesarios de subsistencia. Sabemos muy bien que para el hombre es tan peligroso vivir en la abundancia como sufrir miseria. El ser humano debe disponer de lo necesario, para que así le resulte más aliviado vivir, y pueda elevar su corazón y sus ojos hacia Dios con mayor facilidad.
“Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en tentación, líbranos del mal. Amén”.
Fíjense que en cada una de estas frases se nos ofrece un nuevo medio, de valor secundario, que debemos aplicar a fin de alcanzar, con el transcurso del tiempo, la meta de nuestra vida.
Por todo esto es aconsejable que cuando no puedan orar bien, cuando se sientan fatigados, en el tren, de viaje, etc., recen calmadamente el Padrenuestro. Porque es una escuela de oración de primera categoría. Cuando lo que nos transmite el Padrenuestro se haya convertido realmente en parte de nuestro pensamiento y en forma concreta de vida, entonces creceremos orientándonos hacia la grandeza misma de Dios. Quedaremos libres de ese continuo girar en torno de nuestro yo y participaremos de las cualidades de Dios, de la grandeza de Dios y del ser de Dios.

(De: Vortrag bei Marienschwestern, 8 de marzo de 1933, págs. 205-208)
5. El amor del padre al hijo pródigo
El amor de padre de Dios sobrepasa todo pensar humano, todo cálculo humano. Si quieren profundizar esta reflexión, les recuerdo una conocida parábola. Por lo común se la designa como la parábola del hijo pródigo (cf Lc 15. 11-32). Pero me atrevería a decir que habría que ponerle un nuevo título y llamarla “la parábola del infinito cuidado paternal de Dios”.
Contemplemos la vida diaria. Vale la pena hacerlo. Reparemos en la relación de padres e hijos. Quizás constatemos casos en los que el padre es bueno con sus hijos mientras éstos son buenos pero, cuando se producen situaciones en las cuales el hijo o la hija defraudan las expectativas paternas, el padre reacciona de manera terriblemente dura.
Mediten de nuevo la parábola del hijo pródigo. Este había llevado, en su casa, una vida muy cómoda. Pero un buen día se deslumbró por la posibilidad de la aventura y ya no le gustó más estar en casa. Y simplemente se fue, no quiso saber más de su hogar. ¿Y qué le pasó? Todos sabemos cómo se fue despeñando paso a paso a la ruina. Acabó conformándose con el alimento de los cerdos. Entonces se acordó de cuán bien se estaba en la casa paterna. Y quizás pensó también: “¡Santo cielo! ¿Qué dirá papá viéndome regresar con la cabeza gacha, pidiendo perdón?”.
¿Cuál fue pues la respuesta del padre? En realidad uno podría pensar que en este caso el Dios de justicia debería decirle: “Ya has tenido tu parte, por lo tanto ahora la puerta está cerrada para ti, y quedará así”. O bien: “Te recibo, pero con la condición de que demuestres que a partir de hoy serás otro”.
¿Qué hace en cambio el padre? ¡Le abrió los brazos! La casa está abierta, el establo está abierto, el corazón está abierto. Es como si el hijo hubiese salido ayer a pasear y hoy regresase a casa.
Contemplen la escena con ojo atento y mediten cabalmente sobre lo que Jesús nos trata de decir. El quiere darme un ejemplo de cómo es el cuidado paternal del eterno Padre Dios para conmigo. Todo lo hecho por él no basta. Manda sacar el mejor novillo del establo y prepara un gran banquete. Claro, si la escena se hubiese desarrollado en América no sé cuántas cosas hubiera habido sobre la mesa: pavos, cerveza, vino.

Tómense el tiempo necesario para hacerse una composición de lugar, vale decir, para proyectar en nuestro tiempo actual todo lo que nos dijo el Señor por aquel entonces. Pero el padre de la parábola no se da aún por satisfecho. No le basta con haber calmado el hambre de su hijo, haberlo elevado de nuevo al estado que tenía antes de su partida del hogar, haberle dado lo necesario, sino que hace algo más: le pone un anillo de oro. Sí, el hijo debe llevar un anillo de oro. Le da todo, como si no hubiese pasado absolutamente nada. Más aún, en realidad es tratado mejor que el otro hijo que se había quedado en casa. Y éste lo siente así y protesta: “¡Por favor! ¡Cuándo has matado un ternero para mí! Y mi anillo, ¡lo he tenido que pagar yo mismo, porque tú jamás me regalaste uno!”.
