CAPÍTULO UNO
La casa de empeños de lo que casi fue y lo que podría ser
Se cubrió la cabeza con la manta y fingió que su primera mañana resacosa como la nueva dueña de la casa de empeños todavía no había comenzado. No importaba que ahora estuviera completamente despierta, que el último sueño de una enmarañada cadena que no podía recordar hubiera tenido lugar hacía más de una hora. Notaba la cabeza más pesada y la boca más seca de lo habitual, pero suponía que eso se debía menos al alcohol que había ingerido la noche anterior y más a lo que le esperaba.
En unos momentos, su padre, Toshio, iba a llamar a su puerta para comenzar el día.
Hana insistía en aferrarse a la pequeña esperanza de que la cantidad de sake poco sensata con la que habían celebrado su jubilación fuera a mantenerlo en la cama un ratito más. Esta esperanza —si es que se la podía llamar así, teniendo en cuenta su tamaño— era más pequeña que un guijarro de río cubierto de musgo, e igual de escurridiza.
En todos los años que la casa de empeños había estado a cargo de Toshio, tan solo había habido dos ocasiones en las que no había abierto a la hora habitual. En esos dos días, no había llegado a abrir en absoluto. Pero Hana y su padre no hablaban sobre esos dos días. Jamás.
Si su casa de empeños fuera como otras casas de empeños corrientes, que comercian con diamantes, plata y oro, la familia Ishikawa, que se ha encargado del establecimiento desde hace generaciones, podría haberse permitido el lujo de tomarse días de baja por enfermedad y librar los fines de semana. Pero Toshio había instruido a Hana para tasar tesoros mucho más valiosos.
Encontraban a sus mejores clientes cuando el verano terminaba y las noches se volvían más largas y frías. La melancolía les venía bien para el negocio. No importaba que la tiendecita, que estaba escondida en un tranquilo callejón del distrito Asakusa de Tokio, no tuviera nombre. Aquellas personas que necesitaban sus servicios siempre conseguían encontrarla. Pero, si alguien fuera lo bastante curioso como para preguntarle a Hana cómo pensaba que debería llamarse la casa de empeños, ella ya tenía una respuesta preparada: Ikigai, el concepto japonés que se podría definir como «razón de ser» o «razón de vivir». No había ninguna otra palabra que encajara más con ella.
Hana tenía poco más de un año cuando aprendió a caminar sobre los suelos de madera oscura de la tienda, y desde entonces cada paso que había dado la había acercado más al momento de hacerse cargo del lugar cuando su padre se retirara. Él era viudo, y ella era su única heredera. La casa de empeños era el camino de su vida, su único propósito. Su ikigai. Pero ni una sola vez, durante todo el tiempo que había jugado siendo una infante a los pies de su padre o trabajado junto a él como mujer joven, ninguno de los clientes se había molestado en preguntar cuál era el nombre de la tienda. Sus ojos reflejaban preguntas mucho más urgentes cuando Toshio les daba la bienvenida con una cortés reverencia. La primera era casi siempre sobre dónde estaban, y la segunda, sobre cómo habían llegado hasta allí.
Después de todo, nadie se esperaba encontrar una casa de empeños detrás de la puerta de un restaurante de ramen.
Cualquiera que hiciera cola fuera del popular restaurante que tanto tiempo llevaba allí te diría que su ramen de soja era el mejor de la prefectura de Taitō. Para muchos, el aroma que flotaba desde los cuencos humeantes de fideos y lonchas de panceta de cerdo perfectamente cocidas que nadaban en un caldo de huesos oscuro y denso hacía que la espera resultara más fácil. Para otros, hacía que el tiempo que pasaban en la serpenteante cola pareciera el doble de largo. Aun así, todos respiraban hondo y se llenaban de la sabrosa promesa del aire hasta que llegaba su turno de entrar en el abarrotado restaurante que tal vez podría haberse considerado moderno dos décadas antes. Las paredes amarillentas, cubiertas de fotos autografiadas de los clientes famosos, les daban la bienvenida mientras se abrían paso hacia los asientos vacíos. Pero, a pesar de haber atravesado su puerta, algunos de los hambrientos no llegaban hasta el comedor del restaurante. En su lugar, los recibía el mostrador tenuemente iluminado de una casa de empeños y el tintineo de una campanilla de cobre en la puerta.
