Cuando nacemos, nos regalas notas,

después un paraíso de compotas,

y luego te regalas toda entera,

suave Patria, alacena y pajarera.

 

Ramón López Velarde, Suave Patria.




El encuentro de dos tradiciones

 

La cocina por su propia naturaleza es mestiza, ya sea en la síntesis lograda en un plato, pues –salvo la fruta– raro es el alimento que se come absolutamente solo, sin algún aliño, aderezo o guarnición, a no ser que apremie la necesidad. Y mestiza por el largo proceso de experimentación e intercambio a que ha sido sometida desde que el ser humano la fundó al utilizar el fuego y desarrollar técnicas cada vez más complejas para transformar sus alimentos. Seguramente, lo que se inició por un azar –el contacto del alimento con el fuego–, instauró una etapa de creación, selección y combinación que continúa hasta hoy en día. Mestiza es también como resultado del trato, amistoso o bélico, de unos pueblos con otros, que se han prestado –y en ocasiones, saqueado– insumos, sabores y procedimientos que poco a poco, debido al uso, pasan a formar parte de las cocinas nacionales.

La cocina mexicana no es la excepción; por el contrario, su riqueza es consecuencia del encuentro de dos pueblos que, entre sus oposiciones, contaban con gustos y costumbres culinarios muy distintos, así como diversos productos naturales absolutamente desconocidos para unos y otros en sus respectivas tierras de origen. ¡No en balde mediaba entre ellos todo un océano; ni tampoco en balde, América trastornó la imagen previa que Europa se había formado de sí misma! No fue en Cipango o en Catay donde desembarcó el almirante Cristóbal Colón; en realidad llegó a un Mundo Nuevo con toda la plenitud del calificativo. Este equívoco se prolongó y dilató en ser corregido con el nombre de América, signo por el cual fue aceptado, en definitiva, este mundo diferente de aquél al que España había esperado llegar.

Uno de los fundamentales equívocos fue el culinario. Cortada la ruta a Oriente, por causa de la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453, el suministro de especias a Europa fue suspendido. Ésta era una de las riquezas que, junto con el oro, España pensaba incorporar a su Corona patrocinando los viajes de Cristóbal Colón.

Del entusiasmo que el Viejo Mundo profesaba por las especias desde la antigüedad y después en el Medievo, Alfonso Reyes hace una reconstrucción que nos deja atónitos: “Pues toda esa fauna mitológica (pavo real, grulla, corneja, cigüeña, cisne, buitre) se comía con santa naturalidad, y todo ello se empapaba en unas salsas picantes de jengibres, canela, clavo, pimienta, azafrán, laurel, moscada, comino, almendra, ajo, espliego, almáciga, cebolla…”.1 Así que podemos calcular si no valía la pena –empujados, además, por el espíritu aventurero y creador que se apropió de los hombres del Renacimiento– intentar una nueva ruta para seguir dando gusto a esos paladares templados por aquellos sabores fuertes. Pero el equívoco y la decepción, aunque temporales, fueron mayúsculos: en vez de especias, los europeos encontraron otros productos, de los cuales el chile ají en las Antillas, donde Colón lo conoció, fue tomado por el viajero como pimienta, debido a su sabor picante, de la que derivó el nombre de pimiento, como es conocida y usada en España la variante más dulce del chile.2

Antes de que las cocinas de uno y otro lado del Atlántico se conjuntaran para dar nacimiento a nuestra cocina mestiza –la mexicana–, cada una de ellas había tomado sazón de los frutos de la propia tierra que incorporaron a los dones y tributos de otros pueblos, con maneras características e imitadas, con sabores peculiares y adquiridos. Eran ya, por su cuenta, cocinas mestizas. Cuando la española encendió los fogones en suelo americano, ésta ya era una mezcla de los modos de cocinar mediterráneos, celtas, árabes; tradiciones que arrancan de pueblos más antiguos. En su momento, los conquistadores españoles trajeron elementos totalmente asimilados a su cocina –como el ajo y el aceite–, pues en terreno americano no se producían. De la misma manera, los soldados romanos, bajo el mando de Escipión varios siglos antes, los llevaron en su bastimento, ya que para los pueblos aborígenes de la península Ibérica eran entonces desconocidos. El uso del ajo, por su parte, se remonta al antiguo Egipto y el del aceite de oliva, a los tiempos bíblicos de Abraham y al de los primeros habitantes de Grecia. Así, uno y otro pueblo invasor –uno en América, en el siglo XVI y otro en España en el siglo III a.C.– probaba y adoptaba los novedosos frutos de la tierra conquistada. Dos son los momentos históricos, una misma la acción del mestizaje.

Los españoles que llegan a América traen consigo casi ocho siglos de convivencia con los árabes. Aunque para cuando conquistan México, han conseguido expulsar y/o someter a los musulmanes en Hispania, tienen incorporados a su gusto sabores de origen oriental aportados a la península Ibérica por los moros: el sabor agridulce de limones, cidras, toronjas y naranjas, así como el de especias y condimentos tales como el azafrán, la nuez moscada, la pimienta negra y el azúcar. Con la aclimatación de los cítricos y la caña de azúcar, España se convierte en el primer vivero de estos productos en Occidente. Con ellos enriquece la gama de posibilidades culinarias, primero en Europa y después en América, pues tampoco en estas tierras crecían.