¿Se dan cuenta de la situación? Es maravillosa, si uno sabe tomarla en serio. Es el ideal del padre auténtico. Así debe cuidar un padre de sus hijos. Por eso tengo razón al preguntar y responder: ¿Cómo es el cuidado que le brinda un padre a sus hijos? Es un cuidado paternal infinito.
(De: Am Montagabend, tomo 21, Schönstatt-Verlag, 1996, págs. 253-255)

6. Filiación divina en el Nuevo Testamento
La prédica del Señor y de los apóstoles, sobre todo de san Pablo y san Juan, utiliza con perceptible calidez la palabra hijo para caracterizar las relaciones en las que ingresa el hombre respecto del contrayente divino, del Padre, a través de la Alianza (cf Mt 5, 45; Rm 8, 14-16; 1 Jn 2,14, entre otros). Ambas palabras Padre e hijo reciben en sus labios una sonoridad que en el Antiguo Testamento no tenían ni podían tener para los oyentes y lectores de aquellos tiempos. Desde que la fe sabe de un Dios trino y de una vida divina intratrinitaria, desde que ésta trajo el mensaje, la buena noticia de la misteriosa participación en esa vida intratrinitaria que se nos ha regalado por el bautismo a través de la implantación en el Hijo de Dios hecho hombre, los conceptos Padre e hijo en la Alianza divina han experimentado un cuño único, una misteriosa profundidad, un enriquecimiento sorprendente.
Dios ya no es más para con sus criaturas meramente bueno como un padre que hace llover y brillar el sol para todos y cuida de todos (cf Mt 5, 45; 6, 25-34), o bien, como lo ve Goethe cuando habla del “ancianísimo, santo Padre” y de su “mano serena” que “desde nubes que truenan siembra sobre la tierra rayos de bendición”, al que se “besa la última orla de su vestido”, con “estremecimiento de niño fielmente en el pecho”1. No, el Dios de la Alianza es el Padre, nuestro Padre en los cielos (cf Mt 6,9), que ha engendrado a su Hijo eterno y consustancial, que ha enviado a ese Hijo a la tierra y lo ha hecho asumir la carne, que a través de nuestra incorporación en el Unigénito nos hace hijos suyos de una manera que sobrepasa y eclipsa infinitamente toda paternidad puramente natural.
Por eso, el Credo reza:
“Creemos con certeza
lo que nos dice la eterna Verdad;
inclinamos, dóciles, el entendimiento
y la seguimos con amor y obras.
La fe es la senda segura
que nos mostró el Verbo;
sólo quien reciba esta fe
alcanzará salvación eterna.
Creemos, oh Dios, que tu poder
dio al mundo la existencia,
que tú lo mantienes y riges,
que lo conduces sabiamente a su fin.
Tú, que reinas en alturas celestiales,
quieres mirarnos cálidamente
y ver en nosotros a tu Hijo,
al que reina contigo en el trono eterno.
Somos tan pobres, débiles, míseros,
mas tú nos engrandeces y dignificas,
para hacernos miembros de Cristo glorioso
de él, nuestra Cabeza, que nos atrae hacia ti.
Tú, oh Dios, elevas nuestro ser,
te estableces en el alma como en un templo,
donde, con el Hijo y el Espíritu Santo,
te manifiestas huésped perdurable.
El cuerpo y el alma están consagrados
a la Santísima Trinidad,
que reina en nosotros como en el cielo
y nos habita con su riqueza.
Estamos así sobre el universo,
adentrados en la divinidad;
valemos más a tus ojos
que, sin nosotros, toda la tierra.
Las obras de todas las culturas
son tan solo polvo insignificante
comparadas con la grandeza
que nos concede tu amor.
Nos has regalado a tu Hijo, que en silencio
pende por nosotros en la cruz;
nos envías al Espíritu Santo,
quien nos adoctrina y educa.
Pones un ángel a nuestro lado,
presto a custodiarnos,
y nos das una Madre bondadosa,
que con amor cuida de nosotros.
Nos confiaste solícitamente
a la Iglesia, Esposa de tu Hijo,
para que nos guíe por la vida
y alimente en nosotros el verdadero amor.