El recuerdo de ese tintineo resonó en la cabeza de Hana mientras se aovillaba bajo su manta. La instó a levantarse y aceptar lo inevitable. Se cubrió las orejas con las palmas y luchó en vano por impedir que su mente saliera de la cama por delante de ella. Algunos de sus pensamientos ya estaban casi vestidos, abrochándose los últimos botones del impecable uniforme negro de la casa de empeños. Otros ya se encontraban en el despacho que había debajo de su habitación, imaginando cómo iba a pasar su padre su primer día de jubilación: rondando cerca de ella y revisando cualquier cosa que hiciera.
Si detectaba algún error, no le diría nada. Jamás lo hacía. Era suficiente con la más leve elevación de su ceja derecha. Toshio prefería el silencio a las palabras, y reservaba su energía y su aliento para sus clientes. Hana se había vuelto bastante hábil a la hora de interpretar su respiración silenciosa, sus medias sonrisas y sus miradas. Su único recuerdo de su padre perdiendo los nervios era de una tarde tormentosa en la que ella tenía diez años y había extraviado un antiguo reloj de muñeca empeñado. Los ojos de su padre se habían vuelto más oscuros que las nubes revueltas sobre el jardín del patio de su casa, y cuando la agarró por los delgados hombros y bajó la boca hasta su oreja, a ella se le cayó el corazón hasta los dedos de los pies. La voz de su padre era tan ligera como la brisa, pero sus palabras aullaron dentro de Hana con más fuerza que cualquier tifón.
—Encuéntralo —le había dicho—. Ahora mismo.
Hana no sabía lo que habría ocurrido si no hubiera encontrado el reloj más tarde ese mismo día, detrás de una pila de libros en la trastienda. Lo único que tenía claro era que no quería volver a oír jamás a su padre hablándole de esa forma.
La joven tomó aire de forma temblorosa, trayendo sus pensamientos de vuelta al presente. Un peso invisible le oprimía el pecho. Había esperado que su futuro le pareciera más pesado, o al menos, más pesado que un gato bien alimentado, pero en lugar de eso, la montaña de días que se tambaleaba sobre su pecho parecía tan liviana como un montículo hecho de simples cascarones, cada uno de ellos vaciado y agotado antes de que dicho futuro hubiera comenzado. Se sabía de memoria cada segundo de los días que yacían frente a ella. Después de todo, se había pasado toda su vida observando a su padre viviéndolos. Y, ahora, la vida de su padre era la suya, y desde ese momento en adelante no habría nada nuevo jamás.
Se dio la vuelta para colocarse de lado. El borde de una fotografía amarillenta asomaba por debajo de su almohada. Hana sacó la foto descolorida y la miró con los ojos entrecerrados bajo la manta. Los ojos de una mujer joven que podría haber sido su hermana gemela le devolvieron la mirada.
—Buenos días, Okaa-san —saludó Hana a la madre que nunca había conocido, y metió la única foto que tenía de ella de nuevo en su escondrijo. Se quitó la manta de encima y miró a través de sus pestañas oscuras. Un rayo de luz de sol le hería los iris, así que cerró los ojos con fuerza y salió de la cama. No necesitaba ver su habitación para orientarse por ella. Aquel dormitorio y la casa de empeños que estaba debajo de él componían todo su mundo, y en ese día, aquel mundo le parecía todavía más pequeño.
Y silencioso.
Hana inclinó la cabeza a un lado, esforzándose por escuchar el tintineo familiar de las tazas y los cuencos en la cocina que había en el piso inferior. Pero lo único que se filtraba a través de la puerta era el silencio.
Estaba segura de que la jubilación no bastaría para que un hombre como Toshio se alejara de sus rituales. A pesar de que el pequeño altar que su padre tenía en la casa honraba a los espíritus, el dios al que realmente rendía culto era la rutina. La taza humeante de té verde tostado que se tomaba cada mañana era sagrada, sin importar cuánto sake o whisky nadara dentro de él después de la noche anterior.
Hana pegó la oreja a la puerta. Tan solo había dos posibles razones por las que la casa de empeños pudiera estar tan silenciosa, y ninguna de ellas era buena.
1. N. del T.: En japonés, el apellido siempre precede al nombre de la persona. Se aplica a todos los personajes japoneses de la novela.