El año de 1492 marca un momento clave para la gastronomía universal, pues España, con el descubrimiento de América y el destierro de los árabes del territorio peninsular, rompe su aislamiento del resto de Europa e inicia la expansión de los productos del nuevo continente por todo el mundo, sin los cuales la cocina europea actual no se concibe. De esta manera, el encuentro entre americanos y europeos tiene, entre otras consecuencias, el más rico intercambio de alimentos que registra la historia de la humanidad; así como el enfrentamiento de dos cereales básicos: el local del maíz y el introducido del trigo. Éste se cultivó en el valle del Éufrates y se extendió después entre los pueblos mediterráneos. En forma de pan ha sido compañero de esa parte de la humanidad desde hace cuando menos diez mil años, razón por la cual Homero lo llama “tuétano del hombre”. De su digno antagonista y semejante, el maíz, cuya siembra se origina en los tiempos míticos históricamente hace unos diez mil años, nos trasmite su importancia trascendental el Popol-Vuh: “Los dioses formaron sus carnes, del producto de las mazorcas amarillas y blancas, como alimento de los brazos y de las piernas de la gente”. Son, entonces, estos hombres amasados por sustancias rivales, los que inician el mestizaje de nuestra cultura.

A la llegada de los españoles las prácticas culinarias de los pueblos indígenas eran muy variadas: desde los usos primitivos de los chichimecas, nómadas de las áridas zonas norteñas, recolectores, cazadores y pescadores, quienes usaban del fuego para someter directamente sus alimentos, hasta las opulentas y refinadas artes culinarias ejercidas en la corte de Moctezuma II, emperador de México-Tenochtitlán, para enriquecer su mesa con comidas “hasta número de cien”.3 Por su parte, los pueblos del centro y sur de México, además de la pesca, la caza y la recolección, habían domesticado ciertos animales y cultivaban algunos frutos de la tierra; ello aunado al uso de la cerámica para cocer los alimentos y mezclarlos, les permitió desarrollar una cocina más compleja.

Sin embargo, son los fundadores y habitantes de Tenochtiltlán, pueblo llamado por Huitzilopochtli a enseñorearse sobre los demás, quienes recogen la tradición de las culturas mesoamericanas y concentran, por medio del tributo, la riqueza de sus vecinos sometidos. Amplían su dieta con el tráfico de pescado de la costa del Golfo y mejoran sus cultivos en los huertos flotantes conocidos como chinampas. Pero son los habitantes poderosos de la ciudad quienes pueden gozar de todos esos dones y patrocinar el desenvolvimiento de un arte culinario. Por su parte, el pueblo de Tenochtitlán y de los reinos sometidos, tenían una dieta que “consistía en maíz, frijoles y guisados hechos con chile, tomate y sal a los que añadían a veces pepitas de calabaza (pipián)”4.

Vencida Tenochtitlán tras el asedio de Cortés y sus aliados, el hambre hermana a los contendientes y antes de que los indígenas recuperen sus antiguos cultivos y de que los españoles inicien la afluencia de los primeros productos comestibles embarcados en las Antillas entonces nexo entre viejo y nuevo continente, unos y otros se ven en la necesidad de mal alimentarse con lo que encuentran a la mano:

 

Hemos comido palos de colorín,

hemos masticado grama salitrosa,

piedras de adobe, tierra en polvo, gusanos…

 

Comimos la carne apenas

sobre el fuego estaba puesta.

Cuando estaba cocida la carne,

de allí la arrebataban,

en el fuego mismo la comían.5

 

Los mexicas recordaron entonces los tiempos difíciles de la fundación de su ciudad, dos siglos atrás, cuando relegados a los más inhóspitos islotes del lago de Texcoco, habían aprendido a comer culebras, raíces de plantas acuáticas, ajolotes e insectos…

Todo estaba por hacerse de nuevo. No obstante, vencedores y vencidos guardaron usos y costumbres que el trato obligado de cada día fue modelando para crear la nueva cultura mestiza.

 

 

Los primeros brotes del mestizaje

 

El contacto súbito de dos culturas tan diferentes entre sí tuvo que haber despertado entre indígenas y españoles gran recelo, pero también enorme curiosidad. Prueba de esto son los testimonios que los grandes cronistas de la Conquista dejaron; en ellos describen con detalle las costumbres de los aborígenes.

Seguramente urgía establecer de alguna manera cierta normalidad en la vida diaria para cubrir el enorme vacío que dejara como saldo la guerra de Conquista. En el propósito de recuperar sus hábitos, unos y otros descubrían que todo había cambiado. Los españoles se encontraban en tierras extrañas sin poder echar mano de los frutos que los proveían de aquél sustento con el que se identificaban como pueblo. Había que abastecer a las nacientes colonias con trigo, aceite, vino, –ingredientes básicos de sus tradiciones culinarias y religiosas–. Igualmente había que traer animales domésticos que les suministraran carne, también uno de sus principales alimentos. “Cuestionando a quienes vivieron por aquellos años en Europa —dice Sonia Corcuera— se encuentra un denominador alimenticio común: gusto por las carnes y necesidad de pan”.6 En cambio, en tierras mexicanas se consumía poca carne; los nutrientes más bien provenían de los productos de la tierra.

