¿QUÉ ES MÁS ARDIENTE QUE EL VERANO?

Jeongmin no podía olvidar la primera vez que se pinchó un dedo con una espina el otoño pasado.

Había muchísimas castañas tiradas por el suelo. Entre ellas, Jeongmin recogió una que seguía intacta, que había conseguido esquivar las pisadas de los transeúntes. Intentó quitar la cáscara para extraer el fruto, pero estaba vacía. Como si alguien ya se hubiera llevado la castaña. Una espina se le clavó en la palma de su delicada mano. Esa espina parecía especialmente furiosa, mucho más afilada que las demás, y se ocultaba entre otras de tamaño similar. Jeongmin apretó la cáscara con más fuerza. Quería castigar a la mano con la que escribía por haber sido tan descuidada. Pequeñas gotas redondas de sangre comenzaron a acumularse en su palma. Un dolor agudo viajó desde la palma de su mano hasta sus pies, recorriendo su columna vertebral.

A partir de ese día, Jeongmin dejó de salir de su apartamento. Aún no había pasado ni una estación desde que se mudó al distrito de Bamgashi.

El verano de ese año, cuando Jeongmin había ido a visitar por primera vez el apartamento, había hecho un calor abrasador. Las gotas de sudor se deslizaban por su cuello, haciendo que el tener que ir de un lado para otro visitando piso tras piso le resultase agotador. Estaba harta de mudarse cada dos años, y ya no le atraía en absoluto la idea de un «hogar»; tan solo pensaba en términos fríos y prácticos.

—¿Esta es la última casa hoy? —preguntó Jeongmin en tono fatigado.

El agente inmobiliario había llevado a Jeongmin por todo Ilsan, convenciéndola de que había muy buenas propiedades por allí, pero nada la había convencido del todo como para firmar. Cualquier piso medio decente, limpio y ordenado, se salía por completo de su presupuesto; si el precio era asequible, era porque estaba ubicado tan a las afueras que incluso el desplazamiento diario al trabajo sería un problema.

—¡Solo una más! Le enseñaré una casa que es perfecta para vivir sola. La última, ¡se lo prometo!

—De acuerdo, le echaré un vistazo…

Comenzó entonces una especie de guerra para ver quién era el más fuerte de los dos, si el agente, que intentaba por cualquier medio cerrar el contrato, o Jeongmin, que no ofrecía más que respuestas y reacciones indiferentes. Pero se había comprometido a visitar todas las propiedades disponibles y tomar una decisión ese mismo día, para evitar tener que pensar en ello durante el fin de semana. Jeongmin era redactora de programas televisivos, y la frontera entre los días laborables y los fines de semana siempre había sido difusa. Por eso, tener los fines de semana libres le parecía tan importante.

—¿Le gustan las castañas? —preguntó entonces, de repente, el agente mientras entraban en un callejón.

—No especialmente.

—Dicen que aquí todos los árboles que hay son castaños. En otoño, las castañas se abren y las calles están preciosas. Incluso las señoras del barrio se pasean y van recogiendo las que caen…

Jeongmin no respondió. Solo eran un conjunto de ramas marrones llenas de hojas verdes y abundantes; en verano, todos los árboles eran iguales a sus ojos, era imposible diferenciar cuáles eran castaños.

El complejo residencial número 4 estaba ubicado en la zona más alta del complejo de apartamentos. A medida que subían la calle cuesta arriba, el agente inmobiliario también se fue quedando sin palabras. Los dos se concentraron solo en caminar. Cuando llegaron al apartamento, Jeongmin se detuvo de golpe. Fue amor a primera vista. La fachada tenía la pintura desconchada en varias zonas. Sin embargo, las ventanas arqueadas, con sus pequeños balcones, eran muy poco comunes, y los marcos naranja de las ventanas recordaban a la arquitectura europea. Y aquel tono alegre y anaranjado combinaba perfectamente con la temperatura cálida del verano.