Tu Hijo se ofrece benignamente por nosotros
como ofrenda en el altar;
allí está como amigo y alimento
en toda circunstancia, silencioso y cercano”.2
Nuestra Familia ha estado impulsada desde el comienzo hasta la fecha en forma creciente por una palpable corriente del Padre y del hijo. Ella ha explorado en todas sus direcciones el contenido de la “relación Padre-hijo” como símbolo de la Alianza de Amor con Dios y ha plasmado a partir de allí la vida personal y comunitaria. Al hacerlo, ella ha seguido una clara conducción del Espíritu Santo quien ha hablado de manera inequívoca a través de la “ley de la puerta abierta” y nos ha indicado teórica y prácticamente los caminos del ser niño y del espíritu filial los mismos caminos que él revela en la Sagrada Escritura con un amor y cuidado que manifiestan claramente sus deseos.
(De: Das Lebensgeheimnis Schönstatts, Tomo II, Patris-Verlag, 1972, págs. 28-31)

7. El amor paternal y misericordioso de Dios
¿Dónde está la novedad de esta imagen de Dios, de esta imagen de padre? ¡Ah! ¡Ya hemos tocado tantas veces el tema! Sin duda ante nuestros ojos tenemos ya la imagen de Dios Padre como un Dios de Amor, pero no de un amor justiciero, sino de un amor rico en misericordia.
¿Y cómo es verdaderamente la imagen de hijo que se nos presenta a nuestra vista? Una imagen que está en correspondencia con aquella del padre. Porque la imagen del hijo motiva la imagen del padre. Es la imagen del hijo signado por la miseria y digno de compasión o, dicho más exactamente, la del hijo de rey, signado por la miseria y digno de compasión. Aparentemente cualidades que forman un contraste violento, imposibles de conjugar.
Si caminamos en la luz de la fe, si vivimos en la luz de la fe, si aquellas palabras de san Pablo se han cumplido en nosotros y apuntan a cumplirse cada vez más: “Nosotros somos ciudadanos del cielo” (Flp 3,20), entonces será natural que nos sintamos interiormente como creaturas extraordinariamente valiosas, que mantengamos la conciencia, cada vez con mayor intensidad, de que hemos experimentado una elevación de nuestro estado: somos hijos de rey, estamos integrados en la realeza de Cristo, integrados en la realeza del eterno Padre Dios.

Hijos de rey, pero a la vez, hijos de rey signados por la miseria, dignos de compasión. Signados por la miseria porque el pecado original y nuestro pecado personal nos hacen sentir en todo momento y en lo profundo, nuestra limitación, nuestra miseria.
En nuestra condición de hijos de rey estamos a la vez marcados por la miseria y por eso nos experimentamos también como personas dignas de compasión. Tenemos anhelo de la compasión de Dios Padre, y ese anhelo fuerza, por así decirlo, al eterno Padre Dios a derramar sobre nosotros en abundancia, su misericordia infinita.
Por eso, si queremos verter en forma de súplica lo que estamos meditando hoy, esa plegaria podría expresarse quizás de la siguiente manera:
Querida Madre, Reina y Victoriosa tres veces Admirable de Schoenstatt, haz que seamos hijos de rey, signados por la miseria y dignos de misericordia. Hijos de rey que se experimenten de manera incomparable como predilectos del infinito amor misericordioso y paternal de Dios Padre.
Por lo tanto, en todas las situaciones que me toque vivir, confiaré en la misericordia del Padre. No me apoyaré en lo bueno que yo mismo pueda haber hecho. Dos son los títulos a los cuales hemos de apelar siempre. Uno de esos grandes títulos es la misericordia infinita de Dios Padre. En virtud de esa misericordia, Dios no ama al hijo porque el hijo se haya portado bien, tampoco porque haya llevado a cabo tal o cual obra. Naturalmente, esto no quiere decir que no debamos ser buenos ni que no nos esforcemos por realizar buenas obras. Pero no serán ésas las cosas sobre las cuales pondré mi confianza. Apelaré siempre, en todas las circunstancias, al infinito amor misericordioso del Padre, es decir, a un amor que no he merecido, a un amor que ni siquiera puedo merecer en la medida en que me es obsequiado.