Si bien los indígenas estaban en la posibilidad de continuar extrayendo del suelo esos frutos que siempre les había ofrecido, la verdad es que ya no podían seguir haciéndolo con la misma autonomía, pues ya no eran los dueños de la tierra. Y si sus oportunidades alimenticias se ampliaban potencialmente con los nuevos productos introducidos, sus tradiciones se veían violentadas por la imposición de usos y costumbres españoles: de allí en adelante, su cosmovisión y junto con ella todas sus prácticas cotidianas serían sofocadas por las de los conquistadores. Quizás el caso más dramático y elocuente en relación con las costumbres alimenticias, haya sido la prohibición impuesta por los españoles al consumo ritual de las semillas de amaranto –las mismas con que se preparan hoy las populares “alegrías”–, con ellas los mexicas elaboraban unos panes que simbolizaban a Huitzilopochtli e ingerían en comidas ceremoniales. En náhuatl estas semillas se llaman huautli; mientras que los españoles las conocen como bledos. La expresión “No importar o no valer un bledo” equivale en el Diccionario de la Real Academia a “Ser de suyo insignificante”. Mientras que para un pueblo esta semilla encarnaba el cuerpo de su dios tutelar, para el otro representa –aún hoy– lo inútil, lo que no tiene importancia.

Indudablemente, el gusto o la necesidad fueron moldeando las resistencias originales de unos y otros, favoreciendo la aceptación de la comida ajena. Sin embargo, al mismo tiempo, mexicas y españoles sostuvieron fielmente sus antiguas tradiciones culinarias. Se dio a la vez un proceso de afirmación de lo propio y de aceptación de lo nuevo. Como testimonio de esto quedan las descripciones que hacen por un lado, fray Bernardino de Sahagún y, por el otro, Bernal Díaz del Castillo. El primero nos da cuenta “De las comidas que usaban los señores Aztecas”, en donde nos enteramos que consumían varios tipos de tortillas, tamales solos, con bledos o frijoles, “cazuelas con chiles, tomates y pepitas de calabaza molidas que se llaman pipián”, aves, peces, ranas, ajolotes y renacuajos, hormigas aladas y gusanos de maguey, langostas y camarones; frutas tales como ciruelas, zapotes, anonas, raíces de árboles, batatas, yerbas verdes, potajes, puchas y mazamorras, atoles con chile y miel”.7

Bernal Díaz del Castillo relata el primer banquete que ofreció Cortés en Coyoacán. Con este fin se trajeron de Cuba puercos y vino. El mismo cronista nos hace la relación de los festines que el primer virrey don Antonio de Mendoza y el conquistador Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca, dieron en 1538 para festejar las paces entre España y Francia. En ellos se sirvieron, además de ensaladas, aceitunas, rábanos, quesos, cardos, nabos, coles y garbanzos, todo tipo de carnes y aves de varias clases, en empanadas, en pasteles o guisadas. Los platillos eran manjar blanco, pepitoria, torta real, escabeche. Los postres: mazapanes, almendras, confites, acitrón y frutas. Las copas de oro y plata se llenaron con vino blanco y rojo, agua, jerez, clarete y cacao. En estos convites el guajolote (gallo de papada) y el cacao alternaron con otros productos de la cocina española.8

Sobre esta vía de dos sentidos –afirmación de lo propio, aceptación de lo nuevo– se finca la riqueza de la cocina mexicana. Terminada la guerra de conquista e iniciado el proceso colonizador, ninguno de los dos grupos olvida lo que tradicionalmente ha sido su sustento. Pero la tendencia a mezclar y a innovar –procesos naturales en la cocina– empieza a reunir elementos extraños de una y otra para dar a luz guisos inéditos.

 

Nuevos cultivos y formas de producción, animales domésticos de nutrición y transporte, nuevas habilidades e industrias, contribuyen a crear una nueva familia y sociedad; los religiosos, cocineros y amas de casa, en los conventos, comedores y hogares que respectivamente van estableciendo, a medida que continúa la total dominación y ocupación de las tierras que hoy conforman México, ensayan y producen nuevos manjares, empleando los productos naturales locales, de lo que se originan las comidas regionales, de particularidades exclusivas y que integran la heterogeneidad y pluralidad de una incipiente cocina nacional.9

 

No obstante, la gestación de los grandes platos mexicanos tenía que esperar a que se erigieran los conventos, los palacios y las haciendas que pudieran favorecer y albergar las producciones barrocas de la Nueva España.

Entre tanto, los productos nativos y los adquiridos se daban cita en los mercados, en donde se brindaban al gusto y al ingenio para que ensayaran nuevas posibilidades de combinación. De este modo, grasas, ajos, cebollas, carnes, se mezclaban con chiles, tomates, jitomates, tortillas, para crear todo tipo de antojos, los cuales ya se ofrecían en los mercados prehispánicos, aunque ahora enriquecidos con los nuevos ingredientes. En México la venta de comida para ser consumida en el mismo mercado –fijo o ambulante y aun en los modernos supermercados– tiene su antecedente en aquellos mercados prehispánicos. No sólo los locatarios que expenden su mercancía en el lugar acuden a disfrutar los platos de la comida popular –antojitos, cocteles de mariscos, pozoles, caldos, arroz, guisados– sino que compradores y todo tipo de paseantes comen allí o siempre caen en la tentación del antojo, “esa forma intempestiva, violentísima e instantánea del amor que es el antojo”.10

El intercambio de alimentos no se hacía únicamente en los mercados locales. Las costas de Nueva España fueron puertas de entrada y salida de múltiples mercancías que procedían tanto de Oriente como de Occidente. Los dones de México al mundo en materia alimenticia son, según la lista que hace Salvador Novo:

 

Semillas: maíz, frijol, huautli (que los españoles llamaron “bledos”…), chía, cacao y cacahuate.