En el alféizar de uno de los apartamentos de la segunda planta había numerosas macetas pequeñas de suculentas. En uno de los balcones de la tercera planta, una serie de calcetines de todos los colores del arcoíris se secaban al sol en un tendedero, dándole la bienvenida al verano. También había unos calcetines amarillos diminutos, del tamaño de la palma de la mano, tendidos junto a aquellos otros. A través de la ventana del apartamento de al lado, se podía vislumbrar una estantería llena de volúmenes de lo más pesados. Tal vez era la casa de un profesor universitario a tiempo parcial, atareado con todas las clases que impartía en las distintas universidades de la ciudad. Era extraño, pero Jeongmin podía llegar a imaginarse su vida en aquel lugar.

Apartamento 201. Desde la ventana, observó el lugar donde había estado hacía tan solo unos minutos. Una inofensiva brisa de aire cálido envolvió todos y cada uno de los mechones de su largo cabello. Aunque el bloque de apartamentos no tuviese muchas plantas, al estar en lo alto de una colina, tenía unas vistas preciosas a las montañas que rodeaban el vecindario. En aquel momento, Jeongmin pensó por primera vez que quería colocar algo en la ventana para decorarla. Se quedó callada durante un buen rato, totalmente absorta en sus pensamientos, antes de volver al mundo real.

Entonces se volvió sin vacilar hacia el agente inmobiliario, que había estado observándola detenidamente, impaciente.

—Me la quedo.

Jeongmin podría vivir en este lugar sin cansarse de él durante mucho tiempo. Por fin la vida parecía irle bien, como una bicicleta que acelera sin necesidad de pedalear. A Jeongmin, por primera vez, le llegó a gustar el «hogar» en el que vivía.

Pero no pasó mucho tiempo hasta que el viento se llevó las expectativas de Jeongmin. De repente, la «bicicleta» en la que estaba montada bajaba a toda velocidad por la colina, y su vida se estaba acelerando tanto que terminó perdiendo el control. Supo que todo había terminado cuando los pedales dejaron de girar.

Fue alrededor del otoño, cuando los ladrillos comenzaron a cambiar de un color naranja a uno negruzco. Estaba trabajando en un documental sobre la onda terrestre cuando comunicó su intención de terminar el contrato. Prácticamente les lanzó su tarjeta de acceso a la cara al devolvérsela, y sin cambiar su expresión, sin saber de dónde le venía tanta confianza, recogió sus cosas y se marchó hecha una furia.

En realidad, Jeongmin no recordaba muy bien esa temporada. No fue hasta unos meses después, cuando un compañero le explicó lo que había sucedido aquel día, que comprendió lo que había ocurrido en realidad. Le dijo incluso qué era lo que llevaba puesto y Jeongmin se dio cuenta de que había sacado todo de quicio. No podía creer que ella, que se había entregado tanto a su trabajo, hubiese sido capaz de irse de su trabajo tan fácilmente. Lo único de lo que estaba segura era de que, a medida que pasaban las estaciones, esa sensación inexplicable de que alguien le había echado una maldición calaba cada vez más en su pecho.

Jeongmin ya no hablaba con la vecina a la que le encantaba adornar su casa con flores. Tampoco sentía ninguna curiosidad por cómo estaba creciendo el bebé de la tercera planta, que había nacido rechoncho. Ni siquiera le pedía prestadas novelas al estudiante de máster y ratón de biblioteca que vivía justo al lado. Jeongmin era incapaz de ser feliz en el barrio tranquilo y sereno donde los colores de los edificios cambiaban con la luz del sol. La ventana que le recordaba a la arquitectura europea y antes solía hacerla sonreír se convirtió en algo simple y práctico, algo que usaba solo para ventilar. Era como si el cielo despejado y tranquilo de otoño fuese a derrumbarse sobre su casa. En noviembre, cuando empezó a hacer frío, corrió las cortinas y ya no pudo volver a ver el cielo invernal. Cuando el aire de la casa se volvía pesado y los alrededores se tornaban especialmente silenciosos, lo único en lo que podía pensar era en si habría nevado. Dado que el edificio se había construido en lo alto de la colina, cuando empezó a caer la lluvia de primavera sintió que podía tocar el cielo, que se presentaba ante ella sucio como un trapo. El tiempo de Jeongmin corría en una línea recta, sin fluctuaciones, sin saber si ayer era hoy o si hoy era mañana. Se encontraba atrapada en el laberinto de «los treinta»; quizá porque todavía no había perdido la esperanza de poder escapar, pero tampoco lograba encontrar la salida. Sus esperanzas de poder vivir tranquilamente en aquella casa habían resultado ser una decepción.

