Creo que puede que odie la universidad como institución y que quizá me plantee mi papel en ella, tanto como miembro del personal como estudiante, pero me da todo igual cuando llego a la quinta planta de la biblioteca, toco los libros y observo las vistas del puerto y de las islas del golfo de Hauraki. Me gusta mirar la parte de atrás de los libros para ver cuánto tiempo llevan en las estanterías; a veces llevan más de cincuenta años. La de cosas que han ocurrido en el mundo durante estos últimos cincuenta años… y esos libros siempre han estado ahí. Menos cuando se han pasado una temporada en el piso de alguien o cuando han acompañado a alguien en un viaje a Motueka Top 10 Holiday Park, donde ni siquiera los leyeron porque estaban demasiado ocupados haciendo kayak en la bahía de Tasmania o algo parecido.
Estoy tan contenta porque estoy enamorada. Se me pasa por la cabeza susurrárselo a un ejemplar de Anton Chekhov: The Voice of Twilight Russia, pero no quiero hacer el ridículo. Estoy enamorada de una profesora de Inglés. Por ahora solo la llamo «mi compañera de trabajo», así que mis sentimientos por ella siguen siendo un misterio. Si digo algo del palo: «Mi compañera de trabajo y yo nos tomamos un helado anoche en Island Gelato» y alguien responde algo tipo: «Ah, sí, me lo dijo Holly», me hago la sorprendida. Puede que se llame así. ¿Cómo voy a saberlo? No somos más que compañeras del curro.
Me dejo llevar por una fantasía en la que Holly me invita a pasar la Navidad con su familia en Napier, donde se encuentra el Acuario Nacional de Nueva Zelanda. Me imagino que sus padres llaman por el nombre de pila a todos los pingüinos que viven allí. Holly diría algo tipo: «Os presento a Greta Vladisavljevic» porque sabe cómo me llamo, no teme decir mi nombre en alto y, en esta fantasía, sabe pronunciarlo a la perfección. No habrá acebo* (en algunas partes del mundo se considera una planta navideña), y lo mencionaré para soltar alguna bromita relacionada con la época del año. Todos se partirán de risa conmigo; hasta el perro. Doy por hecho que tienen un perro. Y también un porche. Un porche enorme. Y todos llevamos sombreritos de papel que no se caen ni nos cubren los ojos.
Mi familia ni siquiera se dará cuenta de que me he ido a pasar la Navidad fuera. Mi hermano, V, estará ocupadísimo siendo un mandón, escondiendo los regalos por si nos las apañamos para abrirlos mal y cambiándose de modelito como si estuviéramos en la retransmisión de su convite de bodas. Mientras esperamos a que V se cambie de ropa, mi padre se pasará con el brandi de ciruela y empezará a hablar solo en ruso y le dirá a mi madre que es tan guapa e inteligente como Sofia Kovalevskaya, la primera mujer que se sacó un doctorado en Matemáticas.
Holly no bebe brandi de ciruela, sino whisky. En la vida se me ha pasado por la cabeza: «Voy a tomarme un whisky, mira tú por dónde». Holly se pasea por las fiestas con una copa de whisky en la mano y ríe y asiente. Conoce a muchísima gente, y todo el mundo quiere hablar con ella. A los chicos les gusta hablarle de libros y política. Conmigo nunca sacan esos temas, a pesar de que mi tesis trata acerca de las novelas inglesas y rusas sobre la Guerra Fría. Lo único que me preguntan es con quién he venido. En las fiestas me dedico a deambular por ahí mientras busco la papelera de reciclaje.
Cuando las fiestas llegan a su fin, siempre tengo la esperanza de que Holly me pregunte si quiero ir con ella a casa, pero nunca me lo pregunta. A lo mejor quiere que tengamos una relación estrictamente profesional. A lo mejor no debería pensar tanto en besar a mi compañera de trabajo. A lo mejor no debería mirarle el culo a mi compañera de trabajo cuando ayuda a mi supervisor a conectar la pantalla del ordenador. Hago todo lo posible por no mirar las fotos que tiene Holly en Instagram con su ex, de cuando hizo el máster en Reino Unido. Lo único que sé de esa mujer es que es rubia, pero imagino que se llama Natasha y que iban a cafeterías enanas con poca luz para hablar de Proust. Me imagino que, si la conociera, le parecería que soy monísima y que me diría que jamás podría dejarse el pelo tan largo como yo.
A veces, cuando le pregunto a Holly cómo está, me responde: «Ahora que estás tú, mejor», y, en esos momentos, si abriera la boca se me desparramarían todos los órganos sobre el suelo de la biblioteca. Sin embargo, nadie alzaría la vista de sus ordenadores portátiles porque todo el mundo sabe lo que se siente al estar enamorado. En este mismo momento, ocurre uno de esos instantes. Estoy mirando la parte de atrás de un libro que sacaron de la biblioteca por última vez en 1978 y entonces me llega un mensaje suyo en el que me dice: Hola, sigues en la uni? me ayudas con una cosa?