Frutos: jitomate, chile, calabaza, piña, papaya, anona, chirimoya, guayaba, mamey, zapote (negro, blanco, amarillo…), chicozapote, nuez encarcelada, jocotes y tejocotes, capulines, tunas, pitahayas, aguacate, chayote, chilacayote.

Raíces: guacamote, yuca, camote, jícama, raíz de chayote.

Flores: la vainilla –ixtlixóchitl, flor negra– como la principal.

Chile, vainilla y chocolate representan la culminante contribución de México al deleite gastronómico del mundo.11

 

Nueva España recibe arroz, azúcar, frutas, legumbres, carnes, aves, especias, aceites, vinos… Si por una costa, la atlántica, llegaron Europa y África en los cargamentos de la flota de España; por la otra, la del Pacífico, vino Oriente con sus tesoros en la carga del galeón de Manila. Las naves arribaban llenas de riquezas, gastronómicas y domésticas, las cuales convirtieron a la ciudad de México en “un paraíso de la tierra colmada de toda comodidad y delicias”,12 según testimonio de un viajero de la época.

Esta profusión de mercaderías, esta amalgama de objetos, llegan a Nueva España en aluvión. Y quizá sea esta característica la distintiva de la cultura mexicana del siglo XVI. José Moreno Villa afirma que “aquí todo era de aluvión, realizado a empujones tardíos y deslavazados”.13 El torrente era también humano. Arribaban por las costas de Veracruz innumerables viajeros, comerciantes, pobladores o simples aventureros. Por ello, muy pronto, en 1525, se estableció en la ciudad de México el primer mesón para ofrecerles alojamiento y comida. Y, en la ruta entre Veracruz y México, se instalaron otros más. En estos mesones privaba la dieta española: “asado e cocido e pan e agua”; el vino se pagaba aparte. Pero en las ventas de los caminos ya se expedía “mahiz”, “gallina de la tierra (pípila)”, “gallo grande de papada de la tierra (guajolote)”, junto con “conexo” y “carne de puerco e venado fresco e salado”.14

Con la afluencia de todos estos pobladores, la sociedad novohispana se iba incrementando y el territorio de la Corona de España en tierras americanas se ensanchaba, según se realizaban nuevas expediciones y asentamientos. Las ciudades crecían y en tanto se iba afincando un modo de vida, surgían las grandes construcciones civiles y religiosas y un estilo estético: el barroco. Los grandes, suntuosos platos de la cocina mexicana están por nacer.

 

La gran cocina barroca

 

El historiador del arte José Moreno Villa propone una tesis para interpretar las artes plásticas novohispanas; ésta quizá nos sirva para reflexionar sobre el desarrollo de las prácticas culinarias en México. Sostiene que “lo mexicano más álgido y diferencial” no se manifiesta simultáneamente en las tres artes sino que se presenta primero en la escultura, después en la arquitectura y finalmente en la pintura, con un ritmo bisecular. Así, en el siglo XVI florece una escultura tequitqui; en el XVIII, una arquitectura ultrabarroca y, en el XX, la pintura contemporánea. Llama tequitqui (tributario en náhuatl) al arte cristiano con supervivencia de estilos previos mezclados con formas francamente renacentistas; arte mestizo, diferente del europeo y, sobre todo, hecho “por los que pagaban tributo a los conquistadores, a la monarquía española”.15

En el universo de la cocina descubrimos que este concepto de arte tributario puede ser útil para entender el desarrollo de lo culinario en México. Son las mujeres indígenas quienes ofrecen su mano de obra en casas mestizas y criollas, así como en los conventos y haciendas. Son ellas las artífices anónimas que van creando la cocina cotidiana; las que, para cumplir con su trabajo, se ven en la obligación de admitir los nuevos métodos de cocinar, pero al mismo tiempo –como sucede con el arte– van dejando poco a poco la huella de sus tradiciones, sus gustos, ingredientes, texturas, en los platos que sirven a sus amos. De esta manera podemos imaginar una de las formas que favorecieron el mestizaje culinario del siglo XVI: una cocina de molde occidental con la impronta de quienes “pagaban tributo”.

De esta manera, durante el virreinato a partir de la fusión de productos así como de prácticas ancestrales de una y otra cultura, se va consolidando el mestizaje culinario. Así, a lo largo del siglo XVII, en la Nueva España, destaca la cocina conventual, en la que sobresale la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, escritora de lo divino y lo humano, cuya presencia resplandece en la cocina. No sólo meditó sobre las propiedades químicas de los ingredientes, los cambios que éstos sufrían en las mezclas y al ser expuestos al fuego. A ella también se le atribuyen cerca de cuarenta recetas de la prestigiada cocina conventual. El recetario va encabezado por un soneto dedicatoria, cuyos primeros endecasílabos dicen así:

 

Lisonjeado, ¡oh hermana! mi amor propio,

me conceptuó formar esta escritura del Libro

de Cocina y ¡qué locura! Concluirla […]

 

Amor propio y lisonja que posiblemente ejerció en las tardes de recepción, al ofrecer a sus visitantes insignes, postres y bebidas, o al enviar a sus amistades de la corte virreinal “recados de chocolate”, “pastillas de boca”, entre otros regalos gastronómicos, acompañados de algún poema de ocasión como el que sigue:

 

“Enviando unas pastillas de boca y unos

guantes de olor, a un Compadre”

 

Si el regalo me toca

por Compadre, así se hará:

pero el regalo será

tan solamente de boca.