Pasaron tres estaciones antes de que empezara a sumirse en el autodesprecio. Una mañana de verano, nueve meses después de que aquella espina se le clavase en la palma derecha, se puso de pie y gritó. No manifestó ninguna clase de objetivo o determinación. No, ni siquiera era una oración completa. Solo era un «grito» que no contenía ninguna palabra concreta. Pero su grito se debía a la presión que había comenzado a acumularse en su pecho, una de la que tenía que librarse como fuera. En realidad, llevaba conteniendo ese grito desde la primavera del año anterior. A medida que se convertía cada vez más en una reclusa con cada día que pasaba, empezó a pensar que nunca podría volver a vivir en sociedad y que poco a poco se estaba muriendo sola. Además, con solo respirar desaparecían cientos de miles de wones. Era como si cada mes le cobraran el precio de vivir. En ese sentido, pensó que al menos tenía que hacer algo significativo con su vida para sentir que no estaba tirando ese dinero.

El grito reverberó en el interior de su apartamento de una sola habitación prácticamente vacío. Cuando escuchó el eco se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo sin usar su voz. En cuanto el eco rebotó en las esquinas del techo y desapareció, Jeongmin se enjuagó el sabor amargo la boca. Salió de casa en manga larga y pantalones largos, olvidándose de que era verano.

El intenso sol de agosto caldeaba el ambiente con fuerza. Jeongmin se tambaleó por la fuerza con la que el sol ardiente golpeaba su nuca. Era como si hubiera perdido la tolerancia al sol después de haber estado atrapada en una instalación esterilizada. No paraba de sudar. Había decidido ponerse una camiseta negra de manga larga y unos pantalones que le llegaban hasta los tobillos, así que se lo había buscado ella misma. Durante ese tiempo, Jeongmin había perdido mucho peso, porque sus caderas y pantorrillas estaban flácidas bajo la ropa holgada, como si se hubieran quedado sin su firmeza y su función habitual. Era como si todos sus músculos hubieran desaparecido.

No habían pasado ni treinta minutos desde que había salido de casa y ya estaba buscando un refugio en una cafetería. Había varias franquicias con carteles de colores vibrantes. Jeongmin decidió aprovechar que había tenido el valor de salir de una vez de su apartamento, para tomarse un buen café; no solo un café extra grande que solo sirviera para despertarla, sino uno preparado con amor y cuidado. Se adentró en un callejón con la esperanza de encontrar otra cafetería. Le llamó la atención un establecimiento que parecía una, pero que no tenía ningún cartel que la identificase como tal. Una de las paredes estaba hecha por completo de cristal, pero dadas las innumerables macetas que había repartidas enfrente, era imposible ver nada en el interior. Parecía la casa de una bruja, como las de los cuentos occidentales que leía cuando era pequeña. Los cactus que llenaban la mayoría de las macetas exhibían espinas afiladas y amenazadoras. Jeongmin nunca había visto una tienda así. Decidió que iba a ver esto como un desafío más, por lo que se adentró en el interior.

—Hola, esto es una…

Jeongmin fue incapaz de decir todo lo que quería. En cuanto cruzó la puerta, la asoló un olor intenso a arcilla y vislumbró varios estantes repletos de cerámicas expuestas. Había dos mujeres con delantales sucios. Una mujer joven de unos veinte años que se peleaba con el torno de alfarero, y otra de unos cuarenta que miraba desganada por la ventana, como si estuviese cansada de su propia vida.

—Lo siento, pensaba que era una cafetería.

Jeongmin se apresuró a disculparse, pero al ver a las mujeres completamente despreocupadas por su presencia, se sintió aún más desconcertada. Era como si la hubiesen estado esperando.

—La gente suele entrar pensando que es una cafetería. No se ve mucho el interior y el cartel es demasiado pequeño. Por desgracia, es un taller de cerámica. Pero parece que está sudando mucho.

La mujer de unos cuarenta años que parecía ser la dueña del taller habló sin vacilar.

—He salido a pasear y al final he terminado caminando bastante rato.