Me enorgullece que me necesiten para algo. Es como cuando en el colegio el profesor les pide algo a dos chicos fuertes… Debe de ser genial ser uno de esos chicos fuertes a los que escogen. Me aliso el vestido mientras recorro Symonds Street para reunirme con ella. Holly se viste como Hannah Gadsby, y yo, como una chica cuyo novio llega tarde a un festival de cine francés. La veo apoyada en la barandilla de la rampa de la Facultad de Arte, mirando el teléfono. Lleva una camisa blanca de manga larga, unos pantalones formales azul marino y unas Dr. Martens negras. No es un modelito muy de verano. Faltan meses para que caigan las hojas de los árboles que bordean esta parte de la calle.
—Ay, gracias por venir —me dice, y yo intento mostrarme lo más despreocupada posible—. No creo que tardemos mucho.
—Ah, no pasa nada —le digo—. Tampoco estaba haciendo nada.
Tocar libros no se puede considerar una tarea como tal. Holly se pasa los dedos por el pelo cuando cruzamos las puertas automáticas y entramos en el edificio. Lo lleva corto, de punta, y me recuerda a la ilustración de un tiburón que había en un libro que me gustaba de pequeña. Me pregunto si ella pensará en mi pelo y a qué clase de ilustraciones le recordará. Me pregunto si se acordará de aquella vez que nos tumbamos en el suelo de la sala común de los doctorandos, después de que todo el mundo se hubiera ido a casa, y escuchamos aquella canción en bucle.
Nos metemos en el ascensor y aún no sé qué estamos haciendo aquí. Ella le da al botón de la cuarta planta y esconde las manos en los bolsillos. Parece nerviosa.
—¿Qué haces esta noche? —me pregunta.
—Pues no lo sé —le digo, e intento parecer una chica que está demasiado ocupada como para quedar con ella y, al mismo tiempo, que no tiene amigos ni vida social—. Mañana me voy a Wellington, no sé si te acordabas.
—Sí. Tu madre está allí, ¿no?
—Sí, lleva un par de semanas allí al mando de un campamento de verano de teatro. Voy con su amiga Geneviève que… es de armas tomar, así que no sé qué va a pasar.
Holly se ríe y sacude la cabeza. Tiene algo que hace que, cada vez que estamos juntas, parezca que es la primera vez que nos vemos. Jamás llegamos a sentirnos cómodas la una con la otra. Me deja salir primero del ascensor. Recorremos el pasillo y nos detenemos frente al despacho de doctorandos del departamento de Inglés. Holly se acerca a la puerta y la abre con una llave que cuelga de una cinta azul marino de la universidad. En este mundo existen dos clases de personas, las que tienen cintas y las que no. Holly es de las que sí tienen. También tiene la confianza necesaria para sacarla. Sujeta la puerta para que entre. Eso es algo que a mí no me sale bien: cuando le sujeto la puerta a alguien, siempre acaban pasando diez personas porque creen que me dedico a eso y ya de paso me preguntan dónde está el baño.
Holly se planta frente a dos pilas de cartulinas y se lleva las manos a las caderas.
—¿Cómo vamos a hacerlo? —me pregunta.
—¿El qué? —pregunto yo, y las palabras brotan entremezcladas con desconcierto e insinuación.
—Tengo que llevarme todo esto a la galería de Shortland Street. ¿No te lo había dicho?
—Ah. —No, claro que no me lo ha dicho—. ¿A cuánto está? ¿A 850 metros?
—No tengo muy claro cuántos metros exactos son, Greta.
Voy directa a por las cartulinas. Son tamaño A1 y pesan un cojón. Tengo los brazos largos, pero, en lo que a anchura se refiere, parecen un par de ramitas.
—¿Pesan mucho? —me pregunta Holly mientras me observa—. ¿Voy a pedirle ayuda a alguien?
—¡No! Voy bien, de verdad.
Toma otras cartulinas sin apenas esfuerzo. Holly tiene una constitución física mucho más adecuada para esta clase de tareas. A mí se me da bastante bien el origami. ¿Debería comentárselo? A lo mejor luego. Abro la puerta con la rodilla y avanzamos con dificultad hasta llegar al ascensor; también le doy al botón de la planta baja con la rodilla.
Holly se ríe.
—¿Lo estás haciendo para que vea lo hábil que eres?
—No. No necesito demostrarle nada a tipas como tú.
—Eso es verdad. Una vez te vi abrir una botella de preparado de gin-tonic en el borde de una parada de buses.
Hago una pausa, y entonces se lo suelto:
—También se me da muy bien el origami.
—Pues venga —me dice, mirando las cartulinas.