Mas, con todo, me provoca

a mí el cariño también,

a que vuestras manos den

de mi voluntad un rasgo,

porque nuestro compadrazgo

a todos les huela bien.16

 

Don Artemio de Valle-Arizpe, quien a principios del siglo XX se dedicó a recrear la vida de la Nueva España, hace una reconstrucción exaltada de las confituras provenientes de los fogones del convento de las madres jerónimas, orden a la cual pertenecía sor Juana. En la relación de los deleitosos nombres de los postres, apreciamos la variedad y riqueza de la repostería conventual:

 

Sus dulces son una pura maravilla, la cima y el emporio del convento; sus alfajores de tradición morisca, sus melindres y susamieles, sus yemitas acarameladas entre picados papelitos de diferente color, semejan extrañas flores, sus huevitos de faltriquera, sus alfeñiques, sus leves aleluyas, sus canelones de acitrón, sus tiranas de calabaza, sus refulgentes picones de camote con piña y almendra, de camote con naranja, o camote con chabacano, sus sonrosadas panochitas de piñón, ligero rubor hecho dulce, y sus eximios peteretes, sus mantecadas y su gorja de ángeles y sus tortas rellenas y tortas pascuales y las empapeladas ya con barrocos dibujos de canela que exceden a todo gusto y a todo aroma.17

 

En este sugerente inventario percibimos también el origen múltiple de esas golosinas: el azúcar trabajada con todo tipo de ingredientes, entre ellos calabazas, camotes y piñas, frutos mexicanos incorporados a la repostería hispánica de origen árabe, latino o de inspiración eclesiástica; barroca, en fin.

Hoy nos preguntamos: ¿qué ocurre con el arte culinario conventual del siglo XVII que se nos antoja tan mundano, seductor, lisonjero, incitador de las gulas de personajes ilustres? Por un lado, los protagonistas de estos tentadores acontecimientos son monjas españolas o criollas y, por lo tanto, de familias acomodadas, quienes propagan las tradiciones gastronómicas de la metrópoli. Por otro, los usos y costumbres aristocráticos de la época los dicta la corte virreinal a la cual sor Juana estuvo siempre vinculada y, por lo mismo, ella y sus compañeras de claustro tenían que ponerse a la altura en refinamiento de sus nobles interlocutores. Y por fin, porque nos encontramos en el apogeo del barroco, del cual España y Nueva España fueron adictas cultivadoras. Arte inspirado por el espíritu de la Contrarreforma, de carácter religioso, erigido sobre una profunda contradicción: la mundanidad de sus formas –aquí incluida la cocina– contradice su anhelo de infinito. Como dice Américo Castro, “[…] el barroco pugna por aproximarse a un paraíso que le anunciaron y que juzga ya perdido”.18

Produce regocijo observar que este espíritu del barroco queda apresado en la cocina, en los nombres celestiales de algunos postres y en los imposibles actos de paladear una gorja de ángel o introducirse en la boca una leve aleluya hecha de azúcar, de aquéllas que las monjas solían regalar en la Pascua de Resurrección, o mordisquear una yemita sabiendo que la otra parte del huevo, la clara, fue a cumplir misiones sagradas al ser empleada como adhesivo para las hojas de oro en los retablos barrocos de las iglesias.

Y no sólo eso. En Puebla el gusto popular convierte a la arquitectura en pasta de azúcar. Por ejemplo en la “Casa del Alfeñique”, construcción del siglo XVIII, nombrada así por las barras blancas que enmarcan las ventanas servidas en cerámica de talavera con que está revestido el edificio. “¿Por qué no se bautizan así también otras muchas obras de la ciudad?” –se pregunta Moreno Villa–. “Porque el hecho es que la mayoría de las iglesias poblanas tienen su dosis de azúcar. De azúcar estirada en barras muy delgadas y retorcidas, que es como define la Academia al ‘alfeñique’”.19 De esta manera, aparecen constantemente los rasgos distintivos del arte novohispano, así en la arquitectura como en la cocina, aunque ésta se adelantara un siglo a la otra en dar a luz a sus grandes creaciones inconfundiblemente mexicanas, según la cronología propuesta por Moreno Villa.

En San Luis Potosí, aún hoy, basta con asistir a alguna fiesta religiosa –la Semana Santa, por ejemplo– y salir del templo del Carmen para encontrar que los puestos de dulces montados afuera exhiben figuras de azúcar coloreada –canastitas con frutas, ángeles, arlequines, ramilletes– que son un remedo en miniatura –¿o será al revés?– de las esculturas barroco-populares que decoran el altar lateral del templo: el mismo colorido, la misma coquetería: un pleno jugueteo. Ésta es la manera como México ha sabido crear, por placer, por juego, postres y objetos con ese producto hecho cristales por los árabes y traído al nuevo continente por Hernán Cortés.

En otra cocina conventual, la del monasterio de Santa Rosa en Puebla de los Ángeles, también en el siglo XVII, nace para deleite del mundo el mole poblano. Plato legendario y barroco, confeccionado con alrededor de treinta ingredientes (sin contar el guajolote) en un guiso que, al decir de Paco Ignacio Taibo I, está a la altura de la grandeza del mar y del Cañón del Colorado porque el plato, al igual que las maravillas de la naturaleza, suscita en torno suyo un vacío de palabras, “un fervor paralizante”.