Jeongmin usó su mano como abanico, avergonzada. Bajó cuidadosamente la mirada para examinar su ropa, pero, por suerte, no tenía manchas de sudor.

—Hace mucho calor, siéntese a tomar un café. No puedo prometerle que vaya a saber igual que el que le servirían en una cafetería de verdad, pero tenemos bastantes tipos de café de filtro, o también le puedo preparar algo más dulce.

La mujer joven detuvo el torno de alfarero:

—Estábamos a punto de hacer una pausa para el café de todas formas —comentó, limpiándose las manos.

—Pero…

Jeongmin no sabía si ofrecer café a un desconocido que entra por la puerta podía ser considerado un gesto de buena educación o una intromisión excesiva.

—No pasa nada. Siéntese.

La joven trajo una silla de la parte de atrás del taller y esbozó una sonrisa amable. Jeongmin desconfió de esa sonrisa sin motivo aparente, pero no le desagradó. Quizá fue porque las cerámicas con colores verdes, azules y blancos que evocaban tanto los colores de la naturaleza ya le habían robado el corazón. Le parecía asombroso cómo unos objetos sólidos hechos a mano podían capturar tan fielmente los colores de la naturaleza. Hacía unos años, había participado en una entrevista llamada «Pregúntale a una profesional por su carrera universitaria», obligada por una de sus compañeras. A la pregunta tan trillada de «¿Dónde obtienes la inspiración para escribir?», ella dio una respuesta igualmente tópica: «De la naturaleza». No era mentira. Jeongmin solía inspirarse en la naturaleza, especialmente en lo extenso y azul, como el mar.

Si no era por la luz misteriosa y azulada que se deslizaba sobre la superficie de las cerámicas, tal vez era por las manos gruesas y con encanto de la mujer joven, al empujar su silla hacia atrás para levantarse. Pero, sobre todo, Jeongmin no podía rechazar el café porque la dueña del taller parecía alegrarse sinceramente por su visita. La expresión de la mujer que hacía un momento miraba aburrida por la ventana se iluminó. Aunque sorprendida por aquel repentino cambio, por algún motivo, aquello consiguió alegrar a Jeongmin.

—¿Lo prefiere dulce o solo?

—Solo, por favor.

—¿Le parece bien si tiene un regusto avellanado? El café solo que compramos normalmente estaba agotado. Tenemos una receta secreta para el café, así que independientemente de la preferencia por el tipo de grano, a todo el mundo le gusta. Ah, y la próxima vez elija el más dulce. En realidad, mi especialidad es el café dulce.

¿La próxima vez? ¿La estaba invitando a venir a tomar un café al taller en otra ocasión? Jeongmin sonrió por cortesía y respondió con una afirmación concisa. Le gustó que la mujer joven que se había sentado a su lado no hablara mucho. Detestaba tener que mantener una conversación insustancial.

Bajo la corriente fresca que manaba del aire acondicionado, su sudor se secó rápidamente. La cafetera, lo único que hacía ruido en el taller, expulsó humo con fuerza, como si quisiera que se notase que estaba allí. Mientras servía el café, su aroma se entremezcló con el olor a arcilla que flotaba por el aire. En un instante, el taller se llenó de un perfume imposible de describir con palabras. Era la armonía de la unión de la fragancia de la arcilla con la del café. Hasta ese momento nunca había imaginado ese aroma, pero no le disgustaba. Los valores fisiológicos de la nariz: dulce, amargo, repugnante, iban precedidos de un juicio emocional: «inofensivo». Jeongmin, muy sensible al olfato, no solía confiar más en sus emociones que en su nariz.

—Se lo he preparado con hielo.