Estamos muy juntas dentro del ascensor. Nuestros codos se rozan.
—Ahora no puedo. Necesito estar en modo zen.
—¿Y yo no te parezco zen?
Niego levemente con la cabeza.
—Eres lo contrario a zen. Eres una lianta.
—¿Cómo que «una lianta»?
—Lo dijo alguien de mi clase de primero —respondo—. «Chaucer es un liante».
Salimos del ascensor en la planta baja, atravesamos el vestíbulo, pasando junto al recepcionista alemán que siempre me ha odiado, y cruzamos el patio. Cuando salía de clase los miércoles, solía encontrarme aquí con mi padre. Decía que yo era su cita de los miércoles a las 15:30 para que me sintiera importante. Él se compraba sushi y café, y yo patatas fritas y Powerade azul. Por aquel entonces no había muchas opciones. Ahora hay tacos, crepes y cualquier cosa que se te ocurra, y los venden en contenedores de carga pintados. A lo mejor podría irme con Holly a tomarnos unas crepes cuando acabemos. Podríamos irnos al Kāpiti a tomar un helado. Me encanta el helado. Hace un par de semanas fuimos a mis cuatro heladerías favoritas del distrito empresarial de Auckland en un mismo día. Mi preferido es el de arándanos, lima y sake de la terminal de ferris, a pesar de que las dependientas te ponen los ojos en blanco si tardas mucho en decidirte. Holly suele pedirse un sabor pocho: ron con pasas, sésamo negro…, pero no se lo tengo en cuenta.
Llegamos hasta el cruce que hay frente al Ministerio de Justicia, pero nadie ha apretado el botón.
—¿Quieres darle con la rodilla también? —me pregunta Holly.
—No —respondo, y me recoloco el pelo tras los hombros con falsa modestia.
Ella enarca una ceja y le da al botón con el codo, sin soltar las cartulinas ni romper el contacto visual.
Cuando mis padres se fueron después de pasar Nochevieja con mi tío y su marido, Holly vino a mi casa a arreglarme la bici. Al final no fuimos a Mission Bay, sino que nos quedamos en el camino de entrada de la casa y nos quemamos porque estuvimos hablando hasta que anocheció. Me desnudé en el baño de la planta de arriba y me miré las marcas de la espalda. Fue como si llevara la conversación que habíamos mantenido sobre la piel.
Pasamos junto a la antigua casa del gobernador de Nueva Zelanda y al trozo de hierba en el que montaban la marquesina en la que servían zumo de naranja y vino espumoso durante las graduaciones. V se enfadó en su graduación, y no dejaba de repetir que era porque no quería ponerse el birrete. Siempre hace lo mismo cuando tiene un problemón (como cuando quiso dejar de ser científico): se imagina que todos sus problemas se deben a un solo objeto. Todo es culpa del birrete. No llora porque echa de menos a su ex, sino porque la esquina de su cama está demasiado pegada a la pared.
—¿Vas bien? —me pregunta Holly mientras yo intento agarrar mejor la cartulina.
—Sí, sí.
Ella me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa.
—Perdona por convertirte en mi manitas de la casa.
—No, no. Me viene genial el ejercicio. Ya verás los brazacos que se me ponen.
Vuelve a sonreírme y sacude la cabeza.
—Podría haberlo hecho en dos viajes, pero es que tengo prisa. Esta noche voy a conocer a una amiga de Sonja y estoy nerviosísima. Se me hace muy raro volver a tener novia después de tanto tiempo y tener que pasar otra vez por esa fase de conocer a los amigos y a la familia. No lo hacía desde… bueno, desde el desastre de Portsmouth. Pero con Sonja las cosas son distintas. Sé que solo han pasado… ¿Cuánto llevamos? ¿Un par de meses? ¿Tú te acuerdas?
—No.
Jamás he oído hablar de esa tal Sonja. Sujeto con fuerza las cartulinas mientras cruzamos Princes Street y bajamos la colina por Shortland Street.
—¿Cuánto crees que se tarda en llegar al hospital desde aquí? Se supone que hemos quedado allí a las cinco, cuando salga del trabajo.
—¿Y qué hace? ¿Flebotomías?
—Ay, Gre, qué cosas tienes —responde—. No, es enfermera de salud mental. Yo juraría que ya te lo había contado.
—Pues no.
—Me da la sensación de que estas últimas semanas no hago otra cosa que pensar en ella.
Me dan ganas de arrojar las cartulinas al suelo, pero me contengo y las agarro más fuerte, tan fuerte que hasta la piel de alrededor de las cutículas se me pone blanca. Me cuesta respirar. Tomo todo el aire posible sin levantar sospechas, y ojalá pudiera tragarme todas las tonterías que he dicho y pensado y enterrarlas muy hondo hasta que dejaran de existir.
—¿Cómo os conocisteis? —le pregunto.