En realidad, Taibo I, el hispano-mexicano, y Alfonso Reyes, el mexicano, son los únicos escritores que han medido su pluma con las excelencias del guiso. En un intento de emular la manera de preparar el plato, a base de múltiples ingredientes, ofrecemos su receta literaria elaborada con poquitos de uno y otro maestros.

Plato gigantesco por la intención, enorme por la trascendencia digestiva; comida mayor, incitadora de asombros y perplejidades; pieza de resistencia en nuestra cocina, piedra de toque del guisar y el comer; alegría gastronómica vestida de luto, causa de irremediables nostalgias papilares; comida mítica y totémica, hace al hombre más valiente en el amor y en la guerra, dispuesto a bien morir; uno de los más felices y fabulados platillos del mundo; hijo de un espíritu intrépido y de manos monjiles, las de sor Andrea, quien adereza esta fiesta casi pagana; audacia ciclópea, resumen de una civilización musculosa, aunque su manipulación es delicada, minuciosa, chiquita; plato de origen indígena y manufactura criolla, reinventado para un ilustre comensal español, el excelentísimo señor don Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna, virrey y capitán general de la Nueva España; guiso, en fin, competidor de los versos que sor Juana compusiera para halagar a este mismo virrey.

Pues bien, este prestigioso y ensalzado plato confirma la presencia del mismo espíritu barroco que inflamó cuerpos y corazones de laicos y religiosos novohispanos en los siglos XVII y XVIII, tiempo en que “el barroco poblano [erige] una arquitectura que se sueña alimento”.20 Y los platos se elaboran con la suntuosidad de las catedrales:

 

“Así como el barroco colonial no ponía límite a la profusión de los ornamentos y al boato comenta Italo Calvino, por lo cual la presencia de Dios se identificaba con un delirio minuciosamente calculado de sensaciones excesivas y rebosantes, de la misma manera el ardor de las cuarenta y dos variedades indígenas de chiles sabiamente escogidos para cada manjar abría las perspectivas de un éxtasis llameante”.21

 

Sin embargo, no todos los faustos culinarios corresponden a los conventos ni al siglo XVII. Es en el XIX, consumada la Independencia, cuando nace otro suculento plato mexicano: los chiles en nogada; tradición culinaria de la Nueva España, dentro de la que surge esplendente como un manjar de lujo. Los chiles en nogada se yerguen sobre sus antecesores –los más cotidianos chiles rellenos–, no sin agradecerles su filiación. Además, en esta insólita mezcla de chile poblano capeado, picadillo de carne –con aderezo de almendras, pasitas, acitrón, piñones–, salsa de nuez y granada desgranada, se conjugan con todo éxito las herencias prehispánicas, árabes, orientales y españolas de la gran cocina barroca mexicana. En materia de contraste de sabores: dulce, salado, ligeramente picante, agridulce, con sus respectivos aromas; en asunto de texturas: las lisas y relucientes del chile, las esponjosas del huevo batido que, en ocasiones, lo cubre, las arenas suaves y húmedas del nutrido relleno, las cremas de la salsa y los cristales de los granos de granada. Y en cuanto a la plasticidad, se desentiende de imitar a la naturaleza y se aplica a reproducir un emblema de hondo significado nacional, por lo que coincide con una de las intenciones estéticas del barroco –aunque en este caso es laico, si cabe la expresión–: arte que recrea los objetos culturales, no los naturales. Su origen, como los de toda cosa o gente llamada a la fama, se confunde con la leyenda y se relaciona con personajes ilustres y acontecimientos relevantes. Existen dos versiones sobre su nacimiento. Don Artemio de Valle Arizpe atribuye la factura de los chiles en nogada a tres damas jóvenes de la sociedad poblana que quisieron agasajar a sus novios, vueltos a Puebla después de haber servido a Iturbide en el Ejército Trigarante. Agustín Aragón Leiva, en cambio, refiere que la causa de su existencia en la gastronomía mexicana es el propio emperador de México, a quien quisieron las damas poblanas regalar con este plato después de que hubo firmado los Tratados de Córdoba. Las fechas de su creación tampoco coinciden en ambas versiones. Para el que fuera cronista de la ciudad de México, fue el 28 de agosto de 1822, “fiesta titular del Señor San Agustín, el de la vida truculenta”.22 En cambio, para el escritor gastronómico fue el 21 de agosto de 1821.23 Como quiera que haya sido, lo importante es destacar que uno de los motivos de inspiración del platillo fue el de recrear los colores de la bandera del Ejército Trigarante, mismos que desde entonces se dan cita en la bandera mexicana. Así como poner de relieve que éste ya no es un plato manufacturado por manos religiosas sino laicas, y que nace junto con el México independiente.

Lo que sucede es que por la cocina no sólo pasan los productos con que se elaboran los platos. No es tampoco asunto exclusivo de trastos, cucharas y sartenes, ni actividad puramente manual. En ella se conjugan la inventiva y el ingenio humanos y es resultado, en última instancia, de cuestiones tan trascendentes –y en apariencia tan alejadas del mundo culinario– como las nuevas teorías cosmológicas de Kepler que suscitan el abandono de la idea del centro, del límite en el universo y engendran el horror al vacío, causa de la superabundancia del barroco, patente en estos platos. La cocina es producto de cambios sociales y políticos como la Independencia de México, que erige un nuevo centro de poder emancipado de la monarquía española, más autónomo frente a la estrecha vigilancia del clero y abierto ahora a otras influencias culturales, que modificarían las estructuras de la sociedad y la visión del mundo en el México naciente.