Un café caliente y dos con hielo. El diseño de la taza era similar al de las otras expuestas en los estantes, como si también la hubieran hecho en el taller. La mujer que antes estaba trabajando en el torno de alfarero se bebió el café de un trago, como si se tratara de cerveza. Antes no se había parado a observarla con detenimiento, pero a juzgar por su aspecto cansado, parecía que luchar contra la arcilla era algo bastante difícil. Debido al sudor, Jeongmin había perdido muchos líquidos, por lo que el café solo y oscuro le resultaba especialmente apetecible. El café en el que la dueña de la tienda tenía tanta confianza estaba innegablemente bueno. No era nada del otro mundo, pero tenía un sabor característico que envolvía la lengua. Inhaló profundamente su aroma y se dio cuenta de que no era la misma clase de café que se solía usar en las franquicias. Jeongmin, que había estado trabajando en una emisora durante siete años y para quien pasar noches sin dormir se había convertido en algo habitual, no podía no reconocer el sabor del café de una franquicia. Con calma se lo llevó a los labios y lo saboreó durante un instante; intentó pensar, pero no le recordó nada en particular. Después recordó que tras haber dejado el trabajo se había quedado encerrada en casa durmiendo durante meses, así que no había tenido ninguna necesidad de tomar café; tal vez su sentido del gusto se había insensibilizado también.

—Está bueno. Muy bueno. ¿Puedo preguntar de dónde son los granos?

—Sinceramente, no tengo ni idea. Me los regalaron. Pero creo que es de Yirgacheffe.

Jeongmin se preguntó cuál sería el secreto de ese café. La dueña del taller vio cómo ladeaba la cabeza y añadió:

—La razón por la que nuestro café está bueno, con independencia de los granos que se usen, es por las tazas. Son cerámicas sólidas y fuertes que han soportado una temperatura de 1250 grados en el horno. El café solo sabe mejor si se bebe en un recipiente de celadón color jade. Y el café dulce que le he comentado antes se debe beber en una taza blanca brillante. Tal vez sea porque te recuerda a los dulces, pero sabe mejor cuando lo bebes allí.

La mujer joven añadió algo para aumentar la credibilidad del «secreto del café»:

—Yo tampoco me lo creía al principio. Pensé que era un efecto placebo, como la leyenda del monje Wonhyo: si yo quiero creer que el café sabe mejor en esta taza, efectivamente sabrá mejor*. Pero es algo más especial. Específicamente, lo que cambia no es el sabor, es el gusto. He estudiado química, así que me interesan mucho estas cosas. Después de investigar un poco, descubrí que existe una reacción química cuando el café entra en contacto con la superficie cerámica que cambia su composición. Ya sabes lo que dicen, la cerámica respira.

—Qué interesante.

Con independencia de si se lo creía o no, las palabras de las dos mujeres tenían sentido. Jeongmin sujetó la taza con ambas manos y valoró la posiblidad de que podría haber algún secreto en ese café que no tuviera que ver necesariamente con los granos utilizados. Era una taza llena de hielo, pero sentía que estaba sujetando algo a 1250 grados. Por primera vez, Jeongmin pensó en cómo sería una temperatura superior a mil grados. La calidez, aunque no el ardor, recorrió los vasos sanguíneos de las palmas de sus manos hasta llegar a las arterias. A diferencia del aire acondicionado, que había contrarrestado su calor de golpe, la calidez de la cerámica le impregnó los huesos lentamente, calmando sus nervios. Un cuerpo que se derrite con impotencia. La frialdad nunca puede vencer a la calidez. Estaba segura de que recordaría ese café. Específicamente, tal y como había dicho la mujer joven, el gusto, no el sabor.

—¿Venden las cerámicas expuestas?

—¡Claro! Siéntase libre de echar un vistazo. Estas tazas están a la izquierda.

A diferencia de las cerámicas de los grandes almacenes, que se exhiben cuidadosamente una por una con un precio desorbitado, esas tenían una apariencia más bien rústica. Estaban muy juntas, daba la sensación de que estuvieran apiladas. Jeongmin pensó que podrían incluso romperse de lo juntas que estaban. Era un poco angustioso, pero también daban la impresión cálida de una cocina familiar. Vio una taza blanca y pulcra, que recordó de repente a un caramel machiatto. Cuando vio una taza con un degradado verde jade y blanco, le vino a la mente un té con leche. También había una taza con detalles negros, e inmediatamente le entraron ganas de comprar helado Excellent y prepararse un affogatto. Tal vez fuera por el «efecto imagen» que había comentado la dueña del taller. Imaginar todas esas posibilidades resultaba sencillo para alguien como Jeongmin, acostumbrada a escribir. Recogió con cuidado cada taza, la sostuvo entre sus manos, y sintió la temperatura en sus palmas. Tenía curiosidad por la temperatura del horno en el que habían estado. Y pensar que hacía un momento estaba maldiciendo el verano que la había hecho sudar tanto… Su impulso contradictorio por buscar algo más caliente que el clima resultaba gracioso.