—Ya sabes, lo típico.
—Ah, ¿en una coctelería?
Me mira como si hubiera perdido el juicio.
—No, en Tinder.
Cada vez que entro en Tinder solo me encuentro con madres solteras con ganas de experimentar y parejas de heteros que buscan «un par de manos extra». ¡Es enfermera! ¡Las enfermeras son las heroínas de la sociedad! ¡No como las estudiantes de literatura rusa! ¡Y encima Holly me dice que está segura de que ya me lo había contado!
—¿Voy guapa? —me pregunta—. Es que quiero caerle bien a su amiga.
—¿Por qué no vas a caerle bien? Vas estupenda.
Me estoy derritiendo sobre la acera. Veo la galería, nuestro destino, pero está lejísimos. Para cuando lleguemos, ya habré muerto. Alguien tendrá que llamar a mi madre para que vaya a buscar una pala y rasque el charco en el que me habré convertido para meterme en un cubo. Me arrojará sobre las gardenias, y también se morirán. Los vecinos vendrán a preguntar qué ha pasado con esas flores tan bonitas, las que tenían esas hojas verdes resplandecientes, y de dónde ha salido ese montón de cenizas humeantes, y mi madre les dirá: «¿Os acordáis de mi hija, Greta? Se murió. Juraría que ya os lo había contado».
—Gracias, amiga —me dice Holly—. Contigo siempre me siento mejor.
Intento encogerme de hombros, pero cuesta bastante cuando estás muerta por dentro y parece que los brazos se te van a caer de un momento a otro.
—Estoy segura de que Sonja te caería bien. Es buena persona… Se preocupa por las cosas que de verdad importan, ¿sabes? No se preocupa por las mierdas que nos preocupan a nosotras. No se pasa la vida quejándose de que los eruditos anglófonos han malinterpretado totalmente Das Kapital. Con ella no discuto sobre si el padre de John Stuart Mill y todos sus amigos académicos eran gais.
Pues claro que todos los amigos del padre de John Stuart Mill eran gais. Todos, sin excepción. Por el amor de Dios, pero si uno de ellos vivía en Montpellier. Y siempre estaban paseando y hablando de Heródoto. Se escribían cartas, ¡cartas!, en las que confesaban que no querían participar en la guerra. Si eso no es ser gay, tú me dirás…
—Además está buena —me dice Holly en voz baja, como si fuéramos un par de bros fumando en la parte de atrás de un pub, apoyados en un puto Subaru o haciendo lo que sea que hagan los hombres—. Es eslovaca.
Quiero abrir la alcantarilla que estoy pisando de una patada y caerme en ella. Seguro que el apellido de Sonja es uno de esos que encaja en los formularios, algo como Jovich o Bobkov. Me la imagino al teléfono, de lo más atractiva, diciendo: «Sí, justo, B-O-B-K-O-V». Seguro que nunca ha tenido que tumbarse bocabajo en el suelo de la cocina mientras le grita a algún pobre que trabaja en el Studylink: «No, V de Víctor, L de lianta, A de… aneurisma, D de… didáctico. Espere, solo quedan once letras. I de Ícaro, S de Susan Sarandon…».
—Qué guay. ¿Y está buena? Qué bien —respondo, como si estuviera anunciando una bebida.
—Ya, no tengo ni idea de qué hace conmigo.
La que no sabe qué está haciendo contigo soy yo, Holly, pienso. Debería estar en una playa en la que la gente me sirviera bebidas y me dijera que yo también estoy buena y que las cosas de las que me gusta hablar son brillantes y no una pérdida de tiempo.
Holly abre la puerta de la galería con una tarjeta. Yo no la miro. Dejo las cartulinas con pesadez en el vestíbulo y me cruzo de brazos.
—Oye, ¿y para qué las necesitas? —le pregunto.
—Para un concurso en el que la gente hace carteles sobre el tema de su tesis.
Se me pasa por la cabeza hacer un cartel enorme y brillante sobre mi tesis, con la cara de Mijaíl Gorbachov hecha de pedrería y purpurina, pero no se lo digo a Holly porque imagino que le parecerá una tontería. Cuando salimos, se queda delante de mí con las manos en los bolsillos. Yo no descruzo los brazos.
—Será mejor que me vaya al hospital. ¿Hacia dónde vas tú?
—Hacia el otro lado.
—Ah —responde asintiendo—. Bueno, gracias por ayudarme. Nos vemos.
—Sí, supongo.
—¿Cómo que supones? —Me mira directamente a los ojos y me sonríe como si no pasara nada—. Qué misteriosa eres, Greta.
Nos despedimos y me doy la vuelta para descender la colina. No sé a dónde voy, pero no me doy la vuelta. No puede enterarse de que estoy llorando.
* En inglés, «acebo» significa «holly». (Todas las notas son del traductor).