Por una parte, apelaré al infinito amor misericordioso y por otro, a mi miseria personal. Estaré orgulloso de estar signado por la miseria. Si bien la experiencia de limitación, mezquindad, falibilidad y pecabilidad me harán sufrir, me causarán dolor, no obstante estaré orgulloso de ello. ¿Por qué orgulloso? ¿Por qué habré de estar agradecido y contento? ¿Por qué? Porque la miseria personalmente conocida y reconocida es el título más seguro que me dará derecho a la misericordia infinita de Dios Padre.
Si ponemos las cosas una al lado de la otra, sin reparar en el contexto mayor en el cual se insertan, acabarán resultándonos incomprensibles, parecerán prácticamente inútiles al menos para el hombre de hoy, cuya fuerza creadora se ve estimulada sin cesar por la realidad del mundo actual. Para este hombre, a quien tanto le gusta colocarse a la altura de Dios. En efecto, el hombre de nuestro tiempo cree no necesitar de Dios porque él mismo se ha constituido en Dios. Se coloca a la altura del Dios creador, sabe incluso imprimirle rasgos nuevos a la creación. ¡Y sin embargo…!
Ahora bien, por otra parte, tenemos esa actitud de sentirse indigno y, no obstante, brindarse con simplicidad y sencillez.
En esta área, san Pablo vuelve a darnos una lección oportuna: “Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Co 12,10). Cuando estoy débil, vale decir, cuando experimento mi debilidad. Esa debilidad la sufro con la mayor intensidad cuando, luego de haber empeñado todas mis fuerzas para hacer lo que Dios me exige a través de las circunstancias, compruebo mis falencias por todas partes.
Cuando estoy débil, cuando me siento débil, entonces, soy fuerte. ¿Por qué fuerte? Porque en ese momento me veo obligado, casi naturalmente, a desposar mi propia miseria con la infinita misericordia de Dios.
(De: Vortrag für Führungskreise der Schönstattfamilie, 8 de diciembre, 1965. En Romvorträge III, págs. 143-146)
8. El retorno a la casa del Padre como el sentido de la historia de la salvación
¿Cuál es el sentido de la historia?: La búsqueda acelerada de los elegidos y su retorno a la casa del Padre, victoriosa por Cristo, en el Espíritu Santo. Una formulación muy rica en contenidos.
Ahora bien, desde mi propia perspectiva, ¿qué debo hacer yo entonces? ¿En qué consiste mi tarea? En procurar que la historia de mi vida, la historia de los que me fueron confiados, de mis hijos, de mis seguidores, de mi pueblo, experimente un retorno acelerado y victorioso al Padre.
Enfoquemos ahora el punto de vista de Dios Padre. Contemplemos la historia universal desde Dios Padre. Advertiremos que esa historia está amenazada por el demonio, por el adversario de Dios. Repasen en el libro del Apocalipsis lo que Satanás intenta hacer en contra de Dios. Sin embargo Dios sabe valerse magistralmente de todo para alcanzar su propio objetivo: la búsqueda victoriosa de los elegidos. También nosotros tenemos que vencer al demonio, triunfar sobre él.
El Apocalipsis es un libro extraordinario que infunde tranquilidad. Nos presenta a Dios Padre como el sin nombre, como aquel que está sentado en el trono (cf Ap 4, 2). Hay todavía un trono y alguien que se cuenta con tiempo para sentarse en él. Dios permanece en su trono con soberana tranquilidad. En cambio nosotros, hombres míseros, ya no tenemos tranquilidad en ninguna parte. Con tanto más razón, delante de quien está sentado en el trono, deberíamos sentirnos como creaturas inquietas, empobrecidas.
El Padre no interviene directamente en el acontecer mundial sino que es el Cordero, inmolado a sus pies, quien conduce el mundo de acuerdo a los planes del Padre. (cf Ap 5,6)
El que está sentado en el trono y de quien fluye y hacia quien refluye toda vida, sabe utilizar los períodos de florecimiento y de decadencia de la historia universal para hacer retornar a los elegidos hacia su corazón.
Jesús dijo: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” (Jn 13,3; 16,28). Todo apunta hacia Dios Padre, todo debe elevar al hombre hacia Dios. Pensemos, por ejemplo, en los ángeles, en la Santísima Virgen, que se nos aparece como la Gran Señal; todos ellos están para conducir a los elegidos hacia Su corazón. (…)
Este proceso entraña tres aspectos:
1. Una nostalgia acelerada y victoriosa hacia Dios Padre.
2. Un encuentro acelerado y victorioso en el corazón del Padre.
3. Una conducción acelerada y victoriosa hacia el hogar de Dios Padre.
1. Nostalgia acelerada y victoriosa
Que todo acontecimiento suscite en nosotros el anhelo de Dios. Para poder hacernos retornar a Su corazón, Dios nos pide esa nostalgia. Además la llamamos victoriosa. ¿Acaso no nos sentimos felices cuando tratamos con personas que sienten nostalgia de Dios? ¡Cuántas tentaciones del demonio hay que vencer hasta poder tender finalmente nuestros ojos a lo alto, a Dios!
Y porque nos referimos a un tiempo apocalíptico, por eso mismo hablamos de nostalgia acelerada. Cuando Dios nos arrebata seres queridos, cuando permite que nuestras casas se derrumben. ¿Qué nos está queriendo decir? Que debemos desasirnos de las cosas, colocarlas en un segundo plano y reorientar nuestro afecto encauzándolo hacia él. Hay que despojarse de tantas cosas inútiles y sumergir todo nuestro ser en la infinitud.
¿Siento yo esa nostalgia? ¡Bienaventurados quienes la sientan! Porque hambre y sed del Eterno, anhelos de Dios, es ya cumplimiento, es amor de Dios, es posesión de Dios. Siempre. (…)
2. Un encuentro acelerado y victorioso en el corazón del Padre
La nostalgia victoriosa tiene que convertirse en un victorioso hallazgo del camino hacia el hogar que es Dios, hacia su corazón paternal. Esto significa que toda pequeñez me debe encontrar camino hacia Dios. En todas las circunstancias que nos toque vivir, pongámosle una escalera al entendimiento y al corazón y subamos por ella para hallar a Dios, al Dios de la vida.
Sí; porque lo encontraremos en la cúspide de todo lo que nos pase. Aprovechemos todas las cosas y todas las situaciones para descubrir a Dios, para hablar con él por amor, para realizar los sacrificios que él espera y exige de nosotros. Jesús dice: “El Padre poda la viña para que pueda producir su fruto” (Jn 15,2). Tengo que encontrar el camino hacia Dios, y una vez junto a él, ser fecundo para el Reino de Dios.
Les contaré una historia para estimular nuestra afectividad, para ilustrar lo dicho con un caso concreto. Es la historia de un médico y su hijo. El pequeño había enfermado. El padre le explica entonces su estado y la necesidad de una operación. El hijo le contesta: “¡Sí, papá!”. El niño es sometido a la operación, pero sin anestesia. Pero no le importa, ya que es su propio padre quien lo opera y por lo tanto sabe perfectamente lo que hace. El bisturí corta la carne, el niño se estremece y se queja, presa del dolor. Pero mantiene la conciencia de que es su padre quien lo opera, y que ese padre lo ama.
Si estamos convencidos de que todo lo que nos sobrevenga es un don del Padre y un aceleramiento del retorno hacia el Padre, mantendremos entonces una actitud más segura frente a todas las situaciones que nos toque vivir. Venga entonces lo que venga, sabremos a ciencia cierta que todo irá bien. He aquí la manera como el hijo de Dios encuentra su camino de regreso hacia Dios Padre.
Una vez que hayamos encontrado el camino de retorno al hogar, y descansemos ya en el corazón de Dios, naturalmente esa experiencia habrá de traducirse en la labor de conducir a otros hacia el hogar de Dios. En efecto, llevaré a los que me fueron confiados hacia el Padre, sorteando todos los escollos. No sólo lo haré con toda mi mente, sino también con todo mi corazón, con toda mi vida y amor.
Tendré pues siempre presente que para mí todo acontecer es un aceleramiento de la nostalgia, de la búsqueda y hallazgo de mi hogar definitivo y de la conducción hacia el Padre. Y si nos obstinamos en no ver esta realidad, recordemos aquellas palabras de Jesús: “¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!” (Mt 23,37; Lc 13,34).
(De: Das katholische Menschenbild, 1946, Schönstatt-Verlag, 1998, págs.140-144)

1 J.W. Goethe, poema Límites de la humanidad.
2 Hacia el Padre, 60-72. Los versos destacados en cursiva pertenecen al presente trabajo.