—Me gusta mucho el café. La naturaleza de mi trabajo requería pasar más de una noche sin dormir. Hubiera estado bien tener una taza así.

—Entonces no la compre, ¿quiere intentar hacer una?

La mujer habló con un tono y una velocidad similares a cuando le había ofrecido un café. Parecía saber cómo hablar para que sus palabras no resultaran incómodas.

—No tengo mucha destreza. El arte siempre se me ha dado de pena. No podría hacerlo.

—No se preocupe por eso. Entre los otros miembros del taller hay algunos que antes de hacer cerámica nunca se habían atrevido con las manualidades. Pero ahora lo hacen tan bien que pueden vender sus artículos en ferias. Si tiene algo en mente que quiera poner en una taza, eso es razón suficiente para comenzar.

«Algo que poner en una taza». Jeongmin pensó en el caramel macchiato, el té con leche y el affogato. Y seguro que se le podían ocurrir muchas más bebidas. Cerámicas sólidas y cálidas que soportaron una temperatura de 1250 grados. Dentro de ese horno, ¿no habría también algo intangible?

—¿Vive por la zona? —preguntó la dueña del taller mientras bebía su café.

—Sí. En el edificio 4 de Bamgashi. Hace más o menos un año que vivo allí.

La mujer se sorprendió y abrió los ojos como platos.

—¡Eso está muy cerca de mi casa! Debemos de habernos cruzado alguna vez.

—No creo. Hace mucho tiempo que no salgo de casa. —Jeongmin soltó una risa débil.

—Yo también. En realidad, hace poco que he salido de mi cueva.

Jeongmin se mordió con fuerza el labio: «Te sacaré de la cueva». Hacía unos años una amiga le había dicho justo aquello. «Lo hago por tu bien», unas palabras que pondrían incómodo a cualquiera. Era una buena amiga, pero dado que en el corazón de Jeongmin ni siquiera quedaba espacio para que entrase un puño, percibió sus palabras como una amenaza.

—Pero la cueva tampoco está tan mal, ¿no?

Las siguientes palabras de la mujer le resultaron de lo más inesperadas. Jeongmin sintió una inexplicable sensación de tranquilidad hacia ella y asintió lentamente, sin soltar la taza.

La dueña del taller le preguntó por su disponibilidad para fijar una fecha para la clase. Jeongmin respondió que tenía la mayoría del tiempo libre. Una forma bonita de decir que estaba desempleada, por supuesto. Cuando decía que no tenía trabajo, las personas querían saber todos los detalles sobre su antiguo empleo. Esas conversaciones solían terminar con un intento por mostrar una falsa preocupación, diciendo cosas como «Debes estar muy preocupada», y por lo general concluían en que ella era una persona con un futuro incierto o incapaz de socializar. Pero la dueña del taller dijo: «Debe ser agradable poder llevar una vida tan relajada». Jeongmin se percató de que no tenía por qué ponerse nerviosa con ella, ya que no insistía en infiltrarse en su historia ni en sus motivos.

—¿Qué te parece si empezamos con dos clases a la semana, los martes y jueves? Lo que quiero es que durante estas dos semanas te familiarices con la arcilla y tus manos se adapten a moldearla. Después podríamos continuar con las clases los fines de semana. Me llamo Johee. Y ella es Jihye.

Cuando terminó de hablar, Johee inmediatamente arrancó la página de agosto del calendario que estaba encima del escritorio. Luego, marcó con un círculo los días en los que Jeongmin vendría y le entregó el papel. Cuando vio la hoja cuadrada del calendario llena de números, Jeongmin se dio cuenta de lo largo que era un mes.


* La leyenda relata cómo este monje se refugia una noche en una cueva y bebe agua. Al amanecer, se da cuenta de que no era una cueva, sino una tumba, y que había bebido agua de un cráneo roto. Inmediatamente vomita y aprende la lección: «Todo depende de la mente de uno. No importa lo sucia que esté el agua; si la disfruto, es simplemente agua».