 

La presencia de la cocina francesa

 

México declara su independencia de España y, a la vez, su admiración por las ideas y la cultura de Francia. Al conquistar su autonomía política, se presenta entre mestizos y criollos un rechazo por los valores culturales españoles y una decidida apertura hacia los beneficios de las costumbres francesas y, en grado menor, de las inglesas.

Francia extendía su dominio cultural en Europa y América. España también caía bajo su cerco. Con el advenimiento de Felipe V Borbón al trono español; con la literatura prerrevolucionaria y napoleónica y con la misma invasión francesa, “España entera, aun el pueblo sin saberlo y sin darse cuenta, se afrancesó de tal suerte, que ya no le pareció bueno sino lo que tenía el marchanto francés, fueran ideas o guisados, costumbres o fritos, trajes o dulces”.24

Sin embargo, España ya había influido antes en las costumbres culinarias francesas con la introducción en Europa de los productos americanos y la adopción por parte de Francia de preparados tales como el ali-oli valenciano que transformó en una aillade, y la salsa mahonesa, que se transmutó en mayonnaise y fue probada por el duque de Richelieu cuando rindió en 1757 la plaza de Mahón, en Menorca. Y también la aceptación de los cítricos y los sabores agridulces, así como de las ollas podridas, tan apreciadas por Sancho Panza, que se convirtieron en pot-au-feu y el consumado en consommé, entre otros platos.

Durante el reinado de Luis XV, en la segunda mitad del siglo XVII, María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España y esposa del monarca francés, impone en Versalles el gusto por algunos platos de origen español y diversos productos de procedencia americana. A pesar del desprecio con que es tratada María Teresa en la corte y de las burlas que originan sus prácticas culinarias, éstas acaban por ser aceptadas a tal punto que se nacionalizan francesas y son devueltas después a España y a todo el mundo como platillos galos. Entre ellos están la pasta feuilletée que no es más que el hojaldre español, la tortilla a la francesa que resulta ser una tortilla de la Cartuja, de factura conventual, y el chocolate mexicano como bebida. Con todo, el estilo de Versalles se difunde en las cortes europeas y aun en la virreinal de Nueva España. “La corte de Francia” —asegura Octavio Paz— “fue el modelo insuperable de Occidente, sobre todo en la época de sor Juana”.25 Así que cuando México en el siglo XIX patentiza su entusiasmo por los usos y costumbres franceses, éstos ya habían arraigado en las clases altas por lo menos siglo y medio antes.

Por otro lado, a pesar de la admiración que el México independiente manifiesta por Francia, nuestras relaciones político-gastronómicas no fueron necesariamente felices. Baste recordar la Guerra de los Pasteles, desatada en 1838 por la presión comercial y militar que ejerció Francia. Intentaba lograr del gobierno mexicano el pago de una indemnización, a causa de los perjuicios que algunos comerciantes –entre ellos un pastelero– habían sufrido en sus negocios durante saqueos y motines callejeros. De igual manera, la intervención francesa que culminó con la imposición en nuestro país de un segundo imperio, con Maximiliano de Habsburgo como emperador.

No obstante, las clases acomodadas tienden a adoptar un estilo de vida marcado por la elegancia y el refinamiento. La mesa se sirve a la francesa: los platos son bautizados con nombres en francés. Pero sobre todo, surge una nomenclatura culinaria que no sólo consiste en términos novedosos, sino en verdaderas operaciones de cocina, las cuales representan una genuina aportación. Así aparecen platos, salsas, procedimientos, utensilios que, al conservar su nombre francés o adoptar la correspondiente traducción al español, atestiguan su reciente cuño en la cocina de origen hispano, o bien, su inexistencia previa en ella.

Empiezan a figurar en los menús de hoteles y restaurantes los: aspic, bisque, bouillabaise, brioche, chaufroids, croquembouche, foie gras, fumet, hors d’œuvre, profiterolles, soufflé…; las salsas bechamel, financière, maître d’hôtel, ravigote, velouté… Y los chefs de cuisine enseñan a su personal a blanquear carnes, pescados y verduras; a clarificar caldos, jugos y grasas; a clavetear con trufas aves y carnes; a glasear carnes con jugos reducidos; a moldear platones, pralinar almendras; a saltear verduras y tornear hortalizas y frutas para las guarniciones.26

Curnonsky, a quien cita y comenta Alfonso Reyes, hace una clasificación de la cocina francesa. Dicha distribución puede sernos útil para examinar el tipo de cocina que influyó en la mexicana del siglo pasado. En primer lugar está la alta cocina, “la refinada y suprema, la más expuesta por desgracia, a las falsificaciones y desvíos”. Viene después la cocina burguesa, “la honrada y fundamental, la inimitable, la cocina en profundidad y no en superficie”; la cocina regional, “gloria sin sombra que ilumina el territorio francés” y la cocina improvisada o labriega, “que se hace con cuanto hay a la mano, en el corral propio, en la hortaliza, en los gallineros vecinos, preferida de muchos”.27

En los sitios públicos y elegantes de México, en los salones de fiesta, en las recepciones oficiales, se ofrece la alta cocina francesa, expuesta quizás en muchos momentos a “falsificaciones y desvíos” inherentes al trasplante. Esta, junto con la cocina burguesa, la que se cultiva en Francia en “casa de amigos escogidos y afortunados”,28 son las que se recogen y transmiten en los libros del siglo XIX, y las que intentan instruir a la sociedad mexicana en las artes del buen comer y del buen guisar.29 Varios de estos libros de cocina reúnen también estilos italianos, españoles e ingleses, y en alguno de ellos se advierte que las recetas han sido adaptadas a “nuestros gustos y paladares; de modo que aun los más apegados á nuestros antiguos usos, no se desdeñen en la mesa de hacer el honor á los platos, dispuestos según las reglas de los maestros consumados de la Francia”.30 Ello significa que a la vez que se admiten las importaciones de la francesa, se reconoce la existencia en México de una cocina doméstica tradicional equivalente a la burguesa, en “profundidad”.

Lo mismo se diría de las otras dos homónimas mexicanas, la regional y la campesina. La primera resulta de la diversidad de materias primas que se encuentran en las distintas regiones del país, así como de las tradiciones culinarias locales. Y la última, la cocina campesina mexicana, es la que ha conservado con mayor pureza sus raíces indígenas. Así que difícilmente la cocina francesa pudo haber influido en una o en otra. “El siglo XIX mira a los indios perdurar al margen de los refinamientos culinarios que importa un mayor y más diversificado contacto con Europa”, corrobora Salvador Novo.31 En realidad, quienes procuran el cultivo de la cocina francesa son las clases altas urbanas, principalmente de la capital del país, imbuidas, ya entrada la segunda mitad del XIX, de la cocina que se practica en la corte de los emperadores Maximiliano y Carlota. La cocina francesa ya no desaparece del panorama gastronómico nacional. Durante el Porfiriato también se le rinde culto. Y cuando México cumple un siglo de vida independiente, las clases gobernantes lo celebran con banquetes servidos por el francés Sylvain, y con minutas compuestas por platos de esa cocina.

Más allá de las modas y los deslumbramientos pasajeros, la cocina francesa con sus ingredientes y métodos, forma parte ya de las buenas prácticas culinarias mexicanas. Y que en la actualidad, gracias al arraigo que ha tenido, surgen dimensiones insospechadas, ya que nuestros ingredientes tradicionales –los que se consumen en todo el país o provienen de alguna región específica– son trabajados con procedimientos de la cocina francesa. Es así que los buenos cocineros mexicanos, aquéllos que mantienen las tradiciones y que a la vez han profundizado en el conocimiento del arte culinario, están creando una nueva cocina que seguramente dejará huella en la historia de la gastronomía nacional.


1 Alfonso Reyes, Memorias de cocina y bodega, pp. 60-61.

2 Cfr. Salvador Novo, Cocina mexicana o Historia gastronómica de la ciudad de México, pp. 51 ss.

3 Bernardino de Sahagún, Historia general de las casas de la Nueva España, Libro

Octavo, Cap. XIII.

4 Sonia Corcuera, Entre gula y templanza. Un aspecto de la historia mexicana, p. 32.

5 “Los últimos días del sitio de Tenochtitlán” en Miguel León-Portilla, La visión de los vencidos, p. 166.

6 Sonia Corcuera, opus cit., p. 47.

7 Fray Bernardino de Sahagún, opus cit., Libro VIII. Cap. XIII.

8 Cfr. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, Cap. CLVI y Cap. CCI.

9 Amando Farga, Historia de la comida en México, pp. 82-83.

10 Salvador Elizondo, “El antojo”, en Martha Chapa, La cocina mexicana y su arte, p. 28.

11 Salvador Novo, Cocina mexicana o Historia gastronómica de la ciudad de México, pp. 36-37.

12 Francesco Carletti, Razonamiento de mi viaje alrededor del mundo. (1594-1606), en Sonia Corcuera, opus cit., p. 171.

13 José Moreno Villa, Lo mexicano en las artes plásticas, p. 29.

14 Cabildo de 9 de enero de 1526, en Luis González Obregón, México viejo, citado en Amando Farga, opus cit., pp. 42-43.

15 José Moreno Villa, opus cit., pp. 29-31.

16 Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas, t. 1, “Lírica personal”, p. 253.

17 Artemio de Valle-Arizpe, “Vida en clausura”, en Sala de Tapices, p. 64.

18 Citado en Gonzalo Celorio, “Alejo Carpentier: el barroco metafórico”, p. 22.

19 José Moreno Villa, opus cit., p. 36.

20 Cfr. Paco Ignacio Taibo I, Breviario del mole poblano. Para una lectura deleitosa sobre este plato, remito al lector a este Breviario y al texto que Alfonso Reyes le dedica en sus Memorias de cocina y bodega.

21 Italo Calvino, “Sabor saber”, en Vuelta 87, p. 10.

22 Cfr. “Los chiles en nogada”, en Artemio de Valle Arizpe, opus cit., pp. 199-209.

23 Citado en Amando Farga, opus cit., pp. 91-92.

24 Dionisio Pérez, Guía del buen comer español, p. 38.

25 Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, p. 43.

26 Todos estos términos han sido tomados de Jules Gouffé, El libro de cocina.

27 Alfonso Reyes, opus cit., p. 47.

28 Idem, p. 47.

29 Novísimo arte de cocina (1831); El cocinero mexicano (1831); Manual de la cocinera (s. d.); Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario (1883); El libro de cocina (1893).

30 Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario., s.p. (En la cita se ha respetado la ortografía original).

31 Salvador Novo, opus cit., p